Tolstói o Dostoievski - George Steiner - E-Book

Tolstói o Dostoievski E-Book

George Steiner

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Beschreibung

«Si se me permite la expresión, Steiner es una máquina de hacer pensar, un formidable mecanismo para estimular la opinión y el pensamiento de sus lectores». Manuel Hidalgo, El Cultural A través de una rigurosa investigación de los dos grandes escritores de la novela rusa, León Tolstói y Fiódor Dostoievski, George Steiner analiza, con preclara sabiduría crítica, dos tradiciones literarias seculares: la de la épica, que abarca un largo recorrido vital desde Homero hasta Tolstói, y la de la visión trágica del mundo, cuya continuidad se desarrolla desde Edipo Rey hasta El rey Lear y Los hermanos Karamázov. Dos visiones opuestas de Dios y del mundo sirven a Steiner para ir esclareciendo la evolución de la novela europea y norteamericana a través de sus figuras más relevantes, porque solo usando los superlativos, las grandes obras maestras, podemos llegar a entender la esencia de la novela, tan empañada de dogmatismos cerrados y limitadores. «Leer a Steiner es comprender los vínculos entre la historia y la cultura sin excepción, a través de una escritura precisa y contundente, irónica a veces».  Antonio Lucas, El Mundo

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

Cubierta

Portadilla

Nota sobre las fechas

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Agradecimientos

Bibliografía

Notas

Créditos

Humphry House, in memoriam

Nota sobre las fechas

Todas las fechas que se refieren a las vidas y a las obras de Tolstói y Dostoievski corresponden al viejo calendario ruso, que se computaba con doce días de retraso con respecto al calendario gregoriano, usual en los países occidentales.

G. S.

Capítulo I

«Ein Buch wird doch immer erst gefunden, wenn es verstanden wird».

Goethe a Schiller, 6 de mayo de 1797

I

La crítica literaria debería surgir de una deuda de amor. De un modo evidente y sin embargo misterioso, el poema, el drama o la novela se apoderan de nuestra imaginación. Al terminar de leer una obra no somos los mismos que cuando la empezamos. Recurriendo a una imagen de otro campo artístico, diremos que quien ha captado verdaderamente un cuadro de Cézanne verá luego una manzana o una silla como si nunca las hubiera visto antes. Las grandes obras de arte nos atraviesan como grandes ráfagas que abren las puertas de la percepción y arremeten contra la arquitectura de nuestras creencias con sus poderes transformadores. Tratamos de registrar sus embates y de adaptar la casa sacudida al nuevo orden. Cierto instinto primario de comunión nos impele a transmitir a otros la calidad y la fuerza de nuestra experiencia, y desearíamos convencerlos de que se abrieran a ella. En este intento de persuasión se originan las más auténticas penetraciones que la crítica puede proporcionar.

Digo esto porque buena parte de la crítica contemporánea es de otra índole. Burlona, quisquillosa, inmensamente conocedora de su linaje filosófico y de sus complejos instrumentos, a menudo viene más para enterrar que para encomiar. Realmente, muchísimo es lo que debe ser enterrado si se desea conservar la salud del lenguaje y de la sensibilidad. En vez de enriquecer nuestra conciencia, en vez de ser manantiales de vida, demasiados libros encierran para nosotros las tentaciones de la facilidad y de un grosero y efímero solaz. Pero estos son libros para el apremiante menester del reseñista, no para el reflexivo y recreador arte del crítico. Hay más de «cien grandes obras», más de mil. Pero su número no es inagotable. A diferencia del reseñista y del historiador de la literatura, el crítico se interesa por las obras maestras. Su principal función no consiste en distinguir entre lo bueno y lo malo, sino entre lo bueno y lo mejor.

Aquí, de nuevo, el criterio moderno propende a un punto de vista más tímido. Al aflojarse los goznes del antiguo orden político y cultural, ha perdido aquella serena seguridad que permitió a Matthew Arnold referirse, en sus conferencias sobre las traducciones de Homero, a los «cinco o seis supremos poetas del mundo». Nosotros no nos expresaríamos así. Nos hemos convertido en relativistas; comprendemos, presas del desasosiego, que los principios críticos son intentos de imponer efímeros hechizos de autoridad a la inherente mudanza del gusto. Al dejar Europa de ser el centro de la historia, estamos menos seguros de la preeminencia de la tradición clásica y occidental. Los horizontes del arte han retrocedido, en el tiempo y en el espacio, más allá de lo que nadie podía sospechar. Dos de los poemas más representativos de nuestra época, La tierra baldía, de T. S. Eliot, y los Cantos, de Ezra Pound, se han inspirado en el pensamiento oriental. Las máscaras del Congo asoman en los cuadros de Picasso como una vengadora desfiguración. En nuestros espíritus se proyectan las sombras de las guerras y las bestialidades del siglo XX; nuestra herencia nos hace ser cautos.

Pero no debemos ir demasiado lejos. En los excesos del relativismo se encuentran los gérmenes de la anarquía. La crítica debería traernos los recuerdos de nuestro gran linaje, la incomparable tradición de la épica que va de Homero a Milton, los esplendores de la tragedia en la antigua Atenas y del drama isabelino y neoclásico, de los maestros de la novela. Debería afirmar que, si Homero, Dante, Shakespeare y Racine ya no son los más grandes poetas del mundo entero —el mundo se ha hecho demasiado grande para la supremacía—, son todavía los supremos poetas de aquel mundo del que nuestra civilización saca su fuerza vital y en cuya defensa debe arriesgarse. Al insistir en la infinita variedad de los asuntos humanos, sobre el papel de las circunstancias sociales y económicas, los historiadores quisieran que descartásemos las viejas definiciones, las antiguas categorías de significación. ¿Cómo podemos —preguntan— emplear el mismo rasero para la Ilíada y El paraíso perdido, cuando estas obras están separadas por siglos de hechos históricos? ¿Puede el término «tragedia» significar algo si lo usamos tanto para Antígona como para El rey Lear o Fedra?

La respuesta es que los recuerdos y los hábitos mentales calan más hondo que las exigencias del tiempo. La tradición y la gran continuidad de la unidad no son menos reales que el sentimiento de desorden y de vértigo que debemos a la nueva época de oscurantismo. Llamemos épica a esa forma de aprehensión poética en la que está insertado un momento de la historia o un mito religioso; digamos de la tragedia que es una visión de la vida cuyos principios de significación provienen de la precariedad de la condición humana, de lo que Henry James llamaba la «imaginación del desastre». Ninguna de estas dos definiciones es válida en un sentido total, pero bastan para recordarnos que existen grandes tradiciones, líneas de herencia espiritual que relacionan a Homero con Yeats y a Esquilo con Chéjov. A esa crítica debemos regresar con un apasionado temor y un siempre renovado sentido de la vida.

En nuestros días, hay un dolorido anhelo de tal regreso. Estamos completamente rodeados de un nuevo analfabetismo, el analfabetismo de los que pueden leer palabras ásperas y palabras de odio y de relumbrón, pero que son incapaces de comprender el sentido del lenguaje en función de su belleza o verdad. Uno de los más agudos críticos modernos escribe: «Me agradaría creer que hay una clara prueba de la necesidad (y, particularmente en nuestra sociedad, una necesidad mayor que nunca), en los eruditos y los críticos, de realizar una tarea especial, la tarea de situar al público en una relación pertinente con la obra de arte, es decir, de cumplir una tarea de intermediario».1 No juzgar ni diseccionar, sino mediar. Solo a través del amor por la obra de arte, solo a través del constante y angustiado reconocimiento por parte del crítico de la distancia que separa su arte del arte del poeta, puede tal mediación ser realizada. Se trata de un amor que ha cobrado lucidez a través de la amargura: es testigo de los milagros del genio creador, desentraña los principios del ser, los muestra al público, y, sin embargo, sabe que no toma parte —o solo una parte muy pequeña— en su verdadera creación.

Tales son los postulados de lo que podríamos llamar «antigua crítica» para distinguirla parcialmente de la esplendorosa y predominante escuela conocida como «nueva crítica». La «antigua crítica» es engendrada por la admiración. A veces se aparta del texto para considerar un propósito moral. Cree que la literatura existe no como un fenómeno aislado, sino que tiene un papel central en el drama de las fuerzas políticas e históricas. Por encima de todo, la antigua crítica, por su índole y alcance, es filosófica y, generalmente, responde a la idea expresada por Jean-Paul Sartre en un ensayo sobre Faulkner: «La técnica de una novela siempre nos remite a la metafísica del novelista». En las obras de arte se hallan reunidas las mitologías del pensamiento, los heroicos esfuerzos del espíritu humano por imponer un orden y una interpretación al caos de la experiencia. Aunque inseparable de la forma estética, el contenido filosófico —la presencia de la fe o de la especulación dentro del poema— tiene sus propios principios de acción. Hay numerosos ejemplos de arte que, a través de las ideas que exponen, nos convencen o nos impulsan a la acción. Los críticos contemporáneos, salvo los marxistas, no siempre le han hecho caso.

La antigua crítica tiene sus prejuicios: tiende a creer que los «supremos poetas del mundo» fueron hombres impelidos a aceptar o a rebelarse contra el misterio de Dios, que hay magnitudes de propósito y de fuerza poética que el arte secular no puede alcanzar o, por lo menos, que todavía no ha alcanzado. El hombre, según afirma Malraux en Las voces del silencio, está atrapado entre lo finito de la condición humana y lo infinito de las estrellas. Solo a través de sus monumentos de la razón y de la creación artística puede asumir la dignidad trascendente. Pero al obrar así imita y al mismo tiempo entra en rivalidad con los poderes formadores de la Deidad. Así, en el corazón del proceso creador se da una paradoja religiosa. Ningún hombre es más completamente creado a imagen de Dios, o es más inevitablemente Su retador, que el poeta. D. H. Lawrence dijo: «Siempre tengo la impresión de hallarme desnudo ante el fuego del Todopoderoso, que me atraviesa, lo cual resulta abrumador. Para ser un artista, uno ha de ser terriblemente religioso».2 Pero no, tal vez, para ser un verdadero crítico.

Los valores mencionados son algunos de los que desearía hacer resaltar en este estudio sobre Tolstói y Dostoievski, los dos novelistas más grandes del mundo (toda crítica resulta, en sus momentos de autenticidad, dogmática; la antigua crítica se reserva el derecho de ser franca y de emplear superlativos). E. M. Forster escribió: «Ningún novelista inglés es tan grande como Tolstói, es decir, ha dado un cuadro tan completo de la vida del hombre, en su aspecto doméstico y heroico a la vez. Ningún novelista inglés ha explorado el alma del hombre tan profundamente como Dostoievski».3 El juicio de Forster no se limita necesariamente a la literatura inglesa, y define la relación de Tolstói y Dostoievski con el arte de la novela en general. Por su naturaleza, sin embargo, tal proposición no puede ser demostrada: se trata, en un curioso y definido sentido, de un asunto de «oído». El tono que empleamos para referirnos a Homero o a Shakespeare resulta válido también referido a Tolstói y Dostoievski. Podemos mencionar de corrido la Ilíada, Guerra y paz, El rey Lear y Los hermanos Karamázov. Así es de sencillo y complejo. Pero repetiré que tal declaración no está sujeta a una prueba racional. No se concibe una manera de demostrar que alguien que coloca a Madame Bovary por encima de Ana Karénina, o que considera a Los embajadores comparable, en poder y magnitud, a Los demonios, está equivocado, que no tiene «oído» para ciertas tonalidades esenciales. Pero tal «sordera para el tono» nunca puede ser superada por un argumento lógico. (¿Quién podría haber persuadido a Nietzsche, que tuvo una de las mentes más agudas que han existido para la comprensión de la música, de que cometía un craso error al considerar a Bizet superior a Wagner?). Además, de nada sirve lamentar la «no demostrabilidad» de los juicios críticos. Los críticos, tal vez porque han hecho difícil la vida a los artistas, están destinados a sufrir, en cierta medida, el destino de Casandra. Incluso cuando ven con más claridad, no disponen de medios para demostrar que tienen razón, y pueden no ser creídos. Pero Casandra tenía razón.

Por consiguiente, permítaseme afirmar mi impenitente convicción de que Tolstói y Dostoievski son figuras señeras entre los novelistas. Sobresalen por el alcance de su visión y la fuerza de su ejecución. Longino hubiera, con absoluta propiedad, hablado de «sublimidad». Ambos poseen la facultad de construir, por medio del lenguaje, «realidades» sensoriales y concretas, y, sin embargo, penetradas por la vida y el misterio del espíritu. Este es el poder que caracteriza a los «supremos poetas del mundo» de Arnold. Pero, aunque permanecen aparte en su dimensión pura —pensemos en la suma de vida acumulada en Guerra y paz, Ana Karénina, Resurrección, Crimen y castigo, El idiota, Los demonios y Los hermanos Karamázov—, Tolstói y Dostoievski forman parte del florecimiento de la novela rusa del siglo pasado. Este florecimiento, de cuyas circunstancias trataré en este primer capítulo, diríase que representa uno de los tres principales momentos de triunfo en la historia de la literatura occidental; los otros dos corresponden a los tiempos de la tragedia griega y Platón, y a la época de Shakespeare. En los tres, el pensamiento occidental saltó hacia delante desde las tinieblas mediante la intuición poética; en ellos se reunió mucha de la luz que poseemos sobre la naturaleza del hombre.

Muchos libros se han escrito y se escribirán sobre las dramáticas e ilustrativas vidas de Tolstói y Dostoievski, sobre su lugar en la historia de la novela y la importancia de su política y su teología en la historia de las ideas. Con la llegada de Rusia y del marxismo al umbral del imperio, el carácter profético del pensamiento de Tolstói y Dostoievski, su relevancia en nuestros propios destinos, ha penetrado con fuerza en nosotros. Pero se requiere un tratamiento más estrecho y más unificado a la vez. Ya ha transcurrido el tiempo suficiente para que podamos advertir la grandeza de Tolstói y Dostoievski en la perspectiva de las más importantes tradiciones. Tolstói pedía que sus obras fuesen comparadas a las de Homero. Mucho más que el Ulises de Joyce, Guerra y paz y Ana Karénina encarnan el resurgimiento del estilo épico, de un nuevo ingreso en la literatura de tonalidades, prácticas narrativas y formas de articulación que habían declinado en el arte poético occidental después de Milton. Pero comprender por qué esto es así, para justificar ante nuestra inteligencia crítica esos inmediatos e indistintos reconocimientos de elementos homéricos en Guerra y paz, requiere una concienzuda y escrupulosa lectura. En el caso de Dostoievski hay una similar necesidad de una más vasta perspectiva. Se ha aceptado generalmente que su genio era de índole dramática, que en ciertos aspectos significativos fue el temperamento dramático más amplio y natural desde Shakespeare, comparación que el mismo Dostoievski sugirió. Pero solo después de la publicación y traducción de gran número de borradores y libros de apuntes de Dostoievski —material del que haré amplio uso— ha sido posible trazar las múltiples afinidades entre la concepción dostoievskiana de la novela y las técnicas del drama. La idea de un teatro, como la ha llamado Frances Fergusson, ha sufrido una brusca decadencia, por lo que respecta a la tragedia, después del Fausto de Goethe. El linaje que procedía de Esquilo, Sófocles y Eurípides parecía haberse interrumpido. Pero Los hermanos Karamázov es una obra firmemente enraizada en el mundo de El rey Lear; en la novela dostoievskiana, el sentimiento trágico de la vida, a la manera antigua, es totalmente reanudado. Dostoievski es uno de los más grandes poetas trágicos.

Con demasiada frecuencia, las incursiones de Tolstói y Dostoievski en los campos de la teoría política, la teología y el estudio de la historia han sido rechazadas como excentricidades de genios o como ejemplos de esa curiosa ceguera, propia, a veces, de los grandes espíritus. Siempre que han sido objeto de seria atención, esta ha distinguido entre el filósofo y el novelista. Pero en el arte maduro, la técnica y la metafísica son aspectos de la unidad. Y en Tolstói y en Dostoievski, como tal vez en Dante, la poesía y la metafísica, el impulso hacia la creación y hacia el conocimiento sistemático, eran respuestas alternas, y sin embargo inseparables, a las presiones de la experiencia. Así, la teología tolstoiana y la perspectiva del mundo operante en sus novelas y cuentos han pasado por el mismo crisol de la convicción. Guerra y paz es un poema de la historia, pero de la historia vista bajo la luz específica, o, si lo preferimos, bajo la oscuridad específica, del determinismo tolstoiano. La poética del novelista y el mito de los asuntos humanos que presentó son igualmente válidos para nuestra comprensión. La metafísica de Dostoievski ha sido muy tenida en cuenta últimamente; es una fuerza seminal en el existencialismo moderno. Pero se ha estudiado poco la crucial relación interna entre la mesiánica y apocalíptica visión de las cosas del novelista y las formas reales de su arte. ¿Cómo penetra la metafísica en la literatura y qué sucede a ambas cuando coinciden? El último capítulo de este libro versará sobre dicho tema, que se manifiesta en Ana Karénina, Resurrección, Los demonios y Los hermanos Karamázov.

Mas ¿por qué Tolstói o Dostoievski ? Porque propongo que se juzguen sus realizaciones y se defina la naturaleza de sus respectivos genios por medio del contraste. El filósofo ruso Berdiáiev escribió: «Sería posible establecer dos modelos, dos tipos de almas humanas: las que se inclinan hacia el espíritu de Tolstói y las que se inclinan hacia el de Dostoievski».4 La experiencia lo apoya. Un lector puede considerar a Tolstói y a Dostoievski como los dos principales maestros de la novela, es decir, puede hallar en sus obras el más completo y penetrante retrato de la vida. Pero si se le apremia mucho, escogerá entre los dos. Si nos dice a cuál prefiere y por qué, comprenderemos, creo, su verdadera naturaleza. La elección entre Tolstói y Dostoievski denota lo que los existencialistas llaman un engagement ; obliga a la imaginación a tomar partido por una u otra de las dos interpretaciones radicalmente opuestas del destino del hombre, del futuro histórico y del misterio de Dios. Para Berdiáiev, citándolo de nuevo, Tolstói y Dostoievski son el ejemplo de «una insoluble controversia en la que se enfrentan dos conjuntos de supuestos, dos conceptos fundamentales de la existencia». Esta confrontación tiene cierta relación con las prevalecientes dualidades del pensamiento occidental que se remontan hasta los diálogos platónicos. Pero también es trágicamente afín a la guerra ideológica de nuestro tiempo. Las prensas soviéticas lanzan literalmente millones de ejemplares de las novelas de Tolstói; pero solo hasta hace poco, y a regañadientes, imprimieron Los demonios.

Pero, en verdad, ¿son comparables Tolstói y Dostoievski? ¿Es algo más que la fábula de un crítico imaginar un diálogo entre sus dos espíritus y un mutuo conocimiento? Los principales obstáculos para una comparación de esta clase provienen de la falta de material y de las disparidades en magnitud. Por ejemplo, no poseemos los bocetos para La batalla de Anghiari; así, no podemos comparar lo que lograron Miguel Ángel y Leonardo cuando fueron rivales en invención artística. Pero la documentación sobre Tolstói y Dostoievski es abundante. Sabemos qué pensaban uno del otro y lo que Ana Karénina significaba para el autor de El idiota. Sospecho, además, que en una de las novelas de Dostoievski se encuentra una alegoría profética del encuentro espiritual de él mismo con Tolstói. No hay entre ellos ninguna discordancia de estatura: ambos eran titanes. Los lectores del siglo XVII fueron probablemente los últimos que vieron a Shakespeare como una figura comparable a las de los dramaturgos coetáneos suyos. Ahora, para nuestra admiración, tiene una ingente estatura. Al juzgar a Marlowe, Jonson o Webster, levantamos un cristal ahumado contra el sol. Esto no es válido para Tolstói y Dostoievski. Ambos significan para el historiador de las ideas y para el crítico literario una conjunción única, como planetas vecinos, de igual magnitud y mutuamente perturbados por sus órbitas. Desafían toda comparación.

Además, hubo un terreno común entre ellos. Sus imágenes de Dios, sus propuestas de acción, son en última instancia irreconciliables. Pero escribieron en la misma lengua y en el mismo momento decisivo de la historia. En algunas ocasiones estuvieron a punto de conocerse; pero cada vez se echaron atrás, presas de alguna tenaz prevención. Merezhkovski, un testigo errático, poco digno de confianza y sin embargo esclarecedor, consideró a Tolstói y a Dostoievski dos escritores completamente opuestos: «Digo opuestos pero no remotos ni ajenos; porque a menudo establecen contacto, como extremos que se tocan».5

Una buena parte de este ensayo será, en espíritu, divisiva: tratará de distinguir al poeta épico del dramaturgo, al racionalista del visionario, al cristiano del pagano. Pero entre Tolstói y Dostoievski había áreas de semejanza y puntos de afinidad que contribuyeron a que el antagonismo de sus naturalezas fuese más radical. Empezaré con estas.

II

Primero, tenemos su «masividad», la vasta dimensión en la cual sus genios trabajaron. Guerra y paz, Ana Karénina, Resurrección, El idiota, Los demonios y Los hermanos Karamázov son novelas de gran extensión. La muerte de Iván Ilich, de Tolstói, y Memorias del subsuelo, de Dostoievski, son cuentos, novelas cortas que tienden a una forma mayor. Debido a que esto es tan evidente y sencillo, solemos considerar este hecho como una circunstancia debida a la casualidad. Pero la extensión de las obras de Tolstói y Dostoievski era esencial para el propósito de los dos novelistas. Es una característica de su visión.

El problema de la magnitud literal es secundario. Pero las diferencias de extensión entre Cumbres borrascosas, digamos, y Moby Dick, o entre Padres e hijos y Ulises, conducen, de una discusión sobre técnicas diferentes, a la comprobación de que se trata de distintos ideales y distintas estéticas. Aun si nos limitamos a los tipos más amplios de la prosa narrativa, es necesario establecer diferencias. En las novelas de Thomas Wolfe la extensión atestigua la exuberante energía, la falta de control y la dispersión en medio de los excesivos prodigios del lenguaje. Clarissa es larga, inmensamente larga, porque Richardson traducía al nuevo vocabulario del análisis psicológico la episódica y floja estructura de la tradición picaresca. En las gigantescas formas de Moby Dick percibimos no solamente un perfecto acuerdo entre el tema y el modo de tratamiento, sino un artificio de narración que se remonta hasta Cervantes: el arte de la digresión extensa. Las novelas-río, las crónicas en varios volúmenes de Balzac, Zola, Proust y Jules Romains, nos ilustran sobre los poderes de la extensión en dos respectos: como una sugestión de la manera épica y como un artificio para comunicar un sentido de la historia. Pero, aun dentro de esta clase (tan característicamente francesa), debemos distinguir: el enlace entre las novelas individuales en la Comedia humana no es de ninguna manera el mismo que entre los volúmenes sucesivos de En busca del tiempo perdido de Proust.

Al especular sobre las diferencias entre los poemas largos y los poemas cortos, Poe halló que aquellos podían incluir insulsas tiradas, digresiones, ambivalencias de tono sin perder su virtud esencial. Sin embargo, el poema extenso carece de la persistente intensidad y tensión de un poema lírico breve. En el caso de la prosa narrativa no podemos aplicar la misma regla. Las fallas de Dos Passos son, precisamente, fallas de desigualdad. Por otra parte, la red está tan delicada y tensamente tejida en el gran ciclo de Proust como en la brillante miniatura de Madame de La Fayette La princesa de Clèves.

La masividad de las novelas de Tolstói y Dostoievski fue advertida desde el principio. Tolstói fue censurado, y sigue siéndolo desde entonces, por sus interpolaciones filosóficas, sus digresiones moralizantes y su clara renuencia a dar fin a una trama. Henry James habló de «negligentes y fofos monstruos». Los críticos rusos nos hablan de que la extensión de una novela de Dostoievski se debe con frecuencia a su estilo trabajoso y fulgurante, a las vacilaciones del novelista con respecto a sus personajes y al simple hecho de que se le pagaba por página. El idiota y Los demonios, como sus equivalentes victorianos, reflejan la economía de la novela por entregas. Entre los lectores occidentales, la prolijidad de los dos novelistas ha sido a menudo interpretada como peculiarmente rusa y, en cierto modo, como una consecuencia de la inmensidad física de Rusia. Esto es una noción absurda: Pushkin, Lérmontov y Turguéniev son de una concisión ejemplar.

Después de pensarlo, resulta evidente que tanto para Tolstói como para Dostoievski la plenitud era una libertad esencial. Dicha libertad fue la característica de sus vidas y personas, así como de su concepto sobre el arte de la novela. Tolstói pintaba sobre un vasto lienzo, proporcionado al aliento de su ser y capaz de encerrar la trabazón existente entre la estructura del tiempo de la novela y el fluir del tiempo a través de la historia. La masividad de Dostoievski refleja la fidelidad a los detalles y una facultad de abarcar innumerables particularidades de gesto y de pensamiento que se acumulan hacia el momento del drama.

Cuanto más reflexionamos en los dos novelistas, más advertimos que ellos y sus obras fueron modelados del mismo tamaño.

La vitalidad gigantesca de Tolstói, su vigor de oso, sus hazañas de resistencia nerviosa y los excesos en él de todas las fuerzas de la vida son notorios. Sus contemporáneos, entre ellos Gorki, lo vieron como un titán que vagaba por la tierra con una majestad antigua. Había algo fantástico y oscuramente blasfemo en su ancianidad. En la novena década de su vida parecía un rey, de pies a cabeza. Trabajó hasta el final, sin doblarse, pugnaz, gozando de su autocracia. Las energías de Tolstói eran tales que no podía imaginar nada ni crear nada de pequeñas dimensiones. Siempre que penetraba en una habitación o en una forma literaria daba la impresión de un gigante que tenía que inclinar el cuerpo para atravesar una puerta construida para hombres corrientes. Una de sus piezas de teatro tiene seis actos. No parece una discordancia el hecho de que los dujobores, un grupo religioso cuya emigración de Rusia a Canadá fue sufragada por Tolstói con los derechos de Resurrección, desfilaran desnudos bajo las ventiscas y, con desafiante bizarría, incendiaran los graneros.

Por todas partes en la vida de Tolstói, entregado al juego o a la caza del oso en su juventud, en su tempestuoso y prolífico matrimonio o en los noventa volúmenes de su obra impresa, es evidente el poder de su impulso creador. T. E. Lawrence (también hombre de poderes demoniacos) manifestó a Forster: «Es inútil habérselas con Tolstói. Ese hombre es como el viento del este de ayer: nos hace llorar cuando lo enfrentamos y, al mismo tiempo, nos deja anonadados».6

Partes extensas de Guerra y paz fueron escritas siete veces. Las novelas de Tolstói terminan a regañadientes, como si la pasión creadora, ese éxtasis oculto que proviene de dar forma a la vida mediante el lenguaje, no se hubiese agotado. Tolstói conoció su inmensidad y gozó de la impetuosa corriente de su sangre. Una vez, en un momento de patriarcal grandeza, puso en tela de juicio a la misma mortalidad. Se preguntó si la muerte —refiriéndose claramente a su propia muerte física— era realmente inevitable. ¿Por qué tenía él que morir, cuando sentía su cuerpo lleno de vitalidad y su presencia era tan necesaria a los peregrinos y discípulos que llegaban a Yásnaia Poliana de todo el mundo? Tal vez Nikolái Fiódorov, el bibliotecario del Museo Rumiántsev, tenía razón al insistir en la idea de una completa y literal resurrección de los muertos. Tolstói dijo: «No comparto todos los puntos de vista de Fiódorov». Pero, evidentemente, le atraían.

Dostoievski, citado a menudo como contraste, es señalado por los críticos y los biógrafos como un gran ejemplo de neurosis creadora. Este punto de vista es reforzado por las imágenes más comúnmente asociadas con su trayectoria: cárcel en Siberia, epilepsia, crueles privaciones y la vibración de una agonía personal que se percibe en todas sus obras y sus días, y ha cobrado autoridad a causa de una mala interpretación de la diferencia que Thomas Mann establece entre la salud olímpica de Goethe y Tolstói y la enfermedad de Nietzsche y Dostoievski.

En realidad, Dostoievski estaba dotado de excepcional fuerza y resistencia, así como de una tremenda elasticidad y vigor animal, que lo sostuvieron a través del purgatorio de su vida personal y del imaginado infierno de sus creaciones. John Cowper Powys afirma que en el centro del ser de Dostoievski había «un goce misterioso y profundamente femenino de la vida, incluso cuando la vida lo hacía sufrir».7 Se refiere luego a aquel «desbordar de la fuerza de la vida» que permitió al novelista mantener el furioso ritmo de su creación en medio de sus grandes apuros materiales o sufrimientos físicos. Como finalmente indica Powys, la alegría que Dostoievski alcanzó, aun en momentos de angustia, no era masoquista, aunque había masoquismo en su carácter. Esta alegría brotaba, más bien, del primitivo y astuto placer que un espíritu saca de su propia tenacidad. El hombre vivió al rojo vivo.

Dostoievski sobrevivió a la angustiosa experiencia de la fingida ejecución frente a un piquete armado y listo para disparar; verdaderamente transformó el recuerdo de aquella hora terrible en un talismán de resistencia y en una duradera fuente de inspiración. Sobrevivió a la kátorga siberiana y al periodo de servicio en un regimiento de castigo. Escribió sus voluminosas novelas, cuentos y ensayos polémicos bajo agobios económicos y psicológicos que hubieran desquiciado a cualquiera con menos vitalidad de la que él tenía. Dostoievski dijo de sí mismo que poseía la sinuosa tenacidad del gato. Dedicó la mayor parte de los días de sus siete vidas trabajando encarnizadamente, hubiese o no hubiese pasado la noche entregado al juego, luchando contra la enfermedad o mendigando un préstamo.

Es desde este punto de vista desde el que debe ser juzgada su epilepsia. La patología y los orígenes de la «enfermedad sagrada» de Dostoievski siguen siendo oscuros. Lo poco que sabemos sobre las fechas hace difícil poder aceptar la teoría de Freud de una relación causal entre los primeros ataques y el asesinato del padre de Dostoievski. La idea que el propio novelista tenía de la epilepsia era ambigua y llena de influencias religiosas: veía en ella, a la vez, un cruel y vil proceso y un misterioso don mediante el cual un hombre podía alcanzar instantes de milagrosa iluminación y aguda visión. Tanto en las explicaciones del príncipe Mishkin en El idiota como en el diálogo entre Shátov y Kirílov en Los demonios, los ataques epilépticos son descritos como realizaciones de una experiencia total, como chorros que brotan de las más secretas y centrales fuerzas de la vida. En el momento del ataque el alma es liberada de la prisión de los sentidos. En ninguna parte sugiere Dostoievski que el «idiota» lamente su sagrada dolencia.

Es probable que la enfermedad de Dostoievski estuviera directamente relacionada con sus extraordinarios poderes nerviosos y que obrara como un escape para sus energías sublevadas. Thomas Mann vio en ello «el producto de una desbordante vitalidad, una explosión y un exceso de salud enorme».8 Seguramente esta es la clave de la naturaleza de Dostoievski: una «salud enorme» que utilizaba la enfermedad como un instrumento de percepción. En este respecto, la comparación con Nietzsche queda justificada. Dostoievski es un caso ilustrativo de esos artistas y pensadores que se cubren con sus sufrimientos físicos como si estos fuesen una «cúpula de cristal de muchos colores», a través de la cual ven intensificada la realidad. Así, Dostoievski puede también ser comparado con Proust, que rodeó de muros a su asma para proteger el monacato de su arte, o con Joyce, que aguzó su oído en la ceguera y escuchó en la caracola de las tinieblas.

«Opuestos, pero no remotos ni ajenos», dijo Merezhkovski. La salud de Tolstói y la enfermedad de Dostoievski llevan el mismo sello del poder creador.

T. E. Lawrence dijo a Edward Garnett: «Recuerde usted que una vez le dije que tenía un estante de libros “titánicos” (es decir, caracterizados por la grandeza del espíritu, “sublimes”, como diría Longino), y que entre ellos estaban Los hermanos Karamázov, Así habló Zaratustra y Moby Dick».9

Cinco años después, en la lista figuraba también Guerra y paz. Eran libros «titánicos», y la cualidad a que aludía Lawrence se refería tanto a su magnitud exterior como a las vidas de sus autores.

Pero la característica magnificencia del arte de Tolstói y Dostoievski —la manera como dicho arte restablece en la literatura una totalidad de concepción que había perdido con la decadencia de la poesía épica y la tragedia— no puede percibirse aisladamente. No podemos limitar nuestra atención únicamente a los rusos, aunque Virginia Woolf se sintió tentada de preguntar si «escribir sobre cualquier otra novelística, excepto la de ellos, no es perder el tiempo».10 Antes de examinar las obras de Tolstói y Dostoievski deseo referirme, de paso, al tema general del arte novelístico y a las virtudes particulares de la novela rusa y norteamericana en el siglo pasado.

III

La gran tradición de la novela europea nace de las circunstancias que condujeron a la extinción de la ?pica y a la decadencia del drama serio. A través de la inocencia del alejamiento y del repetido accidente del genio individual, los novelistas rusos, de Gógol a Gorki, cargaron sus medios expresivos con tales energías, con tales hondas penetraciones y tal fe llena de violenta poesía, que la narración en prosa, como forma literaria, llegó a rivalizar (algunos dirían a sobrepasar) con el alcance de la épica y del drama. Pero la historia de la novela no presenta una continuidad sostenida. Los logros rusos son muy distintos, y aun opuestos, de las modalidades europeas prevalecientes. Los maestros rusos —como Hawthorne y Melville a sus maneras un tanto diferentes— violentaron los convencionalismos del género tal como este había sido concebido desde la época de Defoe hasta la de Flaubert. La cuestión era esta: para los realistas del siglo XVIII, los convencionalismos habían sido una fuente de vitalidad; en la época de Madame Bovary se habían convertido en limitaciones. ¿En qué consistían y cómo se habían originado?

En su modalidad natural, un poema épico se dirige a un grupo más bien aglomerado de oyentes; el drama, donde aún vive y no meramente como un artificio, está destinado a un organismo colectivo: un público teatral. Pero una novela habla a un lector individual en la anarquía de la vida privada. Es una forma de comunicación entre un escritor y una sociedad esencialmente fragmentada, una «creación de la fantasía leída en soledad»,11 según dijo Burckhardt. Habitar un cuarto propio, leer un libro propio, significa participar de una condición rica en implicaciones históricas y psicológicas, implicaciones que han determinado la historia y el carácter de la prosa narrativa europea, a la que han dado sus numerosas y concluyentes asociaciones con las vicisitudes y la concepción del mundo de la clase media. Si podemos decir de las epopeyas de Homero y Virgilio que fueron formas de discurso entre el poeta y la aristocracia, de igual modo podemos afirmar de la novela que ha sido la primera forma de arte de la época de la burguesía.

La novela surgió no solamente como el arte del hombre privado que se aloja en casas en las ciudades europeas. Desde los tiempos de Cervantes en adelante, fue el espejo con que la imaginación, predispuesta a la razón, captó la realidad empírica. Don Quijote dio una ambigua y apiadada despedida al mundo de la epopeya; Robinson Crusoe deslindó el de la novela moderna. Como el náufrago de Defoe, el novelista se rodeará de una empalizada de hechos tangibles: las casas maravillosamente sólidas de Balzac, el aroma de los puddings de Dickens, los mostradores de botica de Flaubert y los interminables inventarios de Zola. Cuando descubra una huella de pisada en la arena, el novelista sacará la conclusión de que se trata de Viernes, que está al acecho en la maleza, no creerá en el rastro de un duende o, como en el mundo de Shakespeare, en la fantasmal pisada del «dios Hércules, a quien Antonio amó».

La principal corriente de la novela occidental es prosaica, en el sentido literal más bien que en el peyorativo; en ella, ni el Satán de Milton volando a través de las inmensidades del caos ni las tres brujas de Macbeth surcando los aires hacia Alepo se hallan realmente en su elemento. Los molinos de viento ya no son gigantes, sino molinos de viento. En cambio, la novela nos dirá cómo están hechos los molinos de viento, cuánto producen y qué ruido hacen precisamente en una noche borrascosa. Porque corresponde al genio de la novela describir, analizar, explorar y acumular los datos de la realidad y de la introspección. De todas las interpretaciones de la experiencia que la literatura intenta, de todas las contraproposiciones a la realidad hechas mediante la palabra, las de la novela son las más coherentes y abarcadoras. Las obras de Defoe, Balzac, Dickens, Trollope, Zola o Proust son documentos para nuestro sentido del mundo del pasado. Son las primas hermanas de la historia.

Hay tipos de novela, naturalmente, para los cuales esto no es válido. En los límites de la tradición vigente ha habido persistentes áreas de irracionalismo y de mito. El grueso de la literatura gótica (al que me referiré cuando trate de Dostoievski), Frankenstein, de Mary Shelley, y Alicia en el país de las maravillas son ejemplos representativos de la rebelión contra el empirismo prevaleciente. Basta referirnos a Emily Brontë, E. T. A. Hoffmann y Poe para comprender que la desacreditada demonología de la era «precientífica» tenía su vigorosa segunda vida. Pero en general la novela europea de los siglos XVIII y XIX era secular por su perspectiva, racional por su método y social por su contexto.

Al aumentar sus recursos técnicos y su solidez, el realismo alimentó vastas ambiciones: buscó establecer, a través del lenguaje, sociedades tan complejas e importantes como las del mundo exterior. En un tono menor, este intento produjo el Barchester de Trollope; en el mayor, el fantástico sueño de la Comedia humana. Tal como fue bosquejada en 1845, la obra debía comprender ciento treinta y siete títulos, y en ellos, la vida de Francia encontrar su total equivalencia. En 1844, Balzac escribió una famosa carta en la que comparaba su propósito con las hazañas de Napoleón, Cuvier y O’Connell: «Le premier a vécu de la vie de l’Europe; il s’est inoculé des armées! Le second a épousé le globe! Le troisième s’est incarné un peuple! Moi j’aurai porté une société entière dans ma tête!» [¡El primero ha vivido la vida de Europa; se ha inoculado ejércitos! ¡El segundo se ha casado con nuestro globo! ¡El tercero es la encarnación de un pueblo! ¡Yo habré llevado una sociedad entera dentro de mi cabeza!].

El afán de conquista de Balzac tiene un moderno paralelo: condado de Yoknapatawpha, «único propietario, William Faulkner».

Pero, desde el principio, en la doctrina y prácticas de la novela realista estuvo presente un elemento de contradicción. ¿ Era el tratamiento de la vida contemporánea apropiado a lo que Matthew Arnold llamó «la alta seriedad» de la verdadera gran literatura? Walter Scott prefirió temas históricos, esperando alcanzar a través de ellos aquella nobleza y lejanía poética característica de la épica y del drama en verso. Fueron necesarias las creaciones de Jane Austen, George Eliot, Dickens y Balzac para demostrar que la sociedad moderna y los hechos de la vida cotidiana podían proporcionar a las preocupaciones morales y artísticas materiales tan impresionantes como los que los poetas y dramaturgos habían sacado de las primitivas cosmologías. Pero estas creaciones, con su minuciosidad y poder, se encontraron, frente al realismo, con un último e intratable dilema. ¿Toda la masa de hechos observados no llegaría a abrumar y disolver el propósito artístico y el control de la forma del novelista?

En su preocupación por el discernimiento moral, en su escrutinio de valores, los realistas maduros del siglo XIX fueron capaces, según ha mostrado F. R. Leavis, de evitar que el material se inmiscuyera en la integridad de la forma literaria. Naturalmente, los espíritus de más agudeza crítica de la época advirtieron los peligros que representaba la excesiva verosimilitud. Goethe y Hazlitt señalaron que, en el empeño por retratar toda la vida moderna, el arte corre el riesgo de convertirse en periodismo. Y Goethe observó, en el prólogo a su Fausto, que el predominio de los periódicos había contribuido ya a que descendiera el nivel de la sensibilidad literaria del público. Aunque parezca paradójico, la misma realidad había cobrado, en las postrimerías del siglo XVIII y comienzos del XIX, un intenso colorido y apremiaba a los hombres y mujeres corrientes con una creciente vivacidad. Hazlitt se preguntaba si quienes habían vivido la época de la Revolución francesa y las guerras napoleónicas podrían hallar satisfacción en los imaginados ardores de la literatura. Tanto él como Goethe vieron en la boga del melodrama y de la novela gótica unas directas, aunque erróneas, respuestas a este desafío.

Sus temores fueron proféticos, pero, en realidad, prematuros; anuncian la angustia de Flaubert y el colapso de la novela naturalista bajo el peso de su documentación. Antes de 1860, la novela floreció bajo los desafíos y presiones de la realidad. Volviendo a una imagen que empleé antes: Cézanne enseñó al ojo a ver los objetos en lo que es, literalmente, una nueva luz y profundidad. De igual modo, la época de la Revolución y del Imperio confirió a la vida cotidiana la estatura y el resplandor de un mito, y vindicó con determinación la hipótesis de que, al observar su propia época, los artistas hallarían temas grandiosos. Los acontecimientos ocurridos entre 1789 y 1820 dieron a los hombres con sentido de contemporaneidad algo de la frescura y vibración que los impresionistas comunicaron a su sentido del espacio físico. El asalto de Francia sobre su propio pasado y sobre Europa, la breve marcha del Imperio desde el Tajo hasta el Vístula, hicieron apresurar el paso y despertaron una viva necesidad de experiencia aun en aquellos que no estaban directamente comprometidos. Lo que para Montesquieu y para Gibbon habían sido temas de investigación filosófica, lo que para los poetas de Augusto y los neoclásicos habían sido situaciones y motivos sacados de la historia antigua, se convirtió para los románticos en el material de la vida diaria.

Se podría hacer una antología de tumultuosas y apasionadas horas para mostrar cómo creció el verdadero ritmo de la experiencia. Podría empezar con la anécdota de cómo fue demorado el paseo matinal de Kant, una vez, solamente una vez, al ser informado el filósofo de la caída de la Bastilla, y seguir adelante hasta aquel maravilloso pasaje de El preludio donde Wordsworth cuenta cómo llegaron a él las noticias de la muerte de Robespierre. Incluiría la descripción de Goethe de cómo un mundo nuevo nació en la batalla de Valmy y el relato de De Quincey referente al nocturno y apocalíptico rodar de los coches, cuando los correos repartían por Londres los boletines sobre la guerra peninsular. Describiría a Hazlitt a punto de suicidarse, tras haber oído la noticia de la derrota de Napoleón en Waterloo y a Byron conspirando con los revolucionarios italianos. Una antología así debería terminar propiamente con el relato de Berlioz, que figura en sus memorias, donde cuenta cómo se escapó de la Escuela de Bellas Artes, se unió a los insurgentes de 1830 e, improvisando, los dirigió en la interpretación de su arreglo de La Marsellesa.

Los novelistas del siglo XIX heredaron un sentido agudizado para captar la aptitud dramática de su propio tiempo. Un mundo que había conocido a Danton y Austerlitz no consideró necesario recurrir a la mitología o a la Antigüedad para la materia prima de la visión poética. Esto no significa, sin embargo, que los novelistas responsables tratasen directamente de los acontecimientos del día. Con un sutil instinto en cuanto al alcance de su arte, trataron más bien de traducir el nuevo ritmo de la vida en las experiencias privadas de hombres y mujeres que de ningún modo eran personajes históricos. O bien, como Jane Austen, describieron las resistencias que las antiguas y estáticas formas de conducta ofrecían al empuje de la modernidad. Esto explica el curioso e importante hecho de que los novelistas románticos y victorianos de primera categoría no cayeran en las obvias tentaciones del tema napoleónico. Como señaló Zola en su ensayo sobre Stendhal, la influencia de Napoleón sobre la psicología europea, sobre la tendencia y naturaleza de la conciencia, fue de mucho alcance:

Insisto en este hecho porque nunca he visto un estudio sobre la real y verdadera huella de Napoleón en nuestra literatura. El Imperio fue una época de literatura mediocre; pero no se puede negar que el destino de Napoleón fue como un martillazo sobre las cabezas de sus contemporáneos (…). Todas las ambiciones crecieron, toda empresa cobró un aire gigantesco y en la literatura, como en todos los otros dominios, todos los sueños propendían a un reino universal.

El sueño de Balzac de gobernar en el reino de las palabras era una consecuencia directa de esto.

Sin embargo, la novela no trató de usurpar las artes del periodista y del historiador. La Revolución y el Imperio representaron un importante papel en el fondo de la escena de la novela del siglo XIX, pero solo en el fondo de la escena. Cuando se movían hacia el centro, como en Historia de dos ciudades, de Dickens, y en Los dioses tienen sed, de Anatole France, la obra perdía en madurez y distinción. Balzac y Stendhal tuvieron conciencia del peligro. Ambos concibieron la realidad como iluminada y ennoblecida de alguna manera por las emociones que la Revolución y Napoleón habían comunicado a las vidas de los hombres. Ambos estuvieron fascinados por el tema del «bonapartismo», en dominios privados o comerciales. Trataron de mostrar cómo las energías liberadas por los trastornos políticos llegaron a dar nueva forma a los moldes de la sociedad y a la imagen de sí mismo que tiene el hombre. En la Comedia humana, la leyenda napoleónica es un centro de gravedad en la estructura y el plano narrativo. Pero, excepto en algunas obras menores, el Emperador aparece de una manera vaga y fugaz. En La cartuja de Parma y en Rojo y negro, de Stendhal, hay variaciones sobre el tema del bonapartismo e indagaciones sobre la anatomía del espíritu cuando este ha sido expuesto a la realidad en sus aspectos más violentos y majestuosos. Pero resulta extraordinariamente ilustrativo que el protagonista de La cartuja de Parma solo vislumbre a Napoleón un momento.

Dostoievski fue un heredero directo de este convencionalismo. El poeta y crítico ruso Viacheslav Ivánov ha trazado la evolución del tema napoleónico desde el Rastignac de Balzac, a través del Julien Sorel de Stendhal, hasta Crimen y castigo. El «sueño de Napoleón» encontró su más profunda interpretación en el personaje de Raskólnikov, y esta intensificación es indicativa de lo mucho que el arte de la novela había ensanchado sus posibilidades al pasar de Europa occidental a Rusia. Tolstói rompió decididamente con los tratamientos previos del tema imperial. En Guerra y paz es presentado directamente. No al principio: su aparición en Austerlitz lleva las huellas del método oblicuo de Stendhal, a quien Tolstói admiraba mucho. Pero después, a medida que la novela avanza, Napoleón es mostrado de cuerpo entero, por decirlo así. Esto representa algo más que un cambio de técnica narrativa: concuerda con la filosofía de la historia de Tolstói y con su parentesco con la épica heroica. Además, delata el deseo del hombre de letras —que fue particularmente intenso en Tolstói— de limitar, y de esta manera dominar, al hombre de acción.

Pero cuando los acontecimientos de las dos primeras décadas del siglo XIX pasaron a formar parte de la historia, la gloria pareció caer del aire. Cuando la realidad se volvió más sombría y se redujo, los dilemas inherentes a la teoría y la práctica del realismo se colocaron en primer término. Ya en 1836 —en La confesión de un hijo del siglo—, Musset arguyó que el periodo de regocijo, la época en que la libertad revolucionaria y el heroísmo napoleónico habían fulgurado en el aire y encendido las imaginaciones, se había desvanecido. Su lugar fue ocupado por el régimen gris, tedioso y filisteo de la clase media industrial. Lo que en otro tiempo había parecido la demoniaca saga del dinero, aquella fábula de los «napoleones rentísticos» que había cautivado a Balzac, se había convertido en la inhumana rutina de la oficina y la sala de sesiones. Como Edmund Wilson muestra en su ensayo sobre Dickens, Ralph Nickleby, Arthur Gride y los Chuzzlewit fueron reemplazados por Pecksniff y, lo que es más terrible, por Murdstone. La niebla que se demora en cada página de Casa desolada es un símbolo de las capas de hipocresía bajo las cuales el capitalismo de mediados del siglo XIX ocultaba su crueldad.

Con la burla o la indignación, escritores como Dickens, Heine y Baudelaire trataron de rasgar las sordas hipocresías del lenguaje. Pero la burguesía se complacía en sus genios y se escudó detrás de la teoría de que la literatura no pertenecía en realidad a la vida práctica y podían tolerársele sus libertades. De ahí surgió la imagen de una disociación entre el artista y la sociedad, imagen que sigue obsesionando a la literatura, la pintura y la música de nuestro tiempo.

Pero no estoy interesado en los cambios económicos y sociales que empezaron, en 1830, con la imposición de una crueldad mercenaria a través de un código de rigurosa moralidad. El análisis clásico ha sido hecho por Marx, quien, según palabras de Wilson, «demostró a mediados del siglo pasado que este sistema, con su falsificación de las relaciones humanas y su gran fomento de la hipocresía, era un rasgo inherente e inevitable de la propia estructura económica».12

Solo me ocupo del efecto de esos cambios sobre la principal corriente de la novela europea. La transformación de los valores y el ritmo de la vida real representó un amargo dilema para toda la teoría del realismo. ¿Debía el novelista continuar apegado a la verosimilitud y a la recreación de la realidad cuando esta ya no merecía ser recreada? ¿No sucumbiría la novela misma a la monotonía y a la falsedad moral de su tema?

El genio de Flaubert fue traspasado por esta pregunta. Madame Bovary fue escrita con una fría furia del corazón y lleva dentro de sí la paradoja limitadora y finalmente insoluble del realismo. Flaubert escapó de ella únicamente en la flamígera arqueología de Salambó y La tentación de san Antonio. Pero no pudo evitar que la realidad existiera y luchar, en una obra compulsiva y autodestructora, hasta desembocar en esa enciclopedia del asco que se titula Bouvard y Pécuchet. El mundo del siglo XIX, tal como Flaubert lo vio, había destruido los cimientos de la cultura humana. Lionel Trilling afirma agudamente que la crítica de Flaubert trascendió los problemas sociales y económicos. Según Trilling, Bouvard y Pécuchet «rechaza la cultura». Y añade:

La mente humana sufre la compacta acumulación de sus propias obras, de las que tradicionalmente están destinadas a ser su mayor gloria y, también, de las que obviamente son deleznables, y llega a comprender que ninguna servirá a sus propósitos, que todas son fastidio y vanidad, que toda la vasta estructura de la creación y del pensamiento humano es ajena a la persona humana.13

El siglo XIX había recorrido un largo camino desde la «aurora» en que Wordsworth proclamó que era una bendición estar vivo.

Al final, la «realidad» venció a la novela, y el novelista se confunde con el reportero. La disolución de la obra de arte bajo las presiones de los hechos puede apreciarse mejor en los textos críticos y las novelas de Zola. (Aquí seguiré decididamente la dirección señalada por Georg Lukács, uno de los más importantes críticos de nuestro tiempo, en su ensayo titulado El centenario de Zola). Para Zola, el realismo de Balzac y Stendhal era igualmente sospechoso, porque ambos habían permitido que su imaginación violara los principios «científicos» del naturalismo. Lamentaba particularmente el intento de Balzac de recrear la realidad a su propia imagen, cuando hubiera tenido que hacer todo lo posible para relatar fiel y «objetivamente» la vida contemporánea:

Un escritor naturalista desea escribir una novela sobre el teatro. Como carece de personajes y de datos, su primera preocupación consistirá en recoger material, en descubrir todo lo que pueda sobre este mundo que desea describir (…). Luego hablará con la gente mejor informada sobre el tema, recogerá informes, anécdotas, retratos. Pero esto no es todo. Deberá leer también los documentos escritos que le sean asequibles. Finalmente, tendrá que visitar las localidades, pasar algunos días en un teatro, para familiarizarse con los menores detalles, y una noche en el camerino de una actriz, para absorber su atmósfera todo lo que sea posible.

Cuando todo este material haya sido reunido, la novela cobrará forma espontáneamente. El novelista no debe hacer más que agrupar los hechos en una secuencia lógica (…). El interés no deberá centrarse en las peculiaridades del argumento; al contrario, cuanto más general y común sea, más típico será.14

Por fortuna, el genio de Zola, el intenso colorido de sus imágenes y el ímpetu de su pasión moral, que intervenían incluso allí donde él creía ser más «científico», contradecían este triste programa. Pot-Bouille es una de las mejores novelas del siglo XIX, grande por su ferocidad cómica y por la recia trabazón de su plan. Henry James dijo:

La maestría de Zola reside en la grande y vigorosa partida que juega con lo superficial y lo sencillo, y advertimos, naturalmente, que cuando los valores son pequeños se necesitan innumerables aditamentos y combinaciones para completar la suma.15

Pero la dificultad consistía en que la «maestría» era rara, mientras que «lo superficial y lo sencillo» abundaban. En manos de una inspiración menor, la novela naturalista se convirtió en el arte del reportero, en la incesante reproducción de algún «trozo de vida» con un poco de color. Cuando los instrumentos de reproducción total —la radio, la fotografía, el cine y, últimamente, la televisión— se fueron perfeccionando y predominaron, la novela se halló reducida a seguir su propia estela o a abandonar los cánones del realismo.

¿Pero era el dilema de la novela realista (el naturalismo es meramente su aspecto más radical) completamente una consecuencia del embourgeoisement político y social de la quinta década del siglo pasado? A diferencia de los críticos marxistas, yo creo que las raíces son más hondas. El problema era inseparable de los supuestos sobre los cuales se había fundado la tradición central de la novela europea. Al entregarse a una interpretación secular de la vida y a una descripción realista de la experiencia ordinaria, la novela de los siglos XVIII y XIX había predeterminado sus propias limitaciones. Este compromiso había sido tan operante en el arte de Fielding como en el de Zola. La diferencia radicaba en el hecho de que Zola había convertido su limitación en un método deliberado y riguroso y en que el espíritu de la época era menos susceptible a la irónica gallardía y al dramatismo con que Fielding había mitigado el realismo de Tom Jones.

Al rechazar lo mítico y lo preternatural, todas esas cosas no soñadas en la filosofía de Horacio, la novela moderna había roto con la visión esencial del mundo de la épica y la tragedia. Había reclamado para sí lo que podríamos llamar el reino de este mundo: el vasto reino de la psicología humana captado mediante la razón y de la conducta humana en un contexto social. Los hermanos Goncourt fijaron los linderos de este reino al definir la novela como una ética en acción. Pero, a pesar de su alcance (y hay quienes sostendrían que es el único reino sujeto a nuestro entendimiento), tiene fronteras y límites reconocidos, que cruzamos al pasar del mundo de Casa desolada al de El castillo (anotemos, al mismo tiempo, que el principial símbolo de Kafka es afín a la cancillería de Dickens). Los cruzamos mucho más, inequívocamente, al pasar de Papá Goriot (el poema de Balzac sobre un padre y sus hijas) a El rey Lear; y de nuevo volvemos a cruzarlos cuando del programa de Zola para los novelistas pasamos a aquella carta de D. H. Lawrence que he citado antes:

Siempre tengo la impresión de hallarme desnudo ante el fuego del Todopoderoso, que me atraviesa, lo cual resulta abrumador. Para ser un artista, uno ha de ser terriblemente religioso. A menudo pienso en mi querido san Lorenzo, quien, sobre sus parrillas, dijo: «Volteadme, hermanos; estoy bastante asado de este lado».

«Uno ha de ser terriblemente religioso…». Hay una revolución en esta frase. Porque, por encima de todo, la gran tradición de la novela realista había implicado que el sentimiento religioso no era un aditamento necesario para una cabal y amplia explicación de los asuntos humanos.

Esta revolución, que condujo a las realizaciones de Kafka y de Thomas Mann, de Joyce y del mismo Lawrence, no empezó en Europa, sino en los Estados Unidos y en Rusia. Lawrence declaró: «Creo que dos ramas de la literatura moderna han llegado a cobrar real importancia: la rusa y la norteamericana».16 Más allá de esto se encuentra la posibilidad de Moby Dick y la de las novelas de Tolstói y Dostoievski. Mas ¿por qué Estados Unidos y Rusia?

IV

La historia de la literatura europea del siglo pasado suscita la imagen de una nebulosa muy dispersa. En sus extremos, la novela norteamericana y la rusa irradian un fulgor más intenso. A medida que nos movemos hacia fuera desde el centro —y podemos pensar en Henry James, Turguéniev y Conrad como grupos intermedios—, la materia del realismo se vuelve más tenue. Los maestros rusos y norteamericanos diríase que cobran algo de su furiosa intensidad de las tinieblas exteriores, del marchito material del folklore, el melodrama y la vida religiosa.

Algunos observadores europeos advertían con inquietud lo que había allende la órbita del realismo tradicional. Percibían que la imaginación de los norteamericanos y los rusos había llegado a unas esferas de compasión y de ferocidad negadas a Balzac o a Dickens. La crítica francesa, en particular, refleja los esfuerzos de una sensibilidad clásica, de una inteligencia templada por la mesura y el equilibrio, para responder debidamente a formas de visión que eran a la vez ajenas y exaltantes. A veces, como en el reconocimiento de Flaubert de Guerra y paz, este intento de honrar a dioses extraños tenía un matiz de escepticismo o de amargura. Porque al definir las realizaciones rusas o norteamericanas, el crítico europeo definía también las limitaciones de su propio gran legado. Incluso aquellos que habían hecho más para familiarizar a los europeos con las estrellas del este y del oeste —Mérimée, Baudelaire, el vizconde de Vogüé, los Goncourt, André Gide y Valery Larbaud— tal vez se habrían entristecido al descubrir que los estudiantes de la Sorbona, en 1957, al llenar un cuestionario, colocaron a Dostoievski por encima de cualquier escritor francés.

Al reflexionar sobre las cualidades de la novela norteamericana y rusa, los observadores europeos de las postrimerías del siglo pasado y de comienzos del actual trataron de descubrir los puntos de afinidad entre los Estados Unidos de Hawthorne y Melville y la Rusia prerrevolucionaria. La guerra fría hace que esta perspectiva parezca arcaica y hasta errónea. Pero la deformación está en nosotros. Para comprender por qué (usamos aquí la frase de Harry Levin sobre Joyce) después de Moby Dick, Ana Karénina y Los hermanos Karamázov resulta mucho más difícil ser novelista, debemos examinar el contraste no entre Rusia y Estados Unidos, sino entre Rusia y Estados Unidos, por una parte, y la Europa del siglo pasado, por otra. Este ensayo trata de los rusos. Pero las circunstancias psicológicas y materiales que los liberaron del dilema del realismo existían también en la escena norteamericana, y es con ojos norteamericanos con que algunas de ellas pueden percibirse más claramente.

Evidentemente, este es un vasto tema y lo que sigue debe considerarse tan solo como apuntes para un tratamiento más adecuado. Cuatro de las inteligencias más perspicaces de su época, Astolphe de Custine, Tocqueville, Matthew Arnold y Henry James, trataron este tema. Cada uno de ellos, desde su específico punto de vista, había descubierto analogías entre las dos potencias nacientes. Henry Adams fue más allá y especuló, con una extraordinaria presciencia, sobre cuál sería el destino de la civilización cuando los dos gigantes se enfrentaran a través de una Europa debilitada.

La naturaleza ambigua y, con todo, determinante de las relaciones con Europa fue, durante el siglo XIX, un insistente motivo de la vida intelectual rusa y norteamericana. Henry James hizo la clásica declaración: «Es un complejo destino ser norteamericano, y una de las responsabilidades que ello comporta es luchar contra una supersticiosa valoración de Europa».17 En su tributo a George Sand, Dostoievski dijo: «Nosotros los rusos tenemos dos patrias —Rusia y Europa—, aun en los casos en que nos llamamos eslavófilos».18 La complejidad y la doblez son igualmente manifiestas en la famosa declaración de Iván Karamázov a su hermano:

Deseo viajar por Europa, Aliosha; me marcharé de aquí. Y, sin embargo, sé que únicamente voy a un cementerio, pero se trata de un cementerio muy preciado. ¡Eso es lo que es! Preciados son los muertos que yacen allá, cada piedra sobre ellos habla de tal ardiente vida en el pasado, de tal apasionada fe en sus obras, sus verdades, sus luchas y su ciencia, que sé que caeré sobre la tierra y besaré aquellas piedras y lloraré sobre ellas, aunque estoy convencido en mi corazón de que no se trata más que de un cementerio.

¿No podría ser esto el lema de la literatura norteamericana desde El fauno de mármol, de Hawthorne, hasta los Cuatro cuartetos, de T. S. Eliot?

En ambas naciones la relación con Europa asumió formas tan diversas como complejas. Turguéniev, Henry James y, más adelante, Eliot y Pound, son ejemplos de aceptación directa, de conversión al viejo mundo. Melville y Tolstói formaban parte de los grandes rechazadores. Pero en muchas ocasiones las actitudes eran a la vez ambiguas y compulsivas. Cooper anotó en 1828, en sus Gleanings in Europe : «Si algún hombre es excusable por desertar de su propio país, es el artista norteamericano». Sobre este punto la intelligentsia rusa estaba furiosamente dividida. Pero tanto cuando saludaban esta probabilidad como cuando la lamentaban, los escritores de los Estados Unidos y de Rusia tendían a aceptar que sus experiencias formativas entrañarían una parte necesaria de exilio o «traición». A menudo, la peregrinación por Europa conducía a un redescubrimiento de la patria: Gógol «halló» a su Rusia mientras vivía en Roma. Pero en ambas literaturas el tema del viaje a Europa era el principal elemento para la autodefinición y la ocasión para el gesto normativo: el coche de Herzen cruzando la frontera polaca, Lambert Strether (el protagonista de Los embajadores, de James) llegando a Chester. «Para comprender algo tan vasto y terrible como Rusia —escribió uno de los primeros eslavófilos, Kiréevski—, uno debe contemplarla desde lejos».

Esta confrontación con Europa da a la novela rusa y norteamericana algo de su peso específico y su dignidad. Ambas civilizaciones llegaban a su mayoría de edad e iban en busca de su propia imagen (esta búsqueda fue uno de los temas esenciales de Henry James). En ambos países la novela contribuyó a dar al espíritu un sentido de lugar. No fue una tarea fácil, porque mientras el realista europeo trabajaba con puntos de referencia fijados por una rica herencia histórica y literaria, su colega en los Estados Unidos y en Rusia tenía que importar del exterior un sentido de continuidad o bien crear una autonomía algo espuria con cualquier material que tuviera a mano. Fue una rara fortuna para la literatura rusa que el genio de Pushkin fuese de índole tan diversa y clásica. Sus obras constituían en sí mismas un cuerpo de tradición. Además, se habían incorporado muchas influencias extranjeras y modelos. A esto alude Dostoievski cuando se refiere a la «universal respuesta» de Pushkin: