Pasión turbulenta - Cathy Williams - E-Book
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Pasión turbulenta E-Book

Cathy Williams

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Beschreibung

De la sala de reuniones al dormitorio... y después ante el altar En su primer día como ayudante de Curtis Diaz, Tessa Wilson le causó muy mala impresión a su sexy jefe. Entre ellos surgió una turbulenta relación laboral que ocultó una pasión arrolladora. Curtis necesitaba descubrir por qué la puritana Tessa despertaba un deseo que jamás había sentido por ninguna mujer. Así fue como un solo beso desembocó en un apasionado romance... y en una proposición que Tessa no podría rechazar.

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Seitenzahl: 147

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Cathy Williams. Todos los derechos reservados.

PASIÓN TURBULENTA, Nº 1639 - junio 2012

Título original: The Billionaire Boss’s Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0142-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversion ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Aquél, el primer día de trabajo de Tessa Wilson, no estaba siendo un buen día. Estaba en el acristalado vestíbulo de la vanguardista empresa de informática para la que iba a empezar a trabajar, por un sueldo absolutamente increíble, y George Grafton, el recepcionista, la miraba con cara de sorna. De baja estatura, calvo y gordito, George llevaba una etiqueta en la solapa con su nombre.

–¿Cómo que los ha visto a todos saliendo de la oficina esta mañana? –Tessa miró su reloj. Un Casio. Nada de diamantes, nada de calendario, nada de ver qué hora era en las ciudades más importantes del mundo, nada de cronómetro por si le daba por hacer ejercicio, así, de repente. Un Casio normal y corriente. Un reloj tan práctico como ella. Práctico, diligente y puntual.

–Lo que ha oído.

–¡Pero si son las ocho y media de la mañana!

–La mayoría de la gente empieza a trabajar a estas horas, es verdad –George se encogió de hombros–. Pero los de Díaz Hiscock acaban de irse.

Tessa miró alrededor. Sí, la gente estaba entrando en el edificio, diseñado como un lego de cristal rodeando un patio con mesas de madera. Pero los que entraban eran empleados de otras compañías, mientras los de Díaz Hiscock parecían haber decidido, misteriosamente, tomarse el día libre.

No tenía sentido. Tessa se preguntó si aquello sería una especie de prueba, alguna trampa por la que tenía que pasar como rito iniciático.

–Mire, éste es mi primer día de trabajo –dijo, sacando su contrato del bolso–. Me han contratado como secretaria personal del señor Díaz.

–Sí, ya veo –asintió George–. Pero no se lo puedo explicar. Yo llegué aquí a las seis de la mañana y la gente de Díaz Hiscock se estaba marchando.

–A lo mejor se han ido a desayunar –sugirió Tessa.

Pero no podía ser. ¿Qué empresa deja que todos sus empleados salgan a desayunar al mismo tiempo? Y cuando acababan de llegar a la oficina, además.

–Vaya a comprobarlo usted misma. Tercera planta –dijo George, señalando los ascensores.

Tessa se secó el sudor de las manos en la falda. Estaba entusiasmada mientras iba a su nueva oficina. Un poco nerviosa, claro, pero ella era una secretaria experta y no le tenía miedo a nada.

Ahora ya no estaba tan segura. Además, pensó, la entrevista había sido un poco rarita.

Sí, Díaz Hiscock, a pesar de ser una empresa familiar, era una compañía poderosa en el mundo de la informática, pero ¿no era un poco raro que la hubiese entrevistado la madre del jefe? ¿Y que la entrevista hubiera tenido lugar en un elegante salón, tomando té con pastas?

Seis semanas atrás, a Tessa le había parecido un gesto encantador, completamente diferente al frenético y serio ritmo de su anterior empresa. Ahora empezaba a preguntarse si estaba tratando con una pandilla de lunáticos y si habría cometido un error dejando un trabajo seguro en la empresa de contabilidad.

–Será mejor que... en fin –suspiró Tessa, guardando el contrato en el bolso–. Gracias por su ayuda. Supongo que... nos veremos.

–Dentro de diez minutos –sonrió el recepcionista.

–Ja, ja.

Si con esa bromita había querido tranquilizarla, esperaba que George nunca se dedicara a la psicología.

Tessa tomó el ascensor y, como George le había advertido, la tercera planta estaba vacía. Completamente vacía. El vestíbulo, vacío. Los despachos, vacíos. Mientras caminaba por la moqueta color café, sin hacer ruido, se le encogió el corazón. Los despachos eran grandes, modernos, algunos con pantallas de plasma. Las luces estaban apagadas y la grisácea luz invernal intentaba abrirse paso a través de los cristales para iluminar... el vacío.

Se sentía como una intrusa. ¿Por qué no habían cerrado la puerta?, se preguntó. Allí podía entrar cualquiera a robar.

–¿Hola? ¿Hay alguien aquí? –llamó, después de aclararse la garganta.

Silencio.

«Le resultará muy interesante trabajar con mi hijo», le había asegurado la señora Díaz, sentada en su sillón de orejas.

Por «interesante», Tessa entendió un trabajo que le permitiría ampliar sus horizontes. Ése era el problema en su antigua empresa. Era respetada por su trabajo, pero no había posibilidades de ascender. Por eso, cuando la señora Díaz mencionó el adjetivo «interesante», de inmediato se sintió cautivada.

Pues sí, aquel día estaba siendo interesante. Si entrar en una oficina completamente vacía podía llamarse así.

–El pobre Curtis no ha tenido mucha suerte con sus secretarias desde que Nancy se casó y se fue a Australia.

–¿Por qué?

–Todas eran chicas guapas, pero ninguna estaba a la altura.

En opinión de Tessa, nadie podría estar a la altura de un hombre que cerraba la oficina a las seis de la mañana. Un lunes.

Y no sabía qué hacer. O se marchaba, arriesgándose a que Curtis Díaz volviera más tarde, o se quedaba en recepción cruzada de brazos.

Estaba intentando tomar una decisión cuando oyó ruido en uno de los despachos, al final del pasillo. Tessa se dirigió hacia allí. La puerta, en la que había una placa con el nombre de Curtis Díaz, estaba entreabierta. Al empujarla se encontró en un despacho a oscuras, las ventanas cubiertas por pesadas cortinas de terciopelo beige.

Y, en cuanto sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, de inmediato entendió por qué las cortinas estaban echadas.

Había un hombre tumbado en el sofá, con un brazo colgando, el otro sobre su estómago. Lo que había llamado su atención eran, sencillamente, sus intermitentes ronquidos. Estaba durmiendo a pierna suelta, desde luego.

Llevaba vaqueros y una camiseta de algodón de manga larga. Tessa se acercó de puntillas y vio que estaba despeinado y sin afeitar. Afortunadamente no estaba sola en el edificio, pensó. Aquello parecía la zona crepuscular, pero había gente en otras plantas y podía llamar a George por teléfono si el extraño la atacaba.

–¡Oiga, levántase! ¿Quién es usted y qué hace aquí?

El hombre lanzó un gruñido mientras se tapaba la cara con un cojín. Pero Tessa se lo arrebató. Eso hizo que el extraño se incorporase y la mirara, sorprendido.

–No sé cómo ha entrado en la oficina... –empezó a decir. Bueno, sí lo sabía. Al fin y al cabo, la puerta estaba abierta–. Pero ya puede irse por donde ha venido.

–¿Qué?

–Ya me ha oído. ¿No le da vergüenza?

–No. ¿Debería dármela?

–¡Desde luego que sí! Un hombre joven y sano como usted durmiendo la borrachera en el primer sitio que ecuentra... ¡Lo que tendría que hacer es buscarse un trabajo, como todo el mundo!

El hombre joven y sano la miraba de arriba abajo. Y ahora que podía verlo bien, a pesar de la sombra de barba y el pelo despeinado, era un buen espécimen de hombre joven y sano. Moreno y de ojos azules, con un rostro más que atractivo.

–Lo siento, pero voy a tener que informar al propietario de la empresa. Y no se ría, esto no tiene ninguna gracia. Cuando venga la policía...

–¿La policía? –la interrumpió él–. Esto no es Nueva York, es Londres. Me parece que ha visto usted demasiadas series americanas –dijo entonces, levantádose.

Desconcertada, Tessa dio un paso atrás. El hombre era muy alto. Muy, muy alto, con unos músculos alarmantes.

–¿Qué hora es?

–Las ocho y media. Voy a tener que llamar a George y...

–¿Quién es usted?

–¿Quién soy? –repitió Tessa–. Digamos que soy la persona que lo ha encontrado en estado comatoso en una oficina que no es suya.

–¿Y tiene usted nombre? –preguntó él, dejándose caer sobre el sillón que había detrás del escritorio–. Ah, no, no hace falta que me lo diga. Ya sé quién es –sonrió entonces, poniéndose las manos detrás de la cabeza.

–¿Ah, sí? ¿Es usted adivino?

–La señorita Wilson. Siéntese, señorita Wilson.

Tessa lo miró, atónita.

–Creo que lo mejor sería llamar a George...

–No hace falta. Bueno, puede hacerlo si quiere, pero le aseguro que no valdría de nada. Soy Curtis Díaz.

–Usted... no puede ser...

Tessa no sabía si pedir disculpas o salir corriendo. En fin, se había aburrido con su tedioso trabajo. ¿Qué mejor antídoto que trabajar con aquel hombre?

–¿Por qué no?

–Porque...

–Ya, ya, porque voy en vaqueros, ¿no? Los hombres poderosos llevan traje de chaqueta y corbata de seda.

Mortificada, Tessa intentó disimular. Ella no estaba acostumbrada a situaciones como aquélla. Sobre todas las cosas, Tessa Wilson era una persona normal, una persona que controlaba su entorno. Afortunadamente. Siempre se había preguntado qué habría sido de ella y de Lucy si hubiera sido como esas personas que nunca piensan en el futuro.

A ella le gustaba saber dónde iba y cómo iba a llegar allí porque pensar las cosas, saber dónde estaba, la hacía sentir segura.

–Lo siento mucho –estaba diciendo Curtis Díaz–. Permítame que le explique... He estado trabajando con mi equipo durante todo el fin de semana. No terminamos hasta las cinco y media de la mañana, así que les dije que podían irse a casa.

De modo que eso era... Todo tenía una explicación, claro. Pero ella no había esperado un jefe como aquél. No, había esperado alguien como la señora Díaz, sofisticado, muy británico y probablemente de pelo rubio.

El hombre que había al otro lado de la mesa no se parecía nada a esa descripción. Lo único que tenía en común con su madre eran los ojos azules. Pero en él, en contraste con su piel morena y su pelo oscuro, eran más dramáticos, más llamativos.

–Sí, en fin... podría haberme llamado para decir que no viniera hoy...

–No se me ocurrió, lo siento –se disculpó él.

«Pobre mujer», pensó, mirando a aquella chica que se había puesto colorada como un tomate. Debería haber contratado él mismo a su secretaria, pero su madre había insistido tanto... Las madres suelen pensar que lo saben todo y la suya no era una excepción. Según ella, contratar a una pandilla de «frescas», como solía llamarlas, era tirar el dinero de la empresa.

«Pero me gusta que sean guapas», protestaba él, recordando a la última, una pelirroja de amplio busto que solía llevar pañuelos... que, según ella, eran minifaldas.

«Ésa no es una buena recomendación para una secretaria».

Su madre insistió y, al final, Curtis decidió dejar que ella la contratase.

Desgraciadamente, Tessa Wilson era exactamente lo que su madre quería.

La pobre chica parecía haberse encontrado en el infierno sin un mapa y sin instrucciones.

–Mire, señorita Wilson... ahora que está aquí... quizá deberíamos ir a desayunar y...

–¿Desayunar?

–No he comido desde ayer –dijo Curtis, levantándose–. Tengo hambre. Necesito comer algo y la pizza seca que tiramos anoche a la basura no me sirve. Además, tenemos que hablar.

Tessa lo siguió por el pasillo. Corriendo. Los zapatos de tacón eran muy bonitos, pero poco prácticos para seguir a un hombre que caminaba a tal velocidad. Estuvo a punto de chocarse con él cuando por fin se detuvo frente al ascensor.

–Bueno, supongo que se habrá quedado sorprendida al ver que no había nadie en la oficina –dijo Curtis Díaz, mientras Tessa se apoyaba en la otra esquina del ascensor, como si fuera a atacarla.

–Pues sí, un poco.

–¿Un poco, eh? Muy diplomática.

–El recepcionista me advirtió que había habido un éxodo en masa, pero yo no podía creerlo. En fin, no estaba preparada para...

–¿Una escena de ciencia ficción? –la interrumpió Curtis cuando se abrían las puertas del ascensor.

–Ah, veo que ha encontrado a alguien vivo –sonrió George, el irónico recepcionista.

–No le tomes el pelo, George. La pobre está estresada.

Que el recepcionista y su nuevo jefe bromearan sobre ella, a Tessa no le hizo la menor gracia.

–Estresada no, un poco desorientada.

–Muy bien, desorientada. ¿No lleva abrigo? El café está cerca, pero hace mucho frío.

–No importa.

Tessa resistió la tentación de decir que habría llevado su abrigo si le hubieran dicho que iba a tener que salir a la calle. Como era su primer día de trabajo y no quería llegar tarde, decidió ir en taxi a la oficina... sin pensar que iba a hacerle falta algo más que el traje de chaqueta gris.

–Supongo que en su último trabajo no se sentía desorientada.

–En la mayoría de los trabajos uno no se siente desorientado –replicó ella.

Poco después llegaron a un café lleno de gente. Había hombres con traje de chaqueta, taxistas, obreros y mujeres con aspecto de estar a punto de irse a casa. Pero fue un alivio entrar en un sitio calentito.

–¿Suele desayunar aquí?

–Sí. ¿Qué quiere tomar? –preguntó él, señalando una mesa

–Café.

–Muy bien. Vuelvo enseguida.

Cinco minutos después volvía con una bandeja en la que había dos tazas de café, un plato de huevos revueltos con jamón y lo que parecía sospechosamente pan frito.

«Sí, tus arterias van a darte las gracias algún día», pensó Tessa.

–No diga lo que está pensando –sonrió Curtis.

–¡No estaba pensando nada!

–Hábleme de su último trabajo –replicó él, como si no la hubiera oído.

–Se lo conté a su madre... bueno, está todo en mi CV. Pero supongo que no ha visto mi CV.

–Le he dejado los detalles a mi madre. ¿Dónde ha trabajado hasta ahora?

–En una empresa de contabilidad, una de las más importantes de Londres. Domino la informática y puedo hacer de todo, desde facturas a llevar un libro de cuentas. También organizo reuniones, viajes... en fin, hago todo lo que hace una ayudante personal.

Curtis asintió con la cabeza, mientras comía con apetito.

–¿Y le gustaba su trabajo?

–Pues sí, claro. Estuve allí varios años...

–¿Y por qué ha querido cambiar?

–Porque no iba a ningún sitio –contestó Tessa, desconcertada–. Quería ampliar mis horizontes y en una empresa como ésa no era posible.

–Pero le gustaba trabajar allí, ¿no? Le gustaba el orden, el ambiente, la rutina.

–Esas cosas son muy importantes, sí.

Orden, rutina. Sí, le gustaba todo eso. Su vida era una vida ordenada, rutinaria. ¿Cómo iba a educar a una hermana de diez años si ella sólo tenía dieciocho cuando se quedaron solas? De hecho, comparada con Lucy y quizá precisamente por eso, Tessa siempre había tenido la cabeza sobre los hombros. Y sus padres solían alabarla por ello. Lucy era la hermana guapa y Tessa la responsable, en la que se podía confiar.

Hasta que el coche de sus padres chocó contra un árbol una noche, cuando volvían a casa. Ella lloró amargamente su pérdida y sí, usó el orden y la rutina para soportar aquel duro golpe.

Tessa parpadeó ante la repentina intrusión del pasado. Curtis la estaba mirando fijamente.

–¿No está de acuerdo conmigo?

–En parte, quizá.

–Quiero decir que usted es el director de una empresa importante. Supongo que habrá cierta rutina, cierto orden en el trabajo. No me diga que trabaja cuando le apetece y luego cruza los dedos para que todo salga bien.

Curtis soltó una carcajada.

–No, me temo que no es así. Eso no funciona en el trabajo, aunque suena divertido.

Tessa tembló. ¿Divertido? ¿No saber lo que uno iba a hacer de un día para otro? De eso nada.

–¿No está de acuerdo? Bueno, da igual. ¿Cuántos años estuvo trabajando en esa otra empresa?

–Nueve –contestó ella.

–¿Y cuántos años tiene?

–Veintiocho.

–¿Ha estado nueve años en la misma empresa?

–Pues sí. Y tengo mucha experiencia –contestó Tessa, nerviosa.

–No lo dudo.

–Perdone, pero pensé que me habían dado el puesto. Creí que su madre...

–Ésta es una empresa familiar. La dirijo yo, pero mi madre y mi hermano me dan algún consejo de vez en cuando. Mi madre estaba muy interesada en contratar una secretaria para mí y supongo que le contó por qué.

–Sí, bueno, me dijo que algunas de las secretarias que había tenido eran... poco eficaces.

–Seguro que no usó una descripción tan discreta.

Tessa se apartó el pelo de la cara. Tenía el pelo suave, liso, de color castaño, y solía caérsele sobre la cara si no lo llevaba sujeto. Aquel día, por consejo de Lucy, se lo había dejado suelto para no parecer una maestra de escuela. Ahora, por alguna extraña razón, lo lamentaba. Necesitaba la protección que le daba su aspecto serio y formal.

–Seguro que le dijo que eran unas frescas –añadió Curtis, apoyando los brazos en la mesa. Tenía los antebrazos fuertes, cubiertos de vello oscuro–. Pero a mí me gustan las chicas guapas. ¿Cómo puedo explicárselo?

El corazón de Tessa dio un vuelco.

–Pues... no sé.

–La mía no es una empresa a la antigua. El mundo de la informática es más creativo, más moderno que el mundo de la contabilidad. Mis otras secretarias no eran muy hábiles con el ordenador, pero sabían lo que tenían que hacer.

–Su madre me dijo que la última sólo estuvo seis semanas.

–Ah, es verdad. Fifi tenía ciertas dificultades con las tareas más básicas...

–¿Fifi? –repitió Tessa–. ¿Está diciendo que yo no puedo trabajar para usted porque no tengo los atributos físicos que usted cree necesarios en una secretaria?

–Le estoy diciendo que lo que no quiero es una persona adicta a horarios y a las reglas. Pero, por supuesto, la compensaré por los inconvenientes.

–¿Inconvenientes? –repitió Tessa–. He dejado mi trabajo pensando que tenía otro. No puede echarme a la calle como si fuera una pordiosera...

–¿Echarla a la calle como si fuera una pordiosera? –repitió él, con una sonrisa en los labios.

–¡Esto no tiene ninguna gracia, señor Díaz!