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La oportunidad de Deck Stryker para saldar una vieja cuenta llegó cuando la hermana de su enemigo apareció en la ciudad. Los ojos luminosos de Silver Jenssen y sus labios, que suplicaban ser probados, harían que la seducción resultara fácil, ya que la deseaba con una intensidad sin igual. Primero serían las caricias y luego culminaría su venganza. Pero no había contado con que su corazón se rindiera...
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Seitenzahl: 188
Veröffentlichungsjahr: 2020
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Anne Marie Rodgers
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pasión y venganza, n.º 965 - enero 2020
Título original: Seduction, Cowboy Style
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1348-110-4
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
–Eh, aguarda.
Deck Stryker fue tras su hermano Marty, que acababa de sacar un carrito de la compra y avanzaba por un pasillo. Costaba perderse en el único supermercado de Kadoka, Dakota del Sur, pero cuando llegó a la esquina, Marty se había desvanecido.
Maldición, no había necesidad de que se comportara como si fuera a apagar un incendio. Aceleró el paso, cruzó un pasillo vacío y giró por otro…
Y tropezó con alguien que iba en el otro sentido. En los instantes que necesitó su cerebro para reaccionar al impacto, sus sentidos registraron suavidad, pechos plenos que momentáneamente se aplastaron contra su torso y un leve aroma floral que incitó su nariz. Una mujer.
De forma automática alargó los brazos y sus manos le rodearon la cintura mientras ella se balanceaba a un lado y trastabillaba para recuperar el equilibrio. Una caja de fideos salió despedida de los brazos de la mujer y se deslizó por el suelo; Deck puso una bota para frenarla.
La soltó, se agachó para recoger la caja, se irguió y se la ofreció.
–Lo siento.
–Yo también –convino ella–. No prestaba atención… –calló y lo miró fijamente, y durante un momento lo único que pudo hacer él fue devolverle la mirada.
Atracción. Una percepción ardiente e instintiva, del tipo que aplasta a un hombre y lo deja tratando de respirar, le dio de lleno en la cara. La conoció sin haberla visto jamás, la reconoció, se vio atraído hacia ella.
Sus ojos eran grises y las pestañas tupidas y oscuras acentuaban la suavidad en la que había caí-do. En lo más hondo de sus entrañas, experimentó una súbita excitación. Le hormiguearon los dedos donde habían tocado su cintura, como si fueran a llevar la marca de ella para siempre.
No era una mujer baja. En el instante en que la inercia la aplastó contra él, los ojos le habían llegado a la boca. Y su cuerpo… Había sido delicado bajo sus manos, de huesos finos y frágiles. Al recorrer el resto de su anatomía, las primeras palabras que se le ocurrieron fueron alta y delgada. «Pero no demasiado delgada», confirmó al evaluar con los ojos los suaves montes de sus pechos que empujaban la camisa de algodón de color lavanda que llevaba. Tenía una cazadora vaquera anudada a la cintura.
Con la camisa llevaba unos vaqueros blancos, poco prácticos y de chica de ciudad, lo cual confirmó su idea inicial de que no era de la zona. Los ojos eran plata fundida. Jamás había visto unos parecidos. Se erguían levemente en los extremos, dándole el aspecto de una gata exótica.
Tenía un rostro de huesos fuertes, y el pelo, tan marrón que parecía casi negro, estaba levantado sobre su amplia frente con una cinta, desde la que caía en tirabuzones rebeldes sobre sus hombros. La nariz era recta y fina, los pómulos altos y anchos, y la boca… Al clavar la vista en el labio inferior tan sensual la temperatura de su cuerpo subió algunos grados.
De pronto se dio cuenta de que la miraba fijamente. Que ella hiciera lo mismo no importaba. Seguro que se preguntaba si estaba loco.
–Buscaba a alguien –explicó él–. Mis disculpas de nuevo.
–No ha pasado nada –le sonrió.
El aullido mental que había emitido él se convirtió en un gemido de pura lujuria. La boca era demasiado ancha. Tendría que haber dado una impresión extraña, pero combinada con el resto de sus facciones le proporcionaba un aire increíblemente sexy. Al sonreír, los labios se separaron para revelar unos dientes perfectos y sus ojos adquirieron un aire decididamente diabólico.
–Bien –se preguntó qué más podía decir, pero hablar no era lo que mejor se le daba. Al final se llevó la mano al sombrero y se hizo a un lado.
Esos ojos peculiares se clavaron en los suyos un momento, pero tras una breve vacilación, pasó a su lado y rodeó la esquina por la que él había llegado.
Al desaparecer, Deck tuvo que contener el impulso de ir a buscarla. Despacio comenzó a caminar por el pequeño supermercado. ¿Quién era? El condado de Jackson apenas tenía mil habitantes. Si una mujer con ese aspecto llevara tiempo allí ya habría oído hablar de ella.
–¿Listo? –su hermano apareció empujando el carrito hacia la caja. Se detuvo y contempló a Deck con curiosidad–. ¿Qué pasa?
–Nada –trató de concentrarse–. ¿Has puesto cereales?
Marty indicó el carrito, que contenía varias cajas del alimento que Deck consideraba esencial.
–A veces me siento como tu mujer –comentó enfadado.
Deck no le prestó atención. Observó la entrada de la tienda, luego miró atrás hacia la hilera de pasillos que había en su línea de visión. Pero no la vio mientras trasladaba el contenido de la compra al mostrador de la caja.
Al salir cada uno con dos bolsas de papel, su rostro con forma de corazón seguía grabado en su mente.
–¡Setenta pavos! –se quejó Marty–. Setenta dólares y lo único que tenemos son cuatro miserables bolsas. Ni siquiera compré carne, salvo las salchichas. ¿Puedes creerlo? –continuó Marty mientras se dirigían al Ford negro de Deck, aparcado en la calle principal delante del supermercado–. El precio de… Santo cielo, ¿quieres mirar eso?
Deck alzó la cabeza de la parte de atrás de la furgoneta, donde guardaba las bolsas. Miró en la dirección que seguían los ojos de Marty y la vio.
–Esa sí que es una diosa –musitó su hermano con tono reverente.
Deck tuvo que coincidir, aunque no le gustó el modo en que la observaba su hermano. Pero, ¿cuántos hombres no lo harían? Ojos Plateados debió salir de la tienda un poco antes que ellos. A pesar de que se hallaba a cierta distancia y no podía verle la cara con claridad, su lenguaje corporal parecía ansioso e inquieto mientras oteaba la larga y ancha calle, como si esperara a alguien que no había aparecido.
–Rápido –dijo Marty–. Sube. Puede que necesite que la lleven.
Pero antes de que ninguno pudiera actuar, una furgoneta nueva apareció por la esquina del bar de la ciudad y se detuvo delante del supermercado. Ojos Plateados dejó la única bolsa que llevaba en la parte de atrás y subió al vehículo. Al abrir la puerta, el hombre que conducía alzó la vista y el sol de la tarde se posó directamente en su cara.
Deck oyó el juramento sorprendido de su hermano. Él mismo se hallaba demasiado aturdido para decir algo.
El hombre que se fue con Ojos Plateados era Cal McCall.
No podía creerlo.
A la mañana siguiente, mientras Deck llevaba una carretilla cargada desde el granero hasta la pila de abono, aún no había podido quitarse de la cabeza la imagen de la mujer de ojos plateados. ¿Por qué su maldita suerte había hecho que fuera la mujer de McCall? El hombre no merecía tener un buen perro, menos aún una mujer tan atractiva como esa.
Apretó los dientes mientras vaciaba la carretilla y regresaba al granero. ¡Maldito cobarde bastardo! ¿Qué hacía de vuelta en Kadoka después de trece años? Nadie pensaba que alguna vez regresara.
Y si hubiera tenido algo de decencia, no lo habría hecho.
Deck no necesitaba un recordatorio de la noche en que Genie había muerto. Genie, su hermana gemela, congelada en la memoria de la ciudad a la edad de dieciséis años. El manto de culpabilidad que había llevado desde entonces garantizaba que su recuerdo se mantuviera nítido y claro.
Habían asistido a un baile de la comunidad. Marty había ido en otro coche, ya que Lora Emerson y él salían en serio y quería intimidad de los «gemelos terribles», como los llamaba desde que eran pequeños y lo seguían a todas partes. Aunque los dos tenían carné de conducir, habían decidido ir al auditorio con el mejor amigo de los dos, Cal McCall, cuya familia era propietaria del rancho contiguo al de ellos. Aún recordaba cómo se habían despedido de su padre en el porche.
«Volveremos antes de que amanezca».
Eso les había parecido gracioso. Justo antes de las once Cal y Elmer Drucker se habían enzarzado en una pelea. Llevaban tonteando toda la noche, compitiendo por la atención de la misma chica, y cuando ella bailó dos canciones seguidas con Elmer, Cal había iniciado algo de jaleo. Y el jaleo se convirtió en una lucha en el suelo hasta que otros dos chicos los separaron. Elmer tenía un corte por encima de la ceja que necesitaba puntos, por lo que el hermano mayor de Deck lo llevó a despertar al doctor.
«Nos veremos. No dejes que te cierre el ojo a ti».
Cal se quedó cojeando hasta que la rodilla se le hinchó mucho y tuvo que reconocer que le dolía. Se sentó en un rincón con una bolsa de hielo y dejó que las chicas le mostraran su atención, pero al rato llamó a Deck con el dedo.
–Esto me duele. Creo que será mejor que vuelva a casa y me ponga un poco de ese linimento para caballos. Mañana tenemos que marcar a los animales y mi padre me dará una patada en el culo si no puedo montar. ¿Estás listo?
Deck jamás dejaría de pensar que si hubiera dado otra contestación quizá su hermana todavía viviera.
Pero en aquel momento creía que tenía una buena oportunidad de averiguar si esos enormes globos que había debajo de la blusa de Andrea Stinsen eran reales, de modo que aceptó encantado cuando Genie se ofreció a llevarlo.
«Nos vemos. Luego me iré con Marty».
Fue su mala suerte que apenas quince minutos más tarde Marty lo llamara. ¿Cómo diablos iba a lograr anotarse algún tanto un muchacho si no dejaban de interrumpirlo? Aunque tampoco se sintió demasiado contrariado. Por entonces ya le había quedado claro que la bonita Andrea no tenía intención de permitirle comprobar el contenido de su sujetador aquella noche, de modo que después de un beso ardiente y torpe de adolescente, Deck había vuelto a casa con Marty.
«Nos vemos. Pasaré mañana».
Pero habían recorrido la mitad del trayecto por la carretera cuando vieron las luces. Asustado, Marty se había detenido al reconocer el vehículo volcado como la furgoneta del padre de Cal. Deck bajó del coche antes de que terminara de detenerse. No quisieron dejarlo subir a la ambulancia que estaba a punto de marcharse hasta que no explicó quién era. Una parte de él registró el bulto enorme de un novillo muerto en la carretera, mientras otra notaba a Cal, hablando y gesticulando mientras yacía en otra camilla que iba a ser introducida en una segunda ambulancia. Pero había estado demasiado nervioso por Genie como para que le importara algo más.
Ella se hallaba consciente cuando subió a la ambulancia. No la habría reconocido de no ser por la camisa azul de cambray que había lucido y la hebilla de plata que decoraba su cinturón. Dios, la sangre. En su trabajo en el rancho había visto mucha sangre, pero esperaba no volver a ver jamás algo parecido.
Sus ojos habían estado cerrados y había gemido de dolor, pero cuando le tomó la mano y le habló, Genie había susurrado: «Deck».
El miedo que le atenazaba la garganta no le había permitido hablar, de modo que inclinó la cabeza y le besó los dedos.
Ella se había agitado y abierto el ojo que no cerraba la hinchazón.
–No culpes a Cal.
«No culpes a Cal».
Nunca más volvió a hablar.
Marty había ido a casa a informar a sus padres mientras Deck iba a Rapid City en la ambulancia con su gemela inconsciente. Doce horas más tarde Genie moría en el hospital sin saber que estaba rodeada por su familia, sin saber que el hombre que le había hecho eso yacía en una cama de hospital en Philip con unos pocos huesos rotos en vez de en la celda donde lo quería ver Deck.
«Nos vemos… nos vemos… nos vemos…»
¿Cómo podía esperar que no culpara a Cal?
Una sensación dolorosa en las manos hizo que se diera cuenta de que se hallaba en medio del granero, aferrando con tanta fuerza la carretilla que corría el peligro de partirse la piel.
Tres horas más tarde, acabadas las tareas de la mañana, la hija de Marty, Cheyenne, tenía fiebre y su hermano no podía ir a comprar el forraje como había planeado, de modo que Deck subió a la furgoneta y se dirigió a la ciudad. Recogería el forraje y luego pasaría a comprar los antibióticos que el médico le había recetado a la pequeña.
Era un cegador y soleado día de primavera y la alfalfa ya había crecido lo suficiente para que la brisa la agitara. Se puso el sombrero y condujo con las ventanilla bajadas.
Había otras camionetas en el aparcamiento de la tienda. Al cerrar la puerta del Ford y subir al porche, Stumpie Mohler lo saludó con un gesto de la cabeza desde la mecedora que había entre los barriles y sacos.
–Buenos días, Stumpie.
–Buenos días, Deck. ¿Qué podemos hacer hoy por ti?
Stumpie había sido un vaquero hasta tres años atrás, cuando un toro le aplastó el brazo y tuvieron que amputárselo. Sev Andressen, propietario de la tienda de forrajes y pienso, le había dado trabajo desde entonces, aunque toda la comunidad sabía que le pagaba para mantener caliente la mecedora.
–¿Has oído la noticia? –preguntó el hombrecito.
–Al venir hacia aquí me enteré de que no iba a llover. Y también de que la junta escolar está pensando subir las tasas y que hay una nueva crisis en Oriente Próximo.
–No, eso no es nada comparado con mi noticia –escupió en un tazón que tenía cerca.
–Muy bien, cuéntamela –sabía que no iba a irse sin que lo hiciera. Se sentó sobre un barril.
La cara de Stumpie exhibió consternación.
–Oh, diablos, no te vas a alegrar cuando la escuches. Menos mal que te has sentado –Deck cruzó los brazos y esperó–. Según se rumorea ayer viste a Cal McCall en la ciudad.
Deck asintió. La vida en una ciudad pequeña a veces era un incordio.
–Los rumores son ciertos. ¿Y?
–Ha recomprado las tierras de su padre.
Le costó no mostrar el asombro que experimentó. Bajó la vista a las tablas de madera gastada del suelo. Contó diez clavos antes de confiar en poder hablar.
–¿Eso es todo?
–No –Stumpie meneó la cabeza y observó a Deck con cautelosa fascinación–. Pasó por aquí esta mañana para encargar forraje. Le contó a Sev que había dejado su trabajo de Nueva York y que había regresado para quedarse.
Deck registró los hechos. McCall había trabajado en Nueva York. Frunció los labios. Un chico de ciudad. Era de suponer. Y planeaba vivir allí.
–Gracias por el boletín –se levantó y se dirigió a la puerta de la tienda.
Por nada del mundo permitiría que alguien viera cuánto lo había aturdido la noticia. ¿McCall había vuelto para vivir en el rancho en que había crecido? Las botas martillearon el suelo con fuerza innecesaria al acercarse al mostrador donde Sev tecleaba algo en un pequeño ordenador que había instalado hacía poco.
–Buenos días, Deck –el hombre grande y robusto lo miró detenidamente y añadió–: Veo que Stumpie ya te ha transmitido la noticia.
–Sí –sacó del bolsillo la lista. Las yeguas necesitaban una avena especial y Marty también había añadido algunos artículos más. Se la entregó a Sev.
–Supongo que te trae recuerdos tristes.
–Se me ocurren algunos que me gustan más –Deck indicó la lista–. ¿Lo tienes todo?
–Sí. Te ayudaré a cargarlo –rodeó el mostrador y fue hacia la entrada–. Stump, entra a contestar el teléfono mientras ayudo a Deck.
–Voy –el hombrecito entró mientras el otro salía.
Con la ayuda de Sev no tardaron nada. Diez minutos después Deck iba por la calle de grava que conducía a la farmacia.
Miraba unas revistas mientras esperaba que le prepararan la receta en el momento en que alguien entró. Con gesto automático alzó la vista.
¡Era Ojos Plateados! La mujer del supermercado. La mujer de Cal McCall. Ella se quedó helada al ver que le bloqueaba el paso.
Ese día llevaba unos vaqueros negros, con una blusa blanca sin mangas y con un escote pronunciado que mostraba una piel suave y bronceada. Sus ojos eran tan luminosos como la tarde anterior. Entonces alzó una comisura de los labios.
–Debemos dejar de encontrarnos de esta manera en los pasillos –la sonrisa se amplió y los ojos irradiaron diversión. Extendió una mano–. Me llamo Silver Jenssen.
Deck miró la mano delgada que le ofrecía. Se preguntó si sería tan suave y sedosa como parecía. Se dio cuenta de que ella seguía con la mano estirada; despacio alargó la suya y se la estrechó.
La piel era tan suave como había imaginado. No, más. Pasó el dedo pulgar por sus nudillos. Ella lo miró con ojos desconcertados y la sonrisa comenzó a desaparecer. Comprendió que volvía a mirarla fijamente, igual que el día anterior. Además, aguardaba una respuesta a su gesto amistoso.
–Deck Stryker –ladeó la cabeza–. ¿Silver por los ojos?
–Los de mi madre son iguales –asintió–. Me iban a bautizar Paula por mi padre, Paul, pero mi madre me dijo que en cuanto abrí los ojos supo que era Silver –hizo una mueca–. Menos mal. No me imagino llamándome Paula.
–Eres nueva en la ciudad.
–Sí –su expresión volvió a alterarse, mostrándose más cálida–. Aunque solo he venido de visita uno o dos meses.
–¿Tienes familia aquí? –estaba seguro de que si alguna vez hubiera estado en Kadoka la habría recordado. Y se moría por saber cómo se había enganchado con McCall. Ella tiró suavemente de la mano y con renuencia él la soltó.
–Mi hermano solía vivir aquí –repuso–. Acaba de volver a la ciudad.
–¿Tu hermano? –sintió como si alguien lo hubiera golpeado en la cabeza. Kadoka era una ciudad pequeña. No podía ser que dos de sus habitantes regresaran al mismo tiempo. Lo que significaba… que era la hermana de Cal. ¿Era una McCall? Pero había dicho que su apellido era Jenssen. Había crecido con Cal y jamás vio un pelo de una hermana.
Sin embargo, comenzó a recordar.
No, nunca la había visto, pero sabía que Cal tenía una hermana. La madre de él había dejado a su padre cuando Cal aún era bebé, para regresar al Este con su familia. Cal y su padre se habían quedado en el rancho y la madre se había casado con un virginiano. Ese bombón debía ser la hermanastra que Cal le había mencionado de vez en cuando.
Se obligó a concentrarse en lo que ella decía.
–… probablemente conoces a mi hermano. Cal McCall. He venido a ayudarlo a organizar y limpiar la casa –hizo una pausa–. ¿Deck es un diminutivo? Resulta un nombre poco usual.
–Deckett –informó–. Es mi segundo nombre, el apellido de soltera de mi madre.
–¿El primero es tan terrible? –le brillaron los ojos.
–George.
–¡Eh, Deck! –el grito del farmacéutico se oyó por todo el local–. La receta está lista.
–Es mi señal para ponerme en marcha –titubeó, sabiendo que en cuanto le dijera a su hermano que se habían conocido no volvería a hablarle la próxima vez que sus caminos se cruzaran–. Que disfrutes de tu visita a Dakota del Sur.
–Gracias. Estaré aquí unas cuantas semanas más, así que estoy segura de que volveremos a vernos.
A eso no podía decir nada, de manera que ni siquiera lo intentó. Asintió una vez y dio media vuelta.
–Estaré bien. ¡Deja de preocuparte! –Silver sostenía el teléfono inalámbrico contra el hombro mientras llevaba unos platos que acababa de sacar de su embalaje hacia el armario limpio que comenzaba a llenar.
–Lo sé –pudo oír el humor irónico en la voz de Cal–. Las viejas costumbres tardan en morir. Has sido mi hermanita pequeña mucho tiempo.
–Bueno, tu hermanita ya tiene veintiséis años y es capaz de quedarse sola en un rancho durante dos semanas. Estaré tan ocupada organizando la casa que el tiempo pasará volando.
–De verdad que lo siento –repitió por enésima vez–. Había atado todos los cabos sueltos en Nueva York. Pero le debo un gran favor a ese tío, y cuando me llamó no pude decirle que no.
–Ya casi he terminado con la cocina –estaba cansada de escuchar las disculpas de su hermano–. ¿Tienes alguna preferencia o lo hago según surja?
–Lo que tú prefieras. He de colgar. Gracias otra vez, hermanita. Te debo una.
–Olvídalo. Para mí son unas vacaciones, de verdad. Cuídate. Nos veremos en dos semanas.
Al dejar el auricular en la base, se dio cuenta de que había olvidado preguntarle a Cal si recordaba a Deck Stryker.
Deck.
Pelo castaño claro, demasiado largo bajo el sombrero negro que siempre llevaba puesto. Ojos demasiado serios, de un azul como un cielo antes de una tormenta estival. Una boca con labios seguros y firmes que deberían sonreír más a menudo. En realidad, aún no lo había visto sonreír. Tenía la impresión de que si Deck Stryker le sonreía alguna vez, se humillaría para besar el suelo que pisaba. Era el hombre más sexy que había conocido.
Si estuviera buscando uno, sin duda miraría dos veces a Deck. Pero lo último que necesitaba eran más problemas. Tendría que nevar en el infierno antes de volver a dejarse convencer por palabras dulces y promesas.