Pasó la noche, amor - José Miguel Núñez Moreno - E-Book

Pasó la noche, amor E-Book

José Miguel Núñez Moreno

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Ambientada en la preguerra civil española, la novela aborda el escenario y el universo cultural de una época a través de Bartolomé: un personaje de trazos poderosos, sindicalista y activista, comprometido en primera línea en la transformación social de su tiempo. El amor apasionado, la reconciliación de un pueblo y la memoria olvidada entrelazan una historia actual que irá desentrañando detectivescamente Carmen, una mujer en plena crisis personal en la España de los ochenta. La protagonista se verá involucrada en un descubrimiento inesperado y revelador que le hará emprender un viaje interior y que cambiará su propia vida. Esta es la historia de un amor-mas-fuerte-que-la-muerte, de sueños y traiciones, de compromiso social y conquista de libertades. En un mundo convulso y políticamente inestable, la pasión de una joven pareja se abre al alba de un nuevo día tras una noche que parecía sin final.El AUTORJosé Miguel Núñez (Mérida, 1963) es doctor en Teología Dogmática (Roma, 1995). Licenciado en Filosofía (Universidad de Granada, 1995) y doctor en Filosofía (Doctorado Europeo en la Universidad Hispalense, Sevilla, 2010). Educador y profesor universitario, es autor de numerosos ensayos en torno al mundo educativo y juvenil. Ha publicado recientemente Cien palabras al oído (2012) y A vueltas con Dios en tiempos complejos. Diálogos con Gianni Vattimo (2013). Ha sido finalista del Premio Hispania de novela histórica 2013 y finalista del Premio Edebé de literatura juvenil 2013.

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A la memoria de mi abuelo José, en cuyas rodillas aprendí a leer el mundo, en la búsqueda de la justicia y de la verdad.

Los impulsos ciegos que han desencadenado sobre España tantos horrores han sido el odio y el miedo. Odio destilado, lentamente, durante años en el corazón de los desposeídos. Odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la insolencia de los humildes. Odio a las ideologías contrapuestas, especie de odio teológico, con que pretenden justificarse la intolerancia y el fanatismo. Una parte del país odiaba a la otra y la temía. Miedo de ser devorado por un enemigo en acecho: el alzamiento militar y la guerra han sido, oficialmente, preventivos para cortarle el paso a una revolución comunista. Las atrocidades suscitadas por la guerra en toda España han sido el desquite monstruoso del odio y del pavor. La humillación de haber tenido miedo y el ansia de no tenerlo más atizaban la furia.

Manuel Azaña

Prisión Provincial de Jaén, 2 de octubre de 1936

No podía dormir. El jergón, en el suelo, parecía exhausto a fuerza de quejarse por las vueltas y revueltas de su ocupante durante horas. Viejo y mugriento, exhalaba un hedor a orín impregnado en la desgastada tela, quién sabe de cuántos inquilinos atrás.

La semioscuridad de la celda permitía distinguir los bultos de los que compartían habitáculo con él. Más de veinte hombres. Veinticinco, quizás. Sólo algunos, vencidos y desgastados por el sufrimiento, habían cambiado el incesante lloriqueo por la afanada respiración entrecortada y monótonamente rítmica de un sueño probablemente fugaz. Otros miraban perdidos el techo de la celda sin conciliar el sueño.

El ambiente era irrespirable. Hacía calor y faltaba el aire. Por el ventanuco apenas entraba un hilo de viento, a todas luces insuficiente para renovar una atmósfera cargada de quebranto y sudor. El olor de las heces acumuladas en las letrinas por falta de agua llegaba en vaharadas que hacían instintivamente taparse la boca para evitar que la arcada acabase en vómito. Sin embargo, a decir verdad, hasta al hedor de los excrementos se acostumbra el olfato cuando la mente anda inquieta con otros miedos.

Porque era el miedo el que se entrelazaba con el silencio quejumbroso en una noche que se prometía larga y difícil. El miedo paralizante y sórdido desposeía a aquel amasijo de hombres de la poca dignidad que la tortura y la vejación les habían dejado abotonada a la piel lacerada, como los vestidos raídos se pegan a la roña. Aquella celda expresaba toda la miseria de un país partido en dos en el que una mitad había decidido odiar a la otra mitad en una locura infinita y fratricida poblada de monstruos que cabalgaban salvajemente por la sinrazón de una guerra tan inútil como irracional. Aquella celda, como la última estación de un viacrucis, era parada obligatoria para un grupo de presos destinado a ser carne de cañón de una locura inesperada y violenta, desencadenada tras haber permanecido amarrada demasiado tiempo, como un perro rabioso a la cuerda que le estrangula cuando es tensada por el impulso irrefrenable de un ataque furioso a quien se acerca. La cuerda se había roto y ya no había límite. Las dentelladas del odio hacían pedazos las vidas de los otros, los del otro bando. Y poco importaba ahora quién era quién.

Los hombres de aquella fosa de muertos vivientes fueron decretados culpables por un jurado popular carente de legitimidad que había tenido el destino en sus manos como si el nuevo dios revolucionario se hubiera alzado en armas, todopoderoso, contra la libertad. Vivir o morir era una prerrogativa otorgada a la ideología imperante sin que el gobierno legítimamente constituido hiciese nada por evitar aquella barbarie. Humano, tal vez, demasiado humano.

Faltaban algunas horas para que amaneciese y el tiempo parecía detenido en un secuestro interminable. La espera se hacía fatigosamente lenta. Cuando el sol se alzase, quizás todo habría terminado. Para muchos de aquellos hombres sería el final, aunque nadie supiera con precisión si los dados lanzados al aire por el odio y el afán de venganza repartirían caprichosamente la suerte en las horas sucesivas. Quizás hubiera que esperar, y en este punto de no retorno no se sabía muy bien qué era preferible, si alargar la agonía inútilmente o acabar con todo de una vez. Todos los fantasmas andaban vagando en la mente de aquellos desgraciados arrastrando penosamente las cadenas de la desesperación, el horror y el miedo. Alguno, todavía, esperaba el milagro de un ángel en blancas vestiduras que a las puertas del sepulcro anunciase el indulto y el término de una guerra horrible. Los más, simplemente, esperaban resignadamente la muerte intentando mantener la poca dignidad que aún les quedaba.

«Me alegro por Antonio», pensó Bartolomé. «Lo han absuelto. Es lo mejor para todos. Ahora podrá volver a casa y cuidar a su familia. Buen tipo, Antonio, buen amigo mío. Está triste por mí. Lo sé. Pero no tiene de qué preocuparse. Se lo he dicho. Sabíamos que podía ocurrir y ocurrió. Me duele el alma, pero estoy preparado. Hace meses que lo estoy. Oh, Dios mío, no permitas que vacile. Fortaléceme por dentro. Quiero ser consecuente hasta el final y sé que no me faltará tu luz. Pobre Antonio. Hemos pasado miedo, mucho miedo. Pero ahora ya está. Lo mejor para él y para todos.»

Evocó el encuentro de la tarde. Hacía dos días que, una vez concluido el juicio, las autoridades de la cárcel los habían separado. Habían llevado entonces a Bartolomé y a los demás condenados a muerte a Villa Cisneros, una sección de la cárcel destinada a quienes serían ejecutados de inmediato. La tarde anterior, día 1 de octubre, el director de la prisión había permitido a Antonio venir a despedirse de su amigo.

Antonio no había dejado de pensar todo el día en Bartolomé. Su muerte no tenía sentido y se sentía desgarrado por dentro al intentar explicarse por qué estaba sucediendo todo aquello. Uno no puede dejar de buscar respuestas cuando la vida te hace un quiebro tan doloroso como inexplicable. Hacía tan sólo unos meses todo transcurría apaciblemente en su vida y nadie podía presentir ese salto mortal en el trapecio de una historia inesperada. Y luego estaba el reproche. Ese sentimiento irracional que te invade cuando deseas ardientemente que las cosas sean de otra manera y te parece que no has hecho lo suficiente para evitarlo. El reproche lo consumía. El haber quedado absuelto ante el amigo condenado lo mantenía prisionero de sus remordimientos, con grilletes en el alma que le oprimían el pecho hasta dejarlo exhausto, en una lucha interior y enfurecida buscando una solución imposible.

Acercándose a Villa Cisneros a la hora convenida, Antonio sentía el corazón latiendo tan fuerte en su pecho que parecía a punto de estallar. Le embargaba el dolor y quería huir a toda costa, escapar de aquella pesadilla, como quien esquiva el miedo corriendo impulsivamente hacia delante antes de que éste lo paralice. Temía el momento del encuentro. No sabría qué contarle ni cómo reaccionar. En aquel momento casi no podía pensar. Una maraña de ideas se le agolpaba en la mente buscando inútilmente poner un poco de calma en su azorada cabeza. Parecía todo un mal sueño y deseaba ardientemente que se acabase. Su amigo iba a ser fusilado de un día para otro. Podría haber sido él. O los dos. Otra vez el maldito reproche.

«No soy mejor que Bartolomé», se volvió a decir a sí mismo. «No, no lo soy. No merezco más que él estar libre ¿Por qué no desmentí las acusaciones que le espetaron en la cara y que eran, a todas luces, falsas? ¿Por qué guardé silencio? Me hice cómplice al pensar que si hablaba en su defensa también me imputarían a mí. Fui un cobarde.»

¿Qué decir? ¿Qué palabras usar para no hacer banal este último encuentro? Se sentía confuso, desconcertado, derrumbado. «Tengo que ser fuerte», se dijo. Pero sentía en su interior un enorme desgarro y sabía que se derrumbaría, que sólo podría vomitar llanto.

Cuando los amigos se encontraron no hubo necesidad de decir palabra. Se abrazaron. Un abrazo largo, eterno, afectuoso, recio, entrañable.

—Bartolomé, yo…

—No, Antonio, no digas nada. No, no, no… Calla. No pasa nada. Me alegra por ti. Lo demás no importa. Sabíamos que podía pasar, ¿no? Lo habíamos hablado muchas veces. Pues ya está. No te preocupes. Estoy preparado.

—Pero no sé si yo hubiera tenido que…

—Tranquilo, no te preocupes por mí —le interrumpió—. Estoy sereno. Tú preocúpate de salir adelante. Te espera tu familia. Eso es lo importante ahora. Ven, vamos a otro sitio donde podamos hablar.

Se apartaron a un lugar más tranquilo, lejos del alcance de quienes no les quitaban los ojos de encima, con mirada recelosa. Se sentaron en un rincón del patio, vigilados por uno de los guardias, que se mantuvo a la distancia suficiente como para no perderles de vista, pero sin escuchar lo que decían.

Era una tarde otoñal y, aunque fresca, lucía el sol en un cielo muy azul manchado con algunas nubes altas y de formas redondeadas. Serían alrededor de las cuatro. Los pocos árboles que había en el recinto, viejos y descortezados, habían empezado a deshojarse y un manto marrón cubría el suelo en torno a ellos. Las ramas semidesnudas daban un aspecto aún más desolador a aquella especie de corral de paredes desconchadas, rejas enmohecidas y suelo de tierra ennegrecida que nadie se había preocupado de adecentar en muchos meses. Sentados en el único banco de piedra que quedaba, Bartolomé y Antonio conversaron largo rato, conscientes de que éste sería su último encuentro. Un silencio preludió las confidencias. Fue Bartolomé quien rompió de cuajo la tensión.

—Antonio, tienes que escucharme con atención. Éste va a ser el último momento en el que podamos hablar. No tenemos mucho tiempo. Quiero que me escuches y grabes en tu memoria cuanto voy a decirte. Es muy importante para mí.

Antonio levantó la cabeza y, por primera vez en el rato que llevaban juntos, se cruzaron la mirada. Vio sus ojos agotados, arrasados por el dolor y la tensión acumulada durante todo este tiempo, pero le transmitieron una sensación de lucidez, de calma, de valentía. El rostro expresaba el cansancio y la desazón de las últimas semanas y, sin embargo, su palabra era firme y convencida. No percibió angustia en sus palabras ni nerviosismo en el hablar. Bartolomé mantenía el temple que siempre le había conocido, la seguridad de quien se sabe confiado, la certeza del visionario que mira más allá, vislumbrando aquello que los demás mortales no alcanzan a ver.

«¿De dónde le vendrá esta fortaleza?», pensó fugazmente Antonio.

—Escúchame bien, amigo —continuó Bartolomé—. Cuando salgas de la cárcel, quiero que visites a varias personas en mi nombre y que les transmitas cuanto voy a decirte. Es muy importante para mí, Antonio. ¿Sabes? Comprendo que pueda ser difícil de entender, pero sé que mi muerte tiene sentido. Lo tiene para mí y quiero que lo tenga para las personas que me importan de verdad. Tienes que decirles que he estado tranquilo siempre, confiado en Dios. Que no me arrepiento de nada y que… que si mil veces naciera, mil veces haría lo que hice. He tratado de vivir una vida buena, desde mi condición de cristiano y de obrero. He luchado por los derechos de mi pueblo por puro amor a mi gente y a Jesucristo, la única gran verdad de mi vida. Díselo así. No tengas miedo ni pudor en explicarlo con claridad. Sé bien que por eso me matan. Por ser católico, por defender a los de mi clase, por denunciar la farsa de quienes nos arrancan la libertad con equívocos paraísos.

Lo dijo todo de una vez, casi sin respirar aunque pausadamente, como si le apremiara el tiempo y como si tuviera por delante una eternidad. Parecía que había ensayado todo el día cuanto quería decirle. Antonio lo miraba sin pestañear, tratando de poner el máximo cuidado en lo que escuchaba y buscando el punto de serenidad que le había faltado desde el principio para estar a la altura del momento. Continuó Bartolomé:

—Ve primero a visitar a mis tíos y mis primos, y cuéntales lo que te he dicho. Diles también que los he querido y los quiero como si fueran mis padres y mis hermanos. Ellos lo han sido todo para mí. Nunca podré pagarles suficientemente cuanto me han dado porque lo que soy se lo debo a ellos. Diles que estuviste conmigo hasta el final y que me viste bien. Entero y sereno, leal a mis convicciones y confiado en la Providencia. Que no guarden rencor a nadie. Que no indaguen quién me condenó o quién me traicionó. Poco importa. Que me recuerden como he sido: un hombre luchador, un obrero que defendió la justicia. Que miren adelante, que perdonen esta atrocidad porque es la única manera de forjar un futuro diferente. Estoy seguro de que la sangre de muchos de nosotros terminará por abrir senderos de paz, una paz hoy tan herida por el odio y la venganza fratricida que parece imposible que pueda alcanzarse algún día. Pero llegará, estoy seguro de que llegará. Y nos avergonzaremos de esta locura. Diles que muero en paz. Diles que les quiero mucho.

A Antonio le pareció que a su amigo se le quebraba la voz. La lucha había sido dura y, estas últimas semanas, de una incertidumbre capaz de desarbolar cualquier convicción por fuerte que fuese. Pero su amigo daba muestras de una entereza fuera de lo normal. En él, la dignidad no era cuestión de mantener el orgullo. Su dignidad era humilde, sencilla, como la del trabajador que había sido toda la vida y que sólo busca ser respetado por ser persona. Bartolomé llevaba algunos años comprometido en la defensa de los obreros, y también en Acción Católica, desde donde había dado el salto a los propagandistas de Herrera Oria organizando sindicatos católicos por toda Andalucía. No era un político. No había militado en ningún partido. No le había interesado hacer carrera ni había ambicionado cargos. Sabía bien dónde estaba su límite y sus posibilidades. Siempre había sido un trabajador, un simple sillero que entrelazaba la enea de su dignidad con la de su anhelo de una realidad mejor para todos.

—Apenas puedas, ve a visitar también a mi Maruja. Dile que la amo más que a nada en este mundo. Que es la mujer más hermosa que he conocido nunca. Que estoy muy enamorado de ella. Que siempre la he querido y que siempre la querré. Hoy se trunca nuestro sueño, pero estaré siempre a su lado. Dile eso. La protegeré siempre, la sostendré siempre, la amaré siempre con un amor más grande que cualquier amor humano. Que mire adelante, que no sea tonta y que rehaga su vida. ¡Es demasiado joven y demasiado bella como para encerrarse eternamente en los recuerdos del alma! Dile que… —se le entrecortó la voz— que pasará la noche… también pasará esta noche, porque la oscuridad antecede siempre al alba de un nuevo día. Ella entenderá.

Bartolomé pareció derrumbarse y esta vez no pudo evitar que el sollozo le resquebrajase la voz. El silencio volvió a invadir la tarde. Antonio bajó la cabeza y cerró los ojos. Con un gemido imperceptible lloró de rabia y de impotencia frente al amigo. Y estuvo así un momento interminable, sin atreverse a levantar la mirada, impidiendo a las lágrimas brotar en un encharcamiento agónico de ojos apretados pidiendo a Dios no gritar. Era injusto, lo sabía. Pero no podía hacer nada. Nada que no fuese apretar los puños hasta hacerse daño. Nada que no fuera sumergirse en el mutismo y esperar. Nada que no fuera rezar. Al cabo, con los ojos todavía húmedos, Bartolomé continuó.

—Algún encargo más. Quiero que vayas a ver a don Antonio do Muiño, el director del Colegio Salesiano. Para entonces también él habrá salido de la cárcel. Oí decir que le habían conmutado la pena y que en unas semanas estaría libre. Me alegro mucho por él. Dile de mi parte que muchas gracias. Él sabe por qué y no necesita de muchas explicaciones. Nadie me ha ayudado tanto en estos años y ha sido como un padre. Quiero que esté orgulloso de mí. Él me enseñó a ser como soy. Con él aprendí a ser Bartolomé, el obrero sencillo, el sillero humilde pero orgulloso de ser hijo de Dios. Él me enseño que la justicia es el bien más preciado de la humanidad y que sólo por ella viene la paz. Él me mostró el camino. Sí, dale las gracias al viejo cura. Él sabe muy bien por qué. Dile también que lo único que no le perdono… es que sea tan gallego.

Y esbozó una sonrisa. El recuerdo de su primer mentor le hizo evocar aquellos años en los que había comenzado a descubrir que había todo un mundo desconocido para un adolescente de quince años inquieto y despierto que había abandonado la escuela a los doce y se dedicaba a reparar sillas de enea. Don Antonio le había dado lo que necesitaba: el afecto del padre que había perdido, la inquietud y la avidez de cultura, un fuerte sentido de la justicia social, un camino espiritual y una Olivetti.

El buen sacerdote había descubierto en el joven Bartolomé un diamante en bruto, con unas capacidades poco comunes, y había salido al encuentro de sus necesidades. Entrevió bien el cura. Sabía que en aquel joven despierto había madera de líder y había confiado en él procurándole lo que la vida parecía haberle negado obstinadamente. La muerte prematura de su madre cuando sólo era un crío; el dramático y doloroso final de su padre en que un carro volcado le había reventado las entrañas; la pobreza y el abandono de la escuela porque había que comer… Sí, nada había sido fácil para aquel chiquillo. Don Antonio, un salesiano rechoncho, inteligente y con la retranca gallega impregnada en el hablar y en el alma, había intuido lo suficiente para descubrir la extraordinaria madera de aquel rapaz. Lo que no había podido adivinar es que aquello sería, años más tarde, el inicio de un largo corredor de la muerte. Y mucho menos hubiera podido imaginar que iban a compartir cárcel, algo que había sucedido en Pozoblanco sólo unas pocas semanas antes.

—Y ahora, lo más importante —continuó Bartolomé—. Tú has estado en el juicio conmigo. Has visto y has escuchado a quienes me han acusado y de qué se me ha acusado. Ha sido un juicio inicuo, fuera de la legalidad, con argumentos torticeros y sin las más mínimas garantías legales. Has escuchado el testimonio escrito y firmado de mi delator. Sabes que me ha acusado falsamente de haber empuñado armas contra la República y de haberme conjurado contra el gobierno legítimo conociendo de antemano la asonada y apoyándola con todas mis influencias sindicales y mis contactos políticos. Ha escrito también que he asesinado a algunos rojos. Sabes bien que nada de esto es cierto. Nada me repugna más que la guerra y la falta de libertad. Nunca apoyaría un golpe militar ni atentaría contra el orden constitucional establecido. Pero su testimonio ha sido decisivo en el juicio y ha sido suficiente su palabra contra la mía para condenarme. Has visto que he querido enfrentarlo. Tú eres algo mayor que nosotros, pero bien sabes que nos conocemos desde los tiempos de la escuela, que fuimos compañeros de banca y que somos casi de la misma quinta. No puedo entender por qué lo ha hecho. Cuando lo he tenido delante de mí y le he preguntado si él había firmado esa declaración, no ha respondido. Ha bajado la cara, creo que avergonzado, porque sabía de su traición. Le pregunté de nuevo por qué y no quiso responder. Esta vez levantó la cabeza desafiante. Cuando me miró le mantuve la mirada y sólo vi odio en sus ojos. Antonio, tú no has visto nada. No quiero que pronuncies su nombre ante nadie. No quiero que nadie sepa de su traición. Te ruego que nunca, nunca, le acuses de nada. Ni a él ni a su familia. Ni a sus hijos. Ni a los hijos de sus hijos. Olvida y perdona tú también como yo lo he hecho. No quiero que mi familia, ni mi novia, ni nadie de quienes me quieren vivan con el rencor hacia quien me delató mintiendo y con ello firmó mi sentencia de muerte. No sé por qué lo hizo y poco importa ahora que todo está perdido. Habrá un día en el que todos habremos de arrepentirnos de esta barbarie y entonces será más necesario que nunca que nadie haga de la venganza una bandera. El odio no deberá nunca más helarnos el corazón.

Antonio lo miró sin salir de su asombro. No le parecía que pudiera ser cierto. No pudo evitar desairarle.

—Pero, Bartolomé, ha jurado en falso, podemos buscar el indulto… Tal vez impugnándolo…

—El indulto ni vendrá ni lo espero… No alberguemos falsas esperanzas. He asumido mi destino y quiero seguir haciéndolo con entereza. Pero, por favor, no hables nunca de él. No reveles su nombre. Deja que viva en paz y que resuelva sus cuentas de conciencia. Sólo Dios, en su infinita misericordia, juzgará su corazón. Por favor, prométemelo.

—No sé si debo hacerlo. Las cosas pueden cambiar y entonces podremos hacer un juicio justo y denunciar su perjurio. Y en cualquier caso recuperar tu memoria.

—¿Y de qué serviría eso? ¿Eh? Dime, de qué servirá… ¿Para levantar más murallas de odio y venganza? ¿Crees de verdad que valdría la pena? Por favor, promételo.

Antonio aún dudó. No estaba en absoluto convencido, pero acabó cediendo:

—De acuerdo, te lo prometo.

—Gracias, amigo.

Continuaron hablando un rato más. Del pueblo, de la situación política, de la guerra… El guardia les hizo una señal para que fueran terminando.

Aún había luz, pero las tardes en aquel mes de octubre recién estrenado se acortaban cada vez más y el día estaba de caída. El director había dicho que no más de media hora. El vigilante se acercó con manifiesta incomodidad y maneras bruscas.

—Se terminó el tiempo. Tú, volvemos a la celda.

Se levantaron y se abrazaron. Los rostros serenos, sin perder la compostura. Bartolomé esbozaba una sonrisa.

—Gracias por todo, Antonio. Hasta siempre.

—Adiós, amigo. Hasta siempre.

Antonio permaneció inmóvil mientras veía a Bartolomé alejarse. Caminaba erguido, pausadamente, con paso calmado, como quien regresa a casa sin aparente preocupación. No volvió la espalda. Atravesó la desvencijada y mugrienta puerta y desapareció en el oscuro pasillo como si fueran las fauces de un terrible monstruo que engullera vivas a las personas. Fue la última vez que lo vio con vida. Una sensación inevitable y fría de una soledad sin límites le atenazó unos minutos. No supo qué hacer. Sólo permaneció así, inmóvil en medio del patio, con la mirada perdida en aquel agujero negro que se había llevado para siempre la vida del amigo.

«Somos nosotros los que nos quedamos solos. Los vivos…», pensó. «Y este frío es más cadavérico que la propia muerte.»

En el reloj de una torre cercana dieron las dos. El sonido del badajo en la campana le devolvió a la espesura de la noche que vivía y al maloliente jergón que ocupaba. La cabeza no paraba de dar vueltas. Parecía acompasada al voltear del cuerpo, que a ritmos periódicos buscaba acomodarse de nuevo sin resignarse al entumecimiento de los músculos ni a lo incómodo de cualquier posición. ¡Qué noche tan larga, Dios! Sería aún peor el amanecer en la incertidumbre de si sería hoy el día.

Todavía tardaría en salir el sol. Bartolomé pensó que al amanecer, si quedaba tiempo, escribiría a Maruja y a sus tíos. El pensamiento se liberó unos instantes en el recuerdo de la amada. Su novia no sabía nada de él desde el 24 de septiembre. Se habían visto por última vez en la cárcel de Pozoblanco justo antes del traslado a Jaén. Se habían despedido con un beso tierno y dulce, un te quiero entrecortado y una lágrima que Bartolomé había detenido en la mejilla de su amada. Una semana.

Se la imaginó preocupada, inquieta, preguntando a todo el que podía darle noticias. Quiso pensar que lo echaba de menos, que pensaba en él a todas horas, que volverían a encontrarse de un momento a otro. Sintió bienestar al recordar sus besos, sus caricias, su ternura. La loca imaginación voló sin prisas al pueblo recordando momentos felices. El cálido sol de la primavera y el cuerpo de Maruja junto al suyo tendidos en la hierba junto al río. El paseo por la plaza en fiestas cogidos de la mano. El beso apasionado de una noche cualquiera diciendo hasta mañana, amor. ¡Cuánto la echaba de menos!

No pudo evitar pensar qué estaría pensando ella en aquel momento. Quizás tampoco podía dormir en una noche interminable y espesa. Quizás estuviese recordándolo como él lo hacía con ella en ese instante en un entrelazarse imaginario de pensamientos sin distancias ni hielos. Quizás, si dormida, soñaba con volver a abrazarlo.

Alguien comenzó a toser. Una tos seca, ronca, dura. Una tos incesante y profunda. El ataque duró una eternidad. Pareciera que los pulmones le fueran a estallar. Uno a su derecha comenzó a maldecir.

Sin controlar el pensamiento, se sumergió de nuevo en el miedo. Un escalofrío pareció devolverle a la realidad. Había sido condenado. Aquella pamema de los juicios populares se había cebado con él. Todos lo conocían desde hacía años. No se había ocultado y siempre había dicho lo que pensaba en libertad. ¿Por qué era más peligroso ahora que hace meses?

Negó las acusaciones que había presentado un solo testigo de cargo contra él. ¿Por qué lo había delatado? Se conocían desde niños. Eran amigos. Lo habían sido desde siempre. Pero la distancia era terrible desde hacía meses, y ayer había sido duro y sus ojos estaban llenos de ira. Mintió. No dijo la verdad cuando había enfatizado sobre el asesinato de varios miembros del Frente Popular y su participación en la matanza.

«¿Por qué lo hizo? ¿Por qué se ensañó conmigo? ¿Por qué me empujó al abismo?», se preguntó Bartolomé. «Me gustaría tener la oportunidad de encararle de nuevo y preguntarle por qué.» Pero enseguida concluyó que no lo encontraría más. Supuso que era absurdo preguntar el porqué de aquella guerra sin sentido y que, en definitiva, era su condición de católico la que lo arrojaba a la muerte.

El odio a la religión era enfermizo, ancestral, catártico. Era como si se hubiese despertado la hidra del terror alimentada por el revanchismo o se hubiera destapado de pronto la caja de Pandora liberando antiguos vientos de rencor revolucionario y ansias de venganza jaleadas por el desorden, la violencia y la política antirreligiosa de un gobierno ineficaz. Había tenido noticias de primera mano de las atrocidades que se venían cometiendo desde mucho antes de que estallase la guerra. Los sucesos de mayo del 31 habían sido la mecha encendida de la ira anticlerical desatada en España, y ante sus atropellos el nuevo gobierno de izquierdas se había mostrado demasiado tolerante.

Conocía de primera mano las consecuencias de los sucesos de octubre del 34 en Asturias como si se tratase del ensayo general de un aquelarre en el que los saqueos, los incendios de iglesias y la tortura y asesinato de católicos parecían la macabra puesta en escena de una revolución premeditada en la que al grito de libertad se legitimaba la violencia y la muerte aniquiladora. Sabía bien del pánico de religiosos y seminaristas en aquellos días en los que la revuelta contra la Iglesia se había extendido también, además de en Madrid, a Sevilla, Córdoba, Málaga, Murcia o Valencia.

Había tenido noticias directas del brutal rebrote de violencia del 34 en el que ocho hermanos de La Salle habían sido ferozmente asesinados junto a otros religiosos en diversos puntos de España. Había tenido en sus manos algunos ejemplares de Solidaridad Obrera, el periódico de la CNT que azuzaba hacía meses desde sus portadas y editoriales a la eliminación de curas y burgueses, o el mismo diario Claridad, en el que radicales socialistas próximos a Largo Caballero exhibían sin pudor su odio a la Iglesia pidiendo la cabeza de quien se opusiese a la revolución marxista. Tampoco le había pasado desapercibida la violencia popular que desde el alzamiento militar del 18 de julio se había cobrado la vida, según decían, de varios miles de católicos con la absoluta pasividad del gobierno frentepopulista.

Le habían llegado los ecos de la violencia desatada en los últimos meses. El 20 de julio un grupo de carmelitas había sido asesinado en Barcelona y el mismo 18 de julio las iglesias ardían en Sevilla y resultaron muertos el párroco de un barrio obrero, capellán de San Jerónimo, y, dos días más tarde, un salesiano al que habían matado en plena calle vestido de civil al ser delatado por un antiguo alumno. Su cuerpo, decían, había sido arrojado vivo a la Iglesia de San Marcos en llamas después de haber sido torturado de forma atroz.

Sacerdotes cruelmente asesinados y perseguidos, encarcelados y torturados por una ira incontrolada, irracional. Hasta ahora los enfurecidos radicales se habían atrevido sobre todo con los curas, las monjas y algún que otro obispo. Habían quemado iglesias y conventos en nombre de la liberación. Pero casi no se habían ocupado de los laicos. Parecía que cambiaban las tornas y ahora le tocaba a él.

«La ideología, cuando se absolutiza y radicaliza, distorsiona la realidad», pensó. Trataba de comprender cuanto estaba ocurriendo. Los recuerdos precipitados de los últimos días se agolpaban en su cabeza. Le vino a la mente que había leído hacía unas semanas, no recordaba muy bien cuándo, en el periódico La Vanguardia, unas vomitivas declaraciones del líder del POUM, Andrés Nin, afirmando con contundencia que los obreros habían liquidado por fin la cuestión religiosa, toda vez que la ley burguesa de la República no había logrado resolverla. La lucha de la clase obrera no había dejado en pie ni una sola iglesia, y había eliminado sus sacerdotes y su culto. Se trataba de una locura extrema, justificada en nombre del marxismo y con la revolución como palanca liberadora del yugo religioso y con rostro de exterminio. «¡Dios! ¿Adónde nos conducirá todo esto? ¿Hasta qué límites del horror conducirá esta locura colectiva?»

El juicio había sido un paripé con aspecto de legalidad. Desde que el presidente Azaña había firmado la ley de los tribunales populares a finales de agosto, se venían cometiendo atrocidades en todas partes, con jueces iletrados movidos por la visceral ideología de los movimientos anticatólicos. Cualquier excusa era buena para vulnerar derechos y privar de libertad a los cristianos. No pudo evitar pensar en Rosa y en Teresa. Sintió una gran congoja en su pecho. Revivió los últimos momentos antes del 20 de septiembre. Aunque todo era muy confuso, le habían llegado noticias de que las habían fusilado en Pozoblanco, después de compartir con ellas días de cárcel, y tras la celebración de un juicio popular en el que habían resultado condenados dieciocho vecinos del pueblo.

Teresa fue fuerte. Le contaron que había dado muestras de una gran serenidad interior y una enorme fortaleza de ánimo. No vaciló y afrontó el momento con una entereza difícil de comprender si no se está sostenido por algo o alguien más grande. Una mujer entera y de una gran personalidad que no se dejaba amedrentar fácilmente. La conocía bien. Vivía una experiencia creyente fuera de lo común. Habían trabajado muy bien juntos y siempre había encontrado en ella una colaboradora fiel y disponible. No tenía miedo a ser lo que era y nunca se había ocultado de nadie. ¡Qué gran mujer!, se dijo, y recordó las tardes en su casa pidiéndole consejo sobre Acción Católica o los sindicatos. Siempre tenía una palabra de ánimo, siempre de parte de los más débiles, de los últimos, de los más vulnerables. Su delito, el que la había llevado a la cárcel, no había podido ser más paradójico: defender los intereses de los obreros. Pero bien sabía él que era su condición de mujer católica la que había desatado las iras de los milicianos. Teresa… ¡Cómo la echaba de menos! ¡Cómo echaba de menos su palabra de ánimo y su entereza! ¡Lo que habría dado por que estuviera a su lado en estos momentos! ¡Cómo quisiera tener su fe! Bien se lo decía su marido. Juan no quería que se metiera en líos. Pero no podía estar quieta y se había complicado demasiado la vida.

Sintió a Pedro, uno de Alcaracejos que había conocido esa misma mañana, revolverse en el camastro vecino, y se distrajo un momento de los pensamientos que le brotaban a borbotones. Había estado muy decaído durante el día y había tratado, en varios momentos, de estar cercano e infundirle ánimo. Tenía mujer y cuatro hijos y estaba angustiado por ellos. Le pareció que respiraba afanosamente y quiso preguntarle cómo estaba, pero no se atrevió a decirle nada. Sigue despierto, se dijo. Puso la mano en su hombro unos instantes, como queriendo ahuyentar el miedo. Pedro no dijo nada. Quizás el silencio fuera, en aquella oscura noche, más elocuente que cualquier palabra. El silencio hermana, estrecha vínculos, une desde dentro. En la oscuridad, como en la muerte, el silencio puede helar la sangre pero reconforta cuando está lleno de una muda y solidaria plegaria compartida. A veces, lo sabía bien, no hay mucho que decir y sólo cabe rezar.

No lograba dormir. Pasó una interminable media hora y decidió que sería mejor ocupar el tiempo de otra manera. Encendió una pequeña vela que conservaba en el bolsillo y sacó el papel y el lápiz que había pedido por la tarde. Estaba casi en tinieblas, pero era mejor no esperar al amanecer. Nunca se sabe. Optó por adelantar las cartas que tenía pensado escribir. Y así, en penumbra, con la lucidez del insomne y la calma del que sabe que no habrá mucha más oportunidad, se dispuso para dirigir unas palabras, ya pensadas durante todo el día, a la gente que más quería.

Sevilla, 20 de octubre de 1982

Habían pasado las tres de la tarde cuando finalmente atravesó la puerta de la clínica. La mañana había sido dura y, al mirar el reloj, en un momento entre enfermo y enfermo, cayó en la cuenta de que no había tenido ni un solo minuto para respirar. Desde que salió de casa a las siete y media todo había sido correr. Llegó unos minutos tarde al trabajo. Últimamente le pasaba con frecuencia. En otro tiempo le habría fastidiado mucho, pero ahora había dejado de importarle. De momento nadie le había llamado la atención. Tras cambiarse de ropa apresuradamente, empezó la faena enseguida y ni siquiera hubo espacio para el café cotidiano de las diez, porque una crisis de la paciente de la 234 la había tenido más atareada de lo normal. Después ya le dio igual y había seguido cambiando goteros y midiendo la temperatura de los enfermos de la planta como una autómata. Al llegar el cambio de turno se había dado cuenta de que estaba de mal humor y de que llevaba un buen rato sin pronunciar palabra. Se sorprendió al descubrirse en un mutismo tan alarmante como raro dado su natural parlanchín. Mejor así, se dijo. Es preferible no decir nada que dejar escapar alguna grosería intempestiva a los familiares de turno, tan pesados y molestos como siempre. Paqui, su compañera del turno de tarde, se lo hizo notar al verla con cara de pocos amigos.

—Pero bueno, Carmen…, ¿qué te pasa? Ni que te hubieran dado la peor noticia de tu vida. Tienes una cara, chica… ¿Has dormido bien?

—No es nada. No te preocupes. Estoy más cansada de lo normal.

Aunque no sonó convincente, Paqui no insistió y el resto de la conversación fue rutinaria. Que si el de la 238, que si el médico, que si los pañales de la de la esquina, que si la limpieza de la planta. Nada especial. Sólo ganas de terminar cuanto antes y salir corriendo. Escapar. Había días en que era lo único que le apetecía. Hacía meses que había dejado de disfrutar en su trabajo. Hubo un tiempo en que era feliz con lo que hacía. Ahora era todo más insoportable. ¿Qué había cambiado? Se lo había preguntado alguna vez, pero no se había sabido responder. Quizás, pensó, soy yo la que ha cambiado. Pero cuando llegaba a esa conclusión, prefería no darle más vueltas. Una especie de vértigo le sobrevenía y antes de precipitarse al vacío, como si se tratase de un deseo irrefrenable, decidía no pensar más. Prefería distraerse con cualquier cosa. Hasta la próxima vez. Sabía, en esta especie de juego semiinconsciente, que alguna vez no podría evitarlo y tendría que afrontar la realidad. No se puede divagar eternamente. No es posible esconderse siempre de la propia realidad. No puede una parapetarse detrás de su huida por toda la vida. Lo sabía. Antes o después debería responderse. Pero mientras, había decidido dar un rodeo, no parar y no preguntarse qué le estaba sucediendo.

Sintió que el viento otoñal era más fresco que días atrás. Aunque en Sevilla el frío se hacía esperar, comenzaban a cambiar las temperaturas a la baja y un frente nuboso hacía presagiar un temporal. La avenida de La Palmera, ancha y espaciosa, estaba en plena ebullición. Era el momento de la salida del trabajo de muchos funcionarios y el tráfico se hacía denso siempre, pasadas las tres de la tarde. Mucha gente iba y venía por las aceras en una u otra dirección dando la sensación de ajetreo y prisas. Los hermosos pabellones de la exposición del veintinueve, ahora oficinas y consulados, vigilaban la calle como guerreros impasibles y vencidos testigos de viejas glorias. Caminó sólo unos doscientos metros hacia el parque y sintió hambre. Recordó con desagrado que no había tomado el café de media mañana. Pensó que tenía que pasar por el supermercado, pero decidió dejarlo para otro día. Estaba agotada. Quería llegar a casa y descansar. Sabía que la tarde no iba a ser fácil.

Atravesó el parque de María Luisa, lleno de gente a esas horas. Era la ruta habitual para llegar a casa. Una especie de diagonal que sajaba en dos los antiguos jardines del palacio de San Telmo. La duquesa de Montpensier, María Luisa Fernanda de Borbón, los había regalado a la ciudad a finales del diecinueve. Lo había aprendido en una guía turística que había comprado al llegar a Sevilla, y quedó prendada de la hermosura romántica de este pulmón de la ciudad. Siempre le había parecido misterioso y atractivo. Le gustaba pasear cada día por el laberinto de sus veredas.

Había quien caminaba aprisa dispuesto a llegar a cualquier parte cuanto antes. Unos cuantos paseaban conversando animosamente y otros los contemplaban desde los bancos de piedra de los jardines, en una especie de voyerismo obsceno escrutando imaginariamente la vida de los demás. Muchos hacían deporte aprovechando los amplios espacios y el poco tiempo que daba la tregua de mediodía. Los tonos marrones predominaban en una vegetación vestida para la jornada y las hojas marchitas tapizaban los caminos de un parque exuberante y bello aún en otoño. Carmen no pudo no sentir un pellizco de tristeza. Siempre le pasaba en esta estación melancólica y decadente. Se sintió infeliz. De nuevo el abismo. Pero reaccionó, como siempre, últimamente. Hizo que su mirada se fuera detrás, deliberadamente, de un chico en bicicleta que le sobrepasó por la izquierda. Era un adolescente con mochila, esbelto y sudoroso. Viene del instituto, se dijo. Y se distrajo imaginando quién lo esperaba en casa y las mil historias que albergaría su familia.

Dejó atrás el parque atravesando el Prado de San Sebastián hacia Menéndez y Pelayo. Le distrajo la estatua del Cid Campeador en medio de la ancha plaza. A caballo, el héroe blandía su lanza dispuesto a la batalla. «No tengo madera de heroína», se dijo. «No tengo ganas de librar más batallas. Estoy cansada.» Y enseguida miró el reloj: las tres y media. «A las cinco me espera mamá, tengo que darme prisa.»

Pasó por delante del pabellón de Portugal y dejó a la izquierda la Fábrica de Tabacos y a la derecha los jardines del Prado. Atravesó la calle hacia los jardines de Murillo y siguió avanzando por la avenida. En cinco minutos estaba abriendo la puerta de su casa en el número 165 de Menéndez y Pelayo. Un tercero sin ascensor. El alquiler, por el momento, no daba para más. En cualquier caso, estaba contenta de vivir allí. El piso era tranquilo, los vecinos, amables, y estaba a quince minutos del centro. Para el trabajo tampoco le venía mal. En algo más de media hora se plantaba andando en la clínica. En realidad, era un chollo. Las veinte mil pesetas que debía pagar por los ochenta metros cuadrados no le parecían mal, visto lo visto, y tratándose de Sevilla. Le gustaba aquella ciudad. Había llegado hacía un año y cinco meses y ya le parecía que era suya. Suerte que pudo encontrar trabajo al poco tiempo.

Se cambió de ropa. Tenía sólo un par de horas, pero quiso estar cómoda. En realidad siempre lo hacía cuando llegaba a casa. Era casi un acto reflejo el quitarse los zapatos y ponerse el pantalón ancho, la sudadera y las zapatillas. Se dejó caer en el sofá. «Voy a comer algo», se dijo. Pero puso la tele y dejó que transcurrieran algunos minutos antes de levantarse a la cocina. Al fin, casi sin darse cuenta y sin reparar en la pantalla que había mirado absorta, se dispuso a preparar un sándwich de pollo y una ensalada. Sólo hizo falta calentar la pechuga a la plancha de la noche anterior y sacar del frigorífico la ensalada. Un poco de mayonesa y un vaso de agua completó el frugal almuerzo que, como las más de las veces, tomó apresuradamente de pie apoyada en la encimera. Procuró no pensar en nada y se distrajo convidando a una hoja de lechuga al silencioso canario enjaulado que parecía haber perdido el canto desde hacía semanas.

A las cuatro y media Carmen estaba lista para salir de casa de nuevo. No podía faltar a la cita. Se había comprometido a visitar a su madre dos veces por semana. Nadie la obligaba a hacerlo. Era más bien una especie de imposición moral a la que bajo ningún concepto se permitía fallar, un pacto tácito consigo misma porque su madre hacía meses que no distinguía la vigilia del sueño. Se trasladó con ella a Sevilla cuando había decidido dejar definitivamente a Juan después de casi veinte años de matrimonio. «Mamá fue generosa conmigo», pensó. «No me dejó sola y abandonó el pueblo por mí. Se había jubilado hacía ya unos años y era el momento del atardecer, como cuando uno llega a casa después de un día intenso y decide ponerse las zapatillas y estirar los pies en el sillón, vencido de la lucha cotidiana y sin ganas de librar más batallas. Y sin embargo, le pedí abandonar su última atalaya para venirse a vivir un tiempo con su única hija. Sé que le costó mucho, pero nunca me reprochó el sacrificio que supuso para ella. Mamá siempre fue una luchadora. Aprendió del propio dolor y cargó muchas veces con el ajeno. El sufrimiento, siempre el sufrimiento que acompaña la desnudez de nuestra piel toda la vida, pegado a ella como un tatuaje imborrable.»

Fue dura la separación. No por el dolor de alejarse de su pareja, o por las complicaciones del proceso, sino por la sensación de vacío y soledad que siempre le martirizaban. Su matrimonio había sido una larga historia de incomprensiones y desafectos que acaban con cualquier amor, si es que alguna vez lo hubo. Muchas veces se dijo que nunca había debido casarse. Pero hace veinte años era impensable ser madre soltera, y más en un pueblo perdido de la sierra cordobesa, alejado de toda civilización razonable. Las prisas y el qué dirán le jugaron una mala pasada.

Es verdad que al principio fue diferente. Cuando Laura había nacido tuvieron un motivo para compartir la felicidad que les producía la hija en común. Pero a medida que pasaba el tiempo la monotonía y el desamor se habían instalado en la convivencia cotidiana. Aguantaron algunos años de disimulo y mentira. Pero llegó un momento en el que la distancia se hizo insalvable y la convivencia, insoportable. Cuando descubrió que hacía tiempo que Juan tenía otro fuego que abrigaba su frío, decidió que no podía seguir así. Ni siquiera preguntó cómo se llamaba ella ni se le ocurrió montar una escena de celos que por otra parte hubiera sido completamente artificiosa e innecesaria. Tomó ella la decisión. Habló con Laura y una mañana de mayo se despidió con un lacónico adiós sin beso ni explicaciones. Cogió el tren a Sevilla abriendo una incierta puerta que la precipitaba al vacío de una nueva historia sin más protagonistas que su libertad y la sensación de soledad. A su hija no le sorprendió. Con diecinueve años sabía de sobra lo que había. Lo había sabido siempre. Se quedó unos meses más con su padre y después se había independizado, mientras trataba de seguir su vida y sus estudios de veterinaria.

Recordó cuando su madre llegó a Sevilla con una maletita de las antiguas y un par de bolsas de comida. A las dos se les llenaron los ojos de lágrimas al abrazarse en la estación. «Me quedaré un tiempo contigo», le dijo, «hasta que todo se normalice y tú estés mejor.» Pocos meses después le diagnosticaron alzhéimer. Nunca se imaginó que todo iría tan deprisa. Fue duro comprobar día tras día cómo se pierde todo, la palabra y el beso, los recuerdos y los sueños, los afectos y el brillo en los ojos al ver a quien quieres. Tan sólo queda la sonrisa. Sutil e inconsciente. Apenas esbozada y sin matices.

«¿Qué te ha pasado, mamá?», se preguntaba a menudo. «¿Quién te ha robado tu alma? ¿Quién te ha borrado tu memoria? Ahora sólo me miras y un rictus en la boca parecer decir que me conoces. No es verdad. Lo sé. Me hago ilusiones de que así es, pero no es cierto. Yo también formo parte de los recuerdos olvidados. A pesar de todo no puedo dejar de ir a verla. Hoy también lloraré. Me sentaré a su lado y la miraré en silencio. Ella no dejará de jugar con sus manos balanceándose interminablemente. No dirá nada. No amará nada. Sólo habrá olvidado.»

Salió de casa y cogió el autobús. Miraflores estaba a una media hora del pisito de Menéndez y Pelayo. El hospital es público y tiene una unidad de atención a enfermos con demencia senil. No puede permitirse otra alternativa. Le hubiera gustado una residencia privada pero las cosas no estaban para esos lujos. Quizás más adelante. Durante el trayecto, entre frenazos y empujones, no dejó de darle vueltas a la cabeza. Es lo que tiene ser un poco obsesiva. No paras nunca de pensar en las cosas que te preocupan y un pensamiento tira del otro como sucede con las cerezas entrelazadas en el frutero. Maruja, su madre, quedó viuda muy joven. Ella ni siquiera conoció a su padre. Tendría unos dos años cuando un accidente en un canal segó la vida de Manuel y ahogó para siempre la felicidad de su esposa. Nunca le habló mucho de él. Había crecido sin poner rostro a quien le había engendrado. Tampoco sabía cómo era. Parece como si nunca hubiese existido o como si se lo hubiera tragado la tierra sin dejar ningún rastro. Ni fotos ni recuerdos. Nunca ha entendido por qué su madre no le ha contado sus historias ni le ha susurrado nunca al oído que su niña fue la debilidad de su padre. Quizás hubiera sido lo normal. Quizás le hubiera hecho más feliz. Quizás lo hubiera necesitado. Pero tampoco se lo ha preguntado ni nunca ha querido reclamárselo. Sólo sabe que se llamó Manuel y que murió ahogado. Cada año, por la fiesta de los muertos, visita su tumba en el cementerio llevando unas flores siempre enmudecidas. Así creció y así se habituó a no pensar en él. Y ahora que su madre ha perdido sus recuerdos en algún lugar, siente que se ha roto definitivamente el cordón umbilical con su pasado. Nunca más tendrá, tampoco ella, memoria de su historia, de la historia que ni siquiera llegó a conocer. No tener historia es lo más terrible que te pueda suceder. Es una sensación que te sitúa en el vacío, en la nada, sostenida tan sólo por las microhistorias cotidianas contadas al hilo de la monotonía y la rutina. Una vida aderezada con las anécdotas del trabajo, el alquiler del piso o la compra en el mercado queda definitivamente desolada y hace que no pienses más allá de lo que tienes que hacer inmediatamente o lo previsto para mañana encerrándote finalmente en tu propia trampa. No hay demasiado espacio para la improvisación, y el entusiasmo por las cosas ha debido de quedarse colgado en algún lugar tras jugar al escondite consigo mismo.

Nunca le faltó, sin embargo, el cariño de su madre. La experimentó enérgica y fuerte. Siempre junto a ella. No se recordaba a sí misma de otra manera sino bajo la mirada, la protección y el afecto de una mujer que decidió centrar la vida en su hija. Afectuosa y exigente a un tiempo, Maruja había sido, sobre todo, una buena madre. Serena y templada, ha conservado siempre un brillo triste en su mirada aunque ha mantenido su belleza sencilla y misteriosa hasta el final. Aún ahora, pensaba Carmen, con la cara surcada de arrugas y la mirada perdida, podía adivinarse en su rostro una hermosura azulada como el color de sus ojos y una bondad campesina de quien ha atemperado su carácter aprendiendo a sufrir. Sí, eso es, el sufrimiento es el duro destino que nos acompaña siempre. ¿Qué terrible dolor le habría malherido el alma para siempre?

Embozada en recuerdos, bajó del autobús y se dirigió a la puerta del hospital. Hubo de recorrer unos cientos de metros desde la parada hasta la entrada y se abrigó un poco al sentir que el frío se hacía más intenso al ir bajando el sol, ya oculto por las moles de inmuebles de un barrio populoso que cobijaba enjambres de familias trabajadoras en una de las zonas más humildes de la ciudad. Se adentró en el edificio y avanzó por los pasillos decenas de veces recorridos en el último año. Alguna cara conocida y el musitar de un saludo de buenas tardes correcto y formal. No tardó en llegar a la habitación de su madre. Como siempre a aquella hora, estaba sola, sentada en el sillón y con su incontenible movimiento rítmico adelante y atrás. Estaba arreglada, aseada y con el pelo recogido en un moño alto y atildado. Se acercó a besarla como había hecho desde que era niña, cuando la encontraba al volver del colegio o después de unos días en la casa de la abuela.

—Hola, mamá, ¿cómo estás? ¡Te veo muy guapa! Estás muy arregladita. Seguro que has tenido visita y por eso estás tan bien. ¿Has comido? Mira que si no te tengo que reñir. Eso es, así me gusta, como las chicas buenas.

Carmen acarició el blanco cabello de la madre y estrechó el rostro contra su pecho, mientras besaba a continuación sus mejillas con un cariño inmenso. Prolongó el abrazo unos segundos y cerró sus ojos agradeciendo todo lo que había recibido de ella y que ahora sólo estaba vivo en su memoria. En un instante fugaz le invadió la nostalgia del cariño y la seguridad que le producía siempre su presencia, que ahora se había mutado en fragilidad y vacío. Arrancó de ella una sonrisa automática, inerme, apenas esbozada. Pensó por un momento que la había reconocido, pero enseguida desechó la idea. Siempre le ocurría y sabía bien que no era así. Era inútil hacerse ilusiones, aunque no podía evitar el desearlo. Era como una especie de instinto filial, un impulso natural que reclamaba siempre el afecto materno y que sistemáticamente afloraba como una necesidad reprimida y frustrada por el principio de realidad de una enfermedad atroz y cruel. Algún ladrón, en su cerebro, había robado para siempre sus recuerdos. «Vivir sin recuerdos», pensó, «es morir para siempre. Es estar enterrada con vida en el panteón de los sueños olvidados, es estar amortajada en la tumba de las historias perdidas.»

Se sentó a su lado y le cogió las manos con ternura. Así, en silencio, mirándola fijamente pasó un buen rato recordando momentos que fueron, al menos así lo creía ahora, felices. Era inevitable que le pasaran por la cabeza las escenas infantiles, las tardes interminables de invierno en Pozoblanco junto a la chimenea contando historias; los días de colegio cogida de su mano protectora camino de la escuela, la caída en el parque y su abrazo vigoroso levantándola del suelo, sus palabras cómplices tras los primeros devaneos de adolescente con los chicos del pueblo. Y más tarde, su relación con Juan y su embarazo a los veintiuno. En pocos meses la boda. Siempre estuvo a su lado. Nunca un reproche. Sólo las lágrimas. De pena cuando Juan y ella decidieron vivir en Córdoba. De alegría incontenible cuando nació Laura, su única hija, su única nieta. Lágrimas, sólo lágrimas de tristeza y dolor, de gozo e ilusión o de nostalgia como las que una vez más afloraban en sus ojos esa tarde de octubre en la que el otoño había hecho caer todas las hojas del caduco árbol de la vida ofreciendo un espectáculo espectral en el tronco desnudo y en las famélicas ramas.

Le distrajo de su ensimismamiento la enfermera que traía la merienda. Un vaso de leche y una pajita. Se conocían. Colegas de profesión, hacía tiempo que mantenían un contacto frecuente por motivos obvios, aunque habían coincidido años atrás en la asociación de enfermeras de Andalucía.

—¡Hola, Carmen! No sabía que habías llegado. Es verdad, que hoy es miércoles. ¿Cómo estás? ¿Todo bien?

Carmen se levantó. Dejó la bandeja en la mesita y se besaron con un tono más protocolario que afectuoso.

—Buenas tardes, Chari. Sí, gracias, todo bien. Ya ves, hablando con mi madre. Aunque parece que me estoy volviendo un poco loca en este monólogo constante. ¿Cómo la encuentras?

—Bien, bien. Ha pasado unos días tranquilos. Es muy buena. No da ruido ninguno. Se pasa el día como la ves, sentadita y serena. Por las noches parece que duerme bien aunque necesita, cada vez más, un poco de sedación. Debe de tener algunos dolores, pero la pobre no se queja nunca. Se le ha olvidado hasta protestar.

—¿Y está comiendo bien?

—Muy poco. Como estas últimas semanas. Hay que sentarse y con mucha paciencia intentar que trague algo. Con la jeringa y todo molido, como sabes. Lo demás, lo hace el gotero. Y tú… ¿Cómo estás? ¿Qué tal Laura?

—Yo estoy bien. Laura en Córdoba, con su universidad y sus líos. Me llama dos o tres veces por semana. Está entusiasmada con veterinaria y parece que no le va mal. ¿Sabes que se fue a vivir con su novio? Menos mal que mi madre no se ha enterado. Le habría hecho sufrir. No le gustaban nada estas modernidades.

—¡Vaya con la niña! Bueno, ya no tan niña. Que a los veintiuno una ya está a punto de todo. Como la he visto crecer, me parece que todavía es la adolescente que conocí hace unos años.