Pecados originales - Luis Alirio Calle - E-Book

Pecados originales E-Book

Luis Alirio Calle

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Beschreibung

Pecados originales se destaca por su excelente calidad literaria. La voz narrativa es fuerte, no vacila, lo cual permite que el lector establezca de inmediato un pacto entre lo que lee y su interioridad. Las situaciones están muy bien trabajadas, pese a la brevedad que exige el cuento. El mundo de los personajes que pueblan las páginas de la obra se revela con claridad y verosimilitud. El entorno físico está bien descrito, y hay diversidad, pues cada uno de los ambientes en los relatos tiene sus características propias. Los diálogos, que no son numerosos, dejan de lado cualquier afectación para centrarse en la idea que se quiere expresar de manera natural. La obra se distingue por un español que además de correcto es elegante, ajustándose bien a los diferentes temas y situaciones. Cabe destacar que la naturaleza sexual de los cuentos aquí contenidos, asunto difícil de trabajar y más aún cuando se trata de un libro extenso, se caracteriza por su abordaje delicado, sin caer en lo explícito y evitando al mismo tiempo cualquier tipo de autocensura. En este sentido, los relatos gozan de una libertad que le permite al lector ejercer también la suya. María Cristina Restrepo

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Pecados originales

Luis Alirio Calle

Literatura / Cuento

Editorial Universidad de Antioquia®

Colección Literatura / Cuento

© Luis Alirio Calle

© Editorial Universidad de Antioquia®

ISBN: 978-958-714-988-3

ISBNe: 978-958-714-989-0

Primera edición: diciembre del 2020

Motivo de cubierta: Male Correa. Espera. Acrílico y collage sobre lienzo, 2008

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia®

Editorial Universidad de Antioquia®

(+57) 4 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Imprenta Universidad de Antioquia

(+57) 4 219 53 30

[email protected]

Agradecimiento especial al profesor, investigador y editor Humberto Barrera O., que me ayudó a ver

Noelia

Conté diecisiete fuetazos.

Fue cuando llegué de la escuela, antes de acabarse la tarde. Mi mamá me abrió la puerta, me agarró de la mano y me llevó a la cocina donde tenía la correa con que me dio esa cueriza enloquecida. Doña Josefina le había puesto quejas... ¡Que digás qué fue lo que hiciste!, gritó, casi sin respiración y pálida como si fuera a morirse. Yo le dije que le había desamarrado las manos a Noelia.

―¡¿Las manos?!... ¡Y otras cosas!... ¡Allá no volvés, condenado! ―dijo, y descargó sobre mis piernas y mi espalda los correazos.

Me encerré y me eché a llorar sobre costales viejos y sucios en el cuarto donde mi papá guardaba madera, cemento, ladrillos y otras cosas del trabajo. Lloré de dolor y de miedo, de rabia contra doña Josefina, de ganas de Noelia.

—Te vas a ir pa’l infierno —había dicho mi mamá.

Ella y doña Josefina se querían casi sagradamente, jamás volví a ver una amistad como esa. Mi mamá le regalaba ropa que sobraba en mi casa y comida que faltaba en la de doña Josefina, y muchas veces intercedió, cuidando de que doña Josefina no se enojara, para que no tratara tan duro a Noelia. Doña Josefina cosía y remendaba ropa, mucha de la que yo me ponía había sido arreglada por ella. Una noche le oí decir que no quería perder por nada en este mundo el cariño de Leticia, mi mamá.

Mi mente estaba atrapada en lo ocurrido hacía dos tardes en su casa... El recuerdo repite lo placentero haciendo más intenso lo que fue o imaginando lo que pudo haber sido; si lo vivido fue doloroso, lo duplica con sevicia; y si lo recordado oprime el alma, hace aún más inútil el remordimiento... Sentí pavor de lo que ella pudo haberle dicho a mi mamá. Tal vez nos vio, pensé, o tal vez sospechó; las señoras como doña Josefina y mi mamá sospechaban todo y les resultaba cierto. La conciencia aplastada por el plomo del pecado me hundió en los costales y me hizo doler aún más los fuetazos, sobre todo en los brazos y uno en el cuello que ardía condenadamente... Me vi pasando por el patio de doña Josefina, buscando la salida, caminando empinado para que no me oyera. Noelia estaba amarrada a uno de los pilares del techo en el corredor, con la cabeza agachada para no mirarme. Salí de esa casa con el peso de la tristeza de Noelia, como si yo la hubiera amarrado, como si después de crearlo, yo mismo hubiera arrebatado de sus ojos grises el brillo de la felicidad.

Recordé al padre Martínez en la misa predicando su sermón fabricado para condenar. Disminuido en la banca de la iglesia, al lado de mi madre, yo lo miraba decir que éramos culpables. Yo iba a misa con miedo porque había ojos vidriosos de santos en los rincones de la iglesia, porque el padre Martínez salía de las oscuridades pálido como un muerto, y porque mi madre era una esponja para guardar las palabras del cura y repetirlas en la casa.

¿Cómo hacía uno para arrepentirse de estar vivo?, pensé.

La casa donde vivía Noelia era pobre pero limpia, de tapia pisada y blanqueada; no había casas contiguas, parecía separada del resto del mundo. La puerta y la única ventana, azules, siempre estaban cerradas. El entejado se había oscurecido de tiempo y cuando llovía parecía un enorme, pesado y escurrido sombrero que lloraba. El piso de tierra estaba siempre recién barrido y en los cuartos se le pegaba a uno el olor que sale de lo que está escondido o arrinconado. Doña Josefina parecía esforzarse para que la gente creyera que tenía buen corazón, pero no se reía. Era criticona y mandona. Noelia hacía pequeños mandados y ayudaba en las labores de la casa, y al final de la tarde debía acompañar a doña Josefina durante el largo rezo de las novenas y el rosario.

Noelia rezaba mirando. Era nieta de don Pedro Pablo ―el marido de doña Josefina―, única hija de uno de los hijos de su primer matrimonio. La madre de Noelia había muerto cuando ella nació y a su padre lo habían matado por ser del Partido Liberal, contaba doña Josefina. Don Rafael la puso en manos de su segunda mujer, pero parecía que él no quisiera saber nada de su nieta sordomuda. Doña Josefina siempre se refirió a ella como una hijastra y don Pedro Pablo sabía que estaba ahí pero nunca la miraba y mucho menos le hablaba, ni siquiera preguntaba por ella. Se podría decir que Noelia no conocía a su abuelo, aunque siempre durmieron casi juntos; solo los separaba la tapia que dividía los cuartos.

El pelo amarillo opaco le bajaba hasta la cintura. Era delgada y tenía dedos largos y maltratados por el trabajo en la casa. Mantenía las uñas cortas porque se las comía, y ese era uno de los motivos por los cuales doña Josefina le amarraba las manos. Otra razón era que a Noelia le gustaba quitarles los pétalos a las flores para ponérselos en el pelo o para comérselos; la otra parecía ser la costumbre: su abuelastra la amarraba porque le desobedecía, porque jugaba, porque ensuciaba la ropa, porque se le perdía, porque sí.

Y porque le tenía rabia, creo. A mí me parecía ver en la cara de doña Josefina la amargura de tener que cargar con una nieta de su marido, y además sordomuda. La veía tal vez como una obligación antinatural. Era una boca más que alimentar y don Rafael trabajaba poco porque en el pueblo poco trabajo le ofrecían ya: lo veían lento, torpe, viejo. Era albañil, como mi papá.

Pienso en cosas que el tiempo guarda en extraños rincones de la memoria, como a la espera de destaparlas para hurgar en un remordimiento o cobrar una culpa... Lo que determinaba la actitud de doña Josefina con Noelia, creo, era una tristeza disfrazada de severidad, una amargura incurable vivida por una mujer con mucho trabajo y poco cariño, mucha demanda de amor escaso, se diría que nulo. Muchas veces vi a don Rafael llegar a la casa: entraba, no saludaba, se encerraba en su cuarto. Alguna vez le vi los ojos y tuve la irrazonable certeza de que cargaba oscuridades que no lo dejaron amar a nadie.

Noelia tenía faldas de flores que doña Josefina le hacía de tela barata. Era tímida, sola, sin vecinos. No conocía más allá de dos cuadras de su casa, jamás la habían llevado a la plaza del pueblo y el único templo adonde había ido era el del orfanato, a una cuadra de donde vivía. Cuando nos veíamos dejaba ver una risa ansiosa, un poco tonta pero que la embellecía. A la hora de despedirme agachaba la cabeza como si entristeciera, aunque nunca la vi llorar. Mi casa estaba a cuatro cuadras, y durante muchas tardes de domingo me iba adonde doña Josefina a buscar buenos ratos con Noelia; jugábamos con bolas de cristal en el camino por donde se iba al lavadero que estaba a unos cincuenta metros de la casa.

No era un juego propio de niñas, pero era lo único que podíamos compartir. Ella no conocía juegos y los otros que yo sabía eran muy bruscos. En el camino al lavadero abundaba una soledad provocadora que olía a perfumes de flores mezclados con el que a mí me parecía que era el perfume de Noelia, un aroma inventado tal vez por mi deseo de estar con ella. A veces me miraba fijo a los ojos y respiraba como si supiera que yo quería acercarme y pegarme a ella, pero a mí me atajaba el miedo al pecado, y ella seguía mirándome como si supiera lo del pecado y como si suplicara que lo hiciera.

Yo no hubiera podido explicarlo así, pero a Noelia y a mí nos acercaron la soledad, la pobreza y el miedo. Tampoco podía decir miedo a qué, pero era tal vez al hecho de ser niños y estar vivos, acechados a toda hora por los pecados que alguien muy arriba apuntaba en un inmenso cuaderno para mandarlo a uno al infierno. No podía saber por qué no era capaz de no imaginar a Noelia desnuda para tocarla y encontrar su perfume; pensaba que porque era muda sería fácil quitarle la ropa y olerla; mirando su cuello largo casi la veía sin ropa a toda ella, detenía mis ojos en su boca para sentir el endemoniado deseo de morderla y un pesado aire caliente se me venía encima, hacía que me sintiera sucio y señalado para formar parte de los condenados. Entonces yo odiaba a mi madre y al cura porque pensaba que entre los dos habían inventado el pecado para que yo no fuera feliz.

Sentía los fuetazos que me dio mi madre como brasas que ardían hasta en los pensamientos. No podía no pensar en cómo fue que el olor de Noelia me ganó la voluntad hacía dos días, domingo de sol picante. Se subió a un árbol a tratar de alcanzar un nido de pájaro y se dio cuenta de que yo me quedé mirándole las piernas; tal vez hasta supo que el corazón me estaba haciendo un escándalo. Me miró desde el árbol con una luz brillante, imposible en el gris opaco de esos ojos, y fue como si me dijera que no había problema en subir por el árbol y después por sus piernas. Tenía un pantaloncito rosado, desteñido.

―¡Noelia! ―me estremeció la voz dura, llamando desde el patio, de doña Josefina.

No había duda de que gritó para que yo la oyera: había rabia en esa voz. Le di golpes al árbol para que Noelia me mirara y le dije con señas torpes que doña Josefina la estaba llamando.

Casi me cae encima cuando bajó, tan bruscamente que la falda se le remangó hasta la cintura, y el pantaloncito rosado estaba tan ceñido que me pareció más desnuda que sin él. Sin importarle mucho lo de la falda me pidió que le amarrara las manos, pues yo se las había soltado cuando llegué. Lo hice temblando, tanto por la provocación de la imagen de su pantaloncito como por el miedo a doña Josefina. Noelia se fue corriendo y yo me quedé con el pavor de que doña Josefina viniera a verme en los ojos el pecado.

Me senté en una piedra que había antes de llegar al lavadero y me di cuenta de que no había sentido jamás ese temblor que parecía sofocarme. Se revolvían en mi mente Noelia, las piernas de Noelia, el pantaloncito rosado de Noelia.

Volvió corriendo con movimientos de pingüino a causa de sus manos amarradas atrás; me hizo señas de que se las soltara. Lo hice y me dijo, con las señales de sus manos que parecían pájaros jugando con las alas abiertas, que doña Josefina le había dicho que me dijera que me fuera porque había cosas que hacer. Yo había aprendido a descifrar y a responder el vuelo de las manos de Noelia.

Se volteó para que volviera a amarrarla. Lo hice y sentí el olor de su pelo limpio, jamás acariciado. Doña Josefina la bañaba todos los días con jabón de la tierra, una bola negra blanda y con olor amargo que venía envuelta en hojas secas de mazorca. Ella se dejó empujar hasta el árbol donde había intentado alcanzar el nido de pájaro, le sentí los brincos del corazón; me senté sobre una parte cómoda de la raíz y subí, temblando, mis manos por sus piernas. Ella participó acercándose. Quise desamarrarle otra vez las manos pero no había tiempo. Le subí la falda y la dejé caer de modo que me tapara la cabeza, y mi cara quedó entre sus piernas, y yo pegué la boca a su pantaloncito rosado caliente de sudor y de temblor. Su calor y su humedad me quemaban la cara cuando ella me estrechó con sus piernas contra el árbol. Le bajé a ciegas el pantaloncito y la boca se me hundió en las aguas del pecado, más pecado, creía yo, por la desesperación que desataban en mí el sudor y el olor vírgenes de Noelia.

Pegó su pubis a mí casi con crueldad, como si de ese modo quisiera decir lo que la vida le obligaba a callar, un furor contenido que once días después se desbocaría contra su existencia, breve como su sonrisa, como toda ella... Yo habría de sentir el íntimo pavor de ser el veneno mismo, culpable de haber hecho que ella conociera una dicha que no tendría de nuevo porque su abuelastra con odio se la prohibía, porque la vida sin palabras se la negaba.

Doña Josefina gritó de nuevo y a mí me pareció que estaba al pie, mirándonos, a mí arrodillado y tapado por la falda de Noelia, y a Noelia con los ojos cerrados como si le dolieran el cuerpo y la ropa: así la vi cuando mis manos subían la primera vez por sus piernas.

Nos quedamos quietos, apretándonos, y yo respiré el olor del pecado profanado. Tuve sobre mí todo el peso de lo que mi madre llamaba “sacrilegio”, palabra abismal que me sentenciaba a la condenación tantas veces oída de su boca.

Tras esos instantes eternos luego del grito de doña Josefina, Noelia se apartó y me pidió con las señas de la angustia en sus ojos que le subiera el pantaloncito. Lo hice, sudando. Me miró con ojos iluminados y a la vez condenados, con el brillo que precede a las lágrimas, y de golpe se fue corriendo a que doña Josefina le apretara el nudo de las manos y le amarrara los pies y el cuello a la pilastra de madera en el corredor donde acostumbraba aquietar a Noelia.

La tía Nidia

—¡La puta se va de la casa o me voy yo! —gritó el tío Carlos con tanta fuerza que la casa pareció estremecerse.

Me levanto en la oscuridad y abro la puerta, oigo otras puertas abrirse y a la abuela Nita llorar diciendo Jesús tres veces santo, mirá como la volviste, desgraciado. Pasos descalzos caminan hacia la sala y yo salgo del cuarto donde duermo para ver qué está pasando. La tía Nidia está acurrucada en el suelo del zaguán contra la puerta de la calle, llorando, los zapatos tirados a un lado, la blusa desguazada, los otros dos tíos parados en la sala mirando como idiotas, la abuela diciéndole al tío Carlos que si siguen tratando tan mal a la tía Nidia, me les voy a largar pa’la mierda.

En el reloj de la sala son las dos y cinco de la mañana. El tío Carlos le alega a la abuela Nita que se tapa la cara con las manos y llora. Sus dedos parecen arrugarse más años.

―¡Alcahueta que sos, mamá! ―grita el tío. ―¡Vea todo lo que pasa en la casa con esa perra, esto se tiene que acabar porque ya no soportamos más a esta haciendo lo que le da la gana, mire a las horas que llega, todos los hombres de la casa acostados y ella en la calle putiando, maldita sea!

Da miedo el furor en la cara enrojecida del tío Carlos. Grita como si creyera que nadie lo oye, la vena gorda del cuello se le hincha como si fuera a reventar, se atraganta con las palabras, se mueve por la casa como si no supiera dónde está...

―¡Y ustedes, ¿qué putas hacen ahí parados como unos majaderos?!

Nadie habla. La abuela Nita se encierra a llorar. Todos volvemos a la cama. La tía Nidia se queda tirada en el zaguán, llorando, moqueando, limpiándose con las mangas de la blusa rota las lágrimas.

Asustado y ya sin sueño, encerrado en el cuarto donde duermo cuando me quedo en la casa de la abuela Nita, pienso que la tía Nidia siempre hará enojar a los tíos y los escándalos no terminarán porque ya no está el abuelo que era el que ponía orden en la casa. Él entraba y con él la paz, aunque llegara borracho; nadie le discutía porque todos le tenían respeto, o miedo, y miedo le tenía yo a esa paz porque el abuelo no reía. Cuando lo mataron mi papá decía llorando que en la casa de la abuela todo iba a cambiar porque la tía Nidia es muy llevada de su parecer y el tío Carlos un descarado que quiere mandar sobre todos sin siquiera ser el mayor.

La tía Nidia llega tarde en las noches de los fines de semana y a veces en semana; le gusta estar en la calle con amigos, en heladerías o tabernas, y muchas veces se queda en casas de amigas casi hasta el amanecer. No volvió al colegio desde cuando la echaron porque no obedecía, se salía de clases, no hacía las tareas que ponían los profesores. Mi mamá dice que es una desconsiderada porque la oyó quejarse de que había nacido en la familia equivocada. Casi todos los tíos le pegan, la insultan, y el tío Carlos siempre amenaza con irse de la casa si ella no se larga, pero nunca lo hace, y ella sigue llegando tarde y todos piensan que anda acostándose con cuanto bulto encuentra, como dice el tío Carlos. Por eso le grita lo peor, aun delante de la abuela.

Todo Santa María sabe lo que sos, le había dicho hacía pocas noches. Había llegado borracho a buscarle problema a la tía Nidia.

A mi papá no le gusta meterse en los asuntos de su casa. Visita a la abuela y habla largo con ella, y la abuela parece quedar siempre más tranquila cuando habla con él. Pobrecita Nidia, dice a veces mi papá cuando habla de esto con mi mamá. Pero aquí, donde la abuela, no dice lo que piensa, y por eso tiene problemas con el tío Carlos.

A su papá le faltan güevas, me dijo una vez el tío, burlándose.

Yo creo que ella no hace nada de lo que los tíos y la abuela creen; la oí la otra vez conversando con una vecina. Renegando porque mis tíos la maltratan, le dijo que todo se lo imaginan y por eso le pegan. Era sábado, como a las cuatro de la tarde; yo estaba aquí en la casa de la abuela Nita y ella no sabía, creía que no había nadie porque la abuela estaba en misa y los tíos en la calle. Cuando entró con la vecina, me escondí. Llegaron hasta la cocina y ahí se sentaron a hacer café y a conversar, y yo oí cuando la tía Nidia le preguntó que qué se sentía haciendo el amor. La vecina soltó la carcajada.

Le dijo que no podía creer que le estuviera preguntando eso si todo el mundo imaginaba que ella, tan gustadora, debía haber conocido hacía mucho tiempo, y primero que muchas, los ahogos del amor. La tía Nidia le dijo que no, que todos pensaban lo que no era, que a ella siempre le había dado miedo, pero que le encantaba ver que la miraran y la desearan; se sentía feliz de que le miraran las piernas y se murieran de ganas de comerme. Se rieron como si fuera un chiste. Contó, con un tono bajito y malicioso como si tuviera miedo de que la oyeran, que cuando estaba sola, en su cama o en el baño, se tocaba todo el cuerpo pensando en las miradas de los hombres, y de algunas mujeres. Yo me asusté, y más porque después dijo que hasta el tío Carlos... ese malparido de mierda me ha mirado con ganas; no respeta ni a la hermana. Una vez lo descubrí esculcando donde yo guardo los calzones; él no se dio cuenta pero yo lo vi, y no dije nada para no meterme en problemas.

La vecina dijo ¡pervertido!, y volvió a reírse. La tía Nidia le explicó que le preguntaba lo del sexo porque me dan ganas de hacerlo para que estos güevones me peguen por algo cierto... no faltará con quién acostarse... La vecina no dijo nada. Hubo un silencio muy largo. Una silla fue movida hacia la otra, algo cayó al piso de la cocina. Una curiosidad caliente empezó a crecerme entre la ropa. Los sonidos sin palabras hacían que imaginara lo que estaba pasando. Sudaba.

Por lo que vi en el reloj, hace rato es domingo. Me quedé a amanecer en la casa de la abuela Nita porque después de hacerle varios mandados me dijo que comiera aquí y que me quedara a dormir. Pero en este momento no tengo sueño pensando en la tía Nidia sola en el zaguán, al oscuro, llorando.

Le vi una tristeza muy grande en los ojos, no soy capaz de aguantarme y me levanto para ir a acompañarla, aunque tengo mucho miedo de un grito del tío Carlos en la oscuridad. Hago todo lo posible para no hacer ruido y llego hasta el zaguán, le hago señas con el dedo en los labios para que no haga bulla. Ella me mira como si no creyera que soy yo que estoy aquí estirándole la mano. Al fin se levanta y va conmigo hasta su cuarto. No huele a licor, solo a perfume y a lágrimas. Me da un beso en la cara y se acuesta con la ropa.

Pero cuando ya estoy cerrando la puerta de su cuarto me llama y yo vuelvo, me dice que me acueste con ella y me jala del brazo. Siento deseo y miedo, y un escalofrío como si algo se me entrara al cuerpo. Me jala con más fuerza, me dejo llevar, me acuesto bocarriba en su cama; quedo paralizado, con la mirada oscura en el cielo raso. La tía Nidia pasa su brazo por encima de mí y me lleva hacia ella, hacia su cara, su boca; su pierna derecha se monta sobre las mías, tiesas. Siento su perfume confundido con el olor de las lágrimas cuando se secan. Su respiración me hace cosquillas en el oído.

Con los ojos cerrados la veo igualita a como estaba una tarde de esta semana que me la encontré abajo de las escalas del atrio. Dijo que iba para misa y a mí me pareció raro que fuera a entrar a la iglesia con esa ropa tan indecente. Si el párroco la veía la sacaría de la iglesia, o le haría pasar una vergüenza muy grande delante de todos allá adentro. A ella no le importaba, siempre era así. Esa tarde se había puesto la minifalda más ancha que tenía, blanca con círculos morados. Los ojos de todos estaban en las piernas de la tía Nidia y a mí me parecía que las miradas rodaban y subían, imaginando, como me pasaba a mí. Antes de subir las escalas del atrio me pidió que me quedara abajo para mirarla, para ver si estaba bonita, y cuando ya había subido varios escalones se subió más la falda y alcancé a ver su pantaloncito blanco. Me miró como si comprobara que yo estaba sufriendo, y como si supiera que muchas veces había esculcado, como el tío Carlos, el cajoncito de sus calzones... No sé para qué hacía eso el tío Carlos ―eso no lo hablaron ella y la vecina―, pero yo lo hacía para olerlos. Pensé que, de saberse, hasta me echarían del pueblo por pecador.

No pasó nada porque el párroco no la vio.

Sigo con los ojos cerrados sintiendo la respiración de la tía Nidia como si me quemara la cara. Tengo miedo de que la abuela se levante y venga a revisar a ver si la tía Nidia ya se acostó. Ella, la abuela Nita, cuando le da por abrazarme delante de otras personas, repite que me quiere mucho porque él es mi primer nietecito. Después de cumplir los doce años, mi abuela empezó a llamarme para que yo le hiciera mandados, pues ella ya no tiene a quién pedirle esos favores y yo ya estoy muy grande, dice, y mi papá se siente en la obligación de mandarme a hacerle mandados a la abuela. Para acabar de ajustar, mi mamá a cada rato repite que Nita se mantiene muy sola sin nadie que le ayude y esos hermanos de su papá no sirven para nada.

La tía Nidia me lleva once años. Es la menor de los catorce hijos que tuvieron los padres de mi papá. Cuando se casaron, cuentan, el abuelo Darío tenía veinticinco años y la abuela Nita, quince, y dizque la primera noche ella casi se va de la casa porque creyó que se había casado con un puerco. La bisabuela tuvo que ir a explicarle que la bendición del cura hace que el amor no sea pecado.

Desde cuando mataron al abuelo, la abuela Nita se volvió alegona. Parece una solterona, dice a cada rato mi mamá. Todo le parece pecado y fue ella la que alborotó la rabia de todos los tíos contra la tía Nidia porque sale a la calle, porque tiene muchos amigos que no se sabe quiénes son, porque la llaman, porque usa ropa atrevida, porque no hace caso, porque todos los hombres de Santa María quieren ser el novio de la tía Nidia. Y, sobre todo, porque el párroco se le quejó de la ropa inmoral con que viene a misa su hija, misiá Enedinita. Cuando el cura puso esa queja, la abuela alegó durante una semana, tal vez más.

La tía Nidia retira el brazo y se levanta de la cama. Abro los ojos y la veo quitarse la ropa, se queda apenas con el pantaloncito, de color oscuro; contra la luz pobre de la calle que entra por la ventana la veo, veo las puntas de los senos como si buscaran en la oscuridad, como un cuadro de artista. Regresa a la cama y me abraza otra vez, me quita la pantaloneta con que duermo en casa de la abuela y pone su mano en mi rodilla y la sube despacio hasta donde estoy más caliente. No digo nada, no hago nada, siento su mano que se llena de lo que no tarda en crecer e hincharse. Me quita la camiseta y me besa el cuello y la boca y me parece que estoy ardiendo, siento su seno en mi hombro me volteo hacia ella beso esos senos calientes, coge mi mano y la lleva a sus muslos y de pronto mis manos no necesitan ayuda, la toco, la beso en todas partes y la tía Nidia respira rápido como hirviendo, hasta creo que le está doliendo.

Oímos un ruido y me tiro al suelo para esconderme debajo de la cama. Estoy empapado de sudor y del sabor de la tía Nidia, y me doy cuenta de que el ruido vino de la calle. Cojo la ropa del suelo, salgo del cuarto de la tía Nidia, llego al mío, tiemblo. Respiro como si me estuviera ahogando y con tanto miedo que me parece que todos saben, que todos vieron, que la abuela miró todo desde algún rincón, desde alguna puerta, desde su rabia condenatoria a punto de ser pronunciada.

Creo de nuevo verla, vestida solo con el pantaloncito, regresando a la cama, convertida en la única luz del cuarto... Pienso que tocándola y besándola toqué y besé a todas las mujeres... Me da escalofrío imaginar que la abuela y el tío Carlos se enteren de que a la tía Nidia le gustan las mujeres y los hombres... Me sobrecoge el pavor ante la posibilidad de ser, hasta ahora, el único hombre...

Siento encima la fuerza del pecado dominándome... Pero lo que me domina es la delicia de dejarme dominar... El pecado nos une para siempre a la tía Nidia y a mí... Estoy en pecado... Siento el calor de no querer aceptar que sea pecado esa alegría, misteriosa, perfumada, en todo el cuerpo... Estoy en la oscuridad, no puedo entender...

Es eterno lo que falta para amanecer, ha pasado mucho rato y no puedo dormirme, no podré, mi cobija cae al suelo y oigo unos pies descalzos acercarse. Quien camina abre mi puerta y entra, la cierra, descarga algo en el suelo, se sienta al borde de mi cama. La tía Nidia está vestida y trae los zapatos en la mano, los pone sobre la cama, me acaricia la cara, el pecho, el estómago, me estrecha contra ella, me besa la frente, los ojos, la boca; me hace incorporarme, me abraza, nos abrazamos en abrazo de brasas, secretos en la oscuridad del cuarto, de toda la casa...

―Me voy ―dice la tía Nidia.

―No le digás a nadie que te dije ―respira en mi oído la tía Nidia.

―Me voy lejos con unas amigas... todo está listo... me están esperando ―me abraza más fuerte, me besa la tía Nidia.

―Un día volveremos a vernos ―lloran en mi cara las lágrimas de la tía Nidia.

―Te quiero ―se separa de mí la tía Nidia, coge sus zapatos, se levanta, recoge del suelo su tula liviana, me mira desde la oscuridad junto a la puerta, sale, cierra, siento sus pasos descalzos alejarse.

Oigo la puerta de la calle abriendo cerrando... imagino sus pies sobre la acera, alargando con cada paso la distancia, dejando tras ella la raya invisible de la soledad... El sonido de la puerta duele adentro, ignoro que solo yo lo oí; tengo encima doliendo el pecado con la tía Nidia porque soy el único de la familia que lo sabe... No sé si lo sé... no quisiera saberlo... que soy el único de la familia que la vio por última vez.

Lloro. El llanto me duele en la garganta. Me duele porque es miedo, y pecado, y celos de lo que no sé que sucederá en las noches de la tía Nidia.

La muerte no incumple

Bebió el último ron de un solo sorbo y dejó sobre la mesa más de lo que costaban los tres dobles que consumió. Antes de llegar a la puerta miró a mi abuelo, le dijo adiós con la mano y salió hacia la noche de luces espesas a causa de la neblina. El frío de la calle debía ser sobrecogedor, pensó el hombre del sombrero costeño. Mi abuelo pidió más trago.

―Ese muchacho va muy tarde para la casa ―dijo mi abuelo.

―¿Quién es?... ¿Dónde vive, pues? ―preguntó el hombre del sombrero costeño.

―Un solitario... Tiene que caminar mucho para llegar adonde vive, a la salida del pueblo... Carga un dolor que no tiene cura ―dijo mi abuelo, buscando otras cosas que decir para no hablar más del recién ido y para evitar que el hombre del sombrero costeño siguiera preguntando.

Este era un viejo amigo suyo que hacía algunos años se había ido a vivir a una región sabanera, cerca de la Costa, y dueño de una finca de reses y caballos en la tierra más caliente del mundo, a juicio de mi abuelo. Solía subir a Los Alpes a hacer negocios; a menudo maldecía contra el frío. Esta vez había venido por dos yeguas que mi abuelo había prometido venderle.

―¿Qué hace el muchacho?, ¿cómo se llama? ―preguntó de nuevo el hombre del sombrero costeño.

―Ricardo... Ricardo Lopera. Es un andariego y negocia con bobadas, con chécheres ―mintió mi abuelo.

―Ese joven no es para eso. Se diría que sabe de animales, como nosotros ―opinó el hombre del sombrero costeño.

―Animal sabe de animales, mi estimado amigo ―sonrió mi abuelo, que poco reía.

Bebieron.

El joven que acababa de despedirse se diluyó entre la espesura de la neblina de esa noche. Un cuarto de hora más tarde estaba entrando en la casa de su amante, que no lo esperaba, pero que lo recibió como a un resucitado luego de días desolados y congeladas noches de no verlo. Lo abrazó y lo besó, y lo amó como si quisiera reunir en una sola las noches que no lo tuvo y las que no lo tendría. Él no le habló, solo dejó que ella actuara y él lo hizo con manos y boca como si amando a esa mujer fuera la única forma de dejar dicho lo que jamás expresaría con palabras. Nada se dijeron a pesar de que se durmieron casi al amanecer, desmadejados.

Él ya no estaba en la cama cuando ella despertó. Lo buscó, impúdica, por toda la casa. Era miércoles de feria.