Peor los que quedamos - Monica Piacentini - E-Book

Peor los que quedamos E-Book

Monica Piacentini

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Beschreibung

Familias disfuncionales hay muchas, pero poco se habla de los que quedamos después de haber vivido una juventud en plena Dictadura Militar. Algunos vivimos con miedo, tratando la invisibilidad como un recurso que terminó haciéndose carne, hasta que pudimos mirarnos al espejo y gritar. Otros, hicieron un giro de 180º a la enseñanza familiar apenas se dieron cuenta de que por ahí no era el destino que querían para sí mismos, para su familia, para su país; muchos dejaron la vida en la batalla, la de adentro y la de afuera. Otros, siguieron el modelo a rajatablas y encontraron que sus antecesores tampoco habían sido felices. Esta es la historia de una familia de esas, con tres hijos que hicieron cada uno una de estas cosas, y por supuesto terminaron solos, separados y sobreviviendo una vida inconducente. Hasta que otra de las situaciones comunes que surgieron en esa malhadada época, les mostró una cara distinta, la cara de quien necesita buscarse a sí mismo y encontrarse con su pasado para poder seguir adelante. Peor los que quedamos es una obra de ficción, pero los temas que trata son los antecedentes de un país que necesita recuperar las historias reales para rescatar su destino.

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Mónica Piacentini

Peor los que quedamos

Índice
Portada
Legales
Primera parte. 1986. La partida.
Segunda parte. 1996. El regreso.

Piacentini, Mónica

Peor los que quedamos / Mónica Piacentini. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Del Nuevo Extremo, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-609-823-6

1. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

© 2022, Mónica Piacentini

© 2022, Editorial Del Nuevo Extremo S.A.

Charlone 1351 - CABA

Tel / Fax (54 11) 4552-4115 / 4551-9445

e-mail: [email protected]

www.delnuevoextremo.com

Diseño de cubierta: Caru Grossi

Corrección: Mónica Ploese

Primera edición en formato digital: septiembre de 2022

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto 451

ISBN 978-987-609-823-6

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

El dolor es el testigo de un pacto

entre el ser y su destino.

Yaco Albala

PRIMERA PARTE

1986

LA PARTIDA

1

Un aroma de flores exhaustas envenena el poco aire del ambiente. Gabriel lee las inscripciones de las coronas en letras doradas sobre violeta que revelan los nombres de los deudos: «Tus queridos hijos», «Tu amada hija y esposo», «Tus nietos». «Las damas del Rosario», «Regimiento 1 de Patricios», se detiene en una: «Tu abnegado esposo». Baja la vista hacia el piso de baldosas frías.

En el cajón de caoba, el cuerpo descarnado de agonías, enmarcado entre puntillas, que pronto serán polvo. Una orquídea entre las manos junto al rosario bendecido por el Papa en su viaje al Vaticano. Tallada en mármol, la nariz apuntando hacia un cielo al que se aferró por años.

Esa mujer, alguna vez esperanzada, había creado una familia.

*

Pía se le cruza a Gabriel por delante y borra la imagen del cajón. Haciendo un esfuerzo, levanta la vista hacia el plato lleno de sándwiches que le ofrece su hermana. «Comé. Están fresquitos», le dice. Se levanta de la silla y sin responderle camina hacia la otra habitación donde se aglomeran decenas de personas. Necesita salir, fumarse un cigarrillo, respirar un poco de aire, llorar. Apenas puede dar un paso sin que alguien lo toque, le diga algo que no quiere oír o, peor, intente abrazarlo. A duras penas consigue acercarse a la puerta. Antes de salir, gira la vista hacia el rincón donde está Juan Manuel.

El hermano mayor lo mira con el rostro duro, demasiado ajado para sus veintiocho años, partido por el sol. Gabriel piensa en aquel pendejo que se llevaba el mundo por delante con sus ganas de vivir y sacude la cabeza. Juan Manuel acaricia la cabeza de una niña que descansa sobre su regazo y que él nunca ha visto antes.

En tres zancadas sale a un patiecito de tres por tres donde agonizan unos potus descoloridos. Se traga el pucho en tres pitadas y regresa con la intención de ir a ver a su madre, pero no tiene fuerzas para volver a atravesar la marea humana y se desploma en la primera silla que encuentra. Una mano se posa suave sobre su hombro. Conoce ese calor. Lo absorbe por un momento y alza la cabeza para reconocer a la dueña.

—¿Cómo estás, Gabi? —le dice su profesora de canto de hace mil años.

Le toma la mano y se la besa.

—Gracias por venir.

—¿No te dedicás más al canto?

—No, ya no.

—¿Sabés que formé un coro?

Los ojos de Gabriel se llenan de luz por un instante.

—Me falta un tenor.

—No puedo…

—No digas nada. No es el momento. Te dejo mi tarjeta. Llamame cuando todo haya pasado.

La profesora se va, rengueando un poco tal como la recordaba, con su pelo recogido en un ínfimo rodete y bamboleando sus anchas caderas.

Gabriel mira la tarjeta en su mano. La mira hasta que dentro de ese cartoncito blanco se le aparecen las letras: María Elisa Grosso, profesora de canto. La imagen de sus compañeros de coro cantando en la sala de música del colegio lo embarga.

—¿Qué quería esa? —le lanza una voz ruda.

—Nada, pa. Nada. Solo darme sus condolencias.

Siente sobre sí la mirada de su hermano que lo invade como una oleada de calor. Se da vuelta para comprobar que Juan Manuel ni siquiera se dio cuenta de lo que pasó. El viejo vuelve a su lugar frente al ataúd repitiendo ese gesto de levantar el mentón como quien puede someter hasta el más mínimo resquicio de emoción. La mano le hace un movimiento espasmódico.

—Comete un sanguchito —lo devuelve Pía al presente.

Agarra uno y busca un aliado en su hermana. Trata al pedo de sacar una conversación:

—¿Cómo anda tu hija?

—Bien —responde ella cortante.

—Che, podés decirme algo más.

—Posiblemente la tengan que operar de nuevo —agrega Pía mientras acomoda las pilas de sándwiches dentro del plato.

—Qué macana. ¿Y el chiquito?

—Mirá, Gabriel, no son cosas de las que quiera hablar en este momento.

—Me gustaría conocerlos. A él, a la nena...

—Hubieras ido a verlos. No los tengo escondidos.

—Vos sabés cómo es mi situación.

—No, la verdad, no lo sé.

Pía da media vuelta y enfila hacia un grupo de mujeres amigas de su madre, que se hacen llamar las Damas del Rosario, y cuchichean en scrum cerrado en un rincón. Ningún cambio parece haber afectado sus rostros adustos a través de los años; de cerca quizás alguna arruga más, no demasiado visible; en la vestimenta nada: trajecitos en pied de poul de colores sobrios y polleras a media rodilla, medias de nylon casi transparentes, los infaltables mocasines de Guido con un poco de taco, y las carteras de manija corta, incómodas a más no poder, de esas que les tienen siempre el brazo apretado para arriba como si estuvieran haciendo un corte de manga. Insufribles. Y esas maneras conchetas de moverse como en cámara lenta, relojéandose entre sí para marcar si alguna se corría por algún instante del lugar beatífico donde pretenden estar.

María Adela, una de las guías del rosario de las cinco de la tarde, sale a su encuentro. Las demás la siguen, obsecuentes. Solo puede retener frases sueltas: «Qué pena lo de tu mamá», «Con cuánta fe soportó su dolencia», «De comunión diaria». «Tuvo el honor de que el padre Paunero mismo le diera la extremaunción», «Imaginate que no a cualquiera». Las otras asienten con la cabeza al escuchar la deferencia de la que había sido merecedora la difunta. Pía gesticula como si siguiera la conversación mientras se deja hipnotizar por los movimientos que las infinitas arrugas de fumadora de María Adela hacen al compás de sus palabras.

Apenas puede se escapa a la cocina del velatorio, toma un fajo de tres sándwiches, los hace un rollo y se los mete en la boca haciendo presión. Se atraganta y los escupe en el tacho de basura. Se lava la cara con el agua de la pileta. Una oleada de recuerdos la invade: su madre vistiendo a las muñecas, haciéndole tirabuzones en los rulos, decorando con brillantina sus cuadernos de escuela.

Sale de la cocina e intenta acercarse a Juan Manuel, pero está escudado por sus compañeros de militancia y cambia de rumbo. Mira hacia donde está su padre y lo ve cercado por sus compañeros de armas. Imposible encontrar un grupo donde pertenecer. Deja la bandeja por cualquier lado y se pone a llorar. Unas cuantas personas la rodean de frases hechas y le ponen en la mano un vaso de agua. Se escabulle como puede y vuelve al refugio de la cocina.

Como si hubiesen recibido una orden secreta, los amigos de Juan Manuel se levantan, se miran entre ellos (caras serias, secas, algunas marcadas por el dolor, otras calcando gravedad).

—Nos vemos, che.

—Sí. Gracias por venir. Yo sé lo difícil que es.

—Teníamos que estar.

—¿Vas a volver?

—Hay que ver.

—En mi casa hay lugar.

—Gracias.

—Te dejo el mate.

Abrazos, palmadas, adioses y el círculo que lo rodeaba se transforma en un espacio vacío. Agarra la pava y se va hacia la cocina a calentar más agua. En la puerta ve a su hermana secándose las lágrimas.

—Comé algo; estás reflaco —le sugiere Pía.

—Vos… preocupate de lo que te tenés que preocupar.

—¿Y qué sabés vos de lo qué me tengo que preocupar?

Juan Manuel aprieta los labios y le pide disculpas.

—Llevate uno para la nena.

—Se llama Daniela —le dice señalándola con el mentón.

—Llevale uno a Daniela —dice Pía con voz conciliadora—. Yo te caliento el agua.

Agarra un sándwich y unas servilletas de papel, le pone la mano en el hombro por un instante y se vuelve al rincón donde su hija construye un búnker con sillas y almohadones.

—¿Querés comer algo?

—Tengo sueño, papi —le contesta y le hace señas para que se siente a su lado. Se acuesta y vuelve a apoyar la cabeza sobre sus piernas.

También el círculo de oficiales comienza a despejarse. El coronel se acerca al cajón. Durante las últimas semanas veló la agonía de su mujer en silencio; con bronca, pero en silencio. Ella prefirió ocultarle la enfermedad a él y a todos. Había complotado con los médicos para mantenerlo ignorante hasta que ya fuera demasiado tarde. Podrían haberla tratado en cualquier parte del mundo, con los mejores oncólogos. Pero no. Ni una palabra hasta que los dolores se hicieron insoportables. Ningún calmante para paliar su agonía. Cuando le preguntó por qué, le dijo que eso le calmaba otros dolores que ya no podía soportar.

Una vecina viene a despedirse, interrumpiendo sus cavilaciones. «Bueno, ahora tiene que hacerse fuerte. Menos mal que tiene a sus hijos. Todos juntos de nuevo…». «Sí, sí, gracias», la corta.

*

Para las cuatro de la mañana solo quedan ellos. Pía cierra la puerta y se acurruca en un sillón. Se duerme con la imagen de su padre parado frente al cajón, las manos juntas sobre la espalda, la barbilla en alto. Parece una estatua de piedra.

Gabriel se arrima a su hermano a saltos de silla, hasta que quedan enfrentados.

—¿Te pensás quedar?

—Solo hasta que termine de hacer unas cosas.

—¿Dónde estás parando?

—Con la madre de Marina.

—Nunca te di mis condolencias.

—Nunca te las pedí.

—Sí, siempre te las arreglás solo.

Juan Manuel lo mira como si fuera una cucaracha y dudara en pisarla o dejarla vivir. Gabriel, en cambio, no duda, se levanta de la silla y se va a buscar el menos duro cobijo de un sillón de cuerina cuarteada y un almohadón asqueroso que se pone entre el brazo y la mejilla. Mientras piensa que más de una veintena de personas apoyaron el culo ahí mismo, se queda totalmente dormido.

*

A la mañana temprano la casa de velatorios empieza a llenarse de gente. Para las diez es una romería. Cuando Pía abre los ojos vuelve a ver la imagen de su padre frente al cajón.

—¿Me dormí? —le pregunta a Gabriel que va por el tercer café—. ¿Qué hace papá ahí?

—Estuvo así toda la noche.

—¿Y aquel hizo lo mismo? —dice Pía apuntando a Juan Manuel que sigue con la cabeza de la hija apoyada entre sus piernas adormecidas.

A las once unos individuos de traje negro y portafolios llegan para sellar el cajón:

—Señor, tenemos que cerrar. Le pedimos que se retire, por favor.

El coronel ni se inmuta. Gabriel se acerca a su padre.

—Señor —le repiten los hombres.

Los mira con fastidio. Gira la cabeza y descubre a Gabriel a su lado. Busca con la mirada a su hijo mayor. Juan Manuel apoya la cabeza de Daniela sobre un almohadón y acude en su ayuda. Lo toma del brazo y siente en sus manos el peso del esfuerzo de las horas pasadas. Lo ayuda a arrastrarse hasta una silla y lo sienta.

—¿Querés algo?

El coronel lo agarra de la campera por el pecho y le dice con voz ronca:

—Me abandonó.

2

Un atardecer lánguido acompaña el regreso de la familia a la casa de la calle Arce. La bóveda familiar va a conservar los restos de su madre junto a los demás Achaval de la Serna que la han precedido.

Una acalorada discusión se había abierto entre los que estaban a favor de respetar el pedido explícito de su madre de ser cremada y los que, a pesar de eso, temían la condena eterna por el pecado de quemar el cuerpo. «Cómo se va a poner en riesgo el alma de un ser tan noble y bueno por ese único desliz», fue la opinión categórica de la comunidad religiosa a la que la mujer se había entregado en vida, y que la había acompañado hasta sus últimos momentos. «Tenga en cuenta cuánto deseaba ella ser recibida por Jesús en las puertas del Cielo», le dijeron a su esposo. «No se fije en esa debilidad del final», «No vaya a ser que usted también reciba el castigo de Dios», «Cumpla con su deber de cristiano». Juan Manuel bregaba por que se cumpliera la voluntad de su madre, Pía discutía acaloradamente sobre el respeto por las doctrinas y Gabriel trataba de apaciguarlos y solo lograba echar más leña al fuego. Al final, cuando Pía lo obligó a emitir su opinión, solo pudo decir que no sabía. Estuvieron a punto de golpearlo. En realidad, él no sabía qué creer, dijo, y la empeoró con la mala ocurrencia de que no sabía si la mamá iba a ir al cielo. «¿Qué es ir al cielo?». El coronel acalló la insipiente discusión con un duro «esas dudas son inaceptables». Gabriel se dio cuenta de la similitud que había entre los bandos y se retiró con sus «inaceptables» dudas a su cuarto.

Finalmente su padre siguió el consejo religioso. Difícil saber si por convencimiento o por temor al Dios del amor que prohibía todo, la cuestión es que le negó por última vez la posibilidad de decidir sobre su propio destino. Quizás el olor a carne quemada todavía le asqueara la memoria.

*

Gabriel mira por la ventana hacia el jardín donde solo medio pino parece resistir el paso del tiempo y se asombra al ver que el viejo gomero que se apoya sobre el muro todavía tiene clavadas las tablas de madera que usaban para treparlo cuando eran chicos. Las latas de pintura aún siguen oxidándose bajo la mesa de ping-pong carcomida por las termitas, y la hiedra rojo borgoña, deja caer sus hojas sobre el pasto.

Un hombre rubio, de mediana estatura, con algunos kilos de más, pero todavía atractivo, desciende la escalera que lleva a los dormitorios de la planta alta; tiene un niño de unos dos años dormido en sus brazos. Se detiene ante Pía y amaga a dejárselo. Ella cierra los ojos como si se resignara y Edoardo sigue de largo y se sienta en el sillón.

—¿Es tu hermano mayor? —le pregunta a su mujer con un marcado acento brasileño, cuando ve a Juan Manuel—. ¿Viene a compartir la cena con todos?

—No creo —dice Pía—. No va a dejar sola a Daniela.

—¡Qué pena, Dodi tiene muchas ganas de conocer a su prima!

—Mejor que no se entusiasme demasiado. Con mi hermano nunca se sabe.

—Son familia, ¿no?

Pía lo mira con un mohín de desaprobación.

—Voy a ver si el viejo necesita algo.

—No sabía que Pía se había vuelto tan servicial —le dice Gabriel a su cuñado tratando de iniciar una conversación. —¿Te gusta Buenos Aires?

—Me gusta, sí, me gusta mucho esta ciudad. El tango también, pero a Pía no.

—¿Fue difícil para ella? Digo, el desarraigo.

—Puede ser. Ella no está bien en ningún lugar.

—Me dijo que a la nena la van a tener que operar de nuevo. ¿Con quién se quedó?

—Con mis padres. Tenían que hacerle más análisis. Los médicos hallan que esta cirugía va ser definitiva. Que podrá comenzar a hacer una vida normal. Tiene un alma muy luchadora.

—¿Creés en el karma, Edoardo?

—¡Qué pregunta extraña para una familia tan católica! Yo tengo certeza. Pero no puedo hablar de eso con tu hermana, se pone maluca —le dice Edoardo girando el dedo sobre su sien—. ¿Y vos?

—No sé. Conozco a alguien que cree que venimos a este mundo a aprender algo, y que si no lo aprendemos en una vida, tenemos que volver y volver hasta que lo aprendamos. Triste, ¿no? Yo debo ir por la vida número veinticinco mil cuatrocientas y sigo sin saber para qué estoy acá.

—Hallo que no debe ser tan difícil, Gabriel.

El niñito se despierta y empieza a desperezarse. Abraza a su padre con una ternura infinita y lo llena de besos. Gabriel lo mira con admiración.

—Lo querés mucho.

—Es la luz de mis ojos. No puedo explicar la felicidad que me hace sentir. Ojalá Pía pudiese sentir así, pero para ella lo divino tiene que ser perfecto. Dodi, saúda al tío Gabriel.

Gabriel alza al pequeño y se queda mirando sus ojitos rasgados y la abultada lengua que le impide hablar con claridad.

Pía llama a la puerta del dormitorio del coronel pero no tiene respuesta. Apoya la oreja sobre la puerta y escucha un murmullo. La abre despacio y ve a su padre sacudido por espasmos de llanto. Nervioso por no poder desatar el nudo del cordón del zapato, se lo saca del talón y lo revolea contra el placar. El espejo de atrás de la puerta rezonga, acostumbrado.

—¿Querés algo? —le dice para hacerle saber de su presencia.

Es la primera vez que Pía ve llorar a su padre. Una congoja extraña le aprieta el pecho y las sienes. Se sienta en la cama junto a él y trata de ponerle la mano sobre el hombro, pero él la rechaza enseguida.

—¿Qué hacés acá?

—Quería saber si necesitabas algo.

—No tenés nada que hacer acá.

Pía sale de la habitación y baja la escalera llorando. Edoardo y Gabriel la miran sorprendidos:

—¿Está mal el viejo? —pregunta Gabriel.

—Jamás lo vi así.

—Así cómo.

—Llorando.

Un silencio incómodo taladra a los hermanos. Lo rompe Edoardo con su comentario:

—Es humano, ¿no?

Gabriel y Pía se miran entre ellos como si hubiesen escuchado algo que choca contra su creencia más profunda.

3

—¿Querés comer algo, Juan Manuel?

—No, gracias.

Marta acaricia la cabeza de su nieta ya casi dormida sobre la mesa de la cocina.

—Hay que acostarla.

—Sí —responde Juan Manuel y en un instante se interpone entre ambas y levanta a la niña en sus brazos. La lleva al dormitorio que perteneció a Marina, su mujer, su compañera de la secundaria, su amiga, su revolución interior. Con una mano separa el acolchado y la acuesta. Le saca las zapatillas y las medias, y la arropa.

La madre de Marina lo mira hacer desde la puerta.

—Yo nunca pude volver a entrar —le dice—. La señora limpia de vez en cuando. Está igual que cuando venían después del colegio.

—No. Igual no —le responde Juan Manuel después de echarle una ojeada a la biblioteca y al escritorio.

—Tenés razón, se llevaron muchas cosas. Pero dejaron esto. Vení.

Marta lo lleva a su dormitorio y abre un cajón de la mesita de luz. Saca una foto Polaroid bastante deteriorada y se la da.

Juan Manuel la mira un rato y pasa el dedo sobre la cara de una adolescente vestida con una blusa hindú y un jean gastado. Un par de trenzas le coronan las sienes y hace que su ensortijado pelo no le tape los ojos claros.

—A Marina le gustaba tanto…

—Le gustaba tanto —repite Juan Manuel sin pensar a qué se refiere la mujer.

—¿Sufrió mucho?

—No —responde categórico—. Mañana me tengo que levantar temprano, mejor me voy a dormir.

—Algún día vas a tener que decirme. Algún día quiero saber la verdad.

—Lo dudo.

Vuelve al cuarto de Marina, escucha la respiración profunda de Daniela y prende el velador, se sienta en la cama junto a ella y se la queda mirando.

*

Pañuelos blancos sin rostros y miles de fotografías tapizan los pasillos de la sede de la calle Piedras. Un flaco de la edad de Juan Manuel lo hace pasar a un cuarto diminuto donde no hay más mobiliario que un par de sillas y una mesa de bar.

—¿Por quién decís que venís?

—Marina Cohen.

—Llená esto y esperá que ahora vienen a atenderte —le dice dejando en sus manos una fotocopia del formulario.

Juan Manuel se sienta en una de las sillas y alisa el papel de arrugas inexistentes. Lee un montón de preguntas y mira los recuadros donde tendría que dejar expuesta una parte de su vida que quisiera olvidar; juega con la birome que hay sobre la mesa y trata de concentrarse. «Hijos». Empieza a llenar el casillero con fuerza, con bronca, se va de los límites, tacha todo, hasta que el papel se rompe; lo hace un bollo y lo tira a un rincón.

Una de las madres encargada de recepcionar los pedidos de búsqueda de familiares entra en el cuartito con una sonrisa en los labios. Apenas tiene tiempo para abrir la boca y salirse de la puerta para evitar que Juan Manuel la atropelle en su huida.

Baja hasta Paseo Colón y cruza como un loco. Se toma el primer colectivo que encuentra, el 29, y se tira en el último asiento. Después de días de insomnio, el traqueteo lo mece y se queda dormido. Una frenada violenta lo despierta a la altura de la ESMA. Se baja y empieza a caminar hacia las rejas. Las sacude, ajeno a los soldados que le apuntan y le ordenan que se retire. No le importa. Llora. Un oficial se acerca a la entrada y hace señas para que bajen las armas y abran la puerta. Con fuerza pero sin lastimarlo desprende las manos de Juan Manuel de las rejas y lo ayuda a sentarse en el piso. No puede parar de llorar. Él lo agarra del uniforme y lo mira a los ojos:

—¿Por qué? —dice Juan Manuel entre hipos—. ¿Por qué?

*

Un suboficial le hace la venia al padre de Juan Manuel y lo conduce a un salón. Le pide que se siente. El coronel está exaltado, exige que le dejen ver a su hijo. El suboficial se excusa, dice que no tiene autoridad suficiente. Le pide que espere.

Solo, en medio de la sala llena de muebles vetustos y cuadros obsoletos, con el rostro crispado por el nerviosismo, no tiene más remedio que aguardar. «Lo esperaba todo de vos y mirá lo que me hacés». «Si no te hubieses dejado engañar por la putita esa».

—Tedeschi —lo interrumpe una voz que lo exaspera—. ¿Vos de nuevo por acá?

—Quiero que me devuelvas a mi hijo. Ahora.

—¿Otra vez? Lo perdés seguido. No sabés manejarlo. Recién vuelve de esa islota comunista y ya anda haciendo quilombo.

—Gamberra, no jodás. Traelo y me voy.

El contraalmirante se aligera el cuello con el dedo y camina hacia la ventana.

—Vos sabés que no puedo dejarlo ir así nomás. Hay procedimientos.

El coronel se aferra al escritorio y lo golpea con una expresión de furia. Antes de que la bronca lo deje hablar, Gamberra agrega:

—Cuidado, no estás en condiciones de exigir nada… —y sigue como al pasar—: ¿Y tu nieta?

—¿Qué querés, Gamberra? ¿No pagué lo suficiente?

—Nunca es suficiente… Me dijeron que hace poco falleció tu esposa. ¿Estaba enferma?

—Cáncer.

—Qué lástima, che. Tan buena mujer. Mis condolencias.

—Dejame llevarme al pibe —dice el coronel practicando un tono conciliador.

—No puedo. Vos sabés. Estamos esperando que lleguen unos muchachos de la SIDE. Quieren conversar con él sobre sus trabajos en Cuba.

—Los tiempos cambiaron, Gamberra. Estamos en democracia.

El contraalmirante, después de lanzar una carcajada, lo mira con descaro y le dice:

—Los tiempos pueden haber cambiado, pero la gente sigue siendo la misma. ¿O vos cambiaste? ¿O ya te olvidaste? No es lo mismo cuando te tocan a tu hijo. ¿Verdad?

—No lo podés retener…

—Es solo una charla informal. Después de todo, él fue el que vino a tocarnos el timbre.

—Ya está hecho mierda. Es lo único que me queda.

—Y tu nieta —afirma con intención Gamberra.

—¿Qué te pasa con mi nieta?

4

Gabriel da vueltas alrededor de la casa como un perro enjaulado. Hace horas que el viejo se fue después de la llamada. Elsa, la empleada que está con la familia desde hace años, lo mira con ternura.

—Siempre el mismo vos. Dejá de preocuparte. Ya va a volver. Vení que te hago algo de comer y me contás un poco de tu vida. Hace tanto que no viene nadie por acá.

La acompaña a la cocina y recorre con la mano la vieja mesa de los desayunos. Es lo único que reconoce. Ningún otro mueble o artefacto es el mismo de cuando él vivía allí. Los viejos azulejos decorados dieron paso a unos cerámicos marrones que solo el mal gusto de los 80 pudo poner de moda.

—Tu mamá andaba siempre hablando de ustedes.

—¿En serio?

—Y de qué otra cosa iba a hablar.

—No sé, de las cosas que pasaban en la iglesia, supongo. O de las fiestas que tenía que organizar.

—La iglesia era un lugar a donde podía ir a llorar sin que la vieran. ¡Sufría tanto esa mujer!

—Pero no hacía nada.

Elsa le pega un coscorrón como cuando era chico.

—Faltale el respeto nomás.

—Y si es verdad. Nunca hizo nada. Vos nos defendías más que ella.

—Tu papá es un hombre jodido, pero ella le tenía mucho respeto.

—¡¿Respeto?! Cagazo le tenía, como todos nosotros.

—¿A quién le tenemos respeto? —pregunta Pía desde la puerta de la cocina—. Si van a hablar de algo interesante no me dejen afuera.

—Al viejo —dice Gabriel tomando el plato de comida que le pasa Elsa.

—¿Volvió?

Ambos niegan con la cabeza.

—Para mí que Juan Manuel hizo una de las suyas —dice Pía.

—Cortala vos con Juan Manuel. ¿Qué es? ¿El diablo?

—Cerquita. Elsa, ¿no me preparás uno a mí también? Y vos dejá de poner cara de compungido cada vez que te dicen algo.

Gabriel la mira de soslayo y sigue comiendo.

—Qué cariñoso es tu marido, Poli. Tenés una familia muy linda —dice Elsa para cambiar de tema.

—¡Poli! ¿Sabés cuánto hace que nadie me llama así? Sos una diosa, Elsita. Te voy a llevar conmigo a San Pablo.

—Allá tenés quien te cuide y te mime.

—Eso es lo que vos creés. Es lo que todos creen.

Elsa y Gabriel se la quedan mirando a la espera de una explicación que no llega.

5

—¿Qué te pasa, che? Despertate.

Juan Manuel, acostado en bolita sobre el piso, no reacciona. El cabo se acerca a la puerta y llama a dos cadetes. Entre los tres lo enderezan y logran sentarlo en una silla. Un par de cachetazos lo devuelven a la vigilia.

—¿Dónde está? ¡¡¡Marina!!! —grita desaforado, tratando de zafarse de las manos que lo atenazan.

Dos hombres de traje negro entran en la habitación.

—Está bien, cabo, nosotros nos hacemos cargo.

—¿Está seguro, señor?

—Claro. ¿No es cierto, Tedeschi, que está todo bien? —dice el tipo mirando los papeles del exmontonero.

Juan Manuel se frota la cara y se seca un hilo de baba que le corre por la barbilla. Asiente con la cabeza y se queda solo con los hombres.

—¿Qué hacés acá?

—Vine.

—Empezamos mal.

Juan Manuel los mira con sorna. Sabe cómo es eso. Pero no encuentra fuerzas para enfrentarlos.

—Vine al funeral de mi madre.

—De tu madre. ¡Qué bien que habla! —le comenta a su compañero—. ¿Cuándo falleció la occisa?

—«Mi madre» murió la semana pasada.

—Y ¿qué más viniste a hacer?

—Nada.

—¿Te vas a quedar?

—No.

—¿Viniste solo?

—No.

—¿Con quién estás?

—Con mi hija.

—¿Tenés una hija? —dice uno y le hace un guiño a su compañero—. Tiene una hija.

Juan Manuel lo mira.

—¿Cómo se llama?

—Daniela. Daniela Tedeschi.

—¿Cuándo nació?

—El 10 de noviembre de 1978.

—¿Dónde?

Juan Manuel recuerda el centro de detención donde Daniela había venido al mundo. Sobre el piso sucio, unas compañeras detenidas que no tenían idea de qué hacer, habían ayudado a su madre a parir, mordiendo un trapo para tapar los gritos. Débil, agotada, vencida, Marina había logrado sacar una cabecita roja a través de su sexo, ese que él tantas veces había besado, lamido, hurgado.

—En Corrientes —responde.

6

Tirado en la cama del cuarto que usó hasta que se fue de la casa, Gabriel hace rebotar una pelota de tenis contra el techo una y otra vez. De vez en cuando desvía la mirada hacia el reloj despertador que hay sobre la mesita de luz.

La pelota le cae en el medio de la cara y el golpe lo despabila. Se levanta como resorte y busca en el bolsillo de su pantalón. La tarjeta arrugada le saca una sonrisa. Duda unos instantes pero toma el teléfono.

—Hola… Hola…

—¿Profesora?

—Sí. ¿Quién habla?

—Soy Gabriel. Gabriel Tedeschi.

—Gabi. ¡Hola! Qué bueno que hayas llamado. ¿Cómo estás?

—Bien. El otro día me dijo que necesitaba un tenor.

—¿Por qué no te venís y charlamos un ratito? ¿Te acordás de mi dirección?

—Sí.

—Venite.

—¿Ahora?

Gabriel se mira en el espejo. Tiene veintitrés años y hace ocho que su padre le prohibió participar del coro de la escuela. Le tiemblan las piernas. Abre la boca y entona una escala. La repite un par de veces hasta que la voz le responde. Sabe que le costará recuperarla. Más animado, se cambia la remera, se echa desodorante, se pasa las manos para aplastar un poco el pelo enmarañado y se pone una campera.

Elsa está jugando con Dodi en la sala. Gabriel baja la escalera como si fuera un ladrón y sale sin despedirse. En la calle, una ráfaga de viento lo despeja y sonríe como si fuera a tener una cita.

Cuando llega a la casa de la profesora, la abraza por un momento y se retrae abochornado.

—Vení acá, grandulón.

La abraza de nuevo y esta vez se permite sentir el cariño de esa mujer que lo trató tan bien en su adolescencia.

—Gracias por venir. Digo, al velorio.

—Vamos a hablar de otras cosas, Gabi. Tenemos mucho que hacer. ¿Sabe tu papá que viniste?

—No.

—Mejor.

Lo toma de la mano y lo lleva hasta el piano. El viejo PH de Coghlan donde pasó largas tardes después del colegio sigue guardando el mismo olor. Los cuadros, los muebles, las fotografías, los adornos, cajitas, floreritos, estatuillas parecen flotar en el tiempo. Nada cambió. El grueso cortinado de terciopelo verde cuelga sobre las ventanas y los paneles de hueveras de cartón con los que separa los sonidos del canto de la molestia de sus vecinos envejecen en las paredes al mismo ritmo que el empapelado. Una foto tras otra le llaman la atención.

—¿Te acordás de Fabián y de Sandra? —le pregunta la profesora.

—¿Están en el coro?

Elisa sonríe y le cuenta que ambos siguieron la carrera en el conservatorio. Fabián se recibió de director de coro y Sandra está terminando el último año de concertista de piano, además de estudiar canto con un maestro.

—Juntos formaron un coro de exalumnos de tu camada y algunos otros y se reúnen todos los sábados en el anfiteatro de la escuela. Ya se presentaron en varios espectáculos.

Gabriel levanta otra foto y Elisa acaricia el marco. Son los egresados del 81. Allí están sus compañeros: los que lo admiraban por lo bien que cantaba y los que lo trataban de rarito y le hacían la vida imposible.

—Muchas veces me preguntan por vos; tienen ganas de verte. Eras un ídolo para ellos.

—¿Yo?

—Los demás siempre nos ven distinto de cómo creemos que somos.

Gabriel se queda mirando la foto.

—Fue una buena época.

—¿Estás preparado para volver a cantar?

—Me gustaría.

—Entonces empecemos.

La profesora se sienta al piano y comienza a tocar algunas escalas. Gabriel se deja llevar por las notas y, poco a poco, se va acercando a ese estado de felicidad al que la vibración de su garganta lo transporta. Un estado de levedad lo lleva hasta las gradas donde cantaba junto con esos chicos y chicas que la foto le trajo a la memoria. «Eras un ídolo para ellos». Esta vez todo va a ser diferente... Un dolor en el pecho lo hace callar. Se estira la ropa tratando de liberarse de lo que lo oprime.

—Me tengo que ir —dice de repente—. Me tengo que ir.

Elisa lo mira salir a las corridas, encorvado, sin decir una sola palabra. Cuando está en la puerta se da vuelta y le grita un «si puedo vengo el sábado».

Ella vuelve a su piano y toca en las teclas amarillas los compases del andante de Elvira Madigan como si fueran un mensaje en clave.

7

—¿Volvió el viejo? —pregunta Gabriel apenas Pía abre la puerta.

—No. Pero llamó hace un rato. Deben de estar por llegar.

—¿Deben?

—Sí, no te dije que todo el quilombo era por Juan Manuel. ¿Y vos dónde te habías metido?

—¿No tenés que ir a misa?