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Poemas que se disfrutan aleatoriamente, más que poemas: narraciones, visiones urbanas, conjuros o críticas ácidas. Como dijo el propio Baudelaire: "Quite usted una vértebra y los fragmentos de esta tortuosa fantasía volverán a unirse sin esfuerzo". Se trata de cincuenta poderosos textos, absolutamente innovadores, que se pueden leer como puerta de entrada o contra cara de las famosas "Flores del mal". Este libro contiene la nueva forma poética explorada por Baudelaire que constituyó una revolución estilística y marcó el camino de toda la poesía moderna.
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Seitenzahl: 129
Veröffentlichungsjahr: 2018
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–¿A quién quieres más, hombre enigmático, dime, a tu padre, a tu madre, a tu hermana o a tu hermano?
–Ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano tengo.
–¿A tus amigos?
–Usas una palabra cuyo sentido, hasta hoy, no he llegado a conocer.
–¿A tu patria?
–No sé en qué latitud está situada.
–¿A la belleza?
–Bien la querría, ya que es diosa e inmortal.
–¿Al oro?
–Lo detesto como ustedes detestan a Dios.
–Pues ¿a quién quieres, extraordinario extranjero?
–Quiero a las nubes... a las nubes que pasan... por allá... ¡a las nubes maravillosas!
La viejita arrugada se sentía llena de alegría al ver a la linda criatura festejada por todos, a quien todos querían agradar; aquel lindo ser tan frágil como ella, viejecita, y como ella también sin dientes ni cabellos.
Y se acercó para hacerle fiestas y gestos agradables. Pero el niño, espantado, forcejeaba cuando lo acariciaba la pobre mujer decrépita, llenando la casa de aullidos. Entonces la viejita se retiró a su soledad eterna, y lloraba en un rincón mientras decía: “¡Ay! Ya pasó para nosotras, hembras viejas, desventuradas, el tiempo de agradar aun a los inocentes; ¡y hasta causamos horror a los niños pequeños cuando vamos a darles cariño!”
¡Qué penetrante es el final del día en otoño! ¡Ay! ¡Penetrante hasta el dolor! Pues hay en él ciertas sensaciones deliciosas, no por vagas menos intensas; y no hay punta más acerada que la de lo infinito.
¡Delicia grande la de ahogar la mirada en lo inmenso del cielo y del mar!
¿Soledad, silencio, castidad incomparable de lo pálido! Una vela chica, temblorosa en el horizonte, imitadora, en su pequeñez y aislamiento de mi existencia irremediable, melodía monótona de la marejada, todo eso que piensa por mí, o yo por ello, ya que en la grandeza de la divagación el yo rápido se pierde; piensa, digo, pero musical y pintorescamente, sin mentiras, sin silogismos, sin deducciones.
Tales pensamientos, no obstante, salgan de mí, o surjan de las cosas, cobran velozmente demasiada intensidad. La energía en el placer crea malestar y sufrimiento positivo. Mis nervios, demasiado tirantes, no dan más que vibraciones chillonas, dolorosas.
Y ahora la profundidad del cielo me acongoja; me exaspera su limpidez. La insensibilidad del mar, lo inmutable del espectáculo me subleva... ¡Ay! ¿Es imprescindible eternamente sufrir, o huir de lo bello eternamente? ¡Naturaleza encantadora, despiadada, rival siempre victoriosa, déjame! ¡No tientes más a mis deseos y a mi orgullo! El estudio de la belleza es un duelo en que el artista da gritos de terror antes de caer vencido.
Era la explosión del año nuevo: caos de barro y nieve atravesado por mil carruajes, centelleante de juguetes y bombones, hormigueante de codicia y desesperación: delirio oficial de una ciudad grande, hecho para perturbar el cerebro del solitario más fuerte.
Entre todo aquel barullo y estruendo trotaba un asno activamente, arreado por un mamarracho que empuñaba el látigo.
Cuando el burro iba a traspasar la esquina de una acera, un señorito enguantado, charolado, cruelmente acorbatado y aprisionado en un traje nuevo, se inclinó, ceremonioso, ante el humilde animal, y le dijo quitándose el sombrero: “¡Se lo deseo bueno y feliz!” Después se dio vuelta con aire fatuo hacia no sé qué camaradas suyos, como para rogarles que añadieran aprobación a su broma.
El asno, sin ver al gracioso, siguió corriendo celosamente hacia donde lo llamaba el deber. A mí me asaltó súbitamente una rabia inconmensurable contra aquel magnífico imbécil, que me pareció concentrar en sí todo el ingenio de Francia.
Una habitación parecida a una divagación, una habitación verdaderamente espiritual, de atmósfera quieta y teñida levemente de rosa y azul. En ella el alma toma un baño de pereza aromado de pesar y de deseo. Es algo crepuscular, azulado, colorado; un ensueño de placer durante un eclipse.
Tienen los muebles formas alargadas, postradas; languidecentes. Tienen los muebles aire de soñar; quizás dotados de vida sonambulesca, como vegetales y minerales. Hablan las telas una lengua muda, como las flores, como los cielos, como las puestas de sol.
Ninguna abominación artística en las paredes. En relación con el sueño puro, con la impresión no analizada, el arte definido, el arte positivo, es blasfemia. Aquí todo tiene la suficiente claridad, la deliciosa oscuridad de la armonía.
Un olor infinitesimal, exquisitamente elegido, al que se mezcla una levísima humedad, nada en la atmósfera donde mecen al espíritu adormilado sensaciones de invernadero.
Llueve abundante muselina delante de las ventanas y delante de la cama; se derrama en cascadas níveas. En la cama está acostado el ídolo, la soberana de los ensueños. Pero ¿cómo está aquí? ¿Quién la trajo? ¿Qué virtud mágica la instaló en este trono de ensueño y de placer? ¿Qué importa? ¡Ahí está! La reconozco.
Esos son los ojos cuyo ardor atraviesa el crepúsculo, miras sutiles y tremendas que reconozco en su malicia espantosa. Atraen, subyugan, devoran las miradas del imprudente que las contempla. A menudo estudié esas estrellas negras que imponen curiosidad y admiración.
¿A qué demonio benévolo debo adorar así, rodeado de misterio, de silencio, de paz y de perfumes? ¡Oh beatitud! Lo que solemos llamar vida aun en su más dichosa expansión, nada tiene de común con la vida suprema, que ahora conozco y saboreo minuto a minuto, segundo a segundo.
¡No! ¡Ya no hay minutos, ya no hay segundos! Desapareció el tiempo; reina la Eternidad, una eternidad de delicias. Pero un golpe terrible, pesado, resuena en la puerta, y, como en sueños infernales, me ha parecido recibir un golpe de azadón en el estómago.
Luego entró un espectro. Es un alguacil que viene a torturarme en nombre de la ley, una infame concubina que viene a dar gritos de miseria y a echar las liviandades de su existencia sobre los dolores de la mía, o el ordenanza de un director de periódico que viene a pedir más original.
La habitación paradisíaca, el ídolo, la soberana de los ensueños, la Sílfide, como decía Renato el grande, toda aquella magia desapareció al golpe brutal del espectro.
¡Horror! ¡Ya recuerdo!, ¡ya recuerdo! ¡Sí! Este desván, esta morada del Eterno hastío, es la mía. ¡Éstos son los muebles necios, polvorientos, desarmados; la chimenea sin llama y sin ascua, mancillada por los escupitajos; las tristes ventanas llenas de polvo en que trazó surcos la lluvia; los manuscritos llenos de tachones, sin terminar; el calendario en que el lápiz marcó las fechas siniestras!
Y este perfume de otro mundo, del que me embriagué con sensibilidad perfeccionada, ¡ay!, fue reemplazado por un fétido olor a tabaco, mezclado con no sé qué nauseabundo moho. Aquí se respira ahora lo rancio de la desolación.
En este mundo estrecho, pero saturado de repugnancia, sólo un objeto conocido me sonríe: la ampolla de láudano, vieja y terrible amiga, como todas las amigas; ¡ay!, fecunda en caricias y traiciones.
¡Ah, sí! El tiempo reapareció; el tiempo reina ya como soberano; y con el horrible viejo volvió toda su compañía de recuerdos, dolores, espasmos, miedos, angustias, pesadillas, cóleras y neurosis.
Les aseguro que ahora los segundos están acentuados fuertes y solemnemente; que cada uno al saltar del reloj dice: “¡Soy la Vida, la insoportable, la implacable Vida!” No hay más que un segundo en la vida humana que tenga por misión el anuncio de una buena nueva, la buena nueva que a todos les causa inexplicable miedo. ¡Sí, el Tiempo reina; ha recobrado la dictadura brutal. Me espolea como a un buey, con su doble aguijón: “¡Vamos, borrico! ¡Suda, esclavo! ¡Vive condenado!”.
Bajo un amplio cielo gris, en una vasta llanura polvorienta, sin caminos, ni césped, sin un cardo ni una ortiga, tropecé con muchos hombres que caminaban encorvados.
Llevaba cada cual, a cuestas, una quimera enorme, tan pesada como un saco de harina o de carbón, o la mochila de un soldado de infantería romana. Pero el monstruoso animal no era un peso inerte; envolvía y oprimía al hombre con sus músculos elásticos y poderosos; se prendía con sus dos vastas garras al pecho de su montura, y su cabeza fabulosa dominaba la frente del hombre, como uno de aquellos cascos horribles con que los guerreros antiguos pretendían aumentar el terror de sus enemigos.
Interrogué a uno de aquellos hombres preguntándole a dónde iban de aquel modo. Me contestó que ni él ni los demás lo sabían; pero que, sin duda, iban a alguna parte, ya que los impulsaba una necesidad invencible de andar.
Observación curiosa: ninguno de aquellos viajeros parecía irritado contra el furioso animal colgado de su cuello y pegado a su espalda; se podría decir que lo consideraban como parte de sí mismos. Ninguna desesperación mostraban tantos rostros fatigados y serios; bajo la capa árida del cielo, hundidos los pies en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo mismo, caminaban con el perfil resignado de los condenados a esperar siempre.
Y el cortejo pasó junto a mí, y se hundió en la atmósfera del horizonte, por el lugar donde la superficie redondeada del planeta se esquiva a la curiosidad del mirar humano.
Me obstiné unos instantes en querer penetrar el misterio; pero pronto la irresistible indiferencia se dejó caer sobre mí, y me quedé profundamente más agobiado que los otros con sus abrumadoras quimeras.
¡Qué admirable día! El vasto parque desmaya ante la mirada abrasadora del sol, como la juventud bajo el dominio del Amor. El éxtasis universal de las cosas no se expresa por ningún ruido; las mismas aguas están como dormidas. Al contrario de las fiestas humanas, ésta es una orgía silenciosa.
Podría decirse que una luz siempre en aumento da a las cosas un centelleo cada vez mayor; que las flores excitadas arden en deseos de rivalizar con el azul del cielo por la energía de sus colores, y que el calor, haciendo visibles los perfumes, los levanta hacia el astro como humaredas.
Pero entre el gozo universal he visto un ser afligido. A los pies de una Venus colosal, uno de esos locos artificiales, uno de esos bufones voluntarios que se encargan de hacer reír a los reyes cuando el remordimiento o el hastío los obsesiona, emperifollado con un traje brillante y ridículo, con tocado de cuernos y cascabeles, acurrucado junto al pedestal, levanta los ojos arrasados en lágrimas hacia la inmortal diosa.
Y dicen sus ojos: “Soy el último, el más solitario de los seres humanos, privado de amor y de amistad; soy inferior en mucho al animal más imperfecto. Hecho estoy, sin embargo, yo también, para comprender y sentir la inmortal belleza. ¡Ay! ¡Diosa! ¡Ten piedad de mi tristeza y de mi delirio!
Pero la Venus implacable mira a lo lejos no sé qué con sus ojos de mármol.
Lindo perro mío, buen perro, chucho querido, acércate y ven a respirar un excelente perfume, comprado en la mejor perfumería de la ciudad.
Y el perro, meneando la cola, signo, según creo, que en esos mezquinos seres corresponde a la risa y a la sonrisa, se acerca, y pone curioso la húmeda nariz en el frasco destapado; luego, echándose atrás con súbito temor, me ladra como si me sermoneara.
¡Ah miserable perro! Si te hubiera ofrecido un montón de excrementos los hubieras husmeado con delicia, devorándolos tal vez. Así tú, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca hay que ofrecer perfumes delicados que exasperan, sino desechos cuidadosamente elegidos.
Hay naturalezas puramente contemplativas, impropias totalmente para la acción, que, sin embargo, gracias a un impulso misterioso y desconocido, actúan a veces con una rapidez de la que se hubieran creído incapaces.
El que, temeroso de que el conserje le dé una noticia triste, se pasa una hora rondando su puerta sin atreverse a volver a casa; el que conserva quince días una carta sin abrir o no se resigna hasta pasados seis meses a dar un paso necesario un año antes, llega a sentirse alguna vez precipitado bruscamente a la acción por una fuerza irresistible, como la flecha de un arco. El moralista y el médico, que pretenden saberlo todo, no pueden explicarse de dónde les viene a las almas perezosas y voluptuosas tan súbita y loca energía, y cómo, incapaces de llevar a término lo más sencillo y necesario, hallan en determinado momento un valor de lujo para ejecutar los actos más absurdos y aun los más peligrosos.
Un amigo mío, el más inofensivo soñador que haya existido jamás, prendió una vez fuego a un bosque, para ver, según dijo, si el fuego se propagaba con tanta facilidad como suele afirmarse. Diez veces seguidas fracasó el experimento; pero a la undécima salió demasiado bien.
Otro encenderá un cigarro junto a un barril de pólvora, para ver, para saber, para tentar al destino, para forzarse a una prueba de energía, para dárselas de jugador, para conocer los placeres de la ansiedad, por nada, por capricho, por falta de ocupación. Es una especie de energía que mana del aburrimiento y de la divagación; y aquellos en quien tan francamente se manifiesta suelen ser, como dije, las criaturas más indolentes, las más soñadoras.
Otro, tímido hasta el punto de bajar los ojos aun ante la mirada de los hombres, hasta el punto de tener que echar mano de toda su pobre voluntad para entrar en un café o pasar por la taquilla de un teatro en que los empleados le parecen investidos de una majestad de Minos, Eaco y Radamantis, echará bruscamente los brazos al cuello a un anciano que pase junto a él, y lo besará con entusiasmo delante del gentío asombrado.
¿Por qué? ¿Por qué... porque aquella fisonomía le fue irresistiblemente simpática? Quizá; pero es más legítimo suponer que ni él mismo sabe por qué.
Más de una vez yo he sido víctima de ataques e impulsos semejantes, que nos autorizan a creer que unos demonios maliciosos se nos meten dentro y nos mandan hacer, sin que nos demos cuenta, sus más absurdas voluntades.
Una mañana me levanté desapacible, triste, cansado de ocio y movido, según me parecía, a llevar a cabo algo grande, una acción de brillo.
Abrí la ventana. ¡Ay de mí! (Observen, les ruego, que el espíritu de mixtificación, que en ciertas personas no es resultante de trabajo o combinación alguna, sino de inspiración fortuita, participa en mucho, aunque sólo sea por el ardor del deseo, del humor, histérico al decir de los médicos, satánico según los que piensan un poco mejor que los médicos, que nos mueve sin resistencia a multitud de acciones peligrosas e inconvenientes).
La primera persona que vi en la calle fue un vidriero, cuyo pregón, penetrante, discordante, subió hacia mí a través de la densa y sucia atmósfera parisina. Imposible sería, por lo demás, decir por qué me asaltó, para con aquel pobre hombre, un odio tan súbito como despótico.
“¡Eh, eh!”, le grité que subiera. Entretanto reflexionaba, no sin cierta alegría, que, como el cuarto estaba en el sexto piso y la escalera era muy estrecha, el hombre haría su ascensión no sin trabajo y las puntas de su frágil mercancía darían más de un tropezón.
Se presentó al rato: examiné curiosamente todos sus vidrios y le dije: “Cómo? ¿No tiene cristales de colores? ¿Cristales rosa, rojos, azules, cristales mágicos, cristales de paraíso? ¿Habrá imprudencia? ¿Y se atreve a pasear por los barrios pobres sin tener siquiera cristales que hagan ver la vida bella?” Y lo empujé vivamente a la escalera, donde, gruñendo, dio un traspié.
Me abalancé al balcón y me apoderé de una maceta pequeña, y cuando él salió del portal dejé caer perpendicularmente mi máquina de guerra encima del borde posterior de sus ganchos, y, derribado por el choque, se le acabó de romper bajo la espalda toda su mezquina mercancía ambulante, con el estallido de un palacio de cristal partido por el rayo.
Y embriagado por mi locura le grité furioso: “¡La vida bella, la vida bella!” Tales gracias nerviosas no dejan de tener peligro y suelen pagarse caras. Pero, ¡qué le importa la condenación eterna a quien halló en un segundo lo infinito del gozo!