Perdidos en las islas - Diego Encinas - E-Book

Perdidos en las islas E-Book

Diego Encinas

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Beschreibung

Dos antiguos compañeros de estudios se encuentran al cabo de muchos años. Chema está inmerso en una encrucijada vital. Eduardo le escucha. Chema decide lanzarse a una extraña aventura en busca de una ilusión perdida tiempo atrás, que lo conduce a través de diferentes escenarios y situaciones. La ilusión perdida y casi olvidada se llama María. Eduardo le sigue a distancia. El resultado de la búsqueda permanece abierto hasta el final. El relato gira en torno a las aventuras y desventuras que protagoniza Chema, y que tienen su contrapunto en Eduardo. Pero hay otro protagonista: la comunicación. La comunicación entre los dos amigos (si se pueden calificar como tales) por todas las vías posibles, que marca el ritmo de la novela y, prácticamente, la acapara, ya que los sucesivos diálogos y monólogos son el único material con que está construida la obra.  

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Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

edición eBook: mayo, 2022

Perdidos en las islas

© Diego Encinas

© éride ediciones, 2021

Éride ediciones Espronceda, 5 28003 Madrid

ISBN: 978-84-10051-38-6

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

eBook producido por Vintalis

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Diego Encinas

(Madrid, 1961). Además de escritor, es ingeniero industrial y, desde hace más de tres décadas, servidor público.

Empezó a escribir en su más remota infancia, aunque nunca logró finalizar el primer capítulo de algunos relatos bélicos que ideó. Con la llegada de la madurez (si se puede definir así la etapa que sucede a la juventud) retomó la actividad literaria, logrando desde entonces terminar los proyectos literarios en que se ha embarcado, todos ellos ya producidos en un contexto pacifista (o, al menos, pacífico). Ha escrito dos novelas, dos volúmenes de cuentos, una especie de memorias literarias de una década y tiene en cartera varias obras en distintos estados de avance.

Perdidos en las islas, primera de sus obras que ve la luz, fue concebida una tarde de finales del verano de 2007 en la bañera de la habitación en un hotel cerca de la marisma de Poitou, y escrita mucho después, siempre en verano, habiendo concluido su escritura en Cuenca, en 2016. Su feliz publicación supone, sin embargo, la cancelación de uno de los proyectos del autor: el ensayo Confesiones de un autor inédito

para Mariles

Voy en busca de la isla—jamás del tiempo— perdida.

¿Pentadius?*

* Esta nota explicativa es necesaria, porque la frase está robada de Alfredo Bryce Echenique, Permiso para vivir (Antimemorias), quien cita a este casi desconocido poeta latino. Pero sospecho que hay truco en esta cita, porque lo que va entre guiones («jamás del tiempo») parece un claro guiño a Proust, autor posterior a Pentadius, por poco que se sepa de la vida del latino y mucho de la del francés (disculpas por la nota).

23 de mayo

Llueve. Llueve con intensidad y con paciencia sobre la dehesa. Lleva lloviendo toda la tarde. Esta mañana, nada hacía presagiar el aguacero. Ahora el cielo es una monotonía gris y plomo. El campo está encharcado.

Los establos, cerrados. Delante del caserón, la mesa, salpicada de los restos de la comida, ha sido desplazada para encontrar el refugio del porche. Allí están los dos. Un carrito con licores y hielo. Sillas y mesitas de mimbre se ven extrañas en medio del chaparrón. Todo está recogido, un tanto amontonado en torno al espacio reducido que queda al resguardo del agua. Conversan. Beben. Puede que la tarde sea propicia para las confidencias.

—Siento que hayas hecho más de doscientos kilómetros para encontrar este tiempo de mierda. Las previsiones no eran de tormenta.

—Bueno, no puedo decir que no esté un poco decepcionado. Hace tanto que no monto… Y aquí, en tu finca, lo recuerdo como un placer excepcional.

—La finca de mis padres, para mayor precisión.

—Sí, claro. ¿Cómo están ellos?

—No andan demasiado mal, para sus edades. Lo habitual: achaques diversos, miedos, un cierto decaimiento que solo perciben quienes no los ven con frecuencia. Nada grave. Se valen por sí mismos, y espero que así sigan por unos cuantos años, por lo menos… Ya no vienen por aquí. El campo ya no les atrae, y lo comprendo.

—¿Así que ahora tú eres el campesino de la familia? Quién lo diría. Y te toca ocuparte de la finca...

—Al principio me parecía un fastidio. Pero la verdad es que lleva muy poco trabajo. Los guardeses, Pedro y Margarita, son quienes realmente mantienen y gestionan esto. Por otro lado, a mí cada vez me gusta más pasar un fin de semana aquí, de cuando en cuando, olvidado de Madrid y del mundo.

—¿Nos estamos haciendo mayores, Eduardo?

—Si lo quieres ver así… Para mí es más bien producto de una evolución natural.

—…que parece tener mucho que ver con la cronología y el calendario.

—Elemental, querido Chema... Me impresiona la agudeza de tu observación. No te recordaba tan incisivo.

—En cambio, tú, siempre tan irónico.

—¿Irónico? Cuando era joven. Ahora me llaman —con razón— cáustico, cínico, descreído, irreverente, iconoclasta y otras lindezas por el estilo.

—Eso suena un poco derrotista, ¿no?

—Para serte sincero, a mí no me suena así. O no del todo, al menos... Pienso que todavía conservo alguna dosis de ingenuidad. Sigo creyendo que la época actual es la mejor de mi vida.

—¿Esta época?

—Cualquiera. Cada época que atravieso.

—O sea que, dentro de unos años, la próxima vez que nos veamos, estarás en una etapa aún mejor que esta.

—Eso espero, Chema. Eso espero.

—…

—¿Eso ha sido un relámpago?

La lluvia sigue cayendo mansa. Pero ahora se oye también el eco de truenos distantes. Hay un goteo constante delante de ellos, que a veces destaca por encima del rumor de la lluvia.

Parece que la tormenta se está aproximando. Se ha abierto un silencio entre ambos. Ahora la tarde transcurre inadvertida.

—Lo que importa, Eduardo, es que estamos aquí, charlando tranquilamente. Después de tantos años.

¿Sabes cuánto hacía que no nos veíamos?

—Desde el final de la carrera…

—No, hombre. No seas bruto. Después hemos coincidido más de una vez. ¡Si estuvimos comiendo hará como diez años! ¿No recuerdas que nos encontramos en aquella fiesta que dio Alfredo Basurto?

Incluso quedamos para otro día.

—Recuerdo, sí, recuerdo…

—Pero es verdad que los años pasan sin darnos cuenta... En el fondo, da igual si nos hemos encontrado en dos, tres o cinco ocasiones. En cierto modo, tú y yo somos como desconocidos. Realmente no sé muy bien qué ha sido de tu vida en los últimos veinte años… Y supongo que más o menos lo mismo te sucederá a ti conmigo.

—Así es. En cuanto se pierde el contacto del día a día y las vidas de cada uno toman caminos diferentes, no tardamos en sentirnos como extraños. Curioso ¿no?

—Sí… Aunque quizá, en nuestros casos, tampoco nos llegamos a conocer del todo cuando éramos amigos.

—Seguimos siéndolo ¿no?

—Eduardo, no sabes cuánto me alegró que me invitaras a tu finca el otro día, cuando coincidimos en la conferencia. Los caballos han sido una buena excusa, pero, al menos para mí, lo más importante de este fin de semana era tener la ocasión de recuperar a uno mis mejores amigos.

—Lo mismo pienso yo, Chema. Brindemos.

—Brindemos por ello.

—No hace falta que lo diga, lo sabes perfectamente, para mí hay unas pocas personas con las que, aunque no tenga contacto frecuente, aunque haga siglos que no vea, sé que puedo contar. Pero si además se dan las circunstancias apropiadas, poder encontrarnos y compartir unas horas, un fin de semana…

El penúltimo trueno retumba más cerca, y deja en suspenso la conversación. A lo lejos aparece Margarita, cobijada bajo un paraguas desvencijado. Eduardo, por señas, le dice que puede irse a casa, que no la necesita, y ella da media vuelta después de hacer algo similar a una inclinación de cabeza. La lluvia amaina poco a poco. Ahora es apenas llovizna. El nuevo silencio entre los dos se hace cada vez más denso.

Si alguien mirase un reloj se sabría que falta poco para las siete. Alguien tendrá que romper el hielo de nuevo.

—¿Y…?

—¿Cómo «y»?

—Venga, suéltalo ya. Chema, estoy encantado de que hayamos hecho sitio para reunirnos con calma, de que hayamos recuperado un trozo del tiempo perdido, de que estemos aquí hablando como si nos hubiéramos visto anteayer, bla, bla, bla. Pero si tú estás aquí, pasando un fin de semana con un amigote de la universidad, con quien te acabas de cruzar casualmente la semana pasada, es que, obviamente, ALGO ESTÁ SUCEDIENDO EN TU VIDA.

—Bueno…

—O quizá ha renacido súbitamente en ti la afición a los caballos, al punto de que no has podido resistir esta oportunidad, abandonando tu reglamentada vida familiar para…

—Eduardo, por favor…

Los hielos tintinean en algún vaso. Uno sirve otras copas. El otro lo agradece sin palabras. Ya el goteo que cae de la cubierta del porche ha ocultado definitivamente el sonido del agua que viene directa de las nubes. Puede que ya no todo el cielo esté gris, pero la luz que ha quedado es débil.

—¿Os habéis separado ya, o estáis en ello?

—Lucía está… Lucía y yo estamos en una situación complicada… Ciertamente. Así es. Te agradezco que hayas sido tan directo. Ahora que lo he dicho me empiezo a sentir mejor. Pero, ¿cómo has adivinado…?

—Hombre, Chema, ¿tú crees que, en una situación normal, habrías propuesto TÚ pasar un fin de semana juntos, después de no sé cuántos años sin vernos, con el pretexto de dar un paseo a caballo? ¿desde cuándo un tipo felizmente casado goza de esta disponibilidad y toma esta clase de decisiones sin consultar?

—Claro, tienes razón. Hubiera sido impensable, absurdo… Todo parece absurdo ahora, ¿sabes? Es una sensación bien rara.

—No tienes por qué contarme nada, si no te apetece. Posiblemente no sea el mejor momento.

—No, no. Creo que necesito contarlo. Creo que me hará bien. Sobre todo, creo que necesito contármelo a mí mismo... Me parece que todavía no he escuchado la historia completa. No sé si la he entendido del todo.

Se abre otro gran paréntesis. La lluvia ha cesado definitivamente. Se respira un aire limpio y fresco.

Como si los poros de la piel se hubieran abierto para dejar paso franco al aire licuado del atardecer. Ha regresado el silencio, pero es un silencio blando, sin aristas, un silencio de licores perdiendo sus cualidades espirituosas, aguándose en los vasos borrosos de vaho, un silencio que cualquiera de esos dos tendrá que romper de un momento a otro.

—Ha sido tan rápido que es como si aún no lo hubiera asimilado... ¿Qué digo, asimilado? Es como si no hubiera ocurrido.

—Desde luego, parece que aún no lo has asimilado. Supongo que es lo normal. Acaba de ocurrir, ¿no?

—Sí. Bueno, a decir verdad, creo que ESTÁ OCURRIENDO todavía. Es como si las cosas estuvieran evolucionando muy rápido. Pero a la vez, pienso ahora, como si todo fuese consecuencia —hasta cierto punto consecuencia lógica— de la manera en que se han desarrollado nuestras vidas durante todos estos años... ¿Qué nos unía, en el fondo? ¿Qué estábamos compartiendo? Poco, o nada, Eduardo, poco o nada.

Nada importante, en realidad.

El que habla ahora mira al frente, sin fijar la vista en un lugar concreto. Parece sentirse cómodo. Va desgranando su confesión, por partes, sin prisa. Cada poco tiempo se interrumpe, para retornar a hablar instantes después. Habla como si estuviera solo, habla como para sí. Pero, a la vez, habla como si se sintiera escuchado y comprendido. Parece que habla como estaba necesitando hablar. Habla, habla, habla.

—Tiendo a culparme de todo. He estado ciego demasiado tiempo, dedicado nada más que a los negocios y a conseguir lo mejor para Lucía y los niños… Creía que eso era lo correcto, lo único que debía preocuparme. Qué estupidez. Bienestar —económico—, estabilidad... La verdad es que creo que no pensaba ni en eso. No pensaba. Trabajaba, iba, venía, trabajaba. La familia, bien, gracias. Eso era todo.

—…

—Al principio están los niños. Dan tanto trabajo, tantas preocupaciones, que es como si los padres no tuviéramos existencia propia. Ni nos dábamos cuenta —al menos, yo no me daba cuenta— de que llevábamos ya un montón de años de vida en común, de convivencia, sin más proyectos que ver crecer sanos y bien educados a nuestros hijos. Y ahora los chicos ya han crecido... Claro, tú no lo sabes, hace tanto que no hablábamos, Paula está en segundo de Aeronáuticos. Le va bien. Y Fernando se examina ahora de selectividad, y aún no sabe qué quiere hacer… Bueno, ya se decidirá. Aunque nos cuesta verlos así, son ya personas que tienen que empezar a asumir responsabilidades... Y esto de ahora lo tienen que entender, creo que lo están entendiendo, no sabes cuánto me alegra, y espero que por lo menos no sea traumático para ellos.

Nueva pausa. Ahora es el otro quien la rompe.

—Todo eso está muy claro, Chema. Lo entiendo perfectamente. Pero, no sé si te das cuenta, llevas un buen rato hablando y me parece que aún no has entrado en el fondo de la cuestión.

—Seguramente. No es fácil, Eduardo. Nada fácil. Fíjate que siento haber podido sacar afuera lo que te he dicho como un gran logro. Pero veo ahora, tú me haces ver, que me queda casi todo por decir, por explicar. Y es que, como te decía, no es que esté tratando de contártelo a ti, sino más bien de decirlo, expresarlo, dejarlo claro para que yo mismo, en primer lugar, pero también mis hijos, mis padres, mis conocidos, todo el mundo lo entienda. Que pueda decirlo, como esta tarde te lo estoy diciendo a ti, con naturalidad y tranquilidad, a un cliente, a una amiga de mi hija, a la muchacha que limpia en casa.

Queda poca luz. Hace un rato comenzó a refrescar, y ahora vendría bien llevar ropa más abrigada. Los dos permanecen instalados en sus asientos del porche, indiferentes a los cambios ambientales. Continúa el circunloquio.

—Te lo voy a decir sin más rodeos. Hace poco más de un mes, Lucía me propuso que nos separásemos.

Así. De golpe. Sin alternativa posible. De entrada, no entendí nada. La bronca que tuvimos ese día y las que volvimos a tener los días siguientes fueron monumentales. Me sentía herido, angustiado, acorralado, indefenso. Me sentí la persona más desgraciada sobre la Tierra. Tantos años juntos, tantas vivencias (quizá no habían sido tantas, me lamentaba entonces, como haciendo una pausa en la desdicha principal para abrir una nueva vía de infelicidad), los chicos, la casa, todo derrumbándose de repente por una decisión unilateral e irrevocable. Pero, sobre todo, me sentía confundido, porque seguía sin comprender...

Reaccioné con irracionalidad y con violencia. ¿Por qué? Eso me preguntaba constantemente. Y aunque ella hablaba —y habló mucho— y supongo que pretendía dar argumentos para explicar SU decisión, sus sentimientos, que quería que de alguna manera lo discutiéramos entre los dos, y que intentáramos llegar a un acuerdo, supongo que yo no escuchaba nada, no atendía —ni entendía— sus razones… No sería capaz de repetir con claridad lo que ella me planteó en medio de esas peleas. Hasta ese punto estaba cerrado y obcecado… Ahora sí, ahora creo que estoy en condiciones de explicar qué ha ocurrido, porque he reflexionado mucho este último mes.

—¿Quieres que pasemos al salón? Va a hacer una noche de chimenea.

—Déjalo de momento. Aquí estamos bien, ¿no? Cuando anochezca del todo entramos, si te parece bien. Me encuentro muy a gusto. Tengo la sensación de que justo ahora, hablando contigo, estoy consiguiendo terminar de cerrar el círculo, de poner en orden las ideas. No quiero perder la concentración, mi actual disposición a entrar de lleno en esto. Comprenderás que es fácil caer en la tentación de evadirse, de contarse historias falsas que poder vender a los demás, verdades a medias que los demás estarán deseando comprar para quitar dramatismo al asunto... Eduardo, no sabes cuánto me está ayudando que me escuches.

—Yo también estoy a gusto escuchándote. Pues aquí nos quedamos, así nos congelemos. Pero, amigo, ¡desembucha ya! Porque creo que estamos llegando al punto álgido... ¿Cómo ves ahora la situación, después de hacer esas reflexiones y obtener tus propias conclusiones?

—Bueno, creo que ya antes lo he dicho. Me he dado cuenta de que hemos estado viviendo cada uno nuestra propia vida demasiado tiempo, sin ilusiones compartidas, sin proyectos. Hemos formado una sociedad familiar que ha funcionado correctamente. Pero nada más. Y, honestamente, pienso que la culpa ha sido fundamentalmente mía. Ni me he dado cuenta de lo que estaba pasando, ni he querido atender las señales que Lucía me estaba enviando. Mi mundo era el trabajo. Sabes el esfuerzo que me ha costado establecerme como autónomo y sacar adelante la empresa. Y, a fin de cuentas, ¿para qué? ¿no es mejor tener un buen puesto de asalariado, tratar de ser un profesional excelente en una empresa solvente, y poder tener además otra vida, ser alguien fuera del trabajo, como tú has hecho…

—Ya sabes que mi caso es especial. Y no, no es del todo así.

—Ya lo sé. Lo que quiero decir, en definitiva —y no sigo enredándome con cuestiones colaterales—, es que el trabajo ha anulado prácticamente mi vida personal. Lucía estaba aburrida de oírme hablar de la empresa, los éxitos y los problemas. Y yo, idiota de mí, la hacía partícipe de todo eso, creyendo que aportaba algo interesante a nuestra relación, orgulloso porque pensaba que a ella podían importarle las nimiedades de un mundo que no era el suyo… Sabes, Eduardo, que siempre he sido bastante torpe e ingenuo en las relaciones personales, en todo esto que llaman ahora inteligencia emocional. Pero, no creas, hasta este momento no me había dado cuenta. ¡Qué tonto he sido, por Dios! ¡Qué claro lo veo ahora! Y del trabajo de Lucía, de su oficina, apenas puedo decirte un par de frases. ¡No sé nada! No le preguntaba, ella no me contaba, ¿para qué? ¿Cómo he podido ser tan egocéntrico, tan obtuso? Y así, año tras año…

—Amigo Chema, espero que no interpretes mal lo que voy a decirte. Pero, sin olvidar la situación dolorosa por la que estás pasando, me alegra y me impresiona oírte hablar así. Sin duda tiene que ser muy duro tener que aprender de esta manera, pero creo que en medio de todo estás descubriendo cosas muy importantes. Y sí, sinceramente, el Chema que yo recuerdo —o que yo recordaba— era bastante bruto.

Encajaba bastante en la descripción que acabas de hacer. Pero tengo la sensación de que a partir de ahora tú y yo vamos a poder entendernos mejor en muchos aspectos.

—¡Vaya! Pues me alegro yo también de que esto sirva al menos para enriquecer la relación con mi distinguido amigo Eduardo, que me hace el honor de escuchar las tribulaciones de un hombre vulgar.

Brindemos por ello.

—¡Por la humanización del ingeniero en crisis!

—¡Por una buena amistad retomada!

—¡Por el triunfo de la inteligencia emocional!

—¡Por la supervivencia!

—¡Por la supervivencia del ingeniero cabeza-cuadrada!

El día agonizante también quiere sumarse al brindis. Comienza a llover de nuevo. Primero caen algunas gotas grandes. Se oye el impacto de cada gota en el tejadillo. En seguida, el repiqueteo se convierte en ruido constante. Ya cae con fuerza el agua, volviendo a anegar los prados que empezaban a secarse. No durará mucho, sin embargo, el nuevo arrebato que viene de las alturas. Es solo un brindis.

—Ahora sí vamos a tener que entrar. Pero antes dime una cosa, si no te incomoda que te lo pregunte de forma tan directa. ¿No hay una tercera persona?

—No. ¿Qué quieres decir?

—Bueno, creo que no puedo ser más claro. Cherchez l’homme…

—No. Lucía… En realidad, no estoy seguro. No hemos hablado de eso. Lucía no ha dicho nada.

Desde luego, yo no le he preguntado. Ni se me había ocurrido... Sí es cierto que desde hace algún tiempo ella sale más por su cuenta. Con gente del trabajo, creo.

—Su oficina, esa gran desconocida. No me dirás que no sabes con quién estaba quedando tu mujer, ni qué es lo que hacía en esas salidas.

—Pues así es, Eduardo. Llámame lo que quieras. Tendrás razón. Ya me di cuenta. Pero es cierto que ella salía, de vez en cuando, ¡qué sé yo!, a cenar, al cine, a tomar una copa. Un par de veces, incluso, pasó un fin de semana fuera. Y, chico, sé que te costará creerme, no te puedo decir que sepa a ciencia cierta con quién o con quiénes ha estado en esas salidas. Recuerdo que al principio quedaba con dos amigas, Pepa y Belén, dos compañeras, a una de las cuales he llegado a conocer. Pero a partir de cierto momento ya no puedo decir a quién veía, ella tampoco contaba nada, si seguían siendo Pepa y Belén, más gente, o gente distinta, quienes quedaban con ella, con quienes salió de fin de semana.

—Creo que dejaste que las cosas fueran demasiado lejos, Chema, que no has querido saber qué estaba pasando.

—Créeme, Eduardo, si llego a sospechar que mi matrimonio estaba en peligro, no te quepa duda que hubiera actuado.

—Pero, reflexiona Chema, ¿cómo no iba a estarlo, si no sabías ni querías saber qué coño hacía tu mujer cuando no estaba contigo, cuando huía de ti? Y perdona mi rudeza.

—No, no, al contrario, si las cosas son tal como dices. No necesitas explicármelo más. Ya lo he comprendido. Ahora ya lo sé. Ahora que no hay remedio… Pero la verdad es que no creo que haya otro hombre. Conozco a Lucía lo suficiente para afirmarlo. No ha hecho ninguna mención al respecto, y hemos hablado —peleado, mejor dicho— mucho las últimas semanas.

—Ya. Bueno, veremos. ¿Y crees que realmente la separación es irreversible?

—De eso no me cabe duda. Me gustaría poder decir lo contrario, pero no sería más que un intento de engañarte y engañarme. He tratado de entender, de recuperar, he prometido, me he humillado… No me avergüenza confesártelo. Estaba dispuesto —o creía estar dispuesto— a cualquier cosa con tal de mantener alguna esperanza de continuidad para nuestra relación. Pero Lucía no ha dejado ningún resquicio. Ha tomado la decisión ella sola, parece que lo tiene todo muy claro, y no ha habido forma de que lo reconsidere.

—Bueno. Si estás seguro de eso, no hay margen de duda por ese lado. Al menos eso elimina incertidumbres.

—Así es. Pero quiero que sepas que, a pesar de todo, Lucía se ha portado bien conmigo a lo largo de estos días tan duros. Una vez anunciada la separación —y me consta que para ella ha sido tremendamente difícil dar este paso y decírmelo—, y una vez superada —aunque, no, nunca la superaré del todo— mi primera etapa de negación, incomprensión total, enfado constante…, ha estado seria, comprensiva y hasta cariñosa conmigo. Te puedes imaginar lo que también ella ha tenido que aguantar de mí. Yo era incapaz de aceptar la situación. Pero, con todo, Lucía ha hecho —y está haciendo— que las cosas sean lo más fáciles posible. Ha demostrado una madurez y una empatía conmigo que me ha sorprendido. También en eso ha resultado una desconocida para mí.

El que escucha se levanta, choca una vez más su vaso con el del otro, le da una palmada o un puñetazo amistoso y desaparece en el interior del caserón. Se oye desde dentro:

—Probablemente mañana podremos salir a dar un paseo a caballo.

19 de junio

—Excelente comida, Eduardo. Sofisticado, pero con materia prima sólida. Aunque poco valor tiene la opinión de un profano. Pero sí te aseguro que me ha sorprendido y me ha gustado mucho. Siempre has sabido cuidarte.

—A partir de ciertas edades estos son los placeres que nos quedan, Chema.

—No digas tonterías. Ni que fuéramos ancianos.

—Estamos bastante más cerca de eso que de ser un par de chavales. Pero, en fin, tienes razón, hablaré solo por mí. A ti se te ve aún con mucho recorrido.

—No seas cabrón. Decirme eso en estas circunstancias…

—¡Oh, bruto de mí! ¡Pérfido miserable! Bromear cruelmente con el señor ingeniero en luto riguroso por su reciente separación… Debes borrarme de tu lista de amigos de inmediato.

—¿Y encima me chantajeas? No pienso borrarte de la lista, primero, porque es bastante corta, y después, porque, aunque no lo creas, eres el más apreciado.

—Bueno, en serio, perdona. Pero si no nos reímos de nuestras miserias…

—Nada que perdonar, hombre. Completamente de acuerdo. Tienes que entender, de todas formas, que aún no estoy en condiciones de reírme de mi nueva situación. Y, además, me cuesta un poco acostumbrarme a tu estilo transgresor. A veces me desconciertas, me pillas fuera de juego…

—Lo sé, lo sé. No lo puedo evitar. Parece que nunca dejaré de ser un poco enfant terrible como lo era en nuestra juventud. Resulta un tanto pasado de rosca a nuestra edad ¿verdad?

—No, Eduardo. No me has entendido…

—Dejémoslo ahí. Lo que quería decirte es que te veo bien, sinceramente, y me alegro. La verdad es que fundamentalmente hemos estado hablando de trabajo, de las bobadas de los ex compañeros…, qué sé yo. En fin, como si no hubiera pasado nada. Pero, insisto, te encuentro bien. Tranquilo. Así que me he sentido libre para frivolizar contigo, con tu historia.

—Es cierto. Hoy me encuentro bien. Lo estoy pasando muy bien. Pero eres tú, Eduardo, que consigues sacarme por un rato del follón vital en el que vivo. Puedes imaginar que no estoy en mi mejor momento, precisamente.

—Por supuesto. Soy consciente de ello. Perdóname otra vez.

—No, no. Todo lo contrario. Justo lo que necesito es oír a alguien que relativice el asunto. Creo que no hace falta que lo diga, pero lo digo: me está ayudando mucho poder charlar contigo de vez en cuando...

Pero sí hay una cosa cierta, al hilo de tus comentarios. No me estoy sintiendo excesivamente mal, no estoy sufriendo demasiado últimamente. Pienso que tú lo percibes, de alguna manera. Quizá es que sigo un poco aturdido, que aún no he terminado de asimilar lo que me ha sucedido. Y, sobre todo, que todavía no me he enfrentado en serio al tipo de vida que me espera.

—Seguramente. Supongo que estás metido en un montón de líos.

—No lo sabes bien. Realmente es complicado reorganizar la vida propia, sobre todo cuando uno no ha buscado la ruptura. Esto contribuye a que las cosas se hagan muy cuesta arriba. Pero, pensándolo con un poco de distancia, el proceso está resultando más fácil de lo que cabía suponer cuando empezó. De entrada, Lucía es quien se va de la casa. Yo me quedo. Aunque no puedes imaginar lo duro que se me hace ahora seguir viviendo en mi casa. Me siento extraño en ella, como si no me perteneciera.

Pausa. Piden café. Un momento para echar un vistazo alrededor. Gente que se despide apresuradamente. Algo está cambiando en la atmósfera del local. De repente, han entrado en esa estación del día que llaman sobremesa.

—Yo no tengo compromisos esta tarde, pero tú tendrás prisa…

—Normalmente no trabajo los viernes por la tarde. Recuerda que los asalariados solo somos esclavos cuarenta horas por semana, hora más, hora menos. Sí me sorprende que tú no estés ocupado.

—Dejé todo lanzado para no volver al despacho. No quería ser el primero en tener que levantarme de la mesa.

—Mi amigo Chema, siempre tan previsor. Pero hasta a los más previsores les ocurren cosas imprevisibles ¿verdad?

—…

—Perdona mi brusquedad. Me estabas hablando antes sobre asuntos prácticos y no me has contado casi nada. La casa me decías que va a seguir siendo tuya.

—Pues sí. Y, pese a las malas sensaciones que me produce vivir en ella sin Lucía, el hecho de seguir allí me ha liberado de muchas preocupaciones. Los chicos, de momento, siguen en casa, por lo menos hasta que se aclare más la situación. En época de exámenes lo que menos queremos es crearles ahora más perturbación. Como imaginarás, hay todavía bastantes asuntos que acordar, pero los iremos resolviendo entre todos poco a poco. En esto prefiero no tener prisa.

—¿Los dos van a seguir viviendo contigo?

—Ni idea. Ya te digo que es una situación provisional… Pero, ¿por qué te extrañas? Ten en cuenta que ya son adultos, o casi. Paula lleva una vida organizada, y la casa es parte de ella. Realmente nos necesitan muy poco, excepto en lo económico, claro. Ellos han tomado la separación con bastante naturalidad. Es cierto que nos hemos esforzado por presentarles la situación de la manera más suave posible. He tenido que hacer de tripas corazón para tratar de darles la impresión de que hay mutuo acuerdo. Más adelante espero ser capaz de explicarles las cosas con más sinceridad. A Fernando —es normal, es aún un poco niño— le está costando más entenderlo y aceptarlo.

—A Fernando le pasa como a José María ¿no?

—Sí, yo también debo tener la niñez aún por superar. He estado bien jodido, Eduardo. Y sé que aún me queda lo mío. Quizá lo peor está por llegar. Pero, en fin, lo que te estoy queriendo decir es que, en lo que a los chicos respecta, las cosas están yendo de la mejor forma posible. Esto es muy importante. Me alivia y me da fuerza.

—Claro, Chema. Me alegro... O sea, que ya se ha ido…

—Sí. Se marchó definitivamente a primeros de mes. Con ella y con Manuel también está yendo todo bien, de momento. No estamos teniendo…

—¿Manuel?

—Manuel, el compañero con quien va a vivir Lucía, o está viviendo ya, no lo sé. ¿No te había hablado de él?

—Pues no, la verdad…

—Todo está sucediendo tan deprisa que me encuentro cada poco tiempo con una situación o una circunstancia nueva, y a veces creo que no tengo tiempo para reflexionar. Y, realmente, tampoco tengo tiempo para decidir si determinadas cosas me parecen bien o mal. Y además ¿qué importa lo que a mí me parezcan?

—Mejor así, pienso yo también. Que no le des más vueltas a DETERMINADAS COSAS, quiero decir.

—…y además me está coincidiendo con un pico de trabajo horroroso. Fíjate, hasta las vacaciones de verano no voy a poder levantar cabeza.