Perdidos en Nunca jamás - Aiden Thomas - E-Book

Perdidos en Nunca jamás E-Book

Aiden Thomas

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Beschreibung

Cuando los niños de Astoria empiezan a desaparecer en extrañas circunstancias, el caso de los Darling vuelve a ser el foco de todas las miradas. Siguen preguntándose por qué, tras desaparecer hace cinco años, Wendy regresó pero sus hermanos no. Ahora, cuando esa herida parece más reciente que nunca, y con la investigación de nuevo sobre su familia, se encontrará con un chico que cae directamente del cielo. Un chico imposible. Uno que no debería existir fuera de las historias que Wendy les contaba a sus hermanos antes de dormir. Uno que le dice que, si no actúan pronto, los niños perdidos correrán la misma suerte que John y Michael.

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Título original: Lost in the Never Woods

Traducción del inglés: María Victoria Echandi

Edición revisada y adaptada

Primera edición: marzo de 2022

© 2021, Aiden Thomas

© 2022, VR Europa, un sello de Editorial Entremares, S.L.

Gran Vía de Les Corts Catalanes 283, 08014 Barcelona - www.vreuropa.es

Publicado bajo acuerdo con Swoon Reads, un sello de Feiwel and Friends y Macmillan Publishing Group, LLC.

Todos los derechos reservados.

ISBN:

Depósito legal: B-19.390-2021

Diseño de cubierta: Rich Deas, Mike Borroughs

Maquetación: Valeria Miguel Villar (Olifant)

Para todos los corazones melancólicos que tuvieron

que crecer demasiado rápido.

Capítulo 1

Estrellas fugaces

Cuando Wendy Darling atravesó la puerta, la conversación cesó y todos los ojos se posaron en ella. Varios susurros empezaron a escucharse por lo bajo mientras estaba ahí de pie, con papeles entre los brazos. Se le erizaron los pelos de la nuca. Como humilde voluntaria en el único hospital del pueblo, Wendy se pasaba el día copiando archivos en el sótano. Esa parte era muy aburrida, pero quería ser enfermera. No es la manera en la que una adolescente se imaginaría celebrando los dieciocho, pero Wendy quería pasar desapercibida y evitar recibir atención.

No lo estaba consiguiendo.

La enfermería estaba llena de gente con batas quirúrgicas y oficiales de policía con uniforme, y todos la observaban titubear en la puerta mientras intentaba que no se le cayeran los papeles.

Las manos sudorosas hacían que las carpetas de plástico fueran difíciles de sostener, así que, aunque la cabeza le decía que se fuera, Wendy cruzó la habitación apresuradamente y dejó los archivos detrás del escritorio. La siguieron ojos curiosos y el ruido incoherente proveniente de las radios de los policías.

—Dios mío, ¿ya has acabado?

Wendy se sorprendió por la repentina aparición de la enfermera Judy.

—Eh... Sí. —Dio un paso hacia atrás rápidamente y se pasó las manos por el pelo corto y recto. La enfermera Judy era una mujer pequeña con una gran presencia, vestida con una bata quirúrgica de Snoopy. Su voz resonante era perfecta para hablar sobre el murmullo de una sala de espera llena. Además, tenía una risa fuerte y desvergonzada que solía usar cuando bromeada con los médicos.

—¡Rayos, niña! ¡Nos haces quedar mal a los demás! —No toleraba las tonterías y generalmente decía lo que pensaba, por eso mismo su sonrisa tensa y manos inquietas le producían un nudo en el estómago a Wendy.

Wendy forzó una pequeña risa, pero esta le murió en la garganta. Detrás de la enfermera Judy, al otro lado del escritorio con forma de U, estaba el oficial Smith. Las pálidas luces fluorescentes le rebotaban en la calva mientras estaba ahí de pie, respirando con los pulgares metidos en las correas del chaleco antibalas. Miró a Wendy fijamente, apretaba los labios en una línea recta mientras la mandíbula se le tensaba al mascar chicle. Sin importar qué época del año fuera, el oficial Smith siempre estaba bronceado y tenía una marca de las gafas de sol alrededor de los ojos. Su forma de mirar te hacía sentir culpable, incluso si no habías hecho nada malo. Era una mirada que Wendy había recibido varias veces durante los últimos cinco años.

—Wendy. —Su nombre siempre sonaba áspero cuando él lo decía, era como si le molestara mencionarla siquiera.

La cabeza de Wendy osciló de arriba abajo en un incómodo saludo. Quería preguntarle qué estaba pasando, pero la manera en que todo el mundo la miraba…

—¡Aquí estás! —Un fuerte tirón en el brazo la hizo girar hacia el rostro radiante de Jordan—. ¡Te he estado buscando por todos lados!

Jordan Arroyo llevaba siendo su mejor amiga desde primaria. Si alguna vez Wendy salía de su zona de confort era porque Jordan la alentaba a hacerlo y, a veces, hasta la empujaba. Fue Jordan quien la animó a mandar solicitudes a universidades importantes y lo celebró bailando y gritando cuando las admitieron en la Universidad de Oregón. Cuando a Wendy le preocupaba estar muy lejos de Astoria y de sus padres, Jordan le prometía que, cada vez que quisiera volver, cogerían el coche y harían juntas el trayecto de cuatro horas.

Wendy sintió un pequeño alivio.

—Yo…

—¿Ya has acabado? —Jordan clavó los ojos en la pila de archivos. Era alta, su tez cálida y oscura nunca tenía espinillas y el pelo oscuro solía enmarcarle el rostro con pequeños rizos, pero ahora lo llevaba recogido en una cola de caballo.

—Sí…

—¡Genial! —Antes de que Wendy pudiera objetar, Jordan cogió las mochilas con una mano y empujó a Wendy por el pasillo con la otra—. ¡Vamos!

Wendy esperaba que uno de los tres policías la detuviera, pero, a pesar de que las observaron mientras se iban, especialmente el oficial Smith, nadie dijo nada.

Cuando la puerta se cerró a sus espaldas y se quedaron solas en la recepción, Wendy respiró hondo.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó mientras echaba un vistazo rápido por encima del hombro para ver si alguien las seguía.

—¿El qué? —replicó Jordan. Wendy tenía que caminar rápido para seguir el ritmo de sus pasos, largos y decididos.

—Los policías y todo lo demás.

—Pff, ¡quién sabe! —Jordan se encogió de hombros mientras introducía torpemente el código de seguridad en la puerta de la sala de descanso de las enfermeras.

Wendy frunció el ceño. Su amiga nunca se perdía la oportunidad de cotillear. Cada vez que pasaba algo interesante en el hospital —como cuando un chico le disparó a su amigo en el dedo del pie mientras cazaban en el bosque o cuando un médico hacía llorar a un asistente—, Jordan estaba al tanto. Iba de persona en persona, investigaba los detalles e insistía hasta conseguir información, después iba a buscar a Wendy y divulgaba todo lo que había descubierto. Escondía algo.

—Espera —dijo Wendy mientras la tensión se aferraba a sus hombros.

—¡Siéntate! —Jordan la empujó hacia una silla que estaba junto a la mesa destartalada, repleta de platos y cubiertos desechables—. Sé que no te gusta celebrar tu cumpleaños… —Recorrió la habitación, cogió un par de tenedores de plástico y un tupper de la nevera—. ¡Pero cumples dieciocho años! Así que tenía que hacer algo.

—Jordan.

—¡Te he preparado tu preferido! —La chica ni levantó la mirada mientras intentaba abrir la tapa del tupper—. ¿Ves? —Le dedicó una sonrisa temblorosa, en el mejor de los casos, mientras ponía un cupcake amarillo en un plato. Una parte de la cobertura de chocolate se escurría por un lateral del papel—. No ha quedado perfecto, pero sabes que cocino fatal.

A Wendy le palpitaba el corazón en la garganta. ¿Por qué Jordan no la miraba?

—Jordan.

—Pero mi padre se ha comido tres y no ha acabado en urgencias —bromeó mientras hundía una vela violeta en el cupcake y cogía un mechero amarillo—. ¡Así que no puede ser tan malo!

—¡Jordan! —Wendy presionó con insistencia, pero su amiga le acercó el plato con una sonrisa que parecía más una mueca.

—¡Pide un deseo!

—¡JORDAN!

Su amiga se encogió y hasta Wendy se sorprendió por el volumen de su propia voz. Finalmente, Jordan alzó la mirada, con las cejas caídas y los labios presionados entre los dientes.

—¿Qué está pasando? —repitió Wendy. Las palabras sonaron mucho más inestables mientras se inclinaba hacia delante. El calor de la vela le rozó el mentón—. ¿Por qué hay tantos policías? ¿Qué ha pasado?

—Ashley Ford ha desaparecido —explicó la otra con voz suave.

Fue como si una mano gigante le quitara todo el aire de los pulmones.

—¿Cómo que ha desaparecido? —Wendy enseguida cogió el móvil. No había recibido la alerta AMBER que se emite cuando un niño desaparece, pero la sala de archivos tenía muros de hormigón y no llegaba la cobertura.

—Esta mañana —continuó Jordan. Observaba a Wendy con cuidado mientras hablaba.

La habitación se tambaleó. Wendy se aferró al borde de la mesa con palmas sudorosas para equilibrarse.

—Pero la he visto esta misma mañana.

—Al parecer estaba jugando en el jardín delantero. Su madre entró en casa para buscar algo y, cuando volvió a salir, Ashley ya no estaba.

Wendy conocía bien a Ashley. Cuando no estaba haciendo trabajo administrativo, pasaba casi todo el tiempo en el área de pediatría del hospital, leyéndoles a los niños o haciendo manualidades con ellos. La señora Ford era paciente del hospital, necesitaba tratamiento de diálisis regularmente y, cuando iba, dejaba a Ashley en la sala de niños con Wendy. Ashley solo tenía ocho años, pero era inteligente y sabía mucho sobre árboles. Esa misma mañana, se había sentado en un puf gigante, que prácticamente devoraba su pequeña figura, y había enunciado los nombres de los árboles que podía ver a través de los ventanales.

—¿No la encuentran? —preguntó Wendy. Jordan sacudió la cabeza. Con razón todos la miraban—. ¿Y a Benjamin Lane?

—Tampoco lo han encontrado. —Jordan se mordió el labio inferior mientras la observaba—. Dos niños desaparecidos en las últimas veinticuatro horas… Aunque muchas personas los están buscando —se apresuró a agregar, pero su voz sonaba ahogada, como si Wendy la escuchara bajo el agua—. Por eso ha venido la policía, están interrogando a las personas que la vieron por última vez…

No acabó la frase, pero Wendy sabía qué estaba pensando.

La cabeza le daba vueltas. Benjamin Lane era un chico del pueblo que había desaparecido la tarde anterior. Solo tenía diez años, pero estaba atravesando una época de rebeldía. Benjamin había huido de casa una vez y parecía que todo el mundo asumía que se estaba escondiendo en casa de un amigo. Todo el pueblo aceptó rápidamente esa explicación, chasqueaban la lengua antes de decir que los padres lo habían malcriado y soltar la típica frase «los chicos de hoy en día».

Porque en Astoria, Oregón, prácticamente no había delincuencia. Sobre todo de la más macabra. Y menos niños desaparecidos. Con la excepción, por supuesto, de…

—Mis hermanos. —Los hombros de Wendy se hundieron y tragó saliva con fuerza—. ¿Creen que…?

Jordan sacudió la cabeza vigorosamente y le apretó el hombro.

—Saben que no tiene nada que ver contigo. Seguro que Ashley fue a casa de una amiga o algo por el estilo. O quizá la encontrarán ilesa en un parque —dijo intentando sonar segura, pero eso no funcionaba con Wendy.

La invadió el terror ante la idea de que la policía la interrogara otra vez. Ante la imagen de Ashley perdida y sola, o algo todavía peor.

Dejó caer la cabeza entre las manos, pero sintió un dolor repentino en el mentón. Se alejó de la llama de la vela, gruñendo. Jordan la apagó al instante. Cera violeta cayó sobre el chocolate. Jordan maldijo por lo bajo, cogió una servilleta, la humedeció y se la dio a Wendy.

—¿Estás bien?

Wendy se presionó la servilleta fresca sobre la pequeña marca del mentón.

—Sí. —Hizo una mueca—. Casi no me he quemado.

—No me refería a eso —replicó Jordan y Wendy evitó mirarla a los ojos.

—Quiero irme a casa.

La gente giró la cabeza para seguirlas mientras cruzaban el vestíbulo y atravesaban la puerta principal. Jordan llenaba el silencio de Wendy con sus horrorosas aventuras pasteleras y con como la primera tanda de cupcakes, de alguna manera, había salido del horno más líquida de lo que había entrado.

En el aparcamiento, el sol acababa de ponerse por detrás de la dentada línea de árboles que coronaban las colinas del oeste. Wendy observó como los últimos rayos teñían el bosque distante de un rojo profundo mientras Jordan la acompañaba a su coche. No tenía intención de quedarse hasta tan tarde, pero estar en un sótano sin ventanas durante tantas horas había hecho que perdiera noción del tiempo.

La camioneta de Wendy era vieja y destartalada. En algún momento, había sido de color azul, pero ahora estaba casi desteñida por completo y se asomaban algunas manchas naranjas de óxido. Era más vieja que ella, pero seguía funcionando gracias a Jordan y su padre.

El señor Arroyo era el dueño de uno de los dos talleres mecánicos del pueblo y Jordan era su aprendiz. Jordan siempre la cuidaba de una manera u otra.

Wendy se movió para abrir la puerta, pero su amiga se recostó sobre ella.

—¿Crees que podrás conducir hasta casa? —preguntó, los ojos castaños entrecerrados bajo los últimos rayos de sol.

—Sí, estaré bien —afirmó, tanto para Jordan como para ella misma.

—Ojalá no tuviera que trabajar esta noche —replicó su amiga con el ceño fruncido.

—No te preocupes —dijo Wendy. Sus ojos se posaron en la luz tenue.

—Aunque, ¿sabes qué? Creo que no pasa nada si falto a mi turno —añadió Jordan. Hablaba rápido, como cada vez que quería convencerse de hacer algo—. ¿Quieres quedar con Tyler? Están haciendo trucos en las calles secundarias. O podemos ir a ver una película al Gateway.

—No te preocupes, en serio.

A Wendy le gustaba el novio de Jordan, Tyler, pero no tenía ganas de quedar con él y sus amigos. Tyler conducía una camioneta Toyota con ruedas gigantes a la que le costaba subirse. Tomaba las curvas demasiado rápido y las voces gritonas y el olor a cerveza la descomponían. Cuando se trataba de películas, Jordan siempre quería ver alguna de miedo y, aunque Wendy sabía que su amiga haría el sacrificio de ver un documental independiente sobre cocodrilos en Amazonas, estaba demasiado cansada para ser recíproca.

—La verdad es que no tengo muchas ganas de celebrar mi cumpleaños.

Jordan no pareció satisfecha con esa respuesta, pero para el alivio de Wendy, cambió de tema:

—Entonces que llegues bien a casa. —Jordan se alejó de la puerta y le tiró de un rizo de forma cariñosa—. Y envíame un mensaje si necesitas algo, ¿de acuerdo?

—Lo haré —respondió. Se pasó una mano por el pelo mientras abría la puerta y subía al vehículo.

—¡Y será mejor que te comas esto y me digas si está bueno! —ordenó mientras le daba el tupper con el cupcake sin tocar—. ¡Ah! ¡Casi se me olvida! —Hundió la mano en su mochila y sacó un regalo rectangular envuelto torpemente en papel azul brillante—. ¡Ábrelo! ¡Ábrelo!

Wendy no pudo evitar reírse ante la emoción de Jordan y sus pequeños saltos. Arrancó el papel de regalo y encontró un cuaderno de dibujo. La cubierta tenía la ilustración de un pájaro volando y Jordan había pegado una caja de lápices de colores sobre la tapa.

—¿Un cuaderno de dibujo? —preguntó Wendy sorprendida y un poco confundida.

—¡Sí, un cuaderno de dibujo! —anunció Jordan de manera triunfante—. Me he dado cuenta de que últimamente dibujas mucho —replicó e inclinó la mejilla en un ángulo orgulloso mientras se cruzaba de brazos.

—¿Te has fijado? —preguntó Wendy.

—Eh, sí, ¡por supuesto que sí! —dijo resoplando antes de sonreír—. Solo disimulaba para que te extrasorprendieras cuando te diese el regalo. Pensé que un cuaderno de dibujo sería mejor que retazos de papel que encuentras por ahí, ¿no te parece?

Wendy soltó una risa extraña mientras pasaba un dedo por las páginas gruesas.

—Sí, definitivamente.

—Muchos árboles, ¿verdad? —Estaba claro, por la sonrisa en su rostro, que Jordan quería demostrarle hasta qué punto lo había visto—. ¿Y quién es el chico?

—¿Chico? —Wendy puso unos ojos como platos.

—Sí, el chico que siempre dibujas… —Jordan se estiró y cogió un retazo de papel del salpicadero—. Sí, ¡este chico! ¿Lo ves? —Se lo dio para que lo viera. Era el dibujo de un muchacho sentado en la rama de un árbol, balanceando las piernas, y que tenía un leve indicio de hoyuelos en las mejillas. El pelo despeinado le caía sobre los ojos y le oscurecía los rasgos faciales. En la esquina había un dibujo sin terminar de un viejo árbol con raíces retorcidas y sin hojas.

Una ola de calor cubrió las mejillas de Wendy.

—¡No es nadie! —Le arrebató el papel de las manos y lo hizo una bola.

—Oh, por Dios. —A Jordan se le iluminó la cara—. Wendy Darling, ¿te has puesto roja?

—¡No! —Wendy negó. Le ardía la cara.

Jordan inclinó la cabeza hacia atrás con una carcajada.

—Vale, ¡tienes que contármelo! ¿Quién es el chico, Wendy? —Levantó un dedo—. ¡Y no te atrevas a mentirme!

Wendy dejó caer la cabeza contra el asiento y soltó un gruñido. Si mentía, Jordan se daría cuenta y seguiría insistiendo. Pero la verdad era muy vergonzosa. Miró a su amiga, que arqueó una ceja, expectante.

—¡Ugh! —suspiró—. Es Peter Pan —murmuró por lo bajo.

—¿Peter Pan? —repitió Jordan, frunciendo el ceño—. Peter… Espera, ¿te refieres al niño que aparecía en los cuentos de tu madre?

—Sí —admitió Wendy.

Cuando Michael nació, John tenía tres años y Wendy cinco. Todas las noches, antes de dormir, su madre les contaba cuentos sobre Peter Pan. Sobre sus aventuras con piratas, sirenas y su grupo de niños perdidos. Wendy, John y Michael se pasaban el día en el bosque que había detrás de casa, corriendo y simulando que luchaban contra osos y lobos junto a Peter Pan; y la noche amontonados con una linterna debajo de una manta mientras Wendy les contaba cuentos sobre Nunca Jamás. Él era un chico mágico que vivía en una isla mágica en el cielo y, lo más importante, podía volar y nunca se hacía mayor.

Cuando Wendy creció, adoptó la posición de narradora de cuentos a la hora de dormir. Reciclaba las historias de su madre, pero también inventaba aventuras nuevas para sus hermanos pequeños.

Después de lo que les pasó a John y Michael, Wendy solo hablaba de Peter cuando les contaba cuentos a los niños del hospital. Cuando trabajaban como voluntarias en el ala de pediatría, Jordan solía entretener a los mayores con juegos de mesa, pero a veces escuchaba los cuentos de Wendy.

—También he estado soñando con él —confesó Wendy mientras alisaba el papel sobre el volante para estudiar el dibujo sin terminar—. O algo así. Siempre me olvido cuando me despierto, pero recuerdo algunas cosas, como selvas húmedas, playas de arena blanca y bellotas. —Se removió, incómoda—. Y hace un par de noches, empecé a dibujar cómo me las imagino.

—¿Y los árboles? —preguntó Jordan. Una intensidad silenciosa la envolvió mientras escuchaba a Wendy.

—No tengo ni idea. Supongo que solo son árboles.

Jordan se quedó callada durante un segundo. Wendy odiaba cuando hacía eso. Tenía la sensación de que su amiga siempre se daba cuenta cuando le escondía algo. Pero, poco después, Jordan se encogió de hombros.

—Quizá te sientes vieja y te gustaría ser joven para siempre, como ese Peter Pan —sugirió—. ¿Quizá quieres huir con él al país de Nunca Jamás?

Le asomó una sonrisa. Wendy puso los ojos en blanco y rio.

De repente, Jordan se inclinó hacia la camioneta, envolvió un brazo alrededor de Wendy y le dio un fuerte abrazo. Antes de que pudiera hacer algo más que tensarse, Jordan la soltó y dio un paso hacia atrás. Wendy no solía dar abrazos. Le parecían extraños y forzados. En algún momento de los últimos cinco años, había olvidado cómo se daban. La gente solía burlarse mucho. Era dolorosamente evidente cuán incómoda se sentía ante el contacto físico, pero Jordan nunca se había reído de ella. Y si alguien iba a darle un abrazo, Wendy prefería que fuera su mejor amiga.

Jordan dio un golpe en el techo del coche con el puño.

—¡Feliz cumpleaños, vieja! —gritó antes de dirigirse a su propio coche, que se encontraba en la otra punta del aparcamiento. Wendy esperó a que se marchara y la saludó con la mano mientras doblaba la esquina.

Wendy se desplomó en el asiento y soltó una exhalación prolongada. Sin nadie a su alrededor, se inclinó hacia delante y apoyó el cuaderno de dibujo en el asiento del copiloto. El suelo estaba repleto de retazos de papel. Algunos estaban doblados, otros arrugados, algunos hasta rasgados. Sí, Wendy había empezado a dibujar imágenes, pero era más que eso.

No podía parar.

Todo había empezado de manera inocente. Se distraía en el hospital y, cuando miraba hacia abajo, encontraba el dibujo de un par de ojos en la esquina de un expediente. A veces, cuando Jordan y ella estaban comiendo y se concentraba en las conversaciones sobre el último cotilleo de sus amigos, de repente se daba cuenta de que había dibujado un árbol en el recibo que debería haber firmado. Cada vez sucedía con más frecuencia, pero Wendy nunca se daba cuenta hasta que bajaba la mirada y veía la cara de un chico.

La cara de Peter. O algo parecido. Sabía que se suponía que era él, pero siempre había algo que no encajaba. Algo en sus ojos estaba mal.

Y tampoco eran solo árboles. Era un árbol. Un árbol en concreto.

Wendy no sabía qué era. No recordaba haber visto nunca algo parecido y hasta daba la impresión de que era de otro mundo. Mientras que los dibujos de Peter Pan eran bastante realistas —mucho más de lo que Wendy pensaba que era capaz de dibujar—, había algo en el árbol que no encajaba. Algo imposible en la manera que se retorcía y en lo puntiagudo que era. Por algún motivo, le causaba escalofríos, pero no sabía por qué.

Y no podía explicar por qué seguía haciéndolo o cómo podía ser que nunca se diera cuenta hasta que terminaba. Y ahora tenía montones de dibujos en servilletas, recibos y hasta en la carpeta de spam. No quería que nadie los viera, así que los escondía en el coche, pero aparentemente Jordan los había visto.

A Wendy se le encogió el estómago. No le gustaba que su cerebro y sus manos fueran capaces de conjurar cosas sin que ella se diera cuenta. Cogió la sudadera y la lanzó sobre los dibujos para no verlos por el rabillo del ojo. Cuando llegara a casa, los tiraría a la basura. Lo último que necesitaba era que la gente pensara que era rara. Que era un mal presagio o que la habían maldecido.

Wendy empezaba a pensar que quizá tenían razón.

Astoria solo era un pequeño afloramiento rocoso rodeado de agua y el bosque era una gran mancha verde sobre el mapa que los aislaba de los pueblos vecinos. La carretera Williamsport —o Carretera Basura, como la llamaban los locales— se retorcía a través del bosque hacia el rincón más alejado del pueblo, justo donde vivía Wendy.

Acurrucada contra las colinas, era una carretera por la que solo circulaban los locales. Varios caminos desgastados por el paso de los coches se bifurcaban de la carretera asfaltada. Rodeaban los árboles y regresaban al punto de inicio, algunos acababan en medio del bosque. Los turistas se perdían constantemente y los padres siempre advertían a sus hijos de que se mantuvieran alejados, pero estos nunca escuchaban. Aunque odiaba conducir a través del bosque, sobre todo de noche, era la forma más rápida de llegar a casa.

Desde que Wendy tenía memoria, todos los niños en Astoria recibían la advertencia de no acercarse a esos caminos. Les decían que el bosque era peligroso y que se mantuvieran alejados. Los padres de Wendy les habían prohibido, tanto a ella como a sus hermanos, explorar los caminos secundarios, a pesar de que pasaban por el bosque que tenían detrás de casa.

Después de lo que pasó, Wendy se convirtió en una advertencia.

El motor del vehículo rugía mientras la chica aceleraba todo lo que se atrevía. Cuanto más rápido avanzara, antes saldría del bosque. Algunas ramas sobresalían de los árboles y arbustos, rozando la ventana del acompañante de vez en cuando, aunque Wendy avanzaba por encima de la línea amarilla central. Sus ojos grises, bien abiertos y en alerta, lanzaban miradas furtivas a los árboles. Sus dedos, secos y agrietados, agarraban el volante con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Las llaves golpeaban rítmicamente contra el salpicadero.

Solo quería llegar a casa, quizá leer un rato e irse a dormir para que su cumpleaños terminara. Le echó un vistazo a su mochila, que rebotaba en el asiento del copiloto. Tenía una mancha de tinta azul en una esquina, fruto de una pluma rota, y la hebilla ajustable, que antes era de un latón brillante, había adoptado un tono gris apagado. Pero le encantaba porque sus hermanos la habían elegido y la habían pagado con su propio dinero. Fue el primer y último regalo de cumpleaños que le hicieron.

Ahí llevaba más dibujos de Peter Pan y del árbol misterioso.

Era una noche calurosa y sofocante, pero el aire acondicionado de la vieja camioneta no funcionaba desde antes de que ella naciera y Wendy no quería bajar la ventanilla. Gotas de sudor le cayeron por la espalda mientras se inclinaba hacia delante. Algo de música le iría bien para distraerse. Hasta podría soportar la monotonía de una emisora de country si eso evitaba que divagara. Encendió la radio y una voz salió de los altavoces.

Se ha emitido una alertaAMBERen el Condado de Clatsop por Ashley Ford, de ocho años, que ha desaparecido hoy de su casa a las doce y cuarenta y cinco…

Wendy luchó con la radio para cambiar de emisora. No porque no le importara —le preocupaba mucho—, sino porque no se veía capaz de lidiar con todo eso. No ese día. No en ese momento. Ya sentía la agitación en el pecho y estaba utilizando toda su concentración para mantenerla bajo control. Solo quería salir del bosque y llegar a casa.

Wendy tocó otro botón, pero la misma voz salió de los altavoces.

Ashley tiene el pelo rubio y los ojos marrones. Se la vio por última vez en el jardín delantero de su casa, con una camisetaamarilla y blanca a cuadros y pantalones azules. Este hecho ha pasadodespués de que otro niño, Benjamin Lane, desapareciera ayer por la tarde. Las autoridades no han comentado si ambos casos están relacionados con…

Volvió a girar el dial. El sonido se fue apagando hasta convertirse en estática ruidosa. Wendy respiró hondo, intentando tranquilizarse, y le echó un vistazo a la luz del estéreo.

Conocía cada curva de la carretera y podría conducir con los ojos cerrados, así que aferró el volante con la mano izquierda y golpeó la radio con el puño derecho. Eso solía solucionar la mayoría de los problemas del vehículo, pero la estática siguió inundando la cabina.

Wendy apretó la mandíbula y echó un vistazo hacia arriba. Sabía que la curva ancha se acercaba, pero el sonido de las interferencias la ponía nerviosa. Volvió a mirar la radio, los dedos girando el dial, pero no sintonizaba ninguna emisora. Estaba a punto de apagarla cuando la radio dejó de sonar y solo quedó el rugido estable del motor.

Una rama golpeó la ventana del copiloto.

Wendy se sobresaltó con tanta fuerza que se hizo daño.

Una sombra cayó sobre el capó y le bloqueó la vista. Era negra y sólida. Cosas arqueadas y oscuras como dedos se arrastraron por el parabrisas. Un chillido horrible le atravesó los oídos.

Wendy gritó y la cosa sombría se deslizó del capó justo a tiempo para que ella pudiera ver una masa en medio de la carretera, iluminada por los faros. Otro grito le desgarró la garganta mientras pisaba el freno. Se aferró al volante, con el cuerpo en tensión, y se desvió a la derecha.

Los neumáticos giraron sobre tierra seca y la camioneta se detuvo entre la carretera y el bosque. Wendy miró fijamente por la ventana a una maraña de ramas. Las respiraciones punzantes acabaron con el aire fresco de la cabina. La adrenalina le corría por las venas. El cuello y las sienes le palpitaban.

Maldijo por lo bajo.

Arrancó los dedos rígidos de donde se habían aferrado al volante. Con manos temblorosas, se dio palmaditas en el pecho y los muslos para asegurarse de que estaba de una pieza. Después, enterró la cara en las manos.

¿Cómo había sido tan estúpida? Había dejado que los nervios la dominaran. Sabía que nunca debía desviar la mirada de la carretera mientras conducía, sobre todo de noche. ¡Su padre se volvería loco! ¿Y si se hubiera estrellado? Wendy podría haberse matado… O, peor, matar a otra persona.

Después recordó la masa en la carretera.

Se quedó sin aliento. Podría ser un animal muerto, pero el instinto le decía que no lo era. Se giró en su asiento e intentó mirar por la ventana trasera, pero el brillo rojo de las luces traseras apenas iluminaba lo que fuera que había estado a punto de atropellar.

«Por favor, que no sea un cadáver».

Wendy luchó para liberarse del cinturón de seguridad. Salió torpemente del vehículo y enseguida miró el bosque. Retrocedió unos pasos, observándolo con cautela. Pero todo estaba silencioso e inmóvil en el pesado aire de verano. Los únicos sonidos que escuchaba eran la leve brisa que se colaba entre las hojas y su propia respiración entrecortada.

Se asomó dubitativa sobre el capó. Estaba en el arcén, con el parachoques peligrosamente cerca de un gran árbol, pero el motor seguía en marcha. Lo que fuera que hubiera aterrizado sobre el capó había dejado una abolladura. El parabrisas estaba partido… No, no estaba partido.

¿Eso eran rasguños?

Wendy acarició las líneas con los dedos. Eran cuatro rasguños en paralelo en un tramo largo. ¿Qué podría haberlos hecho? No había sido un ciervo ni una rama.

¿Y qué había estado a punto de atropellar? Giró la cabeza para mirar por encima del hombro la masa que había en medio del camino. Aún no se había movido.

Wendy trotó hacia la figura. Intentaba avanzar de puntillas para hacer el menor ruido posible mientras se acercaba. Daba cada paso lentamente, obligándose a abrir los ojos todo lo que podía, a ajustarlos a la oscuridad. Haciendo equilibrio, estiró el cuello para poder ver mejor justo cuando una nube se desplazó y un brillo plateado iluminó al chico que yacía de lado.

Un temblor le sacudió el cuerpo. Corrió hacia delante y se arrodilló al lado del chico. La gravilla se le clavó en los vaqueros.

—¿Hola? —Le temblaban las manos y la voz. Revoloteaba por encima del chico sin saber qué hacer—. ¿Estás bien?

«¿Estás vivo?».

El chico soltó un gruñido de dolor.

—Oh, Dios mío. —Wendy alejó las manos y gateó hacia el otro lado para poder verle la cara. Su madre le había enseñado que nunca debía mover a una persona inconsciente.

El chico yacía de costado, con los brazos enroscados sobre el pecho, como si estuviera durmiendo. Estaba vestido con cierto tipo de material que le envolvía los hombros, el torso y le caía hasta las rodillas. En la oscuridad no podía distinguir qué era, pero tenía los bordes ásperos y dentados, y olía como las hojas que sacaban de los canalones en primavera.

Wendy apoyó una mano en el suelo y se acercó. Lenta y cuidadosamente, se estiró y le apartó el pelo húmedo de la cara, acariciándole la frente con el pulgar. La disposición de las pecas que le cubrían la nariz y los pómulos le resultaba familiar…

Antes de que pudiera averiguarlo, el chico gruñó. Rodó sobre su espalda mientras abría los ojos y los fijaba en los de ella.

La reacción natural de Wendy fue retroceder, pero no podía moverse.

Sus ojos eran extraordinarios. Un tono oscuro de cobalto con explosiones de azul cristalino alrededor de las pupilas.

Conocía esos ojos. Eran los mismos que había dibujado una y otra vez, pero nunca conseguía que le quedaran bien. Eso era imposible. No podía ser…

—¿Wendy? —susurró el chico. El olor a hierba le acarició el rostro.

Ella retrocedió. Al mismo tiempo, los ojos cósmicos del chico volvieron a cerrarse.

Wendy se tapó la boca con una mano.

Era mayor que el chico de sus dibujos. No tenía la cara tan redonda ni las mejillas tan regordetas como en las docenas de dibujos que tenía en el coche, pero había algo en el puente de la nariz y la curva del mentón que Wendy reconocía.

La respiración le sacudía los hombros y se le escapaba por la nariz. ¿Cómo sabía su nombre? El corazón le martilleó contra las costillas como un animal salvaje. No podía reconocerlo. No había manera de que ese chico fuera el mismo que el de sus dibujos.

Peter Pan no era real. Solo era una historia que su madre se había inventado. Wendy se estaba volviendo loca y la mente le jugaba una mala pasada. No podía confiar en lo que le decía el instinto.

Aunque cada fibra de su ser le gritaba que era él.

No tenía sentido. Su imaginación la estaba venciendo. Necesitaba conseguir ayuda para el chico.

Wendy intentó concentrarse e ignorar la laguna que tenía en la cabeza. Hundió la mano en el bolsillo y sacó el móvil. La pantalla estaba borrosa y se dio cuenta de que era porque se le habían humedecido los ojos, aun así pudo llamar al 911.

En cuanto dejó de sonar y antes de que el operador pudiera decir una palabra, Wendy exclamó ahogada:

—¡Ayuda!

Capítulo 2

Peter

¿Cómo se llama, señorita?

—Wendy Darling —respondió ella, inclinándose hacia un lado para intentar ver al chico, que seguía inconsciente, mientras otro paramédico lo subía a una camilla.

—¿Sabe dónde está?

—Estoy a un kilómetro de mi casa, sentada aquí, contigo. —Wendy alejó la mano con fuerza cuando el hombre le cogió la muñeca para medirle el pulso.

—Soy Dallas, soy paramédico.

Wendy le echó un vistazo a la placa que brillaba sobre el uniforme azul marino, el parche bordado en la manga decía ASTORIA, DEPARTAMENTO DE BOMBEROS DE OREGÓN – PARAMÉDICO.

—Ya lo veo.

—Le haré un par de pruebas más para asegurarme de que está bien —continuó.

Después de que Wendy llamara al 911, los bomberos llegaron junto con una ambulancia. Se dirigieron directamente al chico antes de apartarla para hacerle preguntas.

—Estoy bien, Dallas el paramédico —dijo mientras empujaba la linterna con la que le iluminaba la cara. Al ser voluntaria en el hospital, sin mencionar que su madre trabajaba en urgencias, Wendy conocía a todos los médicos de urgencias de Astoria, Oregón. Dallas, el paramédico, era nuevo. Si Wendy tuviera que adivinar cuánto tiempo llevaba ahí, y basándose en que sus preguntas eran idénticas al manual, diría que probablemente seguía cumpliendo las horas de voluntario.

—¿Te duele algo?

—Solo el culo por estar sentada al lado de la carretera —le respondió antes de volver a estirar el cuello para observar la ambulancia. La camilla repiqueteaba mientras los paramédicos subían al chico. Wendy quería pedirles que fueran más cuidadosos.

—¿Se ha dado un golpe en la cabeza en el accidente?

—No fue un accidente. Estoy bien, mi camioneta está bien. —Inhaló profundamente—. No hubo un accidente.

—De acuerdo, señorita —dijo. Se levantó y guardó el estetoscopio en la bolsa. Las puertas de la ambulancia se cerraron con fuerza.

Se lo estaban llevando. Wendy sintió una ola de pánico. Necesitaba verlo, hablar con él. Necesitaba descubrir quién era, demostrar que no era Peter Pan, sino solo un chico. Un chico muy perdido que, de alguna manera, había acabado en medio de la carretera.

—Quiero ir al hospital —soltó. Dallas la miró, perplejo.

—¿Qué?

—Al hospital. Quiero ir al hospital. ¿Puedo seguiros? Como he dicho, mi camioneta está bien, solo se ha salido de la carretera. —La necesidad imperante de seguirlo creció aún más cuando la ambulancia empezó a alejarse.

—No creo que sea buena idea que conduzca. —Dallas frunció el ceño—. Si cree que necesita atención hospitalaria…

—No. —La frustración de Wendy estalló—. Mi madre trabaja ahí. Quiero verla, es enfermera —explicó. Las luces de la ambulancia desaparecieron tras la curva.

—Ah. —Dallas volvió a parpadear—. De acuerdo.

Vaciló y le echó un vistazo a su sargento, que estaba hablando por radio en el camión.

—¡Ey, Marshall! —gritó—. Diles a los oficiales que nos busquen en la sala de urgencias del hospital.

Oficiales. Genial. Tendría que hablar con la policía. Se le erizó el vello de los brazos y pudo sentir como el sudor le traspiraba la camiseta.

Dallas la miró con una expresión contrariada.

—¿Está segura de que puede conducir?

—Poseo todas mis facultades mentales y me niego a recibir cuidados y transporte —recitó Wendy mirándolo directamente a los ojos.

El paramédico frunció el ceño, pero al segundo suspiró y cogió el portapapeles de metal.

—Firme aquí reconociendo que… —Wendy le arrebató el formulario de la mano y rápidamente garabateó su nombre en la última línea antes de devolvérselo. Dallas lo cogió con torpeza.

El paramédico escudriñó el carnet de conducir antes de devolvérselo.

—Por cierto, feliz cumpleaños.

—Sí, gracias. —Wendy trotó hasta su coche. Encendió el motor, se alejó de la maraña de ramas y se dirigió al pueblo. El bosque desapareció tras ella, desvaneciéndose en la noche.

Wendy metió el código para colarse en la sala de urgencias por la puerta lateral de la sala de espera. Era pequeña y anticuada, pintada en tonos azules y verdes. Las cubiertas de plástico de las terribles luces fluorescentes estaban pintadas como el cielo, como si eso suavizara el fuerte brillo. El escritorio de las enfermeras estaba en el centro y las seis divisiones para pacientes la rodeaban en forma de U; con cortinas y puertas correderas. Wendy caminó hacia uno de los dispensadores de desinfectante, le dio tres veces y se frotó las manos enérgicamente. Hizo que le ardieran las grietas de los dedos.

Nadie le prestó mucha atención. La sala estaba llena y siempre faltaba personal. No había suficiente espacio de almacenamiento, así que en las paredes había estanterías con ruedas repletas de suministros médicos que podían moverse de una habitación a otra.

Por lo menos aquí todos estaban demasiado ocupados para fijarse en ella. Consiguió ver al chico de refilón, tumbado en una camilla en la sala más alejada, antes de que una enfermera cerrara la cortina.

Wendy se sentó en una silla de plástico que había contra una pared y observó los pies de las enfermeras y los doctores mientras se amontonaban alrededor de la cama. Se repetía que solo era un chico que se había perdido en medio del bosque. La carretera estaba oscura y no lo había visto bien. Cuando se cerciorase de que era un desconocido, podría irse a casa y dormir un poco.

Pero no se marcharía sin verlo.

—¿Ya has vuelto? —La voz familiar de la enfermera Judy le llamó la atención. Estaba detrás del escritorio y sostenía una bandeja con jeringas mientras miraba a Wendy por encima de las gafas. La enfermera puso una excusa antes de que pudiera inventarse una—. Ah, ¿estás esperando a tu madre? —Se relajó—. Está en la sala de descanso, debería salir en cualquier momento.

—Gracias.

Aquello pareció ser suficiente para satisfacer a la enfermera Judy, que volvió al trabajo. A veces, Wendy y su madre volvían juntas a casa cuando hacían el mismo turno. Wendy se aferró al dobladillo de su camiseta.

Solo necesitaba ver al chico una vez más. Después podría marcharse antes de que alguien reparara en ella, antes de que alguien la viera y empezara a hacer preguntas.

Pero, por supuesto, eso era pedir demasiado.

Las puertas de la sala de urgencias se abrieron de par en par y entraron Dallas, Marshall, el oficial Smith y otro policía que no reconocía. Se le hizo un nudo en el estómago, subió los pies a la silla y se abrazó las rodillas. Esperaba que no la vieran.

Dallas entregó unos papeles al oficial Smith y señaló a Wendy con la cabeza. El oficial Smith le lanzó una mirada hostil y ella se centró en las cortinas cerradas.

Genial.

A Wendy no le gustaban los policías. Después de lo que le había pasado en el bosque, no confiaba en ellos. Solo la habían asustado y hecho las mismas preguntas una y otra vez. Nunca la creyeron cuando decía que no podía recordar nada.

Y no encontraron a sus hermanos. El oficial Smith había sido uno de esos policías.

Wendy escuchó los sonidos de los cinturones cargados y el chillido de las botas sobre el linóleo. Se detuvieron delante de ella. Wendy intentó relajar los músculos y poner una expresión de aburrimiento mientras miraba hacia delante. El corazón se le agitaba de manera traicionera en el pecho.

—¿Señorita Darling? —El oficial que no reconocía fue el primero en hablar. Tenía una voz demasiado gentil, como si hubiera elegido la profesión equivocada.

Ella asintió sin emitir sonido alguno.

—Tenemos un par de preguntas —dijo. Las hojas de la libreta crujieron cuando la cogió.

—Ya he hablado con los paramédicos —respondió inexpresiva.

—Sí, lo sé. —El oficial Smith dio un paso hacia delante, las esposas brillaban en el cinturón—. Pero tenemos algunas preguntas más.

Wendy se llenó de desafío y furia.

—¿No deberíais estar buscando a esos niños perdidos en vez de molestarme? —Se arrepintió de sus palabras casi tan pronto como salieron de sus labios.

—Sí, deberíamos, Wendy.

La chica levantó la mirada ante el tono de desdén. El oficial Smith fruncía el ceño y había cerrado las manos en puños contra las caderas. El otro policía, joven y con el pelo corto, parecía incómodo. En su uniforme ponía CECCO. Sabía quién era. Una compañera de clase se apellidaba Cecco. Este debía ser su hermano mayor.

Los ojos del oficial Cecco iban de Wendy a Smith.

—Por eso deberías cooperar con nosotros, para que podamos determinar si este chico ha sido otra víctima —añadió el oficial Smith.

—¿Y bien? —Wendy tragó con fuerza, pero levantó una ceja, impaciente. Cecco se aclaró la garganta.

—¿Dijiste que algo te cayó sobre el capó del coche?

—Sí.

—¿Como la rama de un árbol? —sugirió.

—No… No fue como la rama de un árbol, fue como… —Wendy pensó en la cosa negra y extraña que había visto. No era lo suficientemente sólida como para ser una rama. Era como una nebulosa. Fuera lo que fuera, giraba y se movía como si, al intentar tocarlo, se te fuera a escurrir entre los dedos.

Pero ¿cómo iba describirle eso a la policía?

—Me abolló el capó y me rayó el parabrisas.

—Como la rama de un árbol —insistió Smith, que se agitó de mal humor. Wendy intentó sonar decidida.

—No. —Por supuesto que no la creía—. No sé qué era, pero no era una rama.

—Los médicos dicen que no hay indicios de que la víctima… —Wendy hizo una mueca ante la palabra—. … haya sufrido un accidente —siguió Cecco—. Y dijiste que habló contigo. ¿Te contó qué había pasado?

—No.

—Dijiste que sabía quién eras. —Su voz volvió a suavizarse—. ¿Lo conoces?

Abrió la boca para decir «no», pero la palabra se le atascó en la garganta. Vaciló.

Wendy miró el escritorio de las enfermeras.

La enfermera Judy, alarmada, observaba como los oficiales hablaban con ella. Estaba roja y, por un momento, Wendy pensó que se acercaría y echaría a los policías. En cambio, avanzó a paso ligero en dirección a la sala de descanso.

Wendy se abrazó las piernas con más fuerza mientras se le aceleraba la respiración. Esperaba que Smith y Cecco no se dieran cuenta.

—No. —Pero no sonó tan segura como antes. No podía decirles que creía que casi había atropellado a un chico que conocía de los cuentos de su madre. Le latía la cabeza.

—¿Estás segura?

—Sí.

Los fríos ojos grises de Smith se entrecerraron.

—¿Cómo acabó en medio de la carretera? —preguntó—. ¿Salió de uno de los caminos secundarios?

Finalmente Wendy miró a los dos oficiales a la cara. Sonrió y entrecerró los ojos.

—¿Quizá cayó del cielo?

Los labios de Smith formaron una línea recta, tensando el músculo de la mandíbula. Wendy sintió un pequeño pinchazo de satisfacción. Cecco se frotaba la nuca, incómodo. Después de lanzarle una mirada nerviosa a Smith, volvió a centrarse en Wendy.

—¿Por qué sabe cómo te…?

—¿Qué pasa aquí? —La voz era tranquila, pero severa.

—Mamá —susurró Wendy.

Su madre apareció entre los dos oficiales. Mary Darling llevaba una bata quirúrgica azul y el pelo recogido en un moño deshecho. Movía las manos, inquieta, mientras miraba a los oficiales de forma severa. La autoridad que alguna vez tuvo se escondía detrás de los hombros caídos y las ojeras.

Wendy se levantó, se abrió camino entre Smith y Cecco para llegar a su lado.

—¿Estás bien? —preguntó la señora Darling mientras la miraba de reojo—. ¿Qué ha pasado? ¿Tu padre…?

—No, estoy bien —respondió Wendy rápidamente. Su madre podría solucionar esto, ella podría darle sentido—. Había un chico…

—Señora Darling, necesitamos hablar con su hija —la interrumpió Smith.

—¿Por qué, oficial Smith?

El policía se quitó la gorra, claramente listo para dar una explicación.

—¡Wendy!

Todos se giraron. Las cortinas azules que rodeaban la cama del chico se agitaron con el correr de las enfermeras.

—¡WENDY!

Wendy no podía distinguir qué decían los doctores por culpa de los gritos frenéticos que decían su nombre. Se escucharon dos golpes fuertes cuando dos bandejas de metal cayeron al suelo.

Todos la miraban fijamente. Las enfermeras, los doctores, los policías, su madre.

—¡WENDY!

Giró la cabeza. Todos los demás sonidos se volvieron incoherentes y amortiguados, salvo por esos gritos penetrantes.

Parecía una pesadilla. Le costaba respirar y cerró las manos en puños. Caminó hacia las cortinas.

—Wendy. —Esta vez fue su madre. Le puso una mano en el hombro, pero la chica se liberó. Pasó al lado de unas enfermeras, que la miraban sin disimulo mientras se apartaban.

—¡WENDY!

Estaba lo suficientemente cerca para alargar la mano y coger la tela de algodón. Vaciló, se dio cuenta de la intensidad con la que le temblaba la mano. Wendy tiró de la cortina.

Varias enfermeras se giraron. Hombres con ropa quirúrgica azul a cada lado del chico intentaban sujetarlo por los brazos. Retorcía las piernas debajo de la manta. Un doctor tenía una aguja y una pequeña botella de vidrio en la mano.

Entonces, todo se detuvo. Wendy lo miraba y él le devolvía la mirada. Ahora podía ver que tenía el pelo caoba, con destellos de rojo que se podían apreciar hasta bajo la luz mortecina del hospital. El color de las hojas a finales de otoño. Al parecer, le habían quitado la ropa que llevaba puesta.

—¿Wendy? —Ya no gritaba. Inclinó la cabeza a un lado mientras la miraba con los ojos entrecerrados.

Wendy no podía encontrar su voz. No tenía ni idea de qué decir. Tenía la boca abierta, pero no salía nada.

El chico esbozó una amplia sonrisa que reveló unos hoyuelos profundos y un diente ligeramente roto. Los ojos llenos de estrellas se le iluminaron, esos ojos que ella nunca había podido capturar en sus decenas de dibujos. Pero no era posible…

—Te he encontrado —dijo él, triunfal. Siguió luchando con los dos hombres que lo sostenían, sin dejar de sonreír en ningún momento. Esa mirada hizo que a Wendy se le encendieran las mejillas y sintiera un vacío en el estómago.

El doctor le insertó la aguja en el brazo y presionó el émbolo.

—¡No! ¡No lo hagas! —Las palabras le salieron volando de la boca, pero era demasiado tarde. El chico se retorció, pero no pudo alejarse. Casi inmediatamente, se le pusieron los ojos vidriosos.

Meció la cabeza y se hundió en la cama del hospital.

—Sabía que te encontraría. —Arrastraba las palabras y empezó a mirar la habitación, como si estuviera en trance, pero estaba tan feliz…, tan aliviado.

Wendy esquivó a una enfermera y se puso al lado de la cama.

—¿Quién eres? —preguntó aferrándose a la barandilla de la cama.

El chico frunció el ceño y levantó las cejas, intentaba mantenerse despierto.

—¿Te has olvidado de mí? —Movió los ojos arriba y abajo, buscando a Wendy.

El corazón de la chica latía a toda velocidad. No sabía qué hacer y era muy consciente de que todo el mundo la miraba. Tenía muchas preguntas, pero el sedante estaba haciendo efecto.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con urgencia.

Sus ojos somnolientos encontraron los de Wendy.

—Peter. —Parpadeó lentamente mientras volvía a apoyar la cabeza sobre las almohadas. Soltó una pequeña risa que sonó como la de un borracho—. Eres tan mayor… —Se le cerraron los ojos y se quedó inmóvil, aunque el pecho le subía y bajaba con la respiración.

Peter.

El movimiento alrededor de Wendy se reanudó. La gente le hacía preguntas, pero no podía oírlos. El personal del hospital la alejó de Peter con suavidad. De repente, le entraron ganas de vomitar. La saliva se le acumuló en la boca mientras la habitación se tambaleaba a su alrededor.

«¿Te has olvidado de mí?».

Wendy hundió la cara entre las manos. El corazón le palpitaba a mil por hora. Todavía podía oler el aroma a tierra y hierba húmeda que se le había adherido a la piel. Cerró los ojos con fuerza y vio ráfagas de imágenes de árboles y atardeceres entre hojas.

Unas manos le frotaron la espalda y la guiaron hacia un asiento, donde hundió la cabeza entre las rodillas, entrelazó las manos detrás del cuello sudoroso y se presionó los antebrazos contra las orejas.

¿Por qué la conocía? ¿Por qué la estaba buscando? ¿Y quién era? No podía ser Peter Pan, su Peter. Él no era real, solo una historia inventada. ¿No?

«¿Te has olvidado de mí?».

Había olvidado tantas cosas… Grandes lapsos de tiempo simplemente habían desaparecido de su memoria. ¿Y si él era uno de ellos? ¿Y si él sabía qué había pasado?

De repente, la idea de que el chico se despertara la aterraba.

Todo el mundo se alejó y sintió la leve presión de lo que solo podía ser la mano de su madre, que le acariciaba la cabeza. Wendy miró a su madre por entre los brazos.

—Te llevo a casa, ¿de acuerdo?

Las enfermeras seguían observándola, pero la señora Darling miraba el pelo de Wendy, envolvió un rizo alrededor del dedo y tiró con gentileza. Wendy asintió.

—Señora Darling. —Smith seguía ahí—. Tenemos más preguntas para su hija. —Las sospechas que había mostrado antes habían sido reemplazadas con una mirada de aprensión mientras le echaba un vistazo a Wendy.

—No se las haréis esta noche. —La señora Darling se cruzó de brazos—. Mi hija ya ha tenido bastante por hoy, pero estaremos encantadas de hablar con ustedes mañana.

El oficial Cecco retrocedió y dijo algo por radio.

—Lo lamento, señora, pero… —Wendy dejó de escuchar. Apoyó la mejilla en la rodilla y volvió a mirar hacia la cama de Peter.

Habían recogido la bandeja del suelo y solo podía verle una mano; atada con tiras de cuero a la estructura de la cama.

Wendy recordaba cómo se habían sentido esas esposas alrededor de sus propias muñecas cuando la encontraron en el bosque el día que cumplió trece años.

Al principio, solo la habían llevado al hospital para revisarle un par de heridas menores, pero como Wendy no dejaba de llorar y seguía despertándose en medio de la noche, gritando y retorciéndose, empezaron a atarle las muñecas y los tobillos. Le dijeron que era para protegerla. No recordaba mucho, solo la marea constante de doctores, trabajadores sociales y psicólogos.

Sus hermanos seguían desaparecidos y era culpa suya.

Una enfermera se detuvo junto a Peter y comprobó sus signos vitales. Su madre y el oficial Smith estaban inmersos en una conversación intensa. El oficial estaba rojo como una ciruela y su madre inclinaba el mentón de forma terca. El otro oficial hablaba por el móvil y les daba la espalda.

Cuando la enfermera se marchó, Wendy se escabulló de su asiento.

Volvió a caminar hacia la cama. Recorrió con los ojos el contorno de la mandíbula del joven, las orejas, el pelo… Wendy buscaba algún signo que demostrara que no era Peter Pan. Definitivamente era mayor que el chico de sus historias y dibujos. El Peter Pan que ella conocía era un niño que nunca crecía. El chico que estaba en la cama de hospital era un adolescente. Aferrarse a la idea de que no podía ser Peter Pan porque Peter Pan nunca crecía era una estupidez, pero al menos era algo.

El chico tenía unos pómulos definidos e, incluso bajo la luz pálida del fluorescente, podía ver que tenía la piel bronceada. Sus pecas sobresalían entre la suciedad como las manchas en las hojas de otoño.

Tenía una pequeña arruga entre las cejas. Wendy se acercó aún más. Fruncía el ceño mientras dormía, como si estuviera teniendo una pesadilla.

Wendy le pasó el pulgar por la arruga, una y otra vez, hasta que el chico se relajó y su rostro se transformó en suaves pendientes y valles.

Bajó la mirada hacia la muñeca esposada, siguiendo por la palma de la mano hacia sus dedos largos y finos. Tenía las uñas mordidas y lo poco que quedaba estaba lleno de tierra.

La invadió la imagen de sus propias uñas el día que la encontraron: sucias, rotas, con rastros rojos.

Wendy se tambaleó hacia atrás, un temblor le avanzó por la columna. Se puso antiséptico en las manos y las frotó vigorosamente. El olor fuerte y ácido le ardió en la nariz.

—Wendy.

Se sobresaltó, se giró y vio a su madre en la otra punta del pasillo, haciéndole gestos para que se acercara.

—Nos vamos a casa —le dijo, aferrando el bolso con fuerza. Wendy pensó que, de repente, su madre parecía mucho mayor. Como si algo le estuviera presionando los hombros, arqueando la cabeza y curvando la espalda.

Wendy se pasó el dorso de la mano por la frente sudorosa.

—¿Y mi camioneta?

—Puedes recogerla mañana —respondió buscando las llaves.

—De acuerdo. —Wendy asintió con la cabeza.

La señora Darling se alejó a paso ligero y Wendy la siguió. Mientras ellas salían, entraron dos hombres de traje.

Cuando las puertas automáticas se cerraron, Wendy pensó en Peter tumbado en la cama y en esa sonrisa estampada en sus labios.

Capítulo 3

Puertas cerradas

En el camino de vuelta a casa, Wendy se sentó detrás de su madre. Se acurrucó contra la puerta y presionó la frente contra el vidrio frío de la ventana mientras le daba la espalda al bosque. En un intento de evitar que su mente divagara, cerró los ojos y empezó a recitar en silencio la letra de su canción preferida.

Cuando oyó el sonido de gravilla debajo de las ruedas, supo que habían llegado a casa. Wendy se irguió y abrió la puerta con cuidado para no golpear el coche de su padre.

—Tengo que volver para acabar mi turno —dijo su madre.

—De acuerdo.

—Hablamos por la mañana.

—Está bien. —Wendy vaciló. La curiosidad, o quizá la culpa, la mantuvo en el coche—. Mamá, ¿estás bien?

La señora Darling suspiró. Wendy intentó verle los ojos por el espejo retrovisor, pero la mujer tenía la vista clavada en el volante.

—Estoy bien. Todo va bien.

Wendy no supo a quién intentaba convencer.

Su madre se fue antes de que Wendy pudiera encontrar las llaves. Como de costumbre, su padre había olvidado encender la luz del porche. Después de un pequeño forcejeo, pudo abrir la puerta principal.

La sala de estar estaba a oscuras, salvo por la línea de luz que se asomaba por debajo de la puerta del despacho. Se acercó y presionó la oreja contra la puerta. Lo único que rompía el silencio eran los largos ronquidos que delataban el sueño profundo de su padre.

Bien. Por lo menos no tendría que lidiar con otro interrogatorio. Por ahora.

La mente y el cuerpo de Wendy se estremecían con energía ansiosa. Necesitaba distraerse y ocupar las manos con algo, así que ordenó la cocina. Vació el lavavajillas, que había puesto la noche anterior. Aplastó una pequeña pila de latas de cerveza y las apiló con el resto de la basura. Se volvió a lavar las manos; tenía la piel roja y agrietada por el hábito compulsivo.

El trabajo la mantuvo distraída hasta que se sentó para hacer la lista de la compra. Clavó la mirada en la pequeña libreta con la punta de la pluma azul en alto, pero no podía concentrarse en qué necesitaban comprar esa semana, una de las tantas tareas domésticas que había asumido. Ahora que estaba quieta, su mente recobraba velocidad. Pensó en encender el televisor para ahogar sus pensamientos, pero no quería ver como las caras de Benjamin Lane y Ashley Ford le devolvían la mirada.

Y no quería despertar a su padre.

Wendy cerró los ojos y se obligó a respirar hondo. Le palpitaba la cabeza. No le entusiasmaba tener que contarle lo que había pasado esa noche. Diablos, ni siquiera estaba segura de qué había pasado, ¿cómo iba a explicárselo a otra persona? Lo único que sabía con seguridad era que algo le había aterrizado sobre el capó del coche y que encontró a un chico tirado en medio de la carretera. Y que se llamaba Peter.

Pero eso no significaba que fuera su Peter. Wendy sacudió la cabeza.

Necesitaba concentrarse.

La compra. Podía preparar macarrones. Era rápido de hacer y se podía poner en un tupper. Wendy se centró en la libreta, lista para escribir «salsa marinara», pero se detuvo en seco. Se quedó sin aire. Escalofríos le recorrieron los brazos.

Lo había vuelto a hacer.

La hoja estaba llena de tinta azul. Líneas irregulares formaban el árbol deforme. El tronco era grueso y áspero. Las raíces se retorcían y se doblaban en la base. El dibujo había salido del papel y ramas con ángulos pronunciados se desparramaban por la mesa de madera.

—Mierda. —Wendy cogió el detergente de debajo del fregadero y un puñado de servilletas de papel. Frotó la mesa enérgicamente, pero a pesar de que la tinta azul se fue enseguida, había presionado la pluma con tanta fuerza que había dejado surcos en la madera. Volvió a maldecir y frotó con más fuerza.

De todos modos, no fue capaz de eliminar las leves marcas de las ramas. Wendy abrió con fuerza el armario donde guardaban la mantelería elegante para las fiestas y cogió un juego verde. Lo puso en la mesa para cubrir las líneas.

Se frotó los ojos con las palmas. ¿Qué le estaba pasando? ¿Se estaba volviendo loca? Necesitaba entender la realidad. El chico que había encontrado no era Peter Pan. Los niños desaparecidos no tenían nada que ver con sus hermanos. Estaba exhausta y necesitaba una buena noche de descanso.

Wendy subió las escaleras y se detuvo un segundo.

La puerta de la derecha llevaba a la habitación que solía compartir con sus dos hermanos, John y Michael. Ahora solo era una puerta que había permanecido cerrada los últimos cinco años. Después de lo ocurrido, Wendy se había negado a entrar, así que sus padres trasladaron su habitación a la sala de juegos.

Le compraron ropa y muebles nuevos. Una tarde de compras como esa debería haber sido una aventura divertida para madre e hija, pero Wendy pasó la mayor parte de las primeras semanas en el hospital, donde permaneció en silencio mientras varios doctores la evaluaban. Así que su madre había comprado la mayoría de cosas sin ella; y por la mezcla de estilos y colores, Wendy asumió que optó por lo primero que había visto e hizo que se lo llevaran a casa.

Wendy le dio la espalda a la puerta, se pasó los dedos por el pelo corto y caminó hacia la habitación que quedaba a la izquierda. Al ver su cama decorada con almohadas y una manta azul, se sintió exhausta.

La cama estaba centrada con la ventana que había en la pared opuesta a la puerta. Había una pequeña papelera debajo de la mesita de noche, rebosante de dibujos arrugados de Peter y el árbol deforme.

En su pequeño baño, Wendy se mojó la cara y la nuca. Se aferró al borde del lavabo y miró fijamente su reflejo. Tenía el mismo aspecto de siempre, solo estaba un poco más pálida. Ojos demasiado grandes, pelo sin brillo y hombros anchos por la natación. Sencilla y aburrida; ya le parecía bien.