Pero… ¿de dónde sales? - Ana Isora - E-Book

Pero… ¿de dónde sales? E-Book

Ana Isora

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Beschreibung

Cuando tu héroe tiene más de doscientos años... y ni siquiera es tu héroe. Didier es un soldado de Napoleón: fiable, serio y convencido de que España es un país de salvajes. Mari es una mujer del siglo XXI: idealista, entusiasta, y un poquito desastre. Interesada por otras épocas, siempre ha querido conocer al "gran Laínez", ilustre antepasado y antiguo guerrillero. Pero, cuando en plena recreación histórica aparece un chiflado repartiendo tortas, Mari se encuentra ante una encrucijada. Porque el aparecido no habla español, piensa que las bombillas se apagan soplando, reverencia a los invasores franceses y, sobre todo... odia al "gran Laínez". ¿Será Didier capaz de ver que su dulce anfitriona comparte con aquel mucho más de lo que desearía? Por ejemplo... el apellido. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Ana Isora González de Lena Román

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pero… ¿de dónde sales?, n.º 291 - marzo 2021

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-297-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Epílogo

 

 

 

 

 

A todas las personas «friquis», extravagantes, raras o simplemente peculiares, porque ellas hacen que este mundo merezca la pena. Va por vosotros, chicos.

 

1

 

 

 

 

 

Provincia de Burgos. 1811.

 

—No han tenido una buena muerte, eso seguro.

Didier Bonhomme, sargento de caballería, se forzó a mantenerse firme y levantó la mirada. Llevaba dos años en el ejército, pero no se podía decir que aquello le dejase indiferente. Por lo visto, las leyes de la guerra valían de bien poco en la Meseta. En ella, y en el resto de España. Respiró hondo, procurando mostrarse tranquilo ante sus hombres. Sin embargo, ellos no necesitaban esconder su disgusto por el bien de nadie y pronto el malestar general se dejó sentir. Laroche, joven, imberbe y, para su desgracia, demasiado idealista, tartamudeó algo ininteligible:

—Los han… los han… ¡Oh, Mon Dieu!

Didier y el cabo Benoît intercambiaron un gesto de compasión. Al igual que otros muchos, Laroche nunca había pedido estar allí, y hubiese sido mejor para todos que no lo llamaran a filas. La guerra destrozaba a esos jóvenes. Benoît, más veterano, escupió al suelo.

—Sí, hijo, sí. Putos brigands[1].

Didier observó los cadáveres. Eran tres, putrefactos y con una edad indeterminada. Supo que eran franceses por el uniforme y los pocos restos que quedaban a su alrededor, pero no resultaba posible averiguar más. El sol, los insectos y alguna alimaña habían sabido hacer su trabajo. También la guerrilla, aunque Didier no quiso recrearse en eso. ¿Se trataba de Joachim, Pierre o Hubert? Imposible decirlo. Su rostro estaba destrozado y alguien, un hijo de mala madre, había decidido que lo mejor era colgarlos de una encina, para que oscilasen como fruta madura. Volvió a mirarlos y apartó los ojos. Todos deseaban acabar con los brigands, pero ¿cómo hacerlo? Aquellos salvajes habían demostrado ser algo más que un fenómeno espontáneo. Ni los castigos más brutales habían logrado poner coto a unos hombres por los que, en un principio, el ejército solo sintió desdén. Ahora los acechaban, los seguían, y en cuanto tenían la oportunidad, los asesinaban de la manera más cruel. Didier pensó en los muertos. Sus ojos se cruzaron con los de su superior.

—Capitán.

—Sargento. —Moreau terminó el cigarro y aplastó sus restos con el tacón de la bota—. Deje de mirarlos, no van a contestarle. Dígame, ¿sabe quiénes son?

Didier le observó. Era evidente que su capitán aparentaba estar tranquilo, y casi lo conseguía. Moreau sacó su yesquero, dispuesto a perderse entre más nubes de tabaco, y Didier pensó en qué contestar. No podía reconocer a las víctimas, pero no era eso lo que su superior estaba buscando. Respiró hondo antes de tirar toda prudencia por la borda.

—Son de los nuestros. Tres hombres de los que envió aquí el coronel hace unos días. Por lo que queda del uniforme, yo incluso diría que uno de ellos es teniente. Quizás el señor Denis, capitán.

Moreau, pensativo, se concedió otro trago de oscuro humo.

—Sí, son de los nuestros —coincidió—. Y vive Dios que voy a vengarlos, como que me llamo Jean-Marc. Bonhomme —dijo—, dentro de dos horas llegaremos a Cetinilla. Aunque esto lleva la marca de Laínez, ese poblacho tampoco es inocente. Quiero que los hombres se comporten allí como se espera de ellos, y no como un puñado de viejas medrosas. ¿Queda claro?

Didier asintió, mientras el teniente Lefebvre ahogaba una risita. Bonhomme sabía que despreciaba a su tropa, pero hubiese creído que la muerte de Denis serviría para darle un poco de perspectiva. Evidentemente, no era así.

—Ah… y sargento —dijo Moreau—: descuélgueme a esos tres. Los árboles de España ya dan bastante fruto, no necesitan más.

Didier obedeció. Denis y sus hombres se mecían suavemente, y aquello le hizo sentir una desazón profunda. El lieutenant nunca le había caído muy bien, lo consideraba tirano y un mal oficial, pero… ¿qué clase de enemigo humillaba así a un hombre? Una nación se definía por las acciones de su gente, y Bonhomme ya tenía claro que España no era ningún ejemplo.

Benoît se incorporó al verlo acercarse.

—¿Vamos a bajar los cadáveres, mi sargento? —dijo. Estaba nervioso—. Laínez anda cerca, y el pueblo también.

Didier respondió de forma amable:

—Somos más numerosos que los hombres de Denis, y estamos mejor armados. Usted mantenga el sable y la carabina cerca, y no tendrá nada que temer —dijo—. Y sí, hay que bajar los cuerpos. Se merecen un entierro digno.

Benoît asintió, inquieto. Era evidente que no le había gustado la respuesta, ni el reproche involuntario de la última frase. Didier comprendía sus razones, pero no podía compartirlas. Solo era cuestión de suerte que ellos estuviesen allí y no en una encina y, si alguna vez se daba el caso, esperaba que los suyos hicieran lo posible para sepultarlo. Ayudó a sus hombres. Allí no importaba el rango, solo el destino de un compañero, frente al que todos sentían una luctuosa complicidad.

Benoît y Laroche movieron el cadáver y Didier pudo verle el rostro. Se le encogió el corazón. Denis estaba destrozado, aunque desde cerca, aún era reconocible. Cargó el cadáver en una de las carretas y le cerró los ojos, antes de envolverlo con una mísera mortaja. Aquello era lo único que habían podido conseguir. En Ardèche, una madre iba a pasar el peor momento de su vida. Moreau volvió a hablar.

—Bien. Ahora que tenéis la presa recogida, hay que hacer algo con respecto a su cazador. Camarades —dijo—: Laínez tiene ascendiente en esta tierra, y me juego el puesto a que no obró solo. Todos sabemos cómo sucede: el pueblo se envalentona, la guerrilla los subleva y… Denis, que había venido a reclamar impuestos, acaba colgado en el encinar. Pero esos perros no sabían que llegábamos nosotros. Y por Dios que vamos a vengar a nuestras tropas. ¿Recordáis Arroyuelos?

Hubo leves carcajadas entre las filas. Didier se sintió incómodo. Despreciaba a España, a su gente y ejército, pero había límites que era mejor no sobrepasar. Como Arroyuelos. Moreau había decidido dejarlo arder por pobre, más que por rebelde, y los campesinos habían pagado así el precio de no poder mantener a las tropas de Napoleón. Por mucho que tener la mano larga fuese necesario algunas veces (él mismo se ocupaba a menudo de las iglesias), no veía el beneficio de atormentar a quien pasaba hambre.

—Parfait —dijo Moreau con satisfacción—. Muchas de las putas que parieron a esos bestias viven allí. Sé que queréis venganza, pero os pido que esperéis hasta que hayamos registrado el pueblo. Después… c’est à vous. No pienso dejar sin castigo a los españoles, y vosotros tampoco deberíais.

De nuevo, cundió el ánimo. Didier pudo escuchar a los hombres. Su conversación dejaba bien a las claras que el capitán contaba con un sólido apoyo.

—Y cuando la atrape, la voy a poner de rodillas y…

—¡Uah! ¿Me la dejarás luego?

Didier sintió un inmediato mal humor.

—¡Silencio en las filas!

Émile y Christophe obedecieron, pero solo durante un par de minutos. Sabían que el capitán apoyaba su manera de ver las cosas y que el sargento era apenas un monigote. Didier miró al frente procurando esconder su enojo. Ya había asumido que para aquella gente la patria y el honor eran lo de menos, pero es que, además, él tenía hermanas. Pensó en Marie-Lou y en Charlotte, que no dejaban de ser campesinas como las de ese pueblo. A veces la expresión «carne de cañón» cumplía funciones puramente descriptivas.

—Bon, camarades —dijo Moreau—, on doit aller. Teniente Lefebvre —repuso—, prepárese. Tambor, marque bien el paso.

—¡Armas aaal hoooombro!

—¡Marchen!

Y la columna se puso en marcha con la cadencia rítmica que les había acompañado por medio continente. Didier ayudó a los más bisoños a mantener el paso. Los Dragones eran un cuerpo muy especial, lo que significaba que a veces obraban como infantería, y en aquel momento solo algunos tenían caballos. El golpeteo de la marcha se entremezcló pronto con la machacona y también querida canción que solían cantar en tales circunstancias.

Au pas, camarade; au pas, camarade; au pas, au pas, au pas…

—Coger por sorpresa a una zorra es de lo mejor que hay…

Émile reía.

Au pas camarade, au pas, au pas…

Didier sintió un cansancio profundo.

—La mejor parte es cuando se somete, porque entonces…

Sí. Por mucho que quisiera esconderlo, su mente ya había decidido lo que era aquella guerra: una noche cruel, sucia, oscura, y sobre todo, sin gloria.

[1]Brigands: bandidos, bandoleros. Los franceses se referían así a la guerrilla.

2

 

 

 

 

 

I RECREACIÓN HISTÓRICA «LA DEFENSA DE CETINILLA»

PROGRAMA

 

Viernes, 1 de agosto

17:30. Llegada de los primeros recreadores.

19:00. Montaje del campamento francés (parque de Alfonso X) y del cuartel español (plaza Mayor).

20:00. Conferencia. «Laínez como héroe popular».

 

Sábado, 2 de agosto

09:00. Apertura del campamento francés al público.

11:00. Visita guiada a edificios históricos de la villa (Casa Consistorial, Convento de San Juan) en compañía de los «guerrilleros» (recreadores de RHEGI y ARHGN *).

12:00. Formación y desfile de las tropas francesas por el parque. Los habitantes preparan la defensa (plaza Mayor).

13:00-14:00. Combate por las calles hasta los jardines del antiguo convento. Junto con las citadas asociaciones, en la batalla podrán participar aquellos vecinos que lo deseen (utilizando indumentaria acorde con la época).

16:00-18:00. Juegos infantiles: «¿Puedes defender Cetinilla?».

19:00. Chocolatada.

20:00. Baile de época en el ayuntamiento (se ruega ir vestido acorde).

 

Domingo, 3 de agosto.

 

11:00. Conferencia. «Las leyendas del convento. Fantasmas y apariciones».

13:00-14:00. Combate por las calles del pueblo.

16:00-20.00. Juegos infantiles.

 

* RHEGI y ARHGN: Recreación Histórica Española «la Guerra de la Independencia» y Asociación de Recreadores Históricos de la Guerra Napoleónica.

 

—Tenemos el mejor hobby del mundo.

Sofía negó con cierto desánimo.

—No creas. Para muchos solo somos unos friquis que se visten de soldados. Al menos este ayuntamiento nos toma en serio: en otros sitios, ni siquiera nos dejan entrar en los bares.

Mari, perpleja, la miró.

—Estás bromeando.

—¡Ya me gustaría! —dijo Sofi. Luego observó su cara y se arrepintió—. Pero no tienes que preocuparte, eso solo ocurre algunas veces. Además, Cetinilla no va a ponernos ninguna pega. ¡Solo faltaría! Somos sus hijos adoptivos. Y en tu caso, hasta algo más.

La otra esbozó una sonrisa.

—Bueno, yo soy del pueblo vecino. Y hoy vamos de franceses. No sé si me lo perdonarán.

Sofi se encogió de hombros quitándole importancia.

—Alguien tiene que hacer de malo. Y como a esos hombres aguerridos que tenemos por compañeros se les da tan bien escaquearse, pues…

—¿Hombres aguerridos? ¡Al fin hablan de mí!

Mari Paz y Sofi se dieron la vuelta. Jorge avanzaba por entre la multitud, con sus sempiternas gafas y una expresión de felicidad en el rostro. Pese a su abultado horario laboral, él había sido el principal artífice del grupo. Adoraba el siglo XIX y era una persona constante y entusiasta. Hoy tendría lugar una prueba de fuego, ya que la asociación, muy joven, recrearía cerca de casa por primera vez. El ataque francés había sido el episodio cumbre de la historia de Cetinilla y querían rememorarlo.

—Bonjour, mesdames —saludó—. ¿Qué tal os va por el bando opresor?

—Ah, mira quién aparece. Contigo quería yo hablar. Le parecerá bonito esto de dejarnos el muerto a las damas, monsieur brigand.

—La última vez que hablamos, me contaste lo mucho que te aburría hacer de aguadora, y lo que echabas de menos disparar con un fusil antiguo. Pues hala, ya está: te he conseguido un uniforme. Vas de soldado y no de mujer, con el pelo recogido y las formas disimuladas. Así que no tienes derecho a quejarte.

Sofía lo miró.

—¿¡Que no tengo derecho a quejarme!? Tú bien que te vistes de español.

—Ya. Había que equilibrar las fuerzas. Quinientos franceses frente a tres guerrilleros es injusto, pero quinientos guerrilleros frente una sola Sofía… la cosa cambia. Me dan pena los españoles. La que puede protestar es Marie, a la que estoy enfangando el apellido.

—No creas, Jorge —bromeó Mari—. Nunca se sabe lo que bulle por la mente de un francés. A lo mejor acabo pasándome a los vuestros, si me pagáis adecuadamente.

Jorge negó con la cabeza.

—¿Que una Laínez diga eso? Señor, ¡qué bajo ha caído la raza! —dijo—. Ahora en serio: agradezco mucho que te hayas prestado a vestirte así. De españoles andamos bien de número, pero lo de los franceses es otra cuestión. La gente de aquí sigue teniendo muy presente su historia. Quieren hacer de guerrilleros o de campesinos, pero en cuanto les dices que tiene que haber franchutes… Al menos nosotros somos un grupo grande, y las chicas os podéis vestir de soldado, lo que también cuenta.

Mari negó con la cabeza.

—No te preocupes, Jorge. Si ya sabes que no tengo nada en contra de Francia, fui muy feliz allí. Además, el uniforme es precioso —dijo, admirando el vibrante verde de la casaca de dragón.

—E históricamente correcto —comentó Sofía, puntillosa—. Menos mal que nos llamaron, el año pasado esto parecía un carnaval. Si es que donde estemos unos buenos recreadores…

—Hay que ser tolerante, Sofía —repuso Jorge—. Bien está lo que bien acaba. Y tampoco hubieran podido llamarnos: la última vez, todavía andábamos con trámites. Lo importante es que ahora han confiado en nosotros y tenemos que darles lo mejor.

—Ya. Eso no es muy difícil —apuntó Sofía, con cierto retintín.

Jorge, siempre bienpensante, la miró ofendido. Mari Paz no pudo evitar esconder una sonrisa. Jorge y Sofía eran parientes cercanos y, aunque anduviesen siempre a la gresca, se llevaban muy bien. En realidad, pese al estilo más directo de Sofía, los dos tenían parte de razón. Su grupo empleaba mucho tiempo y esfuerzo documentándose para que todo fuese lo más fiel posible. Era bueno que se lo reconociesen, en especial a Jorge, que se pasaba horas al teléfono discutiendo con proveedores, artesanos y sastres. Mari era novata, pero había aprendido pronto que jamás debía referirse al uniforme como «disfraz», si quería vivir para contarlo. Como le había explicado Sofía, los trajes de época llevaban mucho trabajo por delante, y la mayoría de los recreadores se los habían hecho ellos mismos, con telas y patrones antiguos. A Mari le fascinaba el resultado. Pese a su poca experiencia, era muy bello ver cómo la plaza de un pueblo se convertía por unas horas en historia viva. Había todo tipo de grupos: romanos, vikingos, medievales… Mari había empezado por el napoleónico, porque desde pequeña sentía simpatía por la figura de su tátara-tátara-tatarabuelo, pero no descartaba explorar otras épocas. Eso sí, siempre sería parte de RHEGI; le había dado mucho y le tenía un gran afecto.

—Por cierto —dijo Jorge—. Hablando de la guerra, ¿sabes que en la partida de Chaleco hubo varios dragones? Por lo visto eran del bando patriota, pero desertores. Y la guerrilla aragonesa también contó con exjosefinos. Debía de ser más común de lo que pensamos. Tengo en el coche una copia del expediente que se le formó a Chaleco por no presentarse ante el general Freyre. En la época se investigó eso. La primera página …

—Vamos, Mari, tenemos que escapar mientras podamos. No conoces bien a Jorge.

Mari Paz se echó a reír.

—Tranquila, Sofi, me gusta la historia —dijo—. Y Jorge me está abriendo los ojos. Puede que descubra que Laínez hasta cobijó franceses entre sus filas.

—¡Quién sabe! —contestó Jorge. Y, animado, agregó—: también era guerrillero.

Sofía puso los ojos en blanco.

—Jorge, no seas pesado. Mari viene aquí a relajarse, no a que me la seduzcas con tus rollos. ¿No ves que ya somos lo bastante raras sin tu ayuda? —dijo—. A este paso vas a crear un rito de iniciación, con símbolos cabalísticos y velas ardiendo.

—Me gustaría mucho oír nuestro canto ritual —comentó Mari sonriendo.

Jorge no pudo seguir la broma. Justo en ese momento, Federico, otro recreador, les llamó:

—¡A ver, los de RHEGI, hay que prepararse! ¡Que vengan los franceses!

Jorge miró cariñoso a Mari.

—Tienes que ir. Hoy utilizas el fogueo por primera vez. Es cosa seria.

—Sep —dijo Sofi con gesto de entendida—.La pólvora sigue siendo pólvora aunque vaya sin munición. Jorge, no puedes estar aquí. Tienes otro bando al que atender.

—No necesito espiaros para que os den una buena paliza. Es la historia la que lo dice, chérie.

—Ya, ya… Vas a ver cómo nos defendemos, listo.

—Inútilmente.

Jorge y Sofi siguieron discutiendo, y Mari agradeció que fuera así. En realidad, la ponía algo nerviosa utilizar un arma, pero no quería que se le notase. Estaban en Cetinilla, el pueblo de su madre, su tío y su ilustre antepasado. No podía quedar mal.

 

 

—Oíd, ¿quién ha puesto la última tienda? He tenido que desmontarla, no se puede colocar así. Tiene que estar en línea con la de los oficiales.

En medio de la formación, Mari Paz notó cómo Sofi luchaba por mantenerse serena. Pablo iba de capitán y hubiese sido poco riguroso estrangularle, así que se contuvo. Por suerte para ellos, Fede, sargento y recreador veterano, dio las primeras órdenes.

—Bien, pues ya estamos todos —dijo—. Y… sin reloj de pulsera, que es lo importante. Nada de piercings, tatuajes, ni sombra de ojos en el caso de las damas. Y el pelo bien sujeto. Quiero soldados de época.

Los recreadores se irguieron, orgullosos. A pesar de que, por su constitución, resultaba imposible confundir a las mujeres con los hombres, el grupo hacía una bonita estampa. Pablo esbozó una sonrisa comprendiendo por qué Jorge se ponía sentimental algunas veces. Aquella era su gran obra. Intentó meterse en el papel.

—Eh… Bon… —dijo en un francés que desconcertó a más de uno—. Y ahoga, como todos sabéis, esos peggos españoles necesitan un buen escagmiento. ¡Démosles su megecido!

—Pablo, ¿en qué narices estás hablando?

—Déjalo —interrumpió Cristina—. Lo que yo quiero saber es: ¿va a haber tíos buenos en ese pueblo? Porque por algo me alisté. O me dais un saqueo que rinda, o deserto.

Hubo un coro de carcajadas y Pablo se ruborizó. Pero Fede estaba allí para llamarlos al orden:

—A ver… dejemos las bromas para luego. Hay varios novatos en la línea, y quiero repasar una serie de cosas antes de que empiece el evento. Mari Paz, ¿te han explicado bien cómo funciona el arma?

Mari Paz alzó la cabeza. No esperaba que Federico la interpelase.

—Eh… más o menos —dijo—. Jorge me explicó cómo cargar.

Serio, Federico asintió.

—Recuerda: rompes el papel del cartucho con los dientes y vacías su contenido. Una parte de la pólvora se pone en la cazoleta… sí, justo ahí, cerca del gatillo. El resto se echa en el cañón. Dispara solo cuando oigas la orden. No utilizamos bala, pero el fogonazo es potente. Tienes que tener cuidado de no quemarte a ti misma ni a otro socio.

—Y lo más importante —añadió Pablo—: la baqueta. Se parece a un taco de billar, pero es de hierro, aparece mucho en películas o series antiguas cuando el protagonista saca un trabuco. Nosotros la utilizamos para retacar, es decir, para dar golpecitos a la pólvora dentro del cañón y compactarla bien antes de que se efectúe el disparo. Y… por lo que más quieras, ¡que no se te olvide dentro! Si sale disparada se convierte en una flecha, ¡y pobre del que esté delante!

—No lo haré —contestó Mari, tragando saliva—. Nada de lanzar la baqueta.

—No puedes hacerlo ni aunque lo desees —repuso Federico, y agregó—: Pablo, no andas muy al día. En muchas recreaciones de España ya no se permite baquetear, solo se hace en el extranjero y porque son más laxos, para que luego hablen.

—No iré a ninguna recreación europea —repitió Mari.

Federico esbozó una leve sonrisa.

—Tampoco puedes ser así. Waterloo y Leipzig son obras de arte. Basta con tener cuidado y recordar que, aunque seamos recreadores, siempre hay que respetar una serie de normas. ¡Y eso nos incluye a todos! —dijo mientras los artilleros lo miraban—. David, José, Hugo: vais a manejar un cañón, así que manteneos lejos del público, a este suele preocuparle bien poco su seguridad. Si le falta prudencia, demostradla vosotros.

Los tres asintieron. Con la casaca de artillería se sentían capaces de detener al planeta entero. Federico iba a añadir algo más, pero Pablo le interrumpió. Ya llegaban tarde según el programa. Fede respiró hondo.

—Muy bien. Vamos a demostrar de lo que somos capaces. ¡Soldados… Armas aaal HOMbro!

Todos obedecieron, aunque con resultados dispares. Mari Paz estuvo a punto de tirar la carabina al suelo, pero al menos no pisó a Cristina como hizo Juan. Después de que consiguieran algo de orden, Mari miró al sargento, quien parecía intranquilo.

—Este grupo necesita instrucción —dijo ceñudo.

Pablo le restó importancia:

—Somos novatos, Federico. Todos tienen su comienzo —dijo mientras buscaba al tambor—. Julián, márcanos bien el paso. Que sea algo solemne. Venga, todos conmigo: Au pas, camarade, au pas, camarade; au pas, au pas, au pas. J’aime l’oignon frit à l’huile, J’aime l’ognion[2]…

—O pas camaggade, o pas camaggade… Yem loñón fggit aluííl…

—Y encima desentonan —murmuró Cristina.

—No está tan mal. La intención es lo que cuenta —repuso Mari.

—Pues para mí no —dijo Sofía—. Esos pobres franceses no tenían idea de lo que les iba a pasar cuando llegaron a este pueblo. Y aquí estamos nosotras, dispuestas a correr su misma suerte —suspiró—: los recreadores somos raros de narices.

Mari Paz negó con la cabeza. Por mucho que Sofi se quejase, ella se sentía feliz de estar allí. Pensó en Laínez, en Moreau y en toda su tropa. Recrear era la mejor forma de traerles a la vida, y de verlos no solo como a simples enemigos, sino también como seres humanos. Tanto a los unos, como a los otros.

[2]Al paso, camarada, al paso camarada; al paso, al paso, al paso. Me gusta la cebolla frita con aceite, me gusta la cebolla porque está buena. Canción popular del ejército napoleónico, compuesta la víspera de la batalla de Marengo y adoptada un siglo más tarde por la Legión Extranjera Francesa.

3

 

 

 

 

 

—¡Eh, Christophe! ¡Christophe, ven a ver!

Hubo un sonido de vajilla rota y algunos enseres que la tropa juzgaba poco aprovechables salieron volando por el pasillo. Habían llegado hacía poco, pero el convento de San Juan ya estaba sufriendo los rigores de la guerra. Didier escuchó insultos y vio a dos dragones peleándose frente a la losa abierta de un antiguo benedictino. Los vivos habían podido escapar, no así los muertos. Por el corredor, por la capilla, por el claustro, había restos del expolio de sus camaradas. La mayoría de los «tesoros» eran hallazgos comunes, pero muy valiosos para un soldado. En las celdas, por ejemplo, Maurice había encontrado un par de botas, y había tenido que hundir la nariz a un compañero demasiado ambicioso.

Didier miró en derredor. No le gustaban los saqueos, pero resultaban útiles. Ellos vivían sobre el terreno: si este no tenía nada que ofrecerles, pasaban hambre. Por eso, los sonidos que llegaban de los cuartillos eran en realidad un intento por encontrar algo comestible. Didier vio a Benoît y a Laroche, que habían tenido suerte. Benoît llevaba una manta bajo el brazo y Laroche… Dieu, él sí que era afortunado. Didier miró la hogaza, dura y mohosa, y se sorprendió anhelándola. Sin embargo, no hizo nada al respecto. Era un superior justo y en Arroyuelos ya le había favorecido el destino. Mucho, además.

—Bien, ya veo que no habéis encontrado a nadie —dijo.

Moreau les había mandado a registrar el monasterio, por si algún español no hubiese conseguido huir.

—Joachim y los demás no han vuelto, así que iremos a la capilla —continuó—. Lefebvre necesita ayuda para descargar la pólvora y nosotros estamos ya libres. On y va.

Benoît y Laroche asintieron, dóciles, y los tres atravesaron el claustro. Pese a la pequeña fortaleza que se erigía en lo alto del pueblo, Moreau había decidido establecerse en el San Juan, más seguro y en mejor estado que el viejo castillo. La parte más sólida era precisamente aquella en la que Moreau había dispuesto un polvorín: la capilla románica. Sus muros alcanzaban el grosor de un brazo.

—¡Vamos, vamos, vamos! ¿Es que tengo que hacerlo yo todo? ¡Maurice! ¡Empuje con más fuerza el tonel!

Didier se acercó a Moreau, que estaba absorto con los preparativos. Solo allí reinaba cierta disciplina. Moreau había mandado a registrar el pueblo por secciones, para evitar que la situación se descontrolase y descubrir algún fugitivo, si lo hubiese. Pero era inútil. La mayor parte de los hombres se había quedado en el monasterio, y el resto se comportaba con menor tino e igual sensatez. Didier vio a un hombre tan borracho que le extrañó que Moreau, con su «paciencia» de siempre, no lo hubiese mandado ya azotar. Pero en cuanto se acercó, supo que tenía razones para mostrarse así.

—¡Ah, Bonhomme! —dijo Moreau satisfecho—. ¿Dispuesto a contemplar mi triunfo? Mire, vamos.

Didier miró. Por lo visto, la última avanzadilla no había tenido éxito, al menos no el que se esperaba. Joachim y sus hombres no habían podido registrar la casa consistorial porque su propia presa se les había adelantado. Un aristócrata con pinta de lechuguino miraba ahora a Moreau. Su mujer y su hijo le acompañaban, pero solo él tenía cara de susto.

—El señor alcalde…—explicó Moreau con una más que perceptible dosis de ironía—… ha venido a parlamentar con nosotros, por su propio pie. Très audacieux.Aunque yo pienso que tiene alguna explicación que darnos, ¿no cree,Bonhomme?

Didier siguió la mirada de su capitán y pudo ver a lo que se refería. Oh, sí. El pisaverde estaba en problemas.

 

 

—Entonces… no tiene idea de cómo han llegado esos caballos hasta aquí, ¿verdad?

Don Enrique Martínez, jefe y alcalde de Cetinilla, tartamudeó una débil respuesta.

—Je… Je l’ai dit, monsieur. Son de los mozos más pudientes.

Moreau sonrió. Se lo estaba pasando en grande. Didier solo había visto una expresión parecida en el gato de su granja, cuando atrapaba algún ratón.

—Ah, oui… Resulta muy curioso que olviden lo que les haría ser más veloces, a la hora de huir.

El funcionario abrió la boca y luego la volvió a cerrar. No tenía una réplica fácil: para cualquiera que conociese algo del mundo equino, resultaba obvio que esos caballos no estaban concebidos para arar ningún terreno. Don Enrique agachó la cerviz y Moreau aprovechó para continuar:

—Christophe —dijo—, tráeme el caballo de la crin negra. Sí, ese. Y usted… vaya preparándose para darme esa explicación, porque la voy a necesitar.

Didier observó la escena. Ante el mentón tembloroso de tan recio alcalde, Moreau tomó al caballo de las riendas y lo condujo hasta entre los dos. Después, demostrando una apostura no exenta de malicia, levantó gran parte de los arreos y le mostró una pequeña marca: su figura era inconfundible, al menos para un francés. Don Enrique empalideció.

—Ya ve, amigo —dijo el capitán, en castellano—, que los mozos de su pueblo marcan a las bestias con el mismo patrón que nuestra caballería. Lo cual, según pienso, no puede ser una coincidencia, ¿eh, Alexandre?

Moreau le dio una palmada al rucio y este bufó satisfecho. Alexandre… Didier pudo distinguir su nombre entre el español ininteligible. De manera que su dueño era otra de las víctimas. Pobre.

—¿Qué le parece… —continúo Moreau con un gesto más grave— qué le parece si yo le marco a usted o a este poblacho como nido de ratas y ejemplo para los traidores? Los brigands no dejan de emplear advertencias contra los nuestros. Alguien que los protege y que oculta el fruto de su rapiña se merece el mismo trato. N’ est ce pas?

El funcionario balbuceó, su miedo ya no podía disimularse. Moreau quiso sonreír, pero le interrumpieron:

—Marque a sus hombres —pidió la mujer. Hablaba con tal desdén que sus palabras tenían el efecto de un insulto—. Márquelos. Pertenecen a un pueblo criminal y cobarde que invade a otros mediante artimañas. No conozco a Laínez, pero le diré algo: si por mí fuese, le hubiera ayudado a colgar la soga.

El niño sonrió mientras Don Enrique hacía esfuerzos por no orinarse en los pantalones. Moreau guardó silencio. Al igual que su teniente, parecía estar decidiendo que aquello no era falso y que la aristócrata le había dicho lo que acababa de escuchar. Después de asumirlo, mantuvo la calma. Una calma fría, nada tranquilizadora.

—Bien se ve que las putas son más honradas que las mujeres normales —dijo—. Señora, acaba usted de descubrirse a sí misma. Pero, como le gustan tanto las cuerdas y los nudos, le diré lo que vamos a hacer. ¿Ve usted eso? —preguntó—. Son los balcones de la casa consistorial. Un edificio antiguo, y elegante: estoy seguro de que tiene las mejores vistas. Aunque no puedo confirmarlo, porque un matrimonio de imbéciles, con más ánimo que sesera, llevan queriendo entretenerme desde que llegué. —Su voz se volvió más dura—. El ejército de Napoleón no es un ingrato, señora. Sabemos de los desvelos de este pueblo para con los franceses y queremos pagárselos. Su marido será el primero que disfrute del paisaje, con una soga en la garganta y la lengua fuera. Y… le petit garçon… el mocito, también.

Didier sintió una patada en el estómago. Aunque no entendiese el idioma, los ademanes de Moreau le habían bastado para comprender su propósito y no le gustaba. Pero Dios no mostró compasión:

—¡Sargento Bonhomme! —llamó su capitán, y Didier, aunque reticente, levantó la cabeza—. Usted es el que se ha encargado hoy de bajar los cuerpos, ¿no es así?

—Oui, monsieur —contestó Didier, en un tono de voz tan bajo que hasta una tímida señorita hubiese tenido problemas para imitarle. La española lo miró con odio.

—Y esos nudos, ¿estaban bien hechos?

A Didier le temblaron las manos. Pero no tuvo más remedio que contestar.

—Oui… oui, monsieur.

Moreau asintió satisfecho.

—Bien. Pues ya que los españoles han tenido el detalle de mostrarnos su técnica, habrá que utilizarla. Me va usted a subir a lo alto del edificio con estos dos pájaros y alguno de sus compañeros. Quiero que los cuelguen alto y corto. A ver si así Laínez tiene algo que lamentar cuando regrese.

Didier no respondió. No podía dejar de mirar al chico. ¡Si su primo pequeño no debía tener siquiera sus mismos años!

—Señor —se atrevió a decir—, es muy joven.

—¡No me replique! —contestó Moreau—. ¡Cuélguelo! Aquí soy yo quien toma las decisiones. Y ya hablaremos después de su indisciplina —dijo antes de volver al castellano—. A usted no la ejecuto, señora, porque mis hombres se merecen algún tipo de premio. Son buenos mozos y a mí no me importa mantenerme al margen cuando lo necesitan. Estoy seguro de que, después de esta noche, aprenderá a depositar bien las lealtades y… la lengua. A menos, claro, que me diga dónde se esconde Laínez. Él y los suyos no pueden haber ido muy lejos, cuando los caballos están por aquí.

La dama ni pestañeó. Su actitud tenía el mismo efecto que un escupitajo, aunque más limpio y, desde luego, más solemne. Moreau apretó la mandíbula.

—Bien. Bonhomme… —advirtió.

Didier quedó paralizado detrás del chico, sin saber qué hacer. Había matado muchas veces, pero nunca a alguien tan joven. Y menos mediante una ejecución. El adolescente, que tan descarado había sido, comenzó a asustarse.

—Madre… —rogó en voz baja—. Madre, por favor.

La mujer no parecía oírle. Entre el agobio, Didier sintió cierto enfado. ¿Tan importante era el dichoso Laínez? Por lo visto, Moreau estaba pensando algo similar:

—Queda demostrado que las españolas no solo son unas zorras, sino también unas madres de mierda —dijo con cierta ironía—. Ande, Bonhomme: suba al ayuntamiento y acabe con los dos. Ya le llegará después el llanto.

—Mon capitan, ¡espere!

Sorprendido, Moreau miró a Didier y luego a la española. Esta había levantado el brazo y señalaba hacia un cobertizo, una especie de pajar para las bestias que no habían registrado a fondo. Su rostro, tenso pero firme, no dejaba lugar a dudas. Moreau esbozó una leve sonrisa.

—Así que la idea de pasar una noche con los míos no te entusiasma. Quel dommage. Laroche, Maurice, ustedes que están cerca: pinchen un poco a ver qué encuentran. No muy fuerte, que quiero la presa viva.

Felices, los dos soldados se dispusieron a clavar la bayoneta sin oír o querer hacerse responsables de la última orden. Evidentemente, quien hubiera debajo captó la amenaza. Didier observó el bulto de heno removerse, crecer, y por fin, quedar deshecho. Una mano salió de entre la hierba, y luego unos brazos y una vieja casaca. Moreau estaba exultante.

—¿Quién…? —sus ojos relampaguearon—. ¡Pero si lo conozco! Cabrón… crucé el sable contigo cerca de Burgos, ¿no te acuerdas? Eres uno de los hombres de Laínez. ¡Y bien importante, además!

El brigand guardó silencio. Por primera vez, su protectora pareció expresar algún matiz humano:

—Lo siento, Juan —dijo triste.

Juan se encogió de hombros. Moreau y él parecían tranquilos, aunque no por las mismas razones. El francés había cumplido con su tarea y el español… bueno, el español tenía que mantener cierta compostura, decidió Didier.

—Así que aquí nos vemos… Juan —repuso Moreau, entre el saludo y la burla—. Intuyo que no estás solo. Tienes cinco minutos para decirme dónde está el resto. Si no, el corregidor y el niño tendrán un nuevo camarada esta tarde.

—Somos más numerosos y llevamos mejores armas —intervino Lefebvre con altivez—. Así que no intentéis nada extraño.

Esta vez el capitán consintió la interrupción. Estaba feliz, demasiado aliviado como para molestarse por las acotaciones de su teniente. Juan esbozó una sonrisa.

—Tal vez —dijo—. Pero nosotros no nos hemos puesto a tiro.

Todo lo demás sucedió muy rápido: Didier vio cómo el gesto de Moreau se demudaba, mientras los españoles parecían desprenderse de su supuesta nobleza. La joven sonrió, el niño les dirigió una mueca insolente y el corregidor dejó atrás toda su cobardía.

—¡A ellos, Barbas! —gritó la española.

Y entonces se desató el infierno. Un disparo atravesó la plaza, potente y vengativo, y fue a incrustarse en la columna de Moreau, que se desmoronó. Juan esbozó una leve sonrisa y de un golpe, desarmó a su segundo. Lefebvre parecía demasiado novato como para sobrevivir sin su capitán y, efectivamente, no pudo hacerlo.

—¡Dadles, dadles! ¡Que no quede ningún gabacho!

El pueblo era un absoluto caos. Didier observó los balcones de la casa consistorial, desde la que continuaban lloviendo tiros, y recordó a Moreau y a esos tres fantoches que le habían impedido registrarla. Desde luego, se habían quitado la careta. Uno de sus compañeros pasó gritando:

—¡Es una trampa! ¡Es una trampa!

«Se ve que tiene la destreza de señalar lo obvio», se dijo, y desenvainó su sable. Iba a ser una lucha muy desigual. La guerrilla se había ocultado en los edificios adyacentes a la plaza y ahora era casi imposible hacerlos retroceder. Dumont, subteniente, empezó a replegarse hacia el monasterio.

—¡Es ese! ¡Ese es el francés que me iba a colgar!

Un brigand enorme se volvió hacia él. Resignado, Didier levantó su arma. No era muy creyente, pero en ese momento se sorprendió elevando una súplica a Dios: «Por favor, Señor, pase lo que pase, no permitas que me cojan con vida».

Y después, interpuso el filo y paró el primer golpe.

4

 

 

 

 

 

¡Buuuum!

Mari Paz tosió, envuelta en nubes de pólvora. Sabía que recrear era divertido, pero no esperaba que además pudiese ser agobiante. A su alrededor, el resto de sus compañeros cargaban, seguían órdenes y cumplían con el mecanismo de disparo a una velocidad pasmosa. El ataque de los españoles había sido brutal:

—¡¡¡Trahison!!! ¡¡¡Trahison!!! —empezó a gritar Fede antes de fijarse en su superior. Y continuó—: Pablo, macho, tírate al suelo, se supone que te matan.

—¿Eh? ¡Ah!

—Eso sí que es tener una muerte lenta —bromeó Mari mientras sacaba un cartucho.

—No anda muy avispado —repuso Sofi—. Como siempre.

En el suelo, Pablo abrió un ojo.

—Eh, que os estoy oyendo.

Un nuevo cañonazo resonó en la plaza y Mari agachó la cabeza.

—Los muertos no oyen… Y con esto, menos —dijo.

—Jorge debe de tener un problema en los tímpanos —rezongó Sofi—. No sé ni para qué se molestan, si en la lucha original no hubo cañones.

—Ya, pero queda más impresionante —repuso Cristina—. Y a Jorge le gusta mucho hacer de artillero.

—¿Y por qué los nuestro no…?

—¡En joue! —clamó Federico. Ahora era cuando tenía que mantener alejados a los imprudentes.

El grupo amartilló de modo muy profesional. Ningún miembro del público estaba demasiado cerca.

—Visez… ¡¡¡Feu!!!

Diez carabinas juntas vomitaron un escupitajo de fuego. El conjunto era hermoso: unidas, las armas aparentaban ser la boca de un inmenso dragón, de ahí el nombre de aquel cuerpo de caballería.

—¡Guau!

Mari Paz sonreía de oreja a oreja. Sofi se echó a reír.

—Disparar es divertido, mujer de armas tomar. Aquí no matamos a nadie. Y para ser la primera vez, has tenido suerte. Estas carabinas fallan mucho.

—¡Marchez!

Mari Paz y Sofía siguieron el sonido del tambor, que marcaba la cadencia. A su paso, el público sacaba móviles y cámaras. Gauche, gauche, gauche, droit, gauche… Mari sintió un aleteo de felicidad. ¡El esfuerzo merecía la pena!

—¡Halte! ¡¡¡Chargez!!!

Las dos volvieron a echar mano de los cartuchos. Sofi observó a su amiga cargar con más destreza y menos miedo, y sonrió.

—¡¡¡En joue…!!!

—Aprovecha, Mari —le dijo mientras las dos apuntaban—. Ahora es cuando puedes desfogarte a gusto. Después intervienen los vecinos y no les vamos a disparar, por muy de época que vayan.

—Habrá que gritarles o algo así —admitió Cristina—. Aunque no sean recreadores, tenemos que mantener el realismo. Es una pena que contra los civiles no dejen utilizar fogueo.

—Tranquila. Tampoco creo que los franceses pudiesen disparar a nadie con la que les estaba cayendo encima.

—¡¡¡Feu!!!

La salva retumbó otra vez. Unos metros más adelante, Jorge, que estaba sirviendo como combatiente entre las fuerzas españolas, se llevó la mano al pecho con un rictus dramático.

—¡Gabachos cabrones! ¡Se han cargado a nuestro jefe!

—Ya podían hacer lo mismo en la oficina…

—¡Os cogeremos con vida, franchutes!

Sofi, que volvía a cargar, baqueteó sin darse cuenta.

—Pues ojalá que sea así. Porque me debes una ronda, Hugo.

Y volvió a apretar el gatillo.

 

* * *

 

—¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! ¡Habéis deshonrado a mis hijas!

Didier aguantó al tipo, resistiendo los arañazos de aquella vieja. Sus uñas le dejaron la piel llena de regueros de sangre y supo que, de haber podido, le hubiese matado; pero no reaccionó. Él no asesinaba mujeres. Además, resultaba fácil ver que aquella estaba enloquecida por la rabia. Hizo un esfuerzo por apartarla, lejos de los hombres y de sí mismo. Tampoco quería quedar desfigurado.

—¡Sargento, mantenga la posición!

Nada más decir esto, los suyos tuvieron que resistir un nuevo embate. Dumont intentaba proteger las puertas del monasterio y muy especialmente, las del polvorín. Pero estaban perdiendo y él lo sabía. Por primera vez, Didier comprendió a sus enemigos, al morir a manos del ejército napoleónico. Esquivó un puñal y miró hacia Dumont. ¿Qué planes tendría? Para Laínez, ellos eran presas.

Al frente de la tropa, Dumont pensaba lo mismo. En realidad, la guerrilla ya los había vencido, derrotado, c’était fini: el exceso de autoconfianza de Moreau había hecho que les cogiesen con el culo al aire. Ahora solo les quedaba caer de forma digna, protegiendo los materiales y la pólvora del convoy. Su único refugio era la propia iglesia, pero si lo aprovechaban terminarían sitiándolos o algo peor. Las viejas vigas ardían con mucha facilidad.

—¡Atención! —dijo—. Acercaos a la entrada, protegedla bien, ¡no dejéis que pase nadie!

La mayoría de los hombres ya lo estaban haciendo, así que la apreciación cayó en saco roto. No obstante, aquel movimiento compacto, seguro, pareció enloquecer a sus españoles. Probablemente alguno de ellos supiera francés, quizás el cura, pensó Dumont. La idea le dejó un sabor amargo. Dieu, iba a morir a manos de aquella chusma y no en medio de la batalla, como correspondía a un caballero. Quelle merde!

 

 

Lejos del oficial, Laínez observó los movimientos agónicos de los dragones.

—¿Cargamos ya? —preguntó su segundo.

Laínez negó con la cabeza.

—No. Espera a que se abra hueco, sino solo conseguiremos perder hombres. La paciencia nos es más útil.

José asintió. Sabía lo que tramaba Laínez y, a fe suya, que estaría allí para presenciarlo. Había perdido una hermana en Arroyuelos y esos franceses iban a pagar por ello.

 

* * *

 

—¡Por tu derecha! ¡Por tu derecha, Mari!

Mari se dio la vuelta justo a tiempo para esquivar el ataque de uno de los pueblerinos más jóvenes. El niño sonrió.

—¡Muerte a los franceses! ¡Uhhhh!

Sofi hizo una mueca.

—Cogges peligo, chaval.

Lucas le respondió con una sonrisa.

—Sí, ¡ya veo los muchos que sois!

Lo cierto es que el optimismo de los franceses había provocado no pocos chistes entre los de Cetinilla. Como Jorge y los demás habían preferido ir de españoles, al final las tropas napoleónicas sí que se veían algo menguadas. Pero, según la opinión de Cris, «eso nos hace parecer más valientes».

«Y a los otros, unos abusones» añadió Mari, mientras recibía otro pelotazo.

—¡Qué infantiles! —se quejó Sofi—. ¡Tiran bolitas de papel!

—¿Preferirías piedras? —dijo Federico—. Me gusta recrear, pero hasta ese punto…

—No, hombre, piedras no, pero si tenemos que ser fieles a la época… No sé… Es que ese periódico, al menos podrían molestarse en esconder las fotos.

—Que te den con un político en la cara, eso sí que duele —se quejó Sofi—. ¡Eh, tú! ¡Con cuidado, chico!

Lucas rio y cogió otro proyectil. El pueblo se lo estaba pasando bomba. Mari había visto recreaciones más serias, pero en ninguna la gente participaba de aquella forma. Claro que eso tenía sus desventajas. Cris, que acababa de sentir otro golpe, parecía pensar lo mismo.

—¿Cuánto va a durar esto? —le preguntó a Fede—. Nos están machacando.

—No te quejes, que no hay balas y el pueblo tampoco pide tu sangre. Menudo francés estás hecho.

—Yo no voy por ahí invadiendo otros países, como Napoleón —repuso Cristina frotándose la nariz—. ¿Me vas a contestar?

Una señora se les acercó y Federico, sonriendo, hizo un amago de amenaza. Después le respondió a Cris.

—Aún queda. La gente tiene que expulsarnos hacia un lugar más amplio, donde podamos disparar el cañón sin peligro, ahora que hay gente. En la época no fue así, pero es lo mejor que podemos hacer. Protección civil no acepta excusas.

Mari, que estaba escuchando, miró hacia la calle. Las fuerzas del orden siempre destacaban en un par de vehículos, por los accidentes. Hasta entonces solo había habido algunas quemaduras y no de gravedad. Pero era tranquilizador tenerlos allí.

—Pedro sabe hacer las cosas —dijo refiriéndose al conductor de la ambulancia— ¡Atenta, Cris! ¡Vigila tu flanco!

Cris obedeció y pudo esquivar un nuevo golpe. Al menos ya faltaba poco para que aquello terminase.

A lo lejos, Juan y su «guerrilla», a quienes no rodeaba tanta gente, volvieron a preparar el cañón.

 

* * *

 

—¡Laroche! ¡No!

Pero el joven ya estaba muerto cuando Didier tiró de él. Los guerrilleros habían hecho un buen trabajo, cosiéndole a cuchilladas como si fuesen costureras y, el pobre militar, un acerico. Didier, mudo, contempló sus heridas: Laroche no se merecía aquello. Era un buen hombre, un muchacho que ni siquiera había querido estar allí. Una cólera sorda lo invadió y al siguiente brigand le dio matarile sin contemplaciones.

—¡Maldito gabacho!

Didier miró al otro con tal desdén que este soltó un gruñido. Él era Fernando, y ningún franchute se le insolentaba. Cuando se le arrojó encima, Didier lo recibió con gusto. Al fin y al cabo, todo lo que quería era matar españoles.

A escasos metros, Benoît había encontrado a un tipo con la misma forma y olor de un jabalí, y un poco más allá, Christophe intentaba proteger su flanco. Pese a que fuesen menos numerosos, Didier comprendió que estaban consiguiendo rechazarles, aunque no se podía esperar que unos perros jugasen limpio.

—¡Juan! ¡Juan! ¡Venid, ayuda!

Lo que siguió fue un tanto confuso. Didier apenas tuvo tiempo de echarse atrás antes de que una numerosa pandilla cayese sobre sus fuerzas. Forcejeó, mientras dos (¡o tres!) intentaban tumbarle en el suelo para hacer de él una masa informe. Por fortuna consiguió resistir, pero Benoît no tuvo tanta suerte.

—Putain! —escuchó Didier.

Los españoles le habían empujado, y el pobre se precipitó entre sus compañeros, arrastrando a varios en su caída. Con la avalancha, las puertas quedaron abiertas. El golpe hizo que Benoît destrozase un barril de pólvora, llenando el ambiente de un polvillo negro y olía a azufre. Didier sintió pánico.

Ahora sí que iban a tener problemas.

 

 

—Es el momento.

Esta vez Laínez asintió y se hizo cargo.

—Ese Fernando ha tenido suerte —dijo—. José, prepara al resto de nuestras fuerzas. Marcos, ya sabes lo que tienes que hacer.

 

 

—Merde!

El grito de Dumont inició el último capítulo. Al igual que habían hecho con Laroche, los guerrilleros lo destrozaron en poco tiempo mientras sus hombres intentaban taponar la nueva brecha.

—¡Conservad la posición! ¡Conservad la posición!