Pesadillas - J. L. Velázquez - E-Book

Pesadillas E-Book

J. L. Velázquez

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Beschreibung

Pesadillas es una antología de 9 cuentos de terror mexicanos. Cada historia mezcla los temores contemporáneos con figuras del folklore; ya sean fantasmas aztecas, momias de Guanajuato, el Chupacabras o incluso el Día de muertos. Los temores de la sociedad se verán encarnados en estas "Pesadillas

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Pesadillas

Pesadillas (2022)J. L. Velázquez

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Agosto 2022

ISBN: 978-607-457-773-0

Imagen de portada: UnsplashProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

·

·

Agradecimientos

Medianoche Bajo la Ciudad

En el Viento

El Último Día de Julieta Álvarez

¡Alerta Alienígena!

Fui una Momia Adolescente

Amanda

Ojos sin Alma

El Señor de la Tierra

La Calavera

·

Para Veronica, por contarme sus historias y dejarme contar las mías. 

·

“Si yo voy a hablar de un México que está produciendo muertos. Me parece inevitable hablar  de que estamos produciendo fantasmas.”
Issa López 

“Miedo… Es lo que debe tener la vida.” Caifanes

Agradecimientos

A Ramón y Laura por darme la oportunidad de publicar estas historias. 

A Victoria por ser mi mayor fan. 

Medianoche Bajo la Ciudad

Cuatro guerreros entran a las doce en punto de la madrugada al metro Zócalo de la Ciudad de México. Solo uno de ellos será el responsable de apaciguar a los Dioses.

“¡Quihúbole, mi valedor! ¿Cómo está eso de que ya te vas?” La voz resultaba irreconocible con el escándalo a su alrededor, pero Brandon sabía que su camino en la fiesta había terminado. Ya no tenía ni un solo varo para seguir pisteando con sus compas y aunque bien se hubiera arriesgado a pedir fiado, sabía que la Barbie se había puesto muy mamona los últimos días. Quizás si tuviera vicio podría intercambiarlo por otras tres miches, pero había sido lo bastante idiota para acabárselo junto al Johnny. Lo único que podía hacer era ponerse su gorra y salir con la frente en alto a lado de su amigo, aun si el propio Johnny prefería mantener la cabeza baja mientras se daba sus monas. La música se silenciaba con cada paso que daban, las calles de la ciudad perdían el color de Tepito y solo los faros amarillos les mantenían alejados de la oscuridad.

¡Cámara, mi pinche Brandon! Valió verga… ¿Ahora a donde jalamos o que chingados?

Pues ya a mi cantón wey. Mi jefa se va a emputar si no llego antes de las dos.

Que no manche… Si estas bien cerquitas. Tomas el metro en el Zócalo, ¿no?

A hueso.

¡Pus ahí ta! —Johnny entregó la mona a su amigo. —Date.

Brandon sujetó el paño escurriendo de thinner, luego lo llevó hacía su nariz e inhaló lo más que pudo. La sensación era reconfortante, como si una manta gruesa se envolviera sobre su cuerpo mientras el mundo empezaba a temblar. ¿Quién vergas necesita miches cuando se tienen monas?

Llegó el cambio de turno, su jornada había terminado y no había nada en el mundo que Javier quisiera más que llegar a su casa para caer en un pesado sueño. Jamás había salido tan tarde de su guardia y sólo deseaba encontrar el metro abierto, porque si no, se las tendría que ingeniar para llegar hasta Tasqueña. La noche era fría y nubes oscuras se posaban sobre la ciudad listas para desatar la ira de Tlaloc. La atención del hombre fue atrapada por el aroma de un puesto callejero de tacos, pero una vez que volteo vio que tenían una pequeña televisión. Al parecer el huracán Aranza había pasado a categoría cuatro, destruyendo buena parte de las costas del golfo. Los meteorólogos alertaban a la población de la ciudad por fuertes lluvias durante las siguientes dos semanas. Javier permaneció como una estatua observando la televisión, de repente sintió el frío de una gota de lluvia caer sobre su rostro. Apresuró el paso.

Doña Josefina cerró su negocio poco después de que saliera el último cliente, por lo general cerraba más temprano, pero sabía que si quería mantener a sus clientes no era buena idea apresurarlos en su cena; nada como unas quesadillas de huitlacoche y flor de calabaza para terminar la noche. La señora llegó a la estación a las doce en punto, justo a tiempo para tomar el último metro que la llevaría a su casa. Años antes su esposo solía acompañarla, pero después de su muerte tenía que ir ella sola porque sus hijos estaban demasiado ocupados con la escuela o sus propios trabajos. Muchas veces le decían que dejara de trabajar, al fin y al cabo; con la pensión de su padre y el dinero que ellos conseguían sería suficiente para mantener a su viejita, pero Josefina no era esa clase de mujer, jamás lo había sido y a sus sesenta y ocho años no empezaría a serlo. Si antes logró sacar adelante el negocio, la casa e incluso darles una educación a sus hijos, ¿por qué empezar de floja ahora?

No recordaba del todo su nombre y tampoco quien era antes de recolectar basura; todo parecía ser un sueño, pero conocía los horarios del metro como la palma de su mano. Sabía que debía tomar el metro de las doce para llegar a Pino Suarez, su hogar. Para los usuarios del metro, aquel intrincado mapa de rieles no es más que un medio de transporte, pero para él era su vida y Pino Suarez era su casa. ¿Por qué había elegido esa de entre todas las estaciones? Simple, conectaba con la línea rosa que lo podía llevar hasta Pantitlán, donde se conectaba con las líneas amarilla y café. Un recorrido a través del cual uno puede hacerse con infinidad de tesoros si sabe como y donde buscar; pero el día había terminado y al escuchar los truenos que resonaban a las afueras del metro, sabía que su hora de descansar había llegado.

Después de experimentar algo tantas veces, el ser humano tiende a tomarlo por sentado y no reconoce lo que hay en su entorno. Quizás era la mona, pero Brandon miraba la estación como lo hacía cuando era niño. Recordaba esas tardes en que su mamá lo obligaba a acompañarla hasta la Parisina del centro, siempre llegaban al metro Zócalo y el asombro infantil de Brandon se apoderaba de sus pensamientos. Veía las maquetas donde se representaba el centro de la ciudad a través del tiempo; desde el Templo Mayor, sede de la gran Tenochtitlan, hasta el Zócalo actual. Incluso ahora que las sustancias empezaban a tomar el control de su comportamiento, Brandon no despegaba la mirada de las maquetas. Chale… Pinches españoles hijos de su puta madre, hubieran dejado la pirámide como estaba y ahorita seguiríamos siendo una pinche potencia… Los pensamientos del muchacho fueron interrumpidos por el Johnny, quien lo sujetó de los hombros para llevarlo hasta el andén.

Al ver que no había perdido el metro, Javier se persignó y pidió a Dios llegar con bien a su hogar. Quería envolverse en la cama junto a su esposa antes de que la tormenta se hiciera presente, pero los truenos empezaban a resonar con fuerza, la lluvia era inminente. Solo pedía que las calles no se inundaran. El hombre se guardó las manos en los bolsillos de la chamarra y vio llegar a dos jóvenes por la derecha, su finta insinuaba que eran esa clase de personas con las que uno no desea viajar, sobre todo a esas horas; pero era tomar ese metro o nada.

Siempre que Brandon estaba por tomar algún transporte público, las miradas se situaban en él. Al principio se sentía ofendido, incluso humillado al ver que las señoras abrazaban con fuerza sus bolsos mientras él pasaba a su lado. ¿Sería por la gorra? ¿Los tatuajes? ¿Sus pantalones rotos? Pero mientras más ocurren esos juicios es más fácil aceptar que tienen razón; Brandon no quería hacerle a eso de la rateada, pero el vicio y loquear es caro, y no quería seguir pidiéndole dinero a su señora madre, ¿qué otra alternativa tiene un cabrón que con trabajo sacó la secundaria? Pero hasta eso, él no se consideraba una mala persona. Obvio que cargaba con una navaja y que casi siempre amenazaba con violencia a sus víctimas, pero no les hacía nada mientras ellos no se le pusieran al pedo. Brandon soltó un suspiro al recordar cómo tuvo que darle sus piquetes a un chavito de secundaria por ponerse al pedo y no soltar el cel. No era la gran cosa, solo le dieron ciento cincuenta varos en el monte, pero quizás la preocupación del morro era por las nudes que se cargaba. El joven soltó una risilla y Johnny le acompañó, aun si no tenía idea de que se estaban riendo.

La llegada a la estación fue alertada por el característico pitido electrónico del metro. El tren entró al andén con una brisa que sacudió las faldas de doña Josefina, sintió el frío recorrer sus piernas y los vellos de su cuerpo se erizaron por completo. Las puertas del vagón se abrieron; por lo general los horarios extremos tienden a ser las mejores horas para abordar si se busca encontrar asientos vacíos y Josefina pensó que así sería esa noche, pero junto a ella entraron un hombre que tenía toda la finta de ser policía y dos muchachos de esos que la obligaban a andarse con cuidado. Menos mal que el poli ahí estaba.

Una vez más se escuchó el pitido del metro, las puertas estuvieron a poco de cerrarse cuando entró de golpe el recolector, sobre su espalda cargaba cual Pípila con un sacó repleto de basura. Las puertas se cerraron y cada uno de ellos tomó asiento.

Johnny había guardado la mona desde que llegaron al andén y vieron al hombre cuyo aspecto indicaba que era poli; aunque no estaba seguro, era mejor no arriesgarse. Brandon se sentó a lado de su valedor, su cuerpo seguía deseando las miches, el vicio, la mona… Quizás cuando se fuera el pendejo ese podría sacarle un varo a la ruca con su navaja, claro que existía la posibilidad de que el vago la armara de pedo, pero nunca le había tocado ver algo así. Recordaba esa vez que se subió con su carnal el Chocorrol a una combi allá por el estadio, ese wey acababa de salir del tambo y necesitaba varo. Fue la única vez que vio a uno de sus carnales usar un arma, ese wey se alocó cuando una morra no quiso caerse con el cel y le dio un chingadazo que la dejó en el suelo junto a un charco de sangre. Sacaron quinientos varos. Las armas son muy útiles para eso, pero el pedo es tener que disparar; no sabes con cuantas lavadas se quitará la sangre de tu playera del Barsa.

Las puertas estaban cerradas y el pitido electrónico se escuchó, pero el metro no avanzó. Aún estando encerrados en el vagón, retumbaron los truenos, luego empezó la lluvia como un diluvio que no podía detenerse. “¡Puta madre!” La exclamación de Brandon se ganó la atención del resto de los pasajeros, Josefina abrazó su bolsa con fuerza mientras era observada por el recolector, él le entregó una sonrisa que buscaba ser dulce. Javier se acomodó sobre su asiento, podía tomar una breve siesta en lo que se arreglaban las cosas, pues seguro que la lluvia impedía la salida del metro.

Fue entonces que las luces parpadearon, a través de las bocinas se escuchó lo que sería un sonido similar al de un cuerno prehispánico. Se escuchó un silbato tan agudo que bien pudo pasar por ser un grito desesperado. El silencio tomó posición del vagón y una voz rasposa susurró: “Tlamanalistli… Tlamanalistli… ¡Tlamanalistli!”

Aunado a los efectos del solvente en su sistema, Johnny se levantó despavorido del asiento, corriendo desesperado el joven llegó a la puerta del vagón; esta se abrió y frente a él estaba lo que solo podría describirse como un Dios antiguo; una figura oscura vestida en plumas, huesos y joyas de jade tan brillantes que deslumbraron al Johnny. El gigante levantó los brazos por encima de su cabeza, los músculos se tensaron en su piel morena y con un golpe certero dejó caer un macuahuitl en la cabeza de Johnny. El cráneo del muchacho se destrozó por completo ante las hojas de obsidiana, pedazos de su cerebro salpicaron el vagón y la sangre escurría cual catarata a través de su cuerpo. El gigante se dio media vuelta, sujetándolo de una pierna sacó el cuerpo espasmódico de Johnny. Las puertas se cerraron. Todos estaban en shock, luego empezaron los gritos.

¿Qué putas madres acababa de pasar? Hacía apenas unos segundos había estado sentado junto a su valedor esperando a que el metro avanzara… Ahora ya no estaba y el único rastro que quedaba del buen Johnny eran sus sesos desparramados alrededor de la puerta plegable. Las luces del vagón se fueron por completo, los gritos de desesperación cesaron. El recolector fue el primero en notarlo, pero no era la primera vez que una alucinación le hacía malas jugadas. En el andén empezaron a encenderse antorchas, se escucharon los cuernos y tambores, figuras envueltas en la oscuridad empezaron a acercarse.

No había sentido esa clase de miedo desde la vez que le detectaron cáncer, su corazón latía con fuerza y casi por instinto doña Josefina empezó a rezar. “Santa María, madre de Dios, bendita eres entre todas las mujeres…” La vez del cáncer había sido un tumor de gran tamaño en su seno derecho, tomó sus quimioterapias, pero la enfermedad se había extendido demasiado y la única manera de salvarle la vida era con una mastectomía. En aquel entonces el miedo se había apoderado de ella y sentía que tenía sus días contados, como el presidiario que espera por la silla eléctrica, doña Josefina se sentía acorralada. Le tomó mucho tiempo poder asimilarlo, pero pensó en sus hijos, en su difunto esposo… Aquella vez no le quedó de otra más que enfrentarse al cáncer con todo el valor que tenía, hacerle frente a la cirugía y seguir como el ejemplo de lucha que siempre había querido darles a sus hijos. Le quitaron el seno derecho, pero su corazón se había vuelto más fuerte. Debía ser fuerte otra vez, una vez más debía hacer frente al temor.

El silbato agudo se apoderó del silencio y entraron cuatro figuras cargando en sus manos cráneos de barro repletos de brasas ardientes; mostraron los cráneos frente al vagón y el silencio volvió.

¿Qué hijos de su rechingada madre acaba de pasar? —Fue Brandon el primero en hacerse notar.

No tengo idea. —Javier sacó su teléfono para llamar a la policía, pero la señal estaba muerta por completo — No hay señal…

¡Puta madre! ¿Nos quieren chingar putos? —Brandon empezó a gritar hacia las siluetas oscuras mientras sacaba la navaja de su cangurera.

Las siluetas permanecieron estáticas. Una vez más la voz extraña pudo escucharse “¡Tlamanalistli!” Como si fueran velas encima de un pastel, todas las antorchas se apagaron de una ventisca. Solo los cráneos permanecieron encendidos en llamas.

¡Hay que salir de aquí chingada madre! ¡Órale, hijos de la chingada!

Tranquilo… Todos debemos tranquilizarnos. ¿Cómo te llamas?

Brandon.

Un gusto, yo soy Javier. —Extendiendo una mano hacía la señora que seguía sentada y con las manos sujetadas entre sí. —¿Usted es?

Josefina López.

Un gusto señora. —Javier entregó su mano hacia el cuarto pasajero. —¿Y usted?

El recolector no podía hablar, estaba demasiado consternado como para decir una sola palabra; por un momento se sintió conectado con los demás, como si por unos breves instantes todos tuvieran las mismas alucinaciones que de vez en cuando él solía tener. Se ponía a recordar cuando caminaba entre las estaciones del metro y la gente lo observaba fijo, algunos con desprecio, otros con temor e incluso con lastima. De vez en cuando alguien se atrevía a darle una moneda o si era un día con suerte se atrevían a invitarle un taco. A pesar de ello, de esas buenas acciones, él no dejaba de ser un sobreviviente. Entre los breves recuerdos de su vida antes de la recolección se acordaba de hospitales y médicos, enfermeras que lo llenaban de sedantes para evitar las alucinaciones. Hace unos años un amigo recolector se durmió en las vías del metro, no supieron que estaba ahí hasta que los vagones lo convirtieron en pulpa. Muchos decían que había sido un accidente, pero él sabía que no todos sus compañeros disfrutaban de la recolección y algunos preferían ese camino. Él también había pensado en eso, durante muchos días lo había pensado, siempre que despertaba y siempre que se iba a dormir; pero su conclusión era que prefería seguir recolectando, seguir buscando un lugar en este mundo para él, aún si la tarea era en suma difícil.

Muy bien… Debemos hacer algo, aquí abajo no hay señal y…

¿Y qué? Yo digo que abramos las pinches puertas y entre todos les pongamos en su pinche madre a estos putos. ¿Viste lo que le hicieron al wey que venía contigo?

¡Pus por eso cabrón! Hay que tronarlos.

Son más que nosotros, no vamos a poder con todos.

¡Eres la tira, wey! ¡Saca la fusca!

¡No soy y no traigo nada!

¿Entonces qué vamos a hacer?

Una vez más el silencio se apoderó del vagón, los sonidos de la lluvia resonaban con fuerza sobre sus cabezas. Los relámpagos eran tan violentos que parecían el grito desgarrador de un Dios enojado exigiendo tributos de sangre. Javier se limpió el sudor de la frente, no sabía qué hacer… Tenía mucho que no se sentía así de perdido, por lo menos no desde el accidente de su hermano, cuando ocurren esa clase de cosas uno no suele estar preparado y peor si tiene que tomar de la noche a la mañana una responsabilidad tan grande como son los hijos. Javier miró a su alrededor, a los rostros que parecían estar solo delineados con el brillo anaranjado de las calaveras afuera del vagón. No podían terminar todos igual que el pobre muchacho que perdió la cabeza, tenían que actuar y de momento él era el indicado para buscar alguna solución.

Propongo que busquemos a más personas en los otros vagones.

¿Qué?

Si. Puede que haya más gente y si la idea es escapar, lo mejor que podemos hacer es sacar a todos los que podamos. Además de que seríamos más para defendernos en caso de que nos ataquen. Puede que tú y la señora vayan a la parte de atrás, mientras que él y yo vamos enfrente.

Una vez más el silencio respondió por todos. Nadie estaba seguro de que hacer, lo único que quedaba era llegar a un acuerdo y el primero en hacerlo al asentir fue el recolector.

Muy bien, entonces buscamos a la gente y nos volvemos a ver acá.

Las parejas se separaron y fuera del vagón las sombras seguían congregandose, como misa de domingo en la mañana.

Entre la oscuridad del metro, Javier seguía pensando en sus sobrinos. Recordaba el dicho popular: “Dios obra de maneras misteriosas.” Era como esas historias donde se cumplían los deseos de las personas, pero sin tomar en consideración sus consecuencias; pues desde su boda hacía diez años, Javier y su esposa habían intentado muchas veces tener hijos, solo para encontrarse al mes siguiente que el periodo de Alma se veía ininterrumpido. Muchas veces sus amigos y familiares les recomendaron hacerse una prueba de fertilidad, pero ni el salario de él, ni el de ella podía costearles dicho lujo. Juntos le rogaron a Dios, a la Virgen y a los ángeles por una oportunidad de ser padres; de cumplir ese deseo que tanto añoraban.

Hasta que se cumplió. No por obra de sus intentos constantes, si no por la muerte de su hermano y cuñada. La pareja había muerto en un accidente de carro hacía cinco años, dejando atrás a dos pequeños que apenas tenían dos años; su deseo se había cumplido cuando el DIF les pidió a ellos volverse los tutores legales de los niños… Más que un dicho popular, parecía ser una verdad agridulce; es cierto que Dios obra de maneras misteriosas.

El metro estaba vacío, ni siquiera en el vagón de mujeres se encontraba una sola persona. Brandon seguía sin comprender que chingados estaba pasando, jamás se había metido cuadros, pero por los testimonios de sus carnales en la Merced sabía que a veces los viajes podían ser peligrosos. Tal vez algún verguero había metido algo en esa última miche que se tomó y todo lo que estaba ocurriendo no eran más que ilusiones causadas por el ácido, quizás en el mundo real estaba cabeceando junto al Johnny mientras el metro seguía su recorrido. Una vez más el grito de los relámpagos azotó contra la Ciudad. Si todo era una alucinación, estaba seguro de que era la alucinación más real que hubiera experimentado, incluso a comparación de la vez en que su amigo había visto al mismísimo Diablo hablándole desde la ventana.

¡Hola! ¿Hay alguien? —La voz de doña Josefina fue como un eco a través de los vagones.

La voz de la ruca le recordaba a su abuela, aunque no estaba seguro de cómo se sentía con eso. No tenía la más mínima idea de quién era su padre, en su vida solo hubo dos personas importantes, su madre y su abuela; había sido un niño consentido, aunque no de la manera en que lo era la gente de dinero, pues si bien su madre nunca hizo el dinero suficiente para cumplir sus deseos, si tenía el gusto de darse ciertos lujos que otros niños de la cuadra no podían. De la misma manera ese consentimiento lo había llevado de la mano con una sobreprotección que flaqueó después de que él empezó a irse solo a la secundaria. Durante todos sus años de primaria fue dejado y recogido por su madre a la entrada de la escuela, una vez que perdió esa vigilancia, Brandon aprovechó su libertad para irse de pinta con los amigos. Al principio se paseaban por las calles sin mucho que hacer; pero luego empezaron a encontrar pasatiempos que fueron desde las maquinitas, al consumo de mariguana y thinner.

Javier y el recolector llegaron al primer vagón, esperaban encontrarse con la cabina de manejo guardando al conductor, pero en lugar de eso se encontraron una escena similar a la que había acontecido frente a sus ojos hacía apenas unos segundos. El vagón estaba salpicado de sangre y la puerta de la cabina abierta por completo. El temor se asentó en ambos, pero no lo suficiente como para ponerse a gritar, solo permanecieron en silencio petrificados. No era la primera vez que el recolector veía algo así y su respuesta ante estas situaciones era indudable para mantener la calma; bajar la mirada. La sangre había formado un espeso charco negro que comenzó a acercarse a sus zapatos rotos, dio dos pasos hacia atrás y entre los asientos alcanzó a ver la cabeza del conductor; una mueca de horror había quedado plasmada en su rostro, con la mandíbula desencajada y los hilos de sangre que escurrían a través del asiento en que estaba situada. El recolector soltó un grito, seguido por un espasmo que sacudió por completo su cuerpo, lo suficiente para que la basura de su costal se salpicara alrededor de él. Javier no estaba seguro de querer ver lo que había visto su compañero, seguía pensando en sus sobrinos.

Fue difícil explicar a Leslie y Rodrigo lo que había sucedido con sus padres, pues si bien uno espera morir antes que sus hijos, no se considera la posibilidad de dejarlos huérfanos a una edad tan temprana. La paternidad lo había tomado por sorpresa, su deseo cumplido y el sueldo de un guardia de seguridad ya no era suficiente para mantener a la familia. Las bocas para alimentar se habían duplicado, pero no solo era pensar en comida, también en buscar un departamento que pudiera acomodarlos, una escuela pública que a pesar de todo seguía exigiendo los gastos de un uniforme y materiales. Muchas veces había escuchado de esos “gurús del éxito” que el punto estaba en trabajar más y ganar más dinero, que aprendiera a invertir y “poner a trabajar el dinero”, pero al igual que todo en la vida eso era más fácil decirlo que hacerlo. No le quedaba de otra que trabajar lo más que pudiera y buscar entre sus ratos libres un momento para crear esa relación de paternidad que tanto había deseado. Le gustaba llegar a la casa con los abrazos de sus sobrinos; que le contaran como les fue en la escuela o las aventuras que habían vivido antes de su llegada. No quería contaminar esos recuerdos amables con lo que sea que había visto el recolector.

La oscuridad de los vagones y la voz de la ruca seguían despertando emociones en Brandon. Lo obligaban a recordar esa infancia en que la oscuridad era el más grande temor que tenía, cuando empezaba a llorar durante la madrugada y la única persona que atendía sus llantos era la abuela; ella lo sujetaba en sus cándidos brazos mientras le cantaba una canción de cuna, lo arropaba con su chal y le aseguraba que todo estaría bien. Que no había nada que temer. Cuando ella murió, una parte de él se fue junto a ella, por ella había jurado que arreglaría su camino, pero era malo manteniendo juramentos. Un día después del velorio, Brandon fue a una peda donde terminó apestando a alcohol, mariguana, thinner, vómito, orina… Menos mal que las lágrimas no tenían aroma.

Habían llegado al final del metro, todo estaba vacío. No tenían de otra más que regresar e idear un nuevo plan de escape, aunque a doña Josefina no se le ocurría nada. Fue entonces que sintió la navaja rozar con su cuerpo.

Cámara ruca, ya se la sabe. Cáigase con todo lo que trae o la chingo. —La voz de Brandon no era más que un susurro.

Aquí había la oportunidad de hacerse con varo, luego saldría del metro y aunque hubiera muchos allá afuera, él sabía que era más rápido; siempre había sido el más rápido, incluso cuando la tira los perseguía, él siempre salía bien librado.

“¿En serio este hijo de la chingada se atreve a robar en estos momentos?” Fue lo que pensó doña Josefina mientras sentía la hoja del cuchillo tocando sus costillas, habiendo peligros mayores jamás imaginó que alguien sería tan estúpido como para ponerse en contra de la situación. Sintió las manos del ratero rodear su cuerpo mientras trataba de alcanzar su bolso. Debía pensar rápido. El brazo que cruzó sobre su cuerpo lo hizo por encima de la cicatriz que había dejado la mastectomía, debía actuar rápido.

Cuando alguien se pone al pedo durante un robo suele tomar desprevenido al asaltante, pero tampoco era algo inesperado. Con el morrillo de secundaria Brandon no había tenido el más mínimo problema, pero estar cara a cara con aquella doña era algo que lo movió en alguna parte de su corazón. Vio a la ruca darse la vuelta y antes de que él pudiera reaccionar, ella empezó a soltarle golpes con su bolso. No eran golpes fuertes, pero sí pesados.

¡Ayúdenme! ¡Este hijo de la chingada!

Una vez más aquella voz que lo hacía sentirse pequeño; como si no fuera más que un niño asustado. Brandon sujetó la navaja con fuerza y lanzó su brazo contra la atacante.

Cuando doña Josefina sintió el frío del metal atravesar su cuello, ya había sido tarde. Brandon sacó la navaja y la sangre empezó a escurrir a través del cuerpo de la señora. Josefina se llevó ambas manos a la herida, podía sentir entre sus dedos la sangre y el aire que salían disparados desde su cuello. Brandon no lo toleraba, era como ver morir a su abuela una vez más, lo peor era que esta vez había sido por su propia mano. Reconocía el terror en la mirada de la ruca, podía escuchar las arcadas de sangre suplicantes por oxígeno. Tenía miedo y su mejor solución fue quitarse la chamarra para cubrir el rostro de la víctima. Doña Josefina no quería morir en la oscuridad, pero Brandon fue lo bastante fuerte para evitar que se quitara la chamarra del rostro. Claro que no había mucho que pudiera hacer para silenciarla, pero pronto el cuerpo dejó de emitir sonidos.

En los ojos del joven empezaron a fluir las lágrimas, pero al alzar la mirada se dio cuenta de algo. Un trueno volvió a azotar contra la ciudad y la lluvia caía con tanta fuerza que parecieran las carcajadas de dioses cuyo sentido del humor estaba más allá de los estándares morales. Brandon vio como una de las siluetas que sostenía uno de los cráneos dejó caer su antorcha, el barro se destrozó al tocar el suelo y las brasas se extendieron hasta hacerse cenizas. Quedaban tres cráneos encendidos. Tres pasajeros en el metro. Brandon entendió lo que debía hacer.

Los gritos de doña Josefina alertaron a los hombres y su eco llegó hacía ellos como un conjuro espectral. El recolector tenía miedo, no quería saber lo que habían encontrado allá atrás, muchas veces había visto la violencia de la que algunas personas eran capaces, en especial cuando se trataba de gente como él y no quería experimentarla por su cuenta. Como un niño asustado, el recolector se acurruco entre los asientos del vagón, acomodó su costal de basura frente a él como un escudo.

Hubiera sido una hipocresía que Javier sintiera pena por los actos cobardes del recolector, porque viendo lo que había ocurrido con el joven y el conductor, él mismo estaba dispuesto a tomar refugio junto a aquel vago. Los gritos de la señora se apagaron, en su lugar un eco jadeante que pronto fue silenciado. Fue el ruido de la calavera estrellándose contra el piso lo que llamó la atención de Javier, ¿qué quería decir eso?

Brandon caminó por el metro con la navaja en la mano, la sangre aún escurría a través de sus dedos y sentía su corazón acelerarse. Había comprendido lo que tenía que hacer, no era algo que disfrutara, pero si quería sobrevivir era la única manera. Johnny no había querido seguir las reglas del juego y eso lo había terminado matando, pero tan pronto como él se tronó a la ruca una de las cuatro calaveras fue destruida. Solo debía chingarse a los otros dos pendejos para ganarse su premio de escape. No estaba seguro de que clase de audiencia enferma los observaba, pero si querían sangre, eso es lo que les daría.

Todo era tan extraño, tan irreal, que ni siquiera ver la silueta del muchacho acercándose a él lo sacó de ese trance. Javier no sabía qué hacer. Con cada paso el muchacho se acercaba más y el brillo de las calaveras fue iluminándolo con su resplandor naranja, Javier pudo ver que un líquido espeso y oscuro escurría entre las manos del joven. No podía quedarse ahí a la espera de encontrarse con él, debía actuar como lo había hecho ya tantas veces.

Brandon sabía que no iba a ser una tarea fácil, si la pinche ruca se le puso al pedo, ¿qué podía esperar de los otros pendejos? En especial considerando que uno de ellos podía ser poli. Debía ser más rápido y listo que ellos. Como un jaguar que se arroja contra su presa, el muchacho salió disparado con la navaja en dirección a Javier.

La tacleada fue inesperada, Javier sintió la navaja humedecida por la sangre de doña Josefina rompiendo su chamarra y agradecía a Dios por los días fríos que lo habían obligado a usar una prenda tan gruesa. Ambos cayeron al suelo, el golpe sacudió el vagón y los forcejeos hicieron que ambos se embarraran con la sangre que alguna vez había sido del conductor. Brandon sentía los latidos de su corazón como los golpes de un animal encerrado en su pecho, ni siquiera la coca más cara que sus carnales le hubieran ofrecido podía compararse a aquella emoción.

El recolector sentía que todo a su alrededor era parte de las alucinaciones, que en cualquier momento el recuerdo borroso de una enfermera llegaría para inyectar su brazo con un calmante y que despertaría en las entrañas del hospital; jamás creyó que la idea de volver al psiquiátrico hubiera sido tan atractiva.

Brandon apretaba la navaja con fuerza para evitar que se saliera de su agarre, sabía que era mejor soltar golpes rápidos que soltar golpes fuertes. Lo había aprendido a la mala la primera vez que un dealer se le puso al pedo, pues pensó que un golpe fuerte bien asestado le daría la victoria. Pero el dealer evadió el golpe y Brandon cayó de hocico al pavimento, bastaron algunas patadas de su víctima para dejarlo sangrando a mitad de la calle. Solo recuerda haber llegado a su casa siendo recibido por el llanto de su abuelita. No quería que ella lo viera así…

Javier había logrado evadir dos o tres puñaladas, pero estaba seguro de que en cualquier momento la navaja asestaría en su blanco y a pesar de que no era un hombre del todo inteligente, una vez más fue el instinto lo que lo salvó. Brandon soltó la navaja con fuerza sobre el pecho de Javier, la suficiente para asegurar un golpe letal, pero en lugar de escuchar el gemido que hace una persona al morir; Brandon escuchó el grito desgarrado del supuesto policía. La navaja había penetrado su carne hasta atorarse entre los huesos de su antebrazo, podía sentir el metal que raspaba contra el hueso mientras la tibieza de su sangre escurría a través de la chamarra y su piel. La sorpresa tomaba lugar en el rostro de Brandon y Javier sabía que esa era su oportunidad de escapar.

Sintió la rodilla del poli golpearlo en los huevos, un golpe tan certero que lo convirtió en peso muerto durante breves instantes. Si bien el ruco había logrado escapar, Brandon no había soltado su cuchillo ni por un momento, sabía que si quería librarla debía mantenerse armado.

La herida en su brazo izquierdo le empezaba a adormecer la mano, la sangre recorría sus dedos hasta gotear en el piso del vagón, y ni hablar del punzante dolor que había desgarrado su carne. Debía escapar, tenía que volver a casa esa noche junto a su esposa y ayudarla lo más que pudiera, no estaba dispuesto a dejarla sola. Con el rabillo del ojo alcanzó a ver al recolector acurrucado entre los asientos, era como observar a un niño que teme por el regaño de sus padres. Javier extendió su brazo bueno al vago y exclamó: “¡Vámonos!”

Ahí, el recolector encontraba esa agradable sensación de reconocimiento; pocas veces alguien se atrevía a extenderle la mano a alguien como él. Con ayuda del hombre, el recolector se levantó de su escondite y corrieron a través del metro. Lo único malo era que ahora se sentía culpable por no haberle ayudado durante el forcejeo que terminó por lastimarle el brazo.

“¡Se van a morir pinches putos!” La voz del muchacho resonaba por los vagones como un eco espectral. Afuera del vagón se escuchaban los cuernos rugiendo y entre sus sonidos el ritmo de una palabra: “Tlamanalistli.” Javier miraba por las ventanillas que el grupo de sombras empezaba una danza de humo y antorchas, a través del brillo anaranjado de las flamas se observaban plumas, joyería pesada, pieles desnudas, cuencos, tatuajes y cráneos. La palabra seguía rumiando alrededor del metro “Tlamanalistli… Tlamanalistli… Tlamanalistli… ”

El dolor era como una punzada de electricidad atravesando su cuerpo, como si una descarga de cien mil voltios estuviera cruzando desde sus huevos y hasta el abdomen. Quería vomitar, el vagón le daba vueltas como si hubiera empedado por una semana entera, pero su ira era superior. Todavía podía sentir el mango de su navaja apretado con fuerza, la sangre del pinche policía escurriendo a través de sus dedos. “Tlamanalistli… ” El sonido del silbato que gritaba recorrió el metro apuñalando los oídos hasta ser silenciado por un trueno que obligaba a recordar la tormenta. Al levantarse, Brandon se acomodó los huevos con el cariño que tendría al sujetar algún animal pequeño; un calor extraño empezaba a crecer en su ingle y hasta su abdomen, no estaba seguro si era dolor u odio. Quizás una mezcla de ambos.

“¿Qué chingados hacemos? ¿Qué putas madres hacemos?” Las palabras seguían en la mente de Javier; una parte de él sabía lo que tenían que hacer, pero la otra se negaba. Sabía mejor que nadie que no estaba dispuesto a hacerlo. El sudor hacía que su ropa empezará a pegarse con la piel, el hedor metálico de la sangre le asqueaba y los mareos que sentiría después de algunas cubas con sus compadres se hacían presentes. “Sé que estos hijos de su pinche madre no nos van a dejar salir… ¿Pero en serio quieren eso? ¿Cómo esperan que un cabrón como yo maté a estos dos?” Las piernas le temblaban y el dolor del brazo había evolucionado a un adormecimiento que le asustaba… “¿Ahora voy a perder el pinche brazo? Leslie… Rodrigo… Alma… ¡Alma!”

Con ayuda del brillo anaranjado, el recolector pudo notar el rostro de aquel hombre que le había salvado. Empezaban esos síntomas que recordaba haber visto en sus compañeros recolectores; los labios empezaban a temblar, la saliva buscaba escurrir por las comisuras de la boca y gotas de sudor cada vez más grandes recorrían el rostro del pobre hombre. Era irónico que a pesar de haber pasado una amplia parte de su vida en el hospital, el recolector hubiera aprendido más de salud y cuidados estando en la calle. Y si algo había aprendido de esos años, era que esa clase de semblante solo podía significar malas noticias.

“¡Los voy a chingar putos! ¡Ya valieron madre!” Aquella amenaza salió de la boca de Brandon como el rugido de una bestia salvaje. Lo importante era chingarse a esos dos pendejos para poder salir hecho la verga del pinche vagón. Brandon había logrado ponerse en pie, pero sus pasos eran suaves y a pesar del odio que lo consumía, su ingle no estaba dispuesta a acelerar el movimiento. Algunas veces sentía que los pensamientos le traicionaban y llegaban a su cabeza imágenes que en su conciencia jamás hubiera querido recordar… El rostro de su mamá. Una mujer santa que se partía la madre para darle a su hijo una vida digna; el mundo les había hecho una mala jugada al evitar que esa mujer maravillosa pudiera pasar más tiempo con su hijo. Siempre en el trabajo, siempre agotada, siempre con la expresión de tristeza y desánimo que uno encuentra en la desesperanza. Pero si se encontraban sus miradas… El rostro radiante de aquella mujer se iluminaba y el corazón de Brandon se llenaba de luz; siempre que estaban juntos todo era felicidad, ni un solo regaño, ni un castigo; ni siquiera cuando él mismo le daba razones para merecerlos. Las mujeres de su vida eran Santas y ningún culto tenía a una divinidad tan prodigiosa como ellas. En el lado izquierdo del cuello Brandon se había tatuado a la Santísima Muerte, pero los nombres de su mamá y su abuelita ocupaban un omóplato cada uno.

Los gritos del muchacho fueron suficiente para poner alerta a Javier. El estruendo de la lluvia había impedido que se entendiera lo que había querido decir, pero un tono hostil es igual en cualquier lengua del mundo. El recolector apretó con fuerza su costal y lo acomodó sobre su hombro como si de un garrote se tratara. Por breves instantes Javier lo comparó con el Capitán Cavernícola y una ligera sonrisa se hizo presente en su rostro.

El dolor empezaba a menguar, los músculos de su ingle comenzaban a sentirse tibios y la punzada que atacaba sus huevos había desaparecido. Brandon aceleró, cada paso era una zancada y a pesar de que sus manos estaban sudando, jamás había tenido tanto control de su navaja. No estaba seguro de cómo reaccionaría una vez que esos imbéciles estuvieran muertos, pero esperaba que la pesadilla se terminara. Que las sombras se disiparan para poder salir del pinche metro e irse a su cantón, aunque fuera a pata.

El recolector seguía sin estar del todo seguro de que estaba pasando, de lo que era real o no. Sabía que aquel hombre herido junto a él era real, podía sentir su presencia y escuchar el agitado ritmo de su respiración; fuera de eso, todo lo demás podía ponerlo en duda: Las luces anaranjadas provenientes de cráneos oscuros, las sombras danzantes que se sacudían alrededor del vagón… Incluso aquella silueta amenazante que gritaba despavorido y se acercaba para atacar. ¿Acaso era un demonio? ¿Un dragón? ¿Un monstruo proveniente de las profundidades marinas? ¿El mismísimo Conde Drácula en busca de sangre fresca? No podía decirlo, las luces eran pocas y el rostro de la bestia se ocultaba tras un velo de sombras. Solo podía apretar su costal a la espera del enfrentamiento.

Recordaba, hacía no mucho que había tenido un encuentro así a mitad de la madrugada en la estación de Bellas Artes; lo despertaron los gritos de un lunático corriendo por las vías del metro. Por un momento llegó a pensar que se trataba de una memoria del hospital, porque ahí les encantaba despertarse a mitad de la noche gritando, pero no fue así, pues en la oscuridad el recolector no podía ver a aquel desesperado que aullaba entre los túneles. Todo eran sombras, como si el abismo se hubiera tragado cada rastro de luz y la negrura lo envolviera. Recordaba que se asomó a las vías con cuidado, trato de agudizar su visión, pero el negro era tan profundo que ni siquiera unas gafas de visión nocturna hubiesen funcionado. Pero los gritos seguían.

No podía entender lo que decía, o quizás su memoria fallaba en recordar los desvaríos de aquel hombre perdido entre los túneles; pero sabía que en ese momento empezó la alucinación. Un brillo anaranjado empezó a crecer al fondo del túnel, como si un incendio se estuviera propagando bajo tierra. Fue entonces que vio la silueta del lunático, los gritos seguían y a la par aquella sombra sacudía sus brazos en desesperación; le recordó esos momentos en el hospital cuando decidía desnudarse y recorrer los pasillos hasta que un guardia lo atrapara. Aquella silueta de su imaginación fue atrapada por una turba de sombras que parecían monstruos; plumas, cráneos, penachos… Aquellas sombras se hicieron con el desesperado, los gritos eran tales que no parecían provenir de una garganta humana. Las sombras de los monstruos se juntaron lo suficiente para crear una masa oscura cuyo delineado se limitaba al brillo naranja que empezaba a apagarse. Los gritos se alejaban, el color en la oscuridad se apagó y el negro volvió a reinar entre las tripas de la ciudad. Aquella noche, el recolector decidió acomodarse en silencio hasta recobrar el sueño.

Si su mente no le fallaba, esas sombras que rodeaban el metro eran resultado de su imaginación. Pero la criatura salvaje que se acercaba era real.

Nunca había sido el vato inteligente de la escuela, ni siquiera de su salón, pero Brandon era un genio de la calle y sabía que la única amenaza en el metro era el pinche poli, una vez que se lo tasajeara, el vago sería fácil. A menos de dos metros de alcanzar a su presa, Brandon sentía los músculos de sus piernas como piedra y dio el salto con la navaja frente a él. Listo para acertar el golpe de gracia. Incluso creía sentir la sangre al momento de enterrar la hoja afilada.

El golpe fue como si un relámpago de la tormenta atravesara el techo del metro y se acomodara con fuerza en el rostro de Brandon. En lugar de la sangre salpicando sus labios, fue el costal de basura lo que hizo contacto con su cara.

Javier se dejó caer sobre una de las bancas mientras se sujetaba de un tubo helado con su brazo bueno, el movimiento fue rápido y la basura que saltó a través del vagón le cegó por breves instantes. Alma y los niños paseaban en su mente como aquellas sombras que rodeaban el vagón. Si bien su trabajo podía ponerle en riesgo durante numerosas ocasiones, la verdad era que jamás había estado en una situación como aquella. La sangre, los mareos y el adormecimiento de su mano eran cosas nuevas para él, sensaciones que hubiera preferido evitar. Solo quería estar en su casa junto a su familia, ¿acaso era eso mucho pedir? Quizás llegar en el momento justo para disfrutar una comida caliente mientras escuchaba las historias escolares de sus pequeños… Obvio que, aunque saliera con vida de aquel vagón, las posibilidades de ver a su esposa con un guisado recién hecho y a sus hijos haciendo la tarea eran pocas, pero… Nada se pierde con la imaginación. ¿Es qué acaso estaba delirando? ¿Acaso había perdido la suficiente sangre para darse por vencido de esa manera? Pensando en el premio, pero no en como ganar. A los ojos de Javier, aquel era el clásico dilema, querer una vida buena y tranquila, pero sin recorrer el camino que lleva a ella.

No era estúpido y sabía de su debilidad para seguir peleando, ni hablar de matar a alguno de esos hombres, que como él, estaban encerrados en ese matadero. Pensaba que ese loco del cuchillo era el hijo de alguien; quizás un pobre pendejo que tuvo que abandonar los estudios después de embarazar a una chamaca en la secundaria. Tenía que pelear, eso lo sabía, pero seguía sin querer hacerlo. ¿Cuándo el mundo le pide a un hombre que haga algo a cambio de su familia? ¿Qué opción tiene él?

Brandon reconoció la gravedad de sus heridas cuando empezó a sentir la tibieza de la sangre que recorría su frente, aquel pinche pepenador le había dado con huevos. El ardor de la carne viva en su rostro empezó a agudizarse. Quizás una botella de chela se quebró con su frente, o algún ángulo afilado de una lata aplastada lo acarició de manera brusca; no importaba qué fuera, lo importante era que el pinche vago se había convertido ahora en la presa.

En el rostro del recolector se dibujó una sonrisa brillante. Las emociones se arremolinaban en su pecho y tras aquel golpe se sentía como Superman, un hombre de acero hecho y derecho para proteger a su prójimo de la injusticia y la maldad. Volvió la mirada a aquel que había protegido, la sangre había pintado de rojo todas sus ropas y aunque no lo era, parecía formar parte del gremio de recolectores. Aquel hombre sollozante le miró a los ojos y bastó con que asintiera la cabeza para hacer que el recolector siguiera sonriendo. No estaba seguro si podía, pero en ese momento se sintió capaz de hacer que las balas rebotaran como malvaviscos en su pecho.

Brandon sentía el ardor en su rostro, la ira lo inundaba, quería mandar todo a la verga y matar a quien estuviera en su camino. Se levantó de entre los asientos donde había caído tras el golpe de la basura, la navaja resplandecía con un brillo espectral entre las luces anaranjadas. El recolector volvió a sujetar su costal, no estaba seguro de cuantos golpes podía asestar, pero esperaba que fueran los suficientes para poner a aquel muchacho en el suelo de una vez.