Peter Pan - James Matthew - E-Book

Peter Pan E-Book

James Matthew

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Beschreibung

Todos los niños, menos uno, crecen». Así comienza la historia de ese jovencito que se resiste con vehemencia a convertirse en adulto, ese atribulado y domesticado engranaje necesario para el sistema social. El País de Nunca Jamás es su hogar, su resistencia; allí es un pequeño caballero, valeroso guerrero espadachín. Alicia lo saluda desde el País de las Maravillas, seguro. Pinocho, desde «la eternidad pueril de la madera encantada», como dice Juan Villoro, tal vez lo entiende; Dorothy, desde la Tierra de Oz, lo admira, y hasta quizá sienta envidia, pues, a diferencia de Peter, algún día todos ellos crecerán. Pero solo ese niño conoce (y valora) el secreto de la infancia eterna.

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Primera Edición Digital,octubre 2023

Panamericana Editorial Ltda., octubre de 2022

Título original: Peter Pan and Wendy

© Panamericana Editorial Ltda.,

de la versión en español

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57) 601 3649000

www.panamericanaeditorial.com.co

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Traducción del inglés

Nicolás Barbosa López

Ilustraciones

Paola Molano

Diagramación

Alan Rodríguez

Diseño de cubierta

Jairo Toro

ISBN DIGITAL 978-958-30-6727-3

ISBN IMPRESO 978-958-30-6591-0

Prohibida su reproducción total o parcial

por cualquier medio sin permiso del Editor.

Hecho en Colombia - Made in Colombia

Contenido

Capítulo 1Peter irrumpe

Capítulo 2La sombra

Capítulo 3¡Vayámonos juntos!

Capítulo 4El vuelo

Capítulo 5 La isla hecha realidad

Capítulo 6La casita

Capítulo 7 La casa subterránea

Capítulo 8La Laguna de las Sirenas

Capítulo 9El ave de Nunca Jamás

Capítulo 10El hogar feliz

Capítulo 11 El cuento de Wendy

Capítulo 12 El secuestro de los niños

Capítulo 13 ¿Ustedes sí creen en las hadas?

Capítulo 14 El barco pirata

Capítulo 15 “Esta vez será Garfio o yo”

Capítulo 16 El regreso a casa

Capítulo 17 Cuando Wendy creció

Capítulo 1

Peter irrumpe

Todos los niños, menos uno, crecen. No tardan en descubrirlo, y así fue como Wendy lo descubrió. Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un jardín y arrancó una última flor, que le llevó corriendo a su madre. Supongo que a la Sra. Darling le debió parecer de lo más adorable, pues se llevó la mano al pecho y exclamó: “Ay, ¿no podrías quedarte así para siempre?”. Nunca se habló más del asunto, pero desde entonces Wendy supo que tendría que crecer. Uno siempre lo sabe a partir de los dos años. Los dos son el comienzo del fin.

Aunque, claro, ellas vivían en la 14, y hasta la llegada de Wendy, su madre era la única. Era una mujer encantadora, de mente romántica y una boca dulce y burlona. Su mente romántica era como esas cajas diminutas, una dentro de otra, provenientes del enigmático Oriente, en las que siempre hay una más por muchas que uno descubra, y en la boca dulce y burlona guardaba un beso que Wendy nunca pudo obtener, a pesar de que allí estaba, perfectamente visible en la comisura derecha.

Así fue como el Sr. Darling la cautivó: los muchos señores que habían sido niños cuando ella era una niña descubrieron al mismo tiempo que la amaban, y corrieron hasta su casa para proponerle matrimonio, todos salvo el Sr. Darling, que tomó un coche y, por ser el primero en llegar, la conquistó. Lo conquistó todo de ella, salvo la caja más profunda y el beso. Nunca supo siquiera sobre la caja, y con el tiempo desistió de obtener el beso. Wendy creía que Napoleón habría podido obtenerlo, pero me lo imagino enfadado, dando un portazo al salir por no haberlo conseguido.

El Sr. Darling solía presumirle a Wendy que su madre no solo lo amaba, sino que también lo respetaba. Era uno de esos hombres versados que saben de títulos y acciones. Por supuesto que nadie sabe de eso realmente, pero él sí parecía saber bastante y, a menudo, decía que los títulos estaban al alza y las acciones a la baja, de una forma que le habría valido el respeto de cualquier mujer.

La Sra. Darling se casó de blanco y, al principio, llevaba las cuentas con rigor, casi jovial, como si fuera un juego, y ni una col de Bruselas se le escapaba, pero poco a poco fueron refundiéndose coliflores enteras y, en su lugar, aparecían retratos de bebés sin rostro. Ella los dibujaba en vez de estar sacando el total. No eran más que presentimientos de la Sra. Darling.

Wendy llegó primero, luego John y luego Michael.

Tras la llegada de Wendy, por una semana o dos, no estaban seguros de que fueran capaces de quedársela, pues era una boca más que alimentar. El Sr. Darling estaba sumamente orgulloso de ella, pero, como era un hombre honesto, se sentó al borde de la cama de la Sra. Darling, tomó su mano y calculó los gastos, mientras ella lo miraba suplicante. Quería que corrieran el riesgo, pasara lo que pasara, pero él no era así. Él era de lápiz y papel, y si ella lo distraía con ideas, él debía comenzar de ceros.

—Esta vez no me interrumpas —le rogaba—. Aquí tengo una libra con diecisiete y, en la oficina, dos con seis. Puedo bajarle al café de la oficina, digamos diez chelines, para que sean dos, nueve y seis, más tus dieciocho con tres serían tres, nueve, siete, más cinco, cero, cero en mi chequera serían ocho, nueve, siete. ¿Quién anda por ahí? Ocho, nueve, siete, coma y llevo siete. No hables, querida. Y la libra que le prestaste a ese hombre que nos tocó a la puerta. Silencio, niña. Coma y llevo niña. ¡Ves, lo hiciste de nuevo! ¿Dije nueve, nueve, siete? Sí, dije nueve, nueve, siete. La cuestión es: ¿podemos intentarlo por un año con nueve, nueve, siete?

—Claro que podemos, George —increpó. Ella estaba a favor de que se quedaran con Wendy, pero él era, en últimas, quien tenía el carácter más firme de los dos.

—No olvides las paperas —le advirtió casi amenazándola, y prosiguió—: Paperas, una libra, eso fue lo que anoté, pero me atrevería a decir más bien unos treinta chelines. No hables. Sarampión, una con cinco; rubeola, media guinea; serían dos, quince, seis. No sacudas el dedo. Tos ferina, digamos quince chelines —y así siguió, y cada vez le daba un total diferente, pero al final Wendy simplemente salió adelante, con las paperas reducidas a doce, seis, y el sarampión y la rubeola tratados como lo mismo.

Con John hubo igual conmoción, y Michael se salvó por un pelo, pero al final se quedaron con ambos. Y pronto se les vería a los tres, en fila, yendo al jardín infantil de la Srta. Fulsom, acompañados de su niñera.

A la Sra. Darling le encantaba tener todo en orden, y el Sr. Darling se empecinaba en ser exactamente como sus vecinos, así que, desde luego, tenían una niñera. Como eran pobres, dada la cantidad de leche que los niños bebían, esta niñera era una remilgada perrita de Terranova llamada Nana, que no había pertenecido a nadie en particular hasta que los Darling la contrataron. Sin embargo siempre había creído que los niños eran importantes, y los Darling la habían conocido en los jardines de Kensington, donde pasaba la mayor parte de su tiempo libre fisgoneando los coches de bebés, odiada por las institutrices negligentes, a las que seguía hasta sus casas para quejarse de ellas con sus amas. Demostró ser una niñera excepcional. Era sumamente meticulosa a la hora del baño y, por la noche, se levantaba en cualquier momento si uno de los niños a su cargo lanzaba el más mínimo chillido. En efecto, su perrera estaba en la habitación de los niños. Era un genio a la hora de distinguir entre una tos que no daba tregua y una que solo requería enrollarse una media en el cuello. Hasta el último de sus días creyó en los remedios anticuados, como las hojas de ruibarbo, y gruñía desdeñando todas las conversaciones de moda sobre gérmenes y demás. Era una lección de decoro verla acompañar a los niños a la escuela: caminaba serena junto a ellos cuando se comportaban, pero los embestía de vuelta a la fila si se desviaban. Los días en que John jugaba fútbol, jamás olvidaba su suéter y, por lo general, cargaba un paraguas entre la boca por si llovía. Hay una habitación en el sótano de la escuela de la Srta. Fulsom donde las niñeras aguardan. Solían sentarse en bancas mientras que Nana se extendía en el piso, pero esa era la única diferencia. Fingían ignorarla, como si la creyeran de un estatus social inferior, y ella despreciaba sus conversaciones ligeras. Le molestaba que las amigas de la Sra. Darling vinieran a la habitación a saludar a los niños, pero cuando lo hacían, primero le quitaba rápidamente el mandil a Michael y le ponía el azul trenzado, y le alisaba el vestido a Wendy y al instante peinaba a John.

Ninguna habitación de un niño podría haberse dirigido mejor, y el Sr. Darling lo sabía, aunque a veces le inquietaba lo que sus vecinos pudieran estar diciendo.

Tenía un estatus que cuidar en la ciudad.

Nana también le preocupaba de otra forma. A veces tenía la sensación de que ella no lo admiraba. “Sé que te admira enormemente, George”, le aseguraba la Sra. Darling, que luego hacía señas a los niños para que fueran especialmente amables con su padre. Luego solían bailar animados y en ocasiones permitían que Liza, la única otra sirvienta, se uniera. Parecía una enana con su falda larga y la cofia de criada, así hubiera jurado, cuando la contrataron, que ya estaba muy por encima de los diez. ¡Qué alegres eran esos bailoteos! Y la más alegre de todas era la Sra. Darling, que hacía piruetas tan salvajes que todo lo que se le veía era el beso, y si alguien se hubiera abalanzado sobre ella, quizá lo habría obtenido. Jamás hubo una familia más sencilla y feliz, hasta la llegada de Peter Pan.

La Sra. Darling oyó de Peter por primera vez cuando estaba ordenando la mente de sus hijos. Toda buena madre tiene por costumbre, después de que sus hijos se han dormido, hurgar cada noche en su mente y ponerlo todo en orden para la mañana siguiente, empacando de nuevo y en el lugar indicado todas las cosas que se han extraviado durante el día. Si ustedes pudieran quedarse despiertos (pero evidentemente no pueden), verían a su propia madre haciendo todo esto y les parecería muy interesante observarla. Es como ordenar cajones. La verían merodear ridículamente, me imagino, y husmear de rodillas por algunos de sus contenidos, o preguntarse de dónde diablos han sacado tal cosa, hacer descubrimientos dulces y otros no tan dulces, presionarse esto contra la mejilla como si fuera un tierno gatito y rápidamente esconder eso otro. Cada vez que se despiertan en la mañana, la necedad y las pasiones nocivas con las que se han acostado han sido dobladas en fardos pequeños y colocadas al fondo de la mente mientras que, encima, bellamente aireados, están extendidos sus pensamientos más hermosos, listos para que se los pongan.

No sé si alguna vez han visto el mapa de la mente de una persona. Los doctores a menudo dibujan mapas de otras partes de uno, y el mapa de uno mismo puede resultar muy interesante, pero otra cosa es que dibujen el mapa de la mente de un niño, la cual no solo es confusa, sino que da vueltas todo el tiempo. Tiene líneas en zigzag, así como un diagrama de temperatura, que a lo mejor son carreteras en la isla, pues el País de Nunca Jamás siempre es más o menos una isla, con extraordinarias manchas de color aquí y allá, y arrecifes de coral y navíos de aspecto elegante en el horizonte, y madrigueras salvajes y solitarias, y gnomos que son casi todos sastres, y cuevas por las que corre un río, y príncipes con seis hermanos mayores, y una cabaña que rápidamente se descompone y una anciana muy pequeña de nariz aguileña. Sería un mapa sencillo si eso fuera todo, pero también está el primer día de colegio, la religión, los padres, el estanque redondo, la costura, los asesinatos, los ahorcamientos, los verbos en dativo, el día en que se sirve pudín de chocolate, ponerse frenillos, decir treinta y tres en el médico, tres peniques por sacarse el diente uno mismo y así sucesivamente, y estas cosas o forman parte de la isla o forman otro mapa que se transluce, y todo es bastante confuso, sobre todo porque nada se detiene.

Evidentemente los Países de Nunca Jamás varían muchísimo. El de John, por ejemplo, tenía una laguna con flamencos que la cruzaban volando. John vivía en un bote volcado en la arena, Michael en una tienda india, Wendy en una casa de hojas cosidas con destreza. John no tenía amigos, Michael tenía amigos de noche, Wendy tenía por mascota un lobo abandonado por sus padres, pero en general los Países de Nunca Jamás tienen un aire familiar, y, si se quedaran quietos en fila, uno podría decir que tienen la misma nariz, entre otras cosas. Los niños que juegan en estas costas mágicas siempre están encallando sus barquillas de cuero. Nosotros también hemos estado allí y aún podemos oír el oleaje, así nunca más hayamos de desembarcar.

De todas las islas placenteras, la del País de Nunca Jamás es la más acogedora y más compacta, pues no es grande ni dispersa, ya saben, de distancias tediosas entre una aventura y otra, sino agradablemente repleta. Si juegan allí de día con las sillas y el mantel, no hay nada de qué preocuparse, pero luego, en ese par de minutos antes de dormirse, se vuelve muy real. Para eso es la lámpara en la mesa de noche.

Al viajar por la mente de sus hijos, de vez en cuando la Sra. Darling encontraba cosas que no podía comprender, y entre todas ellas la más desconcertante era la palabra Peter. A pesar de que no conocía a ningún Peter, la veía aquí y allá en la mente de John y Michael, y la de Wendy comenzó a garabatearla por todas partes. El nombre sobresalía en letras más gruesas que las de cualquier otra palabra, y cuanto la Sra. Darling más lo contemplaba, tanto más curioso y arrogante le parecía.

—Sí, él es bien arrogante —admitió Wendy con remordimiento. Su madre la había estado interrogando.

—Pero ¿quién es, cariño?

—Es Peter Pan. Ya lo conoces, ¿no?

En un principio, la Sra. Darling creyó que no lo conocía, pero al rememorar su infancia de repente recordó a Peter Pan, de quien se decía que vivía con las hadas. Había historias extrañas acerca de él, como que recorría, junto a los niños que morían, parte del camino para que no sintieran miedo. En ese entonces ella creía en él, pero ahora que estaba casada y era sensata dudaba mucho que una persona así existiera.

—Además —le dijo a Wendy—, a estas alturas ya sería un adulto.

—Ah, no, él no es adulto —Wendy le aseguró confiada—, y es de mi mismo tamaño.

Lo que quería decir es que él era de su mismo tamaño mental y físico. No podía saber cómo lo sabía, pero simplemente lo sabía.

La Sra. Darling consultó con el Sr. Darling, pero él desestimó el asunto sonriendo.

—Escúchame bien —dijo—, son tonterías que Nana les ha estado metiendo en la cabeza. Es la clase de idea que se le ocurriría a un perro. Déjalo, que ya se les pasará.

Pero no se les pasó, y pronto ese niño fastidioso le daría a la Sra. Darling un susto tremendo.

Los niños viven las aventuras más extrañas sin que estas les preocupen. Por ejemplo, puede que, una semana después de que les haya ocurrido, recuerden mencionar que en el bosque encontraron a su padre fallecido y jugaron con él. Del mismo modo casual, una mañana Wendy hizo una revelación perturbadora. Unas cuantas hojas de un árbol aparecieron en el piso de su habitación, y con seguridad no estaban allí cuando los niños se habían acostado, y la Sra. Darling le daba vueltas al asunto cuando Wendy dijo con una sonrisa complaciente:

—¡Sin duda es ese tal Peter de nuevo!

—¿A qué te refieres, Wendy?

—Es tan maleducado de su parte no limpiarse los pies —dijo Wendy suspirando. Ella era una niña aseada.

Sin más ni más explicó que a veces Peter entraba a la habitación de noche y se sentaba a los pies de su cama y tocaba la flauta. Infelizmente ella nunca se había despertado, así que no podía saber cómo sabía, pero simplemente lo sabía.

—Qué tonterías dices, preciosa. Nadie puede entrar a una casa sin tocar a la puerta.

—Creo que él entra por la ventana —le respondió.

—Mi amor, es un tercer piso.

—¿Acaso no viste las hojas al pie de la ventana, mamá?

Era cierto, habían encontrado las hojas muy cerca de la ventana.

La Sra. Darling no sabía qué pensar, pues a Wendy todo le parecía tan natural que no la habría podido desestimar con solo decir que se lo había soñado.

—Hija mía —exclamó la madre—, ¿por qué no me lo habías contado antes?

—Lo olvidé —dijo Wendy como si nada. Tenía prisa por desayunar.

Ay, indudablemente debía haberlo soñado.

No obstante, allí seguían las hojas. La Sra. Darling las examinó con mucho cuidado. Eran hojas secas, pero ella estaba segura de que no provenían de ningún árbol que creciera en Inglaterra. Gateó por la habitación mientras hurgaba en el piso con una vela en busca de huellas extrañas. Repiqueteó el atizador por la chimenea y golpeteó las paredes. Soltó una cinta de la ventana al pavimento, y comprobó una auténtica caída de diez metros, sin siquiera un desagüe para poderse trepar.

Indudablemente Wendy lo había soñado.

Pero Wendy no lo había soñado, como se demostró la noche siguiente, podría decirse, cuando comenzaron las extraordinarias aventuras de estos niños.

La noche en cuestión, como de costumbre, todos los niños estaban acostados. Como era la tarde libre de Nana, la Sra. Darling los bañó y les cantó hasta que uno por uno le soltó la mano y se deslizó al país de los sueños.

Todos parecían tan protegidos y plácidos que entonces se sonrió ante sus miedos y se sentó a coser tranquilamente junto al fuego.

Era algo para Michael, que en su próximo cumpleaños comenzaría a usar camisas. Aunque el fuego era cálido, en ese instante tres lámparas de mesa iluminaban la habitación tenue, y el tejido reposaba en el regazo de la Sra. Darling. Luego cabeceó, ay, con tanta gracia. Estaba dormida. Mírenlos a los cuatro: a Wendy y Michael allá, a John aquí y a la Sra. Darling junto al fuego. Solo hacía falta una cuarta lámpara.

Mientras dormía tuvo un sueño. Soñó que el País de Nunca Jamás se había acercado demasiado y que un niño extraño había irrumpido desde allí. No la asustó, pues le pareció haberlo visto antes en el rostro de tantas mujeres sin hijos. A lo mejor también aparezca en el rostro de algunas madres. Pero en su sueño él había rasgado la capa que oscurece el País de Nunca Jamás, y ella vio que Wendy y John y Michael fisgoneaban por la raja.

El sueño mismo habría sido intrascendente si no fuera porque, mientras ella soñaba, la ventana de la habitación se abrió de golpe y un niño, en efecto, entró cayendo al piso. Lo acompañaba una luz extraña, no mayor a un puño, que revoloteaba por el cuarto como un ser vivo, y creo que esta luz fue lo que terminó por despertar a la Sra. Darling.

Al brincar gritó y vio al niño y, de alguna forma, supo de inmediato que era Peter Pan. Si ustedes o yo o Wendy hubiéramos estado allí, habríamos visto que él se asemejaba mucho al beso de la Sra. Darling. Era un niño adorable, ataviado con hojas secas y la savia que los árboles rezuman, pero lo más fascinante era que aún tenía todos los dientes de leche. Cuando él reparó que ella era una adulta, le crujió desafiante sus perlas diminutas.

Capítulo 2

La sombra

La Sra. Darling gritó y, como si alguien hubiera tocado el timbre, la puerta se abrió y Nana entró. Había regresado de su tarde libre. Gruñó y se abalanzó sobre el niño, que saltó ágilmente por la ventana. La Sra. Darling gritó de nuevo, pero esta vez su preocupación era el bienestar del niño, y como pensó que se había matado, bajó corriendo a la calle para buscar su cuerpecito, pero ya no estaba allí. Miró arriba, pero, en la noche oscura, no logró ver nada, a excepción de algo que parecía ser una estrella fugaz.

Cuando regresó a la habitación de los niños, vio que Nana mordía algo que terminó siendo la sombra del niño. Apenas él saltó por la ventana, Nana la cerró deprisa, no con tanta rapidez como para haberlo atrapado, pero la suficiente para impedir que su sombra también se escabullera. La ventana se cerró de golpe y la cercenó.

Les garantizo que la Sra. Darling examinó la sombra con cuidado, pero no encontró nada raro.

Nana tenía clarísimo qué hacer con la sombra. La colgó por fuera de la ventana, como diciendo: “Seguramente él regresará por ella. Dejémosla donde la pueda recuperar sin que moleste a los niños”.

Por desgracia, la Sra. Darling no podía permitir que la sombra quedara colgada allí, pues parecía como si estuviera secando la ropa, y eso rebajaría el estatus de la casa. Pensó en mostrarle la sombra al Sr. Darling, pero él estaba ocupado sacando el total de los abrigos de invierno para John y Michael, con una toalla húmeda amarrada a la cabeza para despejar la mente, así que prefirió no fastidiarlo. Además ya sabía qué respondería: “El origen de todos los problemas es que tengamos de niñera a una perrita”.

Entonces optó por enrollar la sombra y guardarla con cuidado en un cajón hasta que fuera oportuno contarle a su marido. ¡Ay, por el amor de Dios!

El momento llegó una semana después, ese viernes que jamás olvidaremos. Desde luego tenía que ocurrir un viernes.

—Debí haber sido aún más cauta si sabía que era viernes —la Sra. Darling le diría más adelante a su marido, y Nana, del otro lado, a lo mejor le tomaría la mano.

—No, no —respondería el Sr. Darling—, yo asumo toda la responsabilidad. Yo, George Darling, lo provoqué. Mea culpa, mea culpa. —Su educación había sido clásica.

Así se quedarían noche tras noche reconstruyendo ese viernes fatal, hasta que cada pormenor les quedara grabado en la mente y resaltara en el lado opuesto como las caras de una moneda mal hecha.

—Si tan solo no hubiera aceptado la invitación a cenar en la 27 —diría la Sra. Darling.

—Si tan solo no hubiera echado mi medicina en el plato de Nana —diría el Sr. Darling.

—Si tan solo hubiera fingido que me gustaba la medicina —dirían los ojos llorosos de Nana.

—Mi afición por las fiestas, George.

—Mi don fatal del humor, querida.

—Mi susceptibilidad ante cualquier tontería, mis queridos patrones.

Luego uno de ellos, o a veces más de uno, se derrumbaría por completo. En el caso de Nana, tan pronto pensara: “Es cierto, tienen razón, jamás han debido tener de niñera a una perrita”. A menudo el Sr. Darling le tendría que secar los ojos a Nana con un pañuelo.

—¡Ese demonio! —gritaría el Sr. Darling, y Nana ladraría para hacerle eco, pero la Sra. Darling, en cambio, jamás renegaría de Peter. Algo en la comisura derecha de los labios le impedía ofenderlo.

Con frecuencia se quedarían sentados en la habitación vacía, recordando con cariño hasta el último detalle de esa noche espantosa. Había comenzado sin ninguna novedad, como cientos de noches más. Era la hora del baño de Michael, así que Nana dejó correr el agua y lo cargó a cuestas.

—No quiero acostarme —gritó convencido de que tenía la última palabra—, no y no. Nana, ni siquiera son las seis. Ay, querida, ay, querida, si me obligas te voy a dejar de querer, Nana. Te lo juro. No quiero bañarme, ¡no y no!

Luego entró la Sra. Darling, que ya se había puesto su vestido blanco. Se había cambiado temprano porque a Wendy le encantaba verla con el vestido y el collar que George le había regalado. Tenía puesta la pulsera de Wendy que le había pedido prestada. Y a Wendy le encantaba prestarle esa pulsera a su madre.

La Sra. Darling vio que sus dos hijos mayores jugaban a que eran ella y su esposo en el nacimiento de Wendy.

—Sra. Darling, me complace informarle que se ha convertido en madre —decía John, en un tono igual al que el Sr. Darling pudo haber usado en el nacimiento real.

Wendy bailó de felicidad, así como la verdadera Sra. Darling debió haberlo hecho.

Luego nació John, con la pompa excesiva que produjo el nacimiento de un macho, y Michael, ya bañado, regresó para preguntar si él también podía nacer, pero John le respondió con crueldad que no querían más hijos.

Michael por poco llora.

—Nadie me quiere —dijo, y por supuesto la dama del vestido no pudo soportarlo.

—Yo sí —le dijo—, yo sí quiero un tercer hijo.

—¿Niño o niña? —preguntó Michael, sin hacerse muchas ilusiones.

—Niño.

Al momento saltó y la abrazó. Este pormenor, que el Sr. y la Sra. Darling y Nana luego recordarían, era insignificante. Aunque quizá no lo era, sobre todo si esa habría de ser la última noche de Michael en la habitación.

Así seguirían reconstruyendo sus recuerdos.

—Después entré como un tornado, ¿no? —diría el Sr. Darling renegando de sí mismo, pues era cierto que había entrado como un tornado.

Quizá su comportamiento tenía una justificación. También él se había estado vistiendo para la fiesta, y todo había estado bajo control hasta que llegó a la corbata. Es increíble, pero este hombre que sabía de títulos y acciones no tenía ningún dominio sobre su propia corbata. En ocasiones la cosa cedía sin traumatismos, pero otras veces tragarse el orgullo y usar una corbata postiza habría sido mejor para todos.

Esta era una de esas veces. Entró corriendo a la habitación de los niños y, entre el puño, traía arrugada la corbata ­indomable.

—¿Qué ocurre, papá, estás bien?

—¿Bien? —gritó a todo pulmón—. Esta corbata no se deja amarrar. —Y asumió un tono peligrosamente sarcástico—. ¡O al menos no alrededor del cuello! En cambio, si la amarro a la cama, ¡eso sí! Ah, sí, la amarré veinte veces a la cama, pero alrededor del cuello, ¡eso sí no! Que la excuse, pero ¡que no! ¡Por Dios! —Notó que la Sra. Darling no estaba tan indignada como él, así que añadió con más intransigencia—: Te lo advierto, querida: a menos que esta corbata me quede amarrada al cuello, esta noche no saldremos a cenar y, si esta noche no salgo a cenar, jamás volveré a la oficina y, si no vuelvo a la oficina, tú y yo nos moriremos de hambre y nuestros hijos quedarán en la calle.

La Sra. Darling mantuvo la calma, incluso en un instante como ese.

—Déjame intentarlo, querido —dijo dándole justamente lo que él había venido a pedir. Le hizo el nudo con la belleza y frescura de sus manos, rodeada de sus hijos, que se habían quedado de pie viendo cómo se decidía su destino. Algunos hombres se habrían molestado por la facilidad con que ella hizo el nudo, pero la naturaleza del Sr. Darling era muy refinada para semejante mezquindad. Le agradeció sin prestar atención, olvidó su ira al instante y, en un segundo, ya bailaba por el cuarto con Michael a cuestas.

—¡Tremendo bailoteo! —diría después la Sra. Darling, ­recordando.

—¡El último! —se lamentaría el Sr. Darling.

—Oh, George, ¿recuerdas que Michael me hizo una pregunta de repente? “¿Cómo fue que me conociste, mamá?”.

—¡Lo recuerdo!

—Eran muy dulces, ¿no es así, George?

—Y eran nuestros, ¡nuestros! Y ahora se han ido.

El bailoteo terminó tan pronto entró Nana, que por desgracia chocó contra los pantalones del Sr. Darling y los dejó llenos de pelos. Eran nuevos, pero además los primeros que él había tenido con trenzas de galón, así que tuvo que morderse el labio para que no le brotaran las lágrimas. La Sra. Darling lo sacudió enseguida, pero él insistió en que era un error tener de niñera a una perrita.

—George, Nana es excepcional.

—Sin duda, pero a veces me preocupa que trate a los niños como si fueran perritos.

—No lo creo, querido, ella debe saber que tienen almas.

—No lo sé —meditó—, no lo sé.

Su esposa sintió que era el momento oportuno para contarle lo del niño. De entrada, él desestimó el asunto, pero recapacitó cuando ella le mostró la sombra.

—No pertenece a nadie que yo conozca —dijo mientras la examinaba con cuidado—, pero se puede notar que es de un sinvergüenza.

—¿Recuerdas que aún lo discutíamos —diría luego el Sr. Darling— cuando Nana entró con la medicina de Michael? Jamás volverás a cargar ese frasco entre la boca, Nana, y la culpa es mía.

Aunque era un hombre fuerte, había lidiado con el asunto de la medicina como un tonto. Si tenía una debilidad, era pensar que toda su vida se había tomado la medicina con valentía. Así que al ver a Michael esquivar la cuchara que Nana agarraba con la boca, le reprochó:

—Sé hombre, Michael.

—¡Que no! —gritó Michael sublevándose. La Sra. Darling salió del cuarto para traerle un chocolate, pero el Sr. Darling consideró que solo su firmeza resolvería el asunto.

—Querida, no lo malcríes —la increpó—. Michael, cuando yo tenía tu edad me tomaba la medicina sin decir ni mu. Yo decía: “Gracias, queridos padres, por darme estos jarabes para que me sienta mejor”.

Él de verdad se creía sus palabras, y Wendy, que ya traía puesta la piyama, también se las creía y dijo con la intención de motivar a Michael:

—Papá, la medicina que te tomas de vez en cuando es mucho peor, ¿no es cierto?

—Así es —dijo el Sr. Darling envalentonado—, y me la tomaría ahora mismo para darte ejemplo, Michael, si no fuera por que el frasco se perdió.

Pero en realidad no era así. En la mitad de la noche, el Sr. Darling se había trepado en el armario y lo había escondido encima. Lo que no sabía es que Liza, tan leal como siempre, lo había encontrado y lo había vuelto a poner junto al lavamanos.