Placeres prohibidos - Anne Mather - E-Book
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Placeres prohibidos E-Book

Anne Mather

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Beschreibung

Megan Cross no había vuelto a la isla caribeña de San Felipe desde el desagradable divorcio de sus padres y el segundo matrimonio de su madre. Su padrastro, gravemente enfermo, quería su perdón por haberla separado de su madre, y eso la decidió a volver. Muchas cosas habían cambiado en los dieciséis años pasados y lo que más el hijo de su hermanastra, Remy. El niño se había convertido en un joven increíblemente atractivo, cuyas bromas la turbaban profundamente y cuya intimidad sabía que no debería alentar…

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Seitenzahl: 217

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Anne Mather

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Placeres prohibidos, n.º 1103 - julio 2020

Título original: Sinful Pleasures

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-679-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HABÍA estado nevando cuando abandonó Londres. Espesos copos de nieve azotaban las ventanillas del avión y cubrían la pista con un manto blanco. Se había preguntado si el avión sería capaz de despegar en tales condiciones. O quizá hubiera esperado que no lo hiciera, reflexionó preocupada. Entonces hubiera tenido una excusa legítima para quedarse en casa.

Y no era que no le gustara la nieve, se aseguró a sí misma. Era el tipo de tiempo que esperaba en esa época del año. Un sol resplandeciente en enero le parecía fuera de lugar. De hecho, la mayoría de la gente consideraría la oportunidad de pasar cuatro semanas en el Caribe como un sueño. Sobre todo en sus circunstancias, después de haber pasado unas miserables vacaciones de Navidad en la cama de un hospital.

Pero ella no era la mayoría de la gente, pensó Megan con impaciencia removiéndose en su asiento. Ella no quería ir al Caribe. No tenía ningún deseo de ver a su padrastro ni a su familia. Desde la muerte de su madre, apenas había tenido contacto con los Robards y eso le parecía bien. Muy bien, de hecho.

Bajo el avión, las aguas de color turquesa se burlaron de sus sentimientos. Lo quisiera o no, le faltaba menos de una hora para llegar a su destino. El gigantesco avión ya estaba descendiendo hacia el Cabo de San Nicolás y la isla de San Felipe pronto aparecería bajo ellos. Por muy pocas ganas que tuviera de volver a ver a la segunda familia de su madre, ya no le quedaba otro remedio.

Le servía de poco consuelo el que no hubiera sido enteramente decisión suya. El hecho de que su hermanastra la hubiera llamado mientras estaba todavía en el hospital había sido pura casualidad. Simon había contestado al teléfono sin saber nada del distanciamiento entre los Robards y ella y no había vacilado en decirle a Anita que estaba enferma. Probablemente habría exagerado su enfermedad como de costumbre y había pensado que Anita era muy amable cuando le había sugerido que pasara unas semanas con ellos para recuperarse. Ni se le había ocurrido siquiera que ella no quisiera hacerlo.

Y por supuesto, Anita estaba siendo amable, reconoció Megan con desgana. Anita siempre había sido amable y, en otras circunstancias, su amistad habría sobrevivido. Era algo mayor que ella, pero siempre la había tratado con afecto. Después de todo, si no hubiera sido por Remy y por ella, las vacaciones que había pasado con su madre y el hombre que se había convertido en su padre, habrían sido muy solitarias.

Pero incluso así, nunca hubiera aceptado la invitación de Anita en circunstancias normales. Su hermanastra podría haberla invitado, pero ella sabía que nunca lo habría hecho sin el consentimiento de su padre. Ryan Robards probablemente controlara a su hija ahora tanto como la había controlado años atrás. Si estaba de camino a San Felipe, era porque Ryan Robards quería que lo hiciera.

El problema era que ella no quería. Y ahora que estaba llegando a su destino, no podía entender cómo la habían convencido. Pero la enfermedad y la debilidad consecuente la habían dejado vulnerable a los consejos de Simon. Necesitaba un descanso, le había dicho él con firmeza. ¿Y dónde mejor que con la gente a la que le importaba?

Sólo que a ellos no les importaba ella, protestó ahora en silencio. No la mujer adulta en que se había convertido. Ellos recordaban a Meggie, la adolescente de quince años, la niña que había sido tan ingenua como para creer que sus padres nunca se divorciarían.

Megan suspiró y ajustó la almohada bajo su cabeza de nuevo desviando la atención hacia la azafata.

–¿Puedo ayudarla en algo, señorita Cross?

Su sonrisa fue cálida y solícita y Megan se obligó a responder con la misma amabilidad.

–No, gracias.

Le hubiera gustado tomar un whisky, pero la medicación que todavía estaba tomando le prohibía el alcohol, y no quería correr riesgos.

La azafata se fue de nuevo y Megan intentó relajarse. Después de todo, había ido allí para eso, para olvidarse de teléfonos, faxes y las interminables demandas del estudio de diseño que Simon y ella habían abierto ocho años atrás. El trabajo se había convertido en su vida y su obsesión. Ninguna otra cosa le había parecido importante, ni las propiedades, ni la gente y mucho menos su salud.

Lo irónico del asunto era que no sabía cómo iba a relajarse en San Felipe. Al contrario, sólo pensar que estaban a punto de aterrizar le ponía los nervios de punta. Nada de lo que Anita había dicho la había convencido de que su padrastro se alegraba de que fuera. Para Ryan Robards, ella había traicionado a su madre al decidir vivir con su padre. E incluso después de que Giles Cross muriera, su amargura todavía sobrevivía.

El único consuelo que le quedaba era que Anita había llamado sin saber que ella estaba enferma. Después de años en que su único contacto había sido una tarjeta de Navidad y otra de cumpleaños, aquella llamada era cuando menos inesperada.

Pero incluso así iba a ser difícil. Megan no tenía ni idea de qué decir a alguien con quien no había hablado en dieciséis años. ¿Cómo iba a compartir sus problemas con una desconocida? Ni siquiera sabía si la otra mujer estaba casada y mucho menos lo que podía haberle pasado a su hijo.

Remy.

Megan ladeó la cabeza, ajustó la almohada y suspiró. Era extraño pensar que Remy hubiera crecido también. Entonces tenía… ¿Cuántos, cinco, seis? Ella recordaba a un niño moreno que corría por los alrededores medio desnudo la mayor parte del tiempo y que había disfrutado bromeando con su compañera de juegos: ella.

No le había preguntado a Anita por Remy cuando había hablado con ella. Había estado tensa e incomunicativa, demasiado concentrada en buscar excusas para no ir. Y no era que desdeñara a su hermanastra. Anita debía haber pensado que su actitud debía de ser el resultado de semanas de medicación y había insistido en que fuera a San Felipe a recuperar fuerzas. Aquello era lo que su madre hubiera querido para ella y Megan no había podido discutirlo.

Se estaba poniendo cada vez más nerviosa y se fue al baño. En el estrecho confinamiento del cubículo, examinó sus pálidas facciones con mirada crítica. Dios mío, haría falta mucho más que un poco de carmín para darle algo de vida a su cara.

La verdad era que se había abandonado mucho últimamente, pero con Simon pasando tanto tiempo en Nueva York, había tenido mucho trabajo. Debería delegar más, eso lo sabía. Y Simon no dejaba de decírselo.

Se inclinó hacia el espejo. ¿Era aquello una cana?, se preguntó con ansiedad. Sacudió la cabeza para que desapareciera.

¿Parecería demasiado seria?, se preocupó estirando la chaqueta del traje pantalón. Era de color azul marino con rayas de color crema y realmente no parecía apropiado para vacaciones. Supo que Simon no había aprobado su elección desde el minuto en que había bajado al piso de abajo esa misma mañana.

Pero no hubiera podido ponerse nada ligero ni femenino en su estado mental actual. El traje azul era impersonal y estaba más de acuerdo con su humor.

Alguien giró el pomo de la puerta recordándole que había dedicado demasiado tiempo a inspeccionar su aspecto. ¿Y qué importaba después de todo?, pensó al abrir la puerta del baño.

Fuera, la azafata le dirigió una mirada de preocupación.

–¿Se encuentra bien, señorita Cross? –preguntó con una sonrisa–. Vamos a aterrizar en unos minutos. Si toma asiento y se ajusta el cinturón de seguridad, pronto la dejaremos a salvo en tierra.

–¡Ah, bien!

Megan consiguió esbozar una sonrisa cortés y volvió a su asiento. El avión estaba ya bastante inclinado y era difícil mantener el equilibrio, por lo que achacó la repentina náusea al vuelo.

Sin embargo, apostaba a que aquella sensación era más psicosomática. La idea de volver a ver a los Robards le inquietaba y se preguntó si su padrastro iría a buscarla al aeropuerto. ¿Qué diablos iba a hacer ella para no sonar totalmente falsa?

El estómago le dio un vuelco de repente, pero esa vez sí que fue por el efecto del descenso del avión. El piloto sacó el tren de aterrizaje al pasar el promontorio rocoso del cabo de San Nicolás y se lanzaron hacia la pista que corría paralela a la playa.

Era precioso, pensó con desgana al asaltarla con pena el recuerdo de las vacaciones que había pasado allí. ¡Había sido tan ingenua en aquellos días! Tan inocente… Por eso le había dolido tanto descubrir la verdad.

Pero no quería pensar en aquello ahora. Aquel periodo de su vida estaba muerto y enterrado. Igual que sus padres, pensó con amargura. No tenía sentido creer que su padre seguiría vivo si su madre no lo hubiera traicionado, lo mismo que pensar que su madre, Laura, no habría desarrollado un maligno cáncer de piel si hubiera seguido viviendo con su padre…

El avión aterrizó sin incidentes y se desplazó despacio hacia los edificios del aeropuerto. Megan recordaba que la primera vez que había llegado a la isla habían tenido que resolver las formalidades en una especie de cabaña de techo de zinc, que resonaba con estrépito cuando llovía. Y llovía a veces torrencialmente, recordó con desgana.

Pero ahora, cuando se abrió la puerta del avión y los demás pasajeros comenzaron a desembarcar, Megan sintió el calor casi antes de salir del aparato. Al instante se dio cuenta de lo inadecuado de su ropa.

Así que se alegró de bajar las escaleras y entrar en el recibidor. Y aún se alegró más al descubrir que ahora ya había aire acondicionado.

Al mismo tiempo, por primera vez se arrepintió de haber viajado en primera clase. En esa ocasión, se hubiera sentido más cómoda entre la pequeña multitud que se agolpaba alrededor de la cinta transportadora en espera de sus equipajes. Comprendió lo poco preparada que estaba para enfrentarse a aquel inminente encuentro.

Después de pasar el mostrador de control de pasaportes, el edificio se abría a la zona de aduanas y dos cintas transportadoras ya habían empezado a descargar el equipaje del avión de la British Airways. Vio, para a su desmayo, que su equipaje ya había sido descargado y tuvo que ir a recogerlo.

No sabía si alegrarse o sentirlo cuando por fin salió y descubrió que ni Anita ni Ryan estaban allí. Había contratado a un mozo para transportar su equipaje a la parada de taxis, pero no había pensado que tuviera que tomar uno.

No sabía qué hacer. Su ropa formal la hacía destacar de los turistas normales, la mayoría de ellos vestidos con atuendos ligeros de verano. Ella se parecía más a una residente que volviera a casa, reflexionó. Si al menos tuviera su coche esperándola…

El calor ya le estaba afectando de verdad. Incluso bajo el tejadillo que cubría la parada de taxis, el aire húmedo le estaba robando las pocas fuerzas que le quedaban.

–Megan…

La voz era desconocida, pero evidentemente aquel hombre conocía su nombre. Se dio la vuelta con mirada interrogante. Quizá Ryan Robards hubiera contratado a un chófer, pensó mirando al hombre con cierta reserva. Vestido con vaqueros desgastados y camiseta ajustada y con un pendiente en su lóbulo izquierdo, no parecía una persona capaz de inspirar confianza.

–¿Me habla a mí? –preguntó con rigidez preguntándose si sería algún ligón de playa merodeando por el aeropuerto a la caza de ingenuas turistas.

Deslizó la vista hacia sus maletas y comprobó que su secretaria sólo había puesto su apellido en las etiquetas.

–Eres Megan, ¿verdad? –preguntó él con abierta curiosidad ante su formal respuesta.

Megan comprendió que no iba a irse. Al contrario, la estaba mirando con tanto interés, que de repente deseó que hubiera sido Ryan Robards el que hubiera ido a buscarla.

–¿Y qué si lo soy? –preguntó mirando a su alrededor con impaciencia.

¡Por Dios bendito! ¿Dónde estaba Anita? ¿Es que no sabía la hora de llegada de su vuelo?

–He venido a buscarte –dijo el hombre con frialdad mientras una mirada de consternación recorría la cara de ella. El desconocido le pasó al mozo unos billetes y sacó sus maletas del carrito–. Si vienes conmigo, el coche está aparcado ahí mismo.

–Espere un minuto –Megan sabía que estaba siendo demasiado cautelosa, pero no podía ir con él sin saber quién era–. Quiero decir, que no sé quién es usted. ¿Lo ha enviado el señor Robards? Esperaba que viniera a buscarme Anita.

El hombre suspiró. Seguía sujetando sus maletas y debían ser pesadas incluso para él, aunque no parecía preocuparle. Sus brazos y hombros eran musculosos y nervudos bajo su piel dorada.

–Supongo que podría decir que me han enviado a buscarte –dijo por fin sacudiendo la melena morena y lisa. Por un momento, Megan creyó percibir algo familiar en sus finas facciones, pero aun así, hubiera preferido que se fuera por donde había llegado.

Él empezó a avanzar por el camino y ella tuvo que seguirlo a la fuerza. O eso, o ya podía despedirse de su equipaje.

Estaba sudando cuando llegaron al coche, así que fue un consuelo que tuviera aire acondicionado.

–Sube –sugirió el hombre al mirarla y ver su cara de fatiga–. Estaré contigo en un minuto. Mamá pensó que preferirías ir en el Audi en vez del Buggy.

Megan parpadeó.

–¿Mamá? –repitió mirándolo con incredulidad mientras él sonreía–. ¿Tú eres… Remy? ¡Dios santo! Lo siento. No tenía ni idea.

–No, ya se nota –dijo con una leve mueca de ironía en los labios–. Bienvenida a San Felipe, tía Megan. Espero que disfrutes de tu estancia aquí.

Megan parpadeó y, al darse cuenta de que lo estaba mirando con más curiosidad de la debida, se reclinó contra el respaldo.

¡Remy! Dirigió una mirada de incredulidad al joven que estaba cargando sus maletas en el coche. Había esperado que hubiera crecido, por supuesto, pero nunca…

¿Qué?

Sacudió la cabeza con un poco de impaciencia. ¿Qué era lo que había esperado, después de todo? ¿Que no se hubiera convertido en un hombre tan atractivo?

Sin embargo, era difícil asociar al niño que recordaba con aquel hombre. No había sido más que un niño cuando su madre la había llevado por primera vez a San Felipe y de repente la hacía sentirse increíblemente vieja. La había llamado «tía Megan» y suponía que eso era lo que ella era para él.

Se preguntó qué haría para ganarse la vida y si trabajaría con su abuelo en el hotel. También estaba el puerto, por supuesto, y en la isla se cultivaba café. Probablemente tendría dónde elegir. Sólo porque vistiera así, no tenía motivos para suponer que se dedicara a vaguear.

La portezuela trasera se cerró y Remy rodeó el coche y se metió a su lado. Megan esbozó una torpe sonrisa cuando arrancó, pero era consciente de que sus sentimientos eran mucho menos sencillos que los de él.

–Yo sí te reconocí –señaló él al mirar por el retrovisor antes de arrancar–. No has cambiado tanto, aparte del pelo. Solías llevarlo largo.

Era cierto. Megan tuvo que hacer un esfuerzo por no examinarse en el espejo. Su pelo siempre había sido liso, pero en aquella época se lo solía rizar. Y de adolescente se había hecho un moldeado afro.

–No sé si tomarlo como un cumplido. En aquella época era muy extravagante. Y pesaba como diez kilos más de la cuenta.

–Pero ya no –observó Remy examinándola con brevedad–. Mamá nos contó lo de la operación. ¡Vaya faena, tener úlceras a los veintiocho años!

–Ya tengo casi treinta y uno y no eran úlceras, sólo una bastante fea. Me pusieron un tratamiento, pero no funcionó.

–Y acabó perforando.

Megan asintió.

–Sí.

–Mamá dijo que estuviste entre la vida y la muerte unas cuantas horas. Y tu novio nos contó todos los detalles escabrosos.

–¿De verdad?

Megan estuvo a punto de explicarle que Simon no era su novio, pero cambió de idea. Compartían la casa porque les convenía a los dos, pero el resto… bueno, era sólo asunto de ellos.

–Sí –Remy se metió entre la corriente el tráfico que abandonaba el aeropuerto–. Supongo que tu trabajo debe de estresarte demasiado. Tienes que aprender a relajarte.

«¿Como tú?», estuvo a punto de soltar.

Pero apretó los labios y desvió la mirada de su sólida figura a la ventanilla. ¡Dios santo! ¿Quién hubiera pensado que el hijo de Anita se convertiría en un tipo tan imponente? Si alguna vez se cansaba de la vida de la isla, ella podría encontrarle trabajo de modelo en menos que cantaba un gallo.

Aquello no era justo, pensó mientras se fijaba en que la carretera del aeropuerto era ahora de dos vías. Remy podría ser muy guapo, pero no tenía el tipo de mirada blanda de los modelos con los que ella acostumbraba a tratar. Había carácter en sus limpias facciones y una áspera dureza en su boca. La cámara podría enamorarse de él, pero dudaba que le diera la oportunidad.

De hecho, se parecía bastante a su abuelo, pensó apretando los labios. Ryan Robards había poseído la misma sexualidad desnuda tan aparente en su nieto. Por supuesto, Remy podría parecerse a su padre también, pero eso era algo de lo que nunca se había hablado en su presencia. Sólo sabía que Anita no había sido más que una colegiala cuando él había nacido.

–Entonces, ¿cómo encuentras esto? –preguntó él ahora, dirigiendo una mirada en su dirección.

–Precioso –dijo convencida. Las brumosas playas blancas y exuberante vegetación que había visto desde el avión se habían convertido en el colorido paisaje que recordaba. Entre los dos carriles de la carretera, los arbustos floridos formaban una exótica mediana y a lo lejos brillaban las aguas turquesas de Orchid Bay–. Siempre me encantó venir aquí.

–Entones, ¿por qué no has vuelto? Mamá está deseando verte. No ha dejado de hablar de ti los últimos días.

–¿De verdad? –Megan se mordió el labio inferior–. Yo también estoy deseando verla. ¿Y tu abuelo? Supongo que estará a punto de retirarse, si no lo ha hecho ya.

Le pareció que Remy vacilaba antes de contestar.

–¡Oh, el abuelo sigue por ahí!

Pero era evidente que no le apetecía hablar de él. Megan se dedicó a mirar al paisaje sin verlo. Tenía calor y, a pesar del aire acondicionado, se sentía incómoda. Y estaba nerviosa. ¿Por qué se había puesto a sí misma en aquella situación?, se preguntó. Tenía la sensación de que al final iba a arrepentirse.

La velocidad la estaba mareando y miró con sospecha al conductor. Su perfil era fuerte a pesar del efecto suavizante de sus espesas pestañas y el húmedo pelo un poco rizado en la base del cuello.

Era atractivo, pensó consciente de que en mucho tiempo no la había afectado ningún hombre. Y no era que se sintiera atraída por él, se dijo a sí misma. Después de todo, era su sobrino. Lo único que hacía era que se sintiera vieja.

–¿Qué pasa?

Y también era intuitivo, pensó Megan.

–Hum, nada. Es sólo que… es extraño estar aquí de nuevo. Es un alivio ver que la isla apenas ha cambiado.

Remy enarcó las cejas rectas.

–¿Al contrario que yo, quieres decir?

–Bueno, por supuesto –se encogió de hombros–. Todos hemos cambiado y sólo hace falta mirarte para ver cuánto.

–No te pongas maternal, Megan.

–No estaba siendo…

–Pues a mí me lo ha parecido –los leonados ojos de Remy se habían oscurecido y Megan sintió un involuntario escalofrío–. Supongo que te cuesta aceptar que ahora estemos en los mismos términos. Entonces siempre me estabas recordando el par de años que me sacabas.

Megan lanzó un gemido.

–Haces que parezca una estúpida.

–¿Tú crees?

–Sí. Y además, no hay sólo un par de años de diferencia entre nosotros –se humedeció los labios–. Tú tenías cinco o seis la última vez que te vi y yo tenía casi quince. Una adolescente, nada menos.

–Yo tenía casi nueve –la corrigió Remy–. Y ahora tengo veinticinco, Megan, así que no me trates como si acabara de salir de la escuela.

Megan tragó saliva.

–No pretendía ofenderte…

–No lo has hecho, pero deja de darle tanta importancia a tu edad –redujo un poco al llegar al cruce en dirección a El Serrat–. Sin embargo, ya que eres prácticamente senil, ¿no has sentido la tentación de casarte alguna vez?

Megan lanzó una carcajada nerviosa.

–Últimamente no –confesó–. He estado demasiado ocupada. Ser tu propio jefe puede ser tan placentero como penoso.

–Sí, ya lo sé.

–¿Lo sabes?

–Claro. Yo también trabajo por mi cuenta. Supongo que no es gran cosa, pero consigo pagar la renta.

Megan lo miró.

–Supongo que dirigirás el hotel entonces…

–¡Diablos, no! –sacudió la cabeza–. Nunca se me ocurriría trabajar con mamá. Soy abogado y tengo un pequeño bufete en El Serrat.

–¡Abogado!

Megan no pudo ocultar el tono de incredulidad.

–Sí, abogado y de los duros. Actualmente defiendo a criminales.

Megan sintió que se sonrojaba hasta el cuello.

–No hace falta que seas sarcástico.

–Entonces deja de actuar como una tía solterona.

–Bueno, eso es lo que soy –dijo Megan con una tímida sonrisa–. De acuerdo, me disculpo. Supongo que tendré que aprender muchas cosas de todos vosotros. Bueno, ¿cómo está tu madre? ¿Sigue trabajando en el hotel?

Remy lanzó un suspiro como si sus palabras apenas lo hubieran pacificado.

–Sí. Ahora prácticamente lo dirige ella sola.

–¿Y no se ha casado? –preguntó Megan para hacer la conversación más liviana.

Pero la mirada que le dirigió Remy no tenía nada de simpatía.

–¿Para hacerme legítimo, quieres decir? –Megan se hubiera abofeteado a sí misma–. No, supongo que podría decir que el abuelo es la única figura paternal que he conocido.

–Eso no era lo que yo quería decir y lo sabes –se defendió Megan–. Me refería a que es una mujer relativamente joven. Pensé que podría…. haberse enamorado.

–Quizá amara a mi padre –dijo Remy con sorna–, por muy improbable que parezca. Además… –sus labios adoptaron una mueca cruel–, no hubiera creído que el amor significara tanto para ti.

–¿Perdona?

–Bueno, tú abandonaste a la mujer que te amaba sin ningún pesar aparente. Porque tu madre te amaba, Megan. ¿O has preferido olvidarlo? ¿Cómo puedes hablar de amor cuando le rompiste el corazón?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

POR QUÉ había dicho eso?, se preguntó él disgustado.

Remy tenía las manos apretadas contra el volante y no se atrevía a mirarla a la cara. No tenía derecho a criticarla porque ella había sido tan joven en aquella época, que quizá no hubiera entendido nada.

Megan se había quedado tan callada como pálida. Por un momento, él se había olvidado de lo enferma que había estado y se sintió culpable por disgustarla de aquella manera.

–Mira, lo siento –empezó con aspereza deseando no encontrarse en aquella estrecha carretera para poder disculparse como con ella se merecía.

Pero allí no se atrevía a parar, no con aquellas curvas, donde pondría en riesgo sus vidas.

–Mi… mi padre me amaba –dijo ella casi como si no le hubiera oído–. Él me amaba y no hizo nada equivocado. ¿Cómo crees que se sintió cuando descubrió que mi madre lo había estado engañando con tu abuelo? ¡Dios mío! ¡Si hasta se había hecho amigo suyo! ¿Cómo te sentirías si te pasara a ti?

Remy apretó los labios.

–Como te he dicho…

–¿Que lo sientes? –Megan estaba temblorosa y Remy esperó no haberlo estropeado todo por hablar con franqueza–. Bueno, pues no es suficiente. Y si tu madre siente lo mismo, te sugiero que me lleves del vuelta al aeropuerto.

–No, ella no piensa lo mismo –le prometió Remy–. ¡Maldición! Se pondría furiosa conmigo, si supiera lo que te he dicho. De acuerdo, tienes tus recuerdos de lo que sucedió y lo acepto, pero yo viví con tu madre casi seis años. Créeme, quedó devastada cuando vio que no venías a verla. Tú eras la única hija que tenía.

Megan le dirigió una fría mirada. Le recordaba mucho a la adolescente que él había conocido, pero no era la misma. La suavidad había desaparecido reemplazada por una actitud defensiva y se preguntó si habría sido un ingenuo al creer que podría convencerla de que cambiara de idea.

–¿Lo era? –preguntó ella con dureza.

Él exhaló el aliento.