Placeres robados - Brenda Novak - E-Book
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Placeres robados E-Book

Brenda Novak

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Beschreibung

Tras haberse criado viviendo en moteles baratos y viajando de ciudad en ciudad con su hermana y su madre, Cheyenne agradecía poder mantenerse por fin a sí misma. Sin embargo, continuaba inquietándola el misterio de sus primeros recuerdos, presididos casi todos por una mujer rubia y sonriente. Una mujer que no era su madre. Aunque había pedido repetidamente explicaciones, las personas que podían ayudarla no estaban dispuestas a hablar. Cheyenne anhelaba encontrar respuestas, pero sin tener siquiera una partida de nacimiento, no era fácil. La situación se complicó aún más cuando su mejor amiga comenzó a sentirse atraída por el hombre del que ella estaba secretamente enamorada desde hacía años. Por el bien de Eve, decidió apartarse de su camino, y aterrizó en los brazos de Dylan Amos. Era la clase de hombre que Cheyenne se había prometido evitar... aunque, quizá, dejarle marchar fuera un error...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Brenda Novak, Inc.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Placeres robados, n.º 63 - julio 2014

Título original: When Snow Falls

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4587-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Para Stephanie Novembri.

Gracias por todas las horas de trabajo voluntario que has invertido en la subasta online que organizo cada año para recaudar fondos destinados a la investigación sobre la diabetes.

Llegaste a mi vida en un momento en el que realmente necesitaba ayuda y has estado a mi lado desde entonces.

Capítulo 1

En Whiskey Creek no solía nevar, pero, cuando lo hacía, Cheyenne Christensen se trasladaba a otra época, a otro lugar. No había nada en su vida que encajara con las imágenes que su mente evocaba de unas fiestas de Navidad entrañables, con regalos envueltos en papeles de alegres colores y sidra caliente, unas fiestas como las que sus amigos disfrutaban. No, la nieve la revolvía por dentro, era como si hubiera ocurrido algo oscuro y terrible en una noche como aquella.

Deseaba poder recordar qué había sucedido exactamente. Durante años, se había devanado los sesos intentando encontrar sentido a aquellos recuerdos, intentando conjurar a la mujer de rostro sonriente y hermoso pelo rubio que aparecía en ellos. ¿Era una de sus tías? ¿Una profesora? ¿Una amiga de la familia?

De lo que estaba segura era de que no era su madre. Cheyenne ya tenía una madre que insistía en que no había habido nadie en su vida que respondiera a esa descripción. Pero eso no significaba que fuera cierto. Anita nunca había sido una mujer en la que se pudiera confiar.

–Chey, ¿dónde estás? Necesito la medicina.

Fuera o no su verdadera madre, la mujer que la había criado estaba despierta. Otra vez. A Anita cada vez le resultaba más difícil descansar.

Intentando sacudirse la obstinada melancolía que se apoderaba de ella cuando empezaba a nevar, Cheyenne se apartó de la ventana. La casa de tres habitaciones que compartía con su madre y su hermana no era un lugar del que pudiera sentirse orgullosa. Ella ponía el árbol de Navidad y las luces y mantenía la casa limpia, pero, posiblemente, aquella era la morada más humilde del condado de Amador.

Aun así, era mucho mejor que los baqueteados coches y los moteles de mala muerte en los que había crecido. Por lo menos, aquella casa le proporcionaba alguna estabilidad.

–¡Ven ya!

Cheyenne corrió al armario para conseguir la morfina. El cáncer de su madre se había reproducido después de una década. Cheyenne odiaba ver sufrir a nadie. Pero, si Anita no hubiera caído enferma quince años atrás, jamás se habrían establecido en ningún lugar. Llegar a Whiskey Creek había sido lo mejor que le había pasado nunca a Cheyenne y por culpable que eso la hiciera sentirse, siempre le estaría agradecida a aquel diagnóstico que había detenido el indolente deambular de Anita y había permitido que su hermana y ella pudieran matricularse en un instituto. Lo único que deseaba era que el cáncer que había empezado en los ovarios de Anita hubiera remitido definitivamente y no hubiera vuelto a aparecer en el páncreas.

–¿Qué estabas haciendo ahí fuera mientras estoy aquí tumbada, sufriendo? –le preguntó Anita en tono exigente en cuanto Cheyenne entró en el dormitorio–. En realidad, no te importo nada, ¿verdad? Nunca te he importado.

Temiendo que pudiera haber algo de verdad en aquellas palabras, que sonaban arrastradas porque su madre no se había puesto la dentadura, Cheyenne evitó su mirada.

–Si no fuera una buena hija, no estaría aquí.

Pero sabía que era el sentido del deber y no el amor lo que la motivaba. Eran muchas las cosas que tenía que reprochar a Anita y había comenzado a albergar aquel sentimiento hacía tantos años que ni siquiera recordaba cuándo había empezado.

En cualquier caso, Anita siempre había preferido a su hermana. Lo había dejado claro mucho tiempo atrás. Afortunadamente, para Cheyenne eso no representaba ningún problema. Presley era dos años mayor que ella. Había sido la primera hija y, para Anita, siempre sería la número uno.

–Yo he hecho todo lo que he podido por ti –le reprochó Anita, poniéndose de pronto a la defensiva.

Ya estaba otra vez con lo mismo. Cheyenne llevó una cucharada de morfina a los labios de su madre.

–Posiblemente sea verdad –admitió.

Pero también era verdad que la idea que tenía Anita de hacer todo lo posible por alguien estaba muy lejos de ser perfecta. Hasta que habían llegado a Whiskey Creek, su madre las había arrastrado a Presley y a ella por la mitad de los estados del oeste. Habían sufrido hambre y frío, las había dejado solas en un coche o acompañadas por desconocidos durante largos períodos de tiempo. Incluso las había obligado a pedir limosna en las esquinas y en las entradas de centros comerciales cuando su madre lo consideraba necesario.

–Siempre has sido muy dura conmigo –se quejó Anita mientras resoplaba al intentar cambiar de postura.

Decidida a mantener la paz, Cheyenne cambió de tema.

–¿Tienes hambre? ¿Quieres un sándwich o un poco de sopa?

Su madre respondió con un gesto de desprecio.

–Ahora mismo soy incapaz de comer nada.

Cheyenne la ayudó a ponerse cómoda y estiró las sábanas.

–La medicación te hará vomitar si no comes nada. Acuérdate de lo que pasó ayer por la noche.

–De todas formas, vomitaré. Soy incapaz de retener nada en el estómago. Y no quiero ponerme los dientes. ¡Esa maldita dentadura no me va bien! ¿Dónde está tu hermana?

–Ya sabes dónde está Presley. Trabajando en el casino.

–Ya no viene nunca a estar conmigo.

Aquello tenía que ser efecto de la medicación contra el dolor. Presley no solo vivía con ellas, sino que cuidaba a Anita durante el día para que Cheyenne pudiera trabajar en un hostal que era propiedad de la familia de su mejor amiga. Siempre y cuando no tuviera dinero para comprar droga, también la ayudaba los fines de semana.

–Se ha ido hace un par de horas.

Pero a Cheyenne le parecía una eternidad y, evidentemente, a Anita también.

Anita, cada vez más nerviosa, negó con la cabeza.

–No.

–¿No qué?

–Hace años que no la veo. Tu hermana me ha abandonado. Me sorprende que hayas sido tú la que se ha quedado.

No era tan poco habitual que Cheyenne fuera la única que estuviera a su lado en los momentos difíciles. Estuvo a punto de decírselo, pero ¿qué sentido tenía? Su madre continuaría creyendo lo que ella quisiera.

–Estará aquí otra vez mañana por la mañana, y en cuanto llegue a casa, se meterá en la cama y…

–¿Puedes llamarla?

–Estoy aquí para cualquier cosa que necesites. ¿Por qué quieres molestarla?

–Porque quiero hablar con ella, ¡ese es el porqué!

Cheyenne sabía que no podría controlar a su madre si comenzaba a ponerse nerviosa otra vez.

–Tranquilízate, ¿quieres?

–¡Estoy perfectamente! –intentó sentarse, pero no lo consiguió–. ¿Quién demonios te crees que eres? ¿Dónde crees que estarías sin mí?

–Eso es lo que me gustaría saber –tenía el presentimiento de que en algún lugar mejor.

Normalmente, no decía esas cosas, pero aquel día, las palabras parecían salir precipitadamente de su boca sin que pudiera hacer nada para impedirlo. Después, se quedaban flotando en el aire como un olor fétido y persistente.

Anita parpadeó. Sus ojos, aunque vidriosos por la enfermedad, todavía podían ser muy dañinos. Pero habían perdido el poder que en otro tiempo habían tenido. Ya no conseguían asustar a Cheyenne.

Gracias a Dios.

Anita debió de comprender que no le serviría de nada despotricar contra su hija, porque no dejó que su mal genio se desbordara.

–¿Cómo puedes tratarme así cuando estoy a punto de morir? –preguntó con voz quejumbrosa.

Los médicos ya no podían hacer nada por ella. Le habían recetado morfina líquida para el dolor y Ativan para aliviar la ansiedad y ayudarla a relajarse con el fin de que pudiera pasar las últimas semanas de vida en casa. El cáncer de páncreas normalmente avanzaba a gran velocidad. Pero Cheyenne no creía que para Anita hubiera llegado el momento final.

–No desesperemos tan pronto.

–Seguro que no sueltas ni una sola lágrima cuando me muera.

Cheyenne encendió la televisión con la esperanza de distraerla.

–Voy a calentarte la sopa mientras ves Jeopardy.

Anita la retuvo antes de que hubiera podido salir.

–Siempre te he querido. Podía haberte abandonado, pero no lo hice. Te mantuve a mi lado en todo momento, aunque no siempre ha sido fácil para mí darte de comer y vestirte.

Cheyenne giró sobre sus talones para enfrentarse a ella.

–¿Quién era esa mujer rubia? ¿Quién era esa mujer con la que solías dejarme?

Anita esbozó una mueca.

–¿Qué mujer?

–Ya te he hablado otras veces de ella. Me acuerdo de una mujer con los ojos azules y el pelo rubio platino. Yo estaba con ella con un vestido de princesa y un montón de regalos alrededor, como si fuera mi cumpleaños.

El demacrado rostro de Anita adoptó una expresión extraña, lo que hizo pensar a Cheyenne que por fin iba a recibir una explicación. Su madre sabía algo. Pero inmediatamente, la malevolencia de Anita apagó las chispas que habían iluminado sus ojos.

–¿Por qué sigues preguntándome esa tontería? No sé de qué demonios estás hablando.

Presley Christensen permanecía sentada en el aparcamiento del casino Rain Dance fumando un cigarrillo en su Mustang. Afuera hacía frío, demasiado frío como para abrir siquiera una rendija de la ventanilla, sobre todo cuando golpeaba el viento. Pero, si quería fumar, le quedaban pocas opciones. En el estado de California estaba prohibido fumar dentro de cualquier edificio público y, por supuesto, no iba a fumar en la calle.

Cruzó los tobillos bajo el volante y dio una larga y relajante calada a su cigarrillo.

Como crupier del casino, tenía derecho a un descanso de quince minutos cada hora. Podía parecer mucho, pero no lo era cuando había que trabajar de pie durante toda una jornada. Todavía le quedaban tres horas por delante y ya le dolía la espalda. Le habría gustado ganarse la vida de cualquier otra forma, pero para alguien que solo tenía el título de escolaridad, las ofertas no eran muchas. De hecho, tenía suerte de contar con el título y con un trabajo.

–Perdón.

Un hombre llamó a la ventanilla, dándole un susto de muerte. ¿De dónde habría salido? No había visto acercarse a nadie.

Bajó el seguro de la puerta para que no pudiera entrar y le habló a través de la rendija de la ventanilla.

–¿Qué quiere?

Unos años atrás, habían secuestrado a una mujer en un casino situado al noreste de Sacramento. Presley no tenía noticia de que hubiera sucedido nada parecido en Whiskey Creek, pero eran casi las tres de la madrugada y estaba sola en medio de la noche con un desconocido. Un desconocido que podría estar borracho.

El hombre alzó las manos intentando tranquilizarla.

–Lo siento, no pretendía asustarla. Me llamo Eugene Crouch y soy detective privado –utilizó una linterna de bolsillo para iluminar su documentación y la iluminó a ella después–. ¿Es usted Presley Christensen?

Presley no estaba segura de qué contestar. Tenía miedo de que lo de presentarse como detective privado fuera una estrategia para hacerla bajar la guardia. Al fin y al cabo, llevaba el nombre bordado en la blusa.

–¿Y si lo soy? –preguntó con abierto escepticismo.

–Estoy buscando a una persona a la que podría conocer.

–¿A quién?

–Anita Christensen.

A Presley prácticamente se le cayó el cigarrillo. De hecho, parte de la ceniza terminó en su regazo y la apartó bruscamente con la mano antes de que pudiera hacerle un agujero en el uniforme. ¿Para qué buscaría aquel hombre a su madre?

Teniendo en cuenta la vida que había llevado Anita, no podía ser por nada bueno. Como hija abandonada de una mujer rota y curtida por la vida que había tenido seis hijos y, como poco, el mismo número de hombres en su vida, no creía que Anita fuera a heredar ningún dinero. Y, al igual que su propia madre, Anita nunca había sido aceptada por su familia, así que Presley dudaba seriamente de que aquel hombre estuviera allí para ayudarla a recuperar el contacto con algún amigo o pariente.

A lo mejor su madre le había robado el reloj a algún hombre con el que se había acostado a cambio de dinero y la policía había cursado una orden de arresto. O peor aún, en una ocasión, su madre había atropellado a un hombre que iba en bicicleta y después había salido huyendo del lugar del accidente. Había bebido y no debería haberse puesto tras el volante. A Presley siempre la había sorprendido que aquello no hubiera tenido ninguna consecuencia. Pero había ocurrido en Arizona y habían cruzado a Nuevo México inmediatamente después, de modo que había terminado relegando aquel incidente hasta el último rincón de su memoria… Hasta ese momento.

También podían buscarla por algún fraude con la prestación social o algún problema con los impuestos. Anita podía haber hecho cualquier cosa.

–¿Puede repetirme el nombre?

Le dio otra calada a su cigarrillo mientras intentaba decidir qué debía contestar.

–Anita Christensen. Antes se la conocía como Karen Bateman. Y también se hizo llamar Laura Dumas.

Presley tenía el vago recuerdo de que su madre le hubiera dicho en alguna ocasión que se apellidaba Bateman, quizá cuando tenía ocho o nueve años. Pero lo de Dumas nunca lo había oído. Debía de haber sido antes de que tuviera edad suficiente como para recordarlo.

–Ninguno de esos nombres me resulta familiar.

Había sido entrenada desde muy pequeña para proteger a su madre, para apoyarla en cualquier estafa que estuviera llevando a cabo. Sabía que, si no lo hacía, terminarían pasando hambre. O las abandonaría a su hermana y a ella. Ya era demasiado mayor como para que aquellas amenazas tuvieran el mismo efecto, pero las lealtades y los hábitos adquiridos eran difíciles de romper.

–¿Está segura? –la presionó el hombre con evidente decepción–. Su nombre aparece en referencia a la solicitud de una tarjeta de crédito hace varios años, en Nuevo México. Ella aseguró entonces que era su hija.

Presley solo tenía dieciséis años cuando estaban en Nuevo México. ¿Cómo podían haberle seguido el rastro desde allí?

–Yo nunca he vivido en Nuevo México.

No le causó ningún remordimiento mentir. Lo único que sentía era pánico ante la posibilidad de que aquello pudiera salpicarla. Lo único que había hecho ella entonces había sido lo que su madre le había enseñado.

–Christensen es un apellido bastante corriente, pero Presley no tanto –insistió el detective–, como nombre de pila, quiero decir.

–A lo mejor a esa tal Anita le gustaba Elvis tanto como a mi madre.

Presley se consideraba a sí misma toda una profesional a la hora de dar información confusa, pero aquel hombre no parecía en absoluto convencido.

–Es posible que esa mujer haya asumido una nueva identidad –respondió–. ¿Le importaría echar un vistazo a esta fotografía?

–Lo siento –apagó el cigarrillo en un cenicero–. Mi tiempo de descanso ha terminado. Tengo que volver al trabajo.

El problema era que no se atrevía a abrir la puerta y él no parecía dispuesto a retroceder. Vaciló un instante con la mano en el pestillo de la puerta y el detective aprovechó inmediatamente la oportunidad que se le presentaba.

–Solo le llevará un segundo.

Sacó una vieja fotografía que iluminó con la misma linterna con la que había iluminado su identificación.

–Es la que está a la derecha.

Presley estaba demasiado nerviosa como para mirar de verdad. Sabía que iba a ser ella, pero estando su madre enferma y a punto de morir, supuso que ya no importaba. Hubiera hecho lo que hubiera hecho, el cáncer ya era suficiente castigo.

–No la he visto en mi vida –dijo sin mirar apenas la fotografía.

El detective sacó entonces otra fotografía.

–¿Reconoce a alguna de estas personas?

Presley estaba a punto de decirle que iba a llamar a la policía, pero apretó los labios con fuerza al reconocer a una de las personas que aparecía en aquella foto. Era Cheyenne de muy niña. Y hubo algo que a Presley le resultó extraño. Aunque Anita tenía el aspecto que cabría esperar, más joven, pero igualmente descuidada, Cheyenne, no. Tenía el pelo rizado en unos bonitos tirabuzones que llevaba recogidos con un lazo y llevaba un elegante vestido y unos zapatos de charol negro.

¿Cuándo se habrían hecho aquella fotografía? ¿Y por qué ella no aparecía? No podía recordar ni una sola vez en la que su madre se hubiera tomado la molestia de peinarlas. Se consideraban afortunadas cuando podían contar con un peine para desenredarse el pelo después de pasar varios días sin poder darse un baño.

Y no solo eso. ¿Quién era aquella tercera persona, la mujer rubia?

–¿Presley? –la urgió el hombre.

¿Qué podía significar aquella fotografía?

Las posibilidades la aterraron. Anita estaba a punto de morir. No podía perder también a Cheyenne.

–Tampoco las reconozco.

A Cheyenne la despertó el sonido de voces. Su hermana había vuelto a casa y, al parecer, su madre había superado una noche más. Cheyenne no podía decir que se alegrara y, en conciencia, tampoco podía decir lo contrario. Sencillamente, habían superado un día más.

Una mirada al despertador le indicó que no tendría que levantarse hasta una hora después. Dio media vuelta en la cama para volver a dormir, pero la voz recelosa de su madre despertó su curiosidad.

–¿Ha dicho cómo se llamaba?

–Un momento –dijo Presley–. Tengo su tarjeta.

Tras una breve pausa, añadió:

–Eugene Crouch.

–¿Es un detective privado?

–Eso es lo que me ha dicho a mí y lo que aparece escrito aquí. ¿Tienes idea de lo que quería?

–Ninguna –respondió Anita.

–¿Y crees que volverá?

–Es posible. Lo que no entiendo es por qué ha ido a buscarte a ti.

Aunque Presley bajó la voz, Cheyenne podía oírla perfectamente.

–Mamá, lleva mucho tiempo buscándote. Seguro que sabes por qué.

–No tengo la menor idea. A no ser que haya dejado alguna multa sin pagar.

–¿Crees que se van a tomar tantas molestias para que alguien pague una multa?

–Cursan órdenes de arresto para que la gente las pague, ¿no? En cualquier caso, quisiera lo que quisiera ese hombre, ya es demasiado tarde. Si quieres, puedes invitarle a mi entierro.

–¡No hables así! Sabes que me afecta.

Cheyenne se aferró a la sábana. Esa era precisamente la reacción que quería conseguir su madre. Y que la tranquilizaran después.

–Tú y Cheyenne sois la única familia que tengo –se lamentó Presley.

–Tienes que estar preparada, cariño. Yo ya no duraré mucho más.

–No podré vivir sin ti. No podré soportarlo.

Presley parecía a punto de llorar. Cheyenne lo sentía por ella, pero se sentía incluso peor por el hecho de no experimentar ninguna tristeza, de estar limitándose a esperar el momento de liberarse de aquella responsabilidad de la que se sentía prisionera.

No entendía lo que le pasaba. ¿De verdad era tan mala, tan desagradecida como decía su madre?

–Ven aquí –la consoló Anita.

Mientras se imaginaba a Presley lanzándose a los brazos de su madre, Cheyenne se tapó los ojos con la mano. A lo mejor Anita se merecía más amor del que Cheyenne era capaz de darle. A pesar de todas las diferencias que había entre Presley y ella, Cheyenne quería profundamente a su hermana mayor. De niñas, Presley había sido su única amiga, su única aliada cuando Anita comenzaba con sus amenazadoras invectivas. Por alguna razón, los enfados de su madre siempre estaban más focalizados en Cheyenne. En un par de ocasiones, se había puesto tan violenta que Presley se había visto obligada a interponerse entre ellas.

–Entonces, ¿qué le digo a ese detective si vuelve? –preguntó Presley.

–Lo mismo que le has dicho.

–No sé si se lo creerá la segunda vez. Sabe que tengo alguna relación contigo, si no, no se habría acercado a mí. También ha dicho que utilizaste mi nombre para solicitar una tarjeta de crédito en Nuevo México.

Cheyenne oyó que Presley continuaba contando que en aquel entonces estaba trabajando para Sunny Day, una cadena de supermercados, y que había utilizado aquella referencia para conseguir posteriormente un trabajo. Se imaginaba que era así como Crouch había podido seguirle el rastro. Pero después, debió de cambiar de postura o bajar la voz, porque Cheyenne ya no fue capaz de entender lo que estaba diciendo.

Esperando poder oír la conversación, se sentó en la cama. Pero seguía sin entender nada.

–¿Presley? –la llamó–. ¿Qué pasa?

–Nada –respondió su hermana–. No quería despertarte.

–¿Quién es Eugene Crouch?

–¡Nadie que te importe, metomentodo! –le espetó su madre–. ¡Todavía estoy viva y coleando, y hasta que no esté a dos metros bajo tierra, seguiré ocupándome de mis asuntos!

Cheyenne se dejó caer de nuevo sobre la almohada y contó hasta diez para no ceder a los terribles pensamientos que la asaltaban sobre su madre. ¿Dónde estaba su capacidad de control? ¿Su compasión?

Mientras tanto, intervino Presley, intentando aliviar la tensión. Siempre habían actuado como parachoques las dos hermanas, sobre todo con Anita.

–Un tipo que he conocido en el trabajo, Chey –contestó.

Su hermana contaba historias aterradoras sobre los jugadores que acudían al casino. A veces se emborrachaban e intentaban propasarse con las trabajadoras. O se ponían violentos. Presley solía salir con moteros, algunos de ellos expresidiarios, y también contaba historias espeluznantes sobre ellos. A Cheyenne la preocupaba su seguridad. Lo que habían sufrido de niñas las había afectado a cada una de forma diferente. Cheyenne se aferraba a todo cuanto la sociedad valoraba como admirable y normal. Quería olvidar el pasado y fingir que era igual que cualquier integrante de aquel grupo de amigos que tanto amor y apoyo le habían proporcionado desde que había comenzado a ir al instituto.

Presley, por su parte, no estaba resentida con Anita por la forma en la que las había criado. Le gustaba vivir a toda velocidad y sin ningún tipo de preocupación, tal y como su madre había vivido de joven. Lo triste era que Presley era capaz de mucho más.

–Has dicho que era un detective privado –respondió Cheyenne.

–¿Y? –replicó Presley.

–¿Por qué está buscando a mamá?

–Supongo que es mejor no preguntar.

Tenía razón. Seguramente, lo que quería aquel hombre implicaba vergüenza y humillación. Cheyenne se había avergonzado durante mucho tiempo de su madre. Y eso la hacía sentirse más culpable incluso. ¿Qué clase de hija se avergonzaba de sus propios padres?

Quizá fuera mejor no averiguar nunca los motivos que habían llevado a aquel hombre al casino.

Capítulo 2

–¿Crees que debería preguntárselo?

Cheyenne, sentada en el asiento del pasajero del coche de su amiga, desvió la mirada de Joe DeMarco. Joe y su padre eran los propietarios de la única gasolinera del pueblo. En aquel momento, Joe se estaba alejando de ellas para dirigirse hacia una de las zonas de reparación de coches mientras la mejor amiga de Cheyenne, Eve Harmon, regresaba tras el volante. En realidad, no necesitaban gasolina, pero habían dejado la cocina del hostal en manos de la ayudante de Cheyenne para acercarse allí con la esperanza de encontrárselo.

–Claro que sí.

Cheyenne forzó una sonrisa. No le resultaba fácil animar a su amiga a invitar a Joe a salir. A Eve había comenzado a gustarle Joe poco tiempo atrás y Cheyenne estaba enamorada de él desde siempre. Pero no se lo había contado a nadie. Y estaba convencida de que aquel era el secreto mejor guardado del pueblo.

Eve se aflojó la gruesa bufanda que llevaba atada al cuello y se mordió el labio en un gesto de preocupación.

–No sé…

–¿Qué tienes que perder? –preguntó Cheyenne.

–La dignidad, supongo. Me gustaría que me lo pidiera él.

–En una ocasión, le oí decir a Gail que Joe no estaba interesado en tener una madrastra para sus hijas.

–¡Pero si a las niñas solo las tiene los fines de semana! Además, yo sería una madrastra estupenda.

–Sí, eso es cierto, pero Joe siempre nos ha visto como las amigas de su hermana pequeña. A lo mejor se considera demasiado viejo para nosotras. Para ti, quiero decir –se corrigió rápidamente.

Afortunadamente, Eve no prestó atención a aquel desliz.

–Es un hombre encantador, pero siempre está pendiente de otras cosas cuando estoy cerca. Nunca he conseguido que se fije en mí.

Mientras Cheyenne le estaba mirando, Joe se volvió. Al verla sentada en el coche, la saludó con la mano. Las mejillas le ardieron… Y solo porque la había saludado. Joe tenía aquel efecto en ella desde la primera vez que habían llegado al pueblo en un viejo Skylark. Cheyenne jamás olvidaría el hambre que tenía aquel día. Mientras su madre contaba las monedas que habían conseguido para comprar gasolina, Cheyenne había dejado a su hermana en el coche y se había acercado a la tienda de la gasolinera. No tenían dinero para comida, así que solo quería mirar e imaginarse lo que sería poder comprar uno de los muchos productos expuestos en las estanterías.

Cuando había llegado el momento de marcharse, su madre la había llamado dos veces. Cheyenne lo recordaba porque le había gritado que «moviera el trasero» y le había dado un pescozón en la cabeza.

Con el estómago sonándole, Cheyenne se había dirigido hacia la puerta, donde Joe la estaba esperando con dos paquetes de los pastelitos rellenos de crema que había estado contemplando minutos antes. Avergonzada porque sabía que era tan pobre como parecía, Cheyenne había intentado devolvérselos, pero él había insistido en que los pastelillos habían sobrepasado la fecha de venta recomendada y estaban a punto de tirarlos.

Hasta que no había estado dentro del coche, gimiendo de placer y devorando aquellos pastelitos con su hermana, no había mirado la fecha de caducidad. Y al hacerlo había visto que ni habían sobrepasado la fecha de venta recomendada ni estaban a punto de hacerlo.

Cheyenne estaba convencida de que estaba enamorada de Joe desde entonces. O a lo mejor se había enamorado de él dos semanas después, cuando le había visto por primera vez en el instituto. Era un chico guapo y muy popular y ella una triste recién llegada. Aun así, Joe se había fijado en que un niño estaba riéndose del vestido de Cheyenne. Inmediatamente, había acudido en su ayuda y había hecho salir al niño corriendo. Le había sonreído entonces como si, de alguna manera, estuviera viendo, bajo aquella ropa de segunda mano y aquel pelo despeinado, a la niña sensible que ya había sufrido demasiado para su edad.

–¿Cómo te fue ayer con él en el encuentro que hubo en la Cámara de Comercio? –le preguntó a Eve, mordiéndose las uñas para no ceder a la tentación de volver a mirarle.

Cuando, nada más salir del instituto, Joe se había casado, le había roto el corazón. Pero después se había divorciado y había vuelto a Whiskey Creek. Como entonces Joe solo tenía veintiséis años, Cheyenne estaba convencida de que se daría una segunda oportunidad… Aunque habían transcurrido cinco años desde entonces sin que hubiera pasado nada.

Eve se guardó el recibo de la gasolina en el bolso.

–Me saludó y eso fue todo.

Cheyenne odiaba alegrarse en secreto. Deseaba la felicidad de Eve más que la de nadie en el mundo, aunque ello significara que tendría que quedarse sin Joe. Eve era como una hermana para ella, una hermana a la que podía querer y admirar al mismo tiempo. La familia de Eve, los Harmon, había acogido a Cheyenne en varios momentos de los últimos diecisiete años. Le habían dado trabajo en la cocina del hostal de la familia, le habían enseñado a cocinar y habían dejado que fuera ella la que se hiciera cargo de la cocina cuando la otra cocinera se había marchado. Era mucho lo que les debía.

Reprimió el aguijoneo de la culpabilidad e intentó bromear con la situación.

–Debería estarte agradecido. Vienes aquí más que nadie. Probablemente se pregunte qué haces con todas esas bolsas de patatas fritas que compras. Seguro que le extraña que seas capaz de comértelas.

Eve se echó a reír, pero se puso seria casi inmediatamente.

–¿Crees que es demasiado evidente?

Era difícil decirlo. Joe siempre había sido muy amable. Pero nunca había mostrado ningún interés especial por nadie, y, por supuesto, tampoco por ellas.

Cheyenne tomó aire para darse fuerzas.

–¿Por qué no le pides a Gail que le dé un empujoncito?

Su hermana formaba parte de su grupo de amigos, un grupo que se había formado cuando estaban en la escuela elemental. Excepto ella, claro. Cheyenne tenía catorce años cuando habían llegado al pueblo. Y Presley dieciséis.

–A Gail le encantaría que su hermano volviera a casarse –añadió–. Sobre todo con alguien que le tratara mejor que su ex.

Gail estaba demasiado inmersa en su propia vida como para haber notado que Eve sentía algo por su hermano. Un año atrás, se había casado con un famoso actor de cine para el que trabajaba como relaciones públicas y estaba metida de lleno en los cambios que aquello había supuesto para su vida.

–Simon y ella están ahora en Los Ángeles. Simon está rodando una película.

–Eso no significa que no hable nunca con Joe.

Eve frunció el ceño y puso el motor en marcha.

–No, pero yo todavía no estoy preparada para dar ese paso.

Una vez que Eve abortó la misión de invitar a Joe a cenar, Cheyenne pudo relajarse un poco.

–Entonces, ¿no le piensas invitar a salir?

–Ahora mismo, no. A lo mejor reúno valor para hacerlo más adelante.

Cheyenne asintió. Necesitaba olvidarse de Joe. Necesitaba meterse en la cabeza, y decírselo también a su corazón, que no había ninguna posibilidad de que se enamorara de ella. Y, mientras Eve continuara enamorada de él, daría lo mismo que lo hiciera.

–¿Qué estás haciendo ahí? Hace demasiado frío para estar fuera.

Cheyenne se volvió y vio a Eve, que había estado tan ocupada como ella desde que habían vuelto de la gasolinera, saludándola desde uno de los caminos que separaban las lápidas del cementerio que había al lado del hostal.

–Nada, estaba pensando.

Aquella era la parte más tranquila de la jornada. Era el momento de transición entre la hora punta de la mañana, cuando tenían que preparar el desayuno para los huéspedes y limpiar las habitaciones, y las tres de la tarde, cuando comenzaban a entrar los nuevos clientes. Sabía que debería haber ido a su casa a ver a su madre. Normalmente, lo hacía. Pero aquel día, no era capaz de semejante esfuerzo. Presley estaba en casa. La llamaría si su madre empeoraba.

Los pasos de Eve crujían sobre la nieve. Como las botas eran más bonitas que funcionales, Eve estaba pendiente de cada uno de sus pasos para evitar que se mojara el ante. Fijó después la mirada en las palabras grabadas en la lápida más cercana, que también era la más antigua y la más grande, como si le hicieran sentirse incómoda.

Y, probablemente, así era. Aquellas palabras desasosegaban a cualquiera.

Aquí yace nuestro pequeño ángel, brutalmente asesinada a los seis años. Dios castigue al asesino que nos la arrebató y le envíe al fuego del infierno. Mary Margaret Hatfield, hija de Harriett y John Hatfield, 1865-1871.

–¿Te parece mal que estemos intentando rentabilizar el misterio de ese asesinato?

Eve se ajustó la bufanda alrededor del cuello y se sentó al lado de Cheyenne en el jardín.

Eve no tuvo que especificar a quién se refería

–Un poco, quizá.

Mary no solo había nacido en aquella casa que con el tiempo se convirtió en el hostal de los padres de Eve, sino que también había muerto allí. Su asesinato había tenido lugar más de cien años atrás, pero en el pueblo, todo el mundo conocía hasta el último detalle de aquel crimen. Habían encontrado a la niña estrangulada en el sótano y no habían hallado ninguna prueba que señalara al asesino.

–A lo mejor no deberíamos hacerlo.

–Pero no hay otra opción –respondió Cheyenne–. Si no hacéis algo, tus padres y tú perderéis el hostal.

Si eso ocurría, también ella se quedaría sin trabajo, pero probablemente encontraría cualquier otra cosa. Era la situación de Eve la realmente preocupante. Aquel hostal significaba mucho para la familia Harmon. Durante años, y, sobre todo durante el último año, habían invertido todo lo que tenían en aquel negocio.

Eve se abrazó a sí misma para entrar en calor.

–Lo sé, no dejo de decirme que hacer publicidad del hostal como un lugar embrujado no es tan grave. El crimen se cometió hace muchísimos años y solo pretendemos recrear ese ambiente. Pero… estamos hablando de una niña que sufrió una muerte violenta. Su fantasma podría estar todavía aquí.

Cheyenne se enderezó sorprendida.

–Pensaba que no creías en ese tipo de cosas. Que atribuías los ruidos que se oyen en el hostal al hecho de que es un edificio antiguo.

–Como estoy sola en el hostal muy a menudo, me resulta más fácil creerlo así. No tiene ningún sentido vivir asustada, pero –Eve la miró a los ojos–, hay mucha gente que cree en los fenómenos paranormales.

Cheyenne frunció el ceño con la mirada fija en el mar de lápidas que tenían frente a ellas. La mayor parte estaban colocadas en filas ordenadas, pero el desorden en ciertos lugares sugería un origen del cementerio mucho más caótico.

–¿Te acuerdas de que poco después de que viniéramos a vivir al pueblo mi madre se enfadó conmigo porque me quedaba en tu casa y en la de Gail y me pasé dos días sin aparecer por mi casa? Me ató a ese árbol para castigarme.

Cheyenne señaló un roble situado en una esquina, cerca de otro banco.

Eve esbozó una mueca.

–¿Cómo lo voy a olvidar? Pasaste toda la noche fuera. Cuando mi padre te encontró a la mañana siguiente, se puso furioso. Le parecía imposible que alguien pudiera hacerle algo así a su propia hija. Pero… desde luego, tu madre podría haber escrito un libro sobre cómo ser una madre terrible.

Después de aquel incidente, Cheyenne se había ido a vivir con los Harmon durante tres meses, hasta que el cáncer de su madre había empeorado. Cheyenne odiaba sentirse como una carga para unas personas que no deberían haber cuidado de ella, y como Presley le había pedido que regresara, al final había vuelto a su casa.

–Al principio, estaba aterrada al verme en medio de la oscuridad, tan cerca de la tumba de Mary.

Los recuerdos de aquella cálida noche de verano a menudo la rondaban. De hecho, eran una de las razones por las que estaba allí.

–Pero al cabo de un par de horas –continuó–, comencé a notar una extraña sensación de paz, como si esa niña estuviera conmigo y no quisiera que pasara miedo. Incluso comencé a hablar con ella.

Le incomodaba admitirlo, puesto que nunca se lo había contado a nadie, y se rio ligeramente para que no sonara tan absurdo.

–Sé que todo fueron imaginaciones mías, pero, desde entonces, no volví a tener miedo de esa niña.

–¿Y no tienes la sensación de que estoy traicionando a tu amiga al utilizar su muerte o su fantasma como reclamo?

Cheyenne negó con la cabeza.

–Hagamos lo que hagamos, nunca podremos acallar los rumores. Las historias de fantasmas se transmiten de generación en generación.

–Pero nosotras estaremos contribuyendo a ello –replicó Eve–. ¿Y de verdad crees que tenemos que ir tan lejos como para cambiar el nombre del hostal?

Cheyenne miró el edificio de estilo victoriano que estaba justo detrás de la verja de hierro forjado que rodeaba el cementerio. Las luces y los adornos de Navidad le daban un aspecto mágico, pero bajo la decoración, se hacía evidente la necesidad de pintar y reparar la madera devorada por los hongos. También haría falta cambiar las cañerías.

–Para conservar el hostal, hará falta renovarlo por completo. Y debería tener también un nuevo nombre. De esa forma será como empezar de cero. Y me gusta el nombre de La pequeña Mary. Además, si añadimos en la propaganda que es el único hostal encantado del condado, ya no quedará tan lúgubre.

–Mis padres no están de acuerdo –Eve le dio una patada a la nieve.

–Las cosas eran muy distintas cuando estaban ellos a cargo del hostal.

–Quieres decir que los Russo todavía no habían abierto el suyo –gruñó Eve–. Aun así… –suspiró–. No puedo evitar sentirme mal por utilizar lo que le pasó a Mary para que la gente reserve habitaciones.

–Estamos intentando salvar el que fue su hogar –Cheyenne se levantó de un salto. Acababa de ocurrírsele una idea–. ¿Sabes? A lo mejor podemos salvar el hostal y hacerle un favor a Mary al mismo tiempo.

Eve arqueó las cejas.

–¿De qué estás hablando?

–¿Y si hacemos que Misterios sin resolver o uno de esos programas venga aquí para investigar el caso de Mary? A lo mejor pueden conseguir que algún forense o algún detective le eche un vistazo e intente resolver el caso.

Eve se sopló las manos y las frotó para protegerse del frío.

–¿Cómo vamos a ponernos en contacto con esa gente?

–¿Lo preguntas en serio? Nuestra mejor amiga tiene una agencia de relaciones públicas. Si Gail no puede ponernos en contacto con el productor, estoy segura de que su marido tendrá algún contacto. Simon incluso podría estar dispuesto a aparecer como invitado en el programa y mencionar que ese hostal está en el pueblo de su esposa. Si conseguimos que se asocie el nombre de Simon al hostal, seguro que triunfaremos.

–No quiero que se sienta obligado, Chey. Ya nos envió todos esos objetos de atrezo para poder decorar el hostal como si fuera una casa encantada, aunque ahora, con todas las obras de restauración, no vayamos a poder utilizarlos.

–Estoy segura de que no le importará. No le llevará más de una hora. Será solo un cameo. Conseguir que el hostal aparezca en un programa de ese tipo sería una gran publicidad de cara a una nueva aventura. Acabaríamos con nuestros competidores. Y también le proporcionaríamos algo de paz a Mary –se inclinó hacia Eve–. Piensa en ello. ¿Y si al final conseguimos resolver el misterio?

En la siempre lisa frente de Eve aparecieron arrugas de preocupación.

–Sería genial, a no ser que grabar el programa implique retrasar las renovaciones hasta que todos esos forenses echen un vistazo.

Desde que sus padres se habían jubilado y le habían dejado a cargo del hostal, la primera preocupación de Eve era, y no podía ser otra, pagar la hipoteca, sobre todo después de que sus padres le hubieran prestado toda la ayuda económica que se podían permitir.

–Porque eso no puedo postergarlo –añadió–. Riley, aparte de ti, es el único que no saldrá de crucero el domingo, y en parte es porque quiere empezar las obras para que podamos abrir otra vez en enero.

Eve y otros cinco de sus amigos pensaban hacer un crucero por el Caribe durante las vacaciones de Navidad. Saldrían ese fin de semana y volverían el día después de Navidad.

–No tendremos por qué cambiar ninguna fecha –respondió Cheyenne–. No se hará ninguna reforma en el sótano.

Nadie había tocado nada de allí y eso les permitía conservar la esperanza de que se resolviera el misterio.

El cielo oscuro amenazaba tormenta. Eve se levantó y miró hacia arriba.

–Es poco probable que puedan averiguar nada un siglo y medio después.

–Que sea poco probable ya es algo más que el que sea completamente imposible. Y, aunque no consigan resolver el crimen, conseguiremos mucha publicidad. Es un programa que se emite a nivel nacional. Te resultaría imposible contratar publicidad de tanto alcance.

Eve agarró a Cheyenne del brazo y comenzó a caminar con ella hacia el hostal.

–De acuerdo, muy bien. Veremos lo que podemos hacer para despertar su interés, pero no empezaremos hasta que yo haya vuelto y las vacaciones de Navidad hayan terminado.

–Estoy segura de que funcionará –dijo Cheyenne mientras caminaban–. Lo que no entiendo es por qué no estás más emocionada. Es exactamente lo que necesitamos para dar el hostal a conocer.

–Sí, tienes razón. Lo que pasa es que estoy un poco… estresada. Es una gran idea. Seguro que Gail se enfada porque no se le ha ocurrido a ella –le dirigió a Cheyenne una sonrisa cómplice, pero casi inmediatamente, se puso seria–. ¿Cómo está tu madre?

Cheyenne no tenía muchas ganas de hablar de aquella mujer enferma que la esperaba al final de cada día. Solo le quedaban dos horas para salir del trabajo, dos horas que pasarían demasiado rápido. Después, Presley tendría que ir al casino y ella tendría que enfrentarse a otra noche interminable con Anita.

–Parece que está aguantando.

–¿Cuánto tiempo crees que durará?

–¿Quién sabe? Los médicos dicen que puede ser cuestión de días o de semanas.

Eve se detuvo, obligando a Cheyenne a pararse también.

–A lo mejor debería cancelar el viaje. De todas formas, ya había estado pensando en hacerlo.

–Ni se te ocurra.

Cheyenne no estaba dispuesta a permitir que Eve renunciara a un crucero para el que había estado ahorrando durante tanto tiempo, a unas vacaciones sobre las que llevaba hablando un mes.

–Pero ¿y si muere tu madre mientras estamos fuera? Tendrías que enfrentarte tú sola a ello –bajó la voz, aunque no había nadie que pudiera oírla–.–Todos sabemos que Presley no es un gran apoyo.

–Presley hace lo que puede. Y tus padres están aquí. Estoy segura de que estarán dispuestos a ofrecerme todo lo que pueda necesitar.

El frío comenzaba a calarle los huesos. Ansiosa de pronto por entrar en el hostal, Cheyenne tiró de Eve para que se pusiera de nuevo en movimiento.

–En cualquier caso, no creo que ninguno de nuestros amigos tenga especial interés en ir al entierro de Anita.

–Todos nosotros estamos demasiado enfadados con ella como para apreciarla –admitió Eve–. Pero nos gustaría estar a tu lado.

–Y siempre lo estáis.

–Me parece increíble que se haya reproducido el cáncer. Y que todo vaya a ser tan rápido.

–No es un buen momento, con la Navidad de por medio, pero no puedes perderte ese crucero. A estas alturas, ya no puedes cancelarlo. Ni siquiera te devolverían el dinero.

Eve hizo un sonido de impaciencia.

–En primer lugar, no debería haberme gastado ese dinero. Si hubiera sabido que nos iba a resultar imposible recuperarnos después de que A Room with a View abriera…

Cheyenne le sostuvo la puerta para que entrara.

–Lo sé. Pero míralo de esta otra manera. El dinero ya te lo has gastado y, ahora, por fin tenemos un plan para rescatar el hostal. Y, probablemente, Anita vivirá hasta después de Año Nuevo. Puede tener sus defectos, pero es una mujer dura. Eso nadie puede discutirlo.

Cuando llegaron al felpudo de la entrada, Eve se sacudió las botas.

–Me gustaría que pudieras venir con nosotros.

Y también a ella. Pero ni siquiera lo había intentado. Desde que había surgido la idea, durante uno de los encuentros de los viernes por la mañana en la cafetería Black Gold, había sido consciente de que le resultaría imposible pagarse el viaje. Los Harmon le pagaban lo que podían, que no era mucho, y su madre y su hermana siempre necesitaban ayuda económica.

–Ni siquiera tengo la partida de nacimiento, ¿recuerdas? Y sin ella, no puedo hacerme el pasaporte.

–Podríamos haber encontrado la manera de conseguirla.

–Es imposible, ¡mi madre ni siquiera sabe dónde nací!

Eve elevó los ojos al cielo, dejándole bien claro lo que pensaba al respecto. ¿Qué madre no tenía esa información sobre su hija?

–Tiene que haber alguna manera de averiguarlo. Lo único que necesitamos es saber cómo buscar.

Cheyenne sabía que sería mucho más difícil de lo que Eve se imaginaba. No había muchas fotografías en las que aparecieran Presley y ella de niñas. Durante varios años, habían vivido en un coche, lo que había hecho imposible que acumularan muchos recuerdos materiales. Incluso habían perdido la partida de nacimiento de Presley cuando, poco después de que le hubieran diagnosticado el cáncer a Anita por primera vez, habían vuelto al motel en el que se alojaban y habían descubierto que el dueño les había tirado todas sus cosas porque Anita no era capaz de pagarle lo que le debía.

Cheyenne les había contado aquel incidente a sus amigos. Pero no les había hablado de la mujer rubia que aparecía en sus sueños, ni de que la nieve le hacía sentirse como si la hubieran despojado de algo, ni de las sospechas que acompañaban sus recuerdos más lejanos. Sugerir que su madre podría haberla secuestrado sería una acusación muy grave. Y no estaba segura de que las imágenes que le proporcionaba su mente fueran muy reales. Necesitaba más pruebas antes de lanzar una acusación de ese tipo.

–Estaré perfectamente aquí –le dijo a su amiga–. Y me ocuparé de revisar las reservas.

–Eso podrían haberlo hecho mis padres. No van a ir a ver a mi tía hasta febrero.

Cheyenne entró en el calor del hostal y se sintió inmediatamente envuelta en la fragancia de pino y moras que habían comprado para impresionar a sus huéspedes.

–Así no tendrán que hacerlo ellos –contestó.

Pero sabía que no le iba a resultar fácil enfrentarse a la Navidad con todos sus amigos fuera, su madre muriéndose y el hostal cerrado por remodelación.

Capítulo 3

Presley permanecía sentada junto a la cama de su madre, fumando un cigarrillo tras otro mientras la veía dormir. Una parte de ella se sentía culpable por estar llenando de sustancias cancerígenas el aire que Anita estaba respirando. Sabía que, si su hermana hubiera estado en casa, la habría enviado al porche. Pero hacía frío fuera y no creía que, a esas alturas, un poco de humo pudiera suponer ninguna diferencia.

La televisión que había encima de la cómoda sonaba de fondo. Se suponía que estaban viendo la telenovela favorita de Anita. Ella y Presley la seguían desde hacía años. Pero su madre estaba tan drogada que apenas podía mantener los ojos abiertos. Entraba y salía de la inconsciencia sin ser apenas consciente de que Presley estaba con ella.

Una vez más, Presley volvió a fijarse en la morfina que había sobre la mesilla. Ya le había dado un trago, pero sentía la tentación de beber un poco más. O de dirigirse a la chabola azul que había bajo la colina para comprar cristal. Tenía que tener cuidado y no abusar de la morfina de su madre. Los médicos proporcionaban una cantidad de morfina limitada y la enfermera que llegaba los lunes la vigilaba de cerca, y también Cheyenne.

Anita gimió, cambió de postura como si no encontrara la manera de ponerse cómoda y abrió los ojos. Al ver a Presley, intentó incorporarse.

–¿Qué está pasando… en nuestra novela?

Reconocía las voces de los actores y sabía que estaban emitiendo la novela, aunque llevara más de veinte minutos dormida.

–Nada nuevo –contestó Presley, intentando ocultar que tampoco ella le estaba prestando atención.

–¿Ha salido ya Thomas?

Era el personaje favorito de Anita. Le había encantado aquella parte en la que pasaba un fin de semana con Brooke bajo los efectos del éxtasis y quería saber si se había acostado o no con su madrastra.

–No, hoy no –por lo menos, que ella supiera.

–¿Y qué ha pasado con Ridge?

–Estaba besando a su exesposa antes del último anuncio.

Presley no había visto casi nada, pero, aun así, decir que Ridge había estado engañando a su pareja con su ex era una apuesta segura. Los guionistas llevaban varias temporadas manteniendo aquel triángulo amoroso.

–Si no elige pronto entre Brooke y Taylor, me lo perderé –cerró los ojos.

Presley asumió que se había quedado dormida, pero Anita dijo varios segundos después:

–Será mejor que dejes de fumar si no quieres acabar como yo.

Presley quería dejarlo. Recordaba lo amarillos que tenía su madre los dientes antes de perderlos por falta de higiene. Pero aquel no era el momento de librar aquella batalla. Necesitaba cualquier tipo de ayuda para superar el día a día.

–Lo dejaré. Más adelante.

–Perfecto.

Su madre tosió al intentar reírse.

–¿Mamá?

Anita tomó aire. Cada vez le resultaba más difícil hablar. A veces, ni siquiera le quedaban fuerzas para hacerlo.

–¿Qué?

Presley bajó el volumen de la televisión con el mando a distancia.

–Chey no está en casa.

–No te he preguntado por ella.

–Quería que supieras que no está en casa.

Su madre abrió los ojos, poniéndose en alerta. Había notado el cambio en el tono de Presley. A veces, entre ellas se confesaban cosas que jamás habrían admitido delante de Chey.

–¿Por qué?

–Porque voy a volver a preguntarte por Eugene Crouch.

–No –Anita se alisó el escaso pelo gris que le quedaba–. Es mejor que… que dejes ese tema.

–¿Por qué? Ese hombre me enseñó una fotografía.

Anita esbozó una mueca que añadió más arrugas a su ajado rostro.

–¿Y?

–¿Y? –repitió Presley–. ¿No tienes curiosidad por saber de dónde la había sacado? ¿O por saber quién aparece en ella?

–No –Anita volvió a toser.

–¿Por qué no?

–Porque no quiero… saber nada de eso.

–Porque ya lo sabes.

Anita señaló la televisión con un gesto.

–Sube el volumen.

Pero Presley no obedeció. Se inclinó sobre Anita para convencerla de que quería saber la verdad.

–¿Qué pasó, mamá? ¿Quién era esa mujer rubia que aparecía en la fotografía? ¿Esa es la mujer sobre la que Chey siempre está preguntando?

Su madre hizo un gesto con la mano para desalentarla.

–Déjalo ya. Confía en mí.

–¿Eso es todo lo que tienes que decir?

Su madre se sonrojó Era la primera vez que aparecía algo de color en su rostro desde hacía varios días. A lo mejor se había dado cuenta de que no había conseguido ganarse siquiera la confianza de la hija que realmente la quería.

–Estoy intentando… hacerte un favor –la miró por fin a los ojos–. No lo eches todo a perder. Es… el último regalo que puedo hacerte.

–Eso no tiene ningún sentido.

–¡Claro que lo tiene! ¿Por qué voy a hacerte cargar con un secreto después de mi muerte? Solo servirá… para desgarrarte por dentro –bajó la voz–. O para perder a la única persona con la que siempre has podido contar.

Regresó entonces el presentimiento que había tenido Presley al ver la fotografía de Cheyenne de niña vestida como una muñeca.

–En realidad, ella no es de nuestra familia, ¿verdad? –preguntó, aferrándose a la sábana.

La respiración de Anita resonaba al entrar y salir de sus pulmones.

–Ya lo sabías. Podías negarlo, pero, en el fondo, lo has sabido durante todo este tiempo.

–No –Presley negó con la cabeza–. No nos parecemos porque somos hijas de diferentes padres. ¡Siempre nos has dicho eso!

–¡Eso era lo que tú siempre has querido creer!

Tenía razón. Por mucho que Presley prefiriera negarlo, siempre había tenido sus dudas, aunque había sido incapaz de enfrentarse a ellas. Había oído a Cheyenne preguntar por aquella mujer rubia, la había oído describir con añoranza los juguetes que en otro tiempo había tenido, la ropa bonita... la barriga llena… Ella, intencionadamente, fingía no recordar aquella época en la que no pertenecían a la misma familia. Incluso le había dicho a su hermana en numerosas ocasiones que aquellas imágenes tenían que proceder de algún sueño.

–¡Dios mío! –musitó, y se hundió en la silla.

Le costó un esfuerzo considerable, pero Anita consiguió sentarse en la cama por sus propios medios.

–Presley, estabas desesperada por tener una hermana. Yo no podía tener más hijos, pero tú necesitabas a alguien además de a mí. No podía estar constantemente contigo. Yo tenía que asegurarme de que tuviéramos comida y algún lugar para dormir. Estábamos… estábamos solas las dos y tú me suplicabas continuamente la compañía de alguien con quien poder jugar.

En realidad, las motivaciones de Anita no habían sido del todo altruistas. Había utilizado a sus hijas al igual que había utilizado a todos los demás. Pero Presley no quiso discutir. Estaba demasiado preocupada, demasiado asustada por lo que acababa de saber. Se tapó la boca con las manos y habló a través de los dedos.

–Entonces… ¿qué hiciste?

–Te conseguí lo que necesitabas, eso fue lo que hice.

Las drogas que Presley había tomado la hacían sentir que la voz de su madre aumentaba y bajaba de volumen bruscamente. ¿Aquello estaría ocurriendo de verdad?

Sí, de eso estaba segura. De hecho, había sospechado durante mucho tiempo lo que le estaba contando su madre. Pero, cuando se veía obligada a enfrentarse a la realidad, no sabía cómo reaccionar. ¿Se suponía que tenía que estar agradecida?

Habría sido muy triste crecer sola. Cheyenne le había proporcionado la compañía que había hecho soportable su vida. Era mucho lo que habían aguantado juntas, permaneciendo solas contra el mundo, sobre todo cuando Anita comenzaba a salir con algún hombre y sus hijas dejaban de importarle. O cuando Anita se emborrachaba. Cheyenne siempre había estado a su lado para proporcionarle amor y consuelo.

–Pero… ¿y ella?

Presley no estaba segura de cómo consiguió hablar. Se sentía como si alguien le hubiera puesto un cepo en la lengua.

–¿Qué pasa con ella? –los ojos de Anita se encendieron con aquella cólera tan normal en ella–. Cheyenne está perfectamente. Cuidé de ella igual que cuidé de ti, ¿no? ¿Por qué iba a merecerse ella vestidos bonitos y regalos de cumpleaños? ¿Por qué iba a merecerse una vida mejor que la nuestra?

Porque Anita la había privado de la familia que podía haber tenido y quién sabía lo que aquella familia habría podido darle. ¿No era capaz de darse cuenta de que era una injusticia?

–Siempre le has dicho que no tenías ni idea de quién era esa mujer rubia. Y que no sabías por qué recordaba todas esas cosas –susurró–. ¡Te lo ha preguntado cientos de veces!

–Bueno, pues ahora que tú lo sabes, ya veremos si le dices la verdad –replicó Anita.

Y, con una risa amarga con la que parecía estar prediciendo que Presley no se lo contaría, se dejó caer sobre la almohada.

Cuando Cheyenne llegó a casa después del trabajo, descubrió que Presley ya se había ido, algo que la sorprendió. Estando Anita tan mal, normalmente, Presley esperaba a que llegara ella a casa antes de marcharse, para que siempre hubiera alguien con su madre.

Cheyenne le habría preguntado a su madre por qué se había ido tan pronto su hermana, pero Anita parecía sumida en el estupor de las drogas. Mientras permanecía en la puerta del dormitorio, mirando a su madre, comprendió que ni siquiera era cierto lo que le había dicho a Eve. Era imposible que su madre aguantara hasta después de aquel crucero. El cáncer había avanzado con demasiada rapidez. Había convertido a Anita en un saco de huesos bajo su piel cerosa. Parecía tan pequeña y tan débil comparada con la mujer a la que Cheyenne tanto había temido que resultaba asombroso que todavía pudiera respirar.

A lo mejor por eso se había marchado Presley. No era fácil ver morir a Anita cada día un poco más.

Agradeciendo que su madre estuviera durmiendo para así poder cenar y relajarse un rato, se dirigió a la cocina, donde había dejado el bolso nada más entrar. Llegaba hasta ella el olor a pino del árbol de Navidad y el de las velas de canela que le gustaba encender, pero aquellos olores no conseguían mitigar el permanente olor a antiséptico de la enfermedad.

Cheyenne cerró los ojos un instante, tomó aire, intentando bloquear todas aquellas sensaciones desagradables, y se acercó a la nevera. La noche anterior, antes de acostarse, había dejado preparado un estofado de carne, para anticiparse a las tareas del día siguiente.

Presley no parecía haber comido nada y eso la preocupó. Su hermana se estaba quedando demasiado delgada.

Recordándose que no debía dejarse llevar por los aspectos más negativos de su vida, pasó el tiempo que tardó el guiso en calentarse revisando el iPhone que los Harmon le habían regalado por su cumpleaños en el mes de mayo. Tenía fotografías de sus amigos, Riley, Gail, Simon, Callie. Ted, Noah, Baxter, Kyle, Sophia y algunos más que se reunían con ellos, aunque con menor frecuencia, los viernes por la mañana en el café Black Gold. Iban a ir todos al crucero, excepto Gail y Simon, por supuesto, que estaban en Hollywood, y Sophia, que estaba casada y tenía una hija, y Riley, que estaba criando un hijo y pretendía pasar las vacaciones de Navidad remodelando el hostal. Cheyenne lamentaba tener que perderse aquel viaje. El Caribe debía de ser un lugar maravilloso. Pero no creía que pudiera pagarse nunca un crucero.

Sonrió débilmente, pensando en lo bien que se lo pasarían Eve y el resto de sus amigos y continuó intentando localizar la fotografía que buscaba.

Allí estaba. Era Joe pasándole el brazo por los hombros a su hermana. A veces también él acudía a los encuentros a los que Gail asistía cuando estaba en el pueblo. Pero Gail no solía ir por Whiskey Creek. Llevaba más de una década viviendo en Los Ángeles, desde que había montado la agencia de relaciones públicas Big Hit. Y desde que estaba casada con Simon, iba incluso menos.

El estofado comenzó a hervir en el fuego, pero Cheyenne no lo retiró. Estaba absorta en la fotografía de Joe, aunque la había visto millones de veces. Estaba muy guapo en bañador, mostrando un pecho y unos brazos musculosos bronceados por el sol, y con el pelo mojado peinado hacia atrás. A Cheyenne comenzó a latirle con fuerza el corazón al ver los contornos de su mandíbula, las pequeñas arrugas que se marcaban a ambos lados de sus labios y el brillo inteligente de sus ojos azules. Desde el año anterior, había comenzado a perder un poco de pelo en las sienes, pero a Cheyenne no le importaba. Nunca había visto a nadie que le pareciera más atractivo.

–¿Presley?

Su madre se había despertado y estaba llamando a su hermana. Cheyenne dejó el teléfono a un lado y apagó el fuego.

–Presley se ha ido al trabajo –contestó–. Estoy preparando la cena. Te llevaré un cuenco con carne guisada dentro de un momento.

–No tengo hambre.

Nunca tenía hambre. Pero tenía que comer algo si no quería perder las pocas fuerzas que le quedaban.

–Deberías intentar comer algo.

–¿Presley te ha dicho algo antes de irse? –quiso saber Anita.

Cheyenne corrió al dormitorio, consciente de lo mucho que le costaba a su madre hacerse oír.

–¿Sobre qué?

Anita estudió atentamente su rostro y pareció relajarse.

–Sobre nada.

Cheyenne consideró la posibilidad de preguntarle si sabía por qué Presley se había marchado antes que otros días, pero, por las preguntas de su madre, dedujo que ni siquiera sabía que se había ido antes de que ella llegara. En cualquier caso, ¿qué importaba? Al fin y al cabo, no había pasado nada.

–Entonces… ¿vas a intentar comer algo?

–Si quieres... –cedió Anita con marcada indiferencia.

–Muy bien. Ahora mismo vengo.

El teléfono de Cheyenne, que había dejado en la encimera, comenzó a sonar mientras se dirigía a la cocina. Miró la pantalla y al ver que era Eve, no se sorprendió. Aunque había salido del hostal una hora atrás, Eve la llamaba más que nadie.

–No se te ocurra cancelar el crucero –le advirtió Cheyenne en cuanto descolgó el teléfono.

–No, aunque debería –respondió Eve con un deje de tristeza.

–No tiene sentido. Lo que tenga que pasar, pasará, tanto si estás aquí como si no.

–Pero podría ayudarte a superarlo.