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Cada lector es un mundo y, si ponemos la atención suficiente, lo es también todo ente que lo rodea: el sillón que lo sostiene, la lámpara que alumbra su lectura, el libro que tiene entre sus manos, el nematócero diminuto que sobrevuela su cabeza. Entre cada uno de estos mundos tiene lugar un intercambio incesante, una economía afectiva y material que los transforma. Hay entre ellos, incluso, encuentros de una violencia tal que podemos pensarlos como colisiones, grandes impactos que generan mundos nuevos, con inéditos vínculos y destellos. En Planetas habitables, Elisa Díaz Castelo traza, gracias a una escritura en la que las palabras de la ciencia cobran una sensualidad inesperada y las sutilezas de la vida contagian el placer de la ironía, un minucioso mapa que busca dar cuenta de la intrincada red de conexiones desplegada a nuestro alrededor a cada instante. Si hoy en día hay quienes piensan que, ante el desastre anunciado, la solución es la búsqueda de nuevos mundos, en este poemario se nos propone encontrar en el lenguaje las razones para mantener habitable la singular complejidad que nos conforma y de la que somos parte.
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Elisa Díaz Castelo
DERECHOS RESERVADOS
© 2022 Elisa Díaz Castelo
© 2022 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.
Avenida Patriotismo 165,
Colonia Escandón II Sección,
Alcaldía Miguel Hidalgo,
Ciudad de México,
C.P. 11800
RFC: AED140909BPA
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@Almadia_Edit
Edición digital: 2023
ISBN: 978-607-8851-46-1
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Hecho en México.
¿Qué será de nosotros en medio de tantos mundos?
BERNARD LE BOVIER DE FONTENELLE
Cuántas formas de irse y todas truncas.
En este plano la ciudad es sólo
movimiento: todo trayecto, lugar
que se bifurca, derroteros, trasbordos y baraja
de caminos brillantes. Coreografía
más que geografía. De cerca:
ramillete de muñones,
ríos entubados. De lejos:
una medusa sin cara
que no necesita ojos para mirarme de vuelta.
Su voluntad infértil, su movimiento fijo.
Siento mi cuerpo, piedra que se desborda:
mi manojo de dedos, esta ansia
por tender y fragmentarme
en pedazos más pequeños, cuerpo
que acaba en veinte partes.
He aquí un mapa del tiempo, atravesado
por el alfiler imposible de la sincronía.
Todos los caminos sucediendo,
todas las opciones elegidas.
Cada ruta de un color y tan callada:
una cepa de niños vestidos en tonos alegres
y solo uno me llevará de la mano, me alejará.
Miro sin sorpresa mi futuro: sus rutas,
escasas y rectas, sé bien a dónde llevan.
Quisiera quedarme
en este sitio, siempre
sin decidir, ciudad entera y vasta,
redonda fruta madura.
Si no empieza uno nunca, ¿dónde acaba?
Qué ganas sólo de permanecer, tan quieta,
así como un vaso de vidrio contiene
su caída, las muchas formas
en las que puede romperse.
Hoy traigo puesto el sostén
de mi abuelita muerta.
Es negro y tiene encaje
y me queda perfecto.
Qué sorpresa. Éramos
tan distintas. Ella
hasta la noche antes
de su muerte insistía
en lavarse la cara
y usar todas sus cremas antiarrugas
y yo a veces apenas, a veces
repruebo en serotonina, hablo
el idioma errático de la depresión endógena,
soy desniveles químicos, kármicos
de esa misma abuela que años antes
casi se desangró en la tina, en la infancia
de mi madre o salió en coche y dijo
que nunca volvería, quiero decir
que me oscurezco a veces como ella,
que se me otoña el cuerpo tan sobrando.
Pero cambió. Ya luego no quiso
morir nunca, ni cuando se cerró su edad,
aunque su cuerpo quiso
ella se abstuvo, prefería
no hacerlo. Y hoy
traigo puesto
su sostén, tan negro, tan encaje,
porque he volteado las piedras de los ríos,
porque es eso, al fin, lo que quisiera
heredar de ella, sus ganas
de quedarse.
La recuerdo:
lo último que comió en la tierra
fue un durazno prensado.
La recuerdo:
sus pies no tocaban el piso
cuando se sentaba en la silla
del viejo comedor.
Acostada en la cama de la última noche,
hundiéndose en su muerte sin salida,
se sostuvo con fuerza de mi mano
como si yo pudiera traerla de regreso.
Se murió
con las uñas pintadas de rojo.
Esto es cierto: favor
de remitirse
a la evidencia.
Abuela:
yo fui tu descendencia,
tu estado de latencia, tu lactancia,
la forma de tus manos y tus dudas,
la pausa antes del acto.
Abuela: duro orden de sangre y leche,
armisticio, yo fui
las deudas que olvidaste,
la sombra de tu cuerpo en la banqueta,
la hebilla de tu zapato izquierdo.
Abuela. Gametos y labiales
que de niña yo frente al espejo.
Abuela. Luz
de medianoche. Esas
bolsas donde guardabas bolsas
donde guardabas
sobres de azúcar
y basura diminuta, tan
brillante. Abuela. Oropel de a peso,
cajita de música, chatarra de oro lenta.
Abuela. Bisutería. Piel, cabello, ojos.
¿Dónde están? Tanta materia inerte, tan
biodregradable.
Abuela, tenías miedo de dormir,
me despertabas. Nunca saldrás del hambre,
ni caminas a oscuras sobre la alfombra,
ni jamás fuiste apenas, duramente.
Abuela. Baraja de olvidos, ruina de telómeros,
siempre hacías trampa en los juegos de mesa
y querías vivir sobre todas las cosas
a pesar de tu cuerpo.
Esta mañana
decidí ponerme tu sostén de encaje,
¿lo recuerdas?
Tus ganas de vivir
contra mi cuerpo,
tus ganas
de sostenerte al mundo,
de quedarte.
Porque eso es lo que quiero:
heredar tu deseo,
amanecer con hambre.
Porque no todo lo negro es luto.
Lo sabías.
Mi cuerpo es un extremo del tuyo.
El instante rojo de mi nacimiento, el puñal
de la sangre, el gozo o el grito, el cuerpo
que se vacía, la placenta que conjuga
el rojo con la sombra. Es preciso reconocerlo:
dos cuerpos que fueron de uno solo
no pueden tener un origen pacífico.
No pueden permanecer intactos.
Por ejemplo, la luna, que miramos
sin miramientos, desvestida:
te pregunté hace años cómo se había formado
y me dijiste que la tierra la atrapó en su gravedad
y le dio un trayecto y un destino.
No es cierto. Mírala,
anónima y endeble, dada a romperse,
empotrada en la noche, vela
desde tu casa de ladrillos y yo
desde mi azotea, más lejana que nunca.
Somos demasiado parecidas.
Lo cual se explica a partir de un tercero
en discordia: un planeta errante, desvirtuado
de órbitas, chocó con el nuestro y se hizo añicos
en una colisión brutal que ya ha olvidado
el universo. De lo que perdió la tierra
despedazada, carente de redondez,
se formó la luna, hecha de pedacería,
desbastada por giros y acrobacias.
Y las dos se sostienen, sin coincidir nunca,
apenas consonantes, apresadas
a una distancia por el abrazo
ambiguo de las órbitas, por una gravedad
mediana, diametral. Así nosotras
en las noches, nos hablamos
nuestras voces se tocan y se envuelven
en el cobre. Una será siempre
el centro de la otra, las dos
perfectas en su circunferencia
pero ausentes de sí mismas.
En nuestra piel se reparten tus células
y lo que me has heredado,
aunque sea luminoso, me consume.