Política criminal - Joaquín Lloréns - E-Book

Política criminal E-Book

Joaquín Lloréns

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Beschreibung

Alberto Medina, padre adoptivo y mentor de Beatriz Segura, la investigadora licenciosa, pide a ésta que acuda a su casa en Denia. Allí la informa de la existencia, aún no pública, de una denominada "Hermandad para la regeneración democrática" y de cómo intentan forzarle a formar parte de ella. Esa misteriosa "Hermandad para la regeneración democrática" ha comenzado a asesinar políticos en diferentes puntos de la geografía española, reclamando cambios constitucionales que, según sus comunicados, permitirán unas elecciones realmente democráticas. Para conseguir que se mantenga su anonimato, la "Hermandad" ha ideado un sistema simple pero de una aterradora eficacia. Seleccionando, aparentemente al azar, a una serie de hombres con amplios recursos financieros, les ha amenazado con represalias mortales a ellos y sus seres queridos, para que sean ellos quienes cometan —o encarguen a profesionales— los asesinatos de políticos, cada vez más relevantes. Esa escalada criminal, según la "Hermandad", obligará a los principales partidos a acometer las justas reformas de la Constitución, muchas de las cuales, de hecho, son pedidas por la mayoría del pueblo llano: listas abiertas, circunscripción única, segunda vuelta… Mientras la existencia de la organización terrorista no es conocida por los medios ni el Estado, Beatriz tendrá que intentar averiguar quién se esconde detrás de la organización criminal, antes de que ésta obligue a Alberto a asesinar a algún político o, caso de que Alberto se niegue, asesinen a su padre adoptivo o a ella, talón de Aquiles del antiguo agente del CNI, ahora paralítico de cintura para abajo. Para conseguirlo, tendrá que seguir el creciente reguero de políticos asesinados que le llevará a Madrid, Tenerife, Palma de Mallorca y Barcelona, mientras la alarma del Gobierno y la oposición aumenta sin que las Fuerzas de Seguridad sean capaces de obtener ninguna pista fiable.

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Polítia criminal (La Decisión)

Joaquín Lloréns

 

 

 

 

Baile del Sol

A mis hermanos Uge y Johnny, por regalarme gratis cada día el amor y la amistad que el hombre más rico del mundo no puede comprar.A Gonzalo Berasategui, por sus cuatro décadas de amistad y la barra de pan asesina.

Todo poder que no reconoce límites, crece, se eleva, se dilata, y por fin se hunde por su propio peso

Cormenin

He aquí un motivo de error en la política: no pensar más que en sí y en el presente

La Bruyère

Nada es más difícil que definir un crimen político

Danton

El Estado es una organización criminal coactiva que se apoya en la institución de un sistema de impuestos-latrocinios (sic) de amplia escala y se mantiene impune porque se las ingenia para conseguir el respaldo de la mayoría (no de cada uno de los ciudadanos), al asegurarse su colaboración y la alianza de un grupo de intelectuales que crean opinión y a los que recompensa con una participación en (…) su poder y (…) su botín

Murray N. Rothbard

Prólogo

No es mi intención plagiar la insigne Rayuela del maestro Cortázar, pero tampoco me resigno a ahorrarme el presente prólogo, hoja de ruta de las posibles lecturas de mi novela.

Aunque Política Criminal se presenta en un orden preestablecido, el mismo obedece a mi subjetiva elección como autor. Doy por hecho que los intereses del lector que se acerca a ella por vez primera —y mayoritariamente última—, serán los de un aficionado a las novelas de intriga y policíacas. Esta circunstancia será más aguda si ha llegado a ella tras leer otras aventuras de mi licenciosa investigadora, Beatriz. Otro motivo es que dicho orden responde a la percepción temporal de la protagonista. A todos ellos encomiendo el orden secuencial de imprenta, a pesar de que veo posible que las digresiones mentales del autor sobre la naturaleza de las relaciones de pareja sean algo secundario, e incluso prescindible, para el lector más impetuoso y se molestará por la ruptura de ritmo que las mismas acarrean.

Sin embargo, ofrezco de antemano una ruta alternativa para otro tipo de lectores o para una segunda lectura de Política Criminal, si alguien la cree merecedora de tal esfuerzo. Yo mismo considero este camino secundario más interesante, aunque advierto a quien se decante por esta opción, que su elección hará que se desvanezca la intriga antes que en la lectura secuencial. Este camino sería el que hollaríamos eligiendo la lectura dirigidos por la numeración de los capítulos.

Aún no satisfecho con tan incómoda alternancia, todavía propongo a mi esforzado lector una tercera vía, óptima para las mentes ordenadas, y es la cronológica; siguiendo los hechos tal y como discurren en el tiempo. Esta última opción requerirá un trabajo doble, pues obligará a los adoradores de Cronos a regresar continuamente a este prólogo para no extraviarse, pues el orden de lectura de los capítulos, sería el siguiente: 3, 5, 7, 9, 11, 13, 15, 17, 19, 21, 23, 25, 41, 42, 43, 44, 45, 46, 47, 0, 48, 49, 1, 2, 4, 6, 8, 10, 12, 14, 16, 18, 20, 22, 24, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 40, 50, 51 y 52. Debo a estos últimos una disculpa, pues en esta tercera alternativa, el relato dejará de lado el aspecto intrigante, para centrar su énfasis en las motivaciones de los personajes, en su sicología y en las circunstancias morales que los rodean, lo que confundirá indudablemente a quienes tuvieron la deferencia de elegir este libro en base al resumen que, a buen seguro, aparecerá en la contraportada del mismo.

— 0 —

Cuando, hace ya más de un año, aún faltaban unas pocas semanas para que Alberto, mi padre adoptivo, mentor y amante, me requiriera para resolver el robo de Santander que tantos quebraderos y peligros me acarrearía, me encontraba descansando en la isla de la calma. Tras unos días en El Gurugú, había regresado a mi refugio en Mallorca, donde llevaba ya un mes disfrutando de un sol radiante —a veces excesivo—, de las auríferas playas —saturadas de germanos y británicos— y del corindón mar —moteado de plásticos y envoltorios de comida basura—. Durante los últimos meses me había dedicado a viajar por el sur de Europa. A pesar de tanto periplo, el recuerdo de las muertes que me habían rodeado el verano anterior en la isla balear me seguía visitando por las noches en forma de inconexas pesadillas que me hacían despertar angustiada y bañada en sudor frío, así que, desde mi regreso, no había querido ponerme en contacto con Julio Montero, el jefe del Laboratorio de la Policía Judicial, ni con nadie vinculado a aquellos luctuosos acontecimientos.

Pero esa noche de agosto, asfixiante y húmeda como las de Bali, con la camisa adherida a mi cuerpo por un sudor imposible de evitar por culpa del bochorno, fruto de la calma chicha y el cielo encapotado, al contemplar desde mi solitaria mesa de una terraza del Paseo Marítimo los grupos de amigos que se paseaban entre risas y jolgorios, sentí algo similar a la añoranza al rememorar los momentos gozosos, que también los hubo, de ese verano tan especial. Al ver pasar la pequeña comitiva de llamativos disfraces que publicitaban la discoteca más famosa de la ciudad, se me ocurrió un extravagante plan que podría ser divertido y derivar en algo impredecible.

Mis vecinos de mesa, unos treintañeros recién llegados a la isla, a tenor del rosáceo encendido de sus rostros, me observaban de refilón y mostraban todo el aspecto de estar armándose de valor para entrarme. Sin duda, debieron quedarse intrigados al ver la conspiratoria sonrisa que se me expandió por el rostro.

Sin pensármelo dos veces, tomé el teléfono y marqué el número de Julio. Como pasa siempre con él, supongo que por deformación profesional, no contestó la llamada, pero a los dos minutos, el móvil vibró y en su pantalla mostró su nombre parpadeando.

—Hola, Julio —saludé alegre.

—¡La hermosa Beatriz! ¡Vaya, vaya! ¡Qué alegría! ¿No me digas que has vuelto a Mallorca? ¿Cuándo? ¿Quieres que nos veamos? ¿Hay alguna novedad?

Siempre ametrallando las preguntas. Algún día tengo que aclarar si esa manía es por naturaleza u otro tic de su profesión.

—Así es —respondí a la primera cuestión—. He vuelto a la isla hace poco y ya tenía ganas de verte —añadí con tono zalamero—. ¿Sigues teniendo la lancha?

—Sí. Mi Fairline está hecha una chavala. ¿Quieres que salgamos uno de estos días?

Me encanta la gente que capta las indirectas a la primera.

—La verdad es que me apetece. Ya estoy un poco desesperada de ir a playas llenas de alemanes con transistores retumbando el «Viva Colonia». ¿Qué día te va bien?

—Déjame echar una ojeada a la agenda… —Durante unos segundos el auricular quedó mudo—. ¿Qué te parece pasado mañana, jueves?

—Estupendo. A mí me va bien todos los días —respondí con el retintín de quien no está sujeta a horarios—. ¿Te importa que lleve a una amiga?

—Au contriare. ¿Es tan guapa como tú? —Preguntó esperanzado y halagador a un tiempo.

—Eso ya lo verás, sátiro —contesté bromista.

—Pues hecho. Nos vemos el jueves…, digamos a las nueve y media, en Ca’n Barbará, si no surge alguna urgencia. Ya sabes —aclaró bajando un poco el volumen y dándole un aire confidencial, un poco de opereta—, con la familia real por aquí, nunca se sabe…

—Estupendo. Lo de mi amiga no es seguro, pero confío en que se apunte. ¿Quieres que lleve algo en especial?

—Con tu presencia, basta y sobra. Ya me encargo yo del avituallamiento.

—Hasta pasado mañana entonces.

—Adiós, preciosa Beatriz.

Colgué satisfecha y tamborileé mis dedos contra la mesa con alegría. Julio siempre me provoca un sentimiento jovial. Sólo en una ocasión, en el restaurante del mercado del Olivar, un año antes, había tenido una actitud un poco desagradable, aunque comprensible dadas las circunstancias. Pero el tiempo transcurrido había logrado que mi pequeño enfado hubiera sido olvidado y sus, casi inquisidoras preguntas, perdonadas. Además, si era sincera, sus sospechas no andaban desencaminadas del todo.

Mis vecinos del bar parecían haberme desechado como plan y ahora dirigían sus depredadoras miradas hacia dos amigas con aspecto teutón sentadas a su derecha. Muy animada y pensando en mi próximo movimiento, repasé mi atuendo: camisa de lino estampada con dibujos geométricos en tonos amarillo y verde vivo, falda negra plisada hasta la rodilla y sandalias de cuero negro con tacón de cuña. Adecuado para el lugar al que iba.

Tras pagar la consumición, me monté en el Audi, salí disparada por el Paseo Marítimo y enlacé con la calle Manacor a través de la vía de cintura. Justo cuando el aire acondicionado comenzaba a funcionar a pleno rendimiento y mi camisa a secarse, llegué a mi destino. Aparqué a doscientos metros del Blue Baloon.

Esta vez sabía lo que me esperaba al traspasar la puerta plateada y mi intención era muy clara, así que cuando crucé la entrada y me introduje, miré con seguridad a los dos personajes que allí me encontré. Los reconocí de inmediato. Ambos mantenían idéntica postura y actitud que la única vez que había acudido al famoso table-dance. El húmedo sudor había tomado de nuevo posesión de mi cuerpo con solo cruzar la calle y una gota resbaló desde mi cuello hacia la espalda, provocándome un involuntario estremecimiento, en parte debido a la incómoda situación que preveía. Detrás de una mesa, junto a la caja registradora, un moreno de unos cuarenta y pico años, con ropa vulgar y aspecto anodino, de contable. A su lado, de pie y con los brazos en jarras, un gigantón musculoso con el pelo rapado al dos, estilo neonazi y expresión brutal. No pude evitar un malévolo regodeo al ver el esparadrapo que cubría el pómulo derecho del matón y el tono violáceo alrededor del ojo diestro. Se debía haber tropezado con la horma de su zapato.

Como la vez anterior, casi hacía un año, me encaminé hacia el que se situaba detrás de la mesa, dirigiendo al pasar una irónica mirada al magullado gorila. Los ojos le brillaron con furia contenida.

—Hola, vengo a ver a Mireia.

Su expresión afirmativa me dio a entender que el hombre me había reconocido a pesar del tiempo trascurrido desde mi anterior visita al antro. No debía de ser habitual que una mujer de fuera del negocio entrase en el local. El cajero tenía una expresión triste y aburrida, de funcionario cincuentón. Casi daba lástima, con su peluca negro cuervo mal ajustada.

—Está dentro, pero son quince euros. Con derecho a dos consumiciones —aclaró.

Me alargó el consabido ticket con aspecto de cartón de bingo, pero más pequeño, como si hubiera encogido al mojarlo.

Lo tomé y se lo pagué sin protestar. No merecía la pena perder tiempo y saliva con estos dos por esa ridícula cantidad. El matón me abrió la puerta y, mostrándome una dentadura cariada, me dijo al pasar a su lado:

—Si lo que quieres es una buena tranca, aquí te estaré esperando, reina. Termino a las cuatro.

No me molesté ni en dirigirle la mirada asqueada.

Al traspasar el umbral, el frío glacial y la penumbra reinante me hicieron sentir como si entrara en un mundo alterado. Mientras el iris se expandía hasta que los ojos se acostumbraban a la tenue luz azulada y roja, dirigí mi vista a mi derecha, a la barra, donde las lámparas iluminaban algo más esa zona. Allí, dos hombres charlaban y sobaban con zafiedad a dos prostitutas. Con aire de saber adonde iba, me encaminé al punto más alejado del bar, cerca de la puerta que comunica con el piso superior, lugar donde «mami» hace de portera y reponedora de sábanas y toallas de los dormitorios en los que se consuman las transacciones de carne trémula por manoseados billetes de euro. Me senté sobre un taburete de plástico granate; al menos, parecía de ese color bajo la escasa luminiscencia.

Con la lentitud intencionada de un cernícalo que acecha su presa desde lejos, fui recorriendo la vista por el resto del local. Sobre la pasarela en forma de T, una negra con un culo excesivo y rotundo, como sólo las cuarteronas sudamericanas pasean, vestida únicamente con un minúsculo tanga y unos zapatos de metacrilato con unos tacones de vértigo, se contoneaba aferrada a la barra metálica vertical, con aspecto de seguir de modo autómata la música, en vez de hacerlo con la debida voluptuosidad.

—¿Qué quieres?

Al girar la cabeza me di de bruces con el rostro de un camarero algo inclinado sobre la barra, como intentando examinarme de cerca. Su tono traslucía esa segunda intención que tan bien conocemos las mujeres.

No pude evitar una sonrisa al contemplar su traje de bar de cócteles, pajarita roja incluida, que más que un uniforme de trabajo, parecía un disfraz.

—Un Southern Comfort, con hielo, por favor —pedí alargándole la cartulina.

Con una lezna plateada, me picó un agujero, marcando la consumición, y marchó a prepararme la copa.

Más habituada a la penumbra, proseguí el examen del resto del establecimiento. Conté doce mujeres, la mayoría eslavas, aunque también había una segunda negra, además de la bailarina, y un par de sudamericanas. Todas alzadas sobre tacones de vértigo y plataformas para estilizar su figura y despertar los deseos fetichistas. Algunas llevaban ligueros, con idéntica intención y, las que no llevan tanga, usaban culottes que mostraban la mitad del trasero. Un par de ellas vestían faldas cortas. Casi todas, salvo la bailarina, quien mostraba, generosa, unos firmes y grandes pechos de enormes pezones, llevaban puestos sujetadores push-up a presión para que los senos rebosaran en sobreabundancia. Las menos, llevaban camisas con amplio escote. Varias paseaban con andares indolentes alrededor de las mesas desde las que algunos hombres observaban el mediocre espectáculo de la bailarina; otras, permanecían sentadas, también mirando a la negra, pero con expresiones más críticas; dos charlaban con aspecto de no querer trabajar. Me pregunté si, tras el falso espejo donde yo estuve con Mireia un año antes, habría alguien contemplándonos.

—Aquí tienes. ¿Quieres algo más?

Antes de contestar, tomé la copa y di un breve sorbo. El olor a desinfectante del lugar añadía un matiz desagradable a la bebida.

—Sí. Quería hablar con Mireia.

—Creo que está arriba con un cliente —contestó ladeando la cabeza, con la que señaló la puerta a mi lado. Tras una pausa en la que me escrutó con aire de conocedor de las debilidades de la naturaleza humana, como un confesor, añadió—: Si quieres, aviso a Selenia. Tiene unos gustos parecidos.

—Gracias. Prefiero esperar —respondí tajante.

Volví de nuevo mi vista al local, para estudiar el ambiente de mercadeo, tan diferente al que me suele rodear. A mi lado, en la barra, la espalda blanca como la nieve y algo rellena de una fulana, a quien un hombre grueso y calvo de papada abultada y un poco porcino, había invitado a un benjamín. Éste se aproximaba periódicamente a sus oídos, como si compartiera confidencias, y aprovechando para cobrar la copa en burdos sobeteos y besos en el cuello. Por los movimientos del brazo, ella le acariciaba el miembro, con la clara intención de enardecerle para que se animara a pagar algo más que la bebida.

Un grupo de cuatro jóvenes entró en ese momento con gran algarabía, evidenciando que llevaban encima unas cuantas copas. Tras quedarse parados un momento para contemplar entre juveniles y etílicas chanzas el final del baile de la negra, se dirigieron a la barra y pidieron unos gin-tonics a voces. Las furcias desocupadas les observaban desde lejos y se miraban entre ellas, decidiendo mediante miradas provistas de un código implícito, quién los tantearía. Una rubia, de un tono demasiado níveo para ser genuino, se levantó con aire de desgana y se acercó, estudiándolos como un entomólogo. Se aproximó a uno de ellos y le pasó el brazo por la cintura, diciéndole algo al oído. No hacía falta ser Nostradamus para adivinar que le estaba pidiendo que la invitase a una copa.

El joven, moreno y algo desgarbado, miró a sus amigos con aire de gallito, como dando a entender que era el mejor, ya que a él había sido el primero al que la mujer se había acercado.

El gemido de los goznes de la puerta a mi espalda desvió mi atención. Aunque teñida de pelirroja y con una melena más larga, reconocí a Mireia, la madame del Blue Baloon, quien salía acompañada de un cincuentón de barriga prominente, escasa cabellera despeinada, sonrisa satisfecha y ademanes algo petulantes. Cuando Mireia me dirigió la mirada, se quedó unos instantes observándome con fijeza, como intentando recordar algo. Su sonrisa, pocos instantes después, me indicó que me había reconocido. Le devolví la sonrisa. Como buena profesional, acompañó al hombre hasta la barra y, tras una breve conversación y un beso en la mejilla, lo abandonó allí, varado como un cachalote desorientado. Una vez realizada la transacción, no tiene sentido económico perder más tiempo con los clientes. Con aspecto decidido, caminó hacia mí, bordeando el grupo de jóvenes sin siquiera echarles una mirada.

Había cambiado su peinado desde el año pasado. El flequillo había desaparecido y tenía un poco alborotada la melena, como su cliente. Un tanto cáustica, supuse que después del servicio no se habría esmerado en peinarse, previendo que en poco tiempo se lo volverían a revolver. Vestía un ajustado y escueto vestido brillante, plateado, con una cremallera delantera que permitía desnudarla en un santiamén y que, bajada hasta el esternón, descubría un generoso escote por el que asoman las redondeces de sus senos. Su estómago parecía haberse contraído desde nuestro tête-a-tête del año anterior y su rostro estaba algo enjuto. La falda apenas cubría su sexo. ¿Llevaría un tanga o su sexo estaba desnudo bajo la mínima tela? Un estremecimiento de placer anticipado me recorrió las vértebras lumbares. Cuando la tuve a un paso, percibí a través de la fina tela del mono el pequeño bulto provocado por las bolas de los piercing en sus pezones.

—¡Qué sorpresa! —Exclamó al llegar a mi lado—. Me ha costado reconocerte de rubia.

—Hola, Mireia. Tú también te has teñido —repliqué—. ¿Cómo estás?

Con un pequeño deslizamiento, me dejé resbalar de la banqueta y, acercándome, le di un suave beso en la mejilla. Hay algo en esos profundos ojos oscuros, metáfora de su oscura profesión, que tienen el don de provocarme turbios pensamientos. Por el rabillo del ojo vi como el camarero nos observaba, curioso.

—Muy bien —contestó con expresión intrigada—. ¿Beatriz, no?

—Que memoria tan buena.

Estaba claro que en ese negocio todos tienen buena memoria para las caras, los nombres y, probablemente, otras singularidades menos a la vista.

—¿Qué te trae por aquí? ¿Quieres repetir? —Inquirió con picardía.

—Ahora mismo, no. Vengo a proponerte una excursión…, como amiga.

Supuse que con la palabra «amiga» quedaría explicitado que no se trataba de contratar sus servicios profesionales.

—Adelante. Has conseguido intrigarme —sonrió con un brillo en los opalinos ojos—. ¿Qué tipo de excursión?

—¿Te acuerdas de Julio Montero?

—¿El guardia civil? Sí, aunque hace tiempo que no se asoma por aquí.

—He hablado con él hace un rato. Tiene una barca de más de diez metros, muy marinera. Le he propuesto un día de navegación para pasado mañana y le he anticipado que a lo mejor llevaba una amiga. ¿Te apetece?

Durante unos instantes, Mireia me miró fijamente, como tratando de adivinar qué se escondía tras mis pupilas.

—¿Va de rollo? —Preguntó de súbito.

—No necesariamente. La idea es disfrutar de un día de mar y, al quedar con Julio, me he acordado de ti. Lo cierto —la miré con franqueza— es que me apetece conocerte un poco mejor, fuera de tu ambiente de trabajo. Su barca —detallé— mide doce metros de eslora. Tiene hasta camarote; una gozada —añadí con entusiasmo—. Creo que puede ser divertido.

Desvió su cabeza y oteó el local, como calibrando.

—¿Por qué no? Creo que me merezco un día de descanso. La temporada de verano es terrible, con tanto alemán pululando por aquí.

—¡Estupendo! —Me envaré con entusiasmo—. Ahora que lo pienso —dije dándome con la palma en la frente—, no me acordaba de tu novia, Sara.

El día que conocí a Mireia e hice el amor con ella, me comentó que tenía una pareja, de nombre Sara, a la que no llegué a ver.

—No te preocupes. Hace cinco meses que me dejó por un tío con pasta. Parece ser —continuó torciendo el labio— que su atracción por las mujeres era más interesada que real.

—¿Te apetece tomar algo? —Le pregunté.

—No, gracias. Me parece que más vale que atienda a nuestros jóvenes amigos.

Señaló con un gesto al grupo que había entrado hacía poco y que hasta ahora habían desdeñado cualquier intento de aproximación de las otras chicas.

—Toma mi número de móvil —mientras hablaba, cogí una servilleta de papel de la barra y apunté mi teléfono en él—. Hemos quedado a las nueve y media del jueves en Ca’n Barbará, pero no está de más que me llames mañana para confirmar. ¿Es demasiado pronto para ti? —Me interesé.

Mientras introducía el papel en un bolsillo casi invisible del mono, contestó:

—No pasa nada por dormir poco un día. No será la primera vez —sonrió, haciéndome pensar en turbulentas orgías prostibularias.

—Hasta el jueves, entonces.

—Hasta el jueves.

Me aproximé para darle un beso de despedida en la mejilla, pero ella giró la cara y me dio un profundo beso con lengua. Cuando me separé, uno de los jóvenes nos miraba con lascivia. Al pasar por su lado, de camino a la salida, me espetó:

—¿Hacemos un trío con tu amiga?

—Lo siento, pero he terminado mi turno —contesté burlona.

Al llegar a la puerta, miré por última vez hacia la barra. Mireia se había aproximado al joven que se había dirigido a mí y acariciaba ascendentemente su rodilla. Es curioso que los medios de seducir en hombres y mujeres sean a veces idénticos e igualmente poco discretos.

— 1 —

La llamada de Alberto me sorprende en Palma de Mallorca, dedicada a la búsqueda de una casa en la costa donde trasladarme. Su tono es tranquilo, pero le conozco demasiado bien para no reconocer la urgencia que late debajo. Si no fuera así, Alberto hubiera esperado a que, como casi todos los días, me hubiera conectado a través del Messenger, con la ventaja de vernos el rostro mientras conversamos. Con lo imprescindible, preparo rápidamente un maletín de viaje y dos horas más tarde embarco en un avión rumbo a Valencia. No necesito muchos pertrechos; apenas un par de mudas, maquillaje, un par de cremas y mis enseres de aseo. Mi habitación en El Gurugú, la mansión en Denia donde reside Alberto, y donde he vivido tantos años, contiene toda ropa y efectos personales que puedo necesitar.

A las cinco de la tarde, cual diestra en La Maestranza, el taxi me deja frente a la entrada de El Gurugú. La luz solar languidece, así que me quito de la cara las gafas blancas Fendi y me las coloco como diadema. Podría abrir con mi llave, pero Roberto, el mayordomo y hombre para todo de Alberto, lo tomaría como una ofensa personal. La mamaria forma del timbre, con sus pequeños bultos laterales que rozan la yema de índice al presionarlo, me trae a la memoria los pezones con piercings de Mireia, mi amiga meretriz de Mallorca que tan gratos momentos me ha hecho pasar y a quien no veo desde la excursión en barco de agosto del año pasado. Durante el largo trayecto en taxi desde Alicante a Denia, he tenido tiempo de sobra para cambiar las cómodas bailarinas de color marfil por unas sandalias de negro lamé y tacones de trece centímetros y extraer del baguette de Fendi, con la doble F metálica, un pequeño espejo redondo del que me he auxiliado para aplicarme en el rostro un poco de crema White Lucency de Shiseido, que logra hacer desaparecer las pequeñas imperfecciones de mi faz y dar algo de luminosidad a mi blanca tez invernal. Mientras aguardo, giro la vista y contemplo el imponente macizo del Montgó, con su aspecto de dique creado por un gigante para proteger el Levante de un imposible tsunami. Dos minutos después, el familiar taconeo de los zapatos con alzas ocultas me permite adivinar quién va a abrir la puerta.

—Buenos días señorita Beatriz —saluda Roberto haciéndose a un lado para permitirme el paso y apenas levantando una ceja al ver que me he teñido de pelirroja.

—Hola, Roberto. ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias.

Su hermética falta de expresión no me confunde, así que le doy un veloz beso en la mejilla. Al hacerlo, percibo el característico olor de la gomina que emana de su pelo teñido de negro, lo cual siempre me recuerda a Poirot. Atisbo un leve enrojecimiento en sus mofletes al separarme. Siempre que vengo de viaje, comenzamos con ese pequeño sainete. Él, manteniendo su compostura de mayordomo estilo Jeeves, y yo, recordándole con el ósculo que nuestra relación es mucho más familiar. No en vano, los primeros años que viví con Alberto, Roberto fue para mí una especie de Pigmalión de urbanidad y de otras habilidades menos decorosas para una joven, como la apertura de cerraduras, hurto de vehículos y manejo de armas de fuego. Las jornadas pasadas en la serranía alicantina cazando conejos y perdices en su compañía son uno de los recuerdos más agradables de mi primera juventud.

—¿Qué tal Javier?

—Estupendamente. El señor lo mandó llamar hace un mes y está residiendo en El Gurugú, aunque ahora mismo está en Valencia, llevando a cabo unas gestiones.

Javier es el hijo de Roberto. Un hombre atlético de treinta y cuatro años que parece mucho más joven; mandíbula cuadrada, pómulos altos, pelo azabache, de profesión guardaespaldas…, y sumamente atractivo. Unos meses antes Alberto lo contrató, sin que yo lo supiera, para protegerme. ¡Y vaya si lo hizo! Me salvó la vida y mantuvimos un par de encuentros íntimos antes de que yo me enterara su relación filial con Roberto.

—Me alegro por ti. Debes estar encantado de tener a tu hijo a tu lado tras tantos años sin verlo.

Aunque nadie lo podría suponer viendo su envarada actitud, Roberto atesora un pasado turbulento que le obligó a mantenerse alejado durante décadas de su mujer —cosa que sospecho, no le entristeció en demasía— y de su hijo. El reencuentro con éste, parece haberle rejuvenecido.

—Sí, además —prosigue poniendo una expresión un tanto irónica— ha reducido sensiblemente la media de edad de la casa. ¿Me permite?

Antes de que pueda contestar, toma mi pequeña maleta y la levanta sin el mínimo esfuerzo. No ha cambiado desde mi última visita. A lo mejor ha aumentado levemente el volumen de su estómago, pero es difícil asegurarlo. En cualquier caso, sigue sin aparentar, ni remotamente, los sesenta años cumplidos, con los músculos marcados bajo su traje negro. Aunque, teniendo en cuenta que el apellido que aparece en su documentación es falso, de lo que me enteré al darme a conocer su paternidad sobre Javier, lo lógico es pensar que la fecha que consta en su DNI también sea irreal.

Le sigo por el hall de entrada. No puedo evitar el mirar mi reflejo al pasar frente a los dos espejos enfrentados que multiplican mi imagen. Veo a una joven atractiva, con un traje sastre blanco, de pelirrojo moño y andares decididos sobre unos altos tacones. Mientras camino, aprovecho para soltar los dos botones superiores de mi camisa para que mis senos sin sostén se asomen con provocación. Para mi sorpresa, no nos dirigimos al jardín, donde Alberto suele pasar largos ratos bajo su tilo preferido, sino que me conduce al despacho, su sanctasanctórum.

Roberto llama, casi tímidamente, y abre la puerta tras escucharse un: ¡Adelante!

Al entrar, me detengo un instante para gozar del momento. Carpe diem, que diría Horacio. Siempre siento un trepidar alegre en mi corazón cuando veo a mi padre adoptivo, amante y jefe. No sé cuál de la trinidad es la que lo provoca. Probablemente todas y cada una de ellas. Cada vez que nos reencontramos, me siento un poco tonta, fácil y tierna, como la jovencita que fui y que cayó perdidamente enamorada de él.

—Beatriz. ¡Qué rápido has venido! Acércate a que te bese —me pide con ese timbre de voz que dora las palabras, dejando caer como siempre sus gafas de vista cansada sobre el regazo.

Con andares parsimoniosos, me acerco sonriente, mirando al hombre que amo, disfrutando del brillo intenso de sus ojos marrones, hoy algo ribeteados, y de cómo mi presencia vence a las arrugas sobre su frente. No se levanta de su silla de ruedas; no puede. Hace unos años sufrimos un intento de asesinato en Bali, que resultó ser una isla mucho menos pacífica de lo que los folletos turísticos anuncian, y de lo que la religión animista, mayoritaria en la ínsula, recomienda. Antes de ello, ir a su lado por la calle era todo un orgullo para mí. Las mujeres giraban la cabeza mirándole, como los girasoles al sol.

Le beso con adolescente fruición mientras acaricio los cada vez más exiguos cabellos que cubren su nuca.

—Hola, Alberto —saludo al separarnos.

—Siéntate a mi lado. ¡Vaya color que te has puesto! Pareces recién salida del infierno…, de las hermosas pecadoras —concluye lisonjero.

Palmea una silla a su lado. Le obedezco y durante unos segundos permanecemos en silencio mirándonos con delectación. No dejo de advertir cómo mi maniobra ha tenido éxito y cómo sus ojos, que en estos años no han perdido un ápice de su fuego, al recorrerme de arriba abajo, brillan, se cierran y vuelven a abrirse como los de un búho al alcanzar mi escote.

—¿Qué tal por Mallorca? —Pregunta por fin.

—¡Puf! Empiezo a estar desesperada de ver tanta casa. De momento, la que me ha gustado más está en Son Verí Nou, justo en el extremo este de la bahía de Palma, pero no termino de decidirme.

—Tómate todo el tiempo que necesites —sugiere—. Para que una casa se convierta en hogar, tiene que existir un pálpito. Y no hay cosa más molesta que arrepentirse de la compra de una vivienda, con todo el trabajo que da buscarla, amueblarla y decorarla. Créeme, sé de lo que hablo —asegura señalando a su alrededor.

—Te haré caso, pero el tema es fatigoso. Yendo a lo nuestro… ¿Qué es eso tan importante de lo que querías hablarme?

—Directa al grano —dice esculpiendo la sonrisa que me encandila y que le rejuvenece en un segundo, como una llamarada.

Se gira y de entre un montón de papeles sobre la mesa, toma un par de hojas que me aproxima y entrega.

—Léelo y dime qué te parece —ordena un tanto críptico.

Es una carta hecha por ordenador. Dice así:

Distinguido camarada:

 

Aunque no tenemos el gusto de conocernos personalmente, ha llegado a nuestro conocimiento que usted y otras personas, cuya lista le adjunto en hoja aparte, compartimos una serie de ideas de cierta trascendencia sobre la política de este país.

Todos nosotros estamos indignados en grado sumo por la corrupción de la clase política y por la grave injusticia de la Ley Electoral, que prostituye el auténtico espíritu del pensamiento democrático. Pero no padezcas, la injusticia es una madre jamás estéril: siempre produce hijos dignos de ella. Nosotros somos esos hijos. A modo sintético, procedo a enumerar las principales causas de la injusticia democrática y sus soluciones.

En primer lugar, la aplicación de la Ley D’H’ont, que castiga a los partidos más minoritarios a favor de los mayoritarios, agudizando el bipartidismo que tanto interesa a la endogamia política. Dicha injusticia se corregiría aplicando la proporcionalidad de escaños en base al porcentaje de votos.

En segundo lugar, la aplicación regional de los votos, lo que, junto con el primer punto, resulta que un voto de una comunidad no vale igual que el de otra. Esto se resolvería mediante la implantación de una circunscripción electoral única.

En tercer lugar, la inexistencia de una segunda vuelta que asegure que los Gobiernos sean del partido más votado, frente a la actual situación de mercadeo con las minorías no representativas que, en muchas legislaturas, ha permitido gobernantes que, en gran parte, no representan sino una ínfima parte de la población y, sin embargo, marcan la política general. El actual modelo territorial está sometido a un constante desbordamiento por las pretensiones nacionalistas. Permitiendo que únicamente los partidos con más del diez por ciento de los votos acudan a la segunda vuelta, nos aseguraríamos de que los votantes sepan con certeza a quién están votando.

Por último, las listas cerradas por partidos, y no por los candidatos, lo que deviene en que, al no votar a las personas sino a los partidos, el votante desconozca quién le representa realmente y los elegidos, al no tener que dar cuentas personalmente a sus votantes, se ocultan tras la disciplina de partido, lo que impide que los políticos decentes, si alguno aún sigue en activo, voten según sus convicciones reales. La solución es sencilla y bien conocida: el sufragio directo sobre las personas, también conocido como listas abiertas.

Tengo la certeza de que estas circunstancias han viciado nuestra política y a nuestros políticos y que es mi deber el hacer lo que esté en nuestras manos para corregir dicha situación y regenerar la política del país. No se puede permitir por más tiempo que una minoría privilegiada detente el poder contra la mayoría sojuzgada. O dicho de otra manera, el legislador no debe proponerse la satisfacción de unos ciudadanos a costa de la exclusión de otros. Las leyes, meramente humanas, se han convertido en leyes inhumanas. Nuestros gobernantes parecen creer que el viento lo producen los árboles al moverse, en una esquizofrénica percepción de las necesidades del pueblo.

Para ello, cuento con su ayuda y la de las personas afines cuya lista le adjunto. Todos ellos, han recibido o recibirán en próximos días la misma carta. Según lo exijan las circunstancias, algún otro ciudadano se añadirá a los ya nombrados, de lo que se informará en su momento.

No podemos inhibirnos de la vida política, ni refugiarnos en nuestra individualidad moral cuando las leyes nos parecen viciosas y perversas. Ya sabemos que es peligroso tener razón cuando el Gobierno está equivocado, pero eso no nos detendrá. Estoy seguro de que cuento con su apoyo. En breve plazo, recibirá usted, al igual que los demás, detalles de cuál va a ser el medio para lograr tan elevado objetivo. Como hombre inteligente, no le ocultaré que no triunfaremos sin algún esfuerzo.

 

Hermandad para la regeneración democrática

Ése es todo el texto. No hay firma alguna. Miro la siguiente hoja. Se limita a una lista de nombres.

Alberto Riera

Andrés Bilbao

Bernardo Muncunill

Carlos Líbano

Francisco Sánchez

Ignacio Mendiluze

Jardiel Ventura

Luis Carmona

Miguel Andrade

Pedro Fuentes

Pedro San Juan

Ramón Pérez

Sólo reconozco el nombre de Alberto, que la encabeza.

—Lo que está claro es que no creen en la Ley de Paridad —digo bromeando, al constatar que ninguna mujer aparece en el listado.

Alberto me mira muy serio, lo que me sorprende un tanto.

—¿Qué opinas del contenido de la carta?

—Parece un folleto de un nuevo partido político, con el sistema de campaña de intriga, con ideología semejante a la de Ciudadanos de Cataluña o su heredero UPyD. Supongo que dentro de poco te mandarán un programa o algo así —la referencia temporal me hace pensar en que no he visto ninguna fecha que permita ubicarla. Lanzo una rápida mirada de comprobación a las hojas. En efecto, no aparece ninguna fecha—. Además —continúo mientras una parte de mi cerebro reflexiona sobre si esa falta de fecha puede tener alguna importancia—, la personalización de la lista te está diciendo que eres un «elegido», como si hubieras contestado a alguna encuesta y por eso te conocen. La verdad es que nunca había oído que un partido político haya hecho una campaña de marketing de este tipo. Lo más seguro es que estéis dentro de la misma base de datos. A pesar de la Ley de Protección de Datos, las empresas y organizaciones todavía abusan. Lo del viento y los árboles me trae a la cabeza las palabras del Presidente cuando dijo aquello de que «la tierra no pertenece a nadie, sino al viento». ¿Te han pedido ya que te afilies? ¿Conoces a los demás de la lista?

—No. También me imaginé algo parecido. De hecho —me aclara—, en un primer momento pensé en el partido «Ciudadanos». Cuando tuvieron aquel éxito tan llamativo en Cataluña y unas ideas tan fuera de los programas oficiales de los grandes partidos, incluso me afilié. Lamentablemente, poco después, empezaron a actuar como todos los demás, con luchas intestinas y, cuando surgió UPyD y empezaron las peleas entre unos y otros, me pasé al UPyD de Rosa Díez que tenía un carácter más de ámbito nacional. Pero al poco, como cualquier persona sin ganas de involucrarse demasiado en la política, opté por darme de baja. Si hubiera reconocido los nombres de la lista, hubiera creído que alguien nos iba a invitar a algún tipo de congreso fundacional de otro partido surgido de aquel embrión. Lo cierto es que me despertó la curiosidad y pensé en intentar averiguar quiénes eran los que conformaban la lista, pero finalmente se me olvidó sobre la mesa, traspapelado entre los montones de otras cosas pendientes sin importancia. Y, ¿qué te sugiere el contenido en sí?

—Quitando el hecho de que la circunscripción única es básicamente incompatible con la elección directa, el resto tiene sentido.

—¿Por qué incompatible?

—La elección directa supone que eliges a cada candidato personalmente, sea del partido que sea, y la circunscripción única, que cada persona elegiría a los candidatos sin distinción de regiones, con lo que se supone que tendrías que votar a más de trescientas personas, lo que es absurdo.

—Eso se podría resolver haciendo que cada persona votara sólo a diez o quince candidatos —opone.

—Pero entonces, resultaría que habría candidatos de Madrid y Barcelona que tendrían millones de votos y, sin embargo, algunos saldrían elegidos con una cantidad de votos ridícula, en comparación. Vamos, que todo sistema tiene sus pegas. En realidad, la circunscripción única sólo tendría sentido votando a un partido, no a las personas, con lo que definitivamente es incompatible con la elección directa.

—No sé, no sé. Y, en cuanto al fondo, ¿qué piensas?

—Hay mucha gente que piensa lo mismo. Yo, por ejemplo. Y por lo que te he escuchado en muchas ocasiones, tú también mantienes una línea de pensamiento similar. Lo cierto es que la política está muy desacreditada, debido a los innumerables casos de corrupción y con esas alianzas inimaginables entre partidos de ideologías distintas e incluso contrarias y, sin embargo, unidos para recolectar prebendas y cargos públicos. Los políticos parecen haberse convertido en una casta que ha perdido su sentido: representar y defender a quienes les votan. Ahora dan la sensación de que sólo les interesa defender su propia parcela de poder, ignorando su función original. Se han convertido en una especie de gremio profesionalizado, sin vocación verdadera. —Alberto tiene una expresión concentrada que me da la poco habitual sensación de estar en un examen sorpresa del colegio cuya materia no hubiera estudiado convenientemente—. Pero —prosigo—, en cualquier caso, no parece un tema del que haya que preocuparse, ¿o sí?

Se gira de nuevo y me tiende un nuevo papel, mientras añade:

—Son fotocopias, igual que las otras. Los originales están siendo examinados en un lugar seguro. Esta la recibí dos meses después de la primera, el diecisiete de junio pasado.

Miro la hoja. El mismo tipo de letra y la misma presentación. Esta vez hay fotocopia de un sobre; el matasellos es de Madrid y, en un recuadro llamativo, figura la palabra «PERSONAL». Veo que la carta ha sido remitida a la casa que Alberto posee en Madrid.

Distinguido camarada:

 

Ha llegado el momento de que compartamos con todos los integrantes de la Hermandad para la regeneración democrática el sacrificado medio para lograr nuestro fin último, que la historia enmarcará en oro como el camino de los pioneros de la justicia política.

Aunque pueda sonar excesivamente enérgico, la estrategia es sencilla y simple. Consiste en ajusticiar a una docena de políticos que hayan actuado en contra del espíritu de la democracia, bien por su implicación en la corrupción, bien por su soporte a Gobiernos de minorías no representativas, bien por su manifiesto apoyo a la Ley D’Hont, bien por el incumplimiento sistemático de su programa electoral. Lamentablemente, eso es como decir a cualquier cargo electo, ya que todos, casi sin excepción, entrarían en uno de esos supuestos. Las revoluciones empiezan por la palabra y concluyen por la espada. La relevancia pública de nuestra Hermandad irá en aumento, para que el miedo se instale en los hogares de los políticos. La publicidad de dichas ejecuciones hará temblar a los apoltronados congresistas. Nuestros hechos, junto con la voluntad del pueblo, que de facto ya anhela los cambios electorales que compartimos, obligarán a los dos partidos mayoritarios a dejarse de monsergas y acordar los cambios exigidos.

Sabemos que los medios que han de usarse para lograr dichos cambios no serán percibidos inicialmente por la parte menos reflexiva de la sociedad como el logro que significan. Ello provocará durante un tiempo la incomprensión de la plebe y nuestra persecución y linchamiento por parte de los poderes fácticos, pero no os preocupéis, la historia nos absolverá; es más, el futuro nos colocará en el pedestal que nuestro gran esfuerzo merece.

Imaginamos vuestras flaquezas y temores iniciales ante las duras pruebas que nos esperan por el camino, aunque sé que contamos con vuestro apoyo entusiasta, así que esperamos comprendáis el contundente método elegido para asegurar la colaboración absoluta de todos y cada uno de vosotros.

Nuestra línea de ataque va a funcionar del modo siguiente: se fijará un eslabón que, como he indicado, será cada vez de mayor relevancia pública. Uno de los integrantes de la Hermandad para la regeneración democrática recibirá una carta en la que se le darán explícitas indicaciones sobre el cargo que ha de ostentar el objetivo y la elección óptima, aunque se dejará un rango de libertad a fin de gozar de una mayor eficacia. Tendrá dos meses para llevarlo a cabo. El que los demás no conozcan ni el objetivo ni el verdugo, hará imposible que la corrupta autoridad nos pueda detener antes de alcanzar nuestra meta.

Lamentablemente, no podemos permitir que uno sólo de nosotros deshaga la obra de los demás y socave nuestras mayores ventajas fácticas frente al corrupto poder establecido: nuestra invisibilidad y eficacia. Así que, en el caso de que esos dos meses hayan transcurrido y el elegido no haya llevado a cabo su fundamental tarea, o se ponga en contacto con las autoridades desvelando los nombres de los miembros, o la estrategia, la Hermandad se verá obligada a ejecutar la sentencia de muerte del miembro y/o de sus familiares más próximos. Es factible que entre los elegidos, y a pesar de nuestros desvelos por seleccionar a los mejores de entre los mejores, haya podido colarse alguna manzana podrida; algún débil de carácter de entre vosotros. Por ello, y aunque esta medida os parezca drástica, es el único camino para asegurarnos el triunfo final. Esta justa represalia se llevará a cabo a partir de este momento, verdadera hora cero de las actividades de la Hermandad para la regeneración democrática.

Se otorga libertad para la elección del método y del medio para llevar a cabo la misión encomendada a cada uno. Conocemos la solvencia financiera y la capacidad ejecutiva de todos y cada uno de vosotros. Si preferís delegar en un profesional la tarea asignada, se deja al albur del elegido, aunque el futuro hará brillar de modo más insigne a quien haya tenido el valor de actuar por sí mismo.

El fin de la decadencia de la democracia está cerca. En pocos meses, la sociedad española comenzará a idolatrarnos y los corruptos políticos a temernos. Estad atentos a las noticias. El éxito de uno será el éxito de todos. Recordad que el eslabón más alto que puede alcanzar la especie humana es ser revolucionario. Un futuro de gloria como héroes nos espera.

 

Hermandad para la regeneración democrática

La mano que sujeta los folios ha comenzado a temblarme antes de que levante la vista y la fije en Alberto. Esta segunda carta es totalmente diferente. Constituye la amenaza de uno o varios locos. La frente de Alberto se ha cubierto de marcadas y ondulantes arrugas.

—Empiezo a comprender tu preocupación. Estar en la lista de unos dementes no es cosa agradable, como tampoco recibir amenazas de muerte.

—En efecto —confirma mientras acerca su, ahora ceñudo, rostro hacia mí—. Esta segunda carta ya no tiene nada que ver con la primera. Aquí se amenaza directamente a todos los forzosos —recalca la palabra— miembros de esa fantasmagórica «Hermandad para la regeneración democrática». He de reconocer que, aunque decidí esperar acontecimientos, el tema comenzó a inquietarme, así que localicé la primera misiva y procedí a guardar las cartas a buen recaudo por si hubiera que darlas a alguien para que estuviera informado y, eventualmente, las analizara —se echó hacia atrás apoyándose en el respaldo, como buscando apoyo a sus palabras—. En cuanto a mis compañeros de lista, no sé muy bien a qué atenerme, pues no conozco a ninguno de ellos, como te he dicho. Ese hecho me tenía, y tiene, algo desconcertado. Lo único que parece relacionarnos es el hecho de tener cierta solvencia financiera. Como en mi caso es cierto, imagino que también lo será en el de los demás. Además, especulo que debe tratarse de un único individuo, aunque el uso del singular y el plural en la primera carta —también él lo había observado— puede ser una pista falsa añadida adrede. Lo de la capacidad ejecutiva, no sé muy bien a qué sentido de la palabra puede referirse.

Con las miradas perdidas, permanecemos en silencio unos instantes. Mis neuronas se conectan eléctricamente y dan vueltas sobre el asunto y sobre a dónde quiere llegar Alberto. Está claro que hay algún motivo para que dé pábulo a las cartas. No es hombre que se asuste con facilidad. Alberto interrumpe mis pensamientos, como si los hubiera leído:

—Te extrañará, conociéndome como me conoces, que les haya dado tanta trascendencia como para llamarte. Verás, aún hay dos cartas más relacionadas con el asunto. La siguiente llegó el 13 de septiembre y, como verás, la situación deja definitivamente de tener gracia. De paso, te diré que las cartas me están llegando a mi casa de Goya, en Madrid. He dado instrucciones allí para que si llega alguna otra de similares características, tengan la prudencia de manipularla lo menos posible y enviármelas vía mensajero de inmediato.

Me acerca una nueva hoja. Misma letra, mismo papel, mismo encabezamiento.

Distinguido camarada:

 

Lamentablemente, como nos temíamos, en toda organización hay algún eslabón débil. Éste ha sido el caso de Luis Carmona Martí, quien tuvo el honor de ser elegido para iniciar el glorioso camino hacia la regeneración democrática y, sin embargo, en vez de llevar a cabo con infinita alegría su misión, no fue capaz de inscribir su nombre en letras de oro. El objetivo era fácil por su escasa relevancia, como es nuestra estrategia inicial, pero transcurrieron los dos meses que todo hermano tendrá para cumplir su destino, sin que hubiera llevado a cabo su sagrada misión. Siendo el primero y dando muestra de nuestra magnanimidad en este único caso, el castigo por su negativa e ineficiencia para entrar en los anales de la historia, ha recaído únicamente sobre él mismo.

Si, Dios no lo quiera, se hubiera de volver a aplicar la disciplina interna en algún otro hermano, lo será sobre sus más queridos familiares, aunque nuestra absoluta confianza en vuestras virtudes morales y ejecutivas, nos permiten estar seguros de que no nos veremos obligados a ello.

Una vez más, os recuerdo la perentoriedad de mantener en estos momentos iniciales de nuestra hermandad, el absoluto secreto sobre ella. El no hacerlo así, se considerará una lesa traición y será sancionado con la mayor de las severidades sobre las personas más allegadas al traidor.

Los inicios siempre son difíciles, pero estad felices. De ese modo, cuando los objetivos se alcanzan, se valoran más en su justa medida.

 

Hermandad para la regeneración democrática

Hay una segunda fotocopia. Es el sobre. Por lo que leo en él, se ha franqueado también en Madrid.

Levanto una mirada inquisitiva hacia el rostro de Alberto. Éste no me dice nada, sino que me entrega una nueva fotocopia. Es del ABC del siete de septiembre.

MADRID

Un hombre de 52 años asesinado de un tiro en el corazón en Aravaca

FIDEL RAMÓN

 

MADRID.— Luis C.M., un hombre de 52 años que se encontraba paseando por la calle Arroyo de Pozuelo, situada en el barrio de Aravaca, fue asesinado de un tiro.

El suceso se produjo pasadas las 20.00 horas a la altura de la calle Vírgen de los Rosales, frente al campo de fútbol.

Los trabajos de los servicios de asistencia sanitaria que llegaron al lugar (061 y Samur) para intentar recuperar a la víctima fueron inútiles.

Según el relato de vecinos de la zona, el hombre sufrió un disparo a bocajarro a la altura del corazón que le provocó la muerte de forma inmediata.

Siempre según estas fuentes, la víctima había estado paseando unos minutos antes por esa misma zona del barrio acompañado de su mujer y su hija. Después, el matrimonio subió a casa, en el número 14 de la calle Rosas de Aravaca, donde quedaron la esposa y la niña, y Luis C.M. volvió a la calle. Fue entonces cuando se produjeron los hechos.

La esposa de la víctima, siempre según los testigos, tuvo que ser atendida minutos después en una ambulancia del SAMUR tras sufrir una crisis nerviosa al enterarse del fallecimiento de su marido.

Fuentes policiales informaron a este diario, en el mismo lugar de los hechos, que nadie vio al agresor.

Estas fuentes no pudieron precisar, tampoco, ni el motivo ni las circunstancias en las que se produjo la mortal agresión.

Según algunos de los vecinos que se concentraron en los alrededores del campo de fútbol, Luis vivía en el barrio de «toda la vida». El suceso provocó sorpresa en el vecindario.

La juez forense llegó al campo de fútbol pasada más de una hora de los hechos. Tras reconocer el cadáver, entró en el citado campo de fútbol acompañada por varios policías y permaneció en el interior del mismo varios minutos.

Fuentes de la Jefatura Superior de Policía informaron que la víctima carecía de antecedentes policiales.

A la hora de cerrar esta edición, la Policía seguía buscando al agresor y el arma homicida, por si el asesino la hubiera arrojado en su huida.

Durante los minutos que siguieron al asesinato se registraron en el lugar varias escenas de tensión entre los familiares de la víctima y los cámaras y reporteros gráficos que cubrían la información.

También la llegada de distintos familiares a la calle de Virgen de los Rosales provocó momentos de gran dramatismo. Los gritos de «es mi marido, es mi marido» desgarraron la zona, acordonada por la Policía, cuando la mujer de la víctima llegó al lugar de los hechos.

Los nervios y la tensión acumulada en la zona afectaron también a varios de los vecinos que se concentraron tras los cordones policiales. Varios de ellos increparon a los periodistas al tiempo que denunciaban que los medios de comunicación sólo se ocupan de ese barrio cuando se producen sucesos de este tipo, con lo que la imagen del barrio «queda por los suelos». La Policía tuvo que sofocar los ánimos en varios momentos.

Miro interrogante a Alberto y pregunto con temor a su respuesta:

—¿Luis C.M?

—Luis Carmona Martí. El octavo de la lista.

La vena hinchada que recorre su frente me indica a las claras que no es una casualidad. Un escalofrío me recorre la columna a pesar de lo agradable de la temperatura. Está claro que esto no es un juego; es la obra de un demente o grupo de dementes obsesivos. Alberto está en peligro… e incluso yo misma, como hija adoptiva y amante suya, si doy pábulo a las posibles represalias anunciadas en las cartas.

—¿Se detuvo al asesino? —Pregunto esperanzada.

—Por lo que he ido leyendo en la prensa, que ha divagado sobre la diversidad de posibles móviles y el fútil aireo público de pequeñas rencillas familiares, deduzco que la Policía no tiene la más mínima pista. Le robaron la cartera, por lo que no descartan que ése fuera el móvil. He cavilado sobre si convenía informar a alguno de mis contactos en las Fuerzas de Seguridad, pero estaba esperando algún nuevo movimiento. Como dicen: «Donde no hay beneficio, sólo puede haber perjuicio», así que me he mantenido alerta y a la expectativa para ver el siguiente movimiento de esa organización criminal. Tampoco he oído ni leído ninguna referencia en los medios sobre la «Hermandad para la regeneración democrática»… hasta ayer. Por eso te he hecho venir.

—¿Te han amenazado?

No consigo evitar un timbre tembloroso en mi voz.

—No, pero parece que nuestros amigos —la palabra suena con retintín— se toman las cosas muy en serio. Aunque sé que no sigues con demasiado interés las noticias diarias, es posible que hayas leído u oído algo de esto.

Con un ademán veloz, de prestidigitador, me alcanza una nueva hoja impresa por el ordenador de la edición digital de El País fechada el once de noviembre.

CADALSO DE LOS VIDRIOS. MADRID

 

Un afiliado del PSOE, antiguo concejal del Ayuntamiento, asesinado de un tiro

 

EL PAIS.ES | JAVIER MARCELO | EFE

 

MADRID.— Ramiro Fernández Huescar, militante del PSOE y ex concejal por dicho partido en el Ayuntamiento de la localidad madrileña de Cadalso de los Vidrios, ha sido asesinado de un tiro por un desconocido. La víctima recibió un disparo en la cabeza.

La Guardia Civil investiga el hecho que se cobró la vida de Ramiro.

El Instituto Armado declinó, por otra parte, proporcionar información acerca de si en la acción participaron uno o más individuos y de si se produjo más de un disparo, aunque fuentes cercanas al caso indicaron que se localizó un casquillo de bala a cien metros de la escena del crimen.

Desde el primer momento se descartó el robo como móvil del asesinato, ya que entre las pertenencias del fallecido se encontró un sobre con tres mil euros.

Los hechos ocurrieron a las 2.00 horas. El cuerpo de Ramiro, de 56 años, fue hallado en un campo de cultivo de su localidad y presentaba un disparo del calibre 22 hecho con una carabina. El cuerpo del hombre presentaba un impacto en la cabeza, que probablemente le produjo la muerte en el acto.

Ramiro estaba casado con Mercedes Ortega Silva, de 52 años, y deja un hijo de 28 años y una hija de 26. Era contratista de obras y hombre muy conocido y apreciado en su localidad.

El matrimonio vivía en un chalé de la localidad desde hace más de veinte años.

El alcalde de Cadalso, Jacinto Verdú, dijo a medios locales que no encuentra explicación al hecho, ya que Ramiro era un hombre sencillo muy integrado en la comunidad y sin ningún problema.

El PSOE y las demás fuerzas políticas han anunciado que suspenderán todos los actos políticos festivos durante esta semana en la provincia. El Presidente del PSOE madrileño, Luis Macías, destacó que los actos políticos se convertirán en actos en repulsa a la violencia.

El jefe de la oposición del PP en la Alcaldía de Cadalso de los Vidrios, Alberto Castellanos, se ha mostrado «personalmente conmocionado». En declaraciones a la SER, Castellanos ha dicho que «es un drama que revela hasta que punto la violencia es un problema de toda la sociedad que cruza clases, territorios, edades y profesiones».

Entierro

Ramiro Fernández recibirá sepultura a las 10 de la mañana en el cementerio de Cadalso de los Vidrios. La coordinadora de Participación y Acción Sectorial del PSOE, Ana Salvá, y la secretaria ejecutiva para la educación, Sandra Martínez, ya han anunciado que asistirán mañana al entierro.

Cadalso de los Vidrios tiene poco más de 2.200 habitantes y se encuentra a 78 kilómetros de Madrid, cerca de la provincia de Toledo.

Una denominada Hermandad para la regeneración democrática ha reivindicado mediante carta a esta redacción la autoría de los hechos. Desde el Ministerio del Interior se nos ha informado que hasta el momento, no se tenían noticias de la existencia de dicha organización, por lo que no se le puede dar confirmación oficial.

—Sí —confirmo al terminar la lectura—, algo escuché en los telediarios, pero no recuerdo en qué quedó la cosa. En cuanto a la Hermandad, no había oído nada. ¿La Policía ha hecho algún progreso?

—En realidad, no. No hay detenidos, ni tampoco sospechosos. De hecho, una semana después ya no aparecía ninguna noticia al respecto en la prensa. Y sobre la reivindicación, sólo se hizo eco El País. Por lo visto, ese periódico fue el único que recibió la carta de la Hermandad, o el resto de la prensa no ha querido seguirles el juego. De hecho, tampoco El País ha vuelto a referirse a dicha organización. No sería de extrañar que alguien del Ministerio del Interior les haya pedido silencio al respecto.

—¿Y por qué te interesa este caso? ¿Crees que ha sido la Hermandad o que sólo lo han utilizado por la coincidencia?

—Inicialmente no supe qué pensar. De hecho, me ocurrió igual que a ti. Apenas presté atención a la noticia cuando se produjo. La referencia a la Hermandad me había pasado desapercibida, pero anteayer recibí esta carta.

Se vuelve a girar y toma otra hoja de la mesa. Empieza a parecer una novela por entregas. Deseo interiormente que no haya más capítulos pendientes.

Distinguido camarada:

 

Ha llegado la hora. Nuestra noble causa está ya en marcha. El primer jinete del Apocalipsis de la corrupción democrática ha dado su primer mandoble sobre la corrupta estructura política de nuestro país.

Como es nuestra estrategia, hemos comenzado desde abajo, para ir ascendiendo peldaño a peldaño sobre la pútrida estructura de los partidos hasta llegar a la cúspide de la corrupción. Ramiro Fernández, afiliado al PSOE y antiguo concejal de Cadalso de los Vidrios, ayuntamiento gobernado torticeramente por el falaz acuerdo de los partidos minoritarios bajo el paraguas del PSOE ha sido el primer eslabón que nos permitirá lograr nuestro mesiánico objetivo.

Nuestra declaración de principios ha sido ya remitida a los principales periódicos y a las sedes sociales de los partidos más poderosos. Como era de prever, los poderes fácticos se han encargado de silenciarlo, pero no podrán hacerlo durante mucho tiempo. Las útiles ratas de imprenta, antes o después, no serán capaces de ocultar nuestra existencia. No decaigáis si hemos de esperar a nuestro segundo o tercer acto de necesaria ejecución hasta que nuestra misión sea notoria.

Las mafias políticas ya deben comenzar a temblar, pero no es más que el principio. Sabemos que hasta que ese miedo se convierta en ciego terror no cejarán en su obstinada prepotencia. Pero cada golpe caerá en lugares diferentes, en partidos diferentes. Ningún político estará a salvo. Sólo un hecho puede retardar nuestro triunfo: la traición de alguno de los hermanos. Por ello, si tuviéramos un Judas entre nosotros que delatara a sus camaradas de cruzada, él y su familia serán castigados de manera ejemplar.

Elevad vuestro ánimo. En pocos meses, nuestro objetivo se habrá cumplido. En pocos años, vuestros nombres estarán grabados en letras de oro sobre la regenerada Constitución Española.

 

Hermandad para la regeneración democrática

—¡Puf! —Exclamo—. Esto tiene visos de pesadilla.

—Ya ves que hay motivos evidentes para relacionar el asesinato del militante del PSOE con esa demente Hermandad y creo que mi solicitud de que vinieras con urgencia, también es lógica. Por un doble motivo —se explica—; para que estés alerta y para que nos pongamos en marcha para detener a este o estos locos.

—Pero, ¿qué podemos hacer? Por lo que dices, ni siquiera conocemos a los otros integrantes de la lista.

—Tengo varias ideas en mente, pero prefiero que las discutamos mañana. Quédate las hojas —me indica cuando alargo el brazo para devolvérselas—. Léelas con calma esta tarde y dale vueltas a ver si a ti se te ocurre algo que se me haya pasado por alto. Son sólo fotocopias —aclara.

—Está bien —concedo, guardándolas en mi bolso púrpura Loewe.

—Y ahora —sonríe divertido, dando carpetazo momentáneo al grave asunto del que me ha hecho partícipe—, baja a saludar a Marta, que debe estar impaciente por verte.

—¿Le has anunciado que venía?

—¡Cómo no! Con el genio andaluz que se le pone cada vez que apareces sin avisar, cualquiera no le advierte de tu llegada.

Con la complicidad de dos pillos infantiles, ambos nos reímos recordando la furibunda expresión de Marta cuando por ese motivo sube, cuchara de madera en mano, a pedir explicaciones a Alberto por no haberle permitido planificar alguna de sus pantagruélicas y sabrosas comidas. Marta lleva tantos años al servicio de Alberto, es un alma tan cándida, y cocina tan extraordinariamente, que Alberto le permite esas salidas de tiesto que a cualquier otro le supondrían una reacción fulminante por su parte.

Sin más dilaciones, me levanto y le vuelvo a besar con intensidad. Al separarme, le digo: