Política, derechos y justicia ambiental. El conflicto del Riachuelo - Gabriela Merlinsky - E-Book

Política, derechos y justicia ambiental. El conflicto del Riachuelo E-Book

Gabriela Merlinsky

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El Riachuelo se asocia inmediatamente con un paisaje urbano altamente contaminado, un territorio de asentamientos para la población más pobre y desprotegida de la ciudad y décadas de inacción de los Estados. Sin embargo, los problemas sociales vinculados a la contaminación permanecieron invisibles hasta 2006, cuando la Corte Suprema de Justicia de la Nación declara su competencia en una causa relacionada con la contaminación y coloca la recomposición ambiental del Riachuelo como tema central de la política de Estado para garantizar el orden público ambiental. Gabriela Merlinsky reconstruye la larga historia de invisibilización y la más reciente de manifestación pública de los reclamos ambientales para examinar la conformación de un proceso de movilización política en torno a la recomposición ambiental del Riachuelo. Así, el «conflicto Riachuelo» representa un punto de inflexión para la problemática ambiental, ya que ha sido capaz de producir transformaciones sociales, jurídicas, institucionales y territoriales en el ámbito público en el que se construyen y redefinen tales problemas. En este ensayo lúcido e innovador, Merlinsky pone al descubierto una forma de desigualdad que suele pasar desapercibida: la injusticia ambiental; es decir, la concentración desproporcionada de peligros ambientales en los territorios de mayor relegación social y sobre los ciudadanos con menor poder político y económico. En tal sentido, sostiene: «El conflicto del Riachuelo representa una oportunidad para repensar los procesos de diferenciación y segregación que orientaron históricamente el desarrollo de la ciudad. Y también, si prolongamos el ejercicio de imaginación institucional, permite abrir un debate sobre escenarios futuros con respecto a qué ciudad queremos y con qué criterios de justicia se definirán las decisiones de políticas públicas».

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Gabriela Merlinsky

Política, derechos y justicia ambiental

El conflicto del Riachuelo

El Riachuelo se asocia inmediatamente con un paisaje urbano altamente contaminado, un territorio de asentamientos para la población más pobre y desprotegida de la ciudad y décadas de inacción de los Estados. Sin embargo, los problemas sociales vinculados a la contaminación permanecieron invisibles hasta 2006, cuando la Corte Suprema de Justicia de la Nación declara su competencia en una causa relacionada con la contaminación y coloca la recomposición ambiental del Riachuelo como tema central de la política de Estado para garantizar el orden público ambiental.

Gabriela Merlinsky reconstruye la larga historia de invisibilización y la más reciente de manifestación pública de los reclamos ambientales para examinar la conformación de un proceso de movilización política en torno a la recomposición ambiental del Riachuelo. Así, el “conflicto Riachuelo” representa un punto de inflexión para la problemática ambiental, ya que ha sido capaz de producir transformaciones sociales, jurídicas, institucionales y territoriales en el ámbito público en el que se construyen y redefinen tales problemas.

En este ensayo lúcido e innovador, Merlinsky pone al descubierto una forma de desigualdad que suele pasar desapercibida: la injusticia ambiental; es decir, la concentración desproporcionada de peligros ambientales en los territorios de mayor relegación social y sobre los ciudadanos con menor poder político y económico. En tal sentido, sostiene: “El conflicto del Riachuelo representa una oportunidad para repensar los procesos de diferenciación y segregación que orientaron históricamente el desarrollo de la ciudad. Y también, si prolongamos el ejercicio de imaginación institucional, permite abrir un debate sobre escenarios futuros con respecto a qué ciudad queremos y con qué criterios de justicia se definirán las decisiones de políticas públicas”.

GABRIELA MERLINSKY (Darragueira, 1966)

Gabriela Merlinsky es socióloga, doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en Geografía por la Université Paris 8. Es investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) con sede en el Área de Estudios Urbanos del Insituto Gino Germani de la UBA. En ese ámbito, coordina el grupo de estudios ambientales. Se desempeña también como profesora en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y en diversas universidades e instituciones de posgrado. Integra el comité científico del Programa Interdisciplinario sobre Cambio Climático de la UBA.

Ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas y participado en volúmenes colectivos, entre los que se cuentan: Empresas recuperadas por los trabajadores. Situación actual y perspectivas (2006) y La cuestión urbana interrogada. Transformaciones urbanas, ambientales y políticas públicas en Argentina (2011). En 2001 publicó el libro Microemprendimientos y redes sociales en el conurbano. Balance y desafíos de la experiencia.

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroSobre la autoraDedicatoriaAgradecimientosPrólogoIntroducciónI. El conflicto del Riachuelo: la construcción política de la cuestión ambientalII. Los ríos de Buenos AiresIII. Desafíos para la recomposición ambiental de las cuencas metropolitanasIV. La recomposición ambiental del Riachuelo como problema públicoV. La causa “Beatriz Mendoza”. El caso testigo de la política ambiental en ArgentinaVI. El Plan Integral de Saneamiento Ambiental de la Cuenca Matanza-Riachuelo y los conflictos de las políticas metropolitanasVII. El poder de juzgar y el poder de actuarVIII. Desigualdad social y justicia ambiental en la cuenca Matanza-RiachueloConclusiones. Derecho(s) en construcción, aprendizajes sociales y momentos institucionalesBibliografíaLista de siglas y acrónimosÍndice de nombresCréditos

A Javier, Agustín y Luciano,

por todo el amor y por ser los protagonistas de una escritura familiar, cotidiana y colectiva.

Agradecimientos

ESTE LIBRO es el resultado de un proceso intelectual que me ha dejado profundas huellas. El esfuerzo por hacer visible un argumento y sostenerlo hasta el final es, para quienes nos hemos socializado tempranamente en el campo de la investigación académica, un desafío que consume buena parte de nuestra energía vital y emocional. Tuve el privilegio de dar los primeros pasos en la investigación social con grandes maestros, muy conocedores de su oficio y formados en una férrea disciplina de trabajo. Quiero empezar por allí el recorrido de los agradecimientos y decir que me siento orgullosa de esa tradición sociológica, que reconozco en la producción académica y la trayectoria intelectual de los fundadores del Instituto Gino Germani. Muchos de ellos han sido mis profesores; otros, como Floreal Forni y Ruth Sautu, me han acompañado en mis momentos de formación inicial y les estoy infinitamente agradecida por ello.

Hacia finales de la década de 1990, cuando el futuro de los becarios de investigación en el sistema científico argentino se hacía más que incierto, tuve el enorme privilegio de trabajar con Alejandro Rofman en la Subsecretaría de Desarrollo Sustentable del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. En mi paso por la función pública pude tener un punto de observación privilegiado del grado de dramatismo que asume la gestión de las políticas públicas en Argentina. De esa experiencia límite conservo preguntas, inquietudes y preocupaciones que, sin duda, están presentes en estas páginas. Desde entonces me interrogo sobre el aporte que podemos hacer los investigadores al debate acerca de las políticas estatales y la construcción de los asuntos públicos (la política con mayúsculas), una tarea que tiene puentes precisos y consecuentes con el trabajo intelectual. Le agradezco a Alejandro el haber podido transitar ese espacio lleno de contradicciones. En la subsecretaría, su generosidad y su amplitud de mirada primaban y sobresalían como una luz en un contexto político muy áspero e impredecible.

Debo agradecer inmensamente a Hilda Herzer, sin duda la gran inspiradora intelectual de este trabajo que, con enorme calidez humana, ha sabido guiarme, acompañarme, escucharme, alentarme y, sobre todo, porque es a quien debo un temprano interés por la sociología ambiental. Sus trabajos pioneros sobre degradación ambiental y gestión de riesgo en Argentina me han llevado a un diálogo con un campo de saberes en el que se pone en juego un esfuerzo interdisciplinario poco habitual en la sociología y que ella ha sabido cultivar. Hilda ya no nos acompaña físicamente, pero sin duda ha dejado una huella intelectual perdurable. Vayan estas páginas como homenaje a su pasión, compromiso y perseverancia.

También quiero expresar mi reconocimiento a mi colega y amiga Marie-France Prévôt Schapira, quien me ha brindado una generosa y afectuosa hospitalidad en el transcurso de mis estadías académicas en el Institut des Hautes Etudes de l’Amérique Latine (IHEAL) en la Universidad París III. Ella ha sido mi orientadora y compañera en un fascinante recorrido por las bibliotecas parisinas y estoy en deuda con ella por haberme allanado el camino en el codificado mundo del sistema académico francés. Nuestras discusiones han enriquecido este trabajo tanto en términos conceptuales como comparativos, pues su gran sagacidad y mirada crítica en la observación de los procesos de cambio en diferentes ciudades del mundo me han aportado una singular visión de contexto para este trabajo.

A mis colegas del área de estudios urbanos del Instituto de Investigaciones Gino Germani, porque con ellos comparto la tarea cotidiana en condiciones materiales muy austeras, lo que no nos impide inventar proyectos, alentarnos, escucharnos y generar ambientes contenedores para seguir sumando a nuevos integrantes. La lista de los integrantes del área es muy larga y temo olvidarme de alguien. Sin embargo, no puedo dejar de nombrar a Fernando Ostuni, Carla Rodríguez y Mercedes Di Virgilio entre estos compañeros de ruta. Y al hablar de compañeros no puedo dejar de mencionar a Máximo Lanzetta, un amigo del que tanto he aprendido y seguiré aprendiendo.

Muy especialmente agradezco a quienes integran el Grupo de Estudios Ambientales (GEA), un espacio que coordino y en el que se escriben tesis, se realizan tareas de educación ambiental, se producen videos, se discuten textos, y se buscan modos más ricos de articulación con diferentes ámbitos sociales no académicos. Estos jóvenes son, en mi entorno cercano, la muestra más visible de la importancia central que ha adquirido la cuestión ambiental entre las nuevas generaciones, lo que incluye un fuerte involucramiento personal y social. Nuestra avidez por la lectura de textos que son inhallables, por encontrar información sobre temas de creciente complejidad interdisciplinaria y la preocupación permanente por traer las ciencias sociales a la discusión, expresan una búsqueda que es intelectual y también política. Si el aprendizaje es un proceso de movilización permanente, no hay duda de que el GEA es una fuente de inspiración en mi trabajo y un desafío docente que me exige superarme cada día. Quiero agradecer por ello a Soledad Fernández Bouzo, Matías Aizcorbe, Ezequiel Grimberg, Alejandra Gil, Victoria D’hers, Melina Tobías, Matías Ronis, Cinthia Shammah, Karin Skill, España Verrastro, Pablo Pereira, Carolina Montera, Lorenzo Langbehn, Patricio Besana, Ana Laura Monserrat y Marina Wertheimer.

A Cristiana Schettini Pereira y a Ernesto Meccia, porque, al ser lectores críticos y perspicaces, sus tempranas y agudas lecturas de las versiones preliminares de este trabajo me ayudaron a ganar confianza y me dieron aliento humano e intelectual.

Estoy en deuda con Cristina Maiztegui y con Leandro García Silva del Área de Medio Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Defensoría del Pueblo de la Nación, quienes me abrieron las puertas de esa institución y me facilitaron valiosa información para el seguimiento de la causa “Beatriz Mendoza”.

Leandro además ha sido un lector muy dedicado, detallista y profundo que me ha obsequiado reflexiones muy agudas en un diálogo en el que compartimos la pasión por el Riachuelo con todo lo que este caso representa para la vida política e institucional de Argentina. En ese agradecimiento quiero dar cuenta de la importancia vital que tiene un organismo como la Defensoría para facilitar el acceso irrestricto de los ciudadanos a la información pública.

Varios lectores muy avezados y conocedores del campo de la sociología, la geografía y el derecho me han dado una ayuda invalorable con sus comentarios, lecturas, sugerencias y críticas. Antonio Azuela, investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Patrice Melé, profesor en la Universidad de Tours, Andrés Nápoli, actual director de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales, y Valeria Berros, profesora e investigadora en la Universidad Nacional del Litoral, me han sugerido textos esclarecedores, me han ayudado a resolver incógnitas en el intrincado campo del derecho, han sabido escucharme y han generado una atmósfera de intercambio de pensamientos que está presente en las páginas de este libro. En un sentido similar, le debo a Héctor Alimonda un acercamiento a un espacio de circulación de ideas vinculado a la ecología política, un campo fértil de reflexión intelectual que ha inspirado mi forma de entender las relaciones entre sociedad y naturaleza.

Mi agradecimiento a Alejandro Archain, gerente general de Fondo de Cultura Económica en Buenos Aires. Cuando me entrevisté con él por primera vez me dijo que mi libro merecía ser publicado por una gran editorial; fue para mí un descubrimiento novedoso, que me permitió reafirmar mi visión acerca de las potencialidades de este texto. Considero que es un honor y un privilegio publicar en una editorial de enorme resonancia y con una impronta histórica única para la literatura, las ciencias sociales y las humanidades en todos los países de habla hispana.

A mis colegas del equipo de la Universidad de Buenos Aires (UBA), con quienes llevamos adelante la pericia judicial del Plan Integral de Saneamiento Ambiental de la Cuenca Matanza-Riachuelo (PISA). Una tarea exigida por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que nos llevó a desarrollar un ejercicio de imaginación institucional para poder responder con celeridad y realizar un trabajo interdisciplinario colectivo.

Para los que venimos del campo de la sociología, la elaboración de sistemas de representación geográfica es una habilidad en la que no estamos entrenados, es por ello que debo agradecer la inestimable ayuda de Juan Ignacio Duarte y Marie Noelle-Carré, quienes elaboraron los mapas que sirvieron de apoyo a esta investigación y que respondieron pacientemente mis pedidos de aclaración y reelaboración. En un mismo sentido, debo agradecer a Leonardo Fernández de la Universidad de General Sarmiento, quien me ayudó —con infinita paciencia— a ajustar la información de base sobre las características físicas y demográficas de las cuencas metropolitanas.

Con el arquitecto Carlos Lebrero transité varias experiencias interdisciplinarias de trabajo que tuvieron como tema central el Riachuelo. Primero en el equipo de la UBA que, a pedido de la Corte Suprema de Justicia, tuvo que hacer un primer análisis del PISA, material que formó parte de los documentos de la causa judicial. En una segunda instancia me tocó formar parte de un multitudinario equipo que, bajo su coordinación, llevó adelante un diagnóstico para el proyecto urbano ambiental de las márgenes del río Matanza-Riachuelo. En esta última experiencia aprendí mucho de los diálogos y los silencios interdisciplinarios. Por eso agradezco a Carlos que haya confiado en el aporte que puede hacer una socióloga a esos equipos fuertemente especializados en el territorio y la planificación urbana.

A mis amigas Marina Candela, Patricia Fontelles, Susana Lui, Claudia Mazza y Adriana Nill por tantos momentos de alegría compartida, y porque también han estado en los momentos más difíciles. De ellas he recibido numerosas muestras de afecto, que hicieron posible y más amable la escritura de este trabajo.

Javier, mi compañero de toda una vida y mis hijos, Luciano y Agustín, representan mucho más de lo que puedo expresar aquí con palabras. Es por eso que están en la dedicatoria del libro.

A cierta edad nuestros mayores ingresan en un terreno esencial de nuestras vidas que nos reclama acompañarlos cotidianamente y donde se pone a prueba nuestra humanidad. De algún modo, casi sin saberlo, Esther, mi madre, y Anita, mi tía, han estado en este tramo tan importante de mi carrera, a través de un vínculo profundo y misterioso construido entre nosotras en los albores de sus vidas. De toda su energía he sacado la mía para escribir este libro, que constituye un homenaje a su extraordinaria fortaleza.

PrólogoAntonio Azuela

 

DESDE HACE varias décadas se invoca la interdisciplina como una forma de ruptura epistemológica que tarde o temprano regirá el examen de las cuestiones ambientales. En esa obsesión innovadora suelen dejarse de lado otras opciones metodológicas, aparentemente más modestas, que pueden ser tan productivas como la añorada sustitución de las disciplinas por una síntesis superior. Entre tales opciones, hay una que consiste simplemente en confrontar y combinar unas disciplinas con otras, sin abandonar la especificidad de cada una de ellas. El libro que usted tiene en sus manos, o acaso en su pantalla, nos permite reflexionar sobre una de las combinaciones más interesantes que pueden producirse en los estudios ambientales hoy en día: el cruce entre la sociología y el derecho. En estas páginas me propongo mostrar que Política, derechos y justicia ambiental no solamente constituye una contribución original a la sociología ambiental, sino que resulta directamente pertinente para los juristas interesados en estos temas. Ya que es precisamente la fuerza del contenido específicamente sociológico de este libro lo que lo hace altamente pertinente para los juristas.

Que no quede lugar a dudas, el libro es primero que nada un ejercicio sociológico. Sin la pesadez del aparato conceptual y crítico que a veces resulta insoportable para el lector, moviliza rigurosamente las categorías de la disciplina y permite comprender el sentido profundo del conflicto para una diversidad de actores sociales, así como el modo en que el propio conflicto introduce la cuestión ambiental en la esfera pública mientras él mismo se despliega y se transforma. Se trata de un análisis que supera el lugar común que presenta a la sociedad y al Estado como si fuesen dos mundos separados, ya que, desde el principio, la movilización social y sus repercusiones políticas son vistas como parte de marcos institucionales que no solamente condicionan el conflicto sino que son el ámbito donde se producen las consecuencias más inmediatas. Este resultado se debe en gran parte a que la autora recupera la tradición de la sociología del conflicto, que permite superar una de las debilidades de los análisis convencionales de los mismos fenómenos como movimientos sociales. Sin poner en duda las contribuciones que en las últimas décadas ha hecho la investigación sobre estos últimos, lo cierto es que suele prevalecer una visión según la cual lo único que se mueve es “el” movimiento, mientras que el resto de las estructuras sociales permanecen estables. Si en algo avanzamos al recuperar la sociología del conflicto, utilizando como hace Merlinsky otras categorías de la sociología contemporánea, es en la comprensión del conjunto de transformaciones de diversa índole que se hacen visibles en los conflictos socioambientales de nuestra era.

Pero no se trata de un ejercicio disciplinario autorreferencial, sino de uno que tiene implicaciones importantes en el diálogo con otras disciplinas, sobre todo con el derecho. El contexto es prometedor: en el mundo de los juristas se están abriendo espacios de reflexión a partir de experiencias jurídicas novedosas, como la que analiza este libro, para las cuales no hay explicación en el formalismo positivista que dominó en América Latina a lo largo del siglo pasado. Seguramente alentada por las condiciones políticas y culturales de la era postautoritaria, una nueva generación de juristas se empeña en ofrecer visiones alternativas sobre el derecho. En los temas asociados al medio ambiente y el territorio, algunos exploran el pluralismo jurídico vinculado a la creciente presencia de los pueblos indígenas, lo que tiene consecuencias importantes para la gestión de los recursos naturales; otros ensayan las recetas de la economía neoclásica en experimentos de law and economics, tratando de alimentar el campo de las políticas públicas; unos más buscan aquí y allá fenómenos jurídicos “contrahegemónicos”, que darían lugar a nuevas formas de juridicidad a partir de los derechos de la naturaleza. Pero sin duda la corriente más extendida (que por desgracia no ha incorporado a su agenda la cuestión ambiental) es el llamado neoconstitucionalismo, que ha enriquecido la agenda del derecho público con problemas de legitimidad democrática y, sobre todo, con la inclusión de los derechos humanos como un referente indispensable de la reflexión constitucional.

Entre las novedades que los juristas enfrentan está el protagonismo judicial, que constituye uno de los rasgos más interesantes de la vida constitucional contemporánea en la región. Así como la Corte Suprema de Argentina ha abierto una nueva era con la decisión de la causa “Beatriz Mendoza”, la colombiana ha marcado un hito con una resolución de 2004 sobre las condiciones de la población desplazada por la violencia; y en muchos otros países se producen resoluciones judiciales a favor de los pueblos indígenas que cambian las condiciones en las que se define nada menos que la relación entre sociedad, Estado y territorio. La opinión pública ilustrada requiere de narrativas convincentes sobre el significado de ese nuevo protagonismo judicial y esta nueva generación de juristas tiene que desplegar saberes relativamente novedosos para explicar la juridicidad de tales fenómenos. Pero muchos juristas no se detienen ahí; quieren además participar en una discusión más amplia sobre los efectos sociales de esa vasta variedad de fenómenos jurídicos, que van desde nuevas leyes hasta sentencias sobresalientes, pasando por la práctica cotidiana de los juzgados de los niveles más bajos. Y es entonces cuando aparece la oportunidad de entrar en contacto con las ciencias sociales.

Y es que una cosa es la opinión del jurista sobre la lógica interna de los fenómenos jurídicos y otra muy distinta el significado de dichos fenómenos más allá del mundo del derecho. Pero los juristas de hoy ya no tienen (o no quieren usar) esa coraza que la tradición positivista proporcionaba a sus predecesores para no hacerse cargo del significado social del derecho. Hoy quieren predecir los resultados de una ley o explicar las condiciones sociales para su cumplimiento. No hay duda de que eso es una buena noticia, ya que supone la ruptura de un paradigma que mantenía al derecho como un tema “en sí mismo”, aislado del resto de las disciplinas. Pero también es cierto que, para decirlo suavemente, muchos juristas no están haciendo el mejor uso posible de lo que pueden aportar las disciplinas sociales. En algunos casos, incluso están cayendo en los peores tópicos del sentido común. Así por ejemplo, no es extraño encontrar en el star system de los medios de comunicación de cada país a los voceros de la ideología que culpa al “carácter nacional” de los bajos niveles de cumplimento de la ley. Si de por sí resulta penoso que cada elite nacional atribuya a la cultura de su propio país problemas de cumplimiento normativo que en realidad se observan en casi todo el mundo, el asunto se vuelve peligroso cuando el argumento se generaliza para adscribirse al “carácter latino”. Como muestra de ello está el prestigio que en ciertos círculos han adquirido las posturas de Samuel Huntington, quien señala el “amoralismo familiar” de los inmigrantes latinoamericanos como uno de los grandes riesgos a los que estaría expuesta hoy en día la sociedad norteamericana. (Esto parece una digresión innecesaria, pero lo cierto es que, desde hace tiempo, nuestra cultura jurídica se define a sí misma por su contraste con la de Estados Unidos.)

Dejando de lado esos extremos, lo cierto es que la discusión jurídica latinoamericana vive un momento en el que parece posible la instauración de un diálogo serio con las disciplinas sociales, ya que muchos juristas muestran un genuino afán por hacerse cargo de las implicaciones sociales de su objeto de estudio. Es en este contexto donde la recepción de Política, derechos y justicia ambiental puede ser particularmente productiva, ya que muestra, en toda su complejidad, las condiciones de la producción de una decisión jurídica relevante, así como de sus efectos sociales, mediante el despliegue de un riguroso marco teórico y metodológico. Y es que la imagen que los juristas suelen tener del mundo social suele ser más bien simplista. Entre ellos, la sociedad sería algo así como un conjunto de individuos aquejados por un conjunto de problemas cuya definición es obvia y de la cual el orden jurídico puede hacerse cargo en cualquier momento, estableciendo una serie de reglas, derechos y obligaciones. Todo sería cuestión de “voluntad política” y de darle forma de derechos a cualquier demanda social que parezca legítima. No está por demás recordar que las abstractas e impersonales categorías del derecho son más que simples dispositivos conceptuales que sirven para organizar los principios y reglas que lo componen; son, ellas mismas, formas de concebir (y sobre todo de clasificar, como sabemos desde Durkheim) el mundo social. Por ello los juristas están particularmente expuestos al riesgo de imaginar lo social como un conjunto homogéneo y predecible, cuando en realidad es un mundo heterogéneo y plagado de contingencias. Y no es que el jurista lo ignore; es que rara vez está dispuesto a aceptar sus consecuencias.

Lo primero que este libro muestra es el conjunto de elementos que imprimen al conflicto del Riachuelo una textura propia. Por cierto, para el sentido común el carácter único de un episodio suele usarse como argumento para desestimarlo como algo de lo cual pueda obtenerse alguna lección provechosa. El comentario típico, incluso en medios profesionales, ante casos como ese, consiste en decir “¡Ah!, pero lo que pasó ahí fue excepcional”, como si no fuera obvio que todo conflicto tiene mucho de excepcional; o como si solamente los casos “replicables” fuesen relevantes. Y no es solamente el “sentido común” el que suele razonar de esa manera. En el mundo de las políticas públicas el conflicto es visto como una anomalía y quien las “diseña” prefiere pensar en el mundo social como un conjunto de individuos que están esperando plácidamente el marco de incentivos más adecuado para “cooperar”. Este libro prueba que las políticas públicas también pueden ser el resultado de los conflictos o, para decirlo en clave sociológica, parte de su productividad social. De hecho, la reconstrucción de un conflicto de la trascendencia de este supone identificar esos momentos irrepetibles en el contexto de estructuras sociales más amplias. Para ello, Gabriela Merlinsky ha adoptado una estrategia de investigación que consiste en tres pasos fundamentales: identificar las “condiciones estructurales de las que emerge el conflicto”, explorar las “operaciones discursivas que lo conforman” y, finalmente caracterizar su “productividad social, territorial, jurídica e institucional”. Todo ello conforma un marco metodológico ciertamente complejo, como el que se requiere para dar cuenta del carácter contingente, pero al mismo tiempo estructurado, de un proceso social tan fascinante como el que se analiza en este libro.

No es nuestro propósito cubrir aquí todos esos elementos, pero hay uno que resulta particularmente interesante: la peculiar relación entre agua y tierra en la cuenca Matanza-Riachuelo (CMR). Sin caer en ningún tipo de determinismo geográfico, el texto muestra con claridad las condiciones de producción del territorio de dicha cuenca y hace posible ver por qué un caso así es inconcebible en casi todas las demás grandes metrópolis de América Latina. Sin desafiar las leyes de la naturaleza, la manera en que se mueve el agua en la cuenca (que lo hace en ambos sentidos) es visible como factor estructurante y al mismo tiempo como una condición históricamente legible de la relación localizada entre sociedad y naturaleza. Si Argentina ha inundado al mundo con productos de piel, uno puede imaginarse en este libro la huella territorial del proceso industrial que dio origen a todo esto como parte de los procesos que estructuraron este pedazo del mundo. Todo eso, además de otras industrias, urbanización precaria, acumulación de residuos y un largo etcétera.

Ahora bien, la emergencia del conflicto no es producto de un simple aumento cuantitativo de “el problema”, sino del modo en que este fue socialmente construido bajo condiciones políticas específicas. No es que una entidad diferenciable a la que podamos llamar “la sociedad” va tomando conciencia de un problema hasta que un buen día decide tocar a las puertas de los tribunales para que se aplique la ley. Se trata de un proceso de irrupción del tema en el espacio público que tiene una lógica social muy específica: requiere de una traducción que ciertos actores sociales hacen de la experiencia local, que es presentada en un lenguaje que tiene una eficacia muy específica en la forma en que los operadores del derecho reaccionan. Se destaca en este sentido el papel de la Defensoría del Pueblo de la Nación, en el sentido de articular un discurso donde una definición científica se articula con la definición jurídica, de modo que “la cuestión ambiental” adquiere una textura propia en el espacio público argentino.

Además de la especificidad de ese proceso de traducción, está el reconocimiento más general de que es la lógica del conflicto la que produce el modo en que lo ambiental se conforma como problema público. Nótese la diferencia entre una aproximación como esta y la que abunda en el mundo de los derechos humanos, que da por sentado que el reconocimiento de una necesidad intrínseca de todo ser humano es suficiente para explicar el surgimiento de cualquier régimen jurídico relativo al medio ambiente. El argumento que se juega en el límite de las disciplinas consiste, en este caso, en que los rasgos específicos de la protección ambiental (rasgos específicamente jurídicos que pueden variar mucho cuando se los compara con lo que ocurre en otras partes) se explican, sociológicamente, a partir de la lógica del conflicto y no por alguna doctrina relativa a los derechos humanos o a las políticas públicas.

Al mismo tiempo, el análisis de la irrupción del conflicto en el espacio público es más que la explicación genética de una decisión histórica. La configuración del problema en el espacio público acompaña al desarrollo del mismo en el mundo del derecho. Para decirlo sencillamente, más allá del momento de la decisión, los operadores jurídicos seguirán estando constreñidos, al menos en parte, por el modo en que el asunto es debatido en los diferentes espacios de la esfera pública.

Ahora bien, respecto del modo en que el conflicto se redefine cuando entra al mundo del derecho, lo primero que hay que registrar es una ampliación de lo que está en juego. Además de los dilemas sustantivos y procedimentales que el caso plantea a los operadores del derecho (quién está obligado a hacer qué cosa y cuándo, respecto de la CMR), el papel de ellos mismos (o del sistema judicial en su conjunto) se vuelve parte del asunto. Si, en general, resulta obvio decir que la acción de un juez es el modo en que se mantiene activa la estructura en que él opera y que, como señala Giddens (1990), esa estructura solo se transforma con dicha actividad, cuando se trata de conflictos de esta envergadura se producen condiciones más claras para la reconsideración de tal estructura. En relación con esto, el libro muestra que el conflicto proporcionó a la Corte Suprema la oportunidad de obtener una legitimidad que en años anteriores había sido cuestionada. Sin duda, el resultado del proceso fue un reposicionamiento del Poder Judicial de la Nación dentro del orden constitucional, al menos en el tema ambiental. Al analizar el lugar de los jueces, defensores y demás operadores como parte de la productividad del conflicto del Riachuelo, se nos ofrece una descripción particularmente informada de que lo está en el fondo del debate sobre el activismo judicial; pero no a través de consideraciones abstractas y de tipo normativo sino de un riguroso análisis sociopolítico del proceso. En otras palabras, aprendemos que no se trata solamente de que el campo jurídico se haga cargo de un conflicto entre actores sociales, digamos externos, sino que el conflicto mismo produce condiciones para una reestructuración del propio campo jurídico.

Más allá del placer de usar la jerga sociológica para clasificar esos cambios como parte de la productividad social del conflicto, está la tarea que queda por delante en relación con el seguimiento de la “huella” que ha quedado en el campo jurídico. ¿Fue solamente una irritación pasajera o algo que trascendió a la coyuntura del conflicto? La forma precisa de dicha productividad es algo que queda para la investigación de los próximos años.

Este libro demuestra que una buena caracterización sociológica del conflicto y de su productividad permite superar la simplificación propia de la ciencia de las políticas públicas, ya que es capaz de dar cuenta de la complejidad de los procesos sociales respectivos. Pero eso no conduce a abandonar el análisis de dichas políticas. De hecho, una de las contribuciones del libro es que, a partir del análisis del “sistema microinstitucional” instaurado por la sentencia, nos permite observar las políticas en el contexto del activismo judicial que les ha dado lugar. La noticia, que ha recorrido la región, de que con la causa “Beatriz Mendoza” “hay un juez en Argentina que está gobernando”, es despojada de toda connotación normativa y presentada como parte de la productividad del conflicto. Con ello, el debate sobre el activismo judicial adquiere un referente mucho más sólido e informado de lo que uno suele encontrar en las discusiones sobre el tema dominadas por juristas.

Acaso la contribución más relevante del libro sea una en la que la frontera entre sociología y derecho parece borrarse. Hablamos de la constatación de un sesgo particular que ha tomado la causa “Beatriz Mendoza”, que consiste en privilegiar la limpieza ambiental por encima de la atención a los sectores sociales más afectados por la propia crisis ambiental. El hecho de que parte de las disposiciones del juez se orienten a la desocupación de áreas críticas sin una consideración previa o explícita de los derechos de las personas que deben ser desplazadas, configura una situación de tensión entre derechos, que casi nunca se reconoce en los debates sobre derechos humanos. Por más que la doctrina jurídica se esfuerce en presentar los derechos como un conjunto armónico (e incluso “indivisible”), lo cierto es que hay momentos en los que se presenta un claro dilema entre satisfacer una reivindicación ambiental o una habitacional. No importa aquí la forma correcta de pensar, “en principio”, esas posibles tensiones entre derechos; lo que importa es reconocer que en la práctica estas pueden ser el tema principal de un conflicto. El riesgo de sacrificar el derecho a la vivienda para satisfacer el derecho al medio ambiente es aquí patente.

Es así como el análisis sociológico llega al núcleo jurídico de la cuestión. Sin pretensión doctrinaria alguna, Gabriela Merlinsky pone de manifiesto una tensión que puede formularse en clave política (que la autora no se abstiene de presentar), pero también en clave jurídica. Y ahí es donde un fenómeno estrictamente jurídico es legible a través de una mirada que no es la del jurista pero que lo interpela en su propio terreno. El ingrediente más claramente sociológico del análisis está en el señalamiento de un fenómeno que el discurso jurídico no reconoce pero que está presente en el debate público: la invisibilización de los habitantes más pobres de la cuenca. La constatación política es evidente: las víctimas más directas de la crisis ambiental son quienes tienen que asumir las cargas más severas (dejar su casa); pero además el análisis se sitúa en el terreno correcto, que es el de la conformación histórica del territorio y, en particular, de las condiciones de acceso al suelo en el área metropolitana, que han llevado a los pobres a vivir ahí donde la causa ambiental pide que no se produzca la urbanización. Esa invisibilización de los sectores más vulnerables también se puede observar en otras grandes ciudades de la región, cuando el discurso ambiental de “todos vamos en el mismo barco” oblitera, o al menos posterga, la agenda de la justicia social urbana. Pero este libro es el primero que la documenta en el contexto de un conflicto de impacto metropolitano. ¿Cómo hacer que la “legitimación colectiva de gran escala” de que habla Néstor Cafferatta no se convierta en un proceso de exclusión social peor que los que se han vivido en el pasado? La pregunta interpela por igual a juristas y a sociólogos.

Ahora bien, el hecho de que la frontera entre las disciplinas se haga borrosa no significa que tenga que disolverse; significa que estamos ante una tensión altamente productiva entre disciplinas. Una esfera pública robusta seguirá recurriendo a los juristas para tener una elaboración razonable, en clave jurídica, sobre el modo de enfrentar esos dilemas. Obligadamente, hay en la conversación un momento en el que todos tenemos que admitir los rigores de la argumentación jurídica. Independientemente de cualquier teoría sobre la autonomía del derecho y su efecto civilizatorio, nos parece obvio que jueces, defensores y juristas seguirán desplegando su propio lenguaje, y que este no se va a diluir en el de las ciencias sociales. Frente a la fuerza disciplinaria del discurso jurídico, nos parece improbable el surgimiento de alguna interdisciplina que pretenda fusionarlo con los demás saberes.

Lo que sí podemos esperar es que los juristas aprendan a distinguir entre distintas formas de explicar la génesis de las normas jurídicas así como sus efectos sociales. Tratándose de algo tan importante como es la causa “Beatriz Mendoza”, no puedo imaginar un lugar mejor para comenzar que este libro.

Introducción

LA PRIMERA vez que visité Villa Jardín, en Lanús, un municipio del territorio metropolitano que se extiende sobre los límites de la ciudad capital, cruzando el Riachuelo por el Puente Alsina, lo que más me impresionó fue ver una intensa sociabilidad organizada en torno a una animosa vida comunitaria. Como hormigas laboriosas, ladrillo por ladrillo, palada por palada, los vecinos y vecinas mejoraban sus viviendas, construían dispensarios, jardines, pasillos, producían bienes y servicios para mercados formales e informales. En ese ir y venir cotidiano, se podía apreciar un paisaje barrial del que, entre tantas otras imágenes, para ojos de alguien que venía de la comodidad de una casa muy bien integrada al tejido urbano, era sin duda una imagen contrastante y alarmante: en cada recorrido, a pocos metros de andar, era necesario atravesar efluentes cloacales y vertidos domésticos corriendo por zanjas y canaletas.

Las mujeres, frecuentemente las más ocupadas en la vida comunitaria, con asiduidad interrumpían sus labores para acudir a los dispensarios y atender problemas de salud de los niños (problemas respiratorios, enfermedades de la piel, diarreas, etc.). Viviendo a escasos metros del Riachuelo, un curso de agua degradado al punto de ser una cloaca a cielo abierto, un río que frecuentemente desbordaba hacia las casas en períodos de crecida, no era difícil inferir que estas afecciones de salud tenían relación con la contaminación del río y con la falta de cloacas. Sin embargo, por ese entonces, en Villa Jardín no había reclamos comunitarios que exigieran la solución de estos “problemas ambientales”. La prioridad era seguir sorteando las dificultades de la vida cotidiana: el trabajo, el mejoramiento de las viviendas, el acceso a la escuela y a los servicios de salud.

Algunos años después pude comprobar que la invisibilización de los problemas vinculados a la contaminación del Riachuelo no era solo un problema social, sino, por sobre todas las cosas, un problema institucional. A finales de la década del noventa trabajé en la Secretaría de Medio Ambiente y Desarrollo Regional del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y junto a un nutrido equipo abordamos la tarea de elaborar un “plan estratégico de revitalización de la zona sur de la ciudad”. Por aquella época, entre los funcionarios de gobierno, la mención del Riachuelo evocaba un territorio naturalizado como paisaje urbano contaminado, definido como lugar problemático, allí donde estaban confinados los más pobres y desaventajados en la ciudad. Era evidente que la cuestión no formaba parte de la agenda pública. Fue tan corto mi paso por esa gestión como veloz el pasaje del plan estratégico de la zona sur al arcón de los proyectos archivados.

Las definiciones programáticas de la Secretaría de Ambiente hacían referencia al Programa “Agenda 21”, el plan de acción elaborado en la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de Río de Janeiro en 1992. Empezaba a utilizarse el término “desarrollo sustentable” y se planteaba la necesidad de mecanismos de control de empresas para una “producción limpia”. Sin embargo, nada de eso establecía puentes precisos con un territorio de riesgo mayor localizado en la franja costera del Riachuelo. Tampoco había actores sociales, organizaciones, partidos políticos, grupos de interés que plantearan el problema de la contaminación y sus efectos sobre la salud de las personas. ¿Por qué el paisaje urbano del Riachuelo permanecía invisibilizado como problema ambiental para el gobierno local y para diferentes grupos sociales?

La constatación de que la contaminación del Riachuelo “no le importaba a nadie” me fue llevando a plantear una serie de preguntas de naturaleza política, que hoy considero que nutren interrogantes decisivos que serán examinados en este libro: ¿cuáles son las condiciones que permiten que las políticas urbanas puedan desplegarse generando fuertes inequidades espaciales y dejando relegados territorios de alta concentración de pobreza, con serios problemas ambientales, desmembrados de la trama urbana, sin infraestructura y servicios de saneamiento? ¿Cómo es que en contextos de alta degradación ambiental no se generan las condiciones para que los actores más afectados reclamen por sus derechos? ¿Cuáles son los procesos de cambio que explican que esta situación pueda modificarse, es decir que algo que no era registrado como problema se haya transformado en un asunto público?

En 2006, estas preguntas cobraron mayor sentido y profundidad a partir de un acontecimiento de enorme relevancia política: la Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró su competencia originaria en la causa “Beatriz Mendoza” (“Mendoza, Beatriz Silvia y otros c/Estado Nacional y otros s/daños y perjuicios [daños derivados de la contaminación ambiental de río Matanza-Riachuelo]”).

En este acto de fuerza simbólica extraordinaria, la Corte se posicionó públicamente colocando la recomposición ambiental del Riachuelo como tema central de la política de Estado y planteando esta exigencia como una medida esencial para garantizar la existencia social del orden público ambiental (es decir el respeto de leyes que, si bien están en vigencia, no se cumplen). La Corte avanzó, además, exigiendo a los gobiernos con competencia en la cuenca Matanza-Riachuelo (CMR) la puesta en marcha de un plan de acción. Fue esta última decisión, sobre todo, la que hizo virar los acontecimientos de modo tal que la cuestión ambiental en la metrópolis de Buenos Aires se transformó en una cuestión política.

A partir de allí, ganaron visibilidad pública las demandas de diferentes grupos sociales que viven en situaciones de peligro ambiental. La constitución de la Autoridad de la Cuenca Matanza-Riachuelo (ACUMAR) es, desde entonces, una pieza clave en la emergencia de nuevos arreglos institucionales en relación al ambiente.

En estos últimos años, no transcurre un solo día sin que el “caso Riachuelo” ocupe un lugar en la agenda de los medios de comunicación y, muestra elocuente de la relevancia política del asunto, varios secretarios de Ambiente han abandonado su cargo por no haber podido cumplir con las exigencias de la Corte Suprema de Justicia. ¿Cuáles han sido los acontecimientos más importantes que permiten entender este punto de inflexión? ¿Cómo ha sido posible que algo que antes pasaba desapercibido se haya vuelto objeto de preocupación social, un asunto político clave que tensiona la relación entre el Poder Ejecutivo y el Judicial, y un giro institucional en la política ambiental?

En las páginas que siguen buscaremos reconstruir tanto la larga historia de invisibilizaciones como esta etapa más reciente de manifestación pública de los reclamos ambientales. Ubicados en un momento muy particular, bisagra en la historia ambiental de Argentina, procuraremos explicar cómo es que diferentes puntos de vista sobre la cuestión ambiental se han ido reagrupando hasta constituir un proceso de movilización política de diferentes actores en torno a la cuestión de la recomposición ambiental del Riachuelo.

Se trata de analizar el “caso Riachuelo” en tanto “caso testigo” y revisar su significación como “experimento institucional”. Eso nos va a permitir abrir un ángulo de análisis que permite analizar el proceso de construcción de derechos que se abrió camino a partir de la reforma de la Constitución Nacional en 1994 y que, tematizado como un asunto de movilización social, propone un pasaje (aún incierto) desde la agenda ciudadana hacia la agenda gubernamental.

Los efectos de los peligros ambientales se acumulan en períodos que duran décadas y suelen ser amenazas invisibles (viajan bajo tierra en conductos cloacales o emisarios industriales, están difundidos en partículas en el aire o drenan contaminantes al suelo y los cursos de agua). Por esa razón, cuando los ciudadanos toman cuenta de ellos es porque ya han aparecido las primeras manifestaciones en la salud de las personas. La contaminación de las cuencas hídricas metropolitanas es un ejemplo elocuente. En Buenos Aires, considerados como recursos a explotar y como colectores de todo tipo de efluentes industriales y domiciliarios, los ríos se han ido degradando hasta perder sus características biológicas esenciales. Muchas décadas de inacción del Estado han sido una causa importante de los problemas ambientales del presente. En la metrópolis de Buenos Aires el campo de la política ambiental ha sido siempre un ámbito subsidiario en el conjunto de las políticas públicas.

Intentaremos pensar esos desafíos a escala metropolitana y acompañar la reflexión crítica sobre los procesos ambientales y urbanos en Buenos Aires. Nuestro análisis del “conflicto del Riachuelo” plantea una mirada sobre un caso testigo que define un punto de inflexión para la problematización de la cuestión ambiental en la metrópolis.

Buscamos recuperar la tradición sociológica en el análisis de los problemas sociales asumiendo que el conflicto es inherente a la sociedad. Ello nos permite observar toda una gama de aspectos “productivos” de los conflictos y entender sus efectos. Como veremos, el caso del Riachuelo ha producido transformaciones sociales, jurídicas, institucionales y territoriales en el ámbito público en el que se construyen y redefinen los problemas ambientales.

El conflicto ambiental permite abrir un debate sobre la protección de los bienes comunes y transformar así la definición de lo público. Nuestro esfuerzo buscará procesar la realidad bajo la emergencia de lo nuevo, que de ningún modo puede pensarse como algo extraño, ajeno, o perturbador. Robert Park (1999) señalaba que la ciudad es una de las producciones más consistentes y exitosas del hombre en términos de rehacer el mundo en el que vive a partir de sus anhelos más profundos. Sin embargo, la ciudad también puede ser un lugar de opresión, alienación y separación. Necesitamos recuperar el sentido más profundo de la palabra política que precisamente surgió históricamente para designar un modo colectivo de ordenamiento de la ciudad. El derecho a la ciudad, entonces, como diría David Harvey (1973), no es solamente el acceso a lo que ya existe sino el derecho a cambiarlo a partir de nuestros anhelos más profundos. Y entre esas aspiraciones se cuenta el derecho al ambiente sano.

La cuestión ambiental urbana no se reduce al impacto diferencial de distintas comunidades a la exposición al daño ambiental. Bajo una nueva gramática de derechos estos asuntos comienzan a ser tratados en términos del conjunto de condiciones de vida de las comunidades, lo que abarca el agua y el aire, pero también el trabajo, la vivienda y la salud.

La Región Metropolitana de Buenos Aires es el sitio de mayor concentración de poder político y económico en la República Argentina. Y porque es el principal centro financiero y el mayor mercado de producción y consumo del país, tanto la actividad económica de la metrópolis como sus servicios básicos y sus políticas urbanas son el soporte de la vida de cerca de 15 millones de habitantes.

En ese mismo territorio se utilizan recursos naturales y se generan impactos ambientales que afectan la salud de las personas. Cuando el Estado no interviene en la gestión y apropiación de dichos recursos, la demanda humana sobre el ambiente rápidamente supera la capacidad de los sistemas naturales para regenerarse. Es aquí donde aparecen los problemas ambientales y, si avanzamos en un análisis que tome en cuenta la estructura social, podemos ver otro tipo de desigualdad que suele pasar desapercibida a los ojos de muchos. Se trata de la injusticia ambiental, un concepto que designa aquellos procesos que contribuyen a que los peligros ambientales se concentren desproporcionadamente en los territorios de mayor relegación social y sobre los ciudadanos con menor poder político y económico.

Vivimos en una era en la que los ideales sobre los derechos humanos se han movido hacia un lugar central desde el punto de vista ético y político. Las ciudades fueron históricamente los lugares de expansión de la ciudadanía y de ampliación del repertorio de aquellos derechos. Pero, al mismo tiempo, han sido y son los espacios de la combinación contradictoria entre procesos de desarrollo y democratización. Es por esa razón fundamental que la cuestión acerca de qué ciudad queremos, como señala David Harvey (1996), no puede estar separada de asuntos políticos centrales tales como el tipo de lazos sociales, las formas de relación con la naturaleza, los estilos de vida, las tecnologías y los valores estéticos que deseamos promover. El conflicto del Riachuelo representa una oportunidad para repensar los procesos de diferenciación y segregación que orientaron históricamente el desarrollo de la ciudad. Y también, si prolongamos el ejercicio de imaginación institucional, permite abrir un debate sobre escenarios futuros con respecto a qué ciudad queremos y con qué criterios de justicia se definirán las decisiones de políticas públicas. Ojalá este libro aporte un granito de arena a ese debate.

I. El conflicto del Riachuelo: la construcción política de la cuestión ambiental

LA EMERGENCIA DE LA CUESTIÓN AMBIENTAL EN ARGENTINA

Solemos identificar el dominio de lo ambiental con el campo de lo natural, cuando en rigor atañe precisamente a la relación sociedad-naturaleza. No existe un conjunto de fenómenos que pueda definirse a priori como problemas ambientales. Los desafíos ambientales de cada sociedad se establecen a partir de la manera en que los actores sociales se vinculan con su entorno para construir su hábitat y generar su proceso productivo y reproductivo. La dificultad para entender que los asuntos ambientales son socialmente construidos tiene que ver con la forma moderna en que se han compartimentalizado los problemas como concernientes a la esfera de “lo humano” o de “lo no humano”, separando lo social y lo natural, y, una vez confinado el tema a un solo ámbito, desmembrándolo aún más al ubicar cada asunto en una disciplina específica (Latour, 1997). La cuestión ambiental emerge cuando un conjunto de problemas es definido en esos términos por un conjunto de actores sociales y cuando en una sociedad la demanda por un ambiente sano se incorpora al conjunto de bienes y necesidades sociales que componen la definición del bienestar. Es entonces cuando empiezan los conflictos por su legitimación como problema público.

Según Douglas y Wildavsky (1982), las sociedades reaccionan a lo que llamamos problemas ambientales a través de un conjunto de mediaciones simbólicas que vienen producidas junto con el proceso de selección y definición de las instituciones. Para que se active la percepción del riesgo deben mediar complejos mecanismos de atribución social que hacen que un evento sea considerado como peligroso. La cognición de peligros tiene más que ver con las ideas sociales de moral y de justicia que con ideas probabilísticas de costos y beneficios en la aceptación de los riesgos. En cada cultura, los hombres y las mujeres definen el horizonte de sus preocupaciones determinando, por ejemplo, las clases de riesgos de los que deberán preocuparse y aquellos que decidirán ignorar, dada la imposibilidad social, grupal o individual de preocuparse por todos los riesgos que real o potencialmente pueden hacer sucumbir a dicha sociedad.

La institucionalización de la cuestión ambiental, es decir, la sanción de nueva legislación, la creación de organismos de gobierno de los recursos naturales y la implementación de herramientas de política pública, suele ser una consecuencia de este proceso de selección de riesgos. Es de esperar, entonces, que este derrotero muestre importantes diferencias entre distintos países y regiones. Resulta evidente que la emergencia de esas instituciones no evoluciona en forma sincrónica en diferentes lugares del mundo.

En Argentina la cuestión ambiental ha sido por muchos años un ámbito subsidiario en el conjunto de las políticas públicas. Haciendo un brevísimo repaso histórico puede observarse que en los años del auge desarrollista, cierto nivel de contaminación era entendido como el costo que había que pagar para entrar en la senda del progreso. Durante la última dictadura militar del período 1976-1983, la metrópolis de Buenos Aires fue adoptando un modelo centrífugo que buscó dejar los beneficios en el centro de la Capital y empujar las desventajas ambientales hacia las áreas más periféricas. Durante el proceso de apertura económica, desregulación y privatizaciones de la década del noventa, el paradigma de la competitividad económica implicaba dejar afuera de cualquier consideración crematística los impactos ambientales, que fueron externalizados por las empresas contaminantes hacia el conjunto de la población. Hoy, que retomamos una senda que podríamos provisoriamente nombrar como neodesarrollista, existen nuevos desafíos para pensar la política ambiental. Hay un reposicionamiento de la economía en el contexto de crisis internacional y, en ese contexto, se apuesta a jugar un rol de “economía fuerte”, en plena reactivación, por contraste con las crisis recurrentes en las potencias mundiales. Ese posicionamiento deja en suspenso el debate sobre el desarrollo y, cuando este se plantea, queda relegado a una clave de análisis economicista. Esta discusión se apoya en un supuesto no explicitado que asimila desarrollo y crecimiento económico. Un debate más serio debería considerar que los estilos de desarrollo implican siempre formas particulares de utilización de los recursos naturales y de expansión de las capacidades productivas que se condicen con determinadas formas de organización social. No se puede cuestionar un determinado modelo de desarrollo sin cuestionar el modelo de organización social que este desarrollo conlleva y sin tener en cuenta las diferencias en el acceso a los recursos naturales de diferentes actores sociales (Sunkel, 1980).

En América Latina hay grandes diferencias en el grado de institucionalización de las políticas ambientales en diferentes países de la región. Brasil, por solo dar un ejemplo, tiene una burocracia ambiental importante y eso se relaciona con la impronta de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Ambiente y Desarrollo realizada en 1992 en Río de Janeiro y con ciertos avances legislativos, particularmente la ley 9433/97 que permitió establecer una política nacional de recursos hídricos, alentando la creación de los comités de cuencas. Por su parte, en México, la creación de la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (PROFEPA) ha implicado una fuerte presencia del Estado federal en asuntos ambientales.

En el caso argentino la institucionalización de la política ambiental ha sido errática. Durante la década de los ochenta se crearon organismos de segundo rango (nunca de grado ministerial) destinados a trabajar sobre la agenda de los recursos hídricos, sobre todo en aquellas cuencas con usos productivos valiosos, pero hasta la fecha no hay una política coordinada entre el Estado nacional y las provincias. En los años noventa se creó la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente Humano (actualmente Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable), cuyo principal programa fue el “plan de los mil días” para sanear el Riachuelo, la cuenca más contaminada de Buenos Aires y uno de los diez ríos más contaminados del mundo. Esa experiencia fallida es la que todavía resuena en muchas de las tensiones y confrontaciones que serán analizadas en este libro.

En el plano internacional, en las dos últimas décadas la cuestión ambiental también ocupa un lugar renovado en las diferentes instancias globales de negociación. Posiblemente sea la cuestión del cambio climático la que más ha contribuido a esa sensibilización global respecto del ambiente, pero también es importante destacar que desde la década del setenta en adelante hay una transformación de la política ambiental en los países centrales, bajo el paradigma de la “modernización ecológica”. Se trata de una “coalición discursiva” que permitió hacer frente a la radicalidad de los movimientos ambientalistas de los años setenta mediante una propuesta que propone una solución a los problemas ambientales ignorando las contradicciones sociales, y generando mecanismos que permitan crear alternativas de negocios para una “economía verde”. Esto habilita nuevas posibilidades para el capital y hace que el discurso se haya extendido a una pluralidad de actores, entre los que se incluyen actores económicos, corporaciones y empresas (Hajer, 1997: 20).

Los temas ambientales que llegan a la arena política son los que pueden imponerse por sobre otros temas mediante estrategias discursivas desplegadas por los actores sociales. En este libro sostenemos que en Argentina no han sido las reformas impulsadas desde el campo de la política pública las que han puesto la cuestión ambiental en el centro de la escena.

Por el contrario, han sido y son los conflictos ambientales los que, desplegados a lo ancho y largo del país, han ido generando las condiciones para la construcción de un ámbito público de deliberación sobre la cuestión ambiental. Me refiero primeramente al movimiento de “no a la mina” en Esquel (2002-2004), seguidamente al conflicto por las plantas de celulosa en el río Uruguay (2004-2009) y, más recientemente, tanto a las movilizaciones de las asambleas ciudadanas que, en diferentes localidades cordilleranas, se oponen a la minería a cielo abierto como a las resistencias locales de los “pueblos fumigados” que han generado importantes cuestionamientos a las consecuencias económicas, sociales y ambientales de la expansión del monocultivo de soja.

Tales demandas han producido un contexto político favorable para la judicialización del conflicto por la recomposición ambiental del Riachuelo. Con esto nos referimos al asunto público inaugurado por la Corte Suprema de Justicia al declarar su competencia en la causa “Beatriz Mendoza”.1 ¿De qué manera han entrado y se han traducido estos conflictos en la agenda política? ¿Cuáles son los desafíos y las desestabilizaciones institucionales que esto produce?