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La pasión tenía un precio... El millonario James Dalgleish estaba acostumbrado a hacer las cosas a su manera, tanto en los negocios como en el dormitorio; cuando le echaba el ojo a algo o alguien, ya nada podía detenerlo. Ahora lo único que se interponía entre sus planes y él era la su testaruda y sexy vecina Sara King... Sara descubrió sorprendida que se estaba enamorando de James. Parecía atento y cariñoso... hasta que descubrió que detrás de esa deliciosa sensualidad se escondía un secreto...
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Seitenzahl: 185
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Cathy Williams
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Por interés, n.º 1455 - febrero 2018
Título original: His Convenient Mistress
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-737-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Pareces cansado, James. Trabajas demasiado. ¿Cuántas veces te he dicho que si no te relajas un poco acabarás como una de esas… de esas…?
–¿Estadísticas?
–Ya estamos. Riéndote de nuevo de una anciana lo suficientemente tonta como para quererte más que a la vida misma.
James sonrió burlonamente, estiró sus largas piernas ante sí y las cruzó por los tobillos. En una mano sostenía un whisky.
Perfecto. La hora perfecta de la tarde en el lugar perfecto. El sol del verano había adquirido el matiz dorado del atardecer, y los tonos verdes y amarillos del paisaje escocés resaltaban en todo su esplendor. A través de los grandes ventanales del salón se veían los jardines de la mansión y al fondo las montañas, que se alzaban contra el cielo como una implacable matriarca que quisiera asegurarse de que sus inquilinos feudales se mantuvieran donde estaban.
Ah, sí. La perfección. Y, como todas las cosas perfectas, solo se podía saborear en pequeñas dosis. Un poco como las mujeres, pensó James. El exceso nunca era bueno.
–¿Estás escuchando lo que te digo, James Dalgleish?
–Con toda atención, mamá –James sonrió perezosamente, tomó un poco de whisky y fijó su atención en la atractiva mujer que estaba sentada junto al hogar de la chimenea, adornado en aquella época del año con un gran ramo de flores procedentes del jardín.
A pesar de referirse a sí misma como a una anciana, Maria Dalgleish era una mujer juvenil y tan indomable como las tierras de Escocia que tanto adoraba, incluso después de cuarenta años de vivir en ellas. La sangre italiana que corría por sus venas nunca la había abandonado del todo, y poseía una vitalidad que su hijo no había visto en ninguna otra mujer.
Tal vez, pensó James despreocupadamente, a los treinta y seis años seguía siendo un niño de mamá, destinado a convertirse en un viejo cascarrabias viviendo solo en aquella mansión. Pero un viejo cascarrabias sabio, pensó mientras tomaba otro sorbo de su bebida. Lo suficiente como para saber por experiencia que las mujeres se sentían atraídas por el dinero como las polillas por una llama. Mejor ninguna mujer que una de aquellas. Aunque lo mejor era una serie de mujeres de duración abreviada.
–¿Cuánto tiempo vas a quedarte esta vez, James? Espero que no hayas olvidado que tienes deberes aquí. Trevor quiere hablarte sobre algunas reparaciones que necesita el tejado y luego está el asunto de la fiesta del verano. Y no empieces a protestar ya. Sabes muy bien que la celebramos todos los años.
–¿He dicho algo al respecto, mamá?
–No hace falta. Puedo verlo en tu expresión.
–Creo que está vez me tomaré un descanso de una semana, o algo más, antes de volar a Nueva York.
–Nueva York, Nueva York. No te convienen tantos vuelos de negocios. Ya no eres un jovencito.
–Lo sé, mamá –James movió la cabeza y adoptó una expresión penitente–. Envejezco por momentos y lo que necesito es una buena mujer con la que tener un montón de bebés y que me cuide.
María refunfuñó, tentada a iniciar una de aquellas conversaciones que tanto le gustaban, pero se estaba haciendo tarde y podía ver por la expresión de su hijo que estaba demasiado relajado como para que fuera a hacer otra cosa que seguirle la corriente con su encanto habitual.
–Sí, bien –chasqueó la lengua para indicar que el tema volvería a salir en el momento adecuado–. Estamos invitados a cenar mañana en casa de los Campbell. Lucy ha venido de Edinburgh.
–Oh, Dios santo.
–Será muy agradable, y ya sabes cuánto le gusta a todo el mundo verte cuando vienes.
–He venido a descansar, mamá, no a alternar socialmente.
–¿Y cómo vas a conocer alguna vez a una chica agradable si no alternas socialmente?
–Ya alterno en Londres; demasiado, para mi gusto.
–Pero con las chicas equivocadas –murmuró María, sin mostrarse en lo más mínimo afectada por el brillo de impaciencia que captó en la mirada de su hijo.
–Dejemos el tema, ¿de acuerdo, mamá? Las chicas con las que salgo son precisamente las que mi hastiada alma desea.
–De momento dejaré el tema, James, aunque aún eres demasiado joven como para sentirte hastiado… además… –María dejó que su voz se apagara hasta quedar en silencio.
–Además… ¿qué?
–Hay algo que tal vez te interese…
James miró con expresión irónica su reloj.
–Son casi las diez, mamá. Es demasiado tarde para andarnos con adivinanzas.
–Alguien se ha trasladado a la Rectoría.
James se irguió en su asiento de inmediato al oír aquello, y su actitud indolente fue de inmediato sustituida por otra mucho más alerta.
–¿Qué?
–Alguien se ha trasladado a la Rectoría –repitió María remilgadamente.
–¿Quién?
–Nadie de aquí. De hecho, nadie está seguro de…
–¿Por qué no me dijo Macintosh que el lugar había sido vendido? ¡Maldita sea! –James se levantó y empezó a caminar de un lado a otro con el ceño fruncido mientras pensaba en la ineficiencia de su abogado. Llevaba tres años tras la Rectoría y había utilizado todo su poder de persuasión para tratar de convencer a Freddie de que no necesitaba un lugar tan grande, de que ganaría mucho dinero si la vendiera.
Freddie siempre se había reído mientras servía un whisky y le decía que su plan de convertir Dalgleish en un hotel de primera clase con su madre supervisando su funcionamiento desde la Rectoría tendría que seguir esperando.
–Tengo intención de llegar a los cien –había dicho en más de una ocasión, sonriendo ante la expresión frustrada de James–. Cuando decida irme podremos llegar a un acuerdo, aunque no sé qué haré con el dinero, porque no tengo familia a la que dejárselo. Pero no pienses que me opongo a hacer un favor a un vecino, especialmente a uno tan desesperado por generar puestos de trabajo en nuestra preciosa tierra.
–Porque no ha sido vendida –dijo María.
–Tras la muerte de Freddie le dije a mi abogado que quería el lugar. Me voy a comer su trasero de desayuno –James se interrumpió para mirar por la ventana. A pesar de todas sus bromas, sabía que Freddie quería que se quedara con la Rectoría, pero había muerto repentinamente hacía dos meses sin dejar testamento, de manera que no había ningún indicio de lo que quería hacer con la Rectoría.
James se había limitado a informar a su abogado de cuales eran sus intenciones, convencido de que no tendría ningún problema para conseguir lo que quería en cuanto todos los tecnicismos legales quedaran resueltos. Sabía que haría un servicio a la comunidad transformando su mansión en un hotel, y de paso ayudaría a su madre, que no se estaba haciendo precisamente más joven y estaría más cómoda en la relativa intimidad de la Rectoría.
Le enfurecía ver sus planes trastocados a última hora. Se suponía que su estancia en la mansión iba a servirle para relajarse, no para acumular más estrés.
–¿Quién la ha comprado? –preguntó a la vez que se volvía hacia su madre–. Supongo que algún especulador, ¿no?
–No has escuchado lo que acabo de decirte, James.
–¡Por supuesto que te he escuchado! ¡Es lo único que he hecho desde que me has dado la noticia!
–La Rectoría no ha sido vendida –repitió María en tono enfático.
–¿Que no…? Pero si acabas… –James respiró aliviado. Ya tenía a Max, uno de sus mejores arquitectos, trabajando en el proyecto inicial para transformar la mansión en un hotel. En principio se estaba basando en unas fotos. El siguiente paso sería que acudiera allí unos días para comprobar hasta qué punto serían viables sus ideas–. Si él único problema es que alguien más ha mostrado interés por la Rectoría, no importa. Había entendido que alguien la había ocupado –se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos–. Puedo librarme de cualquier competidor.
–Freddie ha dejado la Rectoría a un pariente –dijo María.
–¿Que Freddie hizo… qué?
–Dejó la rectoría a un pariente. Todo el mundo se sorprendió tanto como tú al enterarse.
–Pero si no tenía ningún pariente vivo…
–Puedes ir a decirle eso a la mujer que se trasladó a la Rectoría hace tres días.
–¿La mujer?
–No estoy segura de cuál era su relación. Ni siquiera sé qué aspecto tiene ni qué parentesco tenían. Como imaginarás, todos sentimos una gran curiosidad.
James se preguntó por qué habría querido trasladarse una mujer a aquel lugar de Escocia. Era una zona preciosa, pero también dura y escarpada. Su madre se había acostumbrado al lugar con el tiempo, sobre todo contagiada por el amor que Jack Dalgleish había sentido por aquel lugar.
–Nadie sabe ni siquiera cómo se llama –continuó María–. Valerie Ross vio un camión de mudanzas ante la Rectoría, y cuando habló con Graeme ayer, ya conoces a Graeme, este le dijo que una mujer se iba a trasladar a vivir allí, pero no tenía tiempo para hablar. Iba camino del aeropuerto y estoy seguro de que le encantó dejar a Valerie en ascuas –madre e hijo intercambiaron una mirada cómplice, pero James volvió a ponerse serio enseguida.
–Una mujer –murmuró–. Pues si está decidida a convertir esta parte del mundo en su refugio, o lleva una vida muy aburrida, o espera encontrar algo aquí, o está huyendo de algo.
–No digas tonterías.
–Mal matrimonio, mala relación amorosa, o mal trabajo.
–¿Y qué piensas hacer? –preguntó María con cariñosa ironía–. ¿Convencerla de que lo mejor que puede hacer es vendértela?
–¿Por qué no? –James se sintió más animado ante la perspectiva de conseguir lo que quería. Tratar con una mujer sería distinto a enfrentarse con alguien decidido a hacer un rápido negocio. A una mujer podía manejarla mejor; con justicia y generosidad, incluso magnánimamente–. Puede que vaya a verla por la mañana.
–Espero que no pienses intimidarla para conseguir lo que quieres –dijo su madre en tono severo. Él sonrió con expresión traviesa.
–¿Crees que yo haría algo así?
Intimidación habría sido ir en su deportivo, que quedaba aparcado en el garaje cuando estaba fuera y que solo sacaba cuando hacía buen tiempo. Pero su viejo todo terreno azul no asustaría a una solterona agorafóbica aficionada a tejer cortinas de encaje. Así había imaginado que era el obstáculo que se había interpuesto de forma tan inesperada en su camino.
A las diez en punto de la mañana siguiente salió para la Rectoría.
Sara oyó el coche mucho antes de verlo. Supuso que tenía que ver con la absoluta falta de ruidos en el lugar.
Sí, la paz y el silencio eran algo que había previsto unas semanas atrás, sentada a la mesa de cristal de la cocina de su espléndido apartamento en Fullham, mientras releía la carta de un abogado del que nunca había oído hablar en la que le informaba de que un tío suyo, de cuya existencia solo era vagamente consciente, le había dejado una casa en Escocia. La paz y el silencio habían resultado muy tentadoras entonces, pero, tras tres días, empezaban a resultar agobiantes. Algo más que añadir a su lista de agobios.
Esperó junto a la ventana de la cocina a que el coche apareciera.
–Todo el mundo querrá conocerla –le había dicho el abogado de Freddie cuando habían quedado en Londres–. Todos creían que Freddie estaba solo en el mundo.
Seis semanas atrás, la perspectiva de vivir en un lugar apartado donde la gente la conociera le había parecido una idea muy tentadora en contraste con su ajetreada vida en Londres, donde se vivía a toda velocidad y sonreír al dependiente de una tienda era considerado cosa de lunáticos.
Pero todas sus ilusiones se habían ido al traste tras pasar tres días allí. Odiaba la falta de ruido, la quietud, el paisaje, y había evitado acercarse al pueblo con una tenacidad cercana a la obsesión.
Naturalmente, antes o después, la gente del pueblo iría a verla. Uno a uno. Y allí, acercándose en un vehículo azul, llegaba su visitante número uno.
¡Menudo error había cometido! ¿Cómo iba a sobrevivir en aquel lugar?
El coche avanzaba lenta pero inexorablemente hacia la Rectoría, y Sara se planteó por un momento ocultarse.
¿Dónde estaba Simon? Escuchó atentamente y lo oyó en la salita que estaba junto a la cocina, jugando con sus ladrillos de goma sobre la mesa baja de madera.
No se apartó de la ventana hasta que el coche entró en el patio circular de la Rectoría. Suspiró mientras abría la puerta de la cocina.
Sabía que tenía un aspecto infame. En Londres siempre solía estar impecablemente vestida. No le había quedado más remedio para competir en el mundo dominado por hombres que habitaba. Siempre llevaba su melena pelirroja apartada del rostro y sujeta en lo alto, su maquillaje era el adecuado para una importante mujer de negocios y vestía modelos carísimos, elegantes, pero no ostentosos.
Sin embargo, le habían bastado unos pocos días en aquel lugar perdido para dejar de maquillarse y conformarse con unos vaqueros, una camiseta y unas zapatillas deportivas.
Era lo que vestía en aquellos momentos. El único matiz mínimamente coqueto era el color verde de la camiseta, muy parecido al de sus ojos. Además, se había sujetado el pelo en una práctica coleta que le llegaba casi a la cintura.
Permaneció en el umbral de la puerta, parpadeando al sol, apenas capaz de distinguir al conductor del vehículo.
Cuando apagó el motor y salió vio que se trataba de un hombre alto. Muy alto y moreno, cosa sorprendente en Escocia. Nada en su aspecto le hacía parecer un lugareño. Tanto su aspecto físico como las angulosas líneas de su rostro hablaban de poder, seguridad en sí mismo y experiencia mundana.
Parecía un típico hombre de negocios de la ciudad, pensó con desdén, la clase de tipo prepotente con la que se había pasado años tratando. Su prioridad número uno en los negocios solía ser el dinero. Había comido en muchas ocasiones con hombres como aquel, hombres enamorados de sí mismos y dispuestos a pasar por alto cualquier cosa que se interpusiera en su camino. De hecho, había cometido el irreparable error de hacer algo más que negocios con uno de aquellos hombres… y por eso estaba donde estaba.
Solo al cabo de unos segundos se dio cuenta de que el hombre la observaba mientras ella hacía lo mismo.
–Sí –preguntó, sin apartar de su frente la mano con que se protegía del sol–. ¿En qué puedo ayudarlo?
–Esa es toda una pregunta –dijo el hombre mientras cerraba la puerta de su coche.
Debía medir casi uno noventa. Con su metro setenta y cinco, Sara estaba acostumbrada a mirar desde arriba a muchos hombres, pero en aquel había algo que resultaba inquietante. ¿Sería su forma de moverse? ¿Sus ojos? De cerca vio que eran de un intenso azul oscuro.
–¿Quién es y qué quiere? –preguntó rápidamente al pensar por primera vez en lo aislada que estaba la Rectoría.
«Nerviosa», pensó James tras superar su desconcierto inicial al ver a la «solterona» de cerca. No se parecía nada a lo que esperaba encontrar. ¿Qué hacía una mujer como aquella en aquel lugar?
Estaba nerviosa y a la defensiva. ¿Por qué? ¿No debería haberle dado la bienvenida amistosamente ofreciéndole una taza de té como una buena vecina?
–De manera que usted es la nueva chica del pueblo –dijo cuando se detuvo ante ella–. Ha elegido el mejor mes para venir aquí. Normalmente, en junio hace sol y el cielo está despejado.
–Aún no me ha dicho su nombre –replicó Sara con sequedad, con intención de dejar claro que la invitación a pasar no iba a ser automática.
–Soy James Dalgleish.
Sara aceptó la mano que le ofreció.
–Sara King –dijo, y tuvo que resistir el impulso de darse un masaje en la mano después de retirarla. Los dedos de aquel hombre eran largos y fuertes.
–¿La sobrina de Freddie?
–Eso es.
–Es curioso, pero nunca mencionó que tuviera parientes –dijo James–, y no recuerdo que ninguno viniera a visitarlo –sonrió de un modo que no ocultó el reto implícito en su comentario.
Sara se ruborizó y permaneció en silencio. ¿Pensaría aquel hombre que era una especie de oportunista? ¿Sería aquella la reacción generalizada de los habitantes del pueblo?
–¡Mamá!
Volvió la cabeza al oír el grito de Simon.
–Mi hijo –explicó.
–¿Está casada?
–No –Sara oyó los pasos del niño encaminándose hacia la cocina y dejó escapar un pequeño suspiro de irritación–. Me temo que en estos momentos estoy bastante ocupada.
–Estoy seguro de ello. Trasladarse de casa siempre es una lata –James observó a Sara mientras esta apartaba un mechón de pelo de su rostro–. Necesita sentarse y descansar. Puedo prepararle un café.
–No hace…
–Mamá, tengo sed. ¿Puedes venir a ver mi garaje?
–Este es Simon –dijo Sara cuando su hijo apareció junto a ella y miró al visitante sin parpadear–. Te he dicho varias veces que te pongas las zapatillas cuando estás en casa, Simon.
A modo de respuesta, el niño introdujo un pulgar en su boca sin dejar de mirar a Simon.
–Andar descalzo es mucho más cómodo, ¿verdad? –dijo James a la vez que se acuclillaba para quedar a la altura del niño. Había planeado abordar directamente el tema de la Rectoría, pero la mujer pelirroja y su hijo habían despertado su interés.
Simon asintió enfáticamente sin sacarse el dedo de la boca.
–Así que has construido un garaje. ¿Crees que podré enviarte mis coches para que los repares?
–¿Tiene hijos, señor Dalgleish?
James alzó la mirada.
–No.
Sara no pudo evitar pensar con ironía que no la sorprendía. ¿Cuánto tiempo le iba a llevar superar la amargura que aún la poseía cada vez que pensaba en el padre de Simon?
–¿Qué me dice de esa taza de café? –preguntó James a la vez que se erguía.
Sara sabía que debía empezar a mostrarse más amistosa. Antes o después tendría que ir al pueblo, aunque solo fuera para hacer la compra, y tendría que conocer a sus nuevos vecinos. Ocultarse no era una opción.
–Pase –sonrió educadamente mientras su visitante pasaba al interior con la familiaridad de alguien que ya conociera el lugar, cosa que no le extrañó demasiado. En un lugar tan pequeño como aquel, todos debían conocerse entre sí.
Sirvió un vaso de zumo a Simón, que siguió ignorando sus zapatillas a pesar de que estaban junto a la silla. Los amplios pantalones cortos que vestía hacían que su piernas parecieran aún más delgadas de lo que eran, y Sara se recordó que él era el motivo por el que se había trasladado a aquel lugar.
–¿Quieres que te ponga un vídeo de tus dibujos animados favoritos, Simes?
–¿Puedes jugar conmigo? –preguntó el niño, esperanzado.
Sara negó con la cabeza a la vez que sonreía.
–Buen intento. Voy a tomar una taza de café con el señor Dalgleish y tal vez luego salgamos a trabajar en el jardín. Te dejaré usar la regadera.
–¿La grande?
–Si puedes con ella.
Simon se volvió hacia James.
–Tengo algo de tierra para plantar vegetales –dijo, serio.
–¿De verdad? –James no sabía casi nada de niños, pero aquel parecía tan serio, y tan delgado… Daba la sensación de que una brisa escocesa podría llevárselo en volandas–. ¿Y qué piensas plantar?
–Judías.
–¿Y luego te las comerás?
Simon sonrió por primera vez y su rostro se iluminó.
–Con salchichas y patatas.
Sara sintió una incomodidad que no supo explicar y frunció el ceño.
–Vamos a buscar ese vídeo, Simes –extendió una mano y tomó la de su hijito.
Cuando volvió a la cocina, el café ya estaba listo y James se hallaba sentado en una silla, mirando el jardín por las puertas acristaladas que daban a la parte trasera de la casa.
Después del vacío que había sentido hasta entonces, la presencia de aquel hombre parecía haber llenado por completo la casa.
–No tenía por qué haberse molestado en preparar el café –dijo.
James se volvió a mirarla.
–No hay problema. No es la primera vez que preparo café en esta cocina.
–¿Conocía a mi tío? –Sara fue hasta el otro extremo de la mesa, se sirvió café y se sentó.
–Todo el mundo conocía a Freddie –James le dedicó una larga mirada. Estaba tanteando el terreno. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había mirado a una mujer de aquel modo? ¿O a cualquiera?–. Era un carácter local, como supongo que sabrá, ¿o tal vez no?
–¿Es ese el motivo por el que ha venido, señor Dalgleish? ¿Para espiarme y averiguar qué hago aquí?
–Mi nombre es James. Y por supuesto que ese es el motivo por el que he venido aquí. Así que, ¿qué hace aquí?
Franco hasta el punto de la grosería, pensó Sara. Pero evadir sus preguntas no sería una táctica inteligente. Si quería prosperar allí, por improbable que le pareciera en aquellos momentos, probablemente tendría que volver a ver a aquel hombre. Empezar con mal pie no la ayudaría a ella ni a Simon.
Sin embargo, había algo en aquel hombre que le hacía desear refugiarse tras sus defensas.
–Ya que parece interesarle saberlo, nunca conocí a mi tío. Él y mi padre tuvieron algún problema hace años, antes de que yo naciera, y nunca llegaron a arreglar las cosas. En cualquier caso, me pareció buena idea trasladarme aquí –concluyó sin convicción.
–¿Buena idea? –repitió James.
Sara sintió que se enfurecía. Aquel hombre había dejado bien claro con su tono que aquella «buena idea» le parecía una estupidez.
–¿Y de dónde viene? –preguntó James sin darle tiempo a comentar nada–. ¿Del sur?
–Todo está al sur de aquí –replicó Sara con frialdad.
–Tocado. Me refería a Londres.
–Sí, vivía en Londres.
–¿Con un niño?
–La gente lo hace.