Por qué contar cuentos en el siglo XXI - Andrés Montero - E-Book

Por qué contar cuentos en el siglo XXI E-Book

Andrés Montero

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A través de anécdotas de narradores orales que trabajan en Hispanoamérica, Andrés Montero construye este entretenido ensayo que defiende la importancia de contar cuentos por la memoria y la identidad, por el dolor y por la fiesta, por la libertad y la imaginación, y muy fundamentalmente, por la unión de la humanidad. Aldo Méndez, Boniface Ofogo, Virginia Imaz, Pep Bruno, Nicolás Buenaventura, Paty Mix y Ana Griott son algunos de los reconocidos narradores y narradoras que comparten sus mejores anécdotas e historias ocurridas al contar cuentos en escuelas, cárceles, plazas, hogares o bibliotecas de toda Hispanoamérica. "Porque contar un cuento es como quitarle el polvo a la experiencia humana. Contar un cuento es acercar el mundo al mundo. Es hacerse cargo de lo que otros –o uno mismo– ha vivido, pensado y reflexionado, experiencia que debe compartirse por la sencilla razón de que no es urgente, sino importante. Y lo que nos hará libres no será lo urgente, sino lo importante. Y lo que nos permita decir que hemos venido a este mundo a vivir, y no a sobrevivir, no será lo urgente, sino lo importante". "Un gran ensayo que invita y estimula a escuchar y contar cuentos, a recuperar el valor de la palabra dicha" (Ezio Mosciatti, Biobio). "En Por qué contar cuentos en el siglo XXI se manifiesta el testimonio vivo de una resistencia" (Elisa Villanueva, Fundación Palabra). "Un entretenido ensayo que reflexiona sobre la importancia de contar cuentos en todo tiempo, y especialmente en este. Uno de esos libros para tener siempre a mano y leer y releer. Lo recomiendo encarecidamente" (Pep Bruno)

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Colección Palabra Abierta

n°1

© del texto: Andrés Montero, 2019

© de esta edición: Casa Contada, 2020

Edición: Pep Bruno

Corrección de estilo: Trinidad Cabezón

Diseño y diagramación: Martín Uhalde y José Tomás Mozó

Editorial Casa Contada

www.casacontada.cl

[email protected]

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

ISBN: 978-956-09215-1-2

ISBN digital: 978-956-09215-4-3

Reservados todos los derechos.

Prólogo de Nicole Castillo

IntroducciónLa urgencia de lo importante.

Capítulo IEl cuento une a la humanidad.

Capítulo IIEl cuento es nuestra memoria y nuestra identidad.

Capítulo IIIEl cuento es un espacio de libertad.

Capítulo IVEl cuento desarrolla la imaginación y la creatividad.

Capítulo VEl cuento ayuda a mitigar el dolor.

Capítulo VIEl cuento es mágico.

Capítulo VII ¡Necesitamos los cuentos!

Consideraciones finales

El cuento es un misterio que solo es revelado cuando alguien, tembloroso, se lo cuenta a alguien maravillado.

Jorge Díaz

Prólogo

Somos hijos del siglo XXI, vivimos en una sociedad mediada por la tecnología, la inmediatez, y una agitada vida laboral. Cada vez tenemos menos espacios de encuentro por el simple placer de reunirnos, nos cuesta entendernos y llegar a acuerdos porque no sabemos escucharnos, pasamos muchas más horas mirándonos a través de pantallas que observándonos cara a cara y nos cuesta encontrar instancias para hacer circular la palabra. Sin embargo, como ante todo periodo crítico, siempre surge la resistencia.

Este libro nace en medio de una pandemia que aqueja al mundo entero y después de algunos meses de un estallido social que convulsionó las calles de Chile. Un presente histórico en que se han puesto en cuestión nuestras prácticas cotidianas, de consumo y de relaciones interpersonales. Se ha cuestionado también el rol del arte en la esfera pública, privada y comunitaria, y cómo este influye en la organización y resiliencia colectiva.

El 18 de octubre en las calles de Santiago se vivió el primer toque de queda después del retorno a la democracia. Debido a la instauración de un estado de emergencia, los militares regresaron a las calles. El miedo era latente y nuestros niños se enfrentaban a una situación que nunca habían vivido. Entre toda esa angustiosa experiencia me llegó un mensaje: era una invitación para formar parte de un grupo de narradores orales autoconvocados con el fin de salir a contar cuentos a plazas y espacios públicos para, a través de la palabra, combatir el miedo.

Cinco meses después los narradores nuevamente nos vimos en la necesidad de ocupar las historias como un arma contra el miedo. Esta vez proveníamos de todos los continentes, y buscábamos acompañar a gente de todas las edades y del mundo entero, en medio de encierros obligatorios y distanciamientos sociales.

Cada vez son más las personas que se dan cuenta de la importancia de volver a reunirnos para contarnos a nosotros mismos, nuestras identidades y nuestras ficciones; algunos lo hacen con su escucha, y otros como hacedores de un oficio. Desde hace algunos años narradores orales profesionales, comunitarios, populares e instrumentales, han enfocado sus esfuerzos en retomar la antigua práctica de contar historias, muchos, inclusive, asumiéndolo como su fuente de trabajo. Gracias a estos militantes de la palabra, los cuentos han encontrado su espacio en escuelas, bibliotecas, teatros, hospitales, bares, cárceles, plazas cercadas por fuerzas armadas y plataformas virtuales detrás de un teléfono.

Tengo el placer de compartir el oficio y la ruta de vida junto a uno de estos militantes de la palabra, Andrés Montero, escritor, contador de historias y sin duda un pensador crítico tras el ejercicio profesional de trabajar en los planos de la ficción. En el año 2012 decidimos fundar la compañía de narración oral “La Matrioska”, en Santiago de Chile. Desde ese momento hemos trabajado a diario en la lucha por abrir espacios de encuentro en torno a la oralidad; visitando pequeñas comunidades y grandes ciudades de más de 12 países. Tras las funciones de cuentos, o durante las largas horas de carretera para ir a realizar un taller, he podido escuchar diversas reflexiones de Andrés en torno a la importancia de contar cuentos y he visto en la práctica su defensa porque niños, jóvenes y adultos no pierdan la capacidad de imaginar; para así tener la oportunidad de soñar un nuevo mundo posible. Estas y otras reflexiones son las que Andrés nos compartirá en las próximas páginas tan necesarias en la vida contemporánea.

Necesitamos tomar acuerdos como humanidad, aprender a escucharnos y a organizarnos para crear nuevas formas de vivir y relacionarnos; pero si no somos capaces de brindar al ser humano instancias para que cree y levante imágenes en su cabeza, tampoco podremos pedirle que transforme esas imágenes en proyectos, ideales y sueños para enfrentar el futuro.

Es necesario sumarse a la resistencia de la palabra.

En este libro Andrés nos transmite la importancia de contar cuentos en este siglo, respaldado por vivencias de narradores de diferentes lugares. Sin duda una lectura necesaria para todo aquel que quiera volver a hacer circular la palabra y reabrir procesos de escucha e imaginación junto a sus hijos, nietos, amigos y vecinos; ya sea en una larga sobremesa, antes de dormir, en medio de un parque o en un gran escenario.

Por qué contar cuentos en el siglo XXI es una lectura que nos ayudará a comprender la importancia de lo esencial, de lo que nos une, de lo que nos hace humanos, de las historias.

¿Por qué contar cuentos en el siglo XXI?

Por la resistencia.

Nicole Castillo Ramírez

Narradora oral

Introducción

La urgencia de lo importante

Laura Escuela (Islas Canarias)

En una sesión de cuentos, un niño de unos 6 o 7 años no entendió lo que quise decir en una parte de la historia y preguntó:- ¿Qué significas?Y aquí sigo pensando.

¿Qué significa ser narrador de historias en el siglo XXI? ¿Qué responsabilidad trae aparejada este oficio ancestral y emergente? ¿Qué significamos cuando contamos cuentos?

Para intentar responder a esta pregunta, traeré de mi memoria de lector una de las tiras cómicas de Mafalda, la genial historieta de Quino de la cual me declaro, como tantos, fanático empedernido.

Se trata de aquella donde la niña argentina se encuentra con unos obreros que realizan obras en el subsuelo. Entusiasmada, les pregunta si están buscando las raíces de lo nacional, pero ellos responden que no, que solo se trata de un escape de gas. Mafalda continúa su camino decepcionada y piensa: “Como siempre, lo urgente no deja tiempo para lo importante”.

No será nunca fácil responderse para qué vinimos al mundo, qué es lo importante de la vida. Toda posible respuesta es en sí una enormidad: conocer, aprender, disfrutar, crecer, pensar, vivir, amar. No sé si sea posible ponerse de acuerdo, pero sí creo que es posible determinar para qué no hemos venido: seguro que no solo a sobrevivir, simplemente a aguantar.

Y sin embargo, eso es lo urgente: sobrevivir. No es posible realizar nada de lo importante – o al menos es mucho más difícil – si se tiene hambre, o frío, o se está enfermo, o se está, en fin, incómodo.

Desde siempre, los humanos hemos dado especial prioridad a nuestras labores urgentes. Cazar y recolectar. Buscar y construir refugios. Domesticar, cultivar y cosechar. Crear objetos que faciliten lo anterior: vasijas, cuchillos, mazos, antorchas, látigos. El lamentable sino de nuestra especie es la infinitud de nuestras urgencias. Quizá, en algún momento de nuestra evolución podríamos habernos conformado con lo esencial, con el refugio preciso, el alimento necesario, el abrigo y un regular cuidado de la salud. Una vez cubiertas las verdaderas urgencias, tendríamos mucho más tiempo para lo importante. Pero eso no va con nuestra especie. De modo que fabricamos y seguimos fabricando (y no vamos a dejar nunca de hacerlo) mejores refugios y mejores abrigos, mejores vasijas y mejores antorchas, mejores herramientas, alimentos más duraderos y sobre todo más abundantes – ya no importa si nos alimentan o no -, y así criamos más animales para matar más animales, y ya desde los últimos años fabricamos muchas más cosas que duran cada vez menos y entonces las botamos al mar: la producción es un completo disparate.

Hemos querido llegar más lejos, pero sólo hemos inventado más urgencias, y cada vez hay menos tiempo para lo importante.

No es extraño entonces que la división trabajadora esté conformada fundamentalmente por sectores productivos, que hace mucho rato que no se dedican a saciar las urgencias sino sobre todo a crearlas. Y así es como hace treinta años nadie tenía un teléfono móvil, y así es como hoy debemos regresar a nuestras casas si nos damos cuenta de que se nos ha quedado el mismo objeto que hasta hace poco nadie necesitaba porque no existía.

¿Qué otras urgencias nos tendrán preparadas los creadores de urgencias?

La mayoría de los seres humanos dedican algo menos de ocho horas a dormir y algo más de ocho horas a trabajar. Las restantes ocho horas del día suelen disolverse en lo urgente: trasladarse, alimentarse, solucionar problemas. A los adultos no les queda tiempo para jugar – y con la absurda cantidad de tareas que envían los colegios a los niños, tampoco a ellos -, pero siempre encontramos la forma de distraernos, generalmente durante el fin de semana, en encuentros sociales (donde, no hace falta decirlo, sorprende la utilización desenfrenada de las redes sociales virtuales que creamos, paradójicamente, para estar más conectados).

Como sea, todavía nos queda algo de tiempo diario para vivir y no solo sobrevivir. Son las breves horas – acaso minutos – donde tenemos experiencias vitales que podríamos definir como importantes, que no urgentes. Y sin embargo, la experiencia vital queda coja cuando no se logra reflexionar sobre ella. Sin duda estamos en constante aprendizaje, pero no es fácil reconocer en qué consistió aquello, ni por tanto aprehenderlo, y luego recordarlo, si no nos detenemos a reflexionar.

¿Pero en qué momento?

Hay una necesidad latente, invisible y casi inconsciente de verter nuestro aprendizaje vital en alguna parte, ya sea hacia los demás o en un diario de vida o donde sea. Esta necesidad tuvo mejores días, sin duda. Había más conversación cuando había menos tecnología. A mi juicio, esta necesidad de compartir las reflexiones que realizamos explica algunos fenómenos como las largas conversaciones “para arreglar el mundo” que surgen cuando hemos bebido algunas copas y lo urgente pierde urgencia. Quizá es por eso que los borrachos hablan sin parar: hemos encontrado de pronto un espacio para comunicarnos. Lamentablemente, muchas veces no recordamos bien en qué consistió esa comunicación, o lo hacemos trabados, sin demasiada coherencia.

Esto puede explicar también el fenómeno de las redes sociales, donde, mal que mal, podemos expresar nuestras ideas. Es un medio para hacerlo, y lo utilizamos. No se deja de extrañar por ello la conversación cara a cara, la mirada, toda la expresión no verbal, pero al menos tenemos donde verter la experiencia acumulada. No sabemos quién leerá lo que twitteamos o posteamos, no sabemos a quién le importará y rara vez conocemos qué impresiones pudo obtener de ello alguna persona, pero al menos nos hemos desahogado.

Sin embargo, hay un sector de la sociedad – un porcentaje pequeño, casi ínfimo – que ha elegido o podido elegir la reflexión como su trabajo, ese de ocho horas diarias promedio. Mientras la mayor parte de los hombres y mujeres deben cultivar, cosechar, cazar, construir, diseñar, fabricar, sanar, cuidar, limpiar, cocinar y programar, hay algunos a quienes hemos entregado tácitamente la labor de pensar el mundo. La división de roles ha permitido la existencia de este sector, puesto que el “pensador” – llamémosle así – se beneficia del trabajo de los demás. El hecho de no tener que cultivar, ni cosechar, ni envasar, ni construir (porque hay otras personas que lo han hecho por él o ella) es lo que le permite dedicar su tiempo a aquello para lo cual se ha formado. Es evidente que la sociedad no los ha elegido, pero de una u otra forma podríamos establecer que el pensador está en deuda con aquel que cultiva, fabrica o programa, pues el primero se beneficia del trabajo de los segundos. No me refiero en concreto a quienes piensan o analizan el mundo y la sociedad en pos de políticas públicas que mejoren la vida de los otros, donde dicha reflexión desemboca en un fin práctico que supone mejorar las condiciones de lo urgente. Estoy pensando, más bien, en quienes recogen la experiencia humana, la mastican y la plasman en palabras, sin otro fin que aportar a la comprensión del mundo y a la razón por la que aquí estamos. Filósofos, artistas, historiadores y escritores serían un buen ejemplo de este segmento, cuyas reflexiones y pensamientos deberían permitir que el mundo avance hacia lo importante y lo profundo, mientras lo urgente sigue su ritmo desenfrenado.