Por qué dormimos - Matthew Walker - E-Book

Por qué dormimos E-Book

Matthew Walker

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Beschreibung

Dormir es uno de los aspectos más importantes pero menos comprendidos de nuestra vida. Hasta hace muy poco, la ciencia no tenía respuesta a la pregunta de Por qué dormimos, a qué servía o por qué sufrimos consecuencias tan devastadoras para la salud cuando está ausente. En comparación con los otros impulsos básicos de la vida (comer, beber y reproducir), el propósito del sueño sigue siendo más difícil de descifrar. Matthew Walker ofrece una exploración revolucionaria del sueño, examinando cómo afecta cada aspecto de nuestro bienestar físico y mental.

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01

Dormir...

¿Te parece que dormiste lo suficiente la semana pasada? ¿Puedes recordar la última vez que te despertaste sin la alarma del despertador, sintiéndote como nuevo y sin necesitar cafeína? Si la respuesta a alguna de esas preguntas es «no», no estás solo. Dos tercios de los adultos de los países desarrollados no llegan a las ocho horas recomendadas de sueño nocturno.[1]

Dudo que esta información te sorprenda, pero puede que sí lo hagan sus consecuencias. Dormir de forma habitual menos de seis o siete horas por noche destroza tu sistema inmunitario, multiplicando por más de dos tu riesgo de sufrir un cáncer. Las horas de sueño insuficientes son un factor clave del estilo de vida que determina si desarrollarás o no la enfermedad de Alzheimer. Un sueño inadecuado (incluso reducciones moderadas durante solo una semana) altera los niveles de azúcar en sangre de forma tan profunda que podrían considerarte prediabético. Dormir poco aumenta las probabilidades de que tus arterias coronarias se bloqueen y se vuelvan frágiles, predisponiéndote a sufrir alguna enfermedad cardiovascular, un ictus o un fallo cardíaco congestivo. En consonancia con la sabiduría profética de Charlotte Brontë de que «una mente alterada provoca una almohada inquieta», la interrupción del sueño tiene aún una mayor influencia en las principales afecciones psiquiátricas, como la depresión, la ansiedad y el suicidio.

¿Has notado deseos de comer más cuando estás cansado? No es una coincidencia. No dormir lo suficiente aumenta la concentración de una hormona que te hace sentir hambriento, a la vez que suprime otra que avisa de la saciedad. A pesar de estar lleno, quieres seguir comiendo. Los adultos con deficiencia de sueño tienen la receta segura para aumentar de peso, y también los niños. Todavía peor: si intentas hacer dieta, pero no duermes lo suficiente mientras la haces, será inútil, porque la mayoría del peso que pierdas corresponderá a la masa corporal magra, no a la grasa.

Si tomamos en cuenta los efectos que todo ello tiene sobre la salud, resulta más fácil aceptar un vínculo comprobado: cuanto menos duermas, más corta será tu vida. La vieja máxima de «ya dormiré cuando esté muerto» es, por tanto, desafortunada. Si adoptas esa mentalidad, morirás antes y la calidad de esa vida (más corta) será peor. La goma elástica de la privación del sueño solo puede estirarse hasta el momento antes de romperse. Tristemente, los seres humanos son la única especie que se priva del sueño deliberadamente sin que ello le represente una auténtica ventaja. Todos los aspectos del bienestar y las innumerables costuras del tejido social están siendo erosionados por este estado de descuido del sueño, lo cual resulta tremendamente costoso, tanto desde un punto de vista humano como económico. Tanto es así que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha declarado una epidemia de pérdida de sueño en las naciones industrializadas.[2] No es casualidad que los países en los que el tiempo de sueño se ha reducido más dramáticamente durante el siglo pasado, como los Estados Unidos, el Reino Unido, Japón y Corea del Sur, y varios países de Europa occidental, sean también los que sufren el mayor aumento en las tasas de enfermedades físicas y trastornos mentales como los que hemos mencionado antes.

Algunos científicos, entre los que me cuento, hemos comenzado a presionar a los médicos para que «receten» dormir. Como tratamiento médico, quizás sea el menos doloroso y más agradable de seguir. Sin embargo, no confundas esto con una petición a los médicos para que comiencen a recetar más pastillas para dormir. En realidad, teniendo en cuenta la alarmante evidencia sobre las consecuencias perjudiciales para la salud de estos medicamentos, se trata de todo lo contrario.

¿Pero podemos llegar a decir que la falta de sueño puede matarte? En realidad, sí, al menos de dos formas. En primer lugar, existe un trastorno genético muy raro que se inicia con un insomnio progresivo que aparece en la mitad de la vida. Algunos meses después de que se presente la enfermedad, el paciente deja de dormir por completo. En esta etapa, ya ha comenzado a perder muchas funciones cerebrales y corporales básicas. Hoy en día no existen medicamentos que ayuden a estos pacientes a dormir. Después de permanecer entre doce y dieciocho meses insomne, la persona afectada muere. Aunque es extremadamente infrecuente, este trastorno confirma que la falta de sueño puede matar a un ser humano.

En segundo lugar, está la letal circunstancia de ponerse al volante de un automóvil sin haber dormido lo suficiente. Conducir con sueño es causa de cientos de miles de accidentes de tráfico y muertes cada año. Y en este caso, no solo está en riesgo la vida de las personas privadas de sueño, sino también las de quienes los rodean. Es trágico que cada hora una persona muera en un accidente de tráfico en los Estados Unidos debido a un error asociado con el cansancio. Y resulta inquietante saber que los accidentes de automóvil causados por conducir con sueño superan a todos los causados por el alcohol y las drogas.

El desinterés de la sociedad por el sueño ha venido en parte provocado por el fracaso histórico de la ciencia en lograr explicar por qué lo necesitamos. El sueño se ha mantenido como uno de los últimos grandes misterios biológicos. Todos los poderosos métodos de resolución de problemas científicos (la genética, la biología molecular y la tecnología digital de gran potencia) han sido incapaces de desbloquear la obstinada cámara acorazada del sueño. Los más rigurosos pensadores, como el ganador del Premio Nobel Francis Crick, que dedujo la estructura de escalera de caracol del ADN, el famoso pedagogo y retórico romano Quintiliano e incluso Sigmund Freud, intentaron en vano descifrar el enigmático código del sueño.

Para enmarcar mejor este estado de ignorancia científica, imagina el nacimiento de tu primer hijo. En el hospital, la doctora entra en la habitación y te dice: «Felicidades, es un bebé sano. Le hemos hecho todas las pruebas preliminares y todo parece estar bien». La doctora sonríe tranquilizadoramente y comienza a caminar hacia la puerta. Sin embargo, antes de salir de la habitación, se da la vuelta y dice: «Solo hay una cosa. A partir de este momento y durante el resto de su vida, su hijo caerá de forma repetida y rutinaria en un estado de coma aparente, que a veces incluso se asemejará a la muerte. Y mientras su cuerpo permanece inmóvil, a menudo su mente se llenará de aturdidoras y extrañas alucinaciones. Este estado consumirá un tercio de su vida, y no tengo ni idea de por qué ocurre ni para qué sirve. ¡Buena suerte!».

Resulta sorprendente, pero hasta hace muy poco esta era la realidad: los médicos y los científicos no podían darte una respuesta consistente o completa sobre por qué dormimos. Piensa que ya conocemos el propósito de las otras tres necesidades básicas de la vida —comer, beber y reproducirse— desde hace muchas décadas o incluso cientos de años. Sin embargo, el cuarto impulso biológico principal, compartido por todo el reino animal —la necesidad de dormir—, ha seguido evitando a la ciencia durante milenios.

Abordar la pregunta de por qué dormimos desde una perspectiva evolutiva solo complica el misterio. No importa qué punto de vista adoptes. El sueño tiene todo el aspecto de ser el más absurdo de los fenómenos biológicos. Cuando estás dormido, no puedes buscar alimento. No puedes socializar. No puedes encontrar un compañero y reproducirte. No puedes alimentar ni proteger a tu descendencia. Peor aún, el sueño te deja vulnerable a la depredación. Seguramente, dormir es uno de los comportamientos más desconcertantes de todos los comportamientos humanos.

Por cualquiera de estos motivos, o por todos ellos juntos, debería haber una fuerte presión evolutiva para evitar la aparición del sueño o de algo remotamente parecido. Como dijo un científico del sueño: «Si el sueño no cumple una función absolutamente vital, entonces es el mayor error que el proceso evolutivo haya cometido nunca».[3]

Sin embargo, el sueño ha persistido. Heroicamente. De hecho, todas las especies estudiadas hasta la fecha duermen.[4] Este simple hecho proclama que el sueño se desarrolló con la aparición de la vida misma en nuestro planeta, o muy poco después. Además, la subsiguiente perseverancia del sueño durante toda la evolución nos indica que debe comportar tremendos beneficios que superan con creces todos los riesgos y desventajas obvios.

En última instancia, no había que preguntarse por qué dormimos. Hacerlo implicaba que dormir cumplía una sola función, que existía una única razón que venía a ser como el santo grial de por qué dormimos, y fuimos a buscarla. Las teorías fueron desde lo lógico (un tiempo para conservar la energía) hasta lo peculiar (una oportunidad para la oxigenación del globo ocular) o lo psicoanalítico (un estado no consciente en el que cumplimos los deseos reprimidos).

Este libro mostrará una verdad muy diferente: el sueño es infinitamente más complejo, profundamente más interesante y alarmantemente más relevante para la salud. Dormimos para realizar un buen número de funciones: un conjunto plural de beneficios nocturnos que sirven a nuestros cerebros y a nuestros cuerpos. No parece existir ningún órgano principal dentro del cuerpo ni ningún proceso cerebral que no mejore gracias al sueño y que no se vea perjudicado cuando no dormimos lo suficiente. No debe sorprendernos que cada noche recibamos tal cantidad de beneficios para la salud. Después de todo, estamos despiertos durante dos tercios de nuestras vidas, y hacemos muchas cosas útiles en ese tiempo; realizamos innumerables tareas que promueven nuestro bienestar y supervivencia. ¿Por qué, entonces, esperaríamos que el sueño (y los veinticinco o treinta años que como media nos resta de vida) cumpla una sola función?

Gracias a una gran explosión de descubrimientos durante los últimos veinte años, nos hemos dado cuenta de que la evolución no cometió un terrible error al concebir el sueño. El sueño proporciona múltiples beneficios que aseguran la salud, y depende de ti decidir si aceptas su prescripción cada veinticuatro horas (muchos no lo hacen).

En el interior del cerebro, dormir mejora diferentes funciones, como nuestra capacidad de aprender, memorizar, tomar decisiones y realizar elecciones lógicas. El sueño cuida con benevolencia nuestra salud psicológica y recalibra nuestros circuitos cerebrales emocionales, permitiéndonos navegar por las dificultades sociales y psicológicas del día siguiente con una compostura imperturbable. Incluso estamos comenzando a comprender la experiencia más impermeable y controvertida de todas las experiencias de la conciencia: soñar. Todas las especies que tienen la suerte de soñar reciben múltiples beneficios. También los humanos. Uno de estos regalos es un reconfortante baño neuroquímico que alivia los recuerdos dolorosos. Es también un espacio de realidad virtual en el que el cerebro combina el conocimiento pasado y el presente, inspirando la creatividad.

Debajo del cerebro, en el cuerpo, el sueño repone el arsenal de nuestro sistema inmunitario, ayuda a combatir la malignidad, previene las infecciones y evita todo tipo de enfermedades. El sueño modifica el estado metabólico del cuerpo ajustando el equilibrio entre la insulina y la glucosa circulante. El sueño contribuye a regular nuestro apetito, ayudando a controlar el peso corporal al fomentar la selección de alimentos saludables en lugar de la impulsividad imprudente. Un buen sueño mantiene un microbioma floreciente dentro de tu intestino, donde sabemos que empieza gran parte de nuestra salud nutricional. El sueño adecuado está íntimamente vinculado a la capacidad de nuestro sistema cardiovascular, disminuyendo la presión arterial y manteniendo nuestros corazones en buen estado.

Ciertamente, una dieta equilibrada y el ejercicio son de vital importancia. Pero ahora vemos el sueño como la fuerza preeminente en esta trinidad de la salud. Las deficiencias físicas y mentales causadas por una noche de mal sueño son muy superiores a las causadas por una ausencia equivalente de comida o de ejercicio. Es difícil imaginar cualquier otro estado, natural o manipulado médicamente, que ofrezca una reparación más poderosa de la salud física y mental en cada nivel de análisis.

Gracias a esta nueva y rica comprensión científica del sueño, ya no tenemos que preguntarnos para qué es bueno. En cambio, ahora nos vemos obligados a preguntarnos si existen funciones biológicas que no mejoren con una buena noche de sueño. Hasta ahora, los resultados de miles de estudios insisten en que no, no las hay.

Este renacimiento de la investigación nos envía un mensaje claro: el sueño es lo más eficaz que podemos hacer para restablecer nuestra salud cerebral y corporal todos los días, el mayor esfuerzo de la madre naturaleza contra la muerte. Lamentablemente, la evidencia real que deja claros todos los peligros que corren los individuos y las sociedades cuando no se duerme lo suficiente no ha sido claramente transmitida al público. Es la omisión más obvia en la conversación contemporánea sobre salud. En respuesta a ello, este libro pretende servir como una intervención científicamente precisa que aborde esta necesidad insatisfecha, y espero que sea un fascinante viaje lleno de descubrimientos. Su objetivo es revisar nuestra valoración cultural del sueño y revertir nuestro descuido.

Personalmente, he de decir que estoy enamorado del sueño (no solo del mío, si bien yo me concedo la oportunidad no negociable de dormir ocho horas cada noche). Estoy enamorado de todo lo que el sueño es y hace. Estoy enamorado de desvelar todo lo que se ignora sobre él. Estoy enamorado de comunicarle al público su asombrosa genialidad. Estoy enamorado de encontrar todos los métodos posibles para reconciliar a la humanidad con el sueño, que tan desesperadamente necesita. Esta historia de amor dura desde hace más de veinte años, durante toda mi carrera de investigación, que empezó cuando yo era profesor de Psiquiatría en la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard y continúa ahora que soy profesor de Neurociencia y Psicología en la Universidad de California en Berkeley.

Sin embargo, no fue un amor a primera vista. Me dediqué a investigar el sueño por accidente. Nunca fue mi intención habitar este esotérico territorio exterior de la ciencia. A los dieciocho años fui a estudiar al Queen’s Medical Center en Inglaterra: una fantástica institución de Nottingham que cuenta con un maravilloso grupo de científicos del cerebro en su facultad. En última instancia, la medicina no era para mí, pues parecía centrarse más en las respuestas, y yo me sentía más atraído por las preguntas. Para mí, las respuestas eran solo una forma de llegar a la siguiente pregunta. Decidí estudiar Neurociencia, y después de graduarme conseguí mi doctorado en Neurofisiología gracias a una beca del Consejo de Investigación Médica de Inglaterra, en Londres.

Durante mi trabajo de doctorado fue cuando empecé a hacer mis primeras contribuciones científicas al campo de la investigación del sueño. Estaba examinando los patrones de actividad eléctrica de las ondas cerebrales en los adultos ancianos durante las primeras etapas de la demencia. Al contrario de lo que cree la mayoría, no hay un único tipo de demencia. La enfermedad de Alzheimer es la más frecuente, pero solo es una de entre muchos otros tipos. Por distintas razones relacionadas con el tratamiento, es fundamental saber lo más pronto posible qué tipo de demencia está sufriendo una persona.

Empecé a evaluar la actividad de las ondas cerebrales de mis pacientes durante el tiempo de vigilia y de sueño. Mi hipótesis era que existía una firma cerebral eléctrica única y específica que podía pronosticar qué tipo de demencia sufriría una persona. Las mediciones que tomaba durante el día eran ambiguas, no se podía apreciar en ellas una diferencia clara en la firma. Solo durante el océano nocturno las ondas cerebrales del sueño posibilitaban que las grabaciones indicaran claramente cuáles de mis pacientes se dirigían hacia el triste destino de la enfermedad. La investigación demostró que el sueño podía utilizarse como una nueva prueba definitiva de diagnóstico precoz del tipo de demencia que desarrollaría una persona.

El sueño se convirtió en mi obsesión. La respuesta que me ofreció, como todas las buenas respuestas, me condujo a preguntas más fascinantes, entre ellas: ¿estaba contribuyendo el trastorno del sueño de mis pacientes a las enfermedades que estaban sufriendo e incluso agravando algunos de sus terribles síntomas, como la pérdida de memoria, la agresividad, las alucinaciones y los delirios? Leí todo lo que pude. Comenzó a tomar forma una verdad difícil de creer: en realidad, nadie conocía la razón clara por la que necesitamos dormir ni para qué sirve hacerlo. Y yo no podía responder a mi propia pregunta sobre la demencia si esa primera pregunta fundamental seguía sin respuesta. Decidí que intentaría descifrar el código del sueño.

Dejé a un lado mi investigación sobre la demencia y, aprovechando un nuevo puesto de posdoctorado que me llevó a cruzar el océano Atlántico hasta Harvard, me dispuse a completar uno de los rompecabezas más enigmáticos de la humanidad, uno que había escapado a algunos de los mejores científicos de la historia: ¿por qué dormimos? Con verdadera ingenuidad, y sin arrogancia alguna, creía que podría encontrar la respuesta en dos años. Desde entonces han pasado dos décadas. A los problemas difíciles no les preocupan las expectativas de quien los indaga; ofrecen siempre la misma dificultad.

Las dos décadas que he dedicado a la investigación del sueño, combinadas con miles de estudios de otros laboratorios del mundo, nos han proporcionado muchas respuestas. Estos descubrimientos me han permitido emprender viajes maravillosos, privilegiados y sorprendentes dentro y fuera del entorno académico. Me han llevado a ser consultor del sueño para la NBA, la NFL y la Premier League británica; a Pixar Animation, a organizaciones gubernamentales y a conocidas compañías financieras y tecnológicas. He participado y colaborado en varios programas de televisión y documentales. Las revelaciones sobre el sueño que he hallado, junto con numerosos descubrimientos similares de mis colegas científicos, te mostrarán todas las pruebas que necesitas para reconocer la importancia vital del sueño.

Para acabar, un comentario sobre la estructura de este libro. Los capítulos siguen un orden lógico, dibujando un arco narrativo dividido en cuatro partes principales.

La primera parte desmitifica ese algo fascinante llamado sueño: qué es, qué no es, quién duerme, cuánto se duerme, cómo deberían dormir los seres humanos (y no lo hacen) o cómo cambia el sueño a lo largo de tu vida o la de tus hijos, para bien o para mal.

La segunda parte detalla lo bueno, lo malo y lo mortal del sueño y de su pérdida. Exploraremos todos los asombrosos beneficios que el sueño tiene para el cerebro y el cuerpo, y explicaré por qué es una verdadera navaja suiza de salud y bienestar. Veremos cómo y por qué la falta de sueño conduce a un problema de mala salud, enfermedad y muerte prematura. Es una llamada a despertar a la importancia de dormir.

La tercera parte ofrece un pasaje desde el sueño al fantástico mundo de los sueños explicado científicamente. Miraremos dentro de los cerebros de personas que sueñan, y veremos cómo los sueños inspiran ideas merecedoras de un Premio Nobel; descubriremos si es posible o no controlarlos, y si tal cosa es inteligente.

La cuarta parte nos sienta primero al lado de la cama, explicándonos numerosos trastornos del sueño, como el insomnio. Desentrañaré las razones obvias y no tan obvias por las que a muchos de nosotros nos cuesta dormir bien por la noche. Luego hablaré con honestidad sobre las pastillas para dormir, basándome en datos científicos y clínicos, no en rumores o consejos publicitarios. Encontrarás detalles de nuevas terapias no farmacológicas, más seguras y más efectivas. Nos moveremos desde el nivel del sueño en la cama hasta el nivel del sueño en la sociedad, y descubriremos el impacto que la falta de sueño tiene en la educación, la medicina y los cuidados de la salud, así como en los negocios. Las evidencias científicas hacen añicos las creencias sobre la utilidad de pasar largas horas despierto, con poco descanso, para conseguir alcanzar de manera efectiva, rentable y ética los objetivos de cada una de estas disciplinas. Termino el libro con un genuino y esperanzado optimismo, exponiendo una hoja de ruta de ideas que pueden reconectar a la humanidad con el sueño que tanto necesita y del que sigue tan privada, una nueva visión del sueño para el siglo XXI.

He escrito este libro de tal manera que no tengas que leerlo siguiendo la progresión narrativa en cuatro partes. La mayoría de los capítulos pueden leerse de forma individual y saltándose el orden sin que se pierda demasiado su significado. Por lo tanto, te invito a que te tomes todo el libro o parte de él, al estilo de un bufé o en orden, como más te guste.

Para acabar, dejo constancia de un descargo de responsabilidad. Si te sientes somnoliento y te duermes mientras lees este libro, a diferencia de la mayoría de los autores no me desanimaré. De hecho, y según el tema y el contenido de este libro, voy a tratar de provocar en ti ese tipo de comportamiento. Sabiendo lo que sé sobre la relación entre el sueño y la memoria, la mejor forma de complacerme es saber que tú, el lector, no puedes resistir el impulso de dormirte para reforzar, y por tanto recordar, lo que te estoy contando sobre quedarse dormido. Así que, por favor, permite que tu conciencia vaya y venga con libertad durante el tiempo de lectura de este libro. No me lo tomaré como una ofensa; al contrario, será un placer.

[1]La Organización Mundial de la Salud y la Fundación Nacional del Sueño estipulan un promedio de ocho horas de sueño por noche.

[2]«Sleepless in America», National Geographic, http://channel.nationalgeographic.com/sleepless-in-america/episode/sleepless-in-america.

[3]Doctor Allan Rechtschaffen.

[4]Kushida, C., Encyclopedia of Sleep, vol. 1, Elsevier, 2013.

02

Cafeína, desfase horario y melatonina

Perder y recuperar el control de tu ritmo de sueño

¿Cómo sabe tu cuerpo cuándo es hora de dormir? ¿Por qué sufres síntomas de desfase horario o jet lag cuando llegas a una nueva zona horaria? ¿Cómo superas ese desfase horario? ¿Por qué esa aclimatación te provoca un nuevo desfase horario cuando vuelves a casa? ¿Por qué algunas personas usan melatonina para combatir estos problemas? ¿Por qué (y cómo) una taza de café te mantiene despierto? Y tal vez lo más importante: ¿cómo sabes si estás durmiendo lo suficiente?

Hay dos factores principales que determinan cuándo quieres dormir y cuándo quieres estar despierto. Mientras lees estas palabras, ambos factores influyen poderosamente en tu mente y tu cuerpo. El primero de ellos es una señal emitida por tu reloj interno de veinticuatro horas, ubicado en las profundidades de tu cerebro. El reloj crea un ciclo, un ritmo de día y noche que te hace sentir cansado o alerta a horas regulares de la noche y el día, respectivamente. El segundo factor es una sustancia química que se acumula en el cerebro y que crea una «presión de sueño». Cuanto más tiempo hayas estado despierto, más presión se acumula y, en consecuencia, más sueño tienes. El equilibrio entre estos dos factores es lo que dicta lo alerta y atento que estás durante el día, cuándo te sentirás cansado y listo para ir a la cama por la noche, y, en parte, lo bien que vas a dormir.

¿Tienes ritmo?

La poderosa fuerza que da forma a tu ritmo de veinticuatro horas, también conocida como ritmo circadiano, es fundamental para responder a muchas de las preguntas del párrafo anterior. Todos generamos un ritmo circadiano (de circa, que significa «alrededor», y diano, que se deriva de diam y significa «día»). De hecho, cada criatura viviente de este planeta tiene un ciclo natural. El reloj interno de veinticuatro horas de tu cerebro comunica su señal diaria de ritmo circadiano a cada una de las restantes regiones del cerebro y a cada órgano de tu cuerpo.

Su tempo de veinticuatro horas te ayuda a determinar cuándo quieres estar despierto y cuándo quieres estar dormido. Pero también controla otros patrones rítmicos, entre los que se incluyen tus momentos preferidos para comer y beber, tus estados de ánimo y emociones, la cantidad de orina que produces,[5] la temperatura de tu cuerpo, tu tasa metabólica y la liberación de numerosas hormonas. No es una coincidencia que la probabilidad de superar un récord olímpico dependa clarísimamente de la hora del día en que se intenta, siendo máxima en el pico natural del ritmo circadiano humano: a primera hora de la tarde. Incluso el momento de los nacimientos y las muertes está supeditado a los ritmos circadianos, y ello es consecuencia de los acusados cambios en los procesos metabólicos, cardiovasculares, de temperatura y hormonales de los que depende la vida y que son controlados por este «marcapasos».

Mucho antes de que descubriéramos este marcapasos biológico, un ingenioso experimento logró algo absolutamente notable: detuvo el tiempo, al menos para una planta. En 1729, el geofísico francés Jean-Jacques Dortous de Mairan obtuvo la primera evidencia de que las plantas generan su propio tiempo interno.

De Mairan estaba estudiando los movimientos de las hojas de una especie vegetal con heliotropismo. Así se llama el fenómeno que consiste en que las hojas o las flores de una planta sigan la trayectoria del Sol a medida que se mueve a través del cielo durante el día. El científico estaba intrigado por una planta en particular, llamada Mimosa pudica.[6] Las hojas de esta planta no solo siguen el paso del Sol a través del cielo durante el día. Además, por la noche se desploman hacia abajo, casi como si se hubieran marchitado. Luego, al comienzo del día siguiente, se vuelven a abrir una vez más como un paraguas, sanas como siempre. Este comportamiento se repite todas las mañanas y todas las tardes, e hizo que el famoso biólogo evolutivo Charles Darwin las llamara «hojas durmientes».

Antes del experimento de De Mairan, muchos creían que la conducta de expansión y retracción de la planta solo estaba determinada por la salida y la puesta del Sol. Era una suposición lógica: la luz diurna, incluso durante los días nublados, hacía que las hojas se abrieran del todo, mientras que la oscuridad que seguía daba a la planta instrucciones para colgar el cartel de «Cerrado», cesar la actividad y plegarse. De Mairan desmontó esa explicación. Primero colocó la planta al aire libre, exponiéndola a las señales de luz y oscuridad asociadas con el día y la noche. Como era de esperar, las hojas se abrieron en contacto con la luz del día y se retrajeron con la oscuridad de la noche.

Aquí viene el giro genial. De Mairan colocó la planta dentro de una caja cerrada durante las siguientes veinticuatro horas, sumiéndola en la oscuridad total tanto de día como de noche. Durante esas veinticuatro horas de tinieblas, echó un vistazo ocasional a la planta en la oscuridad controlada para observar el estado de las hojas. A pesar de estar aislada de la influencia de la luz, durante el día la planta todavía se comportaba como si estuviera recibiendo la luz solar; sus hojas se veían orgullosamente expandidas. Más tarde, la planta retrajo sus hojas como si hubiera llegado el final del día, incluso sin haber recibido la señal de la puesta del Sol, y así permaneció durante toda la noche.

Fue un descubrimiento revolucionario: el científico había demostrado que un organismo vivo mantenía su propio tiempo y que, de hecho, no era esclavo de las órdenes rítmicas del Sol. En algún lugar dentro de la planta había un generador de ritmo de veinticuatro horas capaz de rastrear el tiempo sin necesidad de ninguna señal del mundo exterior, como la luz del día. La planta no solo tenía un ritmo circadiano, tenía un ritmo «endógeno» o autogenerado. Es algo muy parecido a lo que ocurre con tu corazón, que sigue su propio latido autogenerado. La única diferencia es que el ritmo cardíaco es mucho más rápido —por lo general, de al menos un latido por segundo— que un ritmo de veinticuatro horas como el del reloj circadiano.

Sorprendentemente, debieron pasar otros doscientos años para demostrar que tenemos un ritmo circadiano similar que se genera de forma interna. Pero este experimento añadió un conocimiento bastante inesperado a la comprensión de nuestro cronometraje interno. En 1938, el profesor Nathaniel Kleitman, de la Universidad de Chicago, con su ayudante Bruce Richardson, realizó uno de los estudios científicos más extremos, un estudio que requirió un tipo de compromiso del que se puede decir que hoy no tiene parangón.

Kleitman y Richardson fueron sus propios conejillos de Indias. Cargados de comida y agua para seis semanas y con un par de destartaladas camas que consiguieron en un hospital de prestigio, hicieron un viaje hasta Mammoth Cave, en Kentucky. Esta es una de las cavernas más profundas del planeta, tan profunda, de hecho, que no es posible detectar luz solar en sus zonas más recónditas. A partir de esta oscuridad, Kleitman y Richardson iban a iluminar un impresionante descubrimiento científico que establecería nuestro ritmo biológico como de aproximadamente un día (circadiano), pero no exactamente de un día.

Además de comida y agua, los dos hombres llevaron una serie de dispositivos para medir su temperatura corporal y sus ritmos de vigilia y sueño. La zona de grabación formaba el centro de su sala de estar, flanqueada por sus camas. Metieron cada una de las largas patas de las camas dentro de un cubo de agua, imitando el foso de un castillo, para evitar que las innumerables pequeñas criaturas (y no tan pequeñas) que acechaban en las profundidades de Mammoth Cave se les metieran en la cama.

La pregunta experimental que Kleitman y Richardson trataban de responder era simple: una vez privados del ciclo diario de luz y oscuridad, ¿se volverían completamente erráticos sus ritmos biológicos de sueño y vigilia, junto con su temperatura corporal, o permanecerían iguales que los de quienes estaban en el mundo exterior, expuestos al ritmo de la luz diurna? Y si ocurría lo primero, ¿cuándo comenzaría a suceder? En total, los científicos estuvieron treinta y dos días en completa oscuridad. Además de crecerles unas barbas impresionantes, durante el proceso hicieron dos sorprendentes descubrimientos. El primero fue que los humanos, como las plantas heliotrópicas de De Mairan, generamos nuestro propio ritmo circadiano endógeno en ausencia de la luz exterior del Sol. Es decir, ni Kleitman ni Richardson cayeron en impulsos aleatorios de vigilia y sueño, sino que siguieron un patrón predecible y repetitivo de vigilia prolongada (unas quince horas), alternada con episodios consolidados de unas nueve horas de sueño.

El segundo descubrimiento inesperado, y más profundo todavía, fue que sus predecibles ciclos repetitivos de sueño y vigilia no tenían una duración precisa de veinticuatro horas, sino que eran sistemática e indudablemente de más de veinticuatro horas. Richardson, que estaba en la veintena, desarrolló un ciclo de vigilia-sueño de entre veintiséis y veintiocho horas de duración. El de Kleitman, que estaba en su cuarta década de vida, se acercaba un poco más a las veinticuatro horas, pero seguía superándolas. Por tanto, cuando se vieron privados de la influencia externa de la luz diurna, el «día» generado internamente en cada hombre no fue exactamente de veinticuatro horas, sino un poco más que eso. Al igual que un reloj de pulsera inexacto que se retrasa, con cada día (real) que transcurría en el mundo exterior, Kleitman y Richardson comenzaron a añadir tiempo a partir de su propia cronometría generada internamente.

Dado que nuestro ritmo biológico innato no es exactamente de veinticuatro horas, sino solo aproximadamente de veinticuatro horas, hacía falta una nueva nomenclatura: el ritmo circadiano, es decir, un ritmo que es de aproximadamente un día de duración, pero no exactamente de un día.[7] En los algo más de setenta años transcurridos desde la realización del influyente experimento de Kleitman y Richardson, hemos determinado que la duración media del reloj circadiano endógeno de un adulto humano es de alrededor de veinticuatro horas y quince minutos. No está muy lejos de las veinticuatro horas de rotación de la Tierra, pero no comporta la precisión que cualquier relojero suizo que se precie aceptaría.

Por suerte, la mayoría de nosotros no vivimos en Mammoth Cave ni en una oscuridad constante como esa. Habitualmente estamos expuestos a la luz solar, que viene al rescate de nuestro impreciso y sobrepasado reloj circadiano interno. La luz natural actúa como los dedos pulgar e índice cuando dan cuerda a un reloj de pulsera fuera de hora, reajustando metódicamente nuestro reloj interno inexacto todos los días y «devolviéndonos» de nuevo a las veinticuatro horas exactas, no aproximadas.[8]

No es una coincidencia que el cerebro use la luz del día para este propósito de restablecimiento. Es la señal más fiable y repetitiva que nos ofrece nuestro entorno. Desde el nacimiento de nuestro planeta, y un día detrás de otro sin excepción, el Sol siempre ha salido por la mañana y se ha puesto por la noche. De hecho, la razón por la que la mayoría de las especies vivas adoptan un ritmo circadiano es para sincronizarse a sí mismas, y para sincronizar sus actividades, tanto internas (por ejemplo, la temperatura) como externas (por ejemplo, la alimentación), con la mecánica orbital diaria del planeta Tierra girando sobre su eje, lo que da como resultado fases regulares de luz (orientación al Sol) y oscuridad (ocultación del Sol).

Sin embargo, la luz del día no es la única señal que el cerebro puede capturar con el propósito de restablecer el reloj biológico, aunque, si está presente, es la señal principal y preferente. Mientras se repitan de manera estable, el cerebro también puede servirse de otras señales externas, como la comida, el ejercicio, las fluctuaciones de temperatura e incluso la interacción social sincronizada regularmente. Todos estos fenómenos tienen la capacidad de restablecer el reloj biológico, lo que le permite funcionar según un ciclo preciso de veinticuatro horas. Es la razón por la que las personas con ciertas formas de ceguera no pierden por completo su ritmo circadiano. A pesar de no recibir señales de luz debido a su ceguera, otros fenómenos actúan como sus desencadenantes de reinicio. Cualquier señal que el cerebro utiliza con el propósito de poner a cero el reloj se denomina zeitgeber, palabra alemana que significa «indicador temporal» o «sincronizador». Así, si bien la luz es el zeitgeber más fiable, y por lo tanto el principal, hay muchos factores que pueden emplearse además de la luz del día o en ausencia de ella.

El reloj biológico de veinticuatro horas ubicado en el centro de tu cerebro se llama núcleo supraquiasmático. Como ocurre con gran parte del lenguaje anatómico, el nombre, aunque está lejos de ser fácil de pronunciar, es instructivo: supra significa «anterior», y el quiasma es un «punto de cruce». El punto de cruce es el de los nervios ópticos que provienen de tus globos oculares. Esos nervios se encuentran en el centro de tu cerebro y luego cambian de lado de manera efectiva. El núcleo supraquiasmático está ubicado justo encima de esta intersección por una buena razón. «Muestrea» la señal de luz que se envía desde cada ojo a lo largo de los nervios ópticos mientras se dirigen hacia la parte posterior del cerebro para el procesamiento visual. El núcleo supraquiasmático se sirve de esta información fiable que recibe de la luz para corregir nuestra inexactitud temporal inherente y ajustarla a un ciclo de veinticuatro horas, evitando cualquier desviación.

Si te digo que el núcleo supraquiasmático está compuesto por 20.000 células cerebrales o neuronas, tal vez te imagines que es enorme y que ocupa una gran cantidad de espacio en tu cráneo, pero en realidad es diminuto. El cerebro está compuesto de aproximadamente 100.000 millones de neuronas, lo que hace que el núcleo supraquiasmático sea diminuto en comparación con el resto de la materia cerebral. Sin embargo, a pesar de sus dimensiones, la influencia del núcleo supraquiasmático sobre el resto del cerebro y el cuerpo es cualquier cosa menos humilde. Este pequeño reloj es el director central de la sinfonía rítmica biológica de la vida, de la tuya y de la de todas las demás especies vivas. El núcleo supraquiasmático controla un gran número de comportamientos, incluido el que tratamos en este capítulo: cuándo quieres estar despierto y cuándo dormido.

En el caso de las especies diurnas —las que están activas durante el día—, como los humanos, el ritmo circadiano activa durante el día muchos mecanismos cerebrales y corporales en el cerebro y el cuerpo que están diseñados para mantenerte despierto y alerta. Esos mecanismos disminuyen durante la noche, eliminando la llamada de alerta. En la figura 1 se muestra el ejemplo de un ritmo circadiano: el de la temperatura de tu cuerpo. Representa la temperatura corporal central (rectal, nada menos) de un grupo de adultos humanos. Desde las doce del mediodía, en el extremo izquierdo, la temperatura comienza a subir hasta llegar a su máximo a última hora de la tarde. Entonces la trayectoria cambia. La temperatura comienza a descender nuevamente, cayendo por debajo del punto de inicio del mediodía a medida que se acerca la hora de acostarse.

Tu ritmo circadiano biológico (figura 1) coordina una bajada de temperatura corporal a medida que te acercas a la hora habitual de acostarte, alcanzando su nadir o punto más bajo aproximadamente dos horas después del inicio del sueño. Sin embargo, este ritmo de temperatura no depende de si estás dormido. Si tuvieras que mantenerte despierto toda la noche, tu temperatura corporal central seguiría mostrando el mismo patrón. Aunque la caída de temperatura ayuda a conciliar el sueño, la temperatura aumenta y disminuye por sí misma a lo largo del período de veinticuatro horas independientemente de si estás dormido o despierto. Es una demostración clásica de un ritmo circadiano preprogramado, que se repetirá una y otra vez sin falta como un metrónomo. La temperatura solo es uno de los muchos ritmos de veinticuatro horas gobernados por el núcleo supraquiasmático. La vigilia y el sueño son otros. Por tanto, estos están bajo el control del ritmo circadiano y no al revés. Es decir, tu ritmo circadiano irá hacia arriba y hacia abajo cada veinticuatro horas, independientemente de si has dormido o no. En este sentido, es constante. Pero si observas a las personas de forma individual descubrirás que no todas las cadencias circadianas son iguales.

Mi ritmo no es tu ritmo

Aunque cada persona tiene un patrón fijo de veinticuatro horas, los respectivos picos y valles son sorprendentemente diferentes entre unos y otros. Para algunos, su pico de vigilia llega temprano por la mañana y su nivel de somnolencia, pronto por la noche. Son los de «tipo diurno»; más o menos, el 40 por ciento de la población. Prefieren despertarse al alba o al amanecer, se sienten bien haciéndolo y funcionan de manera óptima a esta hora del día. Otros son más de «tipo nocturno», aproximadamente el 30 por ciento de la población. Naturalmente, prefieren irse a la cama tarde y, en consecuencia, se despiertan a última hora de la mañana o incluso por la tarde. El 30 por ciento restante de personas se encuentra en algún lugar intermedio entre la mañana y la noche, con una ligera inclinación hacia la noche, como es mi caso.

Tal vez hayas oído llamar coloquialmente a estos dos tipos de personas «alondras» y «búhos», respectivamente. A diferencia de las alondras, los búhos a menudo no pueden quedarse dormidos pronto por la noche, sin importar el empeño que le pongan. Estos pájaros nocturnos solo pueden quedarse fritos en las horas de la madrugada. Como no se duermen hasta tarde, no les gusta nada levantarse temprano. No pueden funcionar bien a esa hora porque, a pesar de estar «despiertos», a primera hora de la mañana su cerebro permanece en un estado más parecido al sueño. Esto es especialmente cierto para una región del cerebro llamada corteza prefrontal, que se encuentra sobre los ojos y que puede considerarse como la oficina central del cerebro. Controla el pensamiento de nivel superior y el razonamiento lógico, y ayuda a mantener nuestras emociones bajo control. Cuando un búho se ve obligado a despertarse demasiado temprano, su corteza prefrontal permanece en un estado deshabilitado, «desconectado». Como un motor frío después de arrancar temprano por la mañana, necesita mucho tiempo antes de alcanzar la temperatura de funcionamiento, y hasta entonces no funcionará de manera eficiente.

Ser búho o alondra de adulto (lo que también se conoce como cronotipo) está muy determinado por la genética. Si eres un ave nocturna, es probable que uno o ambos de tus progenitores lo sean también. Lamentablemente, la sociedad trata a los noctámbulos de manera injusta por dos motivos. Primero está la etiqueta de «vago», porque los búhos no madrugan debido a que no se duermen hasta la madrugada. Otros, normalmente las alondras, castigarán a los búhos suponiendo erróneamente que esas preferencias son una elección y que, si no fueran tan descuidados, podrían despertarse fácilmente temprano. Sin embargo, los noctámbulos no son búhos por elección. Están obligados a un horario retrasado por el inevitable cableado de su ADN. No es su culpa consciente, sino su destino genético.

El segundo motivo son los injustos y arraigados horarios de trabajo de nuestra sociedad, que hacen que en general la jornada laboral empiece muy temprano por la mañana, lo que castiga a los búhos y favorece a las alondras. Aunque la situación está mejorando, los horarios laborales obligan habitualmente a los búhos a un ritmo antinatural de sueño y vigilia. En consecuencia, su rendimiento laboral en conjunto es mucho peor por las mañanas, y es más probable que expresen su verdadero potencial de rendimiento al final de la tarde y al anochecer. Por desgracia, viven privados de sueño crónicamente y tienen que despertarse con las alondras, aunque por la noche no consigan dormirse hasta más tarde. Los búhos a menudo se ven obligados a forzar su reloj natural en ambos extremos. Por tanto, son más proclives a sufrir enfermedades relacionadas con la falta de sueño, incluyendo la depresión, la ansiedad, la diabetes, el cáncer, el ataque cardíaco y los accidentes cerebrovasculares.

En este sentido, se necesita un cambio social que prevea facilidades similares a las que se ofrecen a otras personas con especificidades físicas (por ejemplo, con defectos de visión). Necesitamos horarios de trabajo más flexibles que se adapten mejor a todos los cronotipos, y no solo a los situados en uno de los extremos.

Te estarás preguntando por qué la madre naturaleza ha programado esta variabilidad entre las personas. Como especie social, ¿no deberíamos sincronizarnos y, por lo tanto, estar despiertos a la misma hora para promover al máximo las interacciones humanas? Quizás no. Como descubriremos más adelante, es probable que los humanos evolucionaran para dormir juntos como familias o incluso como tribus enteras, no solos ni como parejas. Al valorar este contexto evolutivo, se pueden entender los beneficios de esta variabilidad genéticamente programada en las preferencias respecto al tiempo de vigilia y de sueño. Los noctámbulos del grupo no se irían a dormir hasta la una o las dos de la mañana, y no se despertarían hasta las nueve o las diez. Los madrugadores, por el contrario, se retirarían por la noche a las nueve y se despertarían a las cinco de la mañana. En consecuencia, el grupo solo sería colectivamente vulnerable durante cuatro horas en lugar de ocho, y aun así todos tendrían la oportunidad de dormir ocho horas. Eso aumenta en un 50 por ciento la aptitud de supervivencia. La madre naturaleza nunca transmitiría un rasgo biológico —en este caso, la útil variabilidad en la hora en que los individuos de una tribu se van a dormir y se despiertan— que no pudiera aumentar el nivel de supervivencia y por tanto la aptitud de supervivencia de una especie. Y no lo ha hecho.

Melatonina

Tu núcleo supraquiasmático comunica la señal reiterada de la noche y el día a tu cerebro y tu cuerpo mediante un mensajero circulante llamado melatonina. La melatonina recibe otros nombres, como «hormona de la oscuridad» y la «hormona vampiro», no porque sea siniestra, sino sencillamente porque se libera de noche. A partir de las instrucciones del núcleo supraquiasmático, el aumento de la melatonina comienza poco después del anochecer, y es liberada al torrente sanguíneo desde la glándula pineal, un área situada en la parte posterior profunda de tu cerebro. La melatonina actúa como un poderoso megáfono, gritando un mensaje claro al cerebro y al cuerpo: «¡Está oscuro, está oscuro!». En ese momento, se nos acaba de hacer entrega de un mandato nocturno, y con él, de la orden biológica que nos indica que ha llegado la hora de irse a dormir.[9]

De esta manera, la melatonina ayuda a regular el momento en que ocurre el sueño avisando sistemáticamente de la oscuridad a todo el cuerpo. Pero, en contra de una errónea suposición muy extendida, la melatonina en sí tiene poca influencia en la generación del propio sueño. Para dejar clara esta distinción, piensa en la carrera olímpica de cien metros. La melatonina es la voz del responsable de sincronización que dice: «Corredores, a sus puestos», y luego dispara la pistola para dar inicio a la carrera. Ese responsable de sincronización (melatonina) decide cuándo comienza la carrera (sueño), pero no participa en ella. En esta analogía, los velocistas son otras regiones del cerebro y los procesos que generan sueño de forma activa. La melatonina reúne a estas regiones cerebrales generadoras de sueño en la línea de salida de la hora de acostarse. Su función simplemente es dar la instrucción oficial para que se inicie el fenómeno del sueño, pero no participa en la carrera del sueño en sí.

Por estas razones, la melatonina no supone una gran ayuda para dormir, al menos no para personas sanas y sin problemas de desfase horario (enseguida exploraremos el jet lag y cómo la melatonina puede ser útil). La melatonina de calidad presente en una píldora puede ser poca o inexistente. Dicho esto, existe un efecto placebo importante que no debe subestimarse: después de todo, el efecto placebo es el más fiable de toda la farmacología. Igualmente importante es el hecho de que la melatonina de venta sin receta no suele estar regulada por organismos de control de los fármacos. Las evaluaciones científicas de las concentraciones de melatonina en las píldoras que se pueden comprar sin receta médica indican que su presencia oscila entre un 83 por ciento menos de lo que se afirma en la etiqueta y un 478 por ciento más de lo indicado.[10]

Una vez el sueño está en marcha, la concentración de melatonina disminuye lentamente a lo largo de la noche y durante las horas matutinas. Con el amanecer, la luz del Sol alcanza al cerebro a través de los ojos (incluso a través de los párpados cerrados), lo que equivale a imponer un pedal de freno sobre la glándula pineal, bloqueando así la liberación de melatonina. La ausencia de melatonina circulante informa al cerebro y al cuerpo de que se ha alcanzado la línea final de sueño. Es hora de acabar la carrera del sueño y de permitir que la vigilia activa regrese para el resto del día. En este sentido, los humanos funcionamos a base de «energía solar». Luego, a medida que la luz se desvanece, se retira el pedal de freno solar que bloquea la melatonina. Cuando esta empieza a aumentar, se señala otra fase de oscuridad y se convoca de nuevo al sueño a la línea de salida.

En la figura 2 puedes ver un perfil típico de liberación de melatonina. Comienza algunas horas después del atardecer. Luego aumenta rápidamente, alcanzando su máximo alrededor de las cuatro de la mañana. Cuando se acerca el amanecer, comienza a disminuir, cayendo a cantidades indetectables desde primeras horas del día hasta media mañana.

El ritmo no viaja

La llegada del motor a reacción supuso una revolución para el tránsito masivo de seres humanos por todo el planeta. Sin embargo, conlleva una calamidad biológica inesperada: los aviones nos permiten atravesar zonas horarias más rápido que el tiempo que nuestros relojes internos de veinticuatro horas necesitan para ajustarse. Estos reactores son los causantes de un desfase biológico: el desfase horario o jet lag. Como resultado de este fenómeno, nos sentimos cansados y somnolientos durante el día en un huso horario distante del nuestro debido a que nuestro reloj interno todavía cree que es de noche. No ha tenido tiempo de adaptarse. Y por si eso no fuera ya suficientemente malo, por la noche a menudo no podemos conciliar el sueño o mantenerlo porque nuestro reloj interno cree ahora que es de día.

Tomemos el ejemplo de mi reciente vuelo a Inglaterra desde San Francisco. Londres está ocho horas por delante de San Francisco. Cuando llego a Inglaterra, a pesar de que el reloj digital del aeropuerto londinense de Heathrow me está diciendo que son las nueve de la mañana, para mi reloj circadiano interno es una hora muy diferente: es la hora de California, o sea, la una de la mañana. Tendría que estar durmiendo. Así pues, arrastraré por Londres mi cerebro y mi cuerpo desfasados a lo largo de todo el día, en un estado de profundo letargo. Cada aspecto de mi biología está pidiendo dormir. La mayoría de las personas en California están envueltas en sábanas en este momento.

Sin embargo, lo peor está por venir. A medianoche, hora de Londres, estoy en la cama, cansado e intentando quedarme dormido. Pero a diferencia de la mayoría de la gente en la ciudad, parece que no puedo conciliar el sueño. Aunque es medianoche, mi reloj biológico interno cree que son las cuatro de la tarde, la hora de California. Normalmente estaría despierto, y lo estoy, pero acostado en una cama de Londres. Pasarán seis horas antes de que se presente mi tendencia natural a conciliar el sueño…, justo cuando Londres esté empezando a despertar y yo tenga que dar una conferencia. Un desastre.

Esto es el desfase horario o jet lag: durante el día, te sientes cansado y somnoliento en la nueva zona horaria porque tu reloj corporal y la biología que depende de él todavía «creen» que es de noche. Por la noche, no puedes dormir bien porque tu ritmo biológico todavía cree que es de día.

Por suerte, mi cerebro y mi cuerpo no permanecerán para siempre en este limbo desajustado. Me aclimataré a Londres mediante las señales de la luz del Sol en esta nueva ubicación. Pero es un proceso lento. Por cada día que te encuentres en una zona horaria diferente, tu núcleo supraquiasmático solo podrá reajustarse aproximadamente una hora. Así que, como Londres está ocho horas por delante de San Francisco, necesitaré ocho días para reajustarme a la hora inglesa. Lamentablemente, después de todos estos esfuerzos del reloj de veinticuatro horas de mi núcleo supraquiasmático para arrastrarse hacia delante en el tiempo y conseguir establecerse en Londres, llega una noticia deprimente: el noveno día tengo que volar de regreso a San Francisco. ¡Mi pobre reloj biológico tiene que volver a afrontar la misma lucha, pero esta vez en la dirección opuesta!

Puede que hayas notado que parece más difícil aclimatarse a una nueva zona horaria si viajas hacia el oeste que si viajas al este. Hay dos razones para esto. En primer lugar, las ubicaciones que se encuentran al este requieren que te duermas más temprano de lo normal, lo que supone una gran exigencia biológica para que la mente simplemente se ponga en acción. Por el contrario, la dirección hacia el oeste exige que te quedes despierto hasta más tarde, que es una perspectiva consciente y pragmáticamente más sencilla. En segundo lugar, recordarás que cuando estamos aislados de cualquier influencia externa del mundo nuestro ritmo circadiano natural es, de forma innata, superior a un día (aproximadamente veinticuatro horas y quince minutos). Pese a que es una cantidad de tiempo modesta, esos quince minutos hacen que sea más fácil estirar artificialmente un día que encogerlo. Cuando viajas hacia el oeste, en la dirección de tu reloj interno innato de mayor duración, ese «día» es de más de veinticuatro horas y te resulta un poco más fácil la acomodación. Sin embargo, el viaje hacia el este, que implica para ti un «día» de menos de veinticuatro horas, va en contra de tu ritmo innato más largo, razón por la cual te resulta más difícil adaptarte.

Tanto si viajas al oeste como al este, el jet lag representa un esfuerzo tortuoso para el cerebro, y comporta un profundo estrés biológico para las células, los órganos y los principales sistemas del cuerpo. Y tiene consecuencias. Los científicos han investigado a los tripulantes de cabina de aerolíneas que hacen con frecuencia trayectos de largo recorrido y tienen poco tiempo para recuperarse. Se han observado dos resultados alarmantes. En primer lugar, algunas partes de sus cerebros —específicamente las relacionadas con el aprendizaje y la memoria— se habían reducido físicamente, lo que sugiere una destrucción de las células cerebrales provocada por el estrés biológico de los viajes a través de diferentes zonas horarias. En segundo lugar, su memoria a corto plazo estaba muy deteriorada. Comparadas con otras personas de su misma edad y antecedentes que no viajaban con frecuencia entre zonas horarias, mostraban más propensión a los olvidos. Otros estudios de pilotos, tripulantes de cabina y trabajadores que hacen distintos turnos han identificado otras consecuencias inquietantes, como porcentajes mucho más elevados de cáncer y diabetes tipo 2 que en la población general o que en otras personas que no viajan tanto.

A la vista de estos efectos nocivos, es comprensible que algunas personas que tienen que convivir con el jet lag, como los pilotos y los tripulantes de cabina de las aerolíneas, intenten mitigar esta desgracia. A menudo, en un intento de solucionar el problema, optan por tomar píldoras de melatonina. Recuerda mi vuelo de San Francisco a Londres. El día de mi llegada tuve muchos problemas para conciliar el sueño y dormir durante la noche. En parte, eso se debía a que en Londres mi cuerpo no liberaba melatonina durante las horas nocturnas. Mis máximos de melatonina estaban aún muchas horas por detrás, sincronizados con la hora de California. Pero imaginemos que hubiera decidido tomar un compuesto legal de melatonina después de llegar a Londres. Así es como habría funcionado: entre las siete y las ocho de la tarde, hora de Londres, habría tomado una píldora, desencadenando un aumento artificial de la melatonina circulante similar a los niveles máximos naturales que en esos momentos actuaban sobre los cuerpos de la mayoría de la gente de Londres. Como consecuencia, mi cerebro habría creído que era de noche y, con ese engaño inducido por la química, se le habría indicado al sueño que era el momento de ponerse en la línea de salida. Me habría seguido costando conciliar el sueño a esa hora tan irregular para mí, pero ese aviso horario habría aumentado de forma considerable la probabilidad de que me durmiera en ese contexto de desfase horario.

Presión del sueño y cafeína

Tu ritmo circadiano de veinticuatro horas es el primero de los dos factores que determinan la vigilia y el sueño. El segundo es la presión del sueño. En este momento, una sustancia química llamada adenosina se está acumulando en tu cerebro. Con cada minuto que estés despierto, continuará aumentando. Es decir, cuanto más tiempo estés despierto, más adenosina se acumulará. Piensa en esta sustancia como en un barómetro químico que registra constantemente la cantidad de tiempo transcurrido desde que te has despertado esta mañana.

El aumento de adenosina en el cerebro tiene como consecuencia un deseo cada vez mayor de dormir. Esto se conoce como presión del sueño, y es la segunda fuerza que determina cuándo te sentirás somnoliento y, por tanto, tendrás que irte a la cama. Usando un astuto efecto de doble acción, las altas concentraciones de adenosina reducen el «volumen» de las regiones del cerebro que promueven la vigilia y suben el volumen de las regiones que inducen el sueño. Como resultado de esa presión química del sueño, cuando las concentraciones de adenosina alcancen un máximo, aparecerá una irresistible necesidad de dormir.[11] A la mayoría de la gente eso le sucede después de estar despierto entre doce y dieciséis horas.

Sin embargo, puedes silenciar la señal de sueño de la adenosina de forma artificial tomando una sustancia química que te hará sentir más alerta y despierto: la cafeína. La cafeína no es un suplemento alimenticio, sino el estimulante psicoactivo más utilizado (y consumido en exceso) en el mundo. Después del petróleo, es el producto más comercializado del planeta. El consumo de cafeína representa la mayor y más prolongada utilización no supervisada de una sustancia por parte de la especie humana, quizás solo comparable con el alcohol, y continúa hasta el día de hoy.

La cafeína funciona compitiendo con la adenosina por el privilegio de aferrarse a los sitios encargados de recibir la adenosina en el cerebro, también conocidos como receptores. Sin embargo, una vez que la cafeína ocupa esos receptores, no los estimula como la adenosina, provocando sueño. La cafeína bloquea y desactiva los receptores, actuando como un agente enmascarador. Es el equivalente a taparse los oídos con los dedos para silenciar un sonido. Al secuestrar y ocupar estos receptores, la cafeína bloquea la señal de somnolencia que en una situación normal sería comunicada al cerebro por la adenosina. El resultado: la cafeína te engaña haciéndote sentir alerta y despierto, a pesar de los altos niveles de adenosina que te invitan a dormir.

Las concentraciones circulantes de cafeína alcanzan su nivel máximo treinta minutos después de su ingestión. Sin embargo, el problema es la persistencia de esta sustancia en tu sistema. En farmacología usamos el concepto «vida media» para referirnos a la eficacia de un medicamento. Esto simplemente quiere decir el tiempo que necesita el cuerpo para eliminar el 50 por ciento de la concentración de un medicamento. La cafeína tiene una vida media de cinco a siete horas. Supongamos que te tomas una taza de café antes de la cena, sobre las siete y media. Eso significa que, hacia la una y media de la mañana, el 50 por ciento de esa cafeína aún puede estar activa y circulando por todo el tejido cerebral. En otras palabras, antes de la una y media de la mañana aún no habrás completado el trabajo de limpiar tu cerebro de la cafeína que te bebiste antes de cenar.

Ese 50 por ciento restante no es inocuo, pues sigue siendo una dosis de cafeína bastante potente; todavía te quedará hacer mucho trabajo de descomposición durante la noche antes de que desaparezca. Mientras tu cuerpo batalle contra la fuerza opuesta de la cafeína, no te será fácil conciliar el sueño. La mayoría de las personas no son conscientes de cuánto tiempo se tarda en eliminar una sola dosis de cafeína, y, por lo tanto, cuando se despiertan por la mañana, no establecen una relación entre la mala noche que acaban de pasar y la taza de café que se tomaron antes de cenar.

La cafeína —presente no solo en el café, en algunos tipos de té y en muchas bebidas energéticas, sino también en alimentos como el chocolate negro y el helado, así como en medicamentos como las píldoras para perder peso o los analgésicos— es una de las principales responsables de que la gente no se duerma con facilidad y profundamente, algo que generalmente se disfraza de insomnio, que es una auténtica alteración médica. También hay que tener en cuenta que los productos llamados descafeinados no carecen de cafeína. Una taza de café descafeinado, por lo general, contiene entre un 15 y un 30 por ciento de la dosis de una taza de café. Si bebes de tres a cuatro tazas de descafeinado por la noche, es tan perjudicial para el sueño como una taza de café normal.

El «chute» de cafeína desaparece. La cafeína es eliminada de tu sistema por una enzima del hígado,[12] que la va degradando a medida que pasa el tiempo. En gran parte debido a la genética,[13] algunas personas tienen una versión más eficiente de la enzima que degrada la cafeína, lo que permite que el hígado la elimine rápidamente del torrente sanguíneo. Estas pocas personas pueden tomarse un café expreso durante la cena y quedarse dormidas sin problemas a medianoche. Otros, sin embargo, tienen una versión de la enzima de acción más lenta. Necesitan mucho tiempo para que su sistema elimine la misma cantidad de cafeína. Como resultado, son muy sensibles a los efectos de esta sustancia. El efecto de una taza de té o de café tomada por la mañana les durará todo el día, y si toman una segunda taza, aunque sea a primera hora de la tarde, les será difícil conciliar el sueño por la noche. El envejecimiento también altera la velocidad de eliminación de la cafeína: cuanto más viejos somos, más tardan nuestro cerebro y nuestro cuerpo en eliminar la cafeína; por lo tanto, a medida que cumplimos años nos volvemos más sensibles a la influencia perturbadora del sueño que tiene la cafeína.

Si tomas café para tratar de mantenerte despierto hasta bien entrada la noche, debes estar preparado para una consecuencia molesta de la cafeína en tu sistema: un fenómeno conocido como el rebote de la cafeína. Como las pilas que se agotan en un robot de juguete, tus niveles de energía caen en picado rápidamente. Te resulta difícil funcionar y concentrarte, y vuelves a tener una fuerte sensación de somnolencia.