Por un Beso - Teresita Gómez Vallejo - E-Book

Por un Beso E-Book

Teresita Gómez Vallejo

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Beschreibung

Esta novela nos lleva de la mano a la Isla de Mallorca, en el mar Mediterráneo. Mediante ciertas complejidades estilísticas y diferentes voces narrativas, penetraremos en la trama psicológica de una joven amante de la naturaleza, el arte y la historia de su pueblo. También compartiremos secretos familiares que se han ocultado por años. Solo la osadía y la complicidad de quien bien nos quiere, podrán sacar a la luz estas verdades; ellas, a su vez, ayudarán a sanar viejas heridas y abrirán el corazón de la joven hacia su tan esperado amor.

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Seitenzahl: 147

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Edición: Ailin Parra Llorens

Diseño y composición: Eduardo Valdés Tejo

Cubierta e ilustraciones: Miguel Ángel Anaya

© Teresita Gómez Vallejo, 2013

© Sobre la presente edición, solo para Cuba: Editorial Gente Nueva, 2013

ISBN 978-959-08-2270-4

Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva, calle 2, no. 58, Plaza de la Revolución, La Habana, Cuba

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

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Primavera 2007

Hoy he tenido un recorrido largo. Me siento cansada, y aquí en la terraza, con su toldo azul cielo, los bonsái y mi sofá mecedora, miro el mar. Él es mi mayor descanso. Su color azul, por frío, me ceda; y esa, su línea horizontal que se pierde en la distancia haciéndose cada vez más profundo, me aquieta, me relaja.

Es el mismo horizonte que hizo a tantos tozudos navegantes tratar de llegar hasta él y atravesarlo con sus frágiles naves. Quimera imposible que no contaba con la redondez. Mar insondable que nos ha traído siempre lo bueno y lo malo, en sus aguas salobres. Ese Mediterráneo lleno de vida y leyendas.

Hace unos minutos que he llegado a mi casa. Mejor decir, a mi pequeño ático en el puerto de Andraitx. Hice lo indecible por vivir en este puerto. Desde aquí puedo divisar el mar en todo su divino color azul. En él, en sus profundidades, pueden sumergirse y perderse mis ojos contemplándolo, dándome una vez más la seguridad de que vivo en una isla. En esta mi preciosa isla de Mallorca, donde vine a vivir hace tantos años que puedo decir, sin lugar a sentirme desarraigada, que soy de esta tierra.

Además, si no dijera que soy de aquí y fuera hasta Barcelona, por ejemplo, o a otra parte de España, un buen conocedor del lenguaje descubriría con facilidad que soy isleña, porque los habitantes de las islas hablamos muy alto y respiramos muchas menos veces por minuto que los pobladores de las ciudades continentales. Sus pulmones piden más respiraciones para buscar más oxígeno. El aire de mi isla es mucho más puro. Por eso viene el turismo por miles, porque buscan limpiar sus pulmones y llenarlos de yodo, de salitre, de múrices y de algas de este mar mediterráneo que nos rodea.

Mi último viaje a Barcelona me hizo ver todo lo que necesitaba respirar. El aire, para mí, se hacía denso, porque estoy acostumbrada al de Mallorca, y aunque me fui a pasear con unas amigas hasta el propio puerto, allí donde está la estatua del Gran Almirante Cristóbal Colón, con su brazo extendido y su mano señalando hacia el rumbo de sus ansiadas Indias, allí pegada al mar, no me dejaba la sensación de necesitar más aire.

Quizás no sea tanto así, y todo parte de mi propia mente, parte de que adoro esta isla. Aquí vine cuando era apenas una adolescente, y aun conservo algunos recuerdos de mi primera infancia en Andalucía, en aquel pueblito campesino, en aquella aldea escondida donde nunca había nada que hacer como no fuera atender a los animales y cuidar los árboles frutales. Sin embargo, me siento de aquí, de las Baleares. Soy una mujer isleña.

Tengo veintisiete años y puedo considerarme una mujer que ha logrado, por su esfuerzo, un lugar en la vida. Mucho trabajo me dio estudiar en la universidad, pero lo conseguí. Escogí correctamente mi carrera, porque estoy convencida de que aunque el trabajo sea agotador, siempre que a una le guste, no se siente esclava del trabajo, porque le pagan por algo que uno siente el placer de hacer.

Me gusta lo que hago. Me gusta la historia, y muchos de mis amigos me han dicho: «te gusta vivir en el pasado». Pero yo diría que no. En realidad me gusta tejer mis propias historias. Me fascina indagar en los hechos históricos: vencer centurias y trasladarme con los ojos de mis conocimientos y con toda mi imaginación para ver a los hombres de las épocas pasadas, a las personalidades positivas, esas que han dejado algo bueno, como sería Ramón Llull, aquella destacada figura en el ámbito cultural en los tiempos de la corona de Aragón. Puedo verlo caminar con paso suave, atravesando los claustros con su hábito, concentrado en la obra que dejaría, bases para la formación de la literatura catalana. Puedo sentir las luchas de las personalidades que transitaron a través de los siglos, dejando para la historia un mal recuerdo, una ambición desmedida, un empecinamiento que llevó a las guerras y a la muerte a otros seres... sus seguidores, por la fuerza o por el convencimiento en sus ideas. Las malignas personalidades de la historia, con el correr de los tiempos, hacen más relevantes los matices de las que aportaron con su esfuerzo a la corriente de conocimientos universales. Ese reservorio histórico del universo que pertenece a todos.

La historia de la humanidad hay que disfrutarla, no solo verla como hechos y fechas. Hay que sentir la lucha de los hombres. Las fechas, más o menos, pueden olvidarse, pero situarse en una época es otra cosa. Hay que verse a una misma viviendo otros tiempos, muy diferentes de los nuestros. Tratar de llegar al pensamiento de los hombres y mujeres de esos contextos, porque si intentamos mirarlos con los ojos de nuestro mundo actual, con seguridad jamás podríamos comprenderlos. Son ellos y su entorno, sus costumbres, con el grado de la evolución de su pensamiento social.

Claro que ser una amante de la historia no es para nada ser un historiador. A los historiadores no les es dado florear ni imaginar. Ellos trabajan con fechas y datos exactos. Trabajan el hecho histórico, pero los que somos amantes de la historia, buscamos algo más: al hombre en su medio. Ese es mi mayor gusto; componer esos hechos apoyada en los conocimientos que me dio mi carrera universitaria. Buscar su entorno, su ambiente… y a los turistas se le hacen amenas las visitas dirigidas porque vienen buscando una historia, un cuento viejo que luego puedan contar y recordar.

Sin lugar a dudas, y sin petulancia de ningún tipo, soy una de las mejores guías turísticas de mi grupo. Estoy orgullosa de serlo. No me canso de contemplar los monumentos que después describo. He logrado compenetrarme tanto con ellos, que cuando hablo de un cuadro o de un monumento y algo no está en total armonía con la realidad, siento como un aviso interno que me hace rectificar. El hombre ha descubierto muchas, muchísimas cosas científicas, y aun no ha podido lograr descubrir hacia dónde va la energía que hay en cada ser humano cuando este muere. Hay cientos de teorías y a nadie se incinera por sustentar alguna de ellas; pero lo cierto es que esas energías de las grandes personalidades de la historia, cuando se sienten reclamadas y contadas por alguien, están presentes en esos momentos. Hay que tener oídos finos y mente abierta para sentirlas. Para nada hay que ser una persona superdotada. Tampoco hay que ser una sacerdotisa. Simplemente hay que tener una mente abierta y aceptar esa energía. Eso es lo que yo hago. Me acerco al alma de aquellos constructores de épocas lejanas, a sus temores constructivos, a sus logros y a sus impotencias de llegar a la dimensión, a la altura deseada, desafiando los pesos e intentando hacer más vanos para permitir más luz. Lo hago, porque todos esos edificios me son familiares, son mi entorno; ellos constituyen también parte de mi vida.

Sé que hago amena las charlas que doy en mis visitas de recorrido, y ese es mi mayor placer, porque no tengo pena de confesármelo a mí misma. Ese placer por mi trabajo es lo mejor que tengo en la vida. Soy, como dicen mis mejores amigas, «una adicta al trabajo», a mi trabajo de guía; y cada día aumento mis conocimientos, sobre todo lo que me rodea y lo que muestro en mis charlas. Encuentro mil detalles interesantes que contar y sé que ellos, mis turistas, a lo mejor olvidan los nombres y los años en que ocurrió la construcción de un edificio, o quién fue el arquitecto, pero cuando les digo que alguien estuvo prisionero en aquel lugar, como cuando los enfrento al palacio Bellver y les comento que ahí estuvo prisionero Melchor Gaspar de Jovellanos, en el gobierno de Primo de Rivera, muchos de ellos ni saben quién fue Gaspar de Jovellanos y a lo mejor tampoco quién fue o qué significó para España el tal Primo de Rivera, pero siempre recordarán que allí estuvo un hombre preso y sentirán la sensación que puede dar estar preso en un palacio con un patio circular como el de Bellver.

Estoy segura que de mis relatos pronto serán olvidadas las fechas, pero recordarán la esencia de lo que les trasmito. En el momento, ellos prestan atención, porque a la vez están olvidando: dejando atrás la rutina de sus trabajos, la propia rutina de su vida familiar. Vienen a Mallorca buscando un cambio de aire, un cambio de vida por unos días, y yo debo hacerles lo más agradable posible esa estancia.

Lo mismo cuando recorren la catedral gótica, con su elevada construcción donde se exponen todos los elementos propios de ese estilo: contrafuertes, arbotantes y pináculos, que contribuyen aun más a realzar la verticalidad del edificio; como cuando les muestro un portulano del mar Mediterráneo, con preciosos dibujos geométricos o florales, escudos y navíos. Un portulano que sin dar idea exacta o verdadera de las distancias entre los puertos, de los cursos fluviales, o de la orografía, da una idea general del mar de aquella época en que estas cartas náuticas eran creídas y valiosamente estimadas.

Sí, ellos disfrutan de mis visitas dirigidas; y también se alegran de usar ropas distintas a las habituales y de no tener que ponerse tacones u otros zapatos incómodos. Todos están ante mi vista con pantalones cortos, bermudas, camisas flojas, sandalias deportivas y cámaras fotográficas o de video.

Para mí son una familia temporal. Me buscan, me llaman, y me dan tarjetas que yo guardo en una caja que antes fue del traje de novias de mi hermana menor.

Al principio, cuando comencé como guía turística en estas islas ―en sus cascos históricos―, comencé a guardar las tarjetas en una caja de bombones, pero al año no cabía una tarjeta más. Busqué otra mayor, y al cabo de dos años tuve que sustituirla. Hoy uso la gran caja donde vino el vestido de Ana. Se la pedí porque me iba a simplificar el trabajo de coleccionar mis tarjetas de visitantes. La he convertido en un archivero, y está dividida con cartones que separan las tarjetas por años. ¿Acaso cruzó por mí mente alguna vez llamarlos o visitarlos? No, nunca lo pensé. Algunos de ellos hasta me escribieron felicitaciones por Navidad o por fin de año.

Con el paso del tiempo y las temporadas de turismo alto, cuando llegaban esas tarjetas y no me daban bien sus señas, las recibía con satisfacción, pero no identificaba quiénes las enviaban. Aunque para mí, este recordatorio, siempre ha sido el mejor reconocimiento a mi trabajo: mi mayor estímulo; la seguridad de que les he hecho pasar unos magníficos días en mi compañía. Sin embargo, yo siempre he regresado a la soledad de mis libros, de mis plantas, y a la contemplación de mi isla, de mi pedazo de Mediterráneo.

Hoy he terminado con un grupo de turistas alemanes. Se han marchado y tengo tres días libres antes de asumir otro grupo. Al llegar al retiro de mi ático, sin saber por qué, me ha dado por reflexionar sobre mi vida. Para nada es que me sienta deprimida. Soy demasiado fuerte para abatirme. Más bien, yo diría que me siento extrañada, como el que espera algo que no llega y no tengo que esconderme a mí misma qué es ese «algo» esperado.

Todas mis amigas ya se han casado. Arantxa, que vino desde Bilbao para integrar nuestro grupo, se casó a los dos años de estar trabajando. Ya tiene dos niñas que se parecen a los ángeles que pintaba Murillo. Silvia y Sara también se casaron, y hasta Esther ―la más retraída de todas nosotras― también tiene ya su familia. A todas luces, valorando las que entraron junto conmigo en este trabajo cuando terminamos nuestra carrera universitaria, la única que falta por comprometerse emocionalmente soy yo.

¿Y por qué no me he comprometido? ¿Me han faltado oportunidades para hacerlo? ¿Acaso soy una muchacha poco agraciada? No, para nada, muy por el contrario. Soy de muy buena presencia: con bellas piernas, estatura normal y una cara que podría decirse que es bonita. No soy amiga de mucho maquillaje, pues solo con resaltar un poco la línea rasgada de mis ojos, tengo un toque especial que recuerda los ojos morunos.

Claro, así debía ser. La familia de mi madre era andaluza. Mi abuela Carmen es como sacada de una obra de Lorca. No podría decir que encarna con su temple a la Bernarda Alba, pero llevaba su impronta en el vestir. Siempre iba de negro y en su cara se reflejaba una pena lejana. Mi abuelo Manuel, siempre fue un celoso guardián moruno de sus hijas.

¡Pocos trabajos le costaron a mi madre casarse con mi padre catalán! Primero, la oposición de la propia familia de mi padre, los abuelos paternos, José y Pilar; y segundo, la oposición de los padres de Paquita, mi madre. Pasaron muchos años para que ellos pudieran casarse en una boda sencilla, de mañana, en misa de velaciones y sin fiesta alguna. ¿Motivos? Nunca los he sabido, pero algo pasó, que no me han dicho, para esa oposición tan fuerte por parte de las dos familias.

Aun así, hicieron una bonita familia. Fui la segunda hembra de los tres hijos que tuvieron. Mi hermano Miguel, un magnífico médico, graduado en Barcelona; mi hermana, maestra de Educación General Básica; y yo, que estudié Historia del Arte, con no sé cuántos postgrados en historia, criptografía, pictografía y arte romano.

Hace mucho tiempo que mis dos hermanos se casaron. Miguel vive en Barcelona, y Ana y mi cuñado Sión viven en el poblado de Manacor, en la casa de mis padres, la misma casa a la que vinimos a vivir cuando todavía no se había hecho el ensanche de la fachada marítima en Palma de Mallorca: el llamado «paseo marítimo». A nuestra casa paterna se le hicieron grandes obras, y hoy es una magnífica residencia, donde yo podría vivir con toda comodidad, pero mi trabajo y mi necesidad de independencia me hicieron tomar la decisión de rentar este pequeño ático, que dentro de poco será mío.

No tengo pena alguna por ser casi la solterona de la familia, como en dos ocasiones ya mi madre me ha llamado para picarme el amor propio; aunque, por dentro, en lo más recóndito de mí, algunas veces me hago esta pregunta: ¿será que nunca me voy a enamorar? La interrogante me trasmite cierta inquietud. Llega a mi mente y, sin poderlo evitar, hago el recuento de cómo han sido mis relaciones amorosas; porque he tenido varias, aunque todas han sido más que insatisfactorias.

Me acuerdo de Luis: un magnífico violinista, apuesto como pocos mozos he visto, bueno como un verdadero amigo y a la vez, delicado en su trato con mi familia. Estaba muy enamorado de mí, hasta el punto de hacerme versos y dejarlos por debajo de mi puerta, en mi buzón y hasta en las columnas de la fachada de la Lonja, por donde muchas veces comienzan mis visitas de recorrido.

Aun me llama, pero yo hago un rechazo increíble a pasar esa barrera que media entre lo que puede ser un buen amigo o un amante. Salimos un tiempo, pero nunca le permití ir más allá de eso: ser un buen amigo. ¿Es que acaso Luis no me gustaba? Me respondo que sí, que Luis me gustaba muchísimo. Me emocionaba cuando lo veía en la plaza, casi escondido, tratando de escuchar mis charlas. Pero entonces, ¿qué ocurría cuando él trataba de besarme? Cuando lo procuraba, yo me negaba. Sentía que mi espalda se engarrotaba. Me negaba al beso. Me ponía en guardia, tensa a más no poder, y ahí acaba el intento. Él lo tomaba como frialdad, y para mí era una frustración. ¡Yo no quería besar!

Claro, Marilola, porque tú sufriste las consecuencias que trajo un beso. No te acuerdas, porque a la vez me mandaste a olvidarlo; pero olvidarlo no quiere decir que no esté guardado en tus conceptos. Yo, tú subconsciente, no sé de bromas ni tampoco de olvidos. Yo te he guardado esa repulsa y hasta que no me lo pidas, yo solo te estaré dando tú concepto creado. No quieres besar ni ser besada.

Así ha pasado siempre. Así han sido todos mis intentos por consolidar una relación. ¿Y cuáles son mis exigencias para sentir que un hombre me gusta? ¿Me he prefijado un tipo exacto de hombre para ser mi pareja alguna vez en todos estos años de soledad? No, nunca me he marcado un tipo de hombre en lo físico. Más bien he querido, he necesitado una compañía, una agradable, segura e inteligente compañía, y de eso sí estoy segura. No soporto a los tontos, pero no he soñado a un poeta, siempre que de verdad no sienta la poesía.

Mucho menos quisieras a un Adonis. Quieres a un hombre. Has buscado a un hombre resuelto, que sepa enfrentar cualquier situación, con convicciones propias, que sepa mirar a su alrededor. Y esto, para mí, sí ha tenido importancia. Siempre has querido encontrar un hombre inteligente y amante de la naturaleza, porque a ti, Marilola, te conmueve todo lo que tiene vida; hasta la más pequeñita de las orugas. Eres capaz de disfrutar la obra humana, por eso te sientes tocada cuando hablas de los arquitectos, de los constructores, de los músicos y de los artesanos que hicieron posible una sinfonía, una catedral o un manuscrito. Ellos dejaron su impronta para la historia.



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