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Hasta ese momento, Marianne y Zeke Buchanan llevaban dos años de feliz matrimonio, pero últimamente... ¿Se habrían casado demasiado pronto, habrían sido demasiado impulsivos? La pasión seguía viva entre los dos, pero, por algún motivo, Marianne tenía la sensación de estar perdiendo a su marido... Zeke era guapo y encantador, y obviamente su vieja amiga Liliana, una mujer bella y resentida, quería algo más que hacer negocios con él. Pero Marianne estaba resuelta a salvar su matrimonio. ¡Lucharía por conservar el amor de su marido!
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Seitenzahl: 212
Veröffentlichungsjahr: 2014
Editado por Harlequin Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Helen Brooks
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Posesión total, n.º 1253 - octubre 2014
Título original: A Whirlwind Marriage
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2001
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4842-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Publicidad
Zeke Buchanan miró a su esposa mientras se levantaba de la mesa, pero Marianne continuó con la mirada fija en la taza de café. Ni siquiera cambió de postura cuando Zeke se colocó tras ella y posó las manos en sus hombros.
–No te habrás olvidado de que los Morton vienen a las siete, ¿verdad?
No, no se había olvidado de los Morton. Se forzó a sí misma a no mostrar lo que sentía, mientras contestaba fríamente:
–No, por supuesto que no. Ya está todo organizado.
–Estupendo –tras un momento de vacilación, Zeke le dio un beso en la cabeza–. Probablemente no llegue a casa mucho antes de las siete. Esta mañana tengo que ir a Stoke para ver una antigua fábrica en la que estoy interesado. Pero si me necesitas, quizá podría intentar llegar a media tarde…
¿Si lo necesitaba? Claro que lo necesitaba. Pero ese era un concepto completamente extraño para Zeke. Como no confiaba en ser capaz de disimular su amargura al hablar, Marianne se limitó a asentir sin mirarlo.
–Adiós, Marianne.
–Adiós, Zeke.
La puerta del comedor se cerró tras Zeke, dejando a Marianne completamente sola. Permaneció allí cerca de un minuto, intentando no ceder a las lágrimas. Después se levantó lentamente y se acercó a los enormes ventanales del comedor.
Desde allí se contemplaba una fabulosa vista de Londres. El ático, situado al final de un alto edificio de apartamentos de lujo, había sido reformado por Zeke antes de conocerla. Era la última palabra en lujo y elegancia, pero Marianne lo odiaba. Lo aborrecía.
Sabía que una de las antiguas novias de Zeke, una sofisticada pelirroja que respondía al exótico nombre de Liliana de Giraud, había diseñado el ático. Y desde que lo había descubierto, doce meses atrás, su desagrado por aquel apartamento de soltero se había convertido en revulsión.
Había perdido ya la cuenta de la cantidad de veces que le había pedido a Zeke que fuera con ella a ver otras viviendas, pisos, casas… pero él siempre se zafaba aplazando la cita para un «mañana» que nunca llegaba.
Se apoyó contra la ventana, reposando la frente en el frío cristal y se enderezó bruscamente. Cuadró los hombros en una pose casi militar y alzó la barbilla con determinación.
¡Nada de eso!, se dijo en silencio. No iba a ceder a la tentación de salir huyendo y esconderse. Estaban pasando una mala racha, pero eso no significaba que tuviera que hundirse. Lo superaría. Lo sabía. Había conseguido sobreponerse a la repentina muerte de su madre, sucedida cuatro años atrás y también sabría enfrentarse a esa nueva batalla. Pero… se mordió el labio con dureza, daría cualquier cosa por poder hablar con su madre en ese momento, por poder decirle a alguien cómo se sentía, por poder salir de aquella torre de marfil en la que Zeke la había encerrado.
De pronto, como si fuera la respuesta a aquella silenciosa súplica, sonó el teléfono. Marianne lo dejó sonar hasta que se activó el contestador. La únicas personas que llamaban últimamente pertenecían al círculo de amigos o de trabajo de Zeke y no le apetecía hablar con ninguna de ellas.
–Hola, Marianne. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Soy Pat, Patricia, y voy a pasar un día en Londres, así que he pensado que podríamos…
Pat se interrumpió cuando Marianne levantó el auricular y dijo casi sin respiración:
–¿Pat? Oh, Pat. Es tan agradable oír tu voz…
–¿De verdad? Pues para escucharme no tienes que hacer nada más que llamarme por teléfono, Annie –contestó Pat entre risas.
Marianne pestañeó y sonrió para sí. La misma Pat de siempre. Pat siempre decía lo que pensaba, un rasgo que había molestado a Zeke incluso antes de llegar a conocerla. Pat y él nunca se habían llevado bien. En cualquier caso, Pat tenía razón, por supuesto, se dijo en silencio. Debería haberse puesto en contacto con ella. Pero con todo lo que estaba pasando entre ella y Zeke, le había parecido como una traición a su marido. Un sentimiento ridículo al que había decidido poner fin desde la noche anterior.
–¿Estás en Londres? –le preguntó Marianne–. ¿Y por qué no comemos juntas?
–Magnífico. ¿Quieres que vaya a tu casa?
Marianne miró aquella habitación de un lujo casi agobiante y cerró los ojos con fuerza antes de decir:
–No, prefiero que comamos fuera. Invito yo. Hay un buen restaurante francés cerca de aquí, en la calle Martin. Se llama Rochelle’s. Nos veremos allí a las doce, ¿te parece bien?
–Magnífico. Hasta luego entonces. Y… ¿Annie?
–¿Sí?
–¿Estás bien?
Marianne tomó aire antes de contestar quedamente:
–No, no estoy bien, Pat.
–Me lo imaginaba. A las doce entonces –y sin más, colgó el teléfono.
Oh, Pat. Marianne dejó el auricular en su lugar y permaneció con la mirada clavada en el teléfono mientras sentía fluir el alivio por sus venas. No había sido consciente de cuánto necesitaba el sentido común de Pat hasta ese momento, pero desde que había hablado con ella, estaba impaciente por verla.
Miró el reloj de oro que Zeke le había regalado el día que había cumplido veintiún años, pocos meses antes de casarse con él. Eran las ocho. Tenía cuatro horas por delante. Pero aquella mañana que minutos antes se extendía de forma interminable ante ella, de pronto se había transformado.
Se daría un baño relajante. Se dijo Marianne, y dejando la mesa del desayuno tal como estaba, se dirigió hacia uno de los dos dormitorios de la casa.
Ella rara vez utilizaba la que llamaban suite principal, a pesar de que disponía de un maravilloso jacuzzi, a no ser que Zeke estuviera por allí y en ese caso solo lo hacía para evitarlo. No podía explicar los motivos, pero aquel fastuoso baño parecía representar todas las cosas que andaban mal en su matrimonio, lo mucho que habían llegado a distanciarse durante aquellos dos años.
Estaba todavía en bata y camisón y se quitó ambas prendas rápidamente. Las dejó en el suelo y se acercó a la bañera, que perfumó con los más exquisitos aceites.
Una vez en el interior dejó que, por primera vez desde hacía muchos meses, su mente regresara a la primera conversación que había mantenido con Pat acerca de Zeke. Y a pesar de su angustiosa situación, al recordar las palabras de Pat asomó a sus labios una sonrisa.
–¿Y todo esto ha sucedido durante estas dos semanas que he estado en Canadá? ¡Pero si en Bridgeton nunca pasa nada, Annie!
–¿Qué quieres que te diga? –le había contestado sonriente–. Vino, vio y conquistó. Así es Zeke.
–¿Y es guapo y rico? –casi había aullado–. Por favor, dime que tiene un hermano.
–Oh, Pat –Marianne había reído abiertamente, pero mientras miraba el bonito rostro de su mejor amiga, aquella chica a la que conocía desde que ambas eran niñas, había tenido que admitir para sí que ni ella misma podía salir de su asombro.
Que Zeke Buchanan, millonario y empresario ejemplar, pudiera enamorarse de ella, era algo que solo podía suceder en un cuento de hadas. Y, sin embargo, le había ocurrido a ella.
Había mirado entonces el anillo de diamantes que llevaba en la mano izquierda y había sentido la misma emoción que se había apoderado de ella cuando Zeke se lo había regalado siete días atrás.
Un noviazgo vertiginoso. Todo, todo el mundo hablaba de ello. El pueblo entero estaba asombrado de que una de sus jóvenes hubiera atrapado a un pez gordo de la capital. Pero así era. Zeke la amaba y ella lo amaba más que a su propia vida.
Había alzado la mirada hacia el fascinado rostro de Pat mientras esta le decía:
–Quiero saber hasta el último detalle, ¿de acuerdo? Quiero enterarme de lo que ha pasado desde la primera vez que pusiste los ojos sobre él hasta que te regaló ese magnífico anillo que llevas en el dedo. ¡Quiero saberlo todo! ¡Y pensar que yo creía que me lo estaba pasando bien en Canadá cuando las cosas verdaderamente importantes estaban sucediendo en mi propio pueblo! No me lo puedo creer. Eso me enseñará a dejar de ir a acampar a la montaña, donde lo más emocionante que he visto ha sido un oso.
–¿Pero te lo has pasado bien?
–Yo pensaba que sí. Pero comparado contigo… Venga, cuenta.
–En realidad no hay mucho que contar –estaban de pie en los escalones de la entrada de la casa del padre de Marianne y ambas habían ido juntas hasta la cocina. Una vez allí, Marianne le había explicado–: Zeke vino a echar un vistazo a unas tierras de las afueras del pueblo que estaban destinadas a montar una escuela. Conducía por la calle principal, en un Ferrari, por cierto –había añadido mientras preparaba la cafetera–, cuando me vio saliendo de una tienda.
–¿Y?
Marianne se había vuelto hacia la cocina y Pat la había agarrado impaciente del brazo.
–Deja el café, por el amor de Dios, Annie, y cuéntame todo de una vez –con determinación, la había arrastrado hasta una de las sillas de la cocina y casi la había obligado a sentarse.
–Y se paró, se presentó y estuvimos charlando un rato. Después me invitó a cenar con él esa noche… Y a partir de ahí empezamos a salir.
Y había sido transportada a otra dimensión, a un lugar en el que hasta las cosas más intrascendentes de la vida se transformaban en acontecimientos cautivadores por el mero hecho de que Zeke la amaba.
–¡Qué suerte! –había exclamado Pat lentamente–. Pero tengo que decir que te lo mereces, Annie. No muchas chicas tan inteligentes como tú habrían sido capaces de renunciar a ir a la universidad para cuidar de su casa y de su padre. Y además, aceptar un trabajo que la convierte en la chica para todo de una clínica.
–Eso no es así, me gusta mi trabajo –había respondido Marianne rápidamente, mientras se levantaba para terminar de hacer el café.
Las dos jóvenes eran amigas íntimas desde que tenían poco más de un año y el hecho de que ambas fueran hijas únicas, había hecho que compartieran los acontecimientos más importantes de sus respectivas vidas. Esa era la razón por la que Pat sabía mejor que nadie lo mucho que había sufrido Marianne cuando había muerto su madre por culpa de aquella odiosa e inesperada hemorragia cerebral que había impedido que Marianne pudiera ir a la universidad.
Josh Kirby, el padre de Marianne, se había quedado desolado y la joven había tenido que soportar la carga de ver al que hasta entonces había sido un frío y respetuoso doctor hecho añicos.
La madre de Marianne había sido recepcionista, secretaria, y, como Pat había dicho, la chica para todo de la pequeña, pero solicitada clínica de su padre, situada en frente de su propia casa. Marianne pronto había sabido lo que tenía que hacer.
Había renunciado a su deseo de acudir a la universidad y, con la intención de causarle los menores problemas posibles a su padre, había asumido, tanto en casa como en la clínica, las labores de las que hasta entonces se encargaba su madre. Durante los veinticuatro meses siguientes, había sido recompensada viendo cómo el dolor y la angustia de su padre disminuían.
Marianne nunca se había arrepentido de su decisión, ni por un solo instante, pero reconocía que a veces había sido difícil su situación. Como cuando oía a Pat o a otras amigas hablar de lo que habían hecho y visto durante las vacaciones mientras que ella tenía que quedarse en Bridgestone, donde lo más emocionante que sucedía era una nueva borrachera de Ned Riley los viernes por la noche.
Pero entonces había aparecido Zeke. Zeke Buchanan, con su pelo negro y aquellos ojos grises que la hacían derretirse cada vez que la miraba.
Marianne se estremeció de pronto y abrió el grifo del agua caliente, intentando aliviar el frío que se había apoderado de sus entrañas. Cuando el agua estuvo caliente, volvió a relajarse y casi inmediatamente, regresó mentalmente hasta aquel lejano verano.
–Espero que sea consciente de la suerte que tiene –le había dicho Pat con una sonrisa–. Eres una entre un millón y no me refiero solo a tu aspecto. Por dentro también eres hermosa, Annie, y eso es lo que realmente cuenta.
–¿No crees que eres poco objetiva? –recordaba haber reído suavemente antes de tenderle una taza de café a su amiga–. Por cierto, ¿querrás ser mi dama de honor?
–Intenta impedírmelo. ¿Ya habéis decidido la fecha de la boda?
Marianne había tomado aire. No sabía cómo reaccionaría su amiga al oír la noticia.
–El segundo sábado de octubre.
–Del año que viene, supongo.
–De este año.
–¿De este año? –Pat se habría sobresaltado de tal manera que había derramado parte del café sobre su camiseta blanca–. Pero eso es solo…
–Dentro de seis semanas. Sí, lo sé –le había contestado con una sonrisa. Todo el mundo, todo, había reaccionado como si estuviera planeando hacer algo ilegal, y no casarse con el hombre al que amaba–. Zeke no quiere esperar y yo tampoco. Él puede permitirse el lujo de pagar para que todo esté preparado cuanto antes. Ha reservado un maravilloso salón de Londres para la comida, y también el coche, las flores y todo lo demás. La iglesia del pueblo estaba libre, así que…
–Pero el vestido, ¿y mi vestido?
–Eso no será ningún problema. Zeke se lleva muy bien con algunos diseñadores y uno de ellos –había mencionado un hombre que había dejado a Pat con los ojos abiertos como platos– acaba de presentar su última colección en París. Uno de esos vestidos… Oh, Pat, deberías verlo, es maravilloso. Y Zeke está de acuerdo en pagar también tu vestido. Así que ya ves, ya está todo arreglado.
En cuanto había conseguido salir de su asombro, Pat le había preguntado a su amiga lentamente:
–¿Estás completamente segura de que eso es lo que quieres?
–Completamente. No he estado más segura de nada en toda mi vida.
Marianne se enderezó de pronto en la bañera. Sí, estaba segura, completamente segura, de que ella y Zeke iban a ser felices después de la boda.
Se sentó en el tocador y miró la serie de perfumes y joyas que tenía ante ella sin verlas realmente. Su mente estaba todavía pendiente del pasado.
Le había repetido a Zeke la conversación que había mantenido con Pat, palabra por palabra, cuando habían salido a cenar aquel mismo día.
Desde que se habían conocido, Zeke había insistido en ir desde Londres a casa de Marianne cada noche, diciendo que en el Ferrari, los cincuenta kilómetros que los separaban no eran prácticamente nada.
Y la verdad era que ella tampoco había intentado disuadirlo, admitió para sí, a pesar de lo mucho que le preocupaba que tuviera que conducir tanto cada día. Pero necesitaba verlo cada noche, sentir sus fuertes brazos sobre ella, sentir sus labios sobre su boca. Zeke se había convertido en una droga, una droga sexual y poderosa. De hecho, todavía lo era. Aunque había aprendido que era muy alto el precio que había que pagar para disfrutar de lo que se deseaba.
Debería haberlo sabido, por la reacción que había tenido Zeke cuando le había hablado de Pat, que la serpiente estaba rondando por su particular paraíso desde el principio.
–Así que nuestra dama de honor ha intentado prevenirte contra mí –había comentado Zeke con seca diversión, y la había mirado de reojo antes de fijar nuevamente la mirada en la carretera por la que viajaban–. Creo que tendré que tener unas palabritas con ella.
Había habido algo, una ligera inflexión en su voz profunda, que sugería que no le había hecho ninguna gracia el recelo de Pat. Marianne había mirado su duro y atractivo perfil antes de decirle:
–Ella no tiene nada contra ti, Zeke. Lo que pasa es que desde que mi madre murió tiende a intentar protegerme.
–No tiene por qué hacerlo –había contestado Zeke sin que desapareciera el hielo de su voz–. Yo te doy toda la protección que necesitas.
Pero Marianne no necesitaba ninguna protección. ¡Ella era perfectamente capaz de cuidarse sola!
Había estado a punto de decirlo, pero al final se había mordido la lengua. Probablemente había sido un grave error, pensó, pero entonces no quería estropear la que prometía ser una agradable velada prolongando una conversación que, de pronto, se había convertido en embarazosa.
–Pat ya se dará cuenta de todo cuando te conozca –le había contestado. E inmediatamente, había prestado atención a la voz del amor que le decía que Zeke había conducido desde Londres tras un largo día de trabajo, y era lógico que estuviera un poco irritable. Además, quizá no hubiera sido muy inteligente repetirle su conversación con Pat. Pero en realidad, pensaba que se echaría a reír ante los temores de su amiga, como había hecho ella.
Marianne sabía que Zeke era un hombre capaz de ser tan duro como inflexible; la vida se lo había enseñado. Había sido abandonado por su madre a los pocos meses de nacer y había pasado en orfanatos la mayor parte de su infancia. Tenía dos intentos fracasados de adopción en su haber. Pero también una mente privilegiada y una voluntad formidable y a los dieciocho años había decidido ir a la universidad. Estudiaba durante el día y trabajaba durante las noches y los fines de semana para pagarse los estudios.
Tres años más tarde, había emergido nuevamente al mundo con un título universitario y tras dos años de duro trabajo, había reunido dinero suficiente para montar su propio negocio.
Aquel había sido el principio de su espectacular ascenso a la cumbre del dinero y el poder, un ascenso que le había convertido a los veinticinco años, en uno de los hombres más ricos en su ámbito.
Con inversiones inteligentes, negocios astutos y una reputación intachable, se había asegurado un lugar en la cúspide y si ella no hubiera conocido al verdadero Zeke, un hombre tierno, un amante apasionado y un intelectual fascinante, habría pensado que era un hombre temible.
Aun así, lo único que había descubierto durante su primer encuentro en el pueblo, en una soleada tarde de julio, era que se trataba del hombre más sorprendente y atractivo que había conocido en su vida. Y, contra su natural tímido y reservado, se había descubierto respondiendo afirmativamente cuando Zeke la había invitado a cenar. Y allí había empezado todo.
Una repentina llamada de teléfono interrumpió sus pensamientos. Casi como una autómata, se levantó y se dirigió al comedor, donde estaba el contestador.
–¿Marianne? Soy Zeke –parecía impaciente y ligeramente irritado–. Descuelga el teléfono.
Marianne estaba a punto de descolgar cuando decidió no hacerlo. ¿Por qué tenía que hacer siempre lo que él decía?, se preguntó a sí misma, con un nudo en el estómago. Era una mujer adulta, capaz de decidir por sí misma. No tenía por qué descolgar el teléfono.
–¿Marianne? –la voz de Zeke era definitivamente seca en aquel momento y Marianne se lo imaginó mirando con los ojos fruncidos al inocente aparato de plástico que se había atrevido a desafiarlo–. Diablos, no tengo tiempo. ¿Estás en el baño o algo así? Mira, solo quería asegurarme de que te acordaras de encargar el paté que a Gerald Morton le gusta tanto. Pensaba recordártelo anoche, pero con todo lo que ocurrió… –se interrumpió bruscamente–. En cualquier caso, pídeles que envíen un poco de paté si todavía no lo han hecho.
Marianne esperó alguna palabra de despedida, algo, cualquier cosa, pero Zeke se limitó a colgar el teléfono.
–Maldito paté –comenzó diciendo Marianne con voz suave, para casi al instante gritar–: ¡Maldito asqueroso paté! –su matrimonio estaba a punto de romperse y él estaba preocupado por una cena de trabajo.
Entró en el salón y se detuvo frente a la repisa de la chimenea, donde descansaba su fotografía de boda.
Ignoró el rostro joven y radiante de la mujer que estaba al lado de Zeke y miró fijamente a su marido.
Habían sido sus ojos los que la habían hechizado dos años atrás. Aquellos ojos grises, con la cálida cualidad del humo, la habían arrebatado por completo. De hecho, todavía lo hacían.
Cuando la miraba a los ojos durante los primeros días de su relación, Marianne no sentía que procedían de dos mundos diferentes. Zeke de una infancia totalmente carente de estabilidad y amor y ella de un pasado propio de una familia de clase media cimentada con el amor y los valores familiares.
Tenía solo veinte años cuando había conocido a Zeke y sexualmente era una inexperta; Zeke, sin embargo, había tenido relaciones desde los dieciséis años y a los treinta y cinco había pasado por todo tipo de experiencias.
Sin embargo, no la había besado hasta su segunda cita. Y aquel segundo día, cuando la había arrastrado hacia la intimidad de las sombras para abrazarla, Marianne había recordado que hasta entonces, las atenciones de sus amigos solo habían conseguido disgustarla e irritarla.
Sin embargo, el sutil olor de su loción, la fuerza de su cuerpo y la devastadora sensualidad que de él emanaba, habían conseguido sacudirla hasta las raíces. Y para cuando la había besado, ella ya estaba temblando de pasión. El corazón le latía con tanta fuerza que sentía su pálpito atronador en los oídos y la sangre le corría por las venas convertida en un río de vino ardiente.
–Eres una persona especial –le había susurrado Zeke al oído mientras la estrechaba entre sus brazos–. Muy, muy especial.
Marianne no sabía qué decir; apenas era capaz de mantenerse en pie. Y cuando Zeke se había apoderado de sus labios, ella había respondido con una pasión salvaje, sintiendo que, hasta ese momento, no había estado verdaderamente viva.
Al final de aquella primera semana, Marianne ya tenía la certeza de que lo amaba tanto que no podía vivir sin él. Y la intensidad de su amor la asustaba tanto como la emocionaba.
Cuando se había casado con él, se había entregado en cuerpo y alma, sin dejar nada para ella. Había sido una auténtica estúpida.
Pat ya estaba esperándola cuando llegó al elegante y tranquilo restaurante en el que se habían citado, y se alegró de haber llamado para reservar una mesa para dos a su nombre. O al nombre de Zeke, se corrigió con amargura. Con aquel nombre era posible abrir cientos de puertas.
–¡Annie! –gritó Pat. Se levantó y movió los brazos con entusiasmo, como si el restaurante estuviera lleno y no prácticamente vacío.
–Oh, Pat, cuánto me alegro de verte –la saludó Marianne, y se fundió con su amiga en un enorme abrazo.
–Y yo –Pat sonrió radiante mientras se sentaban. Y después, cuando apareció a su lado el camarero, dijo–. ¿Sigues tomando vermut, no?
–La verdad es que ahora prefiero el vino –no añadió que Zeke le había educado el paladar hasta hacerle ser capaz de reconocer los mejores vinos–. Tú lo prefieres tinto, ¿verdad?
Pat asintió.
–No ha habido muchos cambios en mi vida –dijo con una mueca.
Oh, ojalá pudiera decir eso de la suya, pensó Marianne. Eligió una botella de vino que sabía era suave y afrutado, con un ligero regusto a roble, y en cuanto las dos estuvieron nuevamente a solas, dijo suavemente:
–Tienes un aspecto magnífico, Pat.
–Tú también –la expresión de Pat era inusualmente dulce mientras deslizaba la mirada por el hermoso rostro de su amiga–. Pero si no te importa que te lo diga, creo que has adelgazado, y cuando tú adelgazas eso significa que tienes algún problema.
Marianne asintió lentamente. Con Pat era imposible andarse con rodeos, y después de todas las adulaciones con las que mucha de la gente que los rodeaba pretendía atraerse los favores de Zeke, la franqueza de su amiga resultaba refrescante.
–Entonces, ¿qué te pasa?
La llegada del camarero con el vino retrasó la respuesta de Marianne. Pero en cuanto tuvo frente a ella una enorme copa de cristal llena de vino y la carta del menú, dijo sin ningún preámbulo:
–Todo esto es un lío, Pat. Yo, Zeke, todo… Yo pensaba que iba a ser diferente. Sabía que el trabajo ocupaba parte de su vida, y que eso estaba bien, pero él no parece entender que yo también necesito hacer algo. No puedo pasarme la vida encerrada en casa, o yendo a comer con las esposas de sus amigos, u organizando fiestas y cosas así. Yo no soy así.
–Yo tampoco –contestó su amiga.
–Él espera que sea yo la única que se comprometa. He tenido que encajar completamente en su mundo y él no ha hecho el menor intento por encajar en el mío. Dice que no quiere que trabaje, que no lo necesito, e incluso cuando he intentado trabajar como voluntaria en algún hospital, me ha puesto las cosas tan difíciles que al final he renunciado. El apartamento… lo siento como una prisión. Lo odio. Antes de casarnos, Zeke me prometió que buscaría algo más adecuado para formar una familia.
–¿Una familia? –preguntó Pat quedamente.
Marianne la miró con tristeza.
–Pero todavía no me he quedado embarazada. Durante el primer año no me importó, pero después empecé a preocuparme. Me hice pruebas, pero aparentemente no tengo ningún problema. Aun así, todavía no hemos tenido ningún hijo. Y esta vida me está matando, Pat. Me ahoga.
–¿Y se lo has dicho a él?
Marianne asintió.