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El doctor Paul Grantham era el jefe de la unidad de ginecología en la que Catherine trabajaba. Ella no podía evitar sentir una enorme atracción por aquel hombre carismático y comprensivo, pero creía que estaba completamente fuera de su alcance: era guapo, rico y, lo peor, también era su jefe. Detrás de aquella imagen de éxito, Paul tenía una tristeza secreta... y Catherine sabía que podía ayudarlo a olvidar. Ojalá su relación no fuera algo tan prohibido...
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Seitenzahl: 174
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Laura MacDonald
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Premonición, n.º 1295 - septiembre 2016
Título original: The Surgeon’s Dilemma
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8725-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
DIME, ¿no te parece el hombre más encantador del mundo?
–¿Quién? –preguntó la enfermera Catherine Slade arreglando la cama de Marion Finch, preparándola para la visita matutina de los médicos.
–Él –asintió Marion señalando hacia el puesto de enfermeras, más allá de la habitación con cuatro camas en que se hallaban, donde estaba ingresada a la espera de una operación.
Catherine miró por encima del hombro y vio a un grupo de médicos que hablaban con la hermana Marlow.
–¿Simon Andrews, el cirujano residente?
–No, es guapo, desde luego, pero es demasiado jovencito. Me refiero al doctor Grantham.
–¿En serio? –preguntó Catherine sorprendida–. A decir verdad, no me he fijado.
–¡Vaya con estas enfermeras jovencitas! –suspiró Marion girando los ojos en sus órbitas–. No veis ni lo que tenéis delante de las narices. Aunque, por otro lado, yo diría que eres demasiado joven para él… a pesar de todo, no te dejes engañar por las canas. Estoy convencida de que en él, son prematuras. Yo lo encuentro muy atractivo… sobre todo los ojos. ¡No me digas que no te has fijado en esos ojos!
–En realidad no –sacudió la cabeza Catherine, riendo–. Soy nueva aquí, apenas conozco a nadie. Además, el señor Grantham está fuera de mi alcance. Es el jefe, dudo que se dé cuenta siquiera de nuestra existencia. Me refiero a las empleadas, a las enfermeras.
–Estará casado –afirmó Marion–, siempre están casados. Pero no tiene nada de malo fantasear, ¿no? ¡Ahí vienen!
Al aproximarse los médicos, ambas guardaron silencio. Catherine permaneció junto a la cama de Marion. La hermana Marlow tomó el expediente de la enferma y se lo pasó al doctor Grantham. Él se había vuelto ya hacia Marion Finch.
–Otra vez nos encontramos, señorita Finch –la saludó sin esperar a que la hermana Marlow le recordara el nombre de la paciente. Su voz era autoritaria, pero también encantadora, bellamente modulada–. ¿Qué tal ha pasado la noche?
–No demasiado mal, doctor Grantham, pero estaré mejor cuando todo haya pasado –contestó Marion.
–Estoy convencido de ello, porque voy a hacer de usted una mujer completamente nueva –sonrió el doctor Grantham mientras Marion se ruborizaba.
La hermana Marlow se distrajo buscando otros expedientes, y Catherine aprovechó la oportunidad para observar los ojos del doctor Grantham. Él leía el expediente de Marion, así que, después de unos instantes, Catherine tuvo que desistir.
–El anestesista vendrá a verla muy pronto, señorita Finch. Mientras tanto… –continuó el doctor Grantham devolviéndole el expediente a la hermana Marlow–… iré preparándome para nuestra próxima cita, que será en la sala de operaciones. Usted, por supuesto, no se enterará de nada, pero yo le haré la histerectomía y volveré a verla mañana.
–Gracias, señor Grantham. Muchas gracias –contestó Marion.
Fue en ese momento cuando Catherine se dio cuenta de que alguien la observaba. Volvió la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Simon Andrews, el cirujano residente. Entonces él le guiñó un ojo. Catherine sonrió levemente y apartó la mirada. El ginecólogo jefe pasó a la siguiente paciente.
–¡Ya puedo morir feliz! –exclamó Marion suspirando.
–No lo dices en serio, Marion –rio Catherine.
–¿Que no? No, claro que no. La verdad, no cambiaría a mi Derek por nada, pero… soñar no es malo, ¿no? –repuso Marion.
Catherine dejó a Marion y volvió al puesto de enfermeras. La hermana Marlow le había ordenado hacer un ingreso aquella misma mañana. La nueva paciente llegaría en cualquier momento. La enfermera, Lizzie Rowe, estaba apoyada en el mostrador del puesto de enfermeras.
–¿Qué tal?
–Bien –asintió Catherine–. Empiezo a conocer los nombres.
–Lleva tiempo. Después de todo, solo llevas aquí tres días –comentó Lizzie–. ¿Y Marion Finch?, ¿está preparada para el quirófano?
–Sí, solo falta que la vea el anestesista, después le daremos la medicación indicada. Está entusiasmada con el doctor Grantham.
–Todos los pacientes están entusiasmados con el doctor Grantham, los hace sentirse como si fueran los únicos.
–Pues a veces esa actitud da lugar a una familiaridad excesiva –observó Catherine.
–Con Paul Grantham, no. Su conducta es demasiado cortés para eso. Ah, ahí llega el anestesista… –añadió Lizzie.
–Hola –saludó un hombre corpulento, inclinándose sobre el mostrador–. Tenemos un rostro nuevo aquí. ¿Qué tal?
–Catherine, este es el señor Patel –los presentó Lizzie–. Creo que no os conocéis. Él ha estado ausente.
–No, creo que no… –sonrió Catherine–. Encantada de conocerlo, señor Patel.
–¡Oh, por favor, por favor…! Llámame Sanjay, todos me llaman así.
–Es encantador –repuso Lizzie mientras Sanjay se marchaba en dirección a sala de pacientes–. Se nos olvida que es doctor, es como si fuera uno de nosotros. Ya sabes a qué me refiero….
–Al contrario que con el doctor Grantham, ¿no? –repuso Catherine.
–¿Qué quieres decir? –preguntó Lizzie.
–Bueno, ¿hay alguien que lo llame Paul?
–¡Dios, no! Él aquí es como un dios.
–A eso me refiero –respondió Catherine.
Lizzie, sin embargo, no estaba escuchando. Contestaba al teléfono. Entonces llegó un celador y le tendió a Catherine dos cajas enormes.
–¿Dónde pongo esto? –preguntó Catherine en cuanto Lizzie hubo colgado.
–Debajo del mostrador, mira a ver si encuentras sitio. Son sábanas y sobres, cosas que iban escaseando. ¿Quieres atender aquí un momento, por favor? Tengo que ir al servicio.
–Bien –contestó Catherine agachándose para hacerle un sitio a las cajas.
Casi había terminado cuando alguien llegó y se quedó de pie, delante del mostrador. Catherine no pudo ver de quién se trataba, pero preguntó, mientras se ponía en pie:
–¿Puedo ayudarlo?
Entonces se enganchó un tacón en el dobladillo del vestido, y estuvo a punto de caer. Cuando por fin recuperó el equilibrio vio de quién se trataba. Sus ojos se encontraron con una mirada increíblemente azul, un azul que contrastaba fuertemente con las canas.
–¿Está usted bien? –preguntó él en voz baja.
Por un instante, Catherine creyó notar cierta preocupación en aquella preciosa voz bellamente modulada. Sin embargo no pudo evitar sentirse como una estúpida, por el hecho de tropezar.
–Sí, gracias, se me ha enganchado un tacón…
–Necesito un teléfono.
–Claro, utilice cualquiera de estos, por favor –contestó Catherine señalándolos.
–Gracias.
El doctor Grantham descolgó el auricular y comenzó a marcar números. Catherine, recordando de pronto el comentario de Marion Finch, fijó la vista en sus manos. Manos preciosas, de cirujano, con dedos largos y uñas cuadradas. El doctor Grantham levantó la vista y la pilló observándolo. Confusa, Catherine apartó la mirada.
–Catherine, acaba de llegar la paciente a la que hay que ingresar.
Era la hermana Marlow la que hablaba. La paciente era Edna McBride, una mujer soltera, de unos sesenta años, con un prolapso vaginal. Catherine la hizo pasar a la oficina cerrada en la que se registraban las admisiones y procedió a hacerle unas preguntas.
–¿Más preguntas? –inquirió Edna McBride tomando asiento.
–Bueno, casi todas las ha contestado ya, pero tenemos que cerciorarnos de que nada ha cambiado desde su primera visita –explicó Catherine–. Bien, veo por el expediente que toma usted medicación para la hipertensión y que ha tomado antibióticos para la infección de orina. ¿Los ha traído?
Edna McBride asintió y sacó dos frascos de su bolso, contestando:
–Estas ya las he tomado esta mañana, pero esta noche necesito tomar el antibiótico.
–Gracias –contestó Catherine guardando los frascos–. Se las darán a su debido tiempo.
–También tomo píldoras para la indigestión, a veces, así que las he traído.
–Su operación será mañana, Edna… ¿puedo llamarte Edna?
Catherine siempre llamaba a las pacientes por su nombre de pila, pero con aquella mujer había sentido cierto reparo a hacerlo.
–Si no hay más remedio. Será el doctor Grantham quien me opere, ¿verdad?
–Bueno, él tiene consulta privada fuera del hospital, pero seguramente podrá operarla.
–¿Qué quieres decir? –inquirió Edna McBride en tono exigente.
–A veces el doctor Prowse, su sustituto, tiene que realizar la operación por él…
–¿Por qué?
–Bueno, si el doctor Grantham se retrasa con otro paciente, o si tiene que realizar alguna operación de emergencia…
–Comprendo. Bueno, esperemos que no sea así. Confío en el doctor Grantham, quiero que sea él quien me opere.
–Y seguramente así será –contestó Catherine.
–¿Podré verlo antes de la operación?
–Sí, hoy mismo, más tarde. Y también te verá el anestesista. ¿Te habías operado antes de algo?
–Me operaron de un quiste de ovarios, pero de eso hace veinticinco años.
–Bueno, la medicina ha cambiado mucho desde entonces…
–Sí, pero no siempre para mejor –comentó Edna.
–Hacemos lo que podemos.
–Claro –repuso la paciente.
–Te tomaré la presión sanguínea, te mediré y te pesaré. Luego te enseñaré tu cama.
–Pero no tendré que meterme en la cama ahora, ¿no? No me gusta vaguear.
–No, pero debes descansar antes de la operación. Además, es lo mejor, para que pueda examinarte el doctor –contestó Catherine.
–Bueno, está bien.
Catherine instaló a Edna en su cama y volvió al puesto de enfermeras. Allí se encontró con Lizzie Rowe, que le sugirió que fueran juntas a la cafetería de empleados.
–Es una idea genial –sonrió Catherine.
–¿Qué tal la nueva paciente? –preguntó Lizzie mientras ambas abandonaban el departamento de ginecología.
–Un poco estirada, debe ser maestra retirada. Según dice, los hospitales deberían seguir como estaban hace veinticinco años.
–Quizá tenga razón –contestó Lizzie suspirando.
–No sé, mi madre era enfermera –repuso Catherine abriendo la puerta de la cafetería–. Siempre decía que le aterraban las matronas.
Catherine y Lizzie recogieron café y galletas del autoservicio y buscaron una mesa junto a la ventana.
–¿Y sigue siendo enfermera? –preguntó Lizzie quitándole el celofán a las galletas.
–No, murió.
–¡Oh, lo siento! –se lamentó Lizzie–. Debía ser muy joven.
–Cuarenta y seis años. Murió de un tumor cerebral. Fue muy repentino, pero de eso hace ya tres años. Yo entonces trabajaba en el hospital de Oxford. Mamá vivía aquí, en Langbury.
–Entonces, ¿has vivido ya antes en Langbury?
–Sí, nací y me crié aquí –contestó Catherine–. Fui a Oxford a hacer la residencia y después me quedé allí a trabajar cinco años. Estuve un año en urgencias y cuatro en ginecología.
–Y ahora has vuelto a Langbury.
–Sí –sonrió Catherine–, he vuelto a Langbury. Siempre quise volver. Lo tenía planeado hacía años, pero cuando murió mi madre me lo replanteé.
–Y tu padre, ¿está…?
–No, está vivo, pero vive en Londres. Él y mi madre se divorciaron, y él volvió a casarse, antes de que muriera mi madre.
–Entonces, ¿no te queda familia aquí?
–Sí, una tía y un par de primas. Mis raíces están aquí, en Langbury. Aquí asistí al colegio, tengo amigas y…
–¿Me equivoco al suponer que te dejaste aquí a alguien muy especial, y que por eso querías volver? –preguntó Lizzie interrumpiéndola.
–No, ¡qué va! En absoluto. No hay nadie especial en mi vida. Al menos, desde hace un par de años. Mi último novio fue un colega de trabajo de Oxford, pero no salió bien. Comenzamos a salir poco después de la muerte de mi madre, y creo que para mí fue demasiado pronto. Yo no estaba preparada para mantener una relación seria, estaba demasiado afectada.
–Entonces, ¿qué otra razón tenías para volver?
–¿Otra razón? –preguntó Catherine.
–Sí, me da la sensación de que ibas a hablar de algo más, aparte de tus raíces y de la familia.
–¿En serio? Bueno, sí, en cierto sentido, sí. Cuando vivía aquí, era miembro del Langbury Amateur Dramatic Society, del LADS, como se los conoce. Es una compañía de teatro aficionado con mucha tradición aquí.
–Sí, creo que he oído hablar de ellos –comentó Lizzie–. Hacen buenas obras de teatro.
–Sí, tienen un nivel muy alto –convino Catherine–. He vuelto a unirme a ellos.
–Estupendo, ¿y qué estáis haciendo en este momento?
–Van a representar Oliver este verano. Cuando yo llegué era demasiado tarde, ya habían hecho el casting, pero no me importa, ya habrá otras obras. Además, voy a ayudar.
–¿En qué estás especializada?
–Bueno, me gusta hacer de todo –explicó Catherine–. Actuar, cantar… a veces, incluso, dirigir.
–¡Vaya, es maravilloso…! Además, es una buena forma de conocer gente. ¿Dónde vives?
–Me he comprado una casita en Priory Road.
–Lo conozco –asintió Lizzie–. Esas casas son encantadoras.
–Bueno, necesita unos cuantos arreglos, pero todo a su tiempo. De todos formas, para mí sola basta. ¿Y tú?, ¿dónde vives?
–Vivo en una de esas casas del barrio nuevo, en Langbury Heights.
–¿Estás casada?
–No –sacudió Lizzie la cabeza–, pero vivo con mi novio. Algún día nos casaremos, probablemente, pero aún no. Eso me recuerda que tengo que llamarle por teléfono. Disculpa, enseguida vuelvo.
Lizzie atravesó la cafetería en dirección a los teléfonos públicos. Catherine se reclinó sobre la silla y sorbió café. Lizzie le gustaba, se había desvivido por hacerle agradable sus primeros días de trabajo en el hospital. En realidad el nuevo empleo comenzaba a gustarle. Antes de volver a Langbury había tenido ciertas dudas. «No se puede volver atrás, nunca es como antes», le habían dicho todos. Bien, no era como antes, pero tampoco era eso lo que Catherine pretendía. Nuevo empleo, nueva casa, nuevos amigos… eso deseaba, y eso era, precisamente, lo que había encontrado.
–Nos encontramos otra vez. ¿Te importa si me siento contigo?
Catherine alzó la vista y encontró a Simon Andrews mirándola y sonriendo.
–No, claro, pero tengo que volver al trabajo dentro de cinco minutos –sonrió Catherine señalando una silla libre.
–La historia de mi vida –suspiró Simon–. Encuentro a una chica guapa y solitaria, e inmediatamente me dice que se tiene que ir.
–¿Y quién ha dicho que esté sola?
–Pareces solitaria.
–¿En serio?
–Bueno, quizá no sea esa la palabra adecuada. Pensativa. Eso es, sí, pensativa. Pensativa y vulnerable, como si necesitaras que alguien cuidara de ti.
–No lo escuches, Catherine –advirtió Lizzie nada más volver a la mesa–. Tiene una lista de frases hechas que ni te imaginas.
–Bueno, no sé –rio Catherine poniéndose en pie–. Me gusta la idea de ser pensativa y vulnerable, tiene su atractivo eso de que necesite que alguien cuide de mí.
–¿Es eso lo que te ha dicho? –preguntó Lizzie–. Vamos, Simon, no puedo creer que estés perdiendo facultades.
–Pues no lo creas –replicó Simon–. Catherine se acordará de mí, ¿verdad que sí, Catherine?
–¿Cómo iba a olvidarte? –preguntó ella a su vez, con la mano en el pecho, en una actitud teatral.
–¿Lo ves? He conseguido exactamente lo que quería –sonrió Simon.
–Vamos, Catherine, no vamos a quedarnos aquí, a escuchar tonterías. Los pacientes nos necesitan.
Las dos enfermeras salieron de la cafetería en dirección al departamento de ginecología.
–¿Siempre es así? –preguntó Catherine.
–Siempre –contestó Lizzie–. Y no te lo recomiendo, si buscas pareja.
–¿Y quién ha dicho que busque pareja?
–Me lo figuro, eso es todo. Como has dicho que no hay nadie en tu vida…
–En realidad, lo creas o no, estoy contenta tal y como estoy –dijo Catherine abriendo las puertas y sosteniéndolas al ver que alguien, tras ella, quería entrar. Catherine levantó la vista y vio al doctor Grantham. Ambas se echaron a un lado y él, tras inclinar levemente la cabeza, pasó por delante y se dirigió a la oficina de la hermana Marlow–. Pero eso no quiere decir –continuó Catherine sin apartar los ojos del doctor–, que no esté interesada, si se presenta el hombre adecuado.
–Espero que no te refieras a él –contestó Lizzie–. Ese hombre es, lo que se dice, intocable.
–Sí, eso diría yo –asintió Catherine.
–Pero es atractivo –añadió Lizzie–. Eso, seguro. Aunque, desde luego, jamás miraría una segunda vez a ninguna de nosotras, pobres empleadas de segunda.
–No, supongo que no –convino Catherine.
Catherine y Lizzie llegaron al puesto de enfermeras y sustituyeron a dos compañeras que había allí. Enseguida llamaron al teléfono. Lizzie contestó y, justo entonces, el doctor Grantham y la hermana Marlow salieron del despacho.
–Tengo mucha prisa, pero quisiera ir a ver a la señorita McBride antes de operar –aseguró el doctor Grantham mirando el reloj–. ¿Quiere usted acompañarme, hermana?
–Hermana, la enfermera jefe al teléfono –la llamó Lizzie tendiendo el auricular en dirección a Glenda Marlow, que miró al doctor Grantham con un gesto de impotencia.
–No importa, iré solo.
–Enfermera Slade, acompáñelo –ordenó la hermana Marlow tomando el auricular.
El doctor Grantham y Catherine se dirigieron hacia la sala de pacientes. Edna McBride estaba tejiendo, sentada en la cama.
–Hola, señorita McBride –la saludó el doctor Grantham–. Esta no es una visita oficial, volveré después, y posiblemente también mañana por la mañana, antes de su operación. La hermana Marlow me ha dicho que está usted ansiosa por saber quién va a operarla.
–Sí, lo estoy –admitió Edna McBride–. Creí entender que sería usted quien me operaría, pero luego me han informado de que es posible que lo haga su sustituto.
–Siempre cabe esa posibilidad –aseguró Paul Grantham–, pero deje que la tranquilice. Si Dios quiere –añadió poniendo una mano sobre las de la paciente–, seré yo quien la opere.
–Oh, gracias. Muchas gracias, doctor Grantham. No sabe usted cuánto me tranquiliza oírlo.
–Bien, y ahora… descanse. La veré más tarde. Gracias, enfermera –añadió el doctor Grantham levantando la vista hacia Catherine.
Por un momento Catherine pensó que él ni siquiera la había reconocido, y menos aún recordaba que era ella quien había tropezado horas antes, en el mostrador. Sin duda, para el doctor Grantham todas las enfermeras eran iguales. Lizzie tenía razón, era muy atractivo. Inmaculadamente vestido, con traje gris y camisa blanca, la combinación de sus cabellos canos con aquellos ojos azules resultaba devastadora.
Catherine lo acompañó al puesto de enfermeras donde, tras unas breves palabras con la hermana Marlow, él desapareció en dirección al quirófano, y la rutina se reanudó.
–¿Ha ido el doctor Grantham especialmente a ver a Edna McBride? –preguntó Lizzie.
–Eso parece –contestó Catherine–. Edna estaba preocupada por saber quién la operaría. Fue a tranquilizarla.
–¿Ves a qué me refiero, cuando te digo que siempre hace sentir a sus pacientes como si fueran únicos? –inquirió Lizzie.
–Sí, y no es habitual. No hasta ese punto, al menos –repuso Catherine–. Ahí vienen los celadores a llevarse a Marion Finch al quirófano, tengo que irme.
Marion estaba medio dormida a causa de la anestesia previa, pero eso no le impidió seguir charlando como una cotorra con los celadores y con Catherine. Al llegar a la sala de anestesia y ver a la hermana se asustó y se aferró a la mano de Catherine.
–Tranquila, Marion –la calmó Catherine–. Tengo que irme, pero pronto estarás bien. Te dejo con la hermana.
–¿Vendrás a verme cuando me despierte? –murmuró Marion.
–Por supuesto. Hasta luego.
–Bien –asintió Marion–. Doctor Grantham, soy toda suya.
–Eso dicen todas siempre –comentó la hermana.
Por un instante, a través de las puertas, Catherine vio una figura vestida y enmascarada de verde, con ropa de quirófano. No lo habría reconocido, a no ser por los ojos.
CON LA ayuda de Eileen Swan, especialista en cuidados postoperatorios, Catherine trasladó a Marion Finch a su cama. Después le tomaron la presión sanguínea, el pulso y la temperatura, y comprobaron que tuviera bien puesto el suero. La refrescaron y la lavaron en la misma cama y comprobaron que el catéter funcionara bien.
–Casi hemos acabado contigo, Marion –dijo Catherine tras oírla gemir–. Voy a inyectarte un analgésico para el dolor, así descansarás mejor.
