Presagio - Amable Pillado Fernández - E-Book

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Amable Pillado Fernández

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Beschreibung

Hola. Sí..., sí, a ti que en este preciso instante estás leyendo me dirijo y, de pasada, a todos los demás mortales desconocedores de los designios que rigen vuestro destino. Vosotros os empeñáis en no escuchar, en no ver... Ni siquiera en meditar o tratar de interpretar los sueños. Para que veáis que son buenas mis intenciones, os insto a que a través de los relatos que a continuación vais a leer, os introduzcáis en mi mundo, que es el mundo del misterio, de lo oculto, de lo (para vosotros) paranormal. Y aunque no es normal que yo os lo diga, si no seguís mis consejos, lo podréis lamentar. No me creéis, ¿verdad? ¡Pues allá vosotros! Llegado el momento lo comprenderéis y entonces lamentaréis, para vuestra desgracia, que ya sea demasiado tarde. Palabras de Elb-Amah (Para vosotros, La Muerte)

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Presagio

[Relatos sobre el otro sentido de la realidad]

Amable Pillado

Título original: Presagio

Primera edición: Julio 2016

© 2016 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Amable Pillado Fernández

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Collage de cubierta: Laura Mira Prieto-Moreno

Maquetación: Rocío Aguilar Bermúdez y Álvaro Guerrero Moñús

Conversión a libro electrónico: Patricia Fuentes

ISBN: 978-84-163648-1-7

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Dedico este libro a todas las personas de buen corazón que son solidarias con los que sufren, bien por mala salud o por la injusticia social que desgraciadamente se ha incrustado en nuestro planeta en este nuevo milenio que esperábamos lleno de esperanza para un mundo mejor

Introducción

Hola. Sí..., sí, a ti que en este preciso instante estás leyendo esta introducción mía me dirijo y, de pasada, a todos los demás mortales sin excepción alguna de raza o credo ya que para mí, salvo escasas excepciones, todos sois exactamente igual de incrédulos e ignorantes desconocedores de los designios que rigen vuestro destino. ¡Sí!, con rabia e indignación lo digo. Pero, vamos a ver, y con sinceridad decidme: ¿De verdad creéis que realmente yo soy así? ¿De quién fue la idea, la mente perversa, torturada tal vez, que a saber por qué oscuro interés me ha pintado de tal guisa? ¡No cabe mayor horror que mi efigie mostrada, bien con fino pincel o con cincel en piedra fría concienzudamente labrada! Esa calavera alta, portentosa, de la eterna sonrisa sarcástica envuelta a la vez en el negro amargo del luto cerrado. ¿Y qué me decís de la guadaña? Ese acero pulido y la grima del filo soltando destellos de venganza. ¡Qué barbaridad!

Si supieseis la verdad y lo que yo por vosotros hago... Si vuestros taponados oídos escuchasen, si vuestros ojos cerrados se abriesen de una vez y pudieseis ver, si pudieseis interpretar los sueños, cuenta os daríais de que yo siempre estoy ahí, tratando de protegeros, de advertiros del peligro inminente que os acecha. Mas vosotros os empeñáis en no escuchar, en no ver... Ni siquiera intentáis meditar o interpretar los sueños. Y cuanto más os creéis dueños de vuestro destino, más pronto llegan las lamentaciones.

Para que veáis que mis intenciones son buenas, os insto a que, a través de los relatos que a continuación vais a leer, os introduzcáis en mi mundo, que es el mundo del misterio, de lo oculto, de lo (para vosotros) paranormal. Y aunque parezca raro que yo os lo diga, si no seguís mis consejos, lo podréis lamentar. No me creéis, ¿verdad? ¡Pues allá vosotros! Llegado el momento lo comprenderéis y entonces lamentaréis, para vuestra desgracia, que ya sea demasiado tarde.

Palabras de Elb-Amah

(Para vosotros, La Muerte)

Casi nadie parece comprender o aceptar que haya otra realidad después de la muerte física y, aun así, muchos de vosotros os empeñáis en introduciros en una senda tan peligrosa como es la parapsicología sin una triste brújula que os guíe. ¡Insensatos!

Y para quien de mí se fíe, le advierto que en el reino de los muertos también tienen sus reglas, sus códigos de honor y, por supuesto, un protocolo a seguir para entrar en su asentamiento. ¡Pero cuidado! Mucho cuidado si pretendéis jugar con ellos, introduciros en su mundo; si no se está lo suficientemente preparado, las consecuencias pueden resultar fatales.

Esta historia real o de ficción –eso me es indiferente–, que a continuación vais a leer, comenzó a fraguarse un ya lejano 31 de julio del 2003 en las afueras de una importante ciudad del sur de Galicia de cuyo nombre no debiera acordarme, más que nada para no crear sospecha alguna y que se relacione este caso con otro en apariencia similar, por no decir igual.

Pero lo esencial es que vosotros leáis este relato con mucha atención para que os sirva de lección y de paso para que os lo penséis dos veces antes de meteros donde nadie os llama. ¡Nadie!

Os dejo de momento un relato que os ha de impactar: «ECP: Un juego peligroso», y con él no creáis que ya os habréis librado de mí. No, amigos no... Yo siempre estaré ahí, al comienzo de cada historia, para concienciaros o para tocaros las narices, que es lo que realmente os merecéis.

Elb-Amah

E.C.P. Un juego peligroso

Por fin habían llegado las ansiadas vacaciones de verano para Mauricio Piñeiro, un joven y prometedor mecánico naval de veinticinco años que, pese a su juventud, era un apasionado de la ufología y la parapsicología, por lo que cada mes se gastaba su buen dinero en comprar revistas especializadas y libros de los más destacados especialistas en la materia tanto españoles como extranjeros. Era tanta la pasión que tenía por ese campo tan complejo, que no se perdía –y si no podía los grababa– ningún programa de misterio de la radio o de la televisión, a los que estaba realmente enganchado.

Lo tenía muy claro y ya se lo había hecho saber a sus amigos: aquel verano lo iba a dedicar a la investigación de cierta casa al parecer encantada y de la que mucho se hablaba que estaba a las afueras de la ciudad, al pie de una carretera secundaria.

Cada vez que Mauricio pasaba por allí, por aquella vieja carretera, se paraba a propósito para escrutarla con atención esperando una señal que saliese de aquella casa aparentemente normal, no muy antigua, pero que ciertamente desprendía misterio. Día y noche estaba igual; nunca había luz en su interior, y sus persianas –unas veces más que otras–, permanecían entreabiertas dejando a la vista unas sencillas cortinas de visillo sucias y amarillentas. Pero más incomprensible le resultaba a Mauricio el hecho de que después de tantos años retirasen el letrero de «Se alquila». Al joven le surgían unas más que razonables dudas: si la casa seguía vacía, ¿por qué habían quitado el cartel? ¿Por qué nadie alquilaba aquella casa? ¿Qué misterio oculto había en su interior? Fue por todo ello por lo que se propuso investigar por su cuenta y riesgo.

A las cinco de la tarde de aquel caluroso viernes 31 de julio, allí estaba Mauricio dentro de su coche, aparcado en el arcén bajo la sombra de los pinos, con la cabeza apoyada en su brazo izquierdo por fuera de la ventanilla sin perder de vista la casa, con la cámara dispuesta en el asiento del copiloto a la espera de ver algún movimiento en su interior o poder comprobar por sí mismo si salía o entraba alguien de ella o de la finca completamente abandonada.

Después de hora y media sin que nada sucediese, y a punto de quedarse dormido, de repente vio a un muchacho joven, de unos veinte años, que se acercaba a él caminando por la carretera. Sin pensárselo dos veces y con una pequeña grabadora en mano, salió a su encuentro.

–Hola. ¿Eres de por aquí? –le preguntó nada más abordarlo.

–Sí... –respondió el muchacho mirándolo como a un bicho raro–, vivo un poco más arriba. ¿Por qué...?

Mauricio tomó aire para insuflarse tranquilidad y, como si fuese un profesional de la información, actuó:

–No..., tan solo es por si me puedes ayudar. Verás, me llamo Mauricio, soy periodista de investigación y estoy interesado en la leyenda que hay acerca de esta casa. ¿Tú sabes algo de lo que se cuenta, de que está encantada y que dentro de ella habitan fantasmas?

–Mira... –dijo el muchacho de mala gana dirigiendo su voz hacia la pequeña grabadora–, todo el mundo lo dice, todos lo comentan, pero yo, personalmente, no me creo nada de eso aunque hace unos quince días, mis amigos y yo nos llevamos un susto del carajo al pararnos delante de la casa.

–¿Qué os pasó?

–Nada, que eran sobre las cuatro de la mañana, veníamos de una fiesta y claro..., con el cachondeo que nos traíamos, nos paramos delante del portal desafiando a los fantasmas a que saliesen de la casa. De pronto, la persiana de la derecha se bajó a toda hostia. ¡No paramos hasta llegar a nuestras casas!

–Y aun así, ¿no crees que hay algo raro en esa casa? –siguió Mauricio, a lo que el muchacho respondió encogiéndose de hombros:

–Mis amigos creen que sí, pero lo que soy yo... Creo que ahí dentro vive alguien a quien le conviene mantener el misterio para no pagar casa. Vamos, que vive del cuento.

–Pero... ¿los dueños de la casa no vienen por aquí de vez en cuando?

–No lo sé... El dueño vive cerca de aquí pero, ¿por qué no se lo preguntas a esa señora que viene por la carretera con una carretilla? Seguro que ella te puede contar muchas más cosas que yo. Después de todo, ellos, los mayores, fueron testigos de la tragedia que ocurrió dentro de esa casa.

–¡Ah! ¿Hubo una tragedia dentro de la casa? –preguntó Mauricio frunciendo el ceño.

–Sí, sí..., que te cuente ella.

–Pues muchas gracias, amigo.

–De nada, hombre. Y no te comas demasiado el tarro, que los fantasmas no existen. Muerto el perro, se acabó la rabia.

–Ojalá fuese así de sencillo –contestó Mauricio regalándole una amplia sonrisa.

Y, efectivamente, por la carretera se acercaba una señora con una pañoleta negra cubriéndole la cabeza, en apariencia mayor, bajita y muy menuda, todo ella cerrada de luto. Iba medio encorvada tirando de una carretilla llena de hierba fresca.

Mauricio la abordó con su metro ochenta y cinco; al lado de ella parecía un gigante.

Grabadora en mano y con cierta sutileza, le preguntó inclinándose sobre ella que, nada más verle, ya se había parado.

–Buenas tardes señora, y perdone las molestias. Me llamo Mauricio y estoy investigando el misterio que encierra esta casa. Incluso se habla de una tragedia ocurrida en su interior hace años. ¿Sabe usted algo de todo ello?

Con cierta calma, la señora posó la carretilla en la carretera por la que pasaban pocos coches, se incorporó todo lo que pudo mostrando cierta disposición al diálogo, se ajustó el pañuelo sobre su cabeza y comenzó a hablar en un gallego muy cerrado:

–¡Ayfilliño! Procura no meterte ahí, ya que esa casa está encantada... Pasan cosas muy malas ahí dentro... Muy malas.

–¿Cómo qué? –se interesó Mauricio haciéndose el sorprendido.

La anciana entrelazó sus manos arrugadas y sucias como quien suplica al cielo quizá buscando inspiración pues se la veía predispuesta, ya no solamente a hablar, sino más bien a contar una larga historia de misterio e intriga.

–Hace años que en esa casa maldita asesinaron a una mujer... A la pobre le abrieron la cabeza con una machada... Pobre Mercedes... Era una buena mujer, buena esposa y muy guapa.

–¿Vivía sola?

–No, no... vivía con su marido... Manuel, el actual dueño de la casa. En aquel momento el pobre estaba trabajando en el campo.

–¿Y el asesino...? ¿Se supo finalmente quién fue?–preguntó Mauricio que, ahora sí, parecía realmente intrigado.

–No, hijo, no... Nunca se supo quién fue el asesino... Sin duda un ladrón, ya que se llevó el poco dinero que había en la casa, aparte de las pocas joyas que teníaa difuntiña. Aquello fue un drama terrible... Terrible.

Realmente consternado por aquella trágica historia del crimen sin esclarecer y que sin duda quedaría en el olvido, en la memoria de los mayores del lugar que poco a poco se la llevarían con ellos al Reino de los Justos, por la cabeza de Mauricio pasó la idea de comprometerse a fondo en esclarecer el caso, en el que, al igual que en muchos otros, había una relación entre un crimen y una casa encantada.

–Entonces, ¿usted cree que el espíritu de ella..., de Mercedes, es el que habita la casa?

–¡Sin duda alguna,filliño! La pobre no descansará hasta que se sepa quién fue realmente el asesino y se le castigue como es merecido... ¡Qué pena! Mientras tanto, lapobriñano puede descansar en paz.

–¿Y hace mucho de todo esto?

–¡Ay! Por lo menos veinte años o más.

–Y, desde entonces, ¿qué ha pasado? –se interesó Mauricio viendo la disponibilidad de la señora que parecía tener ganas de soltar lastre, de contar una historia que llevaba incrustada en su cabeza muchos años–. ¿Hubo alguna desgracia más?

–Pues claro que sí..., pasaron muchas cosasfillo, muchas cosas –dijo la anciana dándole a la cabeza–.Manoliñose fue a vivir a la casa de sus padres..., ahí arriba, en el monte... Elpobriñosufrió mucho y todo le recordaba a su mujer, así que, pasados un par de meses, puso la casa en alquiler y la tomó un matrimonio joven de la ciudad que tenía dos hijos. Sin saberse exactamente por qué, a las dos semanas el matrimonio y los hijos salieron de allí escopetados sin mirar para atrás. ¡Ni siquiera volvieron a por sus cosas! ¿Qué les había pasado? Jamás lo supimos. Poco después,Manoliñose la alquiló al cura nuevo que un año atrás había venido a sustituir a Don Manuel, nuestro párroco que ya estaba muy viejito el pobre. Sin embargo, el padre Damián era un cura joven, de unos treinta años, alto, fuerte y muy guapo. La verdad es que nadie comprendió por qué el nuevo cura alquiló esa casa teniendo la de la parroquia... Y esa fue su perdición. A los quince días de estar instalado en la casa,o pobriñoapareció muerto en la cama... Nadie sabe de qué murió el padre Damián. Unos decían que del corazón, pero nosotros, los vecinos, sabemos que murió de miedo. Un miedo atroz que estaba reflejado en su cara y en sus ojos abiertos como platos. Mira rapaz, yo no hablo por hablar, ya que yo misma lo vi... ¡Aquella imagen, jamás se me borrará de la cabeza!

Mauricio parecía realmente impresionado.

–Y, desde aquello.... ¿no volvió nadie a ocupar la casa?

–No. Unos tres años despuésManoliñopuso la casa en venta, pero al ver que nadie se la compraba decidió alquilarla de nuevo. Pero nada. La historia de esta casa maldita había corrido como la pólvora. Y mira que ha venido gente a preguntar por ella...

–¿Para alquilarla o para investigar sobre ella?

–La mayoría por saber cosas. Por eso ha sacado de nuevo el letrero.

–O sea, que si voy a pedirle que me deje investigar...

–Te echará con cajas destempladas –se le anticipó la señora–. Él niega rotundamente que haya fantasmas en la casa. Pero nosotros sabemos que sí los hay y queManoliñotiene miedo a reconocerlo... Mucho miedo.

–Normal. De todas maneras, voy a intentar hablar con él. ¿Dónde vive?

La señora le señaló el camino, al tiempo que le recomendaba:

–En ese camino que lleva al monte, a escasos cincuenta metros encontrarás a la derecha la casa que tiene uncastiñeirodelante. Pero, si quieres un consejo, olvídate de esa casafilliño, que todavía eres muy joven...

–Muchas gracias por todo señora y no se preocupe, que tendré muy en cuenta su consejo. Le estoy realmente agradecido por toda la información que me ha dado. Gracias.

–De nada,fillo. Pero ten en cuenta una cosa: en el mundo de los muertos no aceptan a los intrusos... vivos.

Mauricio se quedó pensativo mirando a aquella señora en apariencia analfabeta que de nuevo tiraba de su carretilla medio encorvada carretera adelante, como si fuese un espectro del pasado. Sus últimas palabras, que parecían premonitorias, le impactaron; fue como si hubiese recibido un choque frontal contra un muro infranqueable.

Poco después conducía su coche radiante de felicidad. Había encontrado un filón de oro para desarrollar una historia; una tesis para iniciarse en ese campo para él tan apasionante de la parapsicología. Incluso se imaginaba saliendo en las revistas especializadas y, dispuestos a imaginar, hasta se veía como colaborador en un programa de radio o televisión. Pero primero tendría que presentar las pruebas concluyentes y, para ello, para hacer una gran investigación a fondo, necesitaba la ayuda inestimable de sus amigos.

A las diez de la noche, en la terraza de una céntrica cafetería, Mauricio estaba reunido con sus tres amigos: Nacho, de veintiséis años y programador informático; Vanesa, de veintitrés años y estudiante de periodismo; y Chus, de la misma edad que su amiga, y estudiante de biología.

Los tres amigos estaban muy atentos a las nuevas que les traía el amigo Mauri, como ellos le llamaban.

Después de que el camarero se alejase de la mesa en la que había servido cuatro cubalibres con olivas y patatillas fritas...

–El motivo por el que os he reunido con urgencia es mostraros el resultado de un trabajo de investigación que estoy realizando. Os aseguro que va a ser un bombazo, por lo que voy a precisar de vuestra ayuda.

–No nos vendrás con la historia de que has contactado con extraterrestres –bromeó Nacho con una sonrisa sarcástica en su cara de niño travieso mientras se tomaba una aceituna.

Las chicas rieron la gracia mientras Mauricio los observaba muy serio, como un jugador de póker que guarda un as bajo la manga esperando el momento oportuno para reventar la banca.

–No, no he contactado con ningún extraterrestre, pero estoy completamente seguro de que os va a interesar y mucho esta historia –se paró adrede para dar más intríngulis al momento, bebiendo un sorbo de su cubalibre–, que tal y como os había comentado hace tiempo, trata de la casa encantada de la carretera de...

–¡Bueno...!–lo interrumpió de nuevo Nacho echando su pelo castaño para atrás para dejar ver una amplia frente despejada–, ya sabía yo que algo deporcohabía.

–Ya cambiarás de opinión, Nacho, después de escuchar esta grabación. Prestad mucha atención –dijo Mauricio dándole alplaytras comprobar que no había gente alrededor.

Terminada la grabación, los tres amigos se quedaron pensativos. Parecían impresionados mientras Mauricio los observaba en silencio.

Fue Vanesa, la estudiante de periodismo, una rubia de larga melena que le llegaba a la cintura, la primera en comentar:

–No tomes demasiado en serio estas declaraciones ya que la mayoría de ellas son leyendas urbanas y más entre las gentes de las aldeas, donde la superstición está muy arraigada.

–¿Y qué me dices de las declaraciones del chaval? A pesar de su escepticismo, aseguró haber visto algo anormal en la casa...

–Y también puede que tenga razón –le atajó Vanesa–; que alguien se esté aprovechando de esa leyenda para vivir de mogollón en esa casa.

–La verdad es que esta historia acojona. No se pierde nada por indagar un poco –comentó Chus, una chica morena de pelo rizado, algo más baja que su amiga Vanesa.

Mauricio se quedó mirando a Nacho que parecía reflexionar con las manos entrelazadas por detrás de la nuca.

–¿Qué precisas? –dijo finalmente, adoptando una postura normal con las manos sobre la mesa.

–Os necesito a los tres para formar un equipo. Os expondré mi plan –dijo Mauricio seguro de sí mismo.

A la una de la madrugada y bajo un cielo estrellado, los cuatro amigos, desde el interior del coche de Mauricio, observaban silenciosos la casa supuestamente encantada.

En apariencia todo era normal, pero los cuatro, en aquel silencio penetrante y sepulcral, respiraban un aire lleno de misterio quizá por los tonos sepia que proporcionaba la penumbra de la farola al iluminar la carretera y el frontal de la casa.

Las persianas estaban igual que por la tarde: ninguna cerrada del todo y otras algo más abiertas, especialmente las dos que daban al frente. Asimismo, las cortinas de visillo dejaban entrever la oscuridad del interior, como si fuesen bocas negras que producen temor.

–La verdad es que esta casa da miedo –comentó Chus desde el asiento trasero del coche, al tiempo que Mauricio sacaba fotografías con una cámara digital; planos abiertos y cortos tanto del frente como de los laterales de la casa, especialmente de las ventanas.

–Bien, ya está –dijo Mauricio recogiendo la cámara–. Al volver, haremos las mismas fotografías y por el mismo orden por si hubiese alguna variación en las persianas o en las cortinas.

Poco después emprendieron la marcha. Pero a las cinco de la madrugada, allí estaban de nuevo. Mientras Mauricio preparaba la cámara...

–¡Mierda! –exclamó Vanesa.

–¿Qué ha pasado? –preguntó Nacho desde el asiento del copiloto volviéndose hacia atrás, donde estaban las chicas.

–Una de las persianas, la de la derecha, está más subida que antes, que estaba más o menos por la mitad, y ahora...

–Vanesa tiene razón –le apoyó Chus volcándose sobre su amiga–; por lo menos está dos cuartas más arriba que antes.

–A mí me parece que está igual –dijo Nacho.

–Ahora mismo salimos de dudas –dijo Mauricio mientras manipulaba la cámara para ver en la pequeña pantalla las fotografías guardadas.

Pasados unos segundos...

–Es verdad. Comprobadlo por vosotros mismos –dijo de nuevo mostrando la pantalla de la cámara–; ahora está casi arriba del todo y las cortinas las tiene más abiertas. Sin duda alguna, ahí dentro hay alguien o algo.

–¡Larguémonos de aquí! –gritó Chus agarrada a su amiga–. Me estoy cagando de miedo.

–Tranquila. Sacamos unas fotos más y nos vamos.

Con los nervios a flor de piel y manos temblorosas, Mauricio sacaba las fotografías en el mismo orden que la vez anterior, adelantando un poco el coche para sacar las fotos del costado sur de la casa, tal como lo habían hecho antes.

–Ya está. Mañana nos reuniremos en mi casa después de comer para ver detenidamente las fotografías y analizar qué nos desvelan.

–Yo no vuelvo por aquí ni aunque me maten –dijo Chus, a quien se la veía realmente atemorizada.

–Pues a mí –intervino Vanesa–, empieza a picarme el gusanillo de la curiosidad.

–Es el periodista que llevas dentro, Vanesa–le dijo Mauricio al tiempo que guardaba la cámara en el estuche–, y por eso serás la redactora de esta investigación. Tenemos que hacer un buen trabajo.

–Sí –intervino Nacho–, tenemos que seguir adelante. Yo dispongo de elementos técnicos para hacer una buena investigación. Y, si lo hacemos bien, podremos cubrirnos de gloria.

–Pues yo no tengo tanta capacidad como vosotros para aguantar esta presión. Estoy realmente muerta de miedo –dijo Chus medio encogida en el asiento trasero.

–Si se hacen bien las cosas, nada hay que temer –trató de tranquilizarla Mauricio, mientras se disponía a arrancar el coche. Pero en aquel preciso instante, el fuerte ruido de un chasquido llegó hasta ellos.

Los cuatro al unísono volvieron sus caras hacia la casa comprobando que la persiana de la ventana de la discordia había bajado de golpe.

–¡Hostias! –exclamó Nacho, mientras las dos chicas, abrazadas la una a la otra, gritaban aterrorizadas.

Mauricio trató de sacar la cámara de nuevo pero no pudo, pues Chus se había aferrado a él exigiéndole medio enloquecida:

–¡Arranca Mauri! ¡Salgamos de aquí, por el amor de Dios!

–¡Tan solo sacaremos una fotografía a esa ventana y nos largamos! ¡Es una prueba muy importante, joder! –gritaba nervioso Mauricio tratando de zafarse de la morena.

Finalmente fue Vanesa quien, tirando para atrás de su amiga, consiguió separarla mientras gritaba:

–¡Saca esa maldita fotografía y larguémonos de una puta vez!

Tembloroso, Mauricio sacó la fotografía y ya no esperó ni siquiera a guardar la cámara; se la echó encima a Nacho, y sin más, arrancó y salieron disparados.

Ya en la ciudad, esperando a que se abriese un semáforo aún con el miedo reflejado en sus rostros, Mauricio comentó:

–Pues entonces, quedamos así: mañana sobre las cinco de la tarde, nos vemos en mi casa para ver las fotos... A ver si tenemos la gran suerte de haber captado algo o a alguien dentro de la casa.

–¿Y por qué esperar hasta mañana? –exclamó Nacho cuando el coche arrancaba de nuevo

–La curiosidad me mata. ¿Por qué no vamos ahora?

–Porque mis viejos están durmiendo y no los quiero molestar.

–Pues vayamos a mi apartamento y las vemos en mi ordenador tranquilamente tomando unas birras...

–¿A estas horas? –se quejó Vanesa, a lo que Nacho le reprochó:

–Aún no son las cinco y media de la madrugada... Normalmente solemos llegar más tarde a casa los fines de semana. ¿O es que tienes que madrugar?

–No, pero...

–¿Estás de acuerdo, Chus? –le preguntó Mauricio.

–Como queráis... Total, no voy a pegar ojo...

Mientras Nacho ponía el ordenador a punto, los otros tres, sentados en sus respectivas sillas a su lado con una lata de cerveza en la mano, seguían los pasos del experto con su amplio equipo informático instalado en su habitación.

Al poco, aparecieron en pantalla todas las fotografías juntas, bastante nítidas, especialmente las del frente de la casa, gracias a la luz de la farola de la carretera que había a unos tres metros del portal.

–Vamos a maximizar una por una –dijo el experto–. Ahí está.

Vistas todas las fotos de la primera ronda sin que apareciese nada anormal fuera o dentro de la casa, pasaron a ver las que habían tomado en la segunda ronda.

Ampliada la primera, la del frente de la casa con sus dos ventanas con la puerta en el medio, a simple vista se adivinaba que la persiana de la derecha estaba algo más subida.

–Incluso desde lejos se nota –comentó Vanesa. Nacho añadió:

–Luego comparamos. Vamos a por las otras.

La siguiente foto enfocaba la ventana izquierda del frente de la casa, con la persiana un poco más arriba de la mitad, que solamente dejaba ver las cortinas blancas de visillo cerradas y nada más.

–Esta ventana siempre está exactamente igual –comentó Mauricio–; es como si en ella no hubiese actividad.

–A lo mejor los espíritus, igual que los vivos, tienen su lugar preferido en la casa –dijo medio en broma Vanesa.

–Sí, seguro que ahí no tienen la televisión. ¡No te jode! –bromeó Nacho y, a continuación, pinchó la imagen de la ventana de la derecha. ¡Vanesa y Chus pegaron un grito aterrador, al tiempo que Mauricio y Nacho se apartaban de la pantalla del ordenador, como si estuviese emponzoñada por la peste negra! Y es que, en honor a la verdad, la imagen ampliada al máximo de la ventana ponía los pelos de punta. En ella se podía ver claramente el ectoplasma o espectro de una mujer aparentemente joven, allí plantada mirando hacia ellos, pegada al cristal de la ventana de guillotina.

Toda ella era de un blanco transparente, como si fuese una radiografía o cliché fotográfico que desprendiera cierta luminosidad pero, aún así y todo, se podía adivinar una larga cabellera cayéndole por los hombros por encima de lo que parecía un camisón posiblemente blanco, e incluso en su cara se podían intuir las facciones casi perfectas de una mujer que sin duda debió ser muy guapa en vida, a pesar de que sus rasgos expresaban cierta intriga o desconfianza. O es que simplemente estaba enfadada..., muy enfadada.

–¿Será Mercedes? –preguntó Mauricio, pálido como un difunto.

–Posiblemente. De todas maneras después de escanearla podremos sacar una copia casi exacta de lo que era –expuso Nacho acercándose de nuevo al ordenador–. Mientras tanto, veamos el resto de las fotografías por si hay más sorpresas.

No las había pero volvieron a la fotografía del frente completo de la casa con la puerta en el medio para analizar bien esa ventana en la que ellos no habían visto absolutamente nada. En ella, reflejada en el cristal, se veía una ligera claridad, como si fuese el reflejo de las luces de un coche o el de la luz de la farola de la calle.

–Ahí está –dijo Nacho–. De no saberlo pasaría completamente desapercibida. De todas maneras, la ampliaremos para ver qué se ve.

Encuadrando el hueco de la ventana, la amplió al máximo, pero tan solo se veía una silueta deforme formada por una especie de niebla transparente.

Dando por rematada la sesión, los dos jóvenes se volvieron hacia las dos chicas. Vanesa mantenía a Chus contra su pecho, pues la muchacha estaba completamente aterrorizada.

–Bien –dijo por fin Mauricio–. Creo que con toda esta documentación, tenemos suficiente para ponernos en manos de Iker Jiménez o de Javier Sierra y que ellos, como profesionales que son, continúen con la investigación.

–¿Y para hacer esta mierda de trabajo nos precisabas con tanta urgencia a los cuatro? –le preguntó Nacho indignado.

–Bueno..., yo nunca creí obtener un resultado así tan pronto.

–¡Pues vale, Mauri...! Llama a Iker Jiménez, a Javier Sierra y, de paso... ¿por qué no llamas también a J.J. Benítez, a Jiménez Del Oso... o a Erik von Däniken? Y ya puestos, puedes llamar también a los programas de cotilleo para que se rían a nuestra costa.

–¿Qué insinúas Nacho? ¿A qué viene ese sarcasmo? –le preguntó Mauricio con el ceño fruncido.

–Te estoy diciendo, querido Mauri y a la vez amigo, que debemos seguir investigando por nuestra cuenta y riesgo para explotar nosotros mismos esta historia.

–¡Cuidado Nacho, que esto no es un juego! Ellos, los especialistas o eruditos en esta materia, aparte de tener los medios, tienen gente sobradamente preparada para actuar en estos casos. No creas que todo es tan sencillo; de hecho, puede resultar muy peligroso. Muy peligroso.

Echándose para atrás con las manos en la nuca y moviéndose con la silla de ruedas, Nacho ironizó con una sonrisa burlona o más bien satírica en su boca:

–¿Peligroso...? ¡Vamos, hombre! Mauri, que no somos críos... ¿Qué nos puede pasar si logramos entrar en la casa?

–Mauri... –intervino Vanesa–, Nacho tiene razón. Imagínate que de esa casa sacásemos una historia fascinante, bien documentada. Entonces, entre los cuatro podríamos escribir un libro, o aún mejor: con todo el material conseguido abrir una página Web y ganar una pasta gansa con las visitas que tendríamos, lo que nos permitiría seguir investigando nuevos casos.

–Ahí es adonde quiero ir. ¿Para qué darles la gloria y el dinero a otros que ya no lo necesitan pudiendo hacerlo nosotros mismos?–concluyó Nacho.

–Cuidado chicos –dijo Mauricio–, que la ambición es mala consejera y más en estos casos. Os lo advierto. En tu caso Vanesa, lo comprendo; sé perfectamente que algo así te puede abrir muchas puertas al acabar la carrera pero... ¿realmente sois conscientes de a qué nos enfrentamos? Además, ¿qué más podemos hacer si el dueño no nos facilita información ni nos permite el acceso a la casa? ¿Asaltarla como si fuésemos delincuentes? Porque supongo que pretendéis entrar en la casa para investigar o hacer sicofonías...

–Conmigo no contéis. Con lo de hoy ya tengo bastante –estalló Chus.

En la postura que estaba, Nacho mantenía el mismo gesto irónico en su cara hasta que, por fin, muy seguro de sí mismo, le dijo a Mauricio:

–Vamos a ver, querido amigo, ¿cuántas irregularidades no se habrán cometido en nombre de la ciencia o en investigaciones judiciales o policiales...? Pero tú, ¿te imaginas por un momento que consiguiésemos esclarecer el asesinato de esa mujer... ¡desvelado por ella misma!? Sería la hostia tú. Imagínate los titulares: «Crimen esclarecido por el fantasma de la víctima». ¿Os lo imagináis?

–Pues que saldríamos los cuatro a la palestra –comentó Vanesa–. Ni siquiera haría falta llamar a los especialistas... Vendrían ellos a por nosotros, lo mismo que las moscas a la miel, nos haríamos muy populares y se nos abrirían una infinidad de caminos y posibilidades.

Mauricio volvió a quedarse pensativo mirando el suelo. Él sabía que sus amigos tenían razón y en realidad era lo que él llevaba soñando desde hacía muchos años y la ocasión se le presentaba propicia. Incluso llegó a pensar que la táctica le estaba dando sus frutos; ¡ya no tenía que ser él el que suplicase ayuda a sus amigos sino que se ofrecían ellos solitos!

Decidió seguir con el juego.

–No me gusta nada vuestra idea pero sois mis amigos y yo estaré siempre con vosotros. Lo que os pido es que no os dejéis llevar por la ambición; que mantengamos siempre y en todo momento las ideas muy claras en cada paso que demos.

–Claro, por supuesto–asistieron Nacho y Vanesa.

–Y a ti, Chus –le dijo Mauricio–, no te vamos a dejar de lado. Tú puedes aportar cosas sin necesidad de meterte en la boca del lobo. ¿Comprendes lo que te quiero decir?

–Ya, pero es que a mí me dan mucho miedo estas cosas...

–Ya verás como al final le coges el gustillo –le dijo Vanesa dándole un abrazo.

Pasados un par de minutos de total fraternidad entre los cuatro amigos, fue el propio Nacho –que parecía haberse erigido en líder– el que dijo:

–Bien. Antes de irnos a dormir, elaboremos un plan para mañana; qué vamos hacer y cómo.

–Lo primero –propuso Vanesa–, es grabarlo todo; incluso nuestras conversaciones. Debe quedar constancia de todo para luego redactarlo sin opción al error.

–Tienes razón Vanesa –afirmó Nacho–. Mauri, pon la grabadora en marcha mientras yo abro una carpeta para almacenar todas las fotografías. ¿Qué nombre le ponemos a esta operación?

Los cuatro se quedaron en silencio, hasta que...

–ECP –propuso Chus.

–¿ECP? –preguntaron los tres mirándola.

–«Expedientes Casos Paranormales» –aclaró.

Los tres asintieron con la cabeza, por lo que se dio por aprobado.

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Sábado, seis de la tarde

El Seat Toledo color rojo de Mauricio pasó lentamente por delante de la casa y ellos mismos comprobaron que la ventana de la derecha volvía a estar como la primera vez: abierta un poco más de la mitad. Pero no se detuvieron. Fueron a aparcar unos cien metros más adelante enfrente de un camino de tierra que subía al monte.

Mauricio y Vanesa se bajaron mientras Nacho y Chus se quedaban esperando en el interior del coche.

Cogidos de la mano como una pareja de jóvenes enamorados tomaron el camino de tierra, en apariencia algo nerviosos o más bien intrigados al ignorar por completo con lo que se iban a encontrar.

–No te olvides de poner la grabadora tan pronto veamos la casa y procura que no se note que le estamos grabando si no queremos cagarla –recomendó Vanesa en voz baja, temiendo quizá ser escuchada por el miedo y la tensión que tenía por dentro.

–No te preocupes. A ver si tenemos suerte y podemos hablar con ese talManoliño.

Tal y como había dicho la anciana, a unos cincuenta metros monte arriba, a la derecha y a unos treinta y cinco metros, apareció ante ellos una siniestra casa de labriegos, toda de piedra y muy antigua, justo detrás de un gran castaño sin duda centenario que ensombrecía gran parte de la misma haciéndola aún más misteriosa de lo que en principio podía parecer.

–Esta debe de ser la casa –comentó por lo bajo Mauricio.

–Sin duda alguna. Pon la grabadora en marcha –dijo Vanesa con el mismo tono de voz.

Nada más enfilar el estrecho camino de barro que llevaba directo a la casa, de pronto, como surgido de la nada, se presentó ante ellos un fiero y mal cuidado pastor alemán cortándoles el paso, ladrando con rabia mientras mostraba sus desafiantes colmillos. Afortunadamente para la joven pareja de amigos, el animal arrastraba una larga cadena atada al tronco del castaño, lo que les impidió ser atacados. Aun así, los dos se quedaron petrificados sin capacidad de reacción.

Detenidos en el medio del camino con el miedo reflejado en sus rostros, Vanesa susurró:

–Atento. Parece que alguien va a salir de la casa.

–Veamos si hay suerte.

Efectivamente, la puerta principal de la casa se abrió y apareció ante ellos un hombre fuerte, de unos cincuenta y pocos años, sudoroso y enfundado en una camiseta toda sucia que le permitía mostrar unos fuertes brazos, anchos hombros y un pecho musculoso con mucho vello, que realzaba aún más la imagen objetiva de un hombre embrutecido quizá por el trabajo del campo.

–Debe ser él –dijo Vanesa en voz baja–. Menuda pinta tiene.

–Sin duda debe tratarse deManoliño.

Desde la misma puerta, con gesto mal encarado, el hombre preguntó con voz potente:

–¿Qué desean?

Tal y como se habían quedado plantados a unos dos metros del enrabietado perro que no cesaba de ladrar como si la vida le fuese en ello, gritaron:

–¡Perdone! ¡¿Es usted Manuel...?! –chilló Mauricio para dejarse oír por encima de los ladridos del perro.

–¿Qué quieren? –insistió en preguntar el hombre desde la puerta.

–¡Hablar con usted!

De mala gana, el hombre salió afuera, gritándole al perro:

–¡Lisca!

Acobardado, el animal, con el rabo entre las piernas y la cabeza gacha, fue a refugiarse junto al tronco del árbol al que estaba atado.

–¿Qué desean? –preguntó el hombre parándose a dos metros de los jóvenes con los brazos en jarra y las piernas entreabiertas, en actitud claramente desafiante.

–Verá –dijo Mauricio cogiendo a Vanesa por el hombro y acercándola cariñosamente contra él–; el mes que viene tenemos previsto casarnos y andamos buscando una casa fuera de la ciudad, y pudiendo ser, con vistas al mar. Y precisamente un compañero de trabajo que pasa todos los días por esta carretera me habló de la casa que usted tiene ahí abajo, aunque ya nos hemos fijado que ha quitado el cartel. ¿Ya la ha alquilado?

El hombre miró con desconfianza y gesto taciturno. Haciendo el ademán de irse, dijo:

–Estuvo en alquiler, pero ya no lo está.

–¿La vende, tal vez...? –le atajó Mauricio para no darle opción a que se fuese.

El labriego se quedó muy serio para, con cierto desprecio, espetarles a la cara:

–Ustedes no tienen ningún interés en alquilar o comprar la casa. Ustedes vienen como todos los demás porque oyeron hablar de ella. Así que vayan con Dios que tengo mucho que hacer.

–Perdone, ¿hablar de qué? –preguntó Vanesa haciéndose la sorprendida.

–De la tontería esa de que la casa está encantada.

–Pero, ¿aún hay gente que cree en esas paparruchadas? –comentó Mauricio mostrando una sonrisa forzada de ingenuidad.

–Ya ve que sí. Y si no la alquilo es porque voy a echarla abajo para hacer otra casa nueva y más grande. Si me disculpan, tengo mucho que hacer.

–Perdone por las molestias –le dijo Mauricio– pero, ¿no sabrá usted de otra casa que se alquile o se venda por aquí? Es tan bonito el sitio con estas vistas al mar... –preguntó para disimular sus auténticas intenciones.

–No, que yo sepa. Que tengan buena tarde –concluyó el hombre dándose la vuelta. Y, sin más, se dirigió a su casa.

–Buenas tardes, y gracias por todo –le correspondió la pareja a su espalda.

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A la una de la madrugada, los cuatro amigos volvieron a la casa supuestamente encantada. Esta vez se bajaron todos del coche aparcado a unos veinte metros del objetivo, y se acercaron pausadamente al pequeño portal de hierro y al muro de metro y medio de alto que cerraba la finca para analizar con detenimiento el entorno y los posibles accesos al edificio, con la emoción contenida a la espera de acontecimientos y sin perder de vista la ventana de la derecha.

–¿Cómo podríamos hacer para saber si entra o sale gente de la casa? –preguntó Nacho.

–Espolvoreando polvo de talco por el patio entre el portal y la puerta de la entrada. De esa manera, si entra o sale alguien, quedarán sus huellas impregnadas en él –dijo Chus.

–Buena idea –la apoyaron los demás.

–¿Ves como eres muy necesaria? –le dijo Mauricio regalando una sonrisa de complacencia a la morena que se sintió halagada.

–Vamos a una farmacia de guardia –ordenó Nacho.

Una hora después ya estaban de vuelta y en el mismo portal, que además de no medir más de un metro sesenta de altura, era de rejas, lo que permitía meter una mano a través de ellas. Fue el propio Nacho el encargado de esparcir el polvo de talco por el patio incluso soplando, mientras los demás estaban pendientes de si venía gente por la carretera o se veía la luz de un coche a lo lejos.

Finalmente, una amplia zona del estrecho patio que había entre el portal y la puerta principal de la casa, aproximadamente unos cuatro metros cuadrados, quedó completamente cubierta por un manto blanco como si fuese polvo de nieve, cosa bastante curiosa en aquella época del año.

–Ya está –dijo Nacho–. ¿Qué tiempo le damos?

–No debemos precipitarnos –dijo Mauricio–. Yo lo dejaría hasta el próximo viernes, aunque yo mismo me encargaré de pasar todas las noches para ver si hay huellas de pisadas y, de paso, sacar nuevas fotografías por si sale algo más.

–Yo puedo acompañarte –se ofreció Vanesa. Pero Nacho se interpuso dejando claro quién era el líder del grupo.

–En vista de que este verano nos vamos a quedar en la ciudad, podemos hacer el seguimiento todos juntos e ir clasificando información. Debemos aprovechar el mes de agosto al máximo, alternando trabajo con diversión, ya que más de una vez la vamos a necesitar..., me refiero a la diversión. ¿Estáis todos de acuerdo?

Mauricio y Vanesa aprobaron el plan de Nacho, mientras Chus permanecía silenciosa mirando hacia la ventana de la discordia.

–¿Y tú qué dices Chus? –le preguntó Mauricio.

La morena de cabello rizado se volvió medio distraída hacia su interlocutor, mientras respondía con cierta inseguridad:

–Si somos un equipo, acataré lo que apruebe la mayoría.

Conforme iban pasando los días y, a pesar de haber notado ligeros movimientos en la persiana de la derecha, e incluso, aunque no con tanta nitidez, y que en dos ocasiones apareciera el ectoplasma de la mujer, en el patio no había aparecido ninguna huella de pisadas en las fotografías tomadas. El polvo de talco mezclado con el rocío de las noches se había fundido con el cemento dejando una capa grisácea que permitía de cualquiera manera retener las huellas de pisadas en el caso de que entrase o saliese alguien de la casa o de la finca, cosa que no había sucedido.

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El viernes siguiente lo planearon todo para entrar en el edificio durante la madrugada del domingo al lunes, que era cuando menos tráfico había por aquella carretera secundaria. No sabían todavía cómo entrar, pero irían preparados, incluso con un magnetofón de cuatro pistas y pilas abundantes por si no había electricidad. El objetivo era conseguir unas buenas sicofonías.

A la una de la madrugada del lunes, allí estaban los cuatro con el coche aparcado fuera de la carretera a unos cuarenta metros de la casa y medio oculto por la vegetación para no levantar sospechas. Lo tenían todo perfectamente planificado. Mientras los chicos entraban en la casa, Chus y Vanessa tenían la misión de vigilar desde el vehículo, y en caso de peligro, hacer sonar la bocina, arrancar e irse, para luego volver a recogerlos.

¡Los nervios estaban a flor de piel! Al poco, los dos chicos salieron del coche; Nacho, con una pesada mochilas a sus espaldas seguido de Mauricio, como si fuesen excursionistas, vestidos los dos de negro para confundirse con la noche, a pesar de haber farolas cada cincuenta metros por la carretera adelante que desprendían una luz amarillenta de escasa densidad. El silencio era absoluto; ni siquiera se escuchaban los grillos ni las cigarras mientras los dos amigos caminaban lentamente en dirección a la casa, a la aventura, rebosando adrenalina por los poros de la piel.

Nada más llegar al muro de bloques de cemento y al ver que no venía ningún auto por la carretera, Mauricio saltó sin el menor esfuerzo dentro y, sin más, se hizo cargo de la pesada mochila para, a continuación, ser Nacho el que saltase con la misma facilidad que su amigo, a pesar de ser algo más bajo y más ancho.

–Cuidado con no pisar el talco. No vaya a ser que dejemos nuestras propias huellas –le advirtió Mauricio.

Los dos se apresuraron a tantear todas las ventanas al tiempo que con linternas escrutaban el interior. En apariencia todo estaba normal dentro de la casa amueblada sencillamente al estilo de los años sesenta o setenta. Por desgracia para ellos, todas las ventanas tenían puesto el pestillo, no permitiendo el acceso.

Luego pensaron en probar con la puerta pero para ello tenían que pisar la capa de polvo de talco, por lo que desistieron.

–No nos queda otro remedio que pasar al plan «B» –dijo Nacho.

–Pues no perdamos más tiempo. Vayamos a la ventana de la cocina, que está al fondo en la zona más oscura –propuso Mauricio.

Al pie de la ventana del fondo de la cara norte, Nacho se apresuró a sacar de la mochila una palanca de hierro tipo «pata de cabra» y, mientras introducía la uña por la ranura inferior, aseguró:

–El pestillo es sencillo y está atornillado a la madera, por lo que saltará como si nada.

Y, efectivamente, con un mínimo esfuerzo, el pestillo saltó con un leve chasquido. Mientras Nacho guardaba la palanca en la mochila, Mauricio se apresuró a subir la ventana de «guillotina» y, al comprobar que no había peligro, se introdujo dentro de ella. Después de pasarle la mochila, Nacho hizo lo mismo aunque de manera precipitada. Estaba blanco como un difunto.

–¡Joder! Qué frío hace aquí dentro –se quejó frotándose el pecho y los brazos.

La cocina era sencilla pero a la vez inquietante, siniestra se podría decir, de butano, de tres fogones, toda llena de mugre y polvo..., con una nevera mediana rezumando óxido por los cuatro costados y alacenas de formica, viejas y deformadas, sucias y desconchadas, igual que la mesa arrimada a una de las paredes con sus cuatro sillas a juego y todo ello cubierto de suciedad y polvo, señal inequívoca de total abandono; de hacer muchos años que nadie pisaba aquella cocina.

Temblorosos, soltando vaho por la boca y con las linternas encendidas, buscaron enchufes y lo primero que encontraron fue el interruptor de la luz, que accionaron. Pero la bombilla que colgaba del techo permaneció apagada.

–Es igual –dijo Nacho–; el aparato ya tiene las pilas puestas. Le damos a grabar aquí mismo, encima de la mesa, y nos largamos con viento fresco.

–¿Le echamos un vistazo al resto de la casa? –propuso Mauricio, en apariencia algo más tranquilo que su amigo.

–¡No me jodas Mauricio! Venga, ya está grabando. Larguémonos de aquí cagando hostias.

El primero en salir fue Nacho, que se hizo cargo de la mochila, ahora mucho más ligera y, a continuación, saltó Mauricio cerrando con sumo cuidado la ventana. Ya ante el muro y, al comprobar que no venía nadie, brincaron a la carretera y se fueron caminando hacia el coche con las capuchas puestas y la cabeza gacha al ver las luces de un coche que pasó por delante de ellos como si nada.

–¿Cómo os fue? –preguntó Vanesa nada más entrar sus amigos y ocupar la parte trasera del coche.

–Bien, pero tira para adelante y busca un bar o una cafetería en la que podamos tomar algo caliente. Estamos muertos de frío –ordenó Nacho, mientras Mauricio trataba de relajarse con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el reposacabezas.

–¿Pasasteis mucho miedo? –preguntó Chus mordiéndose el puño de la mano derecha.

–No –mintió Nacho–, la verdad es que estaba todo muy tranquilo.

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A las cuatro cuarenta, tres horas y cuarenta minutos después, volvieron al mismo lugar. Esa vez la maniobra para recuperar el aparato se hizo rápido; no habían pasado ni diez minutos y ya estaban de vuelta en el coche.

–Tira para mi apartamento –le indicó Nacho a Vanesa.

De nuevo el Seat Toledo salió con total normalidad rumbo a la ciudad, perdiéndose en la noche estrellada.

Tres cuartos de hora más tarde, los cuatro amigos, sentados en torno a la pequeña mesa que había en la también pequeña pero coqueta cocina del apartamento de Nacho, parecían reflexionar muy nerviosos, sin quitar ojo del magnetofón que tenían ante ellos ocupando el centro de la mesa.

–Antes de ponerlo en marcha, vamos a relajarnos un poco con unas birras. ¿Os parece bien? –propuso Nacho.

–Buena falta nos hace –asintió Mauricio–. Menuda experiencia la que hemos pasado.

–Pues nosotras estábamos cagaditas de miedo dentro del coche, ¿verdad Chus?

–Y tanto.

Un poco después, con una neblina flotando en el aire en un ambiente algo más relajado, los cuatro amigos se cogieron de la mano para desearse suerte antes de escuchar lo que pudiese haber grabado el magnetofón.

–Bien –dijo Nacho–. ¿Estamos realmente preparados?

–Sí –asintieron los tres.

–Si sale algo extraño, nada de gritos, sino los vecinos me capan. Esta semana tuve que aguantar alguna crítica de los de abajo, que son unos tiquismiquis de cojones, por lo de la semana pasada.

–Tranquilo, que no volverá a pasar... –dijo Chus sintiéndose ofendida por ser considerada la más miedosa; la de los chillidos agudos.

En un silencio sepulcral, con los ojos enrojecidos literalmente clavados en la cinta que comenzaba a girar, escucharon lo grabado al principio, reconociendo la voz de Nacho que decía: «Ya está grabando. Larguémonos de aquí cagando hostias». A continuación se escuchaban unos pasos seguidos de unos jadeos; se oía perfectamente cerrar la ventana y después, silencio...; tan solo se escuchaba el leve sonido del motor al arrastrar la cinta.

Ni veinte segundos habían transcurrido cuando se escuchó un «¡tram!», como si una puerta se hubiese cerrado con violencia.

–¡Para! –ordenó Mauricio–. Ese ruido no puede ser nuestro.