Príncipes de Arca - Fernando J. Angeleri - E-Book

Príncipes de Arca E-Book

Fernando J. Angeleri

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Beschreibung

El príncipe Cam navegará hasta el misterioso reino de Enher, para hallar a su hermana perdida antes de la boda del heredero al trono. La princesa Catara, prometida del futuro rey de Tides, intentará vivir una última aventura y huir de un matrimonio arreglado. La cristalera Cariat se enfrentará a su fe, para desafiar al destino y proteger a sus hermanas. Descubre Arca, un mundo poblado por seres míticos, héroes legendarios y monstruos terribles. Donde los designios divinos se entrecruzan con los destinos de los mortales, bajo la luz de las tres lunas.

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2° edición: Diciembre de 2022

© 2022 Fernando J. Angeleri

© 2022 Ediciones Fey SAS

www.edicionesfey.com

***

Ilustraciones: Emmanuel Bou Roldán y Walter Bou

Diseño y maquetación: Ramiro Reyna

***

Angeleri, Fernando J.

Príncipes de Arca / Fernando J. Angeleri ; editado por Ignacio Javier Pedraza ; ilustrado por Emmanuel Bou Roldán ; Walter Bou. - 2a ed. - Córdoba : Fey, 2022. Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-48784-3-4

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Fantásticas. 3. Novelas de Aventuras. I. Pedraza, Ignacio Javier, ed. II. Bou Roldán, Emmanuel , ilus. III. Bou, Walter, ilus. IV. Título.

CDD A863

Para los que creen en otros mundos.

A mi familia y a Adrián.

Las doncellas de la diosa reina Charos miraban el amanecer desde un balcón del palacio. Una de las lunas aún estaba en el cielo.

La más joven de las tres se paseaba impaciente, con su cabello suelto revuelto por la brisa. La otra, más robusta, la miraba con una sonrisa. La tercera y más anciana señaló hacia adentro, era la que daba las órdenes.

Era el momento de despertar a la Diosa. Las tres ingresaron, apoyaron sus manos sobre la cama y ella despertó.

La diosa reina Charos caminaba por los pasillos con la mirada fija, parecía no pestañear; detrás de ella, la acompañaban las tres doncellas. Tenía un paso firme, pero solo se oía la tela de su vestido al deslizarse con cada movimiento de sus piernas.

La más joven de las doncellas daba saltitos mientras la anciana miraba atenta el avance de la reina. La otra caminaba al mismo ritmo que ella. Todo en una sincronía perfecta.

—Hoy llegará Gasin a Tides—dijo la más joven.

—El mensaje se entregará—respondió la robusta.

—Y alguien de la familia real vendrá en busca de la princesa—completó la anciana.

La diosa reina Charos caminaba en silencio, siempre seguida por las tres. Sus pasos las condujeron hasta el calabozo.

—El volcariano —ordenó a uno de los guardias, que se sobresaltó al escucharla.

—¡Sí, mi reina! —respondió y abrió una puerta de placas de yeso.

Había cinco celdas dispuestas en forma circular, con un espacio común en el centro. Las rejas eran de hierro fundido y la pared, de frío granito. El lugar apestaba a humedad y desperdicios.

—Pareces cómodo —dijo al prisionero, era el único que había en esa celda—. No deberías acostumbrarte demasiado.

—Eres la diosa reina que todo lo sabe. —El hombre se acercó hasta la reja para ver mejor, en ese lugar oscuro la luz de la puerta lo encandilaba—. Después de todo lo que he hecho, ¿merezco estar aquí?

—Lo que crees merecer no es lo que obtendrás, solo eres una herramienta —hablaba con emoción—. Una útil herramienta para que la muchacha alcance su destino.

—¿Qué vas a hacerle? —Estaba asustado—. ¡Déjala en paz!

—No sabes nada, volcariano. —La Diosa Reina hizo una mueca, la más joven de las doncellas lanzó una carcajada.

—¡Calma, niña! —la reprendió la anciana.

La diosa reina Charos cambió a un semblante serio.

—Debo agradecerte. —Su tono de voz seguía siendo dulce—. Tu mensaje, todo tu acto fue… milagroso.

—Yo solo hice lo que mi amor me pidió antes de perderla.

—Ah, excelente. Ahora sé que eres ideal para nuestros propósitos.

—¿De qué estás hablando?

—Aférrate al amor de la princesa, eso te mantendrá vivo hasta su regreso.

La Diosa Reina giró y salió del recinto. Las doncellas la siguieron, mirándose entre sí. Adentro de la celda, el hombre lloraba.

—Creo que fuimos un poco duras —dijo la mujer robusta a la anciana.

—Solo fuimos sinceras.

—Además, es mejor si está preparado para lo que viene. —La más chica sonreía con malicia.

—Lo importante es que nuestros planes están en marcha —concluyó la más anciana, dando fin a la conversación.

La Diosa Reina continuó caminando hasta llegar a la Sala Real, sus tres hijos pequeños la recibieron con alegría y su marido le indicó que tenía la mesa lista para el desayuno.

«24Ocho islas surgieron de los restos de la antigua Mirina. El Gran Señor Fiter la partió con sus manos tras la gran ofensa y separó las tierras, dándoles nuevas formas. Así se dividieron los habitantes de Arca.

25El mar aisló a los pueblos para que pudieran alcanzar su propio destino y la iluminación de los dioses que los protegen».

Versículos finales del Libro de Nairda: profeta de los terros, incluido en el Gran Libro de Absuar.

I

Esa mañana era diferente, el príncipe Camet lo presentía, y no sólo por el sueño que lo despertó, sino también por la manera en que el sol se escurría por su habitación.

La luz se asomaba ansiosa entre las cortinas de los ventanales hexagonales y rebotaban en las baldosas pulidas, creando una polifonía de destellos en el cielorraso de yeso.

Cam salió de la cama, se vistió con su ropa diaria, se colocó su capa y caminó hasta la ventana. Descorrió las cortinas y cubrió su rostro mientras sus ojos se adaptaban a la claridad de la mañana. Necesitaba calentar su cuerpo con el fuerte sol.

Desde lo alto de su habitación, a través del vidrio, vio el paisaje lleno de dunas y sierras a su izquierda; todos tonos ocres y marrones. A la derecha, el horizonte verde azul del puerto. Un inusual barco con una vela anaranjada había arribado al anochecer del día anterior.

Aquel color solo lo usaban los navíos de Enher, una de las ocho islas. Algo habría ocurrido para que envíen un emisario, por lo que apresuró sus labores matinales.

Se colocó los brazaletes en ambos brazos y piernas, se calzó unas sandalias livianas y salió al pasillo que lo conducía al comedor del castillo real de Tides.

—¡No tan rápido, jovencito! —Lo interrumpió una dulce voz.

—¡Nana Arteret! ¡Buen día! —Abrazó y besó a la anciana luego del saludo. La vieja lo recibió con los brazos abiertos.

—No sé si tan buenos, te esperan en la recámara de tu hermano.

—¿En la recámara de Set? ¿Por qué?, ¿qué ha pasado?

—Han llegado noticias de la princesa, tu hermana —respondió la viejita—. No sé más que eso. Solo me pidieron que te despierte, pero te me has adelantado. ¡Soy demasiado vieja para hacer de mensajera!

—¡No, Nana! ¡Vieja no! ¡Deja eso para las lunas! —La anciana sonrió con el comentario.

—¡Alabadas sean las tres! ¡Ahora vete con Set!

—¡Gracias, Nana! —Cam se dirigió hacia el cuarto de su hermano y dejó a su nana en el pasillo del comedor.

El príncipe llegó hasta la mitad del pasillo y se volvió para ver a la anciana, ella se había quedado apoyada en la mesa de cristal, como si su reflejo le hubiera llamado la atención.

La viejita tocó su rostro y luego notó que Cam la observaba, lo saludó y él continuó su camino con una sonrisa.

No alcanzó a salir del pasillo cuando se encontró con Catara, la joven princesa de la isla de Joler.

Ella era la prometida de su hermano Set y su boda auguraba nuevos tratados comerciales entre las islas vecinas. La princesa se había instalado en el palacio hacía apenas una semana, para conocer las costumbres de Tides y a la corte real antes de tomar la Corona.

—¡Hola, príncipe! ¡Qué temprano! —dijo la chica acomodando una capa liviana en sus hombros.

—¡Lo mismo digo! ¿A dónde te diriges?

—¡Me han pedido que me retire de la habitación! ¿Puedes creer la insolencia? —dijo con frustración—. Por cierto, ¡leí el libro que me recomendaste!

—¿La Historia de Tides? ¡¿Completa?!

—¡No! El otro más pequeño, La Niña de las Olas.

—¡Ah! ¡Sí, eso tiene más sentido!

—Es un bello cuento, me recuerda a algunas leyendas jolereñas.

—Pero la narración toma elementos verdaderos de nuestra historia. ¡No es solo leyenda!

—Un poco de esto, un poco de aquello. Voy de camino a devolverlo, ocupa demasiado espacio junto a mis libros.

—¿Trajiste libros de Joler? —preguntó Cam con curiosidad.

—Sí, aunque no tantos como hubiese querido. El más grande es el Gran Libro de Absuar.

—Ese libro también lo tenemos aquí, podrías haber traído otros en su lugar.

—¡No es lo mismo! ¡El nuestro es sagrado! —respondió elevando el tono—. Igualmente, agradezco tus consejos. —Hizo una pequeña reverencia y lo dejo solo.

Cam se quedó mirándola con curiosidad, la chica tenía un carácter volátil.

Recordó el llamado y retomó su ascenso por las escaleras. Las noticias de su hermana debieron llegar en la embarcación de Enher que había visto desde su ventana.

Cam no conocía el reino de Enher. Por lo que recordaba de sus lecciones, la isla estaba a cuatro días de viaje y tenía un gran volcán inactivo en su centro. Aunque lo más llamativo era que su reina actual, Charos, se hacía llamar diosa.

Al girar la escalera se encontró con dos guardias ante la habitación de su hermano. Un destello sobre el casco de uno de los guardias llamó su atención. La luz matinal se colaba por unas ranuras en el techo, opacando a las pálidas lámparas de cristales verdes.

—¿Berot? ¿Eres tú debajo de ese casco? —preguntó sorprendido al reconocer a su viejo amigo.

—Sí, príncipe Camet. ¡Soy yo! —El más fornido de los guardias se levantó el casco, mostrando su rostro alegre.

—¡Qué grande estás!

—¡Han pasado varios años! —respondió Berot con una sonrisa.

—Ejem…—interrumpió el otro guardia, con el ceño fruncido—. Puede ingresar, su alteza.

—Sí, gracias —dijo Cam—. ¡Nos vemos luego, Berot!

Para su sorpresa, en la recámara no sólo estaba Set, sino también su padre, el rey Noahrot. Eso explicaba la presencia de los guardias en la puerta.

—¡Cam! ¡Has llegado temprano!

—Buen día, padre. Buen día, Set —saludó y se sentó en la punta de la cama, plegando la capa a un costado de su cuerpo, como solía hacer.

El rey estaba recostado en un mullido sillón, sostenido por patas de vidrio redondas, cerca de la cama con dosel. Su hermano, en cambio, caminaba de un lado a otro, no llevaba capa ni brazaletes, lo que significaba que apenas había tenido tiempo de vestirse.

Una mujer se encontraba de pie en la penumbra, al margen de la ventana.

—Te contaré todo sin rodeos, Cam. Ha llegado un mensajero desde Enher, han encontrado a tu hermana cerca del palacio de la reina Charos —dijo el rey.

—¡Al fin noticias de Jafeht, padre! —respondió contento Camet.

—Sí, aunque no las que esperábamos. El mensajero ha dicho que, luego de llegar al palacio, ella volvió a desaparecer.

—Pero… ¿cómo es eso posible?

—La reina solicita que vayamos a buscar a Jafeht por nuestros propios medios. Por lo visto, no saben dónde está y la gente de Enher es incapaz de encontrarla.

—Eso no tiene ningún sentido. ¿Quién puede conocer su propia tierra mejor que ellos? ¿Por qué nos piden eso?

—Jafeht está herida. Eso es lo que padre no te ha contado —Set interrumpió bruscamente—. Las autoridades de Enher creen que Jafeht no quiere que la encuentren. Piensan que será más fácil dar con ella si un familiar directo, alguien de su confianza, intenta llegar hasta ella.

—¿Qué le ha pasado?

—No lo sabemos, Camet. —Set se le acercó y le puso una mano en el hombro.

—Deberás ir en su búsqueda, príncipe Camet. —La mujer avanzó al centro de la habitación. Era Cariat, la líder de las cristaleras, la más importante de las científicas reales—. El rey me ha pedido que reúna un grupo selecto de personas para acompañarte en la misión.

—Lo que te vamos a ordenar debe permanecer en el máximo secreto, por eso le he pedido a Cariat que colabore. —El rey se levantó del sillón y se paró junto a la cristalera—. Ya sabes cuánto confío en esta mujer, Cam. Ella no te dejará solo.

Por eso lo habían convocado, para llevar adelante una misión de rescate tan importante como compleja. Sin embargo, en su mente y en su corazón, sabía que no estaba preparado.

Jafeht era su hermana querida, pero ¿por qué lo habían elegido a él para una tarea tan riesgosa, cuando había consejeros y soldados mejor entrenados para lidiar con la situación?

Sus manos transpiraban.

—Padre, yo apenas he salido de Tides, ¿por qué me envías a mí en busca de mi hermana?

El rey dio unos pasos y se detuvo a él. Su mirada no dejaba lugar a discusiones.

—Si la vida de tu hermana está en riesgo, nadie debe saberlo. Que la princesa Jafeht este herida y perdida en otra isla nos haría parecer incapaces de cuidar de los nuestros, eso debilitaría la imagen de la Corona frente al pueblo tidesio y las otras islas.

—Cam, eres el único de la familia que puede irse del palacio sin que nadie se percate. —Su hermano tenía la cualidad de decir las cosas sin tacto alguno.

—¡Otra preocupación! La boda de tu hermano es inminente. —Noah señaló a su otro hijo.

—Sí, ¡la boda! —Recordó repentinamente Cam—. ¡Faltan solo dos semanas!

—¡Por eso no podemos demorarnos! —completó Set.

—Príncipe Camet, saldremos mañana por la madrugada. —La voz de Cariat lo devolvió al presente. Miró al rey y notó que había algo que ellos no le decían.

—Déjennos a solas un momento —ordenó su padre.

—Sí, su majestad. —La cristalera fue hacia a la puerta, hizo una reverencia y salió junto con el príncipe Set.

—Querido Cam, esta misión es algo que no te pediría si tuviera otra opción. Sé que es difícil. —Le indicó que tomase asiento junto a él en el sillón—. También sabes cuánto los amo a los tres…

»Cuando tu madre nos dejó, los aparté de mí. Quise dedicarme por completo a guiar al pueblo de una manera ejemplar. Sé que les hice mal: tu hermano siempre ha buscado mi afecto en la perfección, como si yo no sintiera el más grande orgullo por él. Tu hermana, la rebelde, se fue a explorar al mundo. Y tú has crecido hasta convertirte en un hombrecito sabio, pero recluido. —Sus ojos se habían llenado de lágrimas—. Las noticias de Jafeht han llegado en el peor momento posible.

—Entiendo, padre, pero ¿por qué debo ir yo a buscarla?

—Porque eres la única persona en la que confío —el rey lo interpelaba con firmeza—. Nada puede interrumpir la boda de tu hermano. La alianza con Joler es demasiado importante, han dicho las oráculos que traerá un largo período de buena fortuna y yo también lo creo así. Además, la búsqueda de Jafeht puede atraer a cazarrecompensas o, peor, a enemigos de la Corona. Hay demasiado en riesgo.

»Cam, eres la persona más honesta y diplomática que conozco, has aprendido bien. Necesito que seas mis ojos. Tu presencia en Enher demostrará el compromiso de la realeza de Tides por su familia.

—Ahora comprendo, padre. —La voz de Camet tenía un tono más sereno, podía imaginar los pensamientos y responsabilidades que se acumulaban debajo de la corona, y el pedido que le hacía era razonable.

—Traerás a tu hermana a salvo, querido Cam. Todo estará bien. —Lo abrazó fuertemente—. Envío a mis mejores hombres contigo. Ellos te ayudarán a cada paso.

—Gracias, padre, te prometo que volveré con Jafeht antes de la boda. —El joven lo abrazó nuevamente y se levantó.

—Pídele a Cariat que ingrese cuando salgas.

—Sí —respondió al ir hacia la puerta, pero se dio vuelta antes de abandonar la recámara—. También te quiero, papá.

Afuera de la habitación, su hermano y la cristalera esperaban junto a los guardias.

Había sido una reunión secreta, ahora entendía que lo hubiesen llamado a la habitación de su hermano, en lugar de algún lugar más solemne.

La luz de la mañana caía uniforme sobre las escaleras de piedra mientras Cam bajaba a desayunar, al fin y al cabo, debía mantener las apariencias de normalidad. Sin embargo, su corazón no dejaba de latir con fuerza: sería el protagonista de una aventura única y peligrosa, y llevaría la carga de una gran responsabilidad.

Querida Amara:

Hoy se cumplen dos semanas desde que dejé Joler. Extraño mucho nuestro hogar. Desearía estar a tu lado y contarte todo, tú siempre has sido mi confidente y mejor amiga.

Desde que llegué he estado muy sola, casi no hay chicas en este palacio. La corte es pequeña y los nobles solo aparecen contadas veces por el castillo de Tides. ¿Será que quizás no me he ganado la confianza para ser parte de la corte?

Todos son muy reservados conmigo… hasta el príncipe Set, con quien ya hemos compartido el lecho, no se anima a contarme sus pensamientos. Sin embargo, reafirmo mi primera impresión: el príncipe Set tiene un porte impecable, es alto y hermoso, pero distante. Confío en que pronto tendré su confianza; después de todo, pasaremos la vida juntos.

A partir de ahora, mi vida será esta. Al menos me agrada su seriedad: tiene un rostro amable. Es un poco flaco para su porte, aunque la capa y los brazaletes que utiliza lo hacen parecer más ancho. ¡Ojalá puedas venir a la boda!

¡Oh, Amara! Debes venir. En Tides los amaneceres son hermosos, las dunas de sal y arena se pueden ver desde mi habitación y los colores de los primeros haces del sol reflejan unos tonos maravillosos. Todo se vuelve plateado y dorado ¡Hasta las montañas! Eso te gustaría mucho.

El único verde que se ve es el del mar. En Joler los bosques de cristales cubren la planicie. No hay bosques en Tides.

Prometo volver a escribirte pronto, mi querida amiga, no sabes lo mucho que te extraño ¡y necesito tenerte cerca!, al menos para tener con quién hablar libremente. Me despido por ahora. Hoy toca lucir las alguisedas y el cinturón de corales, que no he visto desde que desembarqué.

Besos enormes.

Tu hermana de corazón, Catara.

La joven dobló el papel de algas y ató la carta con una fina cuerda de alambres. Luego iría a la biblioteca, a dejarla sobre la mesita metálica en dónde se apilaba el correo que debía enviarse.

Catara empezó a revolver los arcones de su vestidor buscando algo, pero no tuvo suerte y eso la enfureció.

Sabía lo que había ocurrido y reclamaría a la masteriza Mamet por la invasión a su guardarropa. Cuando había llegado al palacio, tenía cofres llenos de vestimenta colorida. Ahora estaba usando un simple vestido gris verdoso con mangas cortas y un gran cinturón de cuero alrededor de la cintura, que la apretaba e incomodaba.

Tener que llevar el cabello suelto ya era demasiada desprolijidad, el viento de la isla la despeinaba cada vez que salía. En esa isla llevar el pelo trenzado era costumbre de sirvientas y no de la nobleza. Eran muchos los detalles para los que no había sido preparada, ahora estaba pagando las consecuencias de ese choque cultural.

Lo que más la enrabiaba era el deber de adaptarse a todos esos cambios.

Al llegar al palacio, Catara había buscado caras amigables, sonrisas o gestos de alegría, pero lo primero que vio fue el rostro preocupado y cansado del rey Noahrot, que le lanzó un saludo osco entre su barba enmarañada. Hasta Set, su prometido, la recibió con solo una modesta sonrisa.

Ella amaba los colores, sus vestidos eran muy importantes, y habían desaparecido. Solo quedaban dos ejemplares blancos, uno con trazos dorados y otro de arabescos azul oscuro. Pero los rojos, celestes, naranjas y nácar se habían esfumado como por arte de magia.

Quizás se hubieran confundido, llevándolos a otro lado. O tal vez los habían robado.

No. Estaba en el Palacio, el lugar más seguro de la isla. La riqueza de Tides se concentraba allí. Había observado a los nobles pavonearse sin cuidado, cargados con collares, brazaletes y perneras enjoyadas.

Abrió su arcón, allí tampoco estaban sus prendas. Pero encontró La niña de las olas, una lectura que le había recomendado el príncipe Camet. Contaba la historia de Learat, una niña que sobrevivió a un tsunami y quedó a la deriva en el mar, flotando en una pequeña balsa; luego fue rescatada por un calar de tres cuernos y un canci. El cuento le había agradado, pero recordó que debía devolverlo. Tal vez, más tarde, podría perderse allí, entre la vasta colección de tomos de la Biblioteca Mayor del Reino.

Catara salió del vestidor, en dirección a la cocina. No quería vestirse con los mismos colores que el día anterior. En su isla eso podría interpretarse como un insulto al buen gusto.

Los sabios de su reino habían desarrollado una gran variedad de colores a partir de las algas; para poder diferenciarse cada día, para demostrar que la riqueza de Joler no estaba solo en las ciencias y la cría de hombres-lagartos.

Por eso los colores le importaban tanto. Pero ahora la mayoría de sus prendas habían desaparecido y alguien se haría responsable.

Entró a la cocina, cerca del comedor principal, donde al fin encontró a alguien que pudiese responder sus dudas. La masteriza Mamet estaba sentada frente a tres mujeres, hablaban mientras preparaban paquetes que apilaban a un costado de la mesa de placas grises.

—¡Niña! ¿Qué haces aquí? —dijo la masteriza y se levantó apurada a su encuentro. Atrás, las mujeres se apresuraron a guardar lo que estaban haciendo.

—¿¡Qué hicieron con mis vestidos!?

—Oh, niña, ¡deberías dejar de preocuparte por cosas tan banales! —La mujer era pesada y gorda, pero se movía con agilidad. Se colocó frente a ella y le indicó una ventana—. Acompáñame, princesa.

Catara la siguió a regañadientes, dejando a las otras mujeres continuar con su labor.

Fueron hacia una de las terrazas del piso noble, en el que se encontraban los comedores y las salas de arte del palacio.

Afuera el viento corría con suavidad, aunque no alcanzaba a llevarse la humedad de la lluvia de la noche anterior. Catara saltó un pequeño charco que se había acumulado bajo el escalón de acceso a la terraza, la masteriza se paró junto al borde del balcón. Desde allí se veía un sector del muelle.

—Esta isla tiene sus recursos limitados —explicó Mamet, señalando el puerto—. Allí se encuentra el muelle comercial, a él llegan cientos de barcos a diario, para negociar mercancías de las otras siete islas.

—Estudié economía insular en Joler, no hace falta que me expliques el sistema comercial, masteriza Mamet. —Catara se impacientaba.

—Seguramente tus tutores te enseñaron bien, princesa. Pero lo que no sabes es que aquí en Tides no tenemos ropa de buena calidad, nuestras telas jamás podrán competir con las de tu isla —dijo mientras le tocaba la manga de su vestido gris—. Incluso los colores que usamos no son los mismos.

—Sí, lo había notado. ¡Pero eso no justifica que me hayan dejado prácticamente desnuda!

—¡Oh, no! Nadie quiere eso. ¡Menos de la futura reina de Tides! —La mención de su futuro hizo sonreír a Catara.

—¿Entonces qué han hecho?

—Los hemos llevado para estudiarlos, queremos aprender de su costura, de sus hilos y de sus tinturas. Las cristaleras han pedido retirar la mayoría de tus vestidos, para luego poder usar esas técnicas en nuestros propios telares y tejidos.

—¿Y por qué no me lo han pedido amablemente?

—¿Se los habrías entregado? —Los ojos claros de Mamet la miraban tiernamente—. Mi niña, piensa en cómo reaccionaría la corte y el pueblo si tú fueses la única en Tides que vistiera telas de vibrantes colores.

Catara miró a la masteriza con asombro. Desde que ella llegó a la isla, la maciza mujer se había convertido en lo más parecido a una amiga y confidente, pero no imaginaba que manejara las sutilezas de la política con tanta claridad.

—Considéralo una donación —aconsejó la mujer—. Y si las cristaleras logran reproducir las técnicas jolereñas, tú podrás llevarte el crédito, y Tides te amará por ello.

Catara buscó un vaso de jugo de algas, en una mesa que había allí dispuesta, y lo tomó. La masteriza le ofreció un pan de ojún con una leve sonrisa y ella lo aceptó. Esa mujer se había ganado su confianza casi desde el primer momento en que la asignaron a su cuidado y a la preparación para su boda. Cuando Catara llegó a Tides se sentía sola e insegura, aunque intentase aparentar lo opuesto.

—Bueno, querida, quiero que ahora pienses que hay cosas mucho más importantes en la vida. Volveré a mis tareas y pasaré a buscarte para seguir con los conocimientos de los antepasados tidesios.

Mamet hizo una leve reverencia y volvió a su trabajo. Catara miró pensativa hacia el puerto. Cerró los ojos para sentir al viento remecerle el cabello suelto. Le habían dicho que las mujeres tidesias lo llevaban así para demostrar su poder frente a la fuerza de la naturaleza, que identificaba a los hombres. Así era como afirmaban su libertad.

Muchas cosas eran diferentes allí, y debía aprender rápido.

Al abrir los ojos, notó algo en el puerto, una de las barcas era diferente al resto: tenía mayor porte, una bandera de anaranjada en su mástil y el emblema de un pulpo casilar dentro de un círculo en la vela mayor. Eran los símbolos del reino de Enher.

Noah se había quedado en la habitación, delante de él, Cariat miraba al exterior por la ventana.

Ella era una mujer delgada, apenas unos años más joven que él. Había dejado caer su capucha sobre sus hombros, dejando al descubierto sus cabellos cortos y los lentelejos de vidrio que apoyaba sobre su nariz, ocultando la tristeza de sus ojos.

El rey se había recostado nuevamente en el sillón y se rascaba la barba, pensativo.

—Tendrás que cuidarlo muy bien —le dijo a Cariat.

—No hace falta que me lo digas.

—Quisiera poder ir yo a buscar a mi princesita rebelde.

—Dudo que tú, de todas las personas, puedas hacerla regresar. —Cariat guardó sus lentelejos.

—¿Pero si necesita ayuda? ¿Cómo haré para permanecer ajeno a lo que le pasa? ¿Cómo haré para proteger a mi niñita si está en problemas? —El rey no reprimía su angustia frente a Cariat.

—Por eso me envías. Ella volverá a tu lado, Noah. Me aseguraré de que así sea.

El rey se levantó del sillón y se acercó a Cariat. Hasta ese momento ella no se había girado para verlo.

—Sabes que siempre te he querido.

—Yo… En algún momento también te quise —respondió, apartándose de su lado—. Pero ya he superado ese sentimiento, ahora le pertenezco a la Diosa Oculta.

—No digas eso. Sabes que el culto a la Diosa Oculta está prohibido en la isla. Si alguien te escucha te enviarán al exilio y ni siquiera yo podré evitarlo.

—Lo sé, por eso te lo digo solo a ti—respondió desafiante.

Cariat lo miró desde lejos, no se permitía acercarse a sus brazos, sabía que toda su dureza se transformaría en ternura junto a él.

Aún recordaba su aroma y a veces, por las noches, sentía su calor en la cama. Pero esos tiempos habían pasado, las lunas se le habían revelado y ahora seguía los designios de la Diosa Oculta, la diosa olvidada.

—Esta misión es lo más importante para mí en este momento, mi rey. No te preocupes, rescataré a tu hija y protegeré al pequeño Camet.

—Sé que lo harás. Tendrías que haber sido mi reina, Cariat.

—Nunca digas eso, las decisiones que tomamos definieron nuestras vidas y nuestro presente. Nos queremos y eso es suficiente.

—Cariat. —El rey acercó su mano a su rostro, pero ella lo rechazó. El rey apretó el puño en el aire y lo bajó—. Mañana a primera hora partirán a su misión, será mejor que vayas a prepararte.

—Sí, mi rey. Nos veremos al alba.

Las palabras quedaron resonando en la habitación casi vacía.

La cristalera salió y vio a los dos guardias, Berot y Renat, que la siguieron con la mirada mientras se dirigía a la sala común. Eran dos de los hombres que el rey había seleccionado para acompañarlos a ella y al príncipe Camet en la misión y deberían cuidarlos con sus vidas.

Cariat oyó al rey dejando la habitación detrás de ella, sus pasos pesados y el tintineo de sus brazaletes que descendían por la escalera.

«Apartado 101 – De la esclavitud.

1. El Concilio prohíbe y destierra la esclavitud de cualquier tipo de ser pensante en las ocho islas libres del sur. El Concilio perseguirá y condenará cualquier sometimiento comercial de seres pensantes.

2. El Concilio extiende aquella prohibición a los grandes reptiles marinos, pero se exceptúan los seres no pensantes, que pueden adoptarse».

Apartado sobre la esclavitud del Libro Mayor del Concilio de las Ocho.

II

Catara se encontraba intranquila. Había almorzado junto a la corte, pero la familia real la había relegado a un sector secundario. Algo estaba ocurriendo en el palacio, algo importante, y ella no estaba incluida. Intentó hablar con una de las marquesas que atendía a la corte, pero no respondió a sus preguntas. Hasta le pareció que la ignoraba.

Delante de la puerta cerrada de la sala del trono se encontraban dos guardias con un hombre-lagarto sujeto por cadenas. Era una criatura horrorosa, grande, fría y verde. Erguida, sobre sus dos patas traseras y su cola, era más larga que los guardias. Tenía un hocico prominente, estirado; algunos dientes sobresalían en puntas por los costados del bozal.

Evitó pasar cerca de la criatura cuando intentó entrar a ver a su prometido. No era la primera vez que veía a los hombres-lagarto, en su palacio eran habituales. Pero en esta isla tenían un aspecto y un olor particular, un aroma a tierra seca que les agrietaba las escamas.

—Disculpen, señores guardias. ¡Deseo ingresar a la sala del trono! —Intentaba demostrar que no tenía miedo.

—Su alteza, disculpe, pero no podemos dejar ingresar a nadie.

—¡Exijo que alguien me dé respuestas sobre lo que está pasando aquí! —Los guardias se miraron entre ellos. La princesa no estaba acostumbrada a perder los estribos, y menos aún a que no la obedecieran.

—Quizá pueda hablar con las cristaleras —mencionó un guardia señalando uno de los pasillos más largos del palacio.

—Quieren que esté en cualquier lado, ¡menos aquí! ¡Ya verán cuando sea reina! —Los amenazó con el dedo.

El hombre-lagarto giró la cabeza hacia ella y resopló con fuerza, Catara bajó su mano con un respingo, se dio la vuelta y fue hacia la torre de las cristaleras.

Aquel pasillo era desagradable, no tenía ventanas y la luz, que apenas se filtraba por rendijas entre las piedras y algunas rocas vidriadas naturales, teñía de colores fríos las paredes blancas.

Cruzó el largo corredor, que atravesaba un alto puente de piedra, hasta que llegó a una puerta cerrada.

Estaba en lo alto de la torre. Los cinco talleres se ubicaban un nivel más abajo, y el claustro, con los salones comunes, en un piso inferior al nivel del terreno natural. Más abajo quedaban la cocina y el comedor. Había un patio cerrado con una huerta y hasta su propio crematorio, con una columna de chimenea que se alzaba a la par de la torre. Una terraza abierta comunicaba la torre con una cantera en la montaña, a espaldas del palacio.

Se detuvo antes de entrar a la habitación, un disco de vidrio transparente en el suelo permitía ver el vacío que se extendía bajo sus pies. La puerta estaba adornada con símbolos extraños, posiblemente rúnicos. La placa era opaca, conformada por hierro y vidrios, el marco era todo acristalado, pero no reflejaba la luz.

Un mecanismo colgaba de una cuerda de algas atada a unos anillos de vidrio. Catara tiró de la cuerda y el aparato emitió unos sonidos acampanados en una melodía resonante.

La larga caminata por el pasillo le había aplacado la ansiedad y el sonido del llamador vibraba en su interior y la tranquilizaba.

La puerta se abrió lentamente, casi sin emitir sonidos. Entró a una modesta habitación circular, al otro extremo había una segunda puerta.

Una mujer se encontraba de pie en el centro de la sala, sobre un círculo de vidrio igual al de la entrada.

La cristalera llevaba un vestido largo, blanco y recto, sin mangas y abierto al costado de los muslos, por lo que se asomaban sus piernas cubiertas por pantalones grises. En una serie de bolsillos grises a los lados guardaba varias herramientas. Llevaba una capucha, como todas ellas, y unos lentelejos que le ocultaban los ojos.

—Buenas tardes, princesa Catara. Has llegado a nuestra puerta solicitando ser oída. ¿En qué podemos iluminarte? —La voz de la mujer no tenía entonación alguna. Catara se sintió intimidada ante la escasez de sentimientos y la formalidad.

—Buenas tardes, cristalera. Necesito saber qué está ocurriendo en el palacio. —Lo cierto es que no sabía qué preguntar. Si bien aún no era parte de la familia real, ella creía que era su deber estar involucrada en los asuntos de la isla. Era su derecho. O su futuro derecho, después de todo.

—¿Deseas invocar a las oráculos?

—Eh… Sí. —La princesa nunca había conocido a las cristaleras oráculos. Aunque sabía que solo existían en Tides y podían darles respuestas a sus dudas.

La cristalera golpeó una pequeña cuerda acerada que había en el muro al lado de la puerta. Unos segundos después, salió otra mujer, se paró a su lado y le dijo algo en secreto. La segunda mujer era hermosa, tenía movimientos gráciles, delicados. Le hizo un gesto afirmativo a la primera y se paró frente a Catara.

La oráculo vestía una prenda marrón, larga, hasta el piso, tenía sus brazos descubiertos. Colocó sus manos una sobre la otra y comenzó a orar en silencio. Parecía emitir una melodía con sus oraciones.

—Necesito tu mano, princesa.

Tomó la mano de Catara y la puso encima de la suya. Luego sacó un alfiler de su manga y le pincho uno de sus dedos. Catara no alcanzó a decir nada. No esperaba tener que entregar su sangre para obtener respuestas. Apartó su mano de la oráculo y se chupó el dedo manchado.

—La sangre es la ofrenda para invocar la visión que has solicitado —dijo la mujer. Juntó la sangre en la palma de su mano y la cubrió con la otra continuando el rito—. Por el poder de las lunas, invocamos una señal para la princesa. —La oráculo, alzó la vista hacia el cielo y un haz de luz danzó a su alrededor entre reflejos, luego miró hacia adelante con los ojos en blanco.

»Las lunas pasan y marcan las olas que beberán las criaturas marinas, las vidas de los hombres fluirán por tu mano. Todo está escrito y sucederá. Las olas te esperan, princesa. Cuando regreses traerás el futuro.

La cristalera se dio la vuelta, retomó su postura erguida y se alejó de Catara.

—¡Pero…! ¿Qué quiere decir?

—Eso tienes que meditarlo tú —respondió la otra cristalera, acompañándola a la salida.

Catara quedó sola en el vano de la sala. Sus manos temblaban, otra vez estaba sola y confundida, como el primer día que ingresó al palacio: entregada como una moneda, a cambio de acuerdos y tratados, con un destino que no había elegido ni podía evitar.

Estaba sola en una patria extranjera, con costumbres extrañas y excluida de sus planes. Siempre relegada a una posición secundaria.

Pero ella era una princesa de Joler, preparada para gobernar, para llevar sus ideas adelante y enfrentarse a cualquier rivalidad.

Caminó por el puente, decidida a enfrentarse a su prometido y descubrir qué estaba pasando. Mientras recorría el pasillo de regreso, un brillo naranja se filtró por una abertura y le llamó la atención, entonces recordó lo que había visto en el muelle esa mañana.

¡El barco de Enher era la respuesta!

Algo había sucedido entre las dos islas. Ese era el motivo por el que se le ocultaba todo. La isla de la reina Charos era un lugar desconocido y peligroso, la presencia de aquella embarcación de seguro había traído malas noticias para la familia real.

Enfrentaría a Set y le demostraría que podía confiar en ella. Que estaba a la altura del desafío.

Llegó con decisión a la habitación de su prometido, pero no lo encontró allí. Esperó impaciente hasta que Set volvió. Ella no dudó en tomarlo del brazo para acompañarlo adentro.

—Necesitamos hablar —dijo Catara, soltándole el brazo para cerrar la puerta—. Set, quiero saber qué está ocurriendo. ¡Quizás pueda ayudar!

—No es necesario que te entrometas, Catara. Deberías ocuparte de preparar los detalles de nuestra boda —respondió con la sequedad de siempre y se acercó a la ventana, dándole la espalda.

—Pero ¿por qué no me dejas ayudar? ¡Voy a ser tu esposa! —Catara elevó su voz, acercándose a él.

—¡No, niña! ¡Esto es algo que no vamos a discutir! —Set giró para verla, mantenía sus manos cruzadas en su espalda—. Lo que ocurre en la familia real no te incumbe.

Set se acercó a ella, sus ojos verdes la miraban con dureza, le acarició una mejilla y luego le dio un frío beso en los labios. Catara se estremeció y sintió ganas de llorar.

—Mejor vete a ayudar a las masterizas con los preparativos, seguro que en Joler te educaron para hacer fiestas memorables. —La despidió y la acompañó hasta la puerta.

Catara no respondió, salió cubierta de impotencia. Hasta el beso fue distante, una obligación.

La princesa no sabía si el afecto que había sentido al hacer el amor fue real o su propia imaginación. El príncipe Set era una persona que la cautivaba, pero a la vez, cuando se comportaba así de distante, le generaba una repulsión que no había experimentado por nadie más.

Caminó por los pasillos como una sombra, perdida en sus pensamientos, tratando de descubrir su propósito. Tenía obligaciones de las que ocuparse, pero quería salir de allí, necesitaba aire fresco. Encontró un balcón y salió a un ocaso que bañaba con sus luces el mar.

Los barcos se mecían en el muelle, parecían ansiosos por partir a destinos remotos y nuevos. La embarcación de Enher sobresalía entre las demás. Catara sonrió, había encontrado su respuesta.

Luego del desayuno, Cam regresó entusiasmado a su habitación.

Vació los baúles con sus pertenencias y las guardó en sus dos mochilas, hasta llenarlas con un montón de herramientas necesarias: un par de cuchillos cánex de metal vidriado, eran armas pequeñas pero irrompibles; unas sogas flexibles; un par de lentelejos para mejorar su visión, y hasta encontró unas pastillas de oxígeno. Había aprendido a usarlas cuando le enseñaron a bucear entre los corales de la costa sur junto a sus primos.

Recordó que debía buscar máscaras para tapar su rostro: eran imprescindibles para protegerse de los piperleones, unas pequeñas criaturas que se obsesionaban con el aliento de los isleños y se metían en los pulmones, los que tenían peor suerte sufrían una muerte instantánea. Hasta el aire podía ser peligroso en Enher.

Revolvía y estudiaba qué vestimentas llevar hasta que, por suerte, golpearon la puerta. Camet fue a abrir y encontró a su hermano junto a un par de sirvientes.

—Veo que te adelantas, como de costumbre —dijo Set sonriendo.

—Sí, al principio no me entusiasmaba dejar Tides, pero ¡una aventura es algo grandioso!

—Cam, quiero contarte lo que no te dijo nuestro padre. —Adoptó una postura seria que contrastaba con su sonrisa. Con una mano indicó a los sirvientes para que se retiraran al vestidor. Parecía que Set les había dado indicaciones previamente—. Te comenté que Jafeht podría estar herida y eso puede significar miles de cosas. Podrían haberla atacado, o tenerla de rehén, o intentado asesinarla… cualquier opción es complicada. Creo que lo mejor es que la encuentres rápidamente. Si no lo logras, regresa a casa y dile a padre que ella ha muerto. —El rostro se le había ensombrecido al pronunciar las últimas palabras.

—¿Qué? ¿Por qué haría algo así? —Cam estalló ante la sugerencia—. ¡Jamás abandonaría a nuestra hermana! ¡Lo que me pides es una locura!

—¡Cálmate, Camet! —Set lo sujetó por los brazos—.Durante el viaje medita sobre lo que te pido. Lo que suceda con Jafeht puede afectar a todo el reino, y tú eres tan importante como ella para nosotros. —Sus palabras sonaban duras, pero se ablandaron mientras las pronunciaba—. Tu misión solo puede durar dos semanas, tras ese plazo deberás estar aquí. Justo dos días antes de mi boda. Sin ti, la Corona se verá débil, no puede haber huecos en la imagen familiar. Ya todos saben que Jafeht no está en Tides, pero su desaparición y tu partida tendrán que ser un secreto.

—¿Qué ha ocurrido con ella realmente?

—No lo sabemos, el mensajero de Enher contó lo que nuestro padre te dijo esta mañana.

—Es terrible lo que me pides, hermano.

—Lo sé, pero es mi deber como futuro rey empezar a tomar estas decisiones, por el bien de Tides. —Set se giró hacia la puerta de entrada—. Mis sirvientes te ayudarán con tu equipaje. Nos veremos en la cena, hermano, te quiero. Piensa en mis palabras.

Camet quedó solo en la cama de su habitación, mirando al piso sin ver.

«Dioses», pensó, «¡todo es mucho más complicado de lo que creía!».

Se acostó de espaldas, el cielorraso brillaba con una mezcla de partículas de vidrio con calcita gris y blanca. Los sonidos de los sirvientes, mientras sacaban ropa y la apilaban en uno de los cofres, no lo dejaban concentrarse.

—¿Pueden retirarse un momento? —dijo en voz alta.

—El príncipe Set nos ordenó completar esta tarea, príncipe Camet. —dijo el muchacho, dudando de a qué príncipe debía obedecer.

—Eres Durcet, el hijo de la cocinera, ¿verdad?

—Sí, mi príncipe, y mi hermana muda Graciet, perdón por el desorden.

Cam vio su ropa apilada en varios montones, de manera apresurada y desprolija.

Cam conocía al muchacho de ojos verdes y cabellos enrulados. Tenían la misma edad, pero poco a poco había dejado de cruzárselo por los pasillos, al parecer sus ocupaciones cambiaban constantemente.

—Está bien, Durcet. Mejor me voy a otro lado. Continúen con lo suyo.

Estaba irritado en ese momento y no quería desquitarse con los sirvientes. Ellos solo hacían su trabajo. Aunque también era molesto que él no pudiese tener su propio personal. Ese privilegio lo adquiriría al cumplir diecinueve y él apenas tenía diecisiete. Sólo contaba con ayuda si su padre o su hermano le enviaban a alguien.

Salió de la habitación para dejarlos trabajar.

Su hermano podía ser obsesivo y mandón si se lo proponía. Siempre se había mostrado poco afectivo, y la diferencia de cinco años entre ellos siempre provocaba que tuviesen roces. De niños, Cam solía seguirlo a todos lados, era su ejemplo y lo imitaba en todo lo que hacía, pero cuando el mal humor comenzó a empeorar, Cam prefirió ignorarlo y comenzó a pasar su tiempo en la biblioteca.

Hacia allí se dirigía en ese momento. Disfrutaba de sumergirse en nuevas aventuras, con ilustraciones y leyendas de los dioses. Tenía un lugar preferido para leer: debajo de un ventanal en el piso superior, había un sillón embutido en el suelo. Allí la luz entraba iridiscente durante toda la tarde.

Entró a la biblioteca. Sería interesante leer algo de la historia de Enher para aprender, por si tenía que defender su conocimiento, y conocer algo de sus costumbres. Encontró fácilmente un compendio enherino. Estaba ilustrado en su tapa con el escudo de la isla: un pulpo casilar sobre un círculo espinado con cristales de sal. No tenía colores, era una especie de sello repujado en la tapa, una sobrecubierta de piel de reptil.

Subió a su lugar preferido, se acomodó y abrió la primera página. Sintió un leve escalofrío, se cubrió con la capa y guardó sus pulseras en uno de los bolsillos, para poder leer cómodamente.

«Enher, la cuna de los dioses —un título bastante presuntuoso que parecía referirse a una narración mitológica más que a una crónica histórica, pero siguió leyendo—. Enher nació junto con los dioses y de sus fuegos se llenaron las venas de nuestro señor dios Fiter, el grande y primero de los creados. Su sangre es la misma que corre por nuestros volcanes y, una vez abrió sus ojos, la luz desprendió la forma de una mujer que calmó su furia. El volcán también se apagó cuando los pies de la Diosa tocaron el suelo. Así nació Artrea, la madre de todos los seres vivos, quien caminó por la tierra y de sus pasos despertaron los primeros reptiles, para escurrirse por la tierra misma o dirigirse al mar. La Diosa llegó hasta nuestro señor Fiter y se abrazaron, engendrando en su encuentro a las tres diosas lunares, que estallaron y se dirigieron al cielo, oscuro y vacío hasta ese momento…».

Claramente era una versión de la cosmogonía de los dioses, parecida a la que ya conocía, pero le llamó la atención que en esta adaptación Fiter hubiera nacido del volcán de Enher y no de la explosión del universo, como él sabía.

Avanzó un poco más, apenas hojeando las páginas. No quería leer la versión del nacimiento del mundo y de los dioses según otras voces. Tenía su propia fe aprendida y afianzada, no necesitaba estudiar herejías.

Pero, en cambio, sí quería llegar a profundizar en la cultura de Enher. Se sumergió en las páginas de hilos de carbón y la tarde pasó rápido para él.

Cariat regresaba al palacio desde el puerto, llevaba su larga toga gris y la capucha cubría la expresión de satisfacción de su rostro. Aún el sol no caía y los preparativos se desarrollaban mejor de lo esperado bajo su atenta mirada. Ya había alistado el barco en el que zarparían la mañana siguiente. Esa misma noche, el barco de Enher que había traído las noticias zarparía rumbo a su isla, para anunciar que la Mardesal, la nave que Cariat había elegido, llegaría al día siguiente. Serían cuatro días de viaje.

La Mardesal era una nave rápida, de pocos pasajeros. Las oráculos le habían augurado buen viento, aunque encontrarían unas nubes y lluvias leves, nada preocupante. La cristalera permitió a su mente vagar mientras caminaba.

Cariat llevaba cinco años como la cristalera mayor de la orden, eso le confería más responsabilidades y poder de lo que le gustaría. No era una mujer perezosa, eso lo sabían todos. Su deber ocupaba su vida desde que entró en la orden científica-religiosa. Había renunciado a tener una familia y dedicaba su tiempo a su fe y a su ciencia. Todo habría seguido su curso normal, si no hubiera aparecido el rey, a ofrecerle su amor y cariño, en la intimidad de su habitación durante una temporada.

Eso había ocurrido largo tiempo atrás, pero aún recordaba la pasión que ese hombre triste y solo le había manifestado. Por aquel entonces, Cariat era una mujer joven y la aventura tan solo duró unos pocos meses. Ella decidió alejar a Noah, no podía abandonar sus votos para convertirse en una cortesana.

En aquellos años, ella todavía tenía el cabello lacio y suelto, caía por su espalda hasta la mitad de sus brazos, pero el tiempo todo lo cambia. Cuando comenzaron a proliferar las canas en su cabeza, decidió llevarlo lo más corto posible y cubrirse con una capucha, como hacían las mayores de su orden. Sin embargo, aún recordaba la ceremonia de su iniciación perfectamente.

Una de cada cien mujeres era elegida para ser cristalera. La elección ocurría durante una ceremonia popular que se realizaba anualmente, durante la fiesta de las tres lunas, fecha en la que las tres diosas se alineaban en el firmamento.

Desde el puerto se elevaban cantos y las hogueras ardían por toda la costa. Las lunas brillaban en todo su esplendor cuando una nota musical llegó desde el mar y ella fue la elegida por las diosas entre cien aspirantes.

El cuerpo de Cariat había brillado al son de la melodía del mar e inició la fiesta agradeciendo a las diosas por su elección. Así era como todas las cristaleras comenzaban su camino en la orden.

Le entregaron una bolsa de monedas de vidrio a su familia y Cariat abandonó inmediatamente su casa. Luego de un año de clausura total en el convento, período en el que fue aprendiz de todas las órdenes, su propio espíritu le manifestó que su vocación era pertenecer a la orden de las tallerizas.

Las tres órdenes: tallerizas, oráculos y monásticas, tenían cada cual su propia misión y eran lideradas por la cristalera mayor, que cumplía su rol hasta su muerte. Esa era la posición que ella había alcanzado y era la carga que le correspondía llevar.

No había sido fácil, pero ya se había acostumbrado a estar al tanto de todo lo que ocurría dentro del convento, y su autoridad venía con algunos beneficios.

Detrás de ella, tres mujeres la alcanzaron, interrumpiendo sus cavilaciones. Eran las más destacadas cristaleras de cada una de las órdenes y seguirían con ella durante toda la misión: Delicet, la talleriza, era la más alta de las tres, tenía un aspecto rudo y un andar masculino; había creado unos nuevos lentelejos que les permitían observar la ubicación exacta de las estrellas. Naminet era la oráculo, hablaba de casi cualquier tema con Delicet y con Cariat, llevaba la capucha y casi todo su cuerpo cubierto, aunque no tanto Solitut, la monástica. Ella miraba hacia abajo y mostraba su incomodidad por encontrarse fuera del convento, casi no participaba en las conversaciones y se mantenía a la sombra de la cristalera mayor.

Cariat confiaba en las tres, cada una diferente, pero excelente a su manera. Habían demostrado sus habilidades una y otra vez. Ahora Cariat les pediría que lo hicieran una vez más.

Mientras caminaban, Naminet tuvo un sobresalto, asustada y agitada tomó el brazo de Cariat.

—Madre Cariat, necesito hacerle una petición. ¿Envíe a otra en mi lugar? —Su rostro se ensombreció.

—¿Por qué me pides eso? Si has visto algo, debes decírmelo. —Cariat sabía que las visiones de las oráculos eran repentinas, pero siempre acertadas.

—Sí, Madre. Aunque no puedo decírselo ahora. —Señaló la torre de las cristaleras—. Lleguemos a casa primero.

Aceleraron su marcha por un callejón que las alejaba del mercado, el barullo de ofertas y regateos resonaban alborotadamente, era un día normal en Tides.

El pasaje al ingreso de la torre estaba empedrado y tenía incrustaciones de cristales verdes en sus bordes que se iluminaban a la sombra de los transeúntes.

La puerta se abrió pesadamente hacia el interior y un par de guardias las dejaron pasar con un saludo reverencial. El interior de la torre era más oscuro, pero la luz se reflejaba y refractaba en vidrios fijos en los muros de piedra. Al menos el aire era más fresco que en el exterior.

—Pueden ir a sus dependencias —dijo Cariat a las mujeres, pero retuvo a Naminet—. Vamos a la Sala Mayor.

—Sí, Madre. —La muchacha había dejado de hablar, cosa rara en ella.

Ingresaron al recinto. Contra la entrada colgaba un gran panel de cuero, pintado con delicadas tonalidades. La imagen era un óvalo heráldico en cuyo interior figuraba una mujer cubierta por una túnica, en una de sus manos llevaba una gran tenaza y en la otra un frasco medicinal, su rostro tenía tres ojos en lugar de dos: las tres ramas de la orden.

En aquella sala tenían sus reuniones periódicas todas las cristaleras. Cariat y Naminet se sentaron frente a frente, en un sillón lateral de piedra, debajo del escudo de la orden.

—Madre, esta visión me atravesó en el camino de regreso y me dejó intranquila. La claridad de lo que vi se ha disipado, pero la angustia permanece en mí. —La mujer miraba con ansiedad y los ojos llenos de lágrimas a punto de brotar.

—Calma, querida Naminet, puedes contarme cualquier cosa.

—La noche refleja la luz de las lunas en el mar y en la tormenta repentina una luz se apaga. Alguien morirá en el viaje, Madre. —El rostro de la mujer palideció al dar su mensaje.

—Tranquila, hija, sabemos que las visiones suelen ser crípticas. Estaremos listas para enfrentar cualquier amenaza. —Ella sabía que el trabajo de las oráculos era complejo y a menudo sus mensajes eran metafóricos.

—Esta vez estoy segura de que se anuncia una muerte. No quiero ser yo la que entregue su alma al mar, aún no. Por favor, madre de las cristaleras, permita que sea otra quien la acompañe en mi lugar.

—Oh, mi querida hija, no puedo alejarte del destino que las diosas te han marcado. Esta misión es un mandato real y se desarrollará tal como la hemos planificado. Debemos obedecer.

—Sí, Madre… voy a… prepararme. —Se fue en silencio, sin disimular su tristeza.

Allí quedó sola Cariat, mirando por una ventana al lado de la puerta, la luz del sol atravesaba tangencialmente los cristales y los haces se dispersaban en pequeños arcoíris que resplandecían sobre el suelo de piedra. Ella anticipaba que la misión sería compleja, pero no esperaba un augurio tan temprano.

El temor por la muerte de sus hijas se cernió sobre sus pensamientos y se alojó en un rincón de su mente.

«—¿En dónde termina el mar? —preguntó la niña acercándose hasta el ojo del calar de tres cuernos.

—El mar termina en ti, pequeña —respondió la inmensa criatura—. Todos somos parte del océano de la vida.

—Ya estoy cansada —dijo nuevamente, apoyando sus brazos en unos de los cuernos.

—Puedes dormir tranquila, yo te protegeré —respondió el calar.

Los dos continuaron navegando por el gran océano, el calar evitaba los escombros de otras embarcaciones y seguía su camino por la senda de la luna mayor».

Fragmento de La niña de las olas, cuento popular Tidesio.

III

El alba se anunciaba con colores verdes en el horizonte del mar de Tides. Todos se encontraban en el puerto, dispuestos a embarcarse en la Mardesal, el barco mercantil que los llevaría hasta la isla de Enher.

Lo comandaba el capitán Somorte, un hombre grande, gordo y algo desagradable, pero de probada discreción. Cariat se había asegurado de ello.

El príncipe Cam casi no había dormido durante la noche y ahora caminaba de un lado a otro de su habitación. Llevaba consigo el libro de historia de Enher y lo abría y revisaba cada pocos pasos.

Ya habían llevado al puerto los cofres y mochilas que habían preparado los sirvientes.

Para sorpresa de Cam, su hermano y su padre entraron para despedirlo y desearle buena fortuna.

El rey se acercó a él con algo entre sus manos.

—Camet, quiero que lleves este collar. —Le entregó una esmeralda verde engarzada en una cadena de oro—. Si en algún momento necesitas enviar un mensaje urgente, frota la gema y háblale a la luz de las lunas. ¡Úsalo cuando encuentres a tu hermana!

—Gracias, padre, lo cuidaré —respondió acariciando la piedra preciosa.

—Yo sé que así será, hijo. ¡Que las lunas te iluminen en cada momento, mi querido Cam! —Lo abrazó con discreción, pero Cam sintió la presión de sus manos.

—Hermanito, sabes que te quiero, cuídate—dijo Set, tomándolo de los hombros. Se acercó a su oído y le susurró—. Recuerda que tienen dos semanas para regresar.

—Sí, sí, haré lo posible…

Salió de la habitación y un par de guardias cubiertos con capuchas lo precedieron en el camino hacia el muelle. Durante el trayecto, algunas personas más se sumaron a la pequeña procesión. Reconoció a Berot, su amigo, entre unos jóvenes guardias que se sumaron casi al final del recorrido. El resto de la comitiva estaba compuesta por Cariat y tres cristaleras más.

Aún no había mucho movimiento en el muelle, los barcos pesqueros llegarían al mediodía. Las aves revoloteaban cerca de las granjas de algas, en los bordes del muelle. Era la hora de la cosecha y la recolección de ojunes y cangrejos, atrapados por la marea nocturna en la costa.

Un hombre los esperaba con ansiedad arriba del barco, llevaba una capa verde y Cam no lo pudo reconocer.