Profesor Unrat - Heinrich Mann - E-Book

Profesor Unrat E-Book

Heinrich Mann

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Beschreibung

Profesor Unrat, de Heinrich Mann, es una sátira mordaz sobre la hipocresía moral, la represión y el poder destructivo de la obsesión. La novela narra la historia de Raat, un estricto y autoritario profesor de instituto apodado "Unrat" por sus alumnos. Su vida da un giro inesperado cuando se obsesiona con Rosa Fröhlich, una artista de cabaré, lo que lo lleva a una progresiva caída social y personal. A través de esta transformación, Mann expone la fragilidad de las convenciones burguesas y la doble moral de una sociedad que reprime los deseos mientras los alimenta en secreto. Desde su publicación, Profesor Unrat ha sido reconocida por su tono crítico y su profundidad psicológica. La obra se convirtió en un símbolo de la decadencia del autoritarismo pequeño burgués y fue internacionalmente popularizada por su adaptación cinematográfica El ángel azul, protagonizada por Marlene Dietrich. La relevancia de la novela reside en su capacidad para denunciar los mecanismos de control social, el poder de la transgresión y la autodestrucción como consecuencia del deseo reprimido. Profesor Unrat sigue siendo una obra provocadora que confronta al lector con las contradicciones de la moral tradicional y la lucha entre autoridad y libertad interior.

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Seitenzahl: 324

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Heinrich Mann

PROFESOR UNRAT

Título original:

“Professor Unrat”

Sumario

PRESENTACIÓN

PRÓLOGO

PROFESOR UNRAT

PRESENTACIÓN

Heinrich Mann

1871-1950

Heinrich Mann fue un escritor alemán, destacado por su crítica social y política en una época de grandes transformaciones en Europa. Nacido en Lübeck, Alemania, fue hermano mayor del también escritor Thomas Mann. Su obra explora los conflictos entre el autoritarismo, el conformismo burgués y la libertad intelectual, convirtiendo-o em uma das vozes mais lúcidas da literatura alemã do início do século XX. Seu compromisso com os ideais democráticos e sua oposição ao nazismo marcaram profundamente sua trajetória e produção literária.

Infancia y Formación

Heinrich Mann nació en el seno de una familia de la alta burguesía comercial. Tras la muerte de su padre, abandonó los estudios secundarios y comenzó a trabajar en una editorial en Dresde, lo que despertó su interés por la literatura. Viajó por Francia e Italia, absorbiendo influencias culturales que posteriormente se reflejarían en su obra. Aunque nunca completó una educación universitaria formal, su formación autodidacta y cosmopolita lo convirtió en un agudo observador de la sociedad europea de su tiempo.

Carrera y Contribuciones

Su estilo se caracteriza por la ironía, el análisis psicológico y la crítica mordaz a las estructuras autoritarias. Una de sus obras más conocidas es El súbdito (Der Untertan, 1918), una sátira sobre el servilismo al poder y la mentalidad autoritaria del Imperio Alemán. A través del protagonista Diederich Hessling, Mann expone la relación entre la obediencia ciega y la consolidación de sistemas opresivos, anticipando muchas de las características del fascismo.

Otro de sus libros destacados es Profesor Unrat (1905), que inspiró la famosa película El ángel azul (1930), protagonizada por Marlene Dietrich. Esta novela, que trata sobre un profesor que pierde su reputación por enamorarse de una cantante de cabaré, pone en evidencia la hipocresía de los valores burgueses y la fragilidad de la autoridad moral.

Impacto y Legado

Heinrich Mann fue un defensor activo de la democracia y la libertad de expresión. Se opuso abiertamente al régimen nazi, lo que le obligó a exiliarse en Francia y luego en Estados Unidos. En 1933, sus libros fueron prohibidos y quemados por los nazis. Fue presidente de la sección alemana del PEN Club en el exilio y colaboró con otros intelectuales antifascistas.

A diferencia de su hermano Thomas, quien fue más reconocido internacionalmente, Heinrich desarrolló una carrera más politizada y comprometida, lo que afectó tanto su recepción crítica como su difusión. No obstante, su obra ha sido revalorizada por su lucidez en la crítica social y su anticipación de los peligros del autoritarismo.

Heinrich Mann murió en 1950 en Santa Mónica, California, sin haber logrado regresar a la Alemania reunificada. Aunque su exilio fue marcado por dificultades, su obra resurgió en el periodo de posguerra como una referencia en la literatura antifascista. Hoy es reconocido como un autor fundamental para entender la transición del siglo XIX al XX en Alemania y los dilemas éticos y políticos que marcaron ese período.

El legado de Heinrich Mann reside en su valentía intelectual, su compromiso con los valores democráticos y su capacidad para retratar, con agudeza y profundidad, las tensiones entre poder, cultura y libertad individual.

Sobre la obra

Profesor Unrat, de Heinrich Mann, es una sátira mordaz sobre la hipocresía moral, la represión y el poder destructivo de la obsesión. La novela narra la historia de Raat, un estricto y autoritario profesor de instituto apodado "Unrat" por sus alumnos. Su vida da un giro inesperado cuando se obsesiona con Rosa Fröhlich, una artista de cabaré, lo que lo lleva a una progresiva caída social y personal. A través de esta transformación, Mann expone la fragilidad de las convenciones burguesas y la doble moral de una sociedad que reprime los deseos mientras los alimenta en secreto.

Desde su publicación, Profesor Unrat ha sido reconocida por su tono crítico y su profundidad psicológica. La obra se convirtió en un símbolo de la decadencia del autoritarismo pequeño burgués y fue internacionalmente popularizada por su adaptación cinematográfica El ángel azul, protagonizada por Marlene Dietrich.

La relevancia de la novela reside en su capacidad para denunciar los mecanismos de control social, el poder de la transgresión y la autodestrucción como consecuencia del deseo reprimido. Profesor Unrat sigue siendo una obra provocadora que confronta al lector con las contradicciones de la moral tradicional y la lucha entre autoridad y libertad interior.

PRÓLOGO

La novela El profesor Unrat de Heinrich Mann trasciende las fronteras de la cultura alemana y el momento específico en que transcurre la historia. La representación cinematográfica de la obra, bajo el título El ángel azul con el que se conocería posteriormente, no hizo sino poner de relieve el drama de un hombre maduro que se ve de pronto perdidamente enamorado de una muchacha que, además de pertenecer a una condición social inferior a la suya, se dedica a actividades que son duramente censuradas por la sociedad de la época.

Heinrich Mann consigue penetrar en lo más profundo de la sicología de los personajes. Así, cuando constatamos que el profesor Unrat — apodado "Basura" por sus alumnos a causa de su descuidada figura y de un ácido juego de palabras provocado por la semejanza fonética entre su apellido y el mote con el cual lo designan — vive obsesionado con la idea de sorprender en falta a sus alumnos, advertimos la sorda lucha interior del protagonista que se devana los sesos pensando en la destrucción de sus alumnos más contumaces. Se trata de un maestro rígido que se siente constantemente amenazado por las burlas de sus alumnos. Basta un gesto inusual de un estudiante durante la hora de recreo, un rumor inesperado en la sala de clases, un silencio sospechoso en el aula, para que de inmediato Unrat se ponga a la defensiva. No es extraño entonces que el protagonista interprete la natural desidia de los adolescentes ante los deberes escolares como verdaderos ataques en su contra y decida sancionarlos, planteándoles exigencias académicas que van más allá de sus posibilidades. Su paranoia no le da respiro. Pasa sus días y sus noches atenaceado por ese insistente diálogo interior que le hace revivir cada mal rato de la jornada y que lo lleva a pensar en los castigos que va a infligir a los más insubordinados de su clase: a Von Ertzum, por su aire campechano tan distante de las letras griegas y por su exasperante lentitud para comprender; a Kieselack, por su arrogancia y espíritu de rebeldía; a Lohmann, por su displicencia. Unrat francamente detesta al curso entero por ese sentido filial y secreto con que el grupo se resiste a sus métodos pedagógicos, pero como todo tirano, al mismo tiempo les teme.

Cierto día, tras encerrar en el calabozo — nombre que se le da a un pequeño cuarto que sirve de guardarropa — a los más díscolos de la clase y mientras pasea por la sala con el sabor de haber dominado la rebelión juvenil, su atención recae en el cuaderno de uno de los castigados. AJ hojearlo con disimulo se encuentra con unos encendidos versos de amor dirigidos a una tal Rosa Fröhlich. A partir de ese momento la condición obsesiva del protagonista queda en evidencia una vez más. No tendrá paz ni un solo instante. Ya en su hogar, recuerda persistentemente los versos y el nombre de la artista que incita a los muchachos a una conducta pecaminosa; sin poder dormir se echa sobre los hombros su viejo y raído gabán, y sale a la noche lluviosa en busca de la bailarina; recorre las callejuelas desiertas que lo llevarán hasta los límites de la ciudad con ojos ansiosos, mientras en su rostro se dibuja una sonrisa venenosa, preludio de su venganza contra los alumnos.

El encuentro del viejo maestro con la bailarina de los pies desnudos — que canta en el cabaret El Ángel Azul con expresión maliciosa: "Como soy tan joven y tan inocente…" ante un público masculino enfervorizado por el alcohol — da inicio a una tormenta interior que ya no lo dejará en paz. A partir de ese momento visitará cada noche su camarín y se irá enredando con la muchacha en una relación ambigua que lo arrastrará hacia una vida bohemia y sin escrúpulos.

La búsqueda del placer en sitios tan alejados del mundo académico nos recuerda otras obras de ta literatura alemana que dan cuenta de similar motivo literario. Desde luego la prodigiosa novela La muerte en Venecia, escrita por Thomas Mann, hermano de Heinrich. En ella el escritor e intelectual Gustavo von Aschenbach — quien "no había disfrutado nunca del ocio ni conoció la descuidada indolencia de ta juventud" — repentinamente siente el impulso de viajar a un lugar desconocido. Se imagina comarcas tropicales cenagosas, selvas, islas, pantanos, gigantescas palmeras que se alzan en medio de una vegetación lujuriosa. Comprende que está hastiado de su "robustez moral", de las duchas matutinas de agua fría, de esa férrea disciplina heredada de su padre que ahora no le sirve para nada; toma entonces la decisión de emprender un viaje a Venecia en busca de esa sensualidad que le permita recuperar el sentido más vital de la existencia. Un leitmotiv semejante encontramos en la creación filosófico-poética de Goethe, Fausto. El viejo sabio toma conciencia al final de sus días de que gran parte de su vida la ha dedicado a la lectura, el estudio y la investigación. Tras comprobar, con rabia y dolor, que no ha vivido los placeres de la vida, decide vender su alma al diablo a cambio de recuperar su juventud y así vivir plenamente una segunda existencia.

Heinrich Mann, con una aguda percepción y un lenguaje preciso, desnuda el alma de quien, tras una insaciable sed de castigo, esconde a un ser feble y atemorizado, en una palabra, a un cobarde.

PROFESOR UNRAT

I

Su nombre era Raat, sin embargo para todo el Instituto era "Basura". Un juego fácil de palabras. Otros maestros a veces cambiaban de apodo. Las nuevas promociones escolares encontraban en ellos algún aspecto cómico inadvertido por las anteriores, y les aplicaban sin consideración alguna el mote respectivo. Pero Basura conservaba el suyo a través de muchas generaciones de estudiantes. Toda la ciudad lo conocía, y sus mismos colegas se lo aplicaban fuera del Instituto, e incluso dentro en cuanto volvía las espaldas. Quienes hospedaban en sus casas a alumnos del Instituto y se cuidaban de que dedicasen al estudio las horas oficialmente marcadas, hablaban sin disimular ante ellos del profesor Basura. Un nuevo sobrenombre que quiso aplicarle el profesor encargado de la clase segunda, no alcanzó la menor fortuna, entre otras cosas, porque el habitual y consagrado continuaba despertando en el viejo catedrático el mismo efecto que veintiséis años atrás. Así, bastaba decir en voz alta a su paso por el patio del Instituto:

 — ¿No encuentras que huele a basura?

 — ¡Puah! Ya empieza a venir la hediondez a basura, como todos los días.

Y en el acto, el viejo profesor levantaba bruscamente un hombro, siempre el derecho, más alto que el otro, y lanzaba oblicuamente por detrás de los cristales de sus anteojos una mirada verdosa, que los alumnos encontraban falsa y que, en realidad, era recelosa y vengativa: la mirada de un tirano con remordimientos de conciencia, que intenta descubrir el puñal oculto entre los pliegues de la ropa. Su barbilla de madera, ornada por una barba poco poblada, amarillenta y canosa, temblaba convulsa. No podía castigar a los alumnos que habían pronunciado aquellas frases, porque no podía probar su intención vejatoria, y tenía que seguir su camino deslizándose sobre sus piernas flacas y bajo su mugriento sombrero flexible, negro, de alas anchas.

El año anterior, al celebrar sus bodas de plata con la enseñanza, el Instituto había preparado en su honor una serenata. Raat había pronunciado un discurso desde su balcón. Y de pronto, cuando todas las cabezas, echadas hacia atrás, le contemplaban, una desagradable voz de falsete había exclamado:

 — ¡Fíjense! Hay basura en el aire.

Otros repitieron:

 — ¡Hay basura en el aire! ¡Hay basura en el aire!

Raat había previsto la posibilidad de un tal incidente. Sin embargo, empezó a tartamudear arriba, en su balcón, hundiendo la mirada en las bocas abiertas de los que gritaban. Sus colegas, los demás profesores del Instituto, presenciaban impasibles la escena. Raat sentía que tampoco en aquella oportunidad podría alegar prueba alguna contra los alborotadores, pero conservó cuidadosamente sus nombres. Ya, al día siguiente, la ignorancia demostrada por el de la voz de falsete al no saber responder dónde había nacido la Doncella de Orleáns, dio pie al profesor para asegurarle que aún habría de perjudicarle muchas veces en el curso de su vida. Y, en efecto, Kieselack, el alumno de la voz atiplada, perdió aquel curso, como lo perdieron, con él, casi todos aquellos condiscípulos suyos que habían alborotado la noche de la serenata, entre ellos Von Ertzum. Lohmann, que no había gritado, lo perdió también, pues favoreció con su flojera las intenciones de Basura, tanto como el primero, con su falta de capacidad.

A fines del otoño siguiente, una mañana, hacia las once, durante el recreo que iba a preceder al ejercicio de composición alemana sobre un tema extraído de La Doncella de Orleáns sucedió que Von Ertzum, a quien su escasa preparación hacía temer una catástrofe, abrió la ventana, en un ataque de melancólica desesperación, y gritó al azar, en medio de la niebla, con voz tenebrosa:

 — ¡Basura!

No sabía si el profesor andaba o no por allí cerca. Y además le tenía sin cuidado. El pobre muchacho, hijo de nobles terratenientes provincianos, había seguido tan sólo un impulso irresistible de dar aún, por un instante, libre curso a sus energías, antes de inmovilizarse dos horas eternas ante una hoja de papel, blanca y vacía, que había de llenar con palabras sacadas de su cabeza, vacía también. Pero precisamente en aquel momento cruzaba el profesor el patio. Al herirle el exabrupto lanzado desde la ventana, dio un salto de costado. Arriba, entre la niebla, distinguió la silueta maciza de Von Ertzum. Ni en el patio ni en las ventanas había otro alumno a quien Von Ertzum hubiera podido dirigir su ofensa. "Esta vez — pensó Basura, jubiloso — no cabe duda de que ha sido a mí. Esta vez puedo, por fin, probárselo."

Subió la escalera en cinco saltos; abrió con violencia la puerta de la clase; avanzó por entre los bancos y trepó a la cátedra, contrayendo los dedos en los bordes del pupitre. Una vez allí, tuvo que tomar aliento, y permaneció de pie, en silencio, todo estremecido. Los alumnos se habían levantado al verle, y a su tumultuoso alborotar había sucedido un silencio francamente ensordecedor. Miraban a su profesor como a un animal dañino al que, desgraciadamente, no se podía matar, y que, por el momento, había adquirido una lamentable ventaja sobre ellos. Basura respiraba agitado. Por fin, dijo con voz sepulcral:

 — Se me ha lanzado de nuevo una palabra, un calificativo, un nombre, en fin, que no estoy dispuesto a dejarme aplicar. No he de tolerar (ténganlo bien en cuenta) que individuos como ustedes, cuya despreciable contextura moral he tenido, lamentablemente, la ocasión de comprobar, me hagan objeto de su escarnio, y lo sancionaré siempre que pueda. Su perversidad, Von Ertzum, a más de inspirarme horror, se quebrará como un cristal frágil ante la firmeza de una resolución que voy a anunciarle ahora mismo. Antes de finalizar el día daré cuenta de su hazaña al señor director, para que nuestro Instituto se vea libre, por lo menos, de las más negras heces de la sociedad humana.

Dicho esto, se quitó el abrigo y ordenó:

 — Siéntense.

La clase volvió a sentarse. Sólo Von Ertzum siguió en pie. Su rostro, sembrado de pecas, aparecía tan rojo como el pelo cerdoso que cubría su cabezota. Quiso decir algo, y titubeó, abriendo y cerrando la boca varias veces. Por fin, se lanzó:

 — No fui yo, señor profesor.

Varias voces confirmaron, solidarias:

 — No ha sido él.

Basura se levantó, golpeando con el pie la tarima.

 — ¡Silencio!… Y usted, Von Ertzum, no olvide que no es el primero de su nombre para quien yo he constituido un obstáculo en su carrera, y que, de aquí en adelante, he de hacerle muy difícil, si no imposible, todo avance, como tiempo atrás a su tío. Usted quiere ser militar, ¿no es verdad? También su tío lo quería. Pero como no pudo aprobar el curso ni obtener la calificación necesaria para hacer en el Ejército el servicio de un año, no hubiera ingresado jamás a la carrera de oficial si no hubiese conseguido una dispensa especial de su soberano. Por cierto que no tardó en verse obligado a pedir su separación del Ejército, ignoro por qué causa. Ahora bien: el triste destino de su tío puede ser también el suyo, Von Ertzum. No lo olvide. Usted se lo tendrá bien merecido. Por mi parte, Von Ertzum, hace mucho tiempo que tengo formada una opinión sobre su familia; hace más de quince años… Y ahora — la voz de Basura tronó aquí, subterránea — , como usted no es digno de llegar con su pluma sin talento a la gloriosa figura de la Doncella, salga de inmediato de la clase, y vaya a recluirse en el calabozo.

Von Ertzum, de comprensión lenta, permaneció quieto tendiendo el oído. Embargado por el esfuerzo de atención, imitó inconscientemente con las mandíbulas los movimientos que el profesor hacía con las suyas. El mentón de Basura, en cuyo límite superior crecían unos cuantos cañones amarillos, rodaba como sobre carriles, mientras hablaba, entre las dos arrugas ahondadas a ambos lados de la boca, lanzando panículas de saliva hasta los primeros bancos. Basura gritó:

 — ¡Todavía se atreve usted, insensato!… Al calabozo he dicho.

Von Ertzum, asustado, abandonó su banco. Kieselack le murmuró:

 — ¡Defiéndete, idiota!

Lohmann, detrás, prometió en voz baja:

 — ¡Déjalo! Ya nos las pagará.

El sentenciado pasó por delante de la cátedra y penetró en el recinto al que Basura denominaba pomposamente el calabozo: un cuarto obscuro que servía de guardarropa a la clase. Basura suspiró aliviado cuando el robusto muchacho cerró tras de sí la puerta del calabozo.

 — Bueno. Vamos a recuperar ahora el tiempo que nos ha hecho perder ese individuo. Angst, aquí tiene usted el tema. Cópielo en la pizarra.

El primero de la clase acercó la hoja a sus ojos miopes y comenzó a copiar con lentitud. Antes de que las sílabas que iba trazando llegasen a tomar sentido, todos los alumnos, movidos por una superstición escolar tradicional, dijeron para sí: "¡Dios mío! ¡Seguro que me suspenden!".

Por fin, se leyó en la pizarra:

Juana: Tres peticiones dirigiste al cielo.

Dime, Delfín, si acaso fueron éstas.

(La Doncella de Orleáns, acto i, escena décima.) Tema: "La tercera petición del Delfín".

Se miraron, confundidos. Basura les había puesto una tarea dificilísima. Satisfecho, se reclinó en su sillón, sonriendo de través, y se puso a hojear su cuaderno de notas.

 — Qué; ¿necesitan ustedes saber algo más? — preguntó como si todo estuviese ya perfectamente claro — . ¡Vamos! ¡Empiecen!

La mayoría de los alumnos inclinaron el busto sobre sus cuadernos e hicieron como que escribían. Otros permanecieron inmóviles, la vista perdida en el aire, anonadados.

 — Tienen ustedes aún una hora y cuarto — observó Basura con voz indiferente, mientras ardía de felicidad por dentro. Ninguno de los pedagogos sin conciencia que con el apoyo de manuales y frases hechas facilitaban a la banda escolar el análisis de cualquier escena dramática, había hallado todavía aquel tema.

Algunos estudiantes recordaban la escena décima del primer acto y conocían las dos primeras plegarias del Delfín Carlos. Pero de la tercera no sabían nada ni tenían la menor idea de haberla leído. El mejor de la clase y otros dos o tres, Lohmann entre ellos, estaban incluso seguros de no haberla leído. El Delfín sólo se hacía repetir por la profetisa dos de sus plegarias nocturnas. Ello le bastaba para ver en Juana una enviada de Dios. De la tercera no se decía nada en aquella escena. Luego, constaba, sin duda, en algún otro lugar de la obra, se infería indirectamente del contexto o se cumplía en alguna forma, sin que a punto fijo se supiera cómo ni dónde. El mismo número uno se confesaba que podía haber algún detalle que le hubiese pasado inadvertido. De todos modos, había que decir algo sobre aquella tercera plegaria y hasta sobre una cuarta o una quinta, si Basura lo hubiera exigido. Una larga práctica de los ejercicios de composición les había enseñado ya a llenar un cierto número de páginas con frases más o menos vacías sobre cosas de cuya existencia real no estaban nada convencidos, tales como el deber, los beneficios de la enseñanza o el honor de servir con las armas a la patria. El asunto les tenía perfectamente sin cuidado, pero escribían sobre él. La obra de que procedía les era ya odiosa a fuerza de haber servido de base meses y más meses para que el profesor les pusiese "pegas", pero escribían con empeño.

La Doncella de Orleáns venía siendo estudiada por la clase desde nueve meses atrás. Los que habían perdido el curso la conocían ya del anterior. La habían leído del principio al fin y del fin al principio; se habían aprendido de memoria escenas enteras; la habían analizado desde el punto de vista histórico, el poético y el gramatical; habían puesto en prosa sus versos y transformado de nuevo en verso esta prosa. Para todos aquellos que al principio habían sentido la dulzura y el esplendor de la creación poética, ésta había perdido ya todo interés. En el sonsonete, diariamente repetido, no se percibía ya melodía alguna. Nadie oía ya la pura voz adolescente en la que se levantan severas y espectrales las espadas, ninguna coraza cubre ya el corazón, y se extienden ampliamente desplegadas alas de ángel, luminosas y crueles. Aquéllos que más tarde hubiesen vibrado ante la inocencia inefable de la virgen guerrera, hubiesen amado en ella el triunfo de la debilidad y hubiesen llorado al ver convertirse a la invencible amazona, abandonada por el cielo, en una inerme muchachita enamorada, habrán de tardar ya mucho tiempo en poder experimentar tales sensaciones. Acaso necesitarían veinte años para que Juana pudiese volver a ser para ellos algo más que una pedante acartonada y polvorienta.

Las plumas corrían sobre el papel. El profesor Basura se solazaba mirando por encima del hombro de sus alumnos lo que éstos iban escribiendo. Para él era un buen día aquel en que lograba atrapar a alguno, sobre todo si se trataba de alguno que le había gritado su apodo. Aquel día hacía bueno todo un año. Desgraciadamente, llevaba ya dos cursos en los que no le había sido posible pescar a ninguno de sus astutos ofensores. Habían sido dos años malos. Un año era bueno o malo, según que durante él hubiera atrapado a alguno o no le hubiese sido posible probar su delito.

Basura, que se sabía odiado y burlado por los alumnos, los consideraba, a su vez, como enemigos hereditarios, a los que había que tratar de hacer reprobar el curso. Habiendo pasado toda su vida en colegios e institutos, le era imposible considerar a los muchachos y juzgar sus actos desde el punto de vista, más alejado, del hombre objetivo y experimentado. Los veía tan de cerca como si fuera uno de ellos, inesperadamente investido de poder sobre los demás y elevado a una cátedra. Hablaba y pensaba en su idioma y empleaba su argot. Lanzaba sus discursos en el mismo estilo que ellos hubieran empleado en igual caso; esto es, en períodos latinizantes sembrados de "así pues", "en realidad de verdad" y otras muletillas inútiles, restos de su clase de lectura y traducción de Homero en los cursos superiores; pues, naturalmente, lo que importaba en tales clases era traducir el estilo exacto y minucioso de los griegos en la forma más torpe y pesada posible. Como sus

miembros habían perdido ya toda flexibilidad, exigía que los alumnos se moviesen también con lentitud. No comprendía la necesidad juvenil de agitarse continuamente, hacer ruido, repartir codazos y empujones, atormentar, imaginar travesuras tontas y desahogar en actos gratuitos el valor superfluo y la energía sin empleo. Cuando castigaba, no lo hacía con la serena superioridad del que piensa: "Son ustedes unos majaderos, como corresponde a vuestra edad, y es necesario imponerles un poco de disciplina", sino que castigaba de verdad, apretando los dientes. Todo lo que sucedía en el Instituto tenía para Basura la gravedad y la realidad de la vida. La flojera equivalía a la relajación del ciudadano inútil; la falta de atención y la risa constituían una resistencia contra el poder del Estado; un garbanzo de pega era el cañonazo inicial de una revolución; una tentativa de engaño deshonraba para toda la vida. Basura palidecía en tales ocasiones. Cuando enviaba a alguien al calabozo, se sentía como un dictador que hubiese deportado nuevamente a un grupo de revolucionarios a las colonias penitenciarias, y se diese cuenta, al mismo tiempo con orgullo y miedo, de su poder y de la oculta labor que iba socavándolo. Jamás olvidaba a quienes había debido encerrar en el calabozo alguna vez, o que habían incurrido de algún modo en falta contra él. Como llevaba veinticinco años profesando en aquel mismo Instituto, la ciudad y sus contornos estaban llenos de antiguos alumnos suyos. De aquellos a quienes había atrapado in fraganti y de aquellos a los que no había podido probar nada. Y todos ellos seguían llamándole aún por el sobrenombre. El Instituto no terminaba para él de puertas afuera; se prolongaba a la ciudad entera y a innumerables habitantes de todas las edades. Por todas panes surgían a su paso alumnos disipados y perversos que no se habían sabido la lección y le habían hostilizado. No era nada raro que un alumno nuevo, que había oído hablar de Basura a alguno de sus familiares, como de un divertido recuerdo juvenil, se viese sorprendido, a la primera respuesta equivocada, con la siguiente rociada:

 — Usted es ya el cuarto de su apellido que pasa por mi clase. Odio a toda su familia.

Dominando desde la cátedra las cabezas inclinadas de los estudiantes, Basura experimentaba un sentimiento de segura victoria. Pero mientras tanto, una nueva amenaza se cernía sobre él. Venía de Lohmann.

Lohmann había despachado rápidamente su composición y se había dedicado luego a una labor literaria particular. Pero, preocupado por el caso de su amigo Von Ertzum, no lograba llevarla adelante. Se había constituido, en cierto modo, en protector moral del robusto joven aristócrata y consideraba como un mandamiento de su propio honor disimular con su extraordinario talento la debilidad intelectual de su amigo. En el momento en que Von Ertzum se disponía a contestar alguna inaudita tontería, Lohmann tosía con estrépito y le apuntaba la respuesta correcta. Cuando no lograba detener así las simplezas de su camarada, las transformaba en motivos de admiración al mismo afirmando a los demás que Von Ertzum había contestado a propósito en tal forma para sacar de sus casillas al profesor.

Lohmann era un muchacho de cabellos negros que se levantaban ondulados sobre su frente y caían luego a un lado en un desmayado mechón melancólico. Pálido como el mismo Lucifer, poseía una expresiva mímica. Hacía versos a la manera de Heine y amaba a una señora de treinta años. Absorbido por la tarea de formarse una amplia cultura literaria, dedicaba poca atención a los estudios oficiales. El claustro de profesores acabó por darse cuenta de que Lohmann no empezaba nunca a estudiar hasta el último trimestre del curso, y, aunque en las pruebas finales daba, a pesar de todo, un rendimiento satisfactorio, le había hecho repetir dos cursos. De este modo, teniendo ya diecisiete años, estaba, como su amigo, entre muchachos de catorce y quince. Y si Von Ertzum parecía tener veinte por su notable desarrollo físico, Lohmann aparentaba también más edad por la jugosa madurez de su inteligencia.

¿Qué impresión había, pues, de hacer a un Lohmann aquel polichinela encaramado en la cátedra, aquel infeliz atormentado por una idea fija? Cuando Basura le preguntaba, abandonaba sin prisa la lectura que le absorbía, totalmente ajena a la clase; arrugaba el entrecejo con expresión de malestar y consideraba con los ojos despreciativamente entornadas la desdichada figura del profesor, su tez polvorienta y la caspa que salpicaba el cuello de su chaqueta. Luego se miraba las uñas, finas y bien cuidadas. Basura odiaba a Lohmann más que a todos los otros, a causa de su inaccesible lejanía y casi también porque jamás le había aplicado su sobrenombre. Sentía obscuramente que aquella abstención significaba un desprecio todavía mayor. Lohmann no lograba corresponder al odio del viejo profesor más que con un sordo desprecio, al que se mezclaba algo de compasión salpicada de asco. Pero la escena anterior con Von Ertzum le había herido como una provocación personal. De los treinta estudiantes de la clase, era el único que había sentido cuánta bajeza había en la pública descripción de los reveses del tío de su camarada. Tanto no podía ya tolerarse a aquel bicho venenoso. Se decidió, pues. Se levantó; apoyó las manos en el borde de la mesa; fijó sus ojos en los del profesor, con mirada curiosa, como si fuese a llevar a cabo un experimento singular, y declaró serenamente:

 — No me es posible seguir trabajando aquí, señor profesor. Huele a basura.

Basura saltó en su sillón; extendió un brazo en el aire y movió convulsivamente las mandíbulas sin emitir sonido alguno. No esperaba semejante ataque, sobre todo instantes después de haber amenazado a otro alumno con la pérdida del curso. ¿Debería atrapar también a aquel Lohmann? Nada le hubiera satisfecho más. Pero ¿podía acaso probarle su delito?… En este momento de perplejidad, el pequeño Kieselack alzó la mano, castañeteó sus dedos azules, terminados en uñas mordidas, y chilló con su voz atiplada:

 — Lohmann no le deja a uno trabajar en paz. Dice que la clase apesta a basura.

Se escucharon risas contenidas. Algunos patearon. Basura sintió alzarse contra él un huracán de rebeldía. Presa de terror, saltó de la silla; lanzó los brazos a uno y otro lado, como repeliendo el ataque de numerosos asaltantes, y exclamó:

 — ¡Al calabozo! ¡Todos al calabozo!

Desconcertado, creyó que sólo un acto de violencia podía salvarle. Se precipitó sobre Lohmann; le atenazó por un brazo y tiró de él, gritando:

 — ¡Fuera! No es usted digno de permanecer un instante más entre nosotros.

Lohmann, se dejó llevar, aburrido y disgustado. Para final, Basura quiso lanzarle de un empujón contra la puerta del guardarropa, pero fracasó en su intento. Lohmann se sacudió el traje en el sitio por donde Basura le había agarrado, y penetró con paso mesurado en el guardarropa. El profesor se volvió entonces en busca de Kieselack. Pero éste se había deslizado a sus espaldas, y se colaba en aquel mismo instante en el calabozo, haciéndole una mueca. El número uno de la clase tuvo que explicar al profesor dónde estaba Kieselack. Basura exigió en el acto que la clase siguiera ocupándose de su composición sobre Juana de Arco, sin dejarse perturbar por el incidente:

 — ¿Por qué no escriben ustedes? Quedan todavía veinte minutos. Les advierto que no pienso calificar los trabajos inconclusos. Ténganlo así en cuenta.

Esta amenaza tuvo por consecuencia que a nadie se le ocurriera ya una sola idea. Las caras se alzaron, asustadas. Basura estaba demasiado alterado para complacerse en ellas. Sentía la necesidad de romper toda posible resistencia, hacer fracasar todos los atentados futuros e imponer en torno suyo un silencio de cementerio. Los tres rebeldes habían sido encerrados; pero de sus cuadernos, abiertos aun encima de los pupitres, le parecía ver emanar todavía el espíritu de la rebelión. Los cogió y se los llevó al pupitre.

Los escritos de Von Ertzum y Kieselack eran series de frases trabajosas y torpes, en las que sólo se veía el esfuerzo. Lohmann ni siquiera había articulado su composición, dividiéndola en A, B, C; a, b, c y 1, 2, 3. Tampoco había escrito más que una hoja, que Basura leyó con indignación creciente. Decía:

"La tercera plegaria del Delfín. (La Doncella de Orleáns, 1, X)."

"La joven Juana sabe introducirse en la corte, más hábilmente de lo que sus años y su pasado campesino harían suponer, por medio de un ingenioso truco. Da al Delfín un extracto de las tres plegarias que él mismo ha dirigido al cielo la noche anterior, y esta facilidad suya para adivinar el pensamiento impresiona enormemente a los señores de la corte. Hemos dicho: de las tres plegarias, pero en realidad sólo repite dos, pues el Delfín, convencido ya, la dispensa de la tercera. Para fortuna suya, pues era muy difícil que la supiera. En las dos primeras le ha dicho ya todo lo que él puede haber pedido a Dios; esto es: que si su padre había cometido alguna culpa irredimida aún, le aceptase Dios a él y no a su pueblo como víctima propiciatoria. Y que si había de perder su corona y su reino, le diera Dios resignación y le conservara a su mejor amigo y a su amada. Con esto ha renunciado ya a lo esencial: al Poder. ¿Qué más habría podido pedir? No busquemos más. El mismo Delfín no lo sabe. Ni Juana. Ni tampoco Schiller. El poeta no ha ocultado nada de lo que sabía, y, sin embargo, ha dejado abierta una continuación. Éste es todo el misterio. Y para el que se halle algo familiarizado con la naturaleza poco reflexiva del poeta, no puede haber en ello motivo alguno de extrañeza".

Punto final. Esto era todo. Y Basura, escalofriado, sintió que la separación de aquel alumno, la protección de toda la sociedad humana contra aquel foco de infección urgía mucho más que la expulsión de Von Ertzum, simplote inofensivo. Al mismo tiempo, echó una mirada a la página siguiente, medio arrancada del cuaderno, y en la que aparecían garrapateadas unas cuantas líneas. En el momento en que descifró su contenido, algo como una nube rosada cubrió sus mejillas angulosas. Cerró el cuaderno con rápido disimulo, como si no quisiera haber visto nada; lo abrió de nuevo, y volvió a arrojarlo en seguida entre los demás, en agitada lucha jadeante. Sentía que había llegado el momento de atrapar a aquel individuo. Un hombre que se permitía cantar en verso a una artista. A aquella Rosa… Rosa… Cogió por tercera vez el cuaderno de Lohmann. En esto se escuchó la campana anunciando el término de la clase.

 — Entreguen los trabajos — exclamó Basura en el acto, con la preocupación de que algún alumno tuviese todavía una ocurrencia salvadora en el último momento.

El primero de la clase recogió los cuadernos. Un grupo de alumnos fue a situarse a la puerta del guardarropa.

 — ¡Fuera de ahí! Esperen ustedes — gruñó Basura, nuevamente asustado. Hubiera querido conservar bajo llave a los tres muchachos hasta haber conseguido su perdición. Pero las cosas no podían ir tan de prisa. Había que obrar con mesura. En el caso de Lohmann le cegaba por su exceso de perversión.

Varios alumnos se plantaron ante la cátedra reclamando:

 — Queremos nuestros abrigos, señor profesor.

Basura tuvo que franquear el guardarropa. Los tres confinados fueron saliendo sucesivamente entre los grupos, ya con los abrigos puestos. Lohmann se percató en seguido que su cuaderno había caído en manos de Basura, y lamentó, aburrido, el celo del viejo espantajo. Ahora tendría que contarle lo sucedido a su padre para que hablase al director del Instituto.

Von Ertzum arqueó las cejas rojizas, dando a su rostro la expresión que le haba valido, por parte de Lohmann, el sobrenombre de "luna borracha". Kieselack había elaborado durante su encierro todo un sistema de defensa.

 — Señor profesor: yo no dije que olía a basura. Dije que Lohmann no paraba de decir…

 — Cállese — tronó Basura, tembloroso. Movió la cabeza de un lado a otro; logró serenarse, y continuó, con voz ahogada — : El destino se cierne sobre ustedes rozando sus cabezas. Pueden retirarse.

Los tres se fueron a almorzar; cada uno con su destino cerniéndose sobre su cabeza.

II

Basura también almorzó. Luego se tumbó en un sofá. Pero como todos los días, en el preciso momento en que iba a coger el sueño, su criada estrelló con estrépito un cacharro contra el suelo en la habitación contigua. Basura se incorporó sobresaltado y echó mano al cuaderno de Lohmann, ruborizándose de nuevo, como si leyera por primera vez las desvergüenzas escritas en él. El cuaderno se abría ya solo por la página que integraba el Homenaje a la Soberana Artista Rosa Fröhlich. A este título seguían unas cuantas líneas tarjadas; después, un espacio en blanco y luego:

Nada hay ya en ti de tu pureza extinta.

Pero eres una artista soberana;

y si te ves alguna vez encinta…

Lohmann no había tenido tiempo de hallar el consonante que faltaba. Pero la posibilidad expresada en el tercer verso decía ya muchas cosas. Dejaba sospechar que el autor participaba personalmente en ella. Quizá la misión del cuarto verso hubiera sido confirmarlo así claramente. Para descubrir aquel cuarto verso que faltaba, hizo Basura esfuerzos tan desesperados como sus alumnos para averiguar la tercera plegaria del Delfín. Lohmann parecía burlarse con él de Basura, y éste luchaba con Lohmann, cada vez más excitado, sintiendo la imperiosa necesidad de mostrarle que, en definitiva, era él el más fuerte. ¡Ya le arreglaría él!

Proyectos aún confusos de actos futuros hervían en el ánimo de Basura. No le dejaban estarse quieto. Tuvo que coger su gabán, raído y viejo, y echarse a la calle. La lluvia caía fría y menuda. Con las manos a la espalda, la cabeza caída y una sonrisa venenosa en las comisuras de los labios, avanzó sorteando los charcos de la humilde calle del suburbio. Sólo un carro cargado de carbón y un par de chiquillos se cruzaron en su camino. En la puerta de la tienda de comestibles de la esquina colgaba el cartel del Teatro Municipal: Guillermo Tell. Asaltado por una repentina idea, Basura se detuvo a leerlo… No; ninguna Rosa Fröhlich constaba en el reparto. De todos modos, quizá perteneciese a la compañía. Droge, el almacenero de comestibles, lo sabría seguramente. Fue a entrar en el establecimiento; pero, cuando ya empujaba la puerta, se arrepintió, alejándose a grandes trancos. ¡Preguntar por una cómica en su propia calle! Había que evitar las murmuraciones de aquella gentecilla tan poco versada en Humanidades. Si quería desenmascarar a Lohmann, tenía que proceder con habilidad y disimulo… Tomó por la avenida que conducía al centro de la ciudad.

Si lo conseguía, Lohmann arrastraría en su caída a Von Ertzum y a Kieselack. Hasta lograrlo se abstendría de dar cuenta al director de que se había atrevido a llamarle por su apodo. Ya se demostraría luego que los que así lo hacían eran también capaces de muchas otras perversiones. Basura lo sabía; lo había experimentado en su propio hijo, retoño único de sus relaciones con una viuda que de muchacho le había procurado los medios económicos necesarios para proseguir sus estudios, a cambio de lo cual la hizo su mujer en cuanto obtuvo un puesto en el profesorado. Seca, larguirucha y malhumorada, murió pronto. El hijo de Basura tenía un aspecto tan poco atractivo como su padre, y además era tuerto. Sin embargo, siendo estudiante, solía exhibirse por las calles de la ciudad en compañía de mujeres equívocas. Y si por un lado gastaba con tales amistades más de lo que podía, por otro había reprobado cuatro veces el examen de estudios superiores. Simple bachiller, no podía pasar de ser un mísero empleado, y un abismo humillante le separaba para siempre de aquellos que habían conquistado un título universitario. Basura, que le había cerrado resueltamente las puertas de su casa, comprendía muy bien todo lo sucedido, e incluso lo había previsto desde el día en que oyó a su propio hijo designarle por el sobrenombre en una conversación con sus camaradas.