PROFUNDIDAD - Sonia Vila - E-Book

PROFUNDIDAD E-Book

Sonia Vila

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Beschreibung

Le daba pánico el mar. Desde siempre, sin un motivo racional. La aterraba tanto que nunca se había atrevido siquiera a rozar el agua con la punta de los dedos. Sin embargo, cuando divisó a sus amigos sobre aquel barco que se alejaba, amenazados e indefensos, no dudó en lanzarse al agua rugiente. Y entonces, todo su mundo cambió

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Profundidad

Sonia Vila

ISBN: 978-84-19925-00-8

1ª edición, abril de 2023.

Conversión a formato e-Book: Lucia Quaresma

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

Índice

~ capítulo 01

~ capítulo 02

~ capítulo 03

~ capítulo 04

~ capítulo 05

~ capítulo 06

~ capítulo 07

~ capítulo 08

~ capítulo 09

~ capítulo 10

~ capítulo 11

~ capítulo 12

~ capítulo 13

~ capítulo 14

~ capítulo 15

~ capítulo 16

~ capítulo 17

~ capítulo 18

~ capítulo 19

~ capítulo 20

~ capítulo 21

Porque sin escribir, no sé ser yo.

~ capítulo 01

Aquella conferencia la estaba matando de aburrimiento. Maldijo en voz baja la promesa de asistir que le había hecho a su compañera de piso, mientras contenía discretamente el enésimo bostezo de la última hora. La parte buena era que ya no podía faltar mucho para que terminara.

Cuando salió a la calle aún era de día. Eso era lo mejor del verano: días largos, calor y piscina. Sonrió al sol, ya tibio a aquella hora de la tarde, y levantó la cabeza con los ojos cerrados disfrutando de él, hasta que alguien la empujó delicadamente para salir del portal que había dejado a sus espaldas. Suspiró sin perder el buen humor, sintiéndose libre, y puso rumbo a su piso con la esperanza de que el curso al que Lidia había prometido asistir a cambio de que ella se tragase aquel coloquio de “medio ambiente”, hubiese sido, por lo menos, igual de soporífero.

Cuando llegó a casa, Lidia aún no había llegado, así que se adueñó del mando de la tele y se tiró en el sofá con una bolsa de patatas fritas y otra de chucherías dulces, de esas que se había prometido dejar de tomar mil veces desde que cumpliera los dieciocho, pero que, a sus treinta y tres, aún no había conseguido erradicar de su dieta.

—¡Hola! –vociferó Lidia cuando entró en casa dando un portazo.

—¿Qué tal el curso? –preguntó ella, sin apartar la vista de la película de acción que había elegido al azar cuando ya estaba empezada.

—Estupendo –contestó su compañera asomando la cabeza por la puerta del salón con una sonrisa de oreja a oreja–. He conocido a un chico –apuntó, sonriendo aún más.

—¡Ya empezamos!

La oyó irse a su habitación y resoplar al quitarse los zapatos de tacón alto, como cada día. “Para presumir hay que sufrir” solía replicar cada vez que ella le decía algo al respecto.

Lidia nunca cerraba la puerta de su cuarto si no estaba acompañada de alguna de sus conquistas, así que pudo seguir escuchándola mientras se cambiaba.

—Que no tonta, que es muy majo, sólo hemos charlado un ratito. ¿Tu conferencia qué tal?

—Más que aburrida.

—Tienes cara de eso. –Oyó su cantarina risa a través del pasillo–. Nadie te manda hacerme chantajes para cuidar de mí.

—Mira, en eso tienes razón.

—¿Qué ves? –interrogó su compañera al volver de su habitación, ya descalza y en pijama, tirándose a su lado en el tresillo.

—Si te digo la verdad, no estoy segura.

—¿Hay tiros?

—Muchos.

—Entonces me vale –replicó, sonriendo otra vez y quitándole la bolsa de chucherías.

Lidia era un auténtico torbellino. Siempre estaba contenta, siempre veía el lado bueno de las cosas y estaba loca de remate. Era indudablemente su antítesis y, aun así, su mejor amiga desde que tenía uso de razón.

Cuando iban al colegio, soñaban con que irían juntas a la universidad y estudiarían la misma carrera para abrir un negocio a medias. La vida les había quitado aquella idea a base de insinuaciones en forma de suspensos y sobresalientes y, al final, una había sucumbido a su habilidad para las ciencias y la otra, a la suya para las letras. Aunque también en eso eran diferentes. Lidia se estaba tomando sus estudios con mucha calma. Había decidido cursar derecho y hacía ya varios años que trabajaba de secretaria en un bufete de abogados, un puesto que se había ganado más a base de desparpajo y caradura que por su currículum contrastado que, en aquel momento, era inexistente. No obstante, allí seguía, todos contaban con ella cuando necesitaban cualquier tipo de ayuda y sus compañeros la adoraban. Sin embargo, cada vez iba dejando la universidad más de lado. Apenas se preparaba un puñado de asignaturas cada año y le gustaba demasiado salir de fiesta como para sacrificar tiempo del fin de semana en estudiar algo más. Por eso ella había insistido en que fuese a aquel curso que impartía la universidad que, si bien no iba a generarle puntos para la carrera, al menos le serviría para aumentar su escaso currículum en un futuro.

Ella, por su parte, había acabado la universidad al año, se había doctorado y seguía documentándose con cuantas revistas científicas caían en sus manos. Había elegido una carrera que lo único que le reportaba cuando aún estaba tratando de conseguir su grado y alguien le preguntaba qué estudiaba, eran muecas de sorpresa o burla. “¿De eso se puede vivir?” le solían preguntar. Ella se limitaba a sonreír y, a veces, sólo cuando alguien la sacaba especialmente de quicio, enumeraba la cantidad de trabajos en los que sus estudios podrían tener utilidad una vez terminados; trabajos, habitualmente muy bien remunerados, en los que la gente no parecía reparar. Normalmente, nadie volvía a hacer referencia a sus estudios, pero la seguían mirando de reojo como a un bicho raro. Y eso que vivía en una ciudad con mar y uno de los puertos pesqueros más importantes del país. No quería ni pensar lo que le dirían los vecinos del pueblecito de interior en el que había pasado su infancia.

En cambio, una vez obtenido su doctorado, liberada de la presión de los estudios y la preparación de la tesis, tardó apenas dos meses en encontrar trabajo, y aquel primer empleo fue el que le abrió las puertas a su actual puesto, tras una nueva etapa de estudios aún más ardua preparando unas oposiciones que no quería suspender bajo ningún concepto.

No era una de las opciones que enumeraba cuando quería callar bocas porque se le antojaba inalcanzable, pero no podía haber soñado un destino mejor para sus esfuerzos. Había empezado en una empresa privada, subcontratada por el Centro Oceanográfico, y ahora, tras superar con sólo tres notas por encima de la suya aquellas oposiciones, la habían traslado a las instalaciones propias del Centro, al laboratorio de investigación de la sección de protección ambiental, actualmente como responsable de proyecto. Y era un gran proyecto el que tenía entre manos. Trataba de establecer la relación entre la proliferación de algunas variedades de algas, la drástica disminución de varias especies de pesca antes abundantes en la zona, y el aumento de ciertas patologías en las manadas de delfines mulares.

El laboratorio estaba en la península, pero la mayoría de las muestras que tomaban para la investigación provenían del entorno submarino de las islas al final de la ría que serpenteaba tierra adentro, aunque ella casi nunca tenía que salir del edificio del Centro. Aquel pequeño archipiélago del que tenía el privilegio de disfrutar la ciudad, era un paraíso natural para los turistas y una mina de oro para los investigadores. Allí se encontraban gran variedad de las especies que necesitaban estudiar, y contaban con micro-ecosistemas únicos en un reducido espacio de arrecifes. Además, había varios grupos de delfines que se movían usualmente en torno a ellas. Era el lugar de investigación perfecto para su proyecto.

Aunque Lidia y ella al final no habían estudiado lo mismo, sí que habían acabado viviendo juntas. La convivencia había resultado tal y como esperaban: armónica y reconfortante, aunque lo único que realmente tenían en común era su gusto por las películas de acción y los dulces. También ayudaba que ninguna de las dos había demostrado mucho interés por atarse demasiado a una pareja estable. Ambas habían tenido un par de malas relaciones amorosas siendo bastante jóvenes y no tenían muchas ganas de repetir experiencia. Lidia disfrutaba más degustando cada chico que se le ponía a tiro, que cogiéndose de las manos en un parque o yendo al cine con un cubo de palomitas compartido. Para eso ya la tenía a ella, decía. Y ella… ella se llevaba bien con todo el mundo, pero no acababa de sentirse completamente a gusto con nadie. Al final la gente siempre se iba o te decepcionaba. Era más fácil preocuparse por su trabajo, disfrutar de la compañía fugaz de algunos chicos guapos y tomarse unas cañas con sus compañeros de trabajo cuando le apeteciese.

Su vida era sencilla y le gustaba así, bastante estrés y presión tenía ya en su día a día con sus algas y sus informes de progreso para mantener la financiación del proyecto.

Se olvidó de todo para concentrarse en la película. Esa era una de sus formas favoritas de desconectar, aunque probablemente en unos meses ni siquiera recordaría haber visto el film en cuestión; necesitaba el espacio en la memoria para su trabajo. Solía excusarse a sí misma diciéndose que así podía disfrutar viendo varias veces las mismas películas insulsas y descubrir detalles banales que se le habían escapado cada una de las veces anteriores. Sonrió al ver a Lidia con los ojos como platos pegados a la pantalla comiendo chucherías como un autómata. No madurarían nunca, se dijo entre divertida y preocupada, entregándose también a la hipnosis del ruido y la acción.

~ capítulo 02

El verano llegaba con ganas de guerra. Los treinta y cinco grados que marcaba el termómetro de la farmacia de la esquina así lo demostraban, y el aire era asfixiante. Recorrió el camino desde la parada del autobús hasta el edificio del laboratorio con calma, era su último día de trabajo antes de las vacaciones y ya empezaba a saborear la sensación de tranquilidad del tiempo libre, mientras repasaba en su cabeza todas las tareas que había organizado meticulosamente para no olvidar nada importante. El compañero que la supliría aquellas semanas era un muchacho eficiente y cuidadoso al que ella conocía bien. Sabía que no la defraudaría, la había sustituido eficazmente en las escasas ocasiones en las que ella había estado ausente en los últimos tres años.

El día se le pasó volando, tratando de dejar todo perfecto para que su suplente no tuviese ningún problema, y sus “chicas” no la extrañasen.

Le encantaba su trabajo. Cada vez que sabía que estaría varias semanas sin aparecer por allí, se daba cuenta de cuánto le gustaba en realidad, a pesar de la presión para conseguir resultados, los días de interminables horas extras, la inseguridad de las renovaciones de financiación y la frustración con cada línea de investigación fallida. Aunque ella lo tenía asumido como parte de su vida, había que reconocer que todo esto lo convertía en un trabajo con mucho estrés mental, por eso casi todos los miembros del laboratorio solían dividir las vacaciones en dos quincenas para aliviar la presión, una en verano y otra en primavera o en otoño. Algunos incluso las repartían aún más para hacerlo más llevadero, a pesar de que también disfrutaban de varios días de asuntos propios y los días festivos trabajados y las horas extras acumuladas se convertían en días de descanso adicionales. La mayoría de los que trabajaban allí, solía juntar casi dos meses reales de días libres y, aun así, se hacían pocos. Además, aquella temporada ella aún no había podido cogerse ni un solo día libre extra desde el verano anterior, por eso había elegido irse el primer mes completo que sus compañeros habían dejado disponible, a pesar de que siempre había preferido el final del verano para sus días de asueto. Necesitaba descansar.

Aquella primavera había sido dura, impensable irse de vacaciones ni tres días seguidos. A finales del invierno, dos de los delfines del grupo que tenían en observación para su proyecto habían aparecido malheridos en la playa, y ellos habían tenido que acogerlos, tratarlos y curarlos en tiempo récord para que su reinserción en el grupo fuese eficaz. Toda la manada había emigrado como cada año, pero ellos habían regresado antes, y no había ni rastro de los demás delfines. Si el grupo volvía y los echaba de menos demasiado tiempo, había muchas posibilidades de que no los recibiesen con mucho entusiasmo después, sobre todo al macho.

Una parte fundamental de su proyecto dependía de los delfines. Necesitaban un ejemplar que llevase una pequeña pulsera alrededor de su cola durante todo el invierno en el que emigraban lejos de las islas. Pero los equipos que debían portar para recabar información aún no estaban listos cuando los delfines encallaron, eran demasiado frágiles y fallaban continuamente. Sabían que era una locura desperdiciar la posibilidad de iniciar el proyecto cuando ya tenían allí a dos ejemplares válidos para hacer de portadores, así que se pusieron a trabajar a contrarreloj. Varios de los informáticos habían dormido incluso alguna noche en la salita de descanso del laboratorio. Todo se había precipitado más de dos semanas, y dos semanas en proyectos tan delicados como aquel era una barbaridad de tiempo. Mandy y Frost, que así habían llamado a aquellos dos ejemplares que ahora tenían en sus instalaciones cuando empezaron a observarlos, debían volver a su hábitat natural lo antes posible, o todo el trabajo sería en vano. Cada día que pasaba sin éxito les caía encima como una losa. Además, ellos necesitaban que emigrasen con el resto del grupo y, si no conseguían que volviesen con los demás varias semanas antes de la migración, era posible que no sintiesen la necesidad de irse. Entonces tendrían que posponer todo hasta el año siguiente y sería un desastre para la financiación. Les quedaba una ventana de tiempo bastante pequeña, si bien suponían, por experiencias pasadas, que el resto del grupo aún tardaría en regresar. Por si fuera poco, ambos especímenes estaban muy graves cuando los recogieron, con lo que iban a tardar bastante en recuperarse lo suficiente para poder volver al mar sin peligro para su vida, y en eso, ellos, tenían una capacidad de influencia muy limitada.

Desconocían por qué Mandy y Frost habían decidido volver sin el resto de la manada o qué les había pasado para estar tan malheridos. El guarda que custodiaba la isla central los había encontrado varados juntos en la laguna de la isla grande, la única que recibía visitantes sin necesidad de permisos especiales, y donde ellos recogían la mayor parte de las muestras para el laboratorio. Tenían múltiples y profundas heridas, probablemente causadas por las afiladas rocas de los acantilados subacuáticos insulares. Por suerte, hacía frío aún y los turistas eras escasos, limitando sus visitas prácticamente de forma exclusiva a los fines de semana. El guarda avisó enseguida al Centro Oceanográfico e hizo un buen trabajo manteniendo a los animales húmedos. Por fortuna, tenían buzos en los arrecifes, como de costumbre, así que tardaron apenas unos minutos en llegar y ponerse manos a la obra con los cetáceos. Que aquellos animales pudieran desorientarse tanto como para acabar malheridos en una playa dentro de su propio territorio, terreno más que conocido para ellos, era algo que nadie acababa de entender, pero allí estaban.

Llevaban meses estudiando al grupo completo de delfines al que ellos pertenecían a la espera de encontrar el espécimen adecuado para portar el equipo que estaban diseñando, y conocían a cada individuo de la manada. Les habían puesto nombres para diferenciarlos y hacían bromas y chascarrillos sobre su comportamiento, comparándolos con diferentes integrantes del equipo de investigación. En la distancia, eran prácticamente de la familia, así que al ver aparecer a Mandy y a Frost cubiertos de heridas en tanques camilla, sedados y sin apenas resuello, a ella le había parecido que se le paraba el corazón durante unos segundos.

Frost era un enorme delfín mular macho que, por su aspecto, había sobrevivido más de los 20 años de longevidad media de su especie, y no con una existencia fácil y apacible. Tenía la cara llena de cicatrices, le faltaban varios trozos diminutos en cada aleta y otro, no tan diminuto, en la cola, y tenía un carácter arisco y gruñón. Lanzaba mordiscos cada vez que se cruzaba con un buzo y casi todos lo evitaban y lo temían. Ahora iba a quedar aún más marcado de lo que ya estaba, si conseguía sobrevivir una vez más. A ella le caía bien, y los compañeros que llevaban más años allí solían bromear comparándolo con ella. Aún no tenía muy claro si tomárselo bien o mal.

Mandy era una hembra joven de la misma especie, probablemente descendiente de Frost y alguna otra hembra del grupo. Era activa y simpática y le gustaba interactuar con los buceadores cuando se los encontraba en los arrecifes recogiendo muestras. Era la mejor nadadora de los ejemplares jóvenes y la habían cronometrado a casi sesenta kilómetros por hora huyendo de algún depredador que ellos no llegaron a ver, sabiendo que no debían interferir, pero preocupados por ella.

El grupo al que pertenecían solía nadar en un territorio de algunos kilómetros a la redonda de las islas, pero al final del verano desaparecían durante unos meses antes de regresar de nuevo. No sabían dónde iban exactamente y tampoco era fundamental saberlo para su investigación, aunque los dispositivos que pensaban acoplarles se lo dirían igualmente. Pero antes de eso tenían que solucionar los fallos del equipamiento de investigación y devolver a los delfines al grupo para comprobar que se adaptaban sin problema, con el tiempo suficiente para estar seguros de que nada fallaría. Los datos de los meses que los delfines estaban fuera les servirían para discernir si el problema que estudiaban estaba únicamente en torno a las islas o se extendía mar adentro, y si eran los animales los que colaboraban en su propagación.

Si hubiese podido elegir, ella no habría escogido a Frost como portador a pesar de su simpatía hacia él, o precisamente por ella. Era viejo y estaba cansado, la preocupaba más que no consiguiese hacerse al ligero collar que debía llevar en torno a su cola y se lo arrancase a mordiscos, que el hecho de que no regresase. Mandy, sin embargo, era una opción inmejorable, a su juicio. Rápida, ágil, curiosa; les proporcionaría muchísima información de un montón de zonas diversas y distantes entre sí. Pero tenían dos especímenes y cinco equipos casi a punto, si conseguían ajustar dos de ellos, sería un desperdicio no intentar ponerle uno a cada uno. Trabajaron a destajo para solucionar los problemas de inestabilidad de la pulsera y el software correspondiente y, después de muchas pruebas y muchas desilusiones, por fin consiguieron que funcionara durante días sin un solo fallo. Los delfines volvieron al mar apenas un par de semanas después de que regresase el resto del grupo, con lo que se reinsertaron como si nada entre sus compañeros habituales. Tras un mes siguiendo sus actividades sin problemas aparentes, ella se vio autorizada para disfrutar de sus vacaciones. Después de todo, no era la experta en delfines, ni en informática, ni en diseño de equipo. Ella era la que procesaría e interpretaría los datos que ese equipo trajese la temporada siguiente, después del invierno. Había diseñado el conjunto de necesidades que debía cubrir la toma de muestras y el software del equipamiento se había hecho en base a esas necesidades, pero ahora sólo podría seguir avanzando en la investigación con los cientos de muestras que se agolpaban en las neveras, provenientes de las islas, y para eso tendría tiempo después de su merecido descanso. La clave se la devolverían, con suerte, aquellas dos formidables criaturas cuando regresasen de donde quiera que fueran ese invierno. Que los delfines no tuvieran una migración definida también los hacía perfectos para recolectar los datos que ella necesitaba.

A pesar de estar la mitad de su futuro en sus manos, o más bien en sus aletas, a ella casi se le saltan las lágrimas al verlos volver al mar. El miedo a que los rechazase el grupo o a que no regresasen de su viaje por capricho de la madre naturaleza, la invadían. Eran animales magníficos y, casi sin interactuar físicamente con ellos, había conseguido una conexión muy fuerte y especial, sobre todo con el incomprendido Frost. Siempre que estaba cerca de ellos en el laboratorio cuando aún estaban recuperándose, e incluso después de volver al mar, a través de la claraboya de plexiglás del barco observatorio las pocas veces que necesitaba ir en él, cuando aquellos dos animales en concreto la miraban fijamente, las tripas se le retorcían como si pudiese sentir lo que pensaban. En alguna ocasión, antes de liberarlos, hasta aconsejó algún tratamiento o dieta específica para ellos sin saber muy bien por qué. Los cuidadores la escuchaban con indiferencia al principio, pero después de cierto episodio, resultó evidente que incluso la buscaban con disimulo para pedirle consejo. El día que cambió la opinión de los demás sobre su habilidad con los cetáceos, fue cuando Frost estaba aún al principio de su recuperación. Ella pasó por casualidad cerca de sus cuidadores, que tenían el semblante serio y preocupado. Los escuchó de refilón hablar de lo difícil que estaba siendo que el delfín recuperase las fuerzas puesto que se negaba a comer. Estaban valorando la posibilidad de dejarlo en semilibertad para tratar de devolverle el apetito, lo que a ella le pareció una barbaridad en el estado que se encontraba el animal en aquel momento, así que decidió intervenir en la conversación. Aunque no tenía muy claro de dónde le había venido la idea, les aconsejó que le echasen un pulpo en el tanque. Los cuidadores la miraron con una chispa de desprecio en los ojos y se rieron discretamente mientras le explicaban, como si fuera una niña pequeña, que los pulpos constituían una parte muy pequeña de la dieta de los delfines y que, normalmente, preferían caballa o arenque. Ella se encogió de hombros y se fue, susurrando un simple: “pero Frost no es un delfín normal”, y se pasó el resto de la jornada preguntándose a sí misma por qué había aconsejado aquello a quién, evidentemente, sabía más de delfines que ella; incluso de delfines huraños y cabezotas.

Pero Frost seguía negándose a comer y su recuperación iba mucho más despacio que la de su compañera: más joven, más fuerte y con mejor diente. Desesperados, los cuidadores recordaron un par de días después su consejo y lo pusieron en práctica. Funcionó. Frost sólo se comía el resto del pescado si lo primero que aparecía en su piscina era un pulpo. “El exquisito”, lo llamaron todos los demás con cierto desdén a partir de aquel día. Desde entonces, cada vez que se atascaban con algo referente a los dos cetáceos que cuidaban, la llamaban con cualquier excusa para tenerla cerca de ellos y que los aconsejase. Misteriosamente, lo que decía siempre les iba bien a los animales. Los compañeros empezaron a llamarla “la encantadora de delfines”, eso derivó en “Delfina” y, posteriormente, en “Fina”, que es como la conocían ahora todos en el laboratorio. Los estudiantes becarios recién incorporados probablemente no supieran ni cuál era su verdadero nombre.

Definitivamente habían sido unos meses muy intensos y que probablemente hubiesen cambiado gran parte de su vida.

Repasar los acontecimientos desde sus anteriores vacaciones era una antigua costumbre en su último día de trabajo, la ayudaba a concentrarse y a recordar posibles cosas pendientes, aunque cuando terminó su jornada y salió a la calle por fin, tenía la misma sensación habitual de olvidar algo importante que hacer. Suspiró y miró al sol que se ponía, dejando que le calentase la piel unos minutos antes de acercarse a la sombra en la zona de la calle donde la protegían los edificios. En el laboratorio era necesario mantener una temperatura estable y más bien baja, así que, a pesar de lo agradable de disfrutar del sol en la cara, debía tener cuidado en el verano para no caer enferma con los cambios bruscos de temperatura.

La tradición no escrita de su piso compartido decía que, cuando alguna empezaba vacaciones, hacía la cena su último día de trabajo, así que, como no le apetecía nada cocinar, decidió acercarse a comprar una pizza congelada en el supermercado del otro lado de la carretera. Estaba un poco lejos de la parada del autobús, pero era el único de los alrededores que tenía la marca de pizza que les gustaba, y merecía la pena el paseo, aunque probablemente perdiese el autobús de siempre y tuviese que esperar al siguiente. Daba igual, después de todo, ya estaba de vacaciones.

Cuando llegó a casa, barajó la posibilidad de subir a la piscina de la azotea, pero como se había retrasado faltaba apenas media hora para que cerrase y no le apetecía prepararse con prisas para nadar unos minutos, ya tendría tiempo de sobra al día siguiente. Sonrió con la idea de tener por fin el día entero para lo que se le antojase. Optó por llenarse la bañera y darse un baño de espuma. No recordaba la última vez que lo había hecho y era algo que le encantaba. Todo lo que tenía que ver con el agua le encantaba. Desde siempre. Por eso había estudiado biología marina y por eso había insistido hasta convencer a Lidia de alquilar aquel piso, a pesar de ser un poco más caro y un poco más pequeño que los otros trescientos millones de pisos que habían visto antes de mudarse. Le había dado la habitación más grande, le había prometido que limpiaría ella siempre las zonas comunes y que haría la cena cuatro días a la semana, y al final Lidia cedió, aunque lo único que le permitió cumplir fue lo de la habitación. Vivían en un edificio de apartamentos de doce alturas, pensado en principio para turistas, pero con un par de plantas reservadas para alquileres de larga estancia como el suyo. Las calidades eran excelentes, estaba amueblado con muy buen gusto y, sobre todo, tenía piscina de verano en la azotea y piscina cubierta en el sótano. Raro era el día en que, bien por la mañana, bien al volver de trabajar, ella no aprovechaba, aunque sólo fuesen diez minutos, para sumergirse en el silencio del agua y relajar sus músculos con unos largos.

Lidia solía recriminarle que salía de una piscina para meterse en otra, daba igual las veces que ella le dijese que trabajaba con las algas en un laboratorio, no en un tanque jugando con ellas.

Seguro que el hecho de que el edificio estuviese a veinte minutos escasos de la playa andando era algo que también tenía mucho que ver en su precio. Desde la azotea parecía que el mar ocupaba todo el horizonte. A ella le encantaba pasear hasta la arena, sobre todo en invierno, y simplemente sentarse a mirar al infinito. Habría ido a ver el océano en sus ratos libres aunque su piso hubiese estado en la otra punta de la ciudad, pero la cercanía se agradecía. La simple visión de aquel azul vibrante le daba paz y le relajaba la tensión acumulada. Sin embargo, no se bañaba en el agua salada. Ni siquiera se mojaba los pies en la orilla. El mar le daba pavor. O más bien el contacto con él se lo daba. Imaginarse el agua pegajosa y fría en la piel, la arena blanda arremolinándose entre los dedos de sus pies, la corriente acariciándole las pantorrillas… la ponía literalmente enferma. De hecho, ni siquiera había podido acercarse a las piscinas de los delfines cuando estaban tan cerca de ella en su recuperación. Los observaba a distancia. Y le había costado semanas de auto superación conseguir entrar en la burbuja transparente del barco de observación a pesar de no tener que tocar el agua. Sabía que aquello tenía que ver con su primera infancia, aunque se había esforzado mucho en superarlo. Sus padres habían muerto en un naufragio, pero su fobia había trascendido a los barcos en sí, extendiéndose al medio completo que había provocado su orfandad. Por lo que le habían contado, un accidente, más bien tonto, hundió su embarcación de recreo y ella apareció en la playa enroscada en un chaleco salvavidas, que le quedaba enorme, y metida en una nevera de playa, a lo Moisés moderno. A pesar de no ser más que un bebé de meses y no recordar de aquello más que la imagen inventada que había creado a base de oír contar la misma historia una y otra vez, adoraba y temía al mar en la misma proporción. La hermana de su padre la había cuidado y criado junto a sus propias hijas como una más, en un pueblecito extremeño, seco y polvoriento. Ella las adoraba, aunque eran completamente diferentes. Creció con las historias de las travesías de su padre, también investigador, con el mar siempre presente de fondo. Cómo había conocido a su madre en uno de sus viajes y cómo hablaba de ella en cartas que enviaba esporádicamente a casa. En una de ellas, explicaba que iba a ser padre y su ilusión era tal, que conseguía traspasar el papel. Sin embargo, tampoco volvió a tierra para que naciese; había sido concebida en el océano y también había nacido en un barco. En su infancia, el hecho de no recordar haber visto el mar a pesar de ser una parte tan importante de su pasado, la torturaba. No conocía más familia que a su tía y sus primas y ellas tampoco sabían nada de la familia de su madre, ni de su madre misma, en realidad. Poco a poco, ella se había formado una idea de sus progenitores en base a las cartas de su padre que su tía aún conservaba. Los imaginaba intrépidos, desafiando a las fuerzas de la naturaleza para llegar dónde necesitaban para investigar lo que fuera que investigaran. Su imaginación infantil hacía que unas veces el objeto de estudio fuesen animales y otras, civilizaciones perdidas en las profundidades. Ella había leído aquellas cartas un millón de veces, sintiéndolos cerca a pesar de no haber llegado a conocerlos realmente. En cuanto tuvo que buscar opciones para seguir estudiando, eligió algo que le permitiese volver a la costa, arrastrando con ella a Lidia, hija de una vecina violenta y alcohólica que no le hacía ni caso, y prácticamente criada con ella y sus demás primas. Pero cuando llegó a la playa por primera vez, maravillada, su cuerpo se negó a moverse más allá de la zona seca de la arena. Lo intentó durante meses, pero jamás consiguió que sus pies la obedeciesen. Nunca pudo ni siquiera mojar un dedo en la espuma mansa de la orilla. Al final dejó de intentarlo cuándo se dio cuenta de que aquella frustración le estaba pasando factura a su estabilidad mental. Tampoco encontró una buena razón para obligarse a pasar por aquello. Se dio cuenta, sin embargo, de que el agua de las piscinas no le generaba ningún rechazo. Descubrió que era una nadadora nata, le gustaba y se le daba bien. Era rápida e incansable, y varias personas con las que se había cruzado y que sabían de lo que hablaban, le habían aconsejado que compitiese a nivel profesional. Nadie se creía que fuese autodidacta y no hubiese nadado nunca hasta hacía pocos años. A ella no le parecía para tanto. Nadaba bien porque le gustaba nadar.

Sumergida en el agua tibia con las burbujas de la espuma haciéndole cosquillas en la barbilla y las orejas, empezó a organizar el día siguiente. Sus planes se reducían, básicamente, a pasarse el día entero en la piscina de la azotea para tomar el sol y relajarse, puesto que ya estaría repleta de veraneantes y nadar sería misión imposible, y a bajar a última hora a la piscina cubierta, que aún no habían cerrado para la limpieza anual, para hacer unos largos sin que nadie la molestase. Solía estar sola todo el año en la piscina del sótano. Se preguntaba cómo podía ser rentable mantener aquellas instalaciones con el poco uso que se les daba. Claro que con lo que cobraban por el alquiler, se intuía que el mantenimiento de la comunidad debía de llevarse un buen pico.

Lidia asomó la cabeza por la puerta del baño.

—¡Eh! Te vas a quedar tiesa ahí –exclamó.

—¡Uy! No te he oído entrar –contestó ella, incorporándose un poco en la bañera para que sus oídos quedaran fuera del agua.

—Cualquier día te convertirás en pez y tendré que meterte en un acuario para enseñarte a las visitas –se burló su compañera de piso mientras se dirigía a su habitación a quitarse los tacones.

—¿Qué tal el último día de curso? –le preguntó para cambiar de tema, mientras salía de la bañera de mala gana y se envolvía en el albornoz.

—Genial. Me alegro de haberte hecho caso. He quedado en hablar con Manuel algún día de la semana que viene para tomar algo. Es enfermero.

—Ya –replicó ella mientras levantaba los ojos al techo y negaba con la cabeza. Era inútil discutir con Lidia, si se había encaprichado con aquel chico, conseguiría que se fijara en ella, se acostaría con él y, si le gustaba, repetiría un par de veces hasta que el muy ingenuo sugiriese verse para algo que no fuese sexo. Y ahí acabaría todo. A veces se lo tomaban mejor y otras, peor, pero a su compañera le daba igual. Tal vez aquello era lo que menos le gustaba de su amiga, le parecía cruel. A Lidia le parecía sincero.

—Bueno y tú ¿qué? –la oyó preguntar desde la habitación después de su habitual suspiro de alivio al ponerse cómoda.

—¿Yo qué, de qué?

—Pues que estás de vacaciones, asquerosa.

—Eso parece –contestó, imaginándose lo que iba a decirle a continuación.

—Pues para celebrarlo, hoy haces tú la cena.

—Contaba con ello. –Sonrió para sus adentros y se dirigió a la cocina a encender el horno para calentar la pizza mientras oía a Lidia despatarrarse en el sofá y poner la tele, buscando, seguro, alguna película con mucho ruido de las que a ambas les gustaban.

—Mañana es sábado –la oyó decir sin venir a cuento.

—¿Y? –preguntó, haciendo el menor ruido posible con el envoltorio de plástico de la comida para poder oír a su compañera.

—Pues que yo tampoco trabajo. ¿Pasamos el día arriba, en la piscina?

—¡Claro! –Ella lo había dado por hecho.

—No sé para qué pregunto –replicó Lidia, riéndose a carcajadas.

~ capítulo 03

Aquella noche le costó dormir, y cuando lo consiguió, su descanso fue mínimo, plagado de sueños extraños de los que apenas se acordaba cuando se despertó. Tenía la seguridad de que incluían a sus padres, el mar, su trabajo y un barco de pesca con una grúa o algo parecido, pero no lograba recordar por qué le habían causado tanto desasosiego. Aunque siempre se sentía así cuando pensaba en sus padres, aún después de tantos años. Evidentemente no podía recordar sus caras, aunque atesoraba alguna antigua fotografía que le había regalado su tía cuando era pequeña. Sólo en una, de las pocas que tenía, salía su madre. Era la única que su padre había mandado a la familia para presentarla ya que nunca llegó a hacerlo en persona. A ella le había parecido siempre la mujer más guapa que había visto en su vida. Al principio pensaba que era la admiración propia de la infancia, sobre todo porque ella se parecía más a su padre, pero los años pasaron y seguía teniendo la misma opinión. A pesar de aquella falta de recuerdos reales, la sensación de vacío había estado presente en su interior desde que tenía uso de razón. Y nunca la había abandonado.