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Promesas renovadas E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

Era su esposa, pero nunca había sido su amante... Nikos Lakis era un hombre con un gran autocontrol... y un tremendo atractivo. Y estaba casado con una mujer a la que no había visto desde el día de su boda. Pero un encuentro accidental provocó una pasión irrefrenable. ¿Sería ya hora de que el millonario y su esposa consumaran el matrimonio?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Kim Lawrence

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Promesas renovadas, n.º 1409 - mayo 2017

Título original: The Greek Tycoon’s Wife

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9690-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Solo unos pocos podían acceder a la última planta del Lakis Building, y aún eran menos los que tenían el privilegio de entrar en la sala de juntas. Por eso, la elite allí concentrada no pudo menos que sobresaltarse cuando las grandes puertas se abrieron en mitad de una reunión.

Nikos Lakis abrió la boca para pronunciar una furiosa reprimenda, pero la volvió a cerrar cuando reconoció a la recién llegada.

La atractiva pelirroja cruzó la sala y se detuvo, con las manos sobre sus voluptuosas caderas, justo cuando la secretaria de Nikos aparecía tras ella sin aliento. La joven se encogió de hombros a modo de disculpa y se apresuró a marcharse.

–¿Y bien? –exclamó Caitlin Lakis, y dejó pasar un largo y dramático silencio antes de seguir–. ¿Es cierto, Nik? ¿De verdad piensas casarte con esa mujer? ¿Es que has perdido el juicio?

A pesar de sus increpaciones, Caitlin no esperaba que su hijastro le diera ninguna excusa. Sabía por experiencia que los griegos no eran muy dados a dar explicaciones sobre ellos mismos, y mucho menos los Lakis.

Las duras acusaciones estaban dirigidas a la única persona de la mesa que no parecía turbada por la interrupción. En la tensa pausa que siguió al ataque de su madrastra, Nikos permaneció tranquilamente sentado, rotando un bolígrafo entre sus largos dedos.

–Si nadie tiene nada que objetar…

Cualquiera de los presentes hubiera preferido saltar por los ventanales de la planta veinticuatro antes que poner alguna objeción. Dos años antes se habían mostrado reacios a aceptar a Nikos, y casi nadie creyó que durase en el puesto en el que su padre lo había colocado.

Pero con el tiempo, todos tuvieron que descubrirse ante las dotes empresariales de Nikos Lakis. El apuesto playboy demostró una dedicación total al trabajo, y a cambio esperaba lo mismo de los demás.

–En ese caso, creo que lo dejaremos por hoy. Gracias a todos.

Los asistentes se apresuraron a levantarse y empezaron a recoger sus carpetas.

–¿Cómo está padre?

–Tu padre está muy bien, pero no cambies de tema –replicó Caitlin–. Estoy esperando tu respuesta.

Nikos miró con una ceja arqueada a los hombres que salían. Parecía mostrar más regocijo que consternación ante la severidad de su madrastra. Y aunque estaba muy irritada, Caitlin consiguió contenerse hasta que el último de los miembros de la junta directiva abandonó la sala. Entre las virtudes de aquella hermosa mujer de cuarenta y cinco años no figuraba precisamente la paciencia, pero Nikos tenía que reconocer que tras casarse con su padre había sabido ganarse la confianza de sus recelosos hijastros.

No recordaba el momento exacto en que consiguió ganarse la suya, y seguía sin saber si la cara de pánico que Caitlin puso al contemplar la mesa con cubiertos de plata y porcelana fue sincera o solo una estratagema.

–No importa qué tenedor utilices –le había explicado él–. Solo tienes que hacerlo como tú sabes, y la gente pensará que son ellos quienes lo hacen mal.

Caitlin se había quedado mirando al chico de doce años durante un minuto, antes de negar con la cabeza.

–Hablas igual que tu padre.

Nikos se había sonrojado ante las palabras de su madrastra.

–Seguro que te refieres a Dimitri –Dimitri, el hijo mayor, estaba siendo instruido para asumir las funciones de su padre.

–Dimitri se parece a Spyros –aceptó Caitlin–. Pero tú… –le dio una palmadita en la cabeza–, piensas igual que él.

 

 

Dieciocho años después, y siendo propietaria de un lucrativo negocio de moda, Caitlin no parecía muy distinta a como había sido entonces.

–Bueno, ya se han ido –dijo cuando las puertas se cerraron–. Desde que llegué a Atenas, lo único que he oído a mi alrededor es: «¿cuándo es la boda?» –soltó un resoplido–. No me dirás que estás enamorado de Livia Nikolaidis.

–¿Qué es estar enamorado?

Caitlin puso una mueca ante aquella provocación.

–Está bien, puede que hayas tenido un par de experiencias desafortunadas… Pero, ¿quién no? Te ruego que dejes el cinismo y que cambies de tema, Nik.

Nikos aceptó la reprimenda con una sonrisa de arrepentimiento, lo que suavizó un poco la severa expresión de su madrastra.

–Tendrías que sonreír más a menudo –le dijo, aunque sabía que a Nikos poco tiempo le quedaba para sonreír, desde que el peso del imperio Lakis cayera sobre sus espaldas.

–No estoy enamorado de Livia –reconoció tranquilamente.

Estar enamorado de ella hubiera sido un obstáculo para el éxito de la unión, porque de haberlo estado no habría podido ver que tras la belleza de Livia se escondía una persona vanidosa y egoísta. De aquel modo no albergaría vanas esperanzas sobre ella, y Livia, habiendo recibido una educación semejante a la de él, no le exigiría demasiado tiempo.

Caitlin soltó un suspiro de alivio.

–Entonces no la has estado viendo…

–¿He dicho yo eso? Muchas mujeres fantasean con la idea de casarse con un millonario.

–No parece que tengas una opinión muy elevada de las mujeres…

–Solo puedo hablar por mi experiencia –dijo él encogiéndose de hombros.

–Una experiencia muy vasta y variada, por cierto –le reprochó ella, pero comprendía la opinión de su hijastro por las mujeres, quienes llevaban acosándolo desde la pubertad.

–No muchas mujeres podrían sobrevivir al matrimonio con el máximo responsable de la compañía Lakis.

–Yo lo hice –le recordó Caitlin–. Con ayuda de mis amigos.

–Tú eres una mujer excepcional, no como Livia. Sin embargo, creo que ella y yo lo llevaríamos muy bien.

Caitlin lo miró horrorizada.

–¡Oh, Dios mío…!

–Parece que Livia no te gusta mucho –comentó Nikos con una sonrisa de provocación.

–Eso no tiene nada que ver con esto –Nikos arqueó una ceja–. Bueno, puede que sí… Nik, cariño, no es buena para ti. No puedes casarte con ella.

–Es cierto, no puedo… No mientras esté casado con otra mujer.

Su madrastra se cayó de la silla.

 

 

–¡Cielos, vaya pedrusco! –exclamó Sadie sosteniendo la mano de su amiga. El diamante parecía demasiado grande y pesado para el fino dedo de la joven–. Es precioso… aunque debo reconocer que para ti no esperaba algo tan…

–¿Ostentoso? –preguntó Katie sin pensar.

–Tan… convencional –corrigió Sadie–. Esperaba algo más parecido a esas gangas que vendes. ¡Qué injusticia! En una semana gasto más en ropa que tú en un año, y sin embargo mírame –dijo con tristeza–. Tal vez si no comiera tanto la ropa me quedara tan bien como a ti –soltó un suspiro de envidia y contempló la esbelta figura de su amiga–. No, no serviría de nada… ¡Acabaría con unos pechos todavía más pequeños que ahora!

Se fijó con resentimiento en el voluptuoso busto de la joven, y le dio un mordisco al último pastel de crema que quedaba en el plato.

Katie se quedó mirando el diamante, pensando en el anillo de rubí con perlas engarzadas que había visto en el escaparate de una pequeña tienda de antigüedades. A Tom también le había gustado… hasta que lo rechazó con desprecio al ver el precio tan bajo que marcaba la etiqueta.

–Hay que pagar por la mejor calidad –le había explicado mientras salían de la tienda con las manos vacías–. Casi todas las mujeres irían en busca de las joyas más valiosas. No soy un hombre tacaño, cariño.

–Lo sé. De hecho, creo que eres demasiado generoso, Tom –respondió ella con el ceño fruncido. Tom no parecía entender que podía hacerla feliz sin tantos regalos caros.

–Bueno, pues tendrás que acostumbrarte a eso cuando nos casemos –dijo él–. Eres una mujer preciosa y mereces cosas preciosas. Y yo voy a asegurarme de que las tengas, te guste o no –declaró con una sonrisa de determinación.

–Pero yo solo te quiero a ti, Tom –le dijo ella sinceramente.

Por un segundo Tom pareció asustado, pero enseguida se mostró complacido.

–¿De verdad?

–Pues claro que sí –a Katie le pareció que intentaba convencerse a sí misma–. Aunque supongo que no soy una persona muy… expresiva.

–Ya te he dicho que no me importa esperar –le aseguró él abrazándola–. Admiro tus principios, cariño.

«¿Mis principios o solo un pobre instinto sexual?»

Katie ignoró la voz interior, y se recordó a sí misma lo increíblemente afortunada que era al estar con un hombre que la quisiera tanto… aunque no pudiera apartar las manos de ella.

Hizo un esfuerzo y le dio a Tom un suave beso en los labios.

«¿Por qué quieres estar con un hombre que no pueda reprimir sus instintos primarios?» La voz interior siempre tenía que decir la última palabra.

–A Tom le gustó mucho este anillo –le dijo a Sadie.

–Lo suponía –dijo su amiga mordiéndose el labio–. Lo siento, cariño, pero tienes que reconocer que para Tom es impensable no presumir de lo que se tiene.

–Lo sé –aceptó ella con un suspiro–, pero lo hace con buena intención, Sadie. Es el hombre más bueno que he conocido.

–De modo que ya es algo oficial –durante seis meses Tom Percival había perseguido a Katie con total determinación–. ¿Cómo se lo tomó cuando se lo dijiste?

Katie tomó un sorbo de té, pero la mueca que puso no la provocó el agua hirviendo.

–Bueno, de hecho… –empezó a decir sin mirar a Sadie a los ojos.

–¿No se lo has dicho? –la interrumpió Sadie, horrorizada.

Katie tensó los hombros, como si la sorpresa de Sadie reforzara su sentimiento de culpa.

–Estaba tan contento… y yo esperaba el momento adecuado –era una excusa patética, incluso para ella misma.

Sadie soltó un gemido tan fuerte que media cafetería se volvió para mirarla.

–¿Y cuándo será el momento adecuado? ¿En el altar? –miró a Katie con incredulidad–. Mira, yo soy la primera que está de acuerdo en que lo que pasó antes no es asunto suyo, pero tú estás casada, cariño. No es algo que se pueda ocultar.

–Ya lo sé… ¡Ya lo sé! –Katie cerró los ojos–. Pero para mí es como si no lo estuviera. Iba a decírselo… Y voy a decírselo, cuando vuelva de hablar con Harvey.

–¿Harvey es el abogado del contrato matrimonial? –Katie asintió–. A mí me parece un poco sospechoso.

Katie sonrió al oír hablar así del remilgado y prestigioso Harvey Reynolds.

–Bueno, es uno de los mejores abogados criminalistas del país. Lo conozco desde que era una niña –dijo mordiéndose el labio inferior–. No veo que pueda haber ningún problema con un rápido divorcio…

–No creo que yo sea la persona adecuada para preguntar sobre divorcios amistosos –respondió secamente Sadie.

–No es como un matrimonio de verdad –insistió ella.

–¿En serio no os habéis visto desde la boda?

Katie negó con la cabeza. No le resultaba extraña la incredulidad de su amiga. Después de todo, ¿a quién podría resultarle normal que alguien estuviera casada con un desconocido?

–No, y de eso hace siete años. El único contacto entre los dos es Harvey.

Siete años antes, el abogado había accedido a ayudarla solo cuando Katie lo convenció de que llevaría adelante su plan, con o sin él.

–Si estás pensando en buscar a alguien a quien esté a punto de caducarle el visado y que quiera permanecer en el país, olvídalo –le había dicho Harvey en su lujoso despacho–. A menos, claro está, que quieras exponerte a una acusación criminal.

–No había pensado en eso –respondió Katie con los ojos muy abiertos.

–A mí me parece que no has pensado en nada.

–Si intentas convencerme para que no lo haga…

–Si sirviera de algo, lo haría –reconoció el abogado–. Por el bien de tu madre quiero asegurarme de que has pensado bien tu decisión… si es que tal cosa es posible. ¿No te das cuenta de que lo más probable es que un hombre que se case contigo por dinero no se conforme con eso?

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que un hombre así no debe de tener muchos escrúpulos. Podría exigirte más, incluso chantajearte.

–No habría dinero para un chantaje. Voy a renunciar al resto.

–Hay otra cuestión… ¿Es razonable que renuncies también a toda tu herencia?

–Eso es innegociable –lo interrumpió ella bruscamente.

–En ese caso… –Harvey suspiró–. ¿Cómo piensas conseguir la cantidad que pagarías por el novio?

–¿De cuánto dinero hablamos? –le preguntó, y tragó saliva al oír la respuesta–. No puedes hablar en serio.

–Sí, ya sé que es mucho, pero creo que a largo plazo es tu mejor apuesta. Resulta que conozco a alguien que necesita una inyección de capital, y que, por razones que no puedo citar, prefiere no recurrir a las fuentes de ingreso habituales…

–Medio millón de libras es una inyección más que abundante –dijo ella.

–Cierto, pero el dinero sobrante seguiría siendo una cantidad muy generosa para los Graham, y por parte de este hombre no habría ningún problema en el futuro. Eso puedo asegurártelo.

–¿Por qué necesita tanto dinero?

–No puedo hablar de ello. Lo que sí puedo decirte es que garantizaré personalmente la intimidad de esta persona. La decisión depende de ti.

Aunque su identidad fuera sospechosa, ¿qué otra alternativa le quedaba para poder heredar la fortuna de su abuelo griego?, pensó Katie. Podría poner un anuncio en el periódico pero, ¿qué clase de bichos raros responderían a un anuncio buscando marido?

–De acuerdo.

–Perfecto. Todo lo que tengo que hacer ahora es convencer a N… a él.

–¿Convencerlo?

–Tranquila, querida. Seguro que aceptará –le prometió Harvey.

El hombre había aceptado, y hasta el momento, Katie no había tenido razones para arrepentirse de su decisión.

–Así que el hombre con el que te casaste podría estar en cualquier parte –la voz de su amiga devolvió a Katie al presente–. Tal vez haya muerto… Oh, eso sí que sería conveniente.

–¡Sadie!

–Bueno, solo estoy siendo práctica –dijo con una sonrisa maliciosa–. ¿Lo único que sabes de él es su nombre?

Katie asintió.

–Nikos Lakis –se sentía extrañamente reacia a pronunciar su nombre.

–¿Es griego?

–Eso creo.

–Nikos Lakis… mmm. ¿Era tan sexy como su nombre? –Sadie soltó una risita–. ¿O era gordo, bajito y calvo?

–No lo recuerdo –respondió Katie, no muy segura de por qué mentía. Muchos recuerdos de aquel día eran borrosos, pero sí recordaba claramente el rostro del hombre con el que se casó.

No sabía lo que había esperado encontrar, pero no a alguien como Nikos Lakis.

Harvey, que la contemplaba ansioso cuando apareció el imponente griego, debió de notar el espasmo que contrajo sus rasgos faciales.

–Creo que se parece un poco a tu hermano –le murmuró–. Tendría que haber dicho…

–No se parece a él en nada –lo interrumpió ella negando con la cabeza.

No solo lo decía por aliviar a Harvey. Su hermano gemelo Peter era muy guapo, pero resultaría insignificante junto a aquel desconocido de casi dos metros de poderosa musculatura, que se movía con la gracia natural de un atleta. Su rostro era duro y atractivo, sin rastro de la petulancia ni el calor de Peter. De hecho, aquel hombre parecía esculpido en bronce.

Siete años después, Katie seguía sin poder reprimir el estremecimiento que le producía el recuerdo de aquellos penetrantes ojos oscuros. Unos ojos que tantas veces la habían traspasado en sus sueños eróticos.

–Está vivo –recalcó, con tanto énfasis que Sadie alzó las cejas–. De hecho, nunca había visto a nadie tan lleno de vida –su vitalidad había sido como una corriente eléctrica, y el breve tacto de su mano la había hecho vibrar.

–¿No acabas de decir que no recordabas su aspecto? –le preguntó Sadie.

–Y no puedo. Es solo una impresión –se apresuró a replicar Katie, reacia a admitir el impacto que le había causado su novio comprado.

–Qué casualidad que los dos seáis griegos.

–Yo solo soy medio griega –le recordó Katie con dureza.

La mitad griega de su origen se revelaba en los contornos de su ovalado rostro, con su frente amplia, su nariz recta, labios delicados y cuello de cisne. Era la mitad que Katie siempre estaba dispuesta a negar. La mitad por la cual una hija había ofendido el preciado honor griego de su familia.

Tras la muerte de su padre, su madre tuvo que mantener a sus dos hijos trabajando como secretaria, pero ni siquiera entonces su familia se puso en contacto con ella. La habían rechazado el día de su boda, y desde entonces la relación había sido inexistente.

Katie y su hermano gemelo habían sido educados sin apenas saber nada sobre la cultura de su madre, lo cual le pareció muy bien a Katie. No quería relacionarse con un pueblo que castigaba a la mujer que se enamoraba de alguien ajeno a su clase y costumbres. No, por lo que a ella refería, era británica de los pies a la cabeza.

Capítulo 2

 

Debido a un imprevisto en el trabajo, Katie estuvo ocupada hasta tarde, de modo que llamó a Tom y le propuso que quedaran directamente en el hotel donde iban a cenar. Luego, ordenó la casa, le dio de comer a su gato Alexander y se cambió de ropa en un tiempo récord.

Al salir del taxi y mientras cruzaba el patio de gravilla, no pudo evitar la incómoda sensación de haber olvidado algo. Al entrar en el luminoso vestíbulo se alisó los cabellos, que no había tenido tiempo de secar, y que le llegaban casi a la cintura, relucientes como una capa de seda marrón con reflejos castaños.

Tom estaba esperando, y su rostro se le iluminó cuando la vio aparecer.

–¡Estás preciosa! –le dijo besándola con pasión en los labios; no podía ocultar su entusiasmo por que Katie se hubiera puesto el vestido que Sadie le había dado.

–Pareces sorprendido –respondió ella, pero su tono burlón escondía una preocupación interna; ¿sería normal estar pensando en si había cerrado o no la lata de comida para gatos mientras la besaba el hombre con quien iba a casarse?–. Será por el vestido…

–Ni siquiera me había fijado en el vestido.

–Bueno, no hay mucho en lo que fijarse –Katie se miró insegura el vestido azul que se ceñía a sus curvas–. ¿No crees que es un poco…atrevido?

–No podrías ir más elegante ni aunque lo intentaras –dijo él riendo.– Soy el hombre más afortunado del mundo.

Seguro que en pocos minutos no iba a pensar lo mismo, pensó Katie respirando profundamente. Nunca encontraría el momento adecuado para decírselo, así que, cuanto antes lo hiciera, mejor.

–Tom, hay algo que debo contarte –le dijo en tono apremiante.

–Bueno, ya lo discutiremos luego, cariño –le agarró la mano, impaciente–. Es tarde, y Nikos no está acostumbrado a que lo hagan esperar.

La mención de aquel nombre la golpeó como un vendaval. Se quedó sin aire, le zumbaron los oídos, y pareció que la habitación daba vueltas a su alrededor.

–¿Nikos…? –balbuceó–. No es un nombre muy corriente.

–En griego, sí.

El destino no podía ser más cruel.

–¿Es griego? –preguntó con fingida despreocupación.

Tom asintió.

–Estuvimos juntos en Oxford, aunque él dejó los estudios antes de graduarse.

–No parece que sea una amistad muy adecuada para ti.

–No estarás insinuando que soy un viejo aburrido –se burló Tom con un mohín.

–No eres viejo ni aburrido –protestó ella conteniendo la irritación–. Eres serio y responsable.

–Eso hace que me sienta mucho mejor.

–Las mujeres no quieren hombres emocionantes –dijo Katie, convencida de sus palabras–. No son de fiar.

–No, solo los quieren para el sexo salvaje –sugirió él.

–Algunas mujeres tal vez, pero yo no –insistió ella–. Los hombres así son superficiales, y solo se preocupan por su aspecto.