Proyecto trascendencia - Marcela Lucrecia Basile - E-Book

Proyecto trascendencia E-Book

Marcela Lucrecia Basile

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Beschreibung

Intentando dar sentido a su vida, el neurocirujano Gaspar Funes emprende un viaje, pero un extraño niño de ojos negros se cruza en su camino. Existen otros como él; aparecen repentinamente en la vida de las personas pidiendo ayuda, pero solo causan horror y muerte. En el pueblo le han dicho que son demonios. Gaspar presiente que detrás de esos seres hay algo mucho más oscuro y más peligroso que el infierno. ¿Qué secretos ocultan esos ojos? ¿Será él capaz de descubrirlos? No sabe que esos niños lo enfrentarán con el pasado del que pretende huir, ni que lo dejarán a expensas de su propio destino.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Basile, Lucrecia Marcela

Proyecto Trascendencia : La sombra de la perpetuidad / Lucrecia Marcela Basile. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

512 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-443-3

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas de Ciencia Ficción. I. Título.

CDD A860

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Basile, Lucrecia Marcela

© 2023. Tinta Libre Ediciones

Sé que en la sombra hay Otro, cuya suertees fatigar las largas soledadesque tejen y destejen este Hades y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.

Jorge Luis Borges

Proyecto Trascendencia

La sombra de la perpetuidad

«A veces es cuestión de perspectiva. Es necesario despegar… acercarse al cielo, sobrevolar las nubes tormentosas y desplazarse por encima de ellas despojado de miedos y amenazas para entender que el mundo esconde más de lo que vemos…»

—¡Padre Baltazar Márquez!

«Pero no todos tienen oportunidad de volar tan alto ni de soltar tanto equipaje. Solo algunos, unos pocos, serán capaces de ser libres. Los otros se quedarán aquí, olvidados… aplastados por la sombra letal de sus temores, sin superar el lado oscuro de la muerte.»

—¡Padre Márquez!

—¡Ah… disculpe! Estaba distraído.

—Sí; veo que estaba escribiendo. Discúlpeme la interrupción. Yo también soy de Gualia, solía asistir a sus misas. La verdad no podía creerlo cuando me dijeron de su trasladado, pero veo que es verdad.

—Sí; así es. Aunque parece que el clima loco de este lugar no quiere que me vaya. La tormenta es más grande de lo que creímos y los vuelos tendrán bastante demora.

—¿Pero se va del país? ¿Por qué?

—Bueno, no fue mi decisión.

—¡Pero no es justo!

—Solo Dios sabe lo que es justo, mi querida señora.

—¿Entonces es cierto? ¡Y yo que pensé que solo se trataba de una leyenda urbana! Usted… ¿se enfrentó a esos demonios?

—Todos nos hemos enfrentado a nuestros demonios en algún momento de nuestras vidas, señora. ¿Usted no? Pero si se refiere a los Nions no, nunca los enfrenté. Solamente los conocí. Y no eran demonios. Eran niños.

—¿Niños? ¿Y es verdad que tenían los ojos completamente negros? ¿Es verdad que la gente moría aterrorizada al hacer contacto con esos ojos?

—No haga caso de lo que dicen… A la gente le gusta hablar demasiado. Y el demonio, mi querida señora, no nos aterroriza… más bien nos encanta con su apariencia.

—¿Pero es cierto que siguen en la ciudad?

—¡Uy escuche! ¡Lo dicho! Nuestro clima es muy loco. Ya están anunciando la partida de mi avión. Debo abordar el vuelo. Pero insisto… cuando regrese a Gualia, no escuche todo lo que digan.

CAPÍTULO I

VIAJE DE IDA

Noche. Frío. Ciento sesenta kilómetros por hora. Por delante una cinta cenicienta que ondulaba, pálida y suave en medio de la oscuridad. Y por detrás, toda mi vida.

Habían sido días especialmente difíciles, plagados de dudas, llenos de decisiones drásticas y llevaba más de veinte horas sin dormir así que empezaba a sentir el cansancio, pero la adrenalina me mantenía muy alerta y no quería parar. Además, según mis cálculos, o mejor dicho, los de mi GPS, faltaban menos de ochenta kilómetros para la población más cercana. Allí sí me detendría a descansar, ya que tenía otras seis horas por delante para llegar a mi destino.

Normalmente me habría quedado subyugado bajo esa bóveda inconmensurable que me mostraba todas las estrellas, o aterrado tal vez, porque en mi carrera vertiginosa podría sentirme una partícula de luz a punto de ser absorbida por la gravedad sin retorno de un agujero negro. Pero en esa ocasión, el agujero negro era mi alma. Y yo ya giraba en él aturdido y desintegrado, así que no había tiempo para temores tontos: la ruta era una larga ruta, la noche era una oscura noche… y nada más.

Fue entonces cuando sucedió. Vi la fosforescencia rojiza de unos ojos a muy pocos metros de mí. Seguramente se trataba de un ciervo. Casi de inmediato sentí un golpe en el costado derecho de mi automóvil. Me perturbé, porque de hecho me perturba dañar a los animales y porque no llegué a comprender en qué momento se había puesto a mi alcance, pero sobre todo, porque los ojos seguían encendidos al otro lado. Acaso atropellé a otro… Parecía bastante lógico ya que esos animales no suelen moverse en soledad. Pero todo lo pensé muy rápido; tanto, que apenas percibí que había vuelto instintivamente la mirada tratando de escudriñar la oscuridad a mis espaldas. En la misma fracción de segundo en que volví la vista al frente, descubrí con espanto que había un bulto en medio de la ruta, justo delante de mi auto.

—¡Pero qué carajos!...

En un instante el bulto informe se hizo una silueta humana, un rostro blanco alumbrado de lleno por las luces, unos ojos muy negros en los que vi el horror… y fue la frenada, el volantazo, la banquina… y la abismal oscuridad.

Me quedé paralizado. Sentía el latido de mi corazón acribillándome el pecho y el ardor de mi garganta dañada en ese grito que aún vibraba en mis oídos a pesar de que ya todo era silencio. Me costó ubicarme porque el auto había quedado mirando hacia la oscuridad plena del campo abierto, casi en dirección contraria a la que venía, pero el susto me mantenía alerta. Poco tardaron mis ojos en localizar, recortada casi imperceptiblemente en la negrura, a la persona que por poco había atropellado, aún de pie, inmóvil en el mismo punto de la ruta.

—¡Salga de allí! ¿Está loco?

Hasta ese momento no me había percatado de su escasa estatura; pero entonces, mientras avanzaba y la imagen de aquel rostro pálido y de ojos espantados regresaba a mi conciencia, comprendí que se trataba de un niño. Corrí hacia él.

—¡Por Dios Santo! ¿Estás bien? —lo increpé tironeándolo hacia la banquina. Temblaba. Temblaba demasiado. Apenas podía distinguir sus facciones, pero veía su miedo. Y algo me impresionaba de ese rostro oculto entre la noche y el grueso abrigo que, a decir verdad, me atemorizaba también a mí: la imagen de sus ojos. Sus ojos negros… más allá del espanto, más allá de la súplica… los había visto negros en todo su tamaño, en toda su órbita. Sin hacer caso a mi impresión intenté contactarlos para transmitirle tranquilidad, por debajo de su cabello, por encima de su bufanda… por sobre el entumecimiento de su mentón pegado al pecho. Mas no lo conseguí.

Cuando logré arrastrarlo hasta la mayor seguridad de la banquina lo abracé con fuerza, y esperé a que su temblor se calmara.

—Ya está —le dije—. Ya pasó. Vas a estar bien.

Yo también estaba aturdido y me costaba tomar decisiones. No lograba imaginarme qué podía estar haciendo un niño solo en medio de una ruta en plena madrugada. Por supuesto que jamás dudé en llevármelo conmigo para hacerlo ver en el hospital del pueblo, pero me torturaba la idea de estar alejándolo de su casa o su familia. No había casas por allí, estaba seguro… Y no me había cruzado con otro automóvil que yo recordara. Pero sin embargo no podía haber salido de la nada.

De todas formas, pensaba todo esto mientras marchábamos, él sumido en el más obstinado silencio, y yo en el más insistente interrogatorio; de nuevo por la ruta, en carrera.

Unos treinta minutos más tarde, me detenía en la estación de servicio de Santa Catalina. No era extraño que no hubiera nadie a la vista dado que eran alrededor de las cuatro de la madrugada, así que descendí a la carrera y me metí en la tienda. Detrás del mostrador, acurrucado sobre una reposera, dormitaba el empleado de turno.

—¡Hola! —grité desde la puerta—. Discúlpame, necesito llegar urgente al hospital…

Se despertó sobresaltado.

—¡Uh… perdón! Me quedé dormido. Es que hay muy poco que hacer acá en las noches la verdad… ¿En qué lo ayudo?

—Levanté a un chico en la ruta… por poco lo atropello. Está shockeado y necesito llevarlo a un hospital, ¿me puedes indicar cómo llego?

—Claro.

Mencionó la dirección que le pedí para programar el GPS, pero antes de eso estaba afuera, avanzando conmigo hacia mi auto mientras me daba toda clase de indicaciones para que pudiera acceder al lugar en forma rápida y directa. Le agradecí raudamente y corrí a mi vehículo dejándolo atrás mientras trataba de retener en mi cabeza alborotada todas sus indicaciones. Me zambullí en el interior y entonces, junto al latigazo en mi corazón, vi que el muchacho ya no estaba.

—¡Pero qué diablos!

En un acto reflejo me estiré para mirar atrás, incluso en el espacio entre ambos asientos, salí, di toda una vuelta alrededor del auto, escudriñé el lugar…

—¡Carajo! ¿Dónde te metiste?

Y me sentí furioso por no saber siquiera un nombre por el cual llamarlo. Furioso con el niño por haber desaparecido y conmigo por ser tan idiota. Ahora que lo pienso, parece demasiada furia. Preocupación, nervios, hubieran sido mucho más razonables. Pero es más probable que mi enojo fuera el mismo enojo que siempre me produjeron las cosas fuera de control.

Alertado por mis gritos el empleado corrió hacia mí.

—¿Algún problema?

—El chico… ¿No lo viste? El chico que traía en el auto… no está.

—Tal vez haya ido al baño —dijo—. Vamos a ver.

No estaba en el baño. No estaba en ninguna parte.

—Avisemos a la policía —concluí al fin, abatido y desconcertado.

La patrulla no tardó en llegar. Dos oficiales iniciaron una búsqueda por los alrededores y a mí me tocó la parte irritante: la de no poder contestar a la mayoría de sus preguntas y sentirme un estúpido. Pero fue curioso descubrir que no solamente era lo que desconocía lo que me hacía sentir un tonto, sino fundamentalmente, el hecho de que me obligaran a percatarme de ciertas anomalías en las que no había reparado aún. Que dónde había ocurrido el incidente, que a qué hora, que cómo sucedió, que si podía verse otro vehículo en la ruta...hasta ahí todo aceptablemente bien. Otro gallo cantó cuando me preguntaron por el chico: «¿Su nombre?». «No sé». «¿Le dijo por qué se encontraba allí?». «No». «¿Le dijo si su familia estaba cerca?». «No me dijo nada. Nada de nada. Le pregunté todo lo que puedan imaginar pero jamás me respondió una sola palabra». Creí que con tanta claridad ya no tendrían qué seguir preguntando, pero para mi sorpresa, no ocurrió así.

—¿Qué edad tenía aproximadamente?

No lo sabía. Al pensarlo, descubrí con angustia que tampoco a eso podía responder con mediana exactitud. Dudé mucho, demasiado, y después de repasar una y otra vez aquel rostro en mi mente, me aventuré a decir:

—Quizá unos once o doce años.

En ese preciso instante, mientras repasaba la imagen en mi cabeza, caí en la cuenta de que tampoco podía definir, ni siquiera aventurar una sospecha, sobre el sexo de mi desaparecido pasajero. ¡Por Dios! No era capaz de discernir si se trataba de un niño o de una niña. Y como era de esperar, a la par de mis pensamientos, llegó la previsible pregunta:

—¿Masculino o femenino?

—Ni la menor idea. —respondí rápida y espontáneamente.

Y sí; ni siquiera levanté los ojos, porque presentí el cruce de sus miradas y no quise enterarme si predominaba entre ellos el desconcierto, la incredulidad o la burla. Por eso, intentando quizás reivindicar un poco mi reputación de «persona normal», me apresuré a remarcar las cosas que sí recordaba, y que habían llamado poderosamente mi atención.

—Se trata de una personita muy pequeña — les dije—, muy delgada y pálida, de cabellos finitos y lacios, que se pegaban a su cráneo y le caían como flecos sobre la cara y el cuello y… bueno, creo que padecía alguna extraña malformación, porque sus ojos eran totalmente negros. Como si no tuvieran iris o, mejor dicho, como si todo el ojo fuera iris.

Después de que confesé aquello me sentí más expuesto que antes, así que otra vez no me atreví a mirarlos. ¿Qué tal si estaban pensando que la malformación residía en mi cerebro y estaba alucinando? Apenas pude sostenerles la mirada cuando me increparon:

—¿Pero no dice usted que tuvo todo el tiempo el rostro bajo y no llegó a verlo bien?

—Sí, claro, es cierto, pero mis luces enfocaron de lleno su cara cuando estaba enfrente de mi auto.

Tomaron nota. No demasiado tiempo después regresaron los de la patrulla informando que no habían hallado a nadie en los alrededores. Debían pensar que estaba loco. Sobre todo porque insistieron en preguntarle al empleado de la estación si él había visto al niño en algún momento. Y claro habrán tomado nota de su negativa. Después se fueron sin más. Yo también me fui. Ya había hecho todo lo que estaba a mi alcance y mi conciencia estaba tranquila.

No sé por cuánto tiempo más permanecí fatigado e incómodo, nervioso y oprimido. Debe haber sido bastante, porque antes de caer desmayado sobre la cama del hotel, recuerdo que trataba por todos los medios de evitar que el sol se filtrara por las rendijas de la ventana. Y mientras lo hacía, tuve una sensación nueva y extraña… una especie de inexplicable incomodidad muy a pesar de la paz de mi conciencia y del abatimiento de mis músculos, que por fin pasaban factura; un asomo de profunda angustia que atribuí a los tensos momentos vividos. No tenía idea de que mi vida tal y como la conocía, estaba a punto de acabar, y que cuando despertara pocas horas más tarde, estaría en medio de una pesadilla.

Abrí los ojos exaltado por fuertes golpes en la puerta de mi habitación. En medio de mi sobresalto y mientras regresaba de la profundidad de mi sueño, escuché voces en el pasillo. Una mujer rezongaba… los golpes insistían.

—¡Abra! Es la policía.

Me lancé de la cama, mareado, sin lograr el total dominio de mi cuerpo y casi sin entender lo que ocurría. Me costó ubicarme en el tiempo y en el espacio, pero no demoré en abrir. El agente en la puerta, pronunció con tono interrogativo mi nombre completo.

—Sí, soy yo —confirmé.

—Tiene que acompañarnos —le escuché decir mientras me pasaba compulsivamente la mano por la cabeza porque si algo odio es presentarme con los pelos revueltos ante la gente. Pero me congelé ante sus palabras—: Queda detenido por haber atropellado y dado muerte a un menor esta madrugada en la ruta.

Mi parálisis se intensificó. Mi cerebro sintió la descarga de adrenalina que me metió de un seco en este mundo, pero fue tan grande y tan repentina que percibí el entumecimiento de mis músculos.

—¿Perdón?

Por una fracción de segundo no pude moverme, ni pensar siquiera. Solo fui consciente de la cara de patológica curiosidad con que la mucama, congelada en el pasillo con sus ojos a punto de saltar de sus órbitas, me estudiaba de arriba abajo. Aún después, mientras me decían algo, quién sabe qué, y yo ingresaba en mi habitación a vestirme y ponerme en condiciones, llevaba su cara blanca de espanto prendida a mi retina, opulenta sobre su gruesa papada; enmarcada por un matorral de cabellos rojos, alborotados, como un feo retrato renacentista. «Como Medusa», pensé. No sé por qué siempre me imaginé así a Medusa. Por un instante temí ser convertido en piedra.

—Espero que esto sea breve —rezongué terminando de abrochar mi campera—, porque es obvio que hay aquí un error.

Me colocaron esposas, como si fuera un delincuente común, me sentí profundamente humillado; la verdad, quería que me tragara la tierra. Pensaba en mis cosas, en la cuenta del hotel, en que la noticia llegaría de algún modo a los oídos de mis conocidos, en que no tenía idea de cómo enfrentar los acontecimientos. Ni siquiera podía con las sensaciones que me aplastaban. Y para colmo, esa mujer seguía plantada en el pasillo, firme, como un roble, con sus enormes ojos de lechuza clavados sobre mí. Se persignó cuando aparecí en el marco de la puerta y siguió haciéndolo todo el tiempo mientras pasé por su lado, hasta que dejé de verla. Pero sus palabras incomprensibles se quedaron en mi memoria para siempre:

—¡Usted ha soplado las llamas del infierno! —gritaba.

En otras circunstancias me hubiese reído, pero entonces apenas me atreví a buscar de refilón la mirada de los policías que avanzaban conmigo para evaluar las reacciones de ellos.

—¡Usted ha enfurecido todos los demonios! La maldición caerá sobre todos nosotros… ¡Maldito! ¡¡Maldito!!

—¿Qué le pasa? ¿De qué está hablando? —me atreví a preguntar porque percibí los cruces en la mirada de los agentes y ciertas disimuladas risas nerviosas.

—Hay una leyenda un poco extraña en este pueblo. La gente aquí es bastante supersticiosa. Pero no le haga caso. Usted tiene problemas más graves que resolver.

¡Acaso hacía falta que me lo dijera! Salimos del hotel. Como el niño que había levantado en la ruta pegué el mentón al pecho y no volví a subir los ojos hasta que me encontré frente al jefe departamental en la comisaría del pueblo.

—¿Reconoce a este chico? —me preguntó después de un trivial monólogo de presentación que solo logró avergonzarme más de lo que ya estaba, no porque me sintiera culpable de algo, que era absurdo, sino porque transitaba una etapa de mi vida en la que era especialmente susceptible a lo que los demás pensaran de mí.

Y mientras lo preguntaba, ponía bajo mis ojos la pantalla de su celular, en donde aparecía la imagen sin vida del chico que subí a mi automóvil.

—¡Dios Santo! Pero dónde lo hallaron, yo…

—No usted. Yo… Yo hago las preguntas —me cortó—. Apareció atropellado a un lado de la ruta.

—Yo no lo atropellé —afirmé con vehemencia—. Es obvio que cuando se escapó de mi auto salió a la ruta y…

—Y corrió ochenta kilómetros hasta llegar al sitio donde usted dijo que lo levantó para esperar que alguien más lo atropellara, porque tal parece era su decisión ser atropellado justo allí. O quizás usted modificó un poco la historia y su preocupación, y su búsqueda, y el cuento del chico al que casualmente nadie vio, no fue más que un lindo intento de coartada. No sé… ¿qué le suena más lógico?

«¡Pero qué genial coartada! —pensé—. ¿Será que este tipo es muy idiota o será que me vio la cara?». Y me enfurecí. Pero no lo demostré. Como suelo hacerlo me tragué mi rabia, y dejé traslucir solo una inevitable irritación. Sin embargo no podía olvidar que mi automóvil había golpeado contra algo ¿o alguien?… ¿Pero ese era realmente el chico que yo había encontrado? Se parecía mucho… ¡Por supuesto que no! ¡Todo aquello era un disparate! Vi el brillo de los ojos de un animal antes del golpe. ¡Claro que era un animal! Y ahora querían endilgarme un hecho que nada tenía que ver conmigo. ¿Pero por qué?¡¡Qué carajos!!

—Yo llegué con ese chico sano y salvo a la gasolinera de Santa Catalina —afirmé.

Me miró con severidad. El tono áspero de mi voz tal vez sí expresó la rabia que sentía, porque si algo me irrita sobremanera es el sarcasmo.

Después vino la lista interminable de preguntas previsibles que me esmeré en responder, y las otras, las que me desconcertaban porque realmente jamás me había imaginado en una situación así. Por ejemplo, cuando me leyó mis derechos y me autorizó para hablar con mi familia y mi abogado. De hecho no tenía ninguna de las dos cosas. Después me trasladaron a una especie de habitación oscura, donde había una mesa, una cama con un cobertor descolorido y con un olor a mugre tan intenso que me revolvió las entrañas, una especie de sanitario en un rincón, con paredes descascaradas, olor a fluido y enormes manchas de humedad descendiendo desde el techo hacia cada una las paredes. Me sentí descompuesto. En la soledad de aquella habitación me sobraron las horas para recordar la vida a la que renuncié y la hija que me había sido arrebatada; para que mi mente recuperara el color de aquella voz ausente, la música de su risa, cada gesto de esa carita que tanto me había esforzado en no pensar para no morir en los brazos de mis fantasmas. Y volvieron la intensidad del dolor y la rabia, con tanta fuerza que en algún punto temí volverme loco. Se fueron al demonio los años de terapia y el largo camino que con tanto esfuerzo ideé y que por fin me había lanzado a transitar. Una a una se levantaron de sus tumbas, como un ejército de zombis, cada sensación morbosa y autodestructiva contra las que había librado mis más duras batallas; y me encontré llorando tirado en el rincón más oscuro, sin saber si valía la pena intentar la superación de aquel absurdo, o era mejor echarme a morir.

Al día siguiente, el agente me encontró de pie, peinado y listo para hacerle frente a la situación, cuando llegó temprano a avisarme que ya me podía ir, que mi abogado había pagado la fianza. Esto me sorprendió bastante. Primero porque, como dije, no tenía un abogado, y segundo, porque el llanto de la noche había limpiado mi alma, y esa mañana me había despertado con nuevas fuerzas… Pero sobre todo porque fue un grato descubrimiento comprobar que esas energías movilizadoras no se habían muerto con la vida que estaba dejando atrás. Un extraño momento para saber que mis heridas estaban sanando en contra de todos los pronósticos.

Salimos. El oficial me acompañó hasta la puerta de la comisaría, en cuyo marco se apoyaba un hombre al parecer de bastante edad, muy delgado, bajo y completamente calvo, envuelto hasta la altura de las orejas en una especie de chalina de seda colorida, que miraba llamativamente hacia adentro con sus gafas redondas y gruesas. Cruzaba por delante de él con flagrante indiferencia cuando percibí cierto desconcierto en el lenguaje corporal de mi acompañante. Entonces reaccioné; justo a tiempo.

—¡Hola! —sonreí volviéndome hacia el hombre y tendiéndole arriesgadamente mi mano— ¿Cómo le va… doctor? Disculpe, no lo había reconocido. Hace mucho tiempo que no nos vemos ¿verdad?

Su respuesta espontánea e inesperada disipó mis dudas y me arrancó una sonrisa.

—Es porque la última vez que nos vimos yo tenía pelo —Después, agregó a media voz—. Y eso fue hace tanto… en la otra vida.

Mientras decía eso lo miré a los ojos, y experimenté un déjà-vu. ¿Acaso realmente había visto ese rostro en algún momento… en alguna parte?

—¿Lo conozco? —me salió sin pensar. Por suerte el oficial ya se había alejado.

—Por supuesto —insistió—. Soy su abogado.

—¡No! —un flash me cruzó la consciencia—. ¡Fue en el hospital!

—¿El hospital? —preguntó desconcertado.

Y yo entendí que el mundo no podía ser partícipe de mis lagunas y mis confusiones. Mientras observaba su desconcierto y mi certeza se borraba como una huella sobre el agua, supe que no lo había visto nunca.

—No… No me haga caso.

Así inicié el camino de ida en esta cacería de brujas que aún entonces me era imposible imaginar, y que me lanzó de bruces al epicentro del infierno.

—¿Y quién es usted? —pregunté mientras avanzábamos hacia la calle —… porque mi abogado… definitivamente no.

En un primer momento, cuando el policía apareció a buscarme, pensé que por fin se habría aclarado el hecho. En seguida, al contarme de la fianza concluí en que se trataría de algún malentendido, o alguna extraña negligencia de la justicia de la que me pensaba aprovechar; pero en ese punto mi confusión era absoluta. Comenzaba a sentir miedo y, de hecho, debí haber escuchado mis instintos. Los ojos del desconocido se clavaron en los míos por detrás de los anchos cristales de sus gafas hasta el punto en que me costó sostener esa mirada. Pero actué como siempre lo hago en situaciones límites: de forma desafiante. No aparté un ápice mis ojos de los suyos y repetí la pregunta, esta vez sin palabras, reteniendo por un segundo su mano entre la mía, como previniendo que pudiera de pronto echar a correr y esfumarse.

—¿Qué quiere conmigo?

Con una inclinación de su cabeza me señaló el automóvil estacionado frente a la comisaría. Nos dirigimos hacia él.

—Soy Gabriel Lassage. Abogado penalista. Y su abogado desde ahora y hasta que se compruebe su inocencia y se cierre el caso. Si acepta mis servicios, obviamente.

—¿Quién diablos puso el dinero de la fianza? ¿Y cómo sabe que soy inocente?...

—Yo lo hice. Y no; no lo sé. De hecho sé que es culpable. Su pregunta debió ser cómo sé que va a resultar absuelto. Y bueno, lo supongo desde el momento en que desaparecí muy eficazmente las huellas de sangre y el golpe en la chapa de su auto. Bueno, para ser exactos, desaparecí su auto.

Algo como una explosión voló mi cabeza, y me sacó violentamente del vehículo al que no había acabado de subir. Me vi cerrando de un golpazo la puerta y gritando, sin poder desatar ni así el nudo que me oprimía el pecho.

—¡Idiota!

Vi sus ojos clavados en mí brillando extrañamente bajo los cristales llenos de extraños reflejos.

—¡Yo no atropellé a ese chico! Nunca mentí —grité.

Y una fracción de segundo más tarde, mientras iniciaba una compulsiva caminata hacia ninguna parte, dudaba si en realidad había pronunciado esas palabras o solo habían formado parte de mi explosión interna, sin haber salido nunca de mi boca. Sin embargo el ardor en mi garganta parecía darles el viso de realidad que yo no era capaz de discernir.

El auto comenzó a marchar a la par de mí. El extraño se inclinó hacia el lado del acompañante y abrió apenas la puerta que yo acababa de azotar:

—Suba. No tiene adónde ir. Soy inofensivo y puedo ayudarlo.

Quería echarlo al demonio; pero subí.

—¿Y dónde vamos? —refunfuñé en el mismo tono con que le hubiese lanzado los insultos que mi cabeza hilaba como un rezo.

—Le va a interesar lo que tengo para contarle.

Avanzamos en silencio. Yo iba bastante sorprendido de mí mismo y de mis reacciones espontáneas de momentos atrás. No suelo ser nada impulsivo, soy más bien retraído y no me gusta confrontar, pero parece que la noche en la comisaría había surtido un extraño efecto en mí. De todas maneras ya me reconocía, viajando no solamente callado sino directamente, sin encontrar palabras para decir. Atravesamos las diez o doce cuadras asfaltadas que eran el centro del pueblo, y seguimos largamente por un camino enripiado a cuyas márgenes se levantaban casitas blancas y a dos aguas, todas casi idénticas. Después, el ripio se hizo tierra y la tierra huellones de barro seco que nos envolvió en una nube de polvo. Las casitas fueron raleando y desarmándose hasta convertirse en enormes cajones de madera desvencijada, colgajos de nylon negro y luego nada… basurales y monte. Monte espeso y virgen. Muchas veces durante el trayecto estuve tentado de insistir con la pregunta que jamás me había respondido, pero consecuente con mi forma habitual de ser elegí esperar. Varios kilómetros después, nos desviamos por una angosta huella de pasto seco que culebreaba metiéndose entre matorrales.

A lo lejos, en un claro, apareció una casa.

—No es un hotel cinco estrellas —me dijo—. Pero podrá estar cómodo.

No tardamos mucho en llegar. Entramos. Y fue extraño; no sé decir si en algún punto me tranquilizó o si fue más lo que me enfurecí, o tal vez solo me desconcerté y no pude pensar en otra cosa, pero vi allí mi maleta, mi campera y mi bolso de manos. Objetos de los que no había vuelto a saber desde que la policía me sacó del hotel hacía ya varias horas. No dije nada, pero mi mirada fue suficiente interrogante. Me senté antes de que me lo pidiera y sin despegarle los ojos inquirí ásperamente:

—Lo escucho.

Entonces vi cómo esparcía un abanico de fotografías sobre la mesa, todas cuidadosamente rotuladas en su extremo inferior derecho, y todas mostrando una imagen casi idéntica: muchachos demasiado parecidos al que yo había recogido en la ruta…

A medida que las iba poniendo frente a mis ojos, me señalaba y repetía en voz alta los datos de las etiquetas de cada una. Indicaban fechas y lugares. Las fechas abarcaban alrededor de treinta años, desde fines de la década del noventa hasta la actualidad, y los lugares abarcaban muy diversos y dispersos países del mundo. En la mayoría de los casos se mencionaban pueblos o localidades muy pequeños, de cuya existencia por supuesto yo no tenía noticias. Pero lo más curioso de todo era que muchas de las fotografías mostraban fechas actuales, y el resaltador fluorescente destacaba los nombres de Santa Catalina, el pueblo donde acababan de aprehenderme, y de Gualia, la ciudad donde siempre viví.

—¿Quiénes son? —me escuché pronunciar con voz atontada—. Todos se parecen mucho.

El tipo ignoró mi pregunta. Repetía en voz alta años, países y localidades. Todas ellas me eran desconocidas y tengo una pésima memoria para los nombres, así que es inútil hacer el esfuerzo. Aunque recuerdo un par, porque me resultaron llamativamente pegadizos: «Campodimele, Italia, año 2001; Pueblo Belgrano, Argentina, mismo año». Pero la lista era muy larga y él recitaba cada rótulo en voz alta, mecánicamente, como si los hubiera estudiado de memoria.

Lo seguí con atención al principio pero finalmente me perdí, porque me llamó la atención que no dejara translucir una sola expresión en el rostro ni la menor inflexión en la voz.

—Y como puede ver —agregó ahora sí endureciendo su tono, sus facciones, y la fuerza de su dedo índice al apoyarse sobre las últimas fotografías—, estas también fueron tomadas en Santa Catalina. Aquí nomás, en el pueblo donde estuvo detenido. Demasiadas para ese sitio tan pequeño ¿no cree? Mire: esta, y esta…y esta otra. En 2012, 2013, 2014… ¡Y el broche de oro! —insistió deteniéndose en una en particular, golpeándola con su índice y con una tensión cortante en el rostro— Esta… mucho más reciente, en el patio de mi propia casa. ¡Lo que ve aquí es miventana!

Lo miré. Y lo que vi en sus ojos me asustó. Acerqué a mí las fotografías que eran un poco oscuras y la mayoría de mala calidad, pero muy similares entre sí. En todas aparecían esos raros niños con los ojos negros. Quise preguntar tantas cosas que mi mente se bloqueó. Como si lo supiera, como si nada en mi reacción pudiera sorprenderlo, continuó:

—La noche en que tomé esta fotografía… abrí las puertas del infierno.

Hubo una pausa en sus palabras y yo me acordé de Medusa, la mucama del hotel que bajo el nido de serpientes coloradas de su cabeza me había acusado de algo similar. Al fin, siguió con su relato interrumpiendo mi espontánea asociación:

—Mi perro ladraba… pero no toreaba como siempre que veía un extraño, era un ladrido persistente y agudo, casi un aullido, y rasguñaba la puerta de entrada; por eso me asomé. Antes arrojé mi celular al bolsillo, por si debía llamar a la policía. El perro atropelló mis piernas y se metió debajo del sillón donde solía ocultarse de las tormentas. Salí; miré hacia todas partes hasta que vi dos chicos en mi patio delantero, uno estaba más cerca, parado justo frente a la ventana de mi habitación. Me llamó la atención su presencia allí, y más todavía la reacción del perro, pero pensé que se trataba de indigentes; no sería la primera vez que los muchachos de la calle les arrojaban piedras a las mascotas. Les pregunté qué buscaban y entonces el más próximo volvió el rostro hacia mí. Sus ojos brillaron como los de un gato en la noche. Sentí terror. Un terror como jamás había sentido. El otro retrocedió desapareciendo en la oscuridad, pero él se quedó ahí parado sin decir una sola palabra. No me permití paralizarme ni demostrarle miedo, así que lo alumbré con la linterna de mi celular directo al rostro mientras insistía en preguntarle qué estaban haciendo en mi patio. Quería ver con quién hablaba, sí; pero más quería apagar la fosforescencia de aquellos ojos. Ahí fue cuando vi con absoluta claridad su rostro pálido… y sus escleróticas negras. Creo que ahogué un grito, pero no se movió. Yo tampoco. Mi esposa lo fotografió desde adentro de la casa. El flash provocó en él lo que no había logrado el haz de luz de la linterna y huyó corriendo. En su huida me atropelló y por poco acabo en el suelo. Para cuando terminé de recobrar mi equilibrio habían desaparecido ambos.

Hubo una pausa que no me atreví a interrumpir porque vi el rostro de mi interlocutor atravesado por una rara oscuridad.

—Entré a la casa casi ahogado —dijo— con el corazón tan acelerado que me dolía el pecho, pero pronto pasó; aunque sentía un cansancio tan intenso que creí que me desplomaría. A duras penas llegué al dormitorio y me arrojé sobre la cama. Creo que me dormí en el vuelo, mientras caía. Al día siguiente desperté muy tarde, y me encontré vestido y destapado, confundido porque el recuerdo de aquel rostro seguía prendido a mi cabeza, que por cierto, me dolía como si tuviera una resaca. Me extrañó que mi perro no hubiese saltado a mi cama para despertarme, como todas las mañanas. Fui a buscarlo. Lo encontré muerto debajo del sofá.

Mucho después, rememorando ese momento, me di cuenta de que siguió hablando por un buen rato y que tenía los ojos húmedos, pero en aquella ocasión no reparé en ello; de hecho no reparé siquiera en sus palabras. Su relato se licuó en mi mente y de pronto, en una revelación súbita, entendí mi accidente.

—¡Los ojos! —interrumpí de pronto con la voz descompuesta. Dejó de hablar y me miró. Solo esperó a que organizara mis ideas. A mí me tomó un momento demasiado largo encontrar las palabras que pudieran exteriorizarlas y, más aún el sonido que diera forma a esas palabras—. Entonces… los ojos que vi en la ruta —concluí por fin— ¡No eran los de un animal! —El hombre permaneció en silencio—. Lo que golpeó mi auto fue… ¡Dios mío!

Se sentó frente a mí con parsimonia, callado, como dándome tiempo a que procesara la información que se atoraba en mi cerebro, y luego retomó su charla.

—Después de aquello me puse a investigar —me informó—. Supe que había registros de Nions desde 1998 en adelante por todo el mundo. Lo que le mostré es parte del resultado de mi trabajo. Son pocos los casos de los que conseguí registro fotográfico, pero tengo innumerables testimonios. Y sin excepción el temor y la muerte son una constante alrededor de ellos. Mi pista detrás de los Nions llega hasta unos cuatro años atrás. Después abandoné. No tenía ni fuerza ni ganas para continuar con esa locura, y además, de pronto, no hubo más registros sobre ellos. Pero ahora usted aparece… y todo vuelve a comenzar.

Quise corregirlo y que invirtiera la ecuación: de pronto habían vuelto y yo tuve la desgracia de tropezarme con ellos. Quise preguntarle por qué había abandonado su investigación; quise saber qué era lo que había logrado averiguar. Sin embargo, solo hablé de cosas triviales.

—¿Acaso deberé volver con las autoridades y decir la verdad?

Su respuesta no fue del mismo tenor.

—Usted no sabe la verdad. Yo no sé la verdad. El mundo no sabe la verdad —dijo. Y hubo tanta sombra en el tono de su voz que guardé silencio—. Me tomé la libertad de investigarlo — confesó momentos después—. También a usted…Y pensé, dadas sus vivencias personales, que tal vez fuera la persona adecuada para acompañarme en la tarea de averiguarla.

Lo miré sin hablar. Tal vez extrañado, tal vez confuso. No podría definir las sensaciones que iban estallando dentro de mi alma como fugaces fuegos de artificio. Lo que dejaba atrás, era oscuridad, era dolor, era un lugar de mí mismo al que jamás querría volver. Lo que podía reconocer en mí cada vez que alguien aludía a ese pasado, eran las esquirlas clavadas bajo la piel, infectas y putrefactas, de un universo que estalló en pedazos. Solo en un raro instante esa mañana, había creído que empezaba a sanar. Quería resguardar esa sensación; y la intromisión de este extraño en ese lugar de mi ser rompió un delicado equilibrio. Me fastidié.

—¡Y quién diablos es usted para andar hurgando en mi vida! —exclamé al fin—. ¡Por qué demonios no siguió averiguando sus asuntos y me dejó en paz!

—Porque usted ya no podría estar en paz. No con esas presencias en su vida. No metido en ese agujero.

—¡Qué sabe usted! ¡¡Y qué le importa!!

—Sé… tal vez no demasiado… pero sí un poco. Sé que nació en la capital hace cuarenta y tantos años, que su familia se mudó a Gualia cuando era muy pequeño. Que por quince años estuvo casado con su primera novia, una chica que conoció en la secundaria, y que se separó de ella hace algún tiempo. Sé que fue un neurocirujano brillante, con un gran prestigio y una reconocida trayectoria que iba en franco ascenso, hasta que la vida le dio un golpe bajo del que no pudo reponerse… fue internado bajo tratamiento psiquiátrico y apartado definitivamente del ejercicio de la medicina. Sé también sobre esa… desgracia terrible que vivió. No sabe cuánto lo lamento —dijo. Y tras sus gafas gruesas, la conmiseración en sus ojos me hizo entender que de verdad sabía de lo que hablaba—. Hasta vi sus fotos familiares en ese facebook que ya no utiliza. Créame que sé que no hay nada comparable a ese dolor, pero también sé que está convencido de que no tiene nada más que perder, por eso me atrevo a invitarlo a que me ayude a continuar con esto.

La rabia que experimenté por su intromisión en mi privacidad fue pura efervescencia y duró un instante. Ya en ese punto y mientras lo escuchaba hablar, me sentía desarmado, conmovido y expuesto como un molusco cuya coraza acaba de ser aplastada por un pie gigantesco. Solo permanecí con mis ojos prendidos a sus gafas. No sé si lograba pensar o sentir... no sé siquiera si logré mantenerme de este lado de la coherencia o si, una vez más, como muchas desde hacía casi tres años, había desaparecido de la superficie tangible de la vida tragado por ese mar enfurecido en que moría ahogado una y un millón de veces.

—Continuar con qué —me escuché decir.

—Con mi búsqueda; naturalmente. Quiero llegar a lo que hay detrás de estas criaturas raras y aterradoras. Quiero descubrir la verdad; quiero conocer el trasfondo de estas extrañas manifestaciones. Y usted necesita encontrarle sentido a la vida, ¿o me equivoco? No me fue difícil, viendo su historia, descubrir su necesidad de entender que esto es algo más que esa fugaz chispa que brilla inútilmente por un instante y que se extingue en medio de la nada.

—Se equivoca —aseveré con sinceridad abrupta porque sentía ya mi alma irremediablemente expuesta—. Lo que necesito es encontrar la fuerza para seguir después de haber comprobado que la vida es esa chispa que brilla inútilmente y que se extingue en medio de la nada.

Hubo un momento de silencio.

—Además… ¿qué tiene que ver mi necesidad con su búsqueda? —dije por fin, francamente desconcertado.

—Todo. Tiene todo que ver. A su tiempo lo entenderá.

Después, noté que su mirada regresó desde una insondable lejanía y su rostro, recompuesto, se reintegró al tono de la charla cotidiana.

—¡Qué es esto!... Nos pusimos cursis. La cosa es mucho más trivial: Yo lo saqué de un buen embrollo. ¿Usted querrá devolverme el favor sí o no?

Le respondí que no. No había pedido su ayuda y mucho menos quería saber de esas extrañas criaturas. Más me interesaba averiguar concretamente quién era el niño que había atropellado en la ruta sin darme cuenta y qué había sido del otro, el que se le parecía tanto, el que no atropellé y llevé conmigo. Yo no temía a la policía ni a asumir mis propias responsabilidades. Solo temía a mi conciencia, a mi oscuridad interior que amenazaba despertar y sofocar la escuálida claridad de mi alma con sus letales sombras.

Le pedí que me llevara de regreso al pueblo, y le exigí que me dijera qué había pasado con mi auto porque la verdad no sabía si su aseveración al respecto había sido una chanza o una desquiciada verdad.

Sus evasivas y la ambigüedad de sus palabras me dieron más preguntas que respuestas. Lo cierto es que preferí entender que mi vehículo estaba en posesión de la justicia porque era lo más cómodo y no me obligaba a indagar demasiado.

—Supongo que soy una molestia aquí, ahora que sabe que no quiero ayudarle. Lo lamento —le dije sinceramente—. También supongo que no tendrá deseos de hacer todo ese camino de vuelta esta noche, así que si le parece podría pasarla aquí y mañana usted dispone a qué hora puede llevarme de regreso.

—¿De regreso adónde?

—No lo sé…

—Si piensa regresar a la delegación policial y declararse culpable, le agradecería que me despida primero y me deje fuera de sus asuntos.

Y claro. No había pensado en él. Pero supuse que no habría ningún problema con eso, así que me encogí de hombros dando por sentado su pedido con la lógica más elemental.

—Muy bien —le dije—, queda formalmente despedido.

—Usted permanecerá en libertad hasta que se pronuncie su sentencia. Podrá requerir otro abogado o…

— ¡Un… abogado! —corregí.

—Bueno, como guste; no viene al caso. Usted podrá requerirlo, decía, si quiere. Obviamente mientras eso ocurre le pedirán que regrese a su domicilio y no salga de la ciudad. Pero no se preocupe, de cualquier manera si usted decide sostener su inocencia, no creo que se esfuercen en probar lo contrario. Puedo jurarle que nadie por aquí quiere ruidos con Nions. Y más concluyentes serán las cosas considerando este nuevo inconveniente.

Y al decir esto buscó algo en su celular y puso la pantalla frente a mis ojos. Lo tomé. Leí sin detenimiento parte del contenido del artículo cuyo enorme y colorido titular bastó para ponerme al tanto de las novedades, pero no sé por qué razón no terminó de sorprenderme, y se lo devolví cuando el visor se apagó. El cuerpo del extraño niño atropellado en la ruta había desaparecido inexplicablemente de la morgue.

—¿Qué significa? —pregunté con mucha más preocupación que desconcierto.

—¡No; no! — exclamó espontáneamente, leyendo sin dificultad mi reacción— Nada tuve que ver con eso.

—De modo que no ha sido usted. Y… ¿debería creerle?

—No tengo por qué mentir.

Lo miré fijamente, sin necesidad de expresar con palabras lo que ya era evidente con mis gestos. Entonces prosiguió:

—Bueno… eso no importa. Pero si usted se interesara en el tema podría saber de inmediato, solo con leer los escasos artículos al respecto, que siempre ha sido así. Cada vez que aparece uno de ellos está signado a desaparecer de la misma manera misteriosa como apareció. Y siempre los rodea la oscuridad y la muerte.

Pensé que toda aquella locura no me podía estar pasando, como si la vida no me hubiera golpeado ya lo suficiente. Pensé que de pronto iba a despertar. Aunque no estaba seguro de querer despertarme porque, después de todo, ya había comprobado que a veces la realidad es más temible que las pesadillas. Y mientras lo pensaba dije:

—Si es así ¿por qué no me creyeron cuando conté que llevaba al chico conmigo? ¿Por qué indagaron tanto y me miraron como si estuviera loco?… ¡Si hasta insinuaron la ridiculez de que era una coartada para encubrir el accidente!

—Porque tienen un deber que cumplir… y porque además tienen miedo. Usted los puso de cara a sus terrores. Y no estoy tan seguro de que no le hayan creído, pero la verdad, así es mejor para ellos y para usted también.

Esa noche no pude pegar un ojo. Y fue muy larga. Aunque las atenciones de mi anfitrión fueron realmente loables, ni la calidez de la habitación, ni lo mullido de la cama, ni la tentadora cena que apenas si probé, consiguieron relajarme y aclarar mis ideas. Y, por cierto, era tan molesto el hormigueo que asaltó mis piernas apenas me metí en la cama, que salí corriendo de ahí. Anduve dando vueltas por la casa en busca de un lugar que me resultara medianamente cómodo, pero mi desasosiego me llevaba de un ambiente a otro sin encontrar reposo. Estuve en la cocina, toqué la puerta cerrada de lo que imaginé un garaje, que por cierto nunca se abrió en el tiempo que estuve allí, y finalmente elegí la frialdad de la sala poco calefaccionada y una lata de cerveza sin refrigerar para dar vía libre al fluir de mi conciencia. Tuve tiempo de pensar hasta el hartazgo. Observé las fotografías y leí una por una las notas sobre Nions que mi anfitrión me había facilitado y que habían quedado dispersas sobre la mesa. Supe entre otras cosas, que en el pueblo había grupos de gente movilizada que pretendía la realización de exorcismos porque sostenía que eran un ejército de demonios atraídos por ciertos escandalosos actos de corrupción; incluso el nombre de un cura de Gualia aparecía señalado como líder de una pandilla de vándalos que se movía entre esa ciudad y Santa Catalina. Por supuesto abundaban los artículos en su defensa, donde todo era desmentido. Obviamente se habían hecho oír también quienes afirmaban que todo era un truco para alborotar la ignorancia del pueblo y ocultar hechos graves de gran peso político y social. La mayor parte de los artículos, sobre todo los de periódicos extranjeros, eran mucho más sutiles y hablaban solo de un misterio nefasto, siempre rodeado de muertes o accidentes de gravedad, aunque sin abordar ninguna posible explicación. Entre tanto periódico y recorte, una noticia me desconcertó: en un primer momento me llamó la atención la fecha en que había sido publicada, pero ya no recuerdo por qué. Obviamente tampoco recuerdo esa fecha. Sí tengo en claro que hablaba del desmantelamiento por parte de las autoridades de un laboratorio clandestino donde estarían creando armas biológicas de extrema peligrosidad, con víctimas fatales y toda la cosa… pero la descarté sin acabar de leerla porque no encontré relación con lo que en ese momento me interesaba. Por la misma razón descarté también varios artículos que abordaban la ola de secuestros de niños en Guaira durante los últimos años. Y por cierto lo hice muy rápido, temeroso de encontrar allí la vida… o mejor dicho la muerte que intentaba dejar atrás. Ya había sabido yo de esas noticias… no escapaban a nadie en la ciudad y a mí menos que menos. Pero pensé que no venían al caso. Supuse que se habrían mezclado accidentalmente. Por cierto, lo que sí suscitó mi interés fue el último artículo, el de la mañana anterior, en el que el diario local aseguraba que la primera observación de la persona cuyo deceso se me atribuía, arrojaba grandes dudas respecto al motivo de la muerte, ya que a simple vista solo presentaba un golpe en su hombro derecho que habría provocado una fractura de clavícula, pero que, según decía textualmente el periódico «no sería causal de muerte». Sin embargo era obvio que no se podría avanzar más en el tema porque ya no había cadáver en que realizar la autopsia, así que cualquier conclusión quedaría en un terreno incierto y escabroso… como todo alrededor de ellos.

No esperé ni siquiera al amanecer. Aún era noche cerrada cuando golpeé la puerta de la habitación del tal Gabriel cuyo apellido nunca conseguí recordar, y le dije que había cambiado de parecer. Me quedaría. Lo ayudaría en su investigación. Su leve sonrisa me dio a entender que yo había mordido el anzuelo que deliberadamente me había tendido. Pero en fin… cuando me di cuenta, ya lo tenía clavado en el fondo de mi garganta.

No obstante, me advirtió apenas le comuniqué mi decisión:

—Debe saber que abandoné todo esto cuando mi compañero de investigación, mi amigo personal, el doctor Aarón Conte Hidalgo, cuyo nombre usted habrá leído en muchas de esas notas de los periódicos, sufrió un ACV justo al regresar de una de nuestras entrevistas.

Se hizo una pausa. Lo observé. Me costaba trabajo encontrar su mirada detrás de los reflejos en sus lentes, pero todo su lenguaje corporal, sus hombros bajos encorvando sutilmente la espalda, sus dedos inquietos tamborileando sobre la mesa, me sugirieron que tomaba coraje para seguir. Lo alenté a hacerlo, preguntando con cuidado de no mostrarme temeroso o impresionado:

—Y eso no fue lo único malo ¿no es así?

—No —dijo—. Desde mucho antes de esa entrevista ambos estábamos recibiendo amenazas. Llamados telefónicos, mensajes de texto. Hasta una intimidante pintada en mi pared que decía «Non aperire portas inferi».

Repentinamente sentí miedo. Esa sensación de desprotección y peligro que todos experimentaban frente a aquellas criaturas, apareció de repente como una reacción tardía en mí mientras mi anfitrión continuaba con un relato que el temor no me dejaba oír. Pasados algunos instantes, recordé inesperadamente lo que no era consciente de haber escuchado y relacioné, en medio de una confusión absurda, la frase que había mencionado con el rostro descompuesto la mujerota aquella que se me antojaba Medusa, cuando en el hotel se persignaba como una loca mirándome como si yo fuera el mismo diablo.

—¿De qué se trata esto? —pregunté esta vez sin poder disimular mi turbación—. ¿Acaso deberé creer que el inframundo existe y que esas criaturas escaparon de allí? ¿Son fantasmas? ¿Espíritus malignos? ¿Son demonios? ¿Y esta es la forma como me convenceré de que la vida tiene algún sentido?…

—No lo sé. Tal vez le ayude descubrir que puede haber algo más allá de lo que conocemos… o que la muerte podría no ser exactamente lo que entendemos como tal.

—Y entonces es algo aún más aterrador; algo absolutamente inconcebible… ¿Qué es lo que quiere decir? No logro entenderlo. Y no sé si quiera. Justamente huyendo de la muerte y sus marcas me embarqué en este viaje. ¡Pero qué forma de escapar! Ahora hasta resulta que yo maté… Bueno, tal vez no maté después de todo… pero esa criatura estaba muerta. ¿Se mueren los fantasmas? ¿Se matan los demonios? Dígame… ¿qué debo pensar?

Ahora sí pude conectar con su mirada, porque su fuerza opacó el brillo de los cristales y se clavó en la mía como una descarga eléctrica.

—Que habrá que averiguarlo; que de eso se trata, sin dudas: de abrir las puertas del infierno. Pero no para que escapen sus demonios, sino para meternos en él. No será tan difícil. A veces el temido inframundo está mucho más cerca de lo que imaginamos. Hay infiernos, amigo mío… hay infiernos que arden aquí en la tierra... con demonios de carne y hueso… Y esos son los más peligrosos.

Atrapado en un hueco de silencio, paralizado de terror, me había sumergido en el oscuro laberinto de mi alma sin ser capaz de reconocer ningún pensamiento, cuando la gravedad de aquella voz me trajo a la realidad con la violencia de un piedrazo en la frente.

—¿Aún desea acompañarme?

—Sí —me apresuré a decir—. Ya le dije que sí.

El hospital de Santa Catalina era pequeño como el pueblo, y casi nunca había nadie. Un médico generalista que hacía las guardias durmiendo en su propia casa y que solo aparecía muy de tanto en tanto, cuando lo llamaban por alguna rara urgencia; doce camas, que en una sola ocasión durante una epidemia, estuvieron ocupadas todas, pero que por largos períodos permanecían vacías, y tres enfermeras en edad de jubilarse aunque cómodas en la tranquilidad de su quehacer, era todo con lo que contaba el sistema de salud del lugar. Detrás del hospital, cruzando un gigantesco patio de casa antigua, se erigía una especie de sala decadente donde depositaban los cuerpos de los que morían hasta llevarlos a su destino final. Era lo que todos denominaban «la morgue».

El día del accidente un movimiento inusual alteró al hospitalito. Cuando llegó la ambulancia con el cadáver del niño todos estaban en la puerta esperando, el médico de guardia, los otros dos que constituían todo el equipo local y que se reunían solo en circunstancias extraordinarias, y las enfermeras; incluso varios curiosos que de alguna manera se las habían arreglado para enterarse de las novedades en mitad de su sueño, y hasta la pareja que había dado el aviso cuando a su paso vio al muchacho muerto en la ruta. Pero fue pura efervescencia. Una vez ingresada la ambulancia se cerraron las puertas del nosocomio y los curiosos tuvieron que conformarse con esperar en el más hermético silencio, cansarse y disiparse como una nube de humo. Las enfermeras que no estaban de guardia y los cirujanos fueron los primeros en retirarse, sin decir palabra, pero demostrando con su pronta salida que nada quedaba por hacer. El único que logró ingresar y permanecer en el interior fue un hombre algo mayor, calvo, de baja estatura, con gruesas gafas circulares. Tenía gran parte de su rostro cubierto por una bufanda muy larga, que daba un par de vueltas por su cuello y trepaba hasta su nariz. Dijo que se llamaba Octavio Donoso y esgrimió una credencial que avalaba su desempeño como cronista del diario «El Jornal» de la ciudad vecina.

—No podemos ingresarlo sin un nombre —oyó que discutían acaloradamente en mesa de entrada, la empleada y uno de los paramédicos.

—¿Y qué pretendes que hagamos si no tiene documentos de ningún tipo?

—Pero es un menor…

—Y qué tiene que ver, estaba solo y sin documentos, ¿qué quieres? ¿que invente?

—¡Claro que no! Pero tienes que registrarlo de alguna manera. Ya tuvieron un caso así una vez …

—Ni me lo recuerdes. Entonces dijimos que nunca más nos acercaríamos a uno de ellos.

—¿Y qué hacemos? ¿Lo tiro de nuevo en la ruta porque tenemos miedo de tocarlo?

La mujer se veía notablemente alterada, las manos le temblaban y por momentos podía percibirse su enorme esfuerzo por sacar la voz y ocultar que estaba al borde de las lágrimas.

—Llévenlo a la ciudad. En una hora se sacan el problema de encima.

—Existe un protocolo… ¿no lo sabías?

—¡Sí, claro! —susurró con los ojos brillantes—. Seguro te importa más el protocolo que tener aquí a esa… criatura. ¿O será que no te animas a llevarla?

—¿Y tú te animarías?

—No sé… no es mi responsabilidad.

—¡Ah, pero qué compañerismo el tuyo!

— Bueno, sí… estoy muerta de miedo… ¿o qué pensabas?

—No te le acerques, deja que los médicos hagan su trabajo y mantente al margen.

Octavio Donoso se aproximó y callaron, cruzando unas miradas tan turbadas como incisivas.

—Disculpen —dijo después de presentarse, dirigiendo sus ojos al paramédico, quien seguía prendido del gesto de la mujer, que fluctuaba entre el horror y el disimulo—, me gustaría hacerle un par de preguntas. Un minutito solamente.

—¿Ya mandó el diario un periodista?¡Qué eficacia, por Dios!

— No; no —sonrió el hombre con su particular parsimonia—. Yo estaba acá, en el pueblo por asuntos personales… Somos muy eficientes, en efecto, pero no somos magos.

Pronto se inició una entrevista rutinaria y cordial que aflojó notablemente las tensiones, en la que el periodista averiguó el lugar del hallazgo, quiénes y de qué manera dieron aviso; que se trataba de un jovencito de entre once y catorce años, que había ingresado ya muerto al nosocomio, que no había ningún dato ni certero ni supuesto sobre su identidad, y que finalmente la empleada de la administración acababa de registrar su ingreso como «Nion» con pulso llamativamente tembloroso. Hasta que finalmente el reportero disparó la pregunta letal:

—¿Pudieron corroborar que se trataba de un «Niño de Ojos Negros»?

Médico y empleada cruzaron unas miradas que cortaron el aire. Se extendió un profundo silencio. Donoso carraspeó. Acomodó sus gafas en lo más alto del fino puente de su nariz, por el que solían resbalarse, y volvió a disparar:

—Ya habían recibido otro de ellos en una ocasión ¿verdad?, en circunstancias parecidas.

—Fue hace años.Yo no trabajaba aquí entonces —se apresuró a decir el médico esquivando así la pregunta y desviando hacia la mujer todo el peso de la tensión.

—¿Y usted?

—Sí —respondió pálida como un espectro—. Yo lo ingresé. Pero seguramente ya sabe que aquella vez no fue un accidente automovilístico. Fue aquí en el pueblo… alguien le disparó.

—¿Y murió acá?

— Así es. Apenas duró un par de horas. Usted puede hablar con las enfermeras… Yo no recuerdo quién estaba ese día, pero cualquiera de ellas estaba ya empleada aquí…

—Sí, gracias —respondió el periodista sin aliviar el peso a la mujer, que intentaba huir por la tangente—. Luego hablaré con ellas. Pero dígame: ¿Cuál era el estado de aquel paciente al momento del ingreso?

—No recuerdo el diagnóstico preciso. Debería preguntarle a las …

—Sí, pero no se preocupe, no le pregunto cuestiones técnicas… solo si el herido estuvo consciente, si pudo informar algo que pueda usted haber registrado sobre él.

—No señor; nada. Estaba inconsciente. Ya estaba más muerto que vivo. Había que intervenirlo y esperábamos que se presentara alguien que se hiciera cargo de él y firmara la autorización. Pero nunca nadie vino.

—¿Y no lo intervinieron?

—¡Señor! —se defendió la recepcionista, blanca como un papel—. Era una cuestión humanitaria.

—No se preocupe. No estoy aquí para juzgar el trabajo del hospital.

—Pero usted comprende que…

—De todas formas no se preocupe. Ya sé que cuando por fin llegó el cirujano desde la ciudad el muchacho estaba muerto. —La mujer lo miró con sorpresa sin poder discernir si debía sentirse aliviada o preocuparse todavía más.

—Tocaba hacerle la autopsia… Pero usted ya lo sabrá: antes de eso el cadáver desapareció. Y después vino lo peor: uno de los médicos que lo había atendido falleció al día siguiente, y esa noche la enfermera de guardia tuvo una especie de brote psicótico, o algo así. Se la llevaron de acá entre cuatro, como una alienada. Y de hecho jamás regresó. Supe que estuvo largo tiempo en un psiquiátrico y después no tuve más noticias.

—¿Y a este que ingresaron hoy?¿Le harán autopsia? Por lo que escuché pretenden enviarlo a Gualia.

—¡Señor! Haremos el procedimiento que indique el protocolo. ¡Por favor hable con la policía. Yo no puedo darle más información.

—Entiendo; gracias —dijo el hombre. Y ante la mirada atónita de la recepcionista se internó por el corto pasillo hacia la zona restringida donde las autoridades comenzaban su investigación.

CAPÍTULO II

LA IRA DE DIOS

La casa había permanecido cerrada durante meses. Cuando intentaron abrir las persianas, estas se resistieron; sus tablas pegadas entre sí, parecieron agarrarse de las descascaradas paredes y finalmente claudicaron a la presión, con un quejido bronco y una herida sangrante de luz. Un fino manto de polvo opacaba los objetos, pero en cambio, cobraron brillo las trampas que las arañas habían labrado por todos los rincones. Fue como un instante de magia; el momento en que el mago retira el lienzo y aparece lo inesperado. Pero acabó demasiado pronto. Junto con la luz, ingresaron la realidad y los recuerdos.

—¡Bienvenidos, vecinos! No se imagina cómo lamentamos su pérdida… La verdad, esperamos mucho que regresara la familia completa. Rezamos mucho por ustedes.

—Gracias. Nosotros lo sabemos —respondió el hombre deteniéndose junto la puerta de entrada, cuando iba de regreso a su vehículo para alcanzar a la esposa, que amontonaba en la vereda las maletas.

—¿Cuánto ha pasado ya desde que se fueron?

—Más de año y medio.

Hubo un momento tenso; las palabras, de un lado o del otro, llegaban a los labios pero no se atrevían a salir. Nadie quería remover el dolor, aunque, no obstante, era una presencia con peso propio. Nadie quería rozar las llagas apenas cicatrizadas temiendo que se abrieran. Finalmente fue el perro quien cortó el dramatismo, cuando se lanzó de la camioneta estacionada frente a la casa y entró como un ventarrón de primavera, barriendo con el movimiento de su cola la sombra y la nostalgia. Con una fresca alegría tan clara como su pelaje, el enorme labrador cruzó casi atropellando a las personas en la entrada, y arrancándoles la risa.

—¡Argos! ¡Hey! ¡¡Nos vas a voltear!!

—Buenos días, Clara. Bienvenidos.

—Gracias.

Desde la muerte de su único hijo, e incluso desde antes, desde la tarde misma del secuestro que lo arrancó del hogar, aquella señora no sabía sonreír. Su sonrisa era una mueca, el rictus de una máscara de cera que comenzaba a derretirse. Pero esta vez el perro logró dibujarle una sonrisa auténtica, y por un instante, todo pareció un buen augurio. A veces, por cierto, el destino se expresa de formas muy extrañas.

—¡Qué bien que estén aquí! La verdad, todos pensamos que no regresarían.

—Sí… también nosotros. Hace muy poco resolvimos volver.

—Es tan difícil aceptar lo que pasó… Es algo inconcebible para este pueblo. Todavía nadie puede creerlo, nadie…

—Fue por el trabajo de Helmer. Él está constantemente en contacto con mucha gente, inclusive de otras partes del mundo, y en esos días había estado trabajando en algo nuevo que… Sin duda pensaron que había obtenido mucho dinero. Las cosas se nos fueron de las manos…

—Bueno… La verdad los extrañamos muchísimo, así que me alegro que estén de vuelta. Se ve que el perrito también extrañaba su casa.

—Es cierto. En el departamentito donde vivíamos no había lugar para el pobre Argos.