Prueba de resistencia - Bladimir Ramírez - E-Book

Prueba de resistencia E-Book

Bladimir Ramírez

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Beschreibung

«La apuesta de un joven narrador por integrarse a la narrativa breve es, en el panorama mexicano actual, una peripecia notable. Cuando, además, lo hace con la seriedad, el entusiasmo y la destreza de Bladimir Ramírez, podríamos hablar aun de un motivo para celebrar. Prueba de resistencia, su primer libro de cuentos, es muestra de esta aseveración. Cuentos tensos, sin concesiones, que calan en los rincones oscuros del espíritu humano y se ocupan de reflejar aquellas heridas abiertas que nuestra sociedad sostiene con ciertas poblaciones vulnerables. La exploración de la sexualidad —particularmente, las primeras relaciones homosexuales—, así como las vicisitudes que se viven en las comunidades del Jalisco semirural, forman el gran paisaje argumental de estos once cuentos, en donde es fácil encontrar el eco de autores como Pedro Lemebel y Reinaldo Arenas. No obstante, junto a estos temas de gran relevancia en la actualidad, late también la tradición narrativa del sur de Jalisco, zona cuentística por excelencia, a la que Bladimir se asoma dignamente como un nuevo integrante. Quien se interne en estos cuentos no puede salir indemne. Por un lado, se enfrentará a la realidad de un México lleno de discriminación, de infancias lastimadas por una integración violenta en la realidad cotidiana de nuestro país. Pero también, y esto es un logro, se encontrará con un humor luminoso, que arrojará su luz sobre cada una de las heridas que el libro, en sus afiladas constelaciones, logra infligir en los lectores». Hiram Ruvalcaba

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Solos, siempre acabábamos callados, aburridos, esquivándonos la mirada. Me desnudé y me lancé sobre él, a jugar en el agua como dos chiquillos.

Óscar Esquivias

A usted sí se lo voy a decir, porque sé que si se lo cuento a usted no se me va a reír en la cara ni me va a regañar. Pero a mi madre no. A mamá no le diré nada, porque de hacerlo no dejaría de pelearme y de regañarme.

Reinaldo Arenas

Sí, en una hora sale mi vuelo, le contesté ahogado por una lluvia interna. Pero ni siquiera nos hicimos cariño, murmuró con fracaso. ¿Le parece poco?, para otra vez será, le respondí acariciando su pelo, donde anidaba el recuerdo amarillo de una mariposa triste.

Pedro Lemebel

Ropa sucia

Para Regi

Diego va a dormir en mi casa. Mañana iremos al club desde temprano. Mi mamá cambió las sábanas, me puso a limpiar mi cuarto, a sacudir los muebles. Hay que atender bien a las visitas, dice.

Hoy pasamos todo el día juntos. Primero vamos al cine. Mis papás entran a una sala, mis hermanos a otra y Diego y yo escogemos una película juntos. Solos, en la oscuridad de la sala del cine, siento que Diego y yo somos dos estrellas estáticas a punto de explotar. Toco su mano por accidente cuando agarro palomitas.

—¿Me das de tu refresco? —En silencio, con una voz de velorio y un tono de complicidad, Diego me pide que comparta mi bebida con él. Pone sus labios en el popote y bebe el refresco de manzana que sube, frío y burbujeante, hasta su boca. La película no es lo más importante en esta sala de cine.

—¿Les gustó? —La voz de mi mamá no esconde dobles intenciones.

—Sí, aunque el final no tanto —dice Diego para acabar con esa conversación.

—Bueno, nos vamos a ir a las siete, pueden hacer lo que quieran hasta entonces.

—Nos vemos en el estacionamiento, má. —Busco la mirada de Diego, sonreímos, nos vamos. Nos gusta platicar con la boca cerrada, nos gusta estar solos.

—¿Qué quieres hacer?

—Lo que tú quieras, falta mucho para las siete.

Tengo la decisión en mis manos pero no hay nada que quiera hacer, así que caminamos de un lado a otro. Sin rumbo. Usamos las escaleras eléctricas, el ascensor. Hablamos. Compramos una nieve, nos sentamos en una banca, comemos la nieve en silencio. Encontramos a Sofía, mi prima.

—Hola, Diego, tenía mucho sin verte. —Su voz es la mezcla exacta de un claxon y el ladrido de perros chihuahueños. Cuando él está cerca se esfuerza por parecer educada, aunque parece tonta.

—Qué onda, Sofi —responde porque es educado, aunque sabe que no soporto a mi prima.

—¿Y tú qué? ¿No me vas a saludar? —No quiero saludarla ni quiero que me salude, pero lo hago de todas formas.

—Voy al baño, ¿me acompañas?

—Sí, también tengo ganas. —No sé si él tiene ganas o no, pero el baño de hombres es una fortaleza libre de Sofías.

—Nos vemos mañana, Diego; sí vas a ir al club, ¿no? El tono de su pregunta es un puñetazo en la cara: sabe muy bien que sí. Asentimos los dos con la mirada y nos vamos al baño.

Estaremos solos hasta que amanezca o hasta que venga mi mamá a despertarnos, lo que pase primero. Diego y yo nos conocemos desde segundo de primaria. Él es mucho más alto que yo; de hecho, se ve chistoso en mi cama, porque para mí ese colchón es demasiado grande y él apenas cabe, parece una palmera descansando sobre la arena. Estamos en silencio, aunque ninguno duerme.

—No te molesta que duerma en calzones, ¿verdad?

Yo le digo que no, que si quiere puede prender el ventilador o abrir una ventana. Su ropa interior es blanca, parece suave. Veo su cuerpo recorrer la habitación: su calzón es una fantasma triangular que ilumina un poco la noche. Lo veo sin mirarlo demasiado, de reojo.

—¿Tú no tienes calor?

—Sí —respondo—, pero yo siempre duermo en bóxer, aunque haga frío. —Esto es mentira. Él no debe saber que si estoy semidesnudo es por su visita, para que se sienta cómodo. Fingimos un bostezo casi al mismo tiempo. Ninguno de los dos quiere dormir. Tampoco sabemos cómo continuar la conversación sin hacer mucho ruido.

Los tenis de Diego están el pasillo que separa nuestras camas. Aprovecho la calma y el silencio de la noche para cerrar los ojos y concentrarme en el olor de sus zapatos. Respiro profundamente, en silencio. Mis fosas nasales son dos aspiradoras que buscan a Diego. Un sudor dulce escala hasta mi nariz, huele como a fresas maduras. Es un aroma de muchos pasos. He disfrutado su aroma muchas veces. Siento un escalofrío cuando recuerdo que no estoy solo, que el olor no es un recuerdo, que Diego está ahí, al alcance de mi nariz y de mis manos.

Permanezco en silencio toda la noche. Con los ojos abiertos, vigilando cualquier cosa fuera de lo normal. Pero nada. Sueño despierto, cuando quiero despejar la mente miro al techo. El techo de mi cuarto es blanco como los calzones de Diego. Tan cerca y tan lejos. Está ahí, como está en la escuela, en todas las fotos. Su sueño es calmado, como quien no oculta nada. Apenas ronca, duerme en esta casa como si fuera suya, sabe que todo en esta habitación le pertenece.

Yo giro de un lado a otro, sin poder dormir, con los ojos cerrados y la mente abierta. Pienso en mañana, en los amigos de mi papá, en mis tías, en mis primos y en Sofía. En los trajes de baño, en la parrillada. Todo parece bueno menos Sofía y su voz chillona, sus ganas de llamar la atención, lo hipócrita que es, lo ridícula que se ve maquillada cuando está a punto de meterse a la alberca. Paso la noche pensando en las formas de evitarla, de no estar ni un solo minuto con ella. A mi lado, el cuerpo casi desnudo de Diego, cubierto por la sábana, descansa sin ninguna preocupación.

Mi mamá es un despertador infalible. Entra a las siete de la mañana, abriendo puertas y ventanas.

—Den gracias a Dios por un nuevo día. Persígnense. —Siempre ha tratado a Diego como si fuera parte de la familia; su mamá hace lo mismo cuando yo duermo en su casa—. Métanse a bañar para irnos al club —dice. Y pone mis cambios de ropa sobre la cama. Mi traje de baño naranja y un pantalón. Diego saca ropa de su mochila, él se baña primero. Se quita los calzones ahí mismo, en el cuarto, con la toalla puesta. Pone la ropa interior blanca con el resto de la ropa sucia.

Mientras Diego está en el baño, veo su presencia en todas partes. Su ropa en mi ropa, su saliva en mi almohada. Estoy solo, aunque la atmosfera que me rodea es artificial, invasora, dominante. Aprovecho la soledad para buscar entre su ropa sucia. Comienzo por los calcetines. El aroma coincide con el de sus zapatos, pero al tener el calcetín tan cerca de los poros percibo cada detalle. Me concentro en el olor. Podría hacer una bitácora del aroma y de cómo la tela se va transformando poco a poco hasta tener identidad, cómo ese calcetín deja de ser un calcetín y se convierte en el calcetín de Diego. Hago lo mismo con su camisa, que huele a sudor, a axila con desodorante en aerosol y a crema. Cada prenda tiene un perfume especial, corresponde a una parte de él que a través del olfato hago mía. Toco su cuerpo, lo recorro con la nariz, aunque él esté bajo el agua caliente de la regadera. Arropo mi nariz con sus calzones blancos. Vuelvo a inhalar con desesperación. Un aire especial llena mis pulmones y mueve la sangre por todo mi cuerpo. Memorizo la fragancia para no confundirla nunca.

Entro a la regadera, que sigue húmeda. El piso está mojado, tiene espuma, huele a champú, a jabón y a Diego. Pero su aroma, entre las nubes que empañan los azulejos, está desdibujado por el agua y el jabón. Al abrir la llave, pienso en el agua que nos une. El agua que lo tocó a él y el agua que me toca a mí, formando una sola agua espumosa llena de jabón y mugre. Un agua que nadie puede ver ni separar dentro de la cañería.

En el desayuno, mis papás y mis hermanos comen en silencio. Mi papá le pide a Diego que haga la oración para bendecir los alimentos.

—Te lo pedimos, señor.

Comemos poco porque mi papá dice que la carne asada en el club empezará temprano y quiere que comamos bien. Dice que su amigo Leopoldo compró una carne exquisita y que aquello será un festín, un verdadero homenaje para la carne.

—A ti sí te gusta la carne, ¿verdad, Diego? —le pregunta mi papá antes de abandonar la mesa, seguro de que Diego, por educación, va a sonreír y decir que sí, que todo esto le parece la mejor forma de pasar el resto del día.

Nos vamos al club. Antes de prender la camioneta, mi papá nos pregunta si ya nos persignamos. El viaje es corto, Diego está a mi lado en la última fila de asientos. Llegamos. Él trae una playera azul, su traje de baño negro y un baloncito de futbol americano. Yo, un traje de baño naranja y una playera roja sin mangas.

Caminábamos juntos, despreocupados, rumbo a la terraza, cuando Diego vio la alberca y, sin pensarlo, me aventó. A él le gusta nadar y demostrarme que es un gran nadador, que si quisiera podría ser un nadador olímpico o un modelo de trajes de baño o un delfín atrapado en el cuerpo de un muchacho.

Yo finjo enojo e indignación.

—El agua está muy fría. —Digo esto como un reclamo, mientras estoy en la orilla de la alberca, temblando, porque son las diez de la mañana y hace frío. Él sale del agua decidido a empujarme a la alberca. Finjo resistencia. Nuestros cuerpos mojados de nuevo se unen a través del agua. Las gotas que escurren de su cabello, como la lluvia entre las ramas de los árboles, riegan mi cara. Finjo que estoy enojado por la forma en la que me aventó al agua.

—No te quejes, Pablito.

Y se sumerge antes de que pueda seguir fingiendo protestas. Nadamos. Una vuelta, dos vueltas. Él vuelve a ganar en las carreritas, lleva años ganando y lo celebra como si fuera la primera vez. Después empieza a lanzar el balón, a demostrar que es el peor quarterback del mundo y, tal vez, el más hermoso. Soy tan malo lanzando el balón como nadando. Pongo mi camisa roja a la orilla de la alberca, él encima su camisa azul. No reconoce las fronteras, no respeta el espacio personal de la tela. Desaparece por completo mi camisa. Como si él fuera un país imperialista comenzando un proceso de colonización y yo una pequeña isla del Caribe, indefensa, sin idea de lo que significa la guerra. Diego es así: abrumador.

Juego con el balón, lo tengo en mi control hasta que Diego recuerda que es suyo. Decide quitármelo. Pero no lo suelto, ni pensarlo. Él me rodea, se ancla a mí, está dispuesto a recuperar el balón y no regresarlo nunca más. El cuerpo de Diego es una piedra pesada capaz de hundirme al fondo de la alberca sin esforzarse mucho. Me lo quita con facilidad porque usa todo su cuerpo.

—Ven, quítamelo si puedes, Pablito.

Acentúa el diminutivo de mi nombre para recordarme que es veinte centímetros y doce kilos más grande que yo. Hago lo que puedo, uso la poca fuerza de mis brazos y mis piernas. Agoto mis recursos de isla en crisis y no logro quitarle el balón. Hasta que empiezo a hacerle cosquillas muy cerca del ombligo suelta el balón, me lanzo sobre él. Vuelve la pelea. David contra Goliat, sin la resortera ni la piedra ni la caída ni la lección del catecismo. Somos el agua de toda esta alberca, hasta que llega Sofía y se sienta en un camastro cerca de nosotros. Sofía es la nube negra que antecede a un huracán.

—Diego, ¿me ayudas a ponerme bloqueador? —Finge tanto la voz que parece necesitada, como si el bloqueador fuera un tanque de oxígeno o un trasplante de riñón. Él está callado, sin decir nada.

—No te vendría mal asolearte, Gasparina. —Mi única opción es desesperarla, quitarle la máscara y mostrarle a Diego la verdadera Sofía, la que tiene la voz llena de piedras calientes.

—No estoy hablando contigo, Pablo. —Diego no dice ni sí ni no, y su silencio es una bomba de tiempo.

—Perdón, Sofi, apenas voy a dar unas vueltas. —Él no lo sabe, pero Sofía acaba de perder una batalla. Ella es, de pronto, un tiburón sin dientes que le tiene miedo al mar, su voz se diluye en la luz del mediodía.

—Bueno… Como sea es muy temprano para mojarme el cabello. —Su justificación le arde en la boca, sabe que miente. Derrotada, se levanta del camastro y se va.

Tengo el balón en las manos, de nuevo, la mañana es mía. Diego vuelve al ataque, esta vez con más fuerza, con menos distancia. Algo crece en Diego, en mí y en la alberca. Son la once de la mañana de un día nublado de mayo, no hay nadie nadando ni remojando los pies. Sofía no vendrá por un rato. La alberca es semiolímpica; sin gente, se siente aún más grande. Pero no importa, porque él y yo ocupamos prácticamente el mismo espacio.