RECONOCIMIENTOS
El autor desea expresar su agradecimiento a los
siguientes autores y entidades, por el permiso que le concedieron
de reeditar –por entero o en parte– artículos aparecidos en esta
colección:
American Journal of Psychoterapy, por
«Paradoxical Intention: A Logotherapeutic Tecnique», en
American Journal of Psychotherapy, 4, 3 julio (1960)
520-535.
The Christian Century Foundation, por «The
Will to Meaning», The Christian Century Foundation, Copyright ©
1964. Reimpreso aquí de The Christian Century, 7, 22 abril
(1964) 515-517, como una sección de «Los fundamentos filosóficos de
la logoterapia».
Dr. James C. Crumbaugh y Dr. Leonard T.
Maholick, por su artículo «An Experimental Study in Existentialism:
The Psychometric Approach to Frankl’s Concept of Noögenic
Neurosis».
Dr. Joseph Fabry y esposa, por su traducción
de «Psychotherapy, Art, and Religion».
Dr. Hans O. Gerz, por su artículo «The
Treatment of the Phobic and the Obsessive-compulsive Patient Using
Paradoxical Intention sec. Viktor E. Frankl».
Group Psychotherapy, J. L. Moreno, Doctor en
medicina, editor y publicista de Beacon House, Inc., por «Group
Psychotherapeutic Experience in a Concentration Camp», en Group
Psychotherapy, 7, 1 (1954) 81-90.
International Journal of Neuropsychiatry, por
«The Treatment of the Phobic and the Obsessive-compulsive Patien
Using Paradoxi-cal Intention sec. Viktor F. Frankl, en Journal
of Neuropsychiatry, 3, 6 (julio-agosto 1962) 375-387.
The Jewish Echo, por «In Memoriam», en The
Jewish Echo, vol. 5, n°6, 11.
Journal of Clinical Psychology, por «An
Experimental Study in Existentialism: The Pyschometric Approach to
Frankl’s Concept of Noögenic Neurosis», en Journal of Clinical
Psychology, 20 (2 abril 1964) 200-207.
Journal of Existentialism, Libra Publisher,
Inc., por «Beyond Self-Actualization and Self-Expression», en
Journal of Existential Psychiatry, 1, 1 (primavera 1961)
5-16, aquí reimpreso en una versión revisada como «Dinámica y
valores»; «Existential Dynamics and Neurotic Es-capism», en
Journal of Existential Psychiatry, 4 (1963) 27-42.
Journal of Individual Psychology, por «The
Spiritual Dimension in Existential Analysis and Logotherapy», en
Journal of Individual Psy-chology, 15 (1959) 157-165,
reimpreso aquí en una versión corregida y abreviada como «Análisis
existencial y ontología dimensional».
Journal of Religion and Health, por
«Psychiatry and Man’s Quest for Meaning», en Journal of
Religion and Health, 1, 2 (enero 1962) 93-103.
Motive Magazine, por «Existential Escapism»,
en Motive Magazine, (enero-febrero 1964), reimpreso aquí
en forma abreviada como «La logoterapia y el desafío del
sufrimiento».
Padre Adrian L. VanKaam, por «The
Philosophical Foundations of Logotherapy» y «Logotherapy and
Existence»
Review of Existential Psychology and
Psychiatry, por «Logotherapy and the Challenge of Suffering», en
Review of Existential Psycholo-gy and Psychiatry, 1 (1961) 3-7,
reimpreso aquí en forma abreviada como «Logoterapia y
existencia».
Universitas, Dr. H. W. Bähr, editor,
Wissenschaftliche Verlagsge-sellschaft M. B. H., Stuttgart, English
Language Edition, por «Collec-tive Neuroses, of the Present Day»,
en Universitas, 4, 3 (1961) 301-315; «Existential Dynamics
and Neurotic Escapism», en Universitas, 5, 3 (1962)
273-286.
I
LOS FUNDAMENTOS FILOSÓFICOS
DE LA LOGOTERAPIA[1]
Según la afirmación hecha por Gordon W.
Allport, la logoterapia es una de las escuelas americanas a las que
se aplica la etiqueta de «psiquiatría existencial». Tal como Aaron
J. Ungersma ha señalado en su libro The search for meaning: A
new approach in psycho therapy and pastoral psychology [La
búsqueda del sentido: un nuevo enfoque en psicoterapia y psicología
pastoral], la logoterapia es actualmente la única escuela en el
amplio campo de la psiquiatría existencial que ha conseguido
desarrollar lo que puede justificadamente considerarse una técnica
psicoterapéutica. Donald F. Tweedie, Jr., en su volumen
Lo-gotherapy and the Christian Faith [Logoterapia y fe
cristiana], observa que este hecho despertará el interés del
americano típico, cuya perspectiva es tradicionalmente
pragmática.
Comoquiera que sea, la logoterapia excede y va
más allá del análisis existencial, o el ontoanálisis, en la medida
en que es esencialmente más que un análisis de la existencia, o del
ser, e implica más que un simple análisis de su sujeto. A la
logoterapia concierne no sólo el ser, sino también el sentido –no
sólo el ontos sino también el logos–, y este
rasgo justifica adecuadamente la orientación activista y
terapéutica de la logoterapia. En otras palabras, la logoterapia no
es sólo análisis, es también terapia.
Como pasa con todo tipo de terapia, hay una
teoría que subyace en su práctica; una theoria, es decir,
una visión, una Weltanschauung. A diferencia de otras
muchas terapias, no obstante, la logoterapia se basa en una
filosofía explícita de la vida. Más específicamente, se basa en
tres supuestos fundamentales que constituyen una cadena de
eslabones interconectados:
1. La libertad de la voluntad;
2. La voluntad de sentido;
3. El sentido de la vida.
La libertad de la voluntad
La libertad de la voluntad del hombre
pertenece a los datos inmediatos de su experiencia. Estos datos
ceden la palabra a ese planteamiento empírico que, desde la época
de Husserl, se denomina fenomenológico[2]. En la actualidad sólo
dos clases de personas sostienen que su voluntad no es libre: los
pacientes que sufren del engaño de creer que su voluntad está
manipulada y sus pensamientos controlados por otros y, junto a
éstos, los filósofos deterministas. A decir verdad, estos últimos
admiten que tenemos experiencia de nuestra voluntad como si fuera
libre, pero esto, dicen, no es más que un autoengaño. Por ello, el
único punto de desacuerdo entre su convicción y la mía se refiere a
la cuestión de si nuestra experiencia nos lleva, o no, a la
verdad.
¿Quién ha de ser juez en este asunto? Para
responder a esta pregunta, tomemos como punto de partida el hecho
de que no sólo las personas anormales, como los esquizofrénicos,
sino hasta las normales pueden, en determinadas circunstancias,
tener experiencia de su voluntad como de algo no libre. Pueden
hacerlo si hacemos que tomen una pequeña dosis de dietilamida del
ácido lisérgico (LSD). Pronto empezarán a padecer una psicosis
artificial en la que, según los informes de investigación
publicados, se sienten a sí mismos como autómatas. En otras
palabras, experimentan la «verdad» del determinismo. Sin embargo,
es momento de preguntarnos si es o no probable que el hombre acceda
a la verdad sólo después de envenenarse el cerebro. Realmente, un
extraño concepto de aletheia: ¡que la verdad sólo se
revele y descubra a través de una falsa ilusión, que el
logos sólo pueda ser mediado a través de lo
patológico!
Huelga decir que la libertad de un ser finito
como el hombre es una libertad con límites. El hombre no está libre
de condicionantes, sean biológicos, psicológicos o de naturaleza
sociológica. Pero el hombre es y sigue siendo libre de tomar
posiciones con respecto a estos condicionantes; siempre conserva la
libertad de decidir su actitud para con ellos. El hombre es libre
de elevarse por encima del nivel de los determinantes somáticos y
psíquicos de su existencia. Por esto mismo se abre a una nueva
dimensión. El hombre entra en la dimensión de lo noético, en
contraposición a lo somático y lo psíquico. Se vuelve capaz de
adoptar una actitud no sólo con relación al mundo, sino también en
relación consigo mismo. El hombre es un ser capaz de reflexionar
sobre sí mismo y hasta de rechazarse. Puede ser su propio juez, el
juez de sus propios actos. En suma, los fenómenos específicamente
humanos vinculados entre sí –la conciencia y la autoconciencia– no
serían comprensibles a menos que entendamos al hombre como un ser
capaz de distanciarse de sí mismo, abandonando el «plano» de lo
biológico y lo psicológico para pasar al «espacio» de lo noológico.
Esta dimensión específicamente humana, que he denominado
noológica[3], no es accesible al puro
animal. Un perro, por ejemplo, tras haber mojado la alfombra, puede
ocultarse a hurtadillas bajo el sofá, pero esto no sería todavía un
signo de mala conciencia; es un cierto tipo de angustia de
expectación, esto es, temerosa anticipación del castigo.
La capacidad específicamente humana de
autodistanciamiento se moviliza y aprovecha con fines terapéuticos
en una técnica especial de logoterapia llamada intención
paradójica. El siguiente caso puede ser una ilustración clara y
concisa de esa intención paradójica:
El
paciente era un contable que había sido tratado por diversos
doctores y en clínicas diversas sin ningún tipo de éxito
terapéutico. Cuando vino a mi clínica, se encontraba sumido en la
más extrema desesperación, admitiendo que estaba a punto de
suicidarse. Hacía años que sufría de dolores al intentar escribir,
y últimamente habían llegado a tal gravedad que corría el peligro
de perder su empleo. Por consiguiente, sólo una terapia inmediata a
corto plazo podía aliviar su situación. Al empezar el tratamiento,
mi socio recomendó al paciente que hiciera justamente lo contrario
de lo que habitualmente solía hacer; a saber, en vez de intentar
escribir de forma tan clara y legible como le fuera posible, que
escribiera con los peores garabatos posibles. Se le advirtió que se
dijera a sí mismo: «¡Ahora demostraré a los demás qué escritorzuelo
tan bueno que soy!» Y en el mismo momento en que deliberadamente
intentó garabatear, le fue imposible hacerlo. «Intentaba hacer
garabatos, pero simplemente no podía», explicó al día siguiente. En
cuarenta y ocho horas se liberó así el paciente de sus dolores al
escribir, permaneciendo curado durante el período de observación
que siguió al tratamiento. Es ahora un hombre feliz absolutamente
capaz de trabajar.
Es propio de esta técnica un buen sentido del
humor. Y la cosa puede entenderse, puesto que sabemos que el humor
es una manera extraordinaria de poner distancia entre nosotros y
alguna otra cosa. Podríamos también decir que el humor ayuda al
hombre a elevarse por encima de su desgracia al darle la
oportunidad de verse a sí mismo de un modo más imparcial. De manera
que también el humor debería situarse en la dimensión noética. En
definitiva, ningún animal es capaz de reírse, y mucho menos de sí
mismo.
El mecanismo básico subyacente en la técnica
de la intención paradójica puede óptimamente ilustrarse con un
chiste que alguien me contó hace algunos años: Un muchacho que
llegó tarde a la escuela se excusó ante el maestro argumentando que
las calles heladas resbalaban tanto que cada vez que intentaba dar
un paso hacia delante resbalaba dos pasos hacia atrás. A lo que el
maestro replicó: «Ahora sí que te pillo con una mentira. Si esto
fuera verdad, ¿cómo pudiste llegar a la escuela? Y el muchacho
respondió tranquilamente: «¡Al final di la vuelta y me fui para
casa!»
Estoy convencido de que la intención
paradójica no es en modo alguno un procedimiento que simplemente se
mueve por la superficie de una neurosis; más bien capacita al
paciente a llevar a cabo a un nivel más profundo un cambio radical
de actitud, y ciertamente un cambio saludable. Sin embargo, ha
habido intentos de explicar los innegables efectos terapéuticos
obtenidos mediante esta técnica logoterapéutica con principios
psicodinámicos[4]. Uno de los médicos de mi
equipo en el Hospital Policlínico de Viena, un freudiano sumamente
experto, presentó a la Sociedad Psicoanalítica de Viena, la más
antigua del mundo, un trabajo sobre la intención paradójica con el
que explicaba sus éxitos exclusivamente en términos psicodinámicos.
Mientras preparaba su trabajo, sucedió que recibió en consulta a
una paciente que padecía una agorafobia aguda y probó con ella la
intención paradójica. Pero, para desgracia suya, después de sólo
una sesión, aquella paciente se curó de todos sus males y al médico
le resultó sumamente difícil hacerla volver para seguir con más
sesiones a fin de descubrir la psicodinámica subyacente en la
cura.
La voluntad de sentido
Volvamos ahora al segundo supuesto básico: la
voluntad de sentido. Por razones didácticas, la voluntad de sentido
se ha contrapuesto, por la vía de una excesiva simplificación
heurística, tanto al principio de placer, de tan frecuente uso en
las teorías psicoanalíticas de la motivación, como a la voluntad de
poder, el concepto que desempeña un papel decisivo en la psicología
adleriana. No me canso de sostener que la voluntad de placer es
realmente un principio contraproducente, en la medida en que,
cuanto más se esfuerza de verdad por conseguir placer menos lo
consigue. Esto se debe al hecho fundamental de que el placer es un
subproducto, o un efecto secundario, del esfuerzo realizado, pero
que se destruye y vacía en la medida en que se convierte en una
meta o en un objetivo. Cuanto más busca uno el placer por la vía de
la intención directa tanto más fracasa en el intento. Y éste, me
atrevo a decir es un mecanismo etiológicamente contenido en la
mayoría de casos de neurosis sexual. En consonancia, una técnica
logoterapéutica basada en esta teoría de la cualidad
autofrustratoria de la intención paradójica arroja notables éxitos
a corto plazo, y esta técnica la han usado de un modo efectivo
incluso terapeutas de orientación psicodi-námica de mi propio
equipo de trabajo. Uno de ellos, a quien asigné la responsabilidad
del tratamiento de todos los pacientes sexualmente neuróticos, ha
usado esta técnica de un modo exclusivo, en términos de un
procedimiento a corto plazo, que ha resultado el único indicado en
el marco establecido.
En definitiva, sucede que tanto la voluntad de
placer como la voluntad de poder son derivados de la voluntad
original de sentido. El placer, como hemos dicho antes, es un
efecto de la realización de sentido; el poder es un medio para un
fin. Una cierta cantidad de poder, como el poder económico o
financiero, es por lo general un requisito del cumplimiento del
sentido. Así podríamos decir que, mientras que la voluntad de
placer confunde el efecto con el fin, la voluntad de poder confunde
el medio para un fin con el fin en sí mismo.
Sin embargo, no tenemos en verdad razón de
hablar de una voluntad de placer o de poder en relación
con escuelas de pensamiento de orientación psicodinámica; dan éstas
por supuesto que el hombre busca las metas de su conducta de forma
involuntaria e inconsciente y que sus motivaciones conscientes no
son sus motivaciones reales. Erich Fromm, por ejemplo, sólo
recientemente hablaba de «fuerzas de motivación que mueven al
hombre a actuar de un modo determinado, impulsos que le obligan a
esforzarse en determinadas direcciones»[5]. Por mi parte, en cambio,
no concibo que el hombre se vea realmente obligado a esforzarse; yo
diría o que se esfuerza o que es forzado. Tertium non
datur. Ignorar esta diferencia o, más bien, sacrificar uno de
los fenómenos al otro, es un procedimiento indigno de un
científico. Actuar así es dejar que la adhesión a las hipótesis nos
impida ver los hechos. Una distorsión de este tipo hace suponer que
al hombre «le animan» sus instintos. Al citar aquí a Sigmund Freud,
en beneficio de la justicia añadiremos otra afirmación del mismo
Freud, no tan conocida. En una reseña a un libro que escribió para
el «Wiener Medizinische Wochen schrift» [Semanario médico vienés],
en 1889, dice: «Reverenciar la grandeza de un genio es ciertamente
una gran cosa. Pero deberíamos reverenciar más los hechos.»
Freud y, en consecuencia, sus epígonos nos han
enseñado siempre a ver algo más allá, o por debajo, de las
voliciones humanas: las motivaciones inconscientes, la dinámica
subyacente. Freud nunca interpretó un fenómeno humano según su
valor nominal; o, adoptando la formulación usada por Gordon W.
Allport, «Freud era un especialista en precisamente aquellos
motivos que no pueden ser tomados en su valor nominal»[6]. ¿Quiere esto decir, sin
embargo, que no hay en principio motivos que puedan ser tomados en
su valor manifiesto? Un supuesto de este tipo es comparable a la
actitud de aquel que, al serle mostrada una cigüeña, dijo: «¡Pero
si yo creía que la cigüeña no existía!» ¿Acaso el hecho de que la
cigüeña haya sido empleada para ocultar a los niños los hechos de
la vida niega de algún modo la realidad del ave?
El principio de realidad es, según las propias
palabras de Freud, una simple extensión del principio de placer; un
principio que sirve al propósito del principio de placer. Podría
justamente decirse también que el principio de placer en sí mismo
es una simple extensión que actúa al servicio de un concepto más
amplio llamado principio homeostático, facilitando sus
objetivos. En última instancia, el concepto psicodinámico de hombre
considera a éste un ser básicamente ocupado en mantener o restaurar
su equilibrio interno, que, a este fin, procura complacer sus
impulsos y satisfacer sus instintos. Incluso en la perspectiva con
que se contempla al hombre en la psicología de Jung, la motivación
humana se interpreta de acuerdo con esta línea. Pensemos en los
arquetipos. También éstos son entidades míticas (igual como Freud
llama a sus pulsiones). De nuevo se ve al hombre dedicado a
liberarse de las tensiones, nazcan ellas de los impulsos y
pulsiones que exigen gratificación y satisfacción, o de los
arquetipos que reclaman su materialización. En ambos casos, la
realidad, el mundo de seres y sentidos, se envilece y degrada
convirtiéndose en una serie de instrumentos más o menos viables que
pueden usarse para liberarse de diversos estímulos, como los
enojosos superyoes o los arquetipos. Lo que, no obstante, se ha
sacrificado y, por ello, eliminado totalmente en esta visión del
hombre es el hecho fundamental que se presta a un análisis
fenomenológico, a saber, que el hombre es un ser que va al
encuentro de otros seres y tiende la mano en busca de sentidos por
realizar.
Y ésta es precisamente la razón por que hablo
de una voluntad de sentido más que de una necesidad de sentido o de
una pulsión de sentido. Si el hombre estuviera verdaderamente
impulsado al sentido emprendería la realización del sentido sólo
por las ganas de liberarse de esta pulsión, en orden a restaurar la
homeostasis interior. Pero, al mismo tiempo, ya no se preocuparía
por el sentido en sí, sino más bien por su propio equilibrio y, en
definitiva, por sí mismo.
Es posible que esté ahora claro que un
concepto como la autoactualización, o la autorrealización, no sea
principio suficiente en una teoría de la motivación. Se debe esto
sobre todo al hecho de que la au-toactualización, como el poder o
el placer, pertenece también a la clase de fenómenos que sólo
pueden obtenerse a modo de efectos secundarios y que se frustran
justamente en la medida en que se constituyen en objeto de
intención directa. La autoactualización es buena; sin embargo,
mantengo que la persona sólo se actualiza a sí misma en la medida
en que realiza sentidos. La autoactualización ocurre
espontáneamente; se echa a perder cuando se la constituye en un fin
en sí misma.
Cuando daba clases en la universidad de
Melbourne, me regalaron como recuerdo un bumerán australiano.
Contemplando este regalo inusual, se me ocurrió que en cierto
sentido era un símbolo de la existencia humana. Por lo general, se
da por supuesto que un bumerán vuelve a la mano del cazador; pero
en realidad, me dijeron en Australia, que sólo vuelve al cazador si
ha fallado su objetivo, la presa. Bien, el hombre sólo vuelve a sí
mismo, a ocuparse de sí mismo, después de fallar su misión, tras
fracasar en la búsqueda de sentido en su vida.
Ernest Keen, uno de mis ayudantes durante un
período docente en un curso de verano en Harvard, dedicó su tesis
doctoral a demostrar que los puntos débiles del psicoanálisis
freudiano quedaban compensados por la psicología del yo de Heinz
Hartmann, y las deficiencias de la psicología del yo, a su vez, por
el concepto de identidad de Erikson. Sin embargo, sostiene Keen,
faltaba aún un último eslabón, y este eslabón es la logoterapia. De
hecho, estoy convencido que nadie debe, en realidad nadie puede,
luchar por su identidad de un modo directo; encontramos más bien
nuestra identidad en la medida en que nos comprometemos con algo
que está más allá de nosotros, con una causa mayor que uno mismo.
Nadie lo ha dicho con tanta fuerza como Karl Jaspers cuando afirma:
«Lo que el hombre es, lo es por la causa que él ha hecho
suya.»
Rolf von Eckartsberg, otro de mis ayudantes en
Harvard, ha mostrado la insuficiencia del concepto de la función de
rol señalando que evita el auténtico problema que oculta: el
problema de la elección y del valor. Porque de nuevo hay un
problema: ¿Qué rol hay que adoptar? ¿Cuál es la
causa que hay que defender? No podemos no tomar decisiones.
Lo mismo puede decirse de aquellos que enseñan
que tanto el destino último del hombre como la intención primaria
es desarrollar las propias potencialidades. Sócrates confesó que
poseía en su interior la potencialidad de ser un criminal, pero
decidió evitar la materialización de esta potencialidad, y esta
decisión, podemos añadir, constituye la diferencia.
Pero preguntémonos por el propósito real de
las siguientes afirmaciones: ¿Debería el hombre únicamente
desarrollar sus potencialidades internas o –como también suele
decirse– expresarse a sí mismo? El motivo oculto que hay detrás de
nociones de este tipo es, a mi entender, disminuir la tensión
surgida por la distancia que hay entre lo que somos y lo que
debemos ser; la tensión entre el estado actual de cosas y el estado
ideal que hay que materializar; la tensión entre la existencia y la
esencia, o como también podríamos decir, entre el ser y el sentido.
De hecho, predicar que el hombre no necesita preocuparse por
ideales y valores, dado que no son nada más que «autoexpresiones» y
que, por consiguiente, debería simplemente emprender la
actualización de sus propias potencialidades es una buena señal. Es
como decir al hombre que no alargue la mano hacia las estrellas
para hacerlas descender a la tierra, porque todo está bien, todo
está ya ahí, por lo menos en forma de potencialidades por
actualizar.
El imperativo de Píndaro –sé lo que eres– se
ve así privado de su carácter imperativo y se cambia en el
enunciado en indicativo de que el hombre ha sido siempre lo que
debía ser. En consecuencia, el hombre no precisa extender la mano
hacia las estrellas para bajarlas a la tierra, porque ¡la
tierra es ya una estrella!
El hecho es que la tensión entre ser y sentido
es imposible de erradicar en el hombre. Es inherente al ser humano
y, por consiguiente, indispensable para el bienestar mental. Por
ello hemos comenzado por la orientación del hombre al sentido, es
decir, por su voluntad de sentido y hemos llegado ahora a otro
problema, a saber: su confrontación con el sentido. La primera
cuestión remite a lo que el hombre básicamente es:
orientado al sentido; la segunda remite a lo que debe ser,
confrontado con el sentido.
Sin embargo, no tiene sentido confrontar al
hombre con valores que se ven meramente como una forma de
autoexpresión. Mucho menos consideraríamos buen comienzo hacerle
ver que los valores no son nada más que «meros mecanismos de
defensa, formaciones reactivas o racionalizaciones de sus pulsiones
instintivas», como dos destacados cultivadores de este campo, de
orientación psicoanalítica, los han definido. Mi reacción a este
planteamiento teórico es que para nada desearía vivir a causa de
mis «mecanismos de defensa» y mucho menos morir por causa de mis
«formaciones reactivas».
Por otro lado, en un caso y en un marco
concreto, la indoctrinación de un paciente según las líneas de las
interpretaciones psicodinámicas puede ser muy útil a efectos de lo
que debería llamarse racionalización existencial. Si se le
enseña a una persona que su preocupación por un sentido último de
su vida no es nada más que, digamos, una manera de ponerse de
acuerdo con la situación edípica de su primera infancia, entonces
podemos psicoanalizar su preocupación, junto con la tensión
existencial que provoca.
La logoterapia hace otro planteamiento. La
logoterapia no ahorra al paciente enfrentarse al sentido específico
que él tiene que realizar y no nos ahorra a nosotros tener que
ayudarle a encontrarlo. El profesor Tweedie ha relatado lo que
sucedió en cierta ocasión en mi despacho cuando un médico americano
me preguntó en Viena que le explicara la diferencia entre
logoterapia y psicoanálisis con una sola frase. Le contesté
invitándole a que primero a que me dijera cuál era, a su entender,
la esencia del psicoanálisis. Me dijo: «En el psicoanálisis, el
paciente debe estar echado sobre un sofá y contarte cosas que a
veces son muy desagradables de contar». Como bromeando le repliqué:
«Pues, en logoterapia, el paciente puede permanecer sentado, pero
tiene que oír cosas que a veces son muy desagradables de
oír».
La otredad de otro ser no ha de quedar
disminuida en el pensamiento existencial, como dice con toda
justicia Erwin Straus; y lo mismo hay que decir del sentido. El
sentido que un ser tiene que llevar a efecto es algo que está más
allá de sí mismo, nunca es lo mismo que él. Sólo si el sentido
retiene esta otredad, puede ejercer sobre un ser esa exigencia de
entregarse a un análisis fenomenológico de la experiencia de la
existencia. Sólo un sentido que no sea meramente expresión del ser
mismo representa un auténtico desafío. Recordemos la historia de la
Biblia: cuando los israelitas marchaban por el desierto, la gloria
de Dios los precedía en forma de una nube; sólo de esta manera pudo
Dios guiar a los israelitas. Imaginemos, por otro lado, qué habría
sucedido si la presencia de Dios, la nube, hubiera permanecido en
medio de los israelitas; más que guiarlos acertadamente, la nube
hubiera nublado todo y los israelitas hubiesen andado
perdidos.
Dicho de otra manera, el sentido no ha de
coincidir con el ser; el sentido va por delante del ser. El sentido
marca la pauta al ser. La existencia se quiebra a menos que sea
vivida en términos de trascendencia hacia algo más allá de sí
misma. Viendo las cosas desde este ángulo, podríamos distinguir
entre personas que marcan la pauta y personas conciliadoras: las
primeras nos enfrentan a los sentidos y valores, ayudando así a
orientarnos en el sentido; las últimas aligeran el peso de la
confrontación con el sentido. En este sentido Moisés era alguien
que marcaba la pauta; no fue un pacificador de conciencias, sino un
provocador. Moisés confrontó a su pueblo con los Diez Mandamientos
y no les ahorró la confrontación con ideales y valores. Los
conciliadores, en cambio, apaciguan a la gente; intentan
reconciliarla consigo misma. «Plantemos cara a los hechos», dicen.
«¿Por qué os preocupáis por vuestras deficiencias? Sólo unos pocos
viven según sus ideales. De modo que olvidémosles; cuidemos de la
paz de nuestra mente, del alma, y no de esos sentidos existenciales
que sólo provocan tensiones en los seres humanos.»
Pero los conciliadores se olvidan de la
sabiduría que destila la advertencia de Goethe: «Cuando aceptamos
al hombre tal como es, lo hacemos peor; cuando lo aceptamos como si
fuera ya lo que debería ser, le ayudamos a serlo.»
Luego que la orientación al sentido se vuelve
hacia la confrontación con el sentido, se alcanza un estadio de
madurez y desarrollo en el que la libertad –ese concepto tan
subrayado por la filosofía existencialista– se vuelve
responsabilidad. El hombre es responsable de la realización del
sentido específico de su vida personal. Pero es también responsable
ante algo, o para algo, sea la sociedad, el género, la
humanidad o su propia conciencia. Sin embargo, hay un importante
número de personas que interpretan su propia existencia, no sólo en
términos de ser responsables para algo, sino también para
alguien, a saber, Dios[7].
La logoterapia, como teoría y práctica médica
secular, debe ceñirse a los enunciados fácticos, dejando al
paciente la decisión sobre el modo de entender su propia manera de
ser responsable: de acuerdo con las directrices de una creencia
religiosa o de acuerdo con convicciones agnósticas. La logoterapia
debe ser accesible a todo el mundo; debería estar obligado a
creerlo así por mi juramento hipocrático, si ya no por otras
razones. La logoterapia es aplicable en casos de pacientes ateos y
puede ser aplicada por médicos ateos. En todo caso, la logoterapia
ve en la responsabilidad la auténtica esencia de la existencia
humana. Al capitalizar la responsabilidad hasta este punto, el
logoterapeuta no puede ahorrar a su paciente la decisión acerca de
qué y para qué o para quién se siente él responsable.
Un logoterapeuta no tiene conscientemente
derecho alguno a influir en la decisión del paciente acerca de cómo
interpretar su propia responsabilidad, o acerca de qué es lo que
tiene que considerar como sentido personal. La conciencia de cada
cual, como todo lo humano, está sujeta a error; pero esto no excusa
al hombre de su obligación de obedecerla: la existencia implica
riesgo de error. El hombre debe arriesgarse comprometiéndose con
una causa que puede no ser digna de su compromiso. Quizás mi
compromiso con la causa de la logote-rapia sea erróneo. Pero
prefiero vivir en un mundo en que uno tiene derecho a hacer
decisiones, ni que sea decisiones erróneas, a vivir en un mundo en
el que no haya posibilidad de elección. En otras palabras, prefiero
un mundo en el que sean posibles, por un lado, un fenómeno como el
de Adolf Hitler y, por otro, el de tantos santos como han vivido.
Prefiero este mundo a un mundo de conformismo y colectivismo total
o totalitario, en el que el hombre se envilece y degrada a mero
funcionario de una parte del Estado.
El sentido de la vida
Hemos llegado al punto del tercer supuesto
básico: después de haber tratado sobre la libertad de la voluntad y
de la voluntad de sentido, el tema a considerar es ahora el sentido
mismo.
Aunque ningún logoterapeuta prescribe
un sentido, sí puede muy bien describirlo. Me refiero a
que puede describir qué pasa en un hombre cuando experimenta algo
significativamente, sin aplicar a esas experiencias pauta alguna
preconcebida de interpretación. Para decirlo con pocas palabras,
nuestra tarea es recurrir a una investigación feno-menológica de
los datos inmediatos de la experiencia vital real. De un modo
fenomenológico, el logoterapeuta puede ampliar y ensanchar el campo
visual de este paciente en lo tocante a sentidos y valores,
haciendo que cobren importancia, por así decir. Si somos cada vez
más conscientes, sucede finalmente que nuestra vida no deja ya de
mantener y retener un sentido hasta el último momento. Esto se debe
al hecho de que, como puede mostrarnos un análisis fenomenológico,
el hombre no sólo encuentra significativa su vida por lo que hace,
sus obras, su creatividad, sino también por sus experiencias, sus
encuentros con lo verdadero, bueno y bello del mundo y, por último,
pero no por ello menos importante, por sus encuentros con los
demás, con los seres humanos y sus cualidades únicas. Comprender a
otra persona en su singularidad significa quererla. Pero incluso
faltándole al hombre creatividad y receptividad, puede todavía
realizar un sentido en su vida. Justamente cuando se ve enfrentado
a este destino, cuando se ve abocado a una situación desesperada,
le queda todavía al hombre una última oportunidad de realizar un
sentido, de hacer real incluso el valor más elevado, de cumplir el
más profundo de los sentidos: el sentido del sufrimiento[8].
Resumamos. La vida puede cobrar sentido de
tres maneras: primero, por lo que damos a la vida (en
términos de obras creativas); segundo, por lo que tomamos
del mundo (en términos de nuestra experiencia de valores); y
tercero, por el planteamiento que hacemos ante un destino
que ya no podemos cambiar (una enfermedad incurable, un cáncer
inoperable o cosas por el estilo). Sin embargo, incluso aparte de
esto, el hombre no puede ahorrarse encarar su condición humana, lo
cual incluye lo que yo llamo la tríada trágica de la existencia
humana, a saber: dolor, muerte y culpa. Por dolor quiero decir
sufrimiento; por los otros dos constituyentes de la tríada trágica,
entiendo la doble faceta de la mortalidad y la falibilidad
humana.
Poner el acento en estos aspectos trágicos de
la vida humana no es tan superfluo como pueda parecer a primera
vista. En particular, el temor a envejecer y a morir inunda la
cultural actual, y Edith Weissko-pf-Joelson, profesora de
psicología de la universidad de Duke, ha afirmado que la
logoterapia puede ayudar a contrarrestar estas angustias
particularmente extendidas entre los americanos. De hecho, tengo la
convicción, y es también un principio de logoterapia, que el
carácter transitorio de la vida no le priva a ésta en lo más mínimo
de sentido. Lo mismo puede decirse de su falibilidad. De modo que
no hay necesidad alguna de reforzar el escapismo de nuestros
pacientes ante la trágica tríada de la existencia.
Y ahora volvamos por un momento al
sufrimiento. Es posible que conozcan ya la historia que me agrada
mucho contar a mis audiencias porque prueba lo mucho que ayuda a
«engrandecer el sentido del sufrimiento». Un médico ya mayor acudió
a mi consulta en Viena, porque no podía liberarse de una profunda
depresión que se debía a la muerte de su esposa. Le pregunté: «¿Qué
habría ocurrido, doctor, si usted hubiera muerto primero y su
esposa hubiera tenido que sobrevivirle? A lo que él replicó: «Para
ella hubiera sido terrible; ¡cómo habría sufrido!» Entonces le
dije: «Ya ve, doctor, a ella se le ahorrado este sufrimiento, y es
usted quien se lo ha ahorrado; pero ahora tiene que pagar por ello
sobreviviendo y llorándola.» Aquel hombre mayor vio de repente su
desgracia bajo una luz nueva y revalorizó su sufrimiento en los
términos significativos de un sacrificio por amor a su mujer.
Incluso si esta historia les resulta ya
familiar, lo que no saben es un comentario que hizo un
psicoanalista americano hace unos cuantos meses. Tras oírme contar
el relato, se levantó y dijo: «Entiendo lo que quiere decir, doctor
Frankl; sin embargo, si partimos del hecho de que obviamente su
paciente sufría tanto por la muerte de su esposa sólo porque
inconscientemente la había odiado toda su vida...»
Si quieren ustedes saber mi reacción, aquí la
tienen: «Es muy posible que, después de hacer que el paciente esté
echado sobre su sofá por más de quinientas horas, usted le haya
lavado el cerebro y lo haya adoctrinado hasta el punto de confesar
“Sí, doctor, tiene usted razón, he odiado a mi mujer toda la vida,
nunca la he querido...”, pero entonces», le dije, «lo que habría
usted conseguido sería privar a ese hombre mayor del único precioso
tesoro que todavía poseía, a saber, ese ideal marital que él se
había creado, el verdadero amor entre ambos..., mientras que yo, en
un minuto, he conseguido provocar un cambio significativo en su
actitud o, déjeme serle franco, en darle consuelo.»
La voluntad de sentido de una persona sólo
puede expresarse si el sentido mismo puede ser elucidado como algo
que es esencialmente más que la mera autoexpresión de ella. Esto
implica un cierto grado de objetividad y, sin una mínima cantidad
de objetividad, nunca vale la pena vivir un sentido. No es que
concedamos y atribuyamos sentidos a las cosas, sino más bien que
los encontramos; no los inventamos, los detectamos. (No queremos
decir otra cosa, cuando hablamos de la objetividad del sentido).
Sin embargo, por otro lado, una investigación no sesgada revelaría
también una cierta subjetividad inherente al sentido. El sentido de
la vida debe concebirse en cuanto sentido específico de una vida
personal en una situación concreta. Cada hombre es único y cada
vida humana es singular; nadie es reemplazable ni ninguna vida es
repetible. Esta doble singularidad acrecienta la responsabilidad
humana. En última instancia, esta responsabilidad deriva del hecho
existencial de que la vida es una cadena de preguntas que el hombre
ha de responder respondiendo de su vida, a la que da respuesta
siendo responsable, tomando decisiones, decidiendo cuál es la
respuesta a dar a cada una de las preguntas. Y me atrevo a decir
que para cada pregunta sólo hay una respuesta, ¡la correcta!
Esto no quiere decir que el hombre sea siempre
capaz de dar con la repuesta o la solución acertada para cada
problema o de hallar el verdadero sentido de su existencia. Más
bien es verdad lo contrario; en cuanto ser finito, no está exento
de error y, por tanto, debe asumir el riesgo de equivocarse. Cito a
Goethe, una vez más, que dijo en cierta ocasión: «Debemos siempre
apuntar a los ojos del toro, aunque sepamos que no siempre
acertaremos.» O, para decirlo más prosaica mente: debemos intentar
alcanzar lo mejor en sentido absoluto; de otro modo, ni siquiera
llegaremos al bien relativo.
Cuando hablaba de la voluntad de sentido, me
remití a la orientación al sentido y a la confrontación con el
sentido. Pero, al hablar del sentido de la vida, debo remitirme a
la frustración de sentido, o a la frustración existencial.
Representa lo que podemos llamar la neurosis colectiva de nuestro
tiempo. El decano de estudiantes de una importante universidad
norteamericana me contó que en su trabajo como consejero
continuamente se encuentra con estudiantes que se quejan de la
falta de sentido de la vida, llenos de ese vacío interno, que yo he
denominado «vacío existencial». Y no son pocos los casos de
suicidio entre estudiantes atribuibles a este estado de
cosas.
Lo que se requiere hoy día es complementar, no
suplir o sustituir la denominada psicología profunda con lo que
podríamos llamar una psicología elevada. Esta psicología haría
justicia a los aspectos y aspiraciones más elevados del hombre,
incluidas sus frustraciones. Freud fue suficientemente genial para
ser consciente de las limitaciones de su sistema, como cuando
confesó a Ludwig Binswanger que se había «siempre limitado», en su
caso, a «la planta baja y al sótano del edificio»[9].
Un psicólogo elevado en el sentido ahora
esbozado ha dicho que lo que se precisa es una «base de
convicciones y creencias tan fuertes que empuje a los individuos a
vaciarse de sí mismos y los haga vivir y morir por un propósito más
noble y mejor que ellos», y que habría que enseñar a los
estudiantes que «la supervivencia está hecha de ideales»[10].
Y, ¿quién es este psicólogo elevado que acabo
de citar? Quien ha hablado no es un logoterapeuta, ni un
psicoterapeuta ni un psiquiatra o un psicólogo; es un astronauta,
el teniente coronel John H. Glenn: un psicólogo de «altura»,
ciertamente...