Psicoterapia y existencialismo - Viktor Frankl - E-Book

Psicoterapia y existencialismo E-Book

Viktor Frankl

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Beschreibung

"Este volumen consta básicamente de escritos míos en el terreno de la logoterapia, publicados durante los cincuenta y sesenta. He seleccionado aquellos que creo que aportarán una más clara y más directa comprensión de los principios de la logoterapia y de sus aplicaciones terapéuticas. Con demasiada frecuencia los lectores han intentado tener acceso a obras reseñadas en la bibliografía y se han encontrado con que la mayoría de artículos citados han aparecido en revistas profesionales de relativa poca difusión. Quiero esperar, por tanto, que esta colección de escritos sirva como introducción o libro de consulta para tantas personas que se han interesado en la logoterapia." Víktor Frankl

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Titulo original: Psychotherapy and Existentialism, Simon and Schuster, New York Diseño de la cubierta: Claudio Bado y Mónica BazánEdición Digital:Grammata.es
© 2001 Eleonore Frankl, Dr. Gabriele Vesely © 2001-2003, Herder Editorial, S.L., Barcelona
I.S.B.N. digital: 978-84-254-2794-7
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Más información:Sitio del libro
Herderwww.herdereditorial.com

RECONOCIMIENTOS

El autor desea expresar su agradecimiento a los siguientes autores y entidades, por el permiso que le concedieron de reeditar –por entero o en parte– artículos aparecidos en esta colección:
American Journal of Psychoterapy, por «Paradoxical Intention: A Logotherapeutic Tecnique», en American Journal of Psychotherapy, 4, 3 julio (1960) 520-535.
The Christian Century Foundation, por «The Will to Meaning», The Christian Century Foundation, Copyright © 1964. Reimpreso aquí de The Christian Century, 7, 22 abril (1964) 515-517, como una sección de «Los fundamentos filosóficos de la logoterapia».
Dr. James C. Crumbaugh y Dr. Leonard T. Maholick, por su artículo «An Experimental Study in Existentialism: The Psychometric Approach to Frankl’s Concept of Noögenic Neurosis».
Dr. Joseph Fabry y esposa, por su traducción de «Psychotherapy, Art, and Religion».
Dr. Hans O. Gerz, por su artículo «The Treatment of the Phobic and the Obsessive-compulsive Patient Using Paradoxical Intention sec. Viktor E. Frankl».
Group Psychotherapy, J. L. Moreno, Doctor en medicina, editor y publicista de Beacon House, Inc., por «Group Psychotherapeutic Experience in a Concentration Camp», en Group Psychotherapy, 7, 1 (1954) 81-90.
International Journal of Neuropsychiatry, por «The Treatment of the Phobic and the Obsessive-compulsive Patien Using Paradoxi-cal Intention sec. Viktor F. Frankl, en Journal of Neuropsychiatry, 3, 6 (julio-agosto 1962) 375-387.
The Jewish Echo, por «In Memoriam», en The Jewish Echo, vol. 5, n°6, 11.
Journal of Clinical Psychology, por «An Experimental Study in Existentialism: The Pyschometric Approach to Frankl’s Concept of Noögenic Neurosis», en Journal of Clinical Psychology, 20 (2 abril 1964) 200-207.
Journal of Existentialism, Libra Publisher, Inc., por «Beyond Self-Actualization and Self-Expression», en Journal of Existential Psychiatry, 1, 1 (primavera 1961) 5-16, aquí reimpreso en una versión revisada como «Dinámica y valores»; «Existential Dynamics and Neurotic Es-capism», en Journal of Existential Psychiatry, 4 (1963) 27-42.
Journal of Individual Psychology, por «The Spiritual Dimension in Existential Analysis and Logotherapy», en Journal of Individual Psy-chology, 15 (1959) 157-165, reimpreso aquí en una versión corregida y abreviada como «Análisis existencial y ontología dimensional».
Journal of Religion and Health, por «Psychiatry and Man’s Quest for Meaning», en Journal of Religion and Health, 1, 2 (enero 1962) 93-103.
Motive Magazine, por «Existential Escapism», en Motive Magazine, (enero-febrero 1964), reimpreso aquí en forma abreviada como «La logoterapia y el desafío del sufrimiento».
Padre Adrian L. VanKaam, por «The Philosophical Foundations of Logotherapy» y «Logotherapy and Existence»
Review of Existential Psychology and Psychiatry, por «Logotherapy and the Challenge of Suffering», en Review of Existential Psycholo-gy and Psychiatry, 1 (1961) 3-7, reimpreso aquí en forma abreviada como «Logoterapia y existencia».
Universitas, Dr. H. W. Bähr, editor, Wissenschaftliche Verlagsge-sellschaft M. B. H., Stuttgart, English Language Edition, por «Collec-tive Neuroses, of the Present Day», en Universitas, 4, 3 (1961) 301-315; «Existential Dynamics and Neurotic Escapism», en Universitas, 5, 3 (1962) 273-286.

PRÓLOGO DE LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Ha de llamar forzosamente la atención del lector que Editorial Herder publique, a los tres años de la muerte de Viktor E. Frankl, una colección de artículos y conferencias del fundador de la logoterapia y del análisis existencial, escritos en los años sesenta. Pero poco ha de sorprender esto mismo al lector habitual de las obras del doctor Frankl, habituado como está a la práctica habitual de este eximio médico-psiquiatra de recurrir al depósito de la memoria y sacar de allí textos antiguos de artículos y conferencias, reelaborados de nuevo y presentados con nuevas aportaciones para agradable y sugerente lectura del novicio y del iniciado; tampoco puede decirse que las dos últimas obras de Frankl sean precisamente novedosas: una de ellas es una recopilación de escritos (Viktor Frankl – Recollections) y la otra (Man’s search for ul-timate meaning) es sustancialmente una edición revisada y ampliada de La presencia ignorada de Dios (ed. inglesa en 1975), libro cuya historia primera se remonta al original alemán de 1947 (Der unbewußte Gott) y de la conferencia, de igual título, pronunciada en Dallas en 1985. La presente obra, Psicoterapia y existencialismo, que se publica ciertamente con retraso desde que viera la luz en el año 1967 y que, a diferencia de la mayoría de obras de Frankl, ha sido objeto de escasas traducciones (ha sido publicada, además del inglés, en japonés, griego y coreano), es una recopilación de artículos y conferencias escritos en los años cincuenta y sesenta y persigue el objetivo, como el mismo Viktor E. Frankl destaca en su prólogo, de editarlos para que los lectores tengan acceso a obras habitualmente reseñadas en las bibliografías, pero publicadas las más de las veces en revistas profesionales de difusión limitada. Estos textos escritos en torno a 1959, año en que publica Fundamentos del análisis existencial y de la logoterapia (en Handbuch der Neurosen-lehre und Psychotherapie, editado por Frankl, Gebsattel and Schultz, Urban & Schwarzenberg, Múnich-Berlín 1959), conservan la frescura de la recién estrenada madurez del sistema conceptual que Frankl construye en esta última obra, que se considera el tratamiento sistemático por excelencia del análisis existencial y de la logoterapia; el soporte empírico que esta terapia de corte humanista busca constantemente tiene, en el capítulo XIV de esta obra («Un estudio experimental en existencialismo: el enfoque psicométrico del concepto de neurosis noógena de Frankl»), un buen ejemplo de fundamentación empírica: el primer estudio empírico llevado a cabo por colaboradores de Frankl (James C. Crumbaugh, Hans O. Gerz y Leonard T. Maholick), al que más adelante seguirán otros del mismo tipo (como, por ejemplo, el de Elisabeth S. Lukas, «Para validar la logoterapia, en Viktor E. Frankl, La voluntad de sentido, Herder, Barcelona 1994»).
No extrañe el lector, pues, la obra por aparecer con tanto retraso en su edición castellana; más bien lo celebre, porque tiene a mano, una vez más, una nueva exposición de las categorías fundamentales del pensamiento de Frankl, tantas veces reiteradas en sus obras y presentadas con multitud de ejemplos. La repetición es una característica de las obras de Frankl, que él mismo justifica desde una perspectiva pedagógica –repetita juvant– de clarificación de conceptos; la repetición y hasta la acronía, diríamos, pues de este autor quizá no hemos recibido a lo largo y amplio de todas sus obras más que una sola y provechosa lección dicha de mil maneras: la de que el hombre busca y desea sentido. No deja de ser significativo que la última de sus obras lleve por título «El hombre en busca del sentido último»; el título ya estaba contenido en ciernes en el de la obra que más nombre le ha dado, ya lejana en el tiempo, «El hombre en busca de sentido» y lo que dice en la última lo ha dicho en otras anteriores y pudo decirlo en la primera; si hay sentido, en la vida del hombre y en el mundo –lo que Kant llamaba el fin final del hombre y del mundo–, no meramente «significado», que éste se encuentra en cualquier soporte simbólico –la palabra o la acción concreta– lo hay porque el sentido de una totalidad –la vida– ha de ser último e incondicionado, esto es, religioso. Ignoramos si la lección de Frankl, este análisis de la existencia humana que ve en el hombre un ser responsable y libre, cuya naturaleza es trascenderse a sí mismo y cuya motivación no es otra que la «voluntad de sentido», es la lección definitiva para nuestra vida; se traspasa en esto el dintel del campo del conocimiento racional y teórico y se entra de lleno en el de la razón práctica, de la libertad y la responsabilidad humana, del deseo y la voluntad, y hasta de la fe. Como Kant, que una vez escritas todas las Críticas deja al lector solo, aunque ilustrado, en el umbral de la religión, también Frankl, al término de todas sus obras –o podemos decir, a lo largo de toda su obra– nos sitúa avisados e igualmente esclarecidos ante la puerta de la religión, pero, eso sí, con las debidas advertencias: «La logoterapia, como práctica y teoría laica que es, se resiste claro está, a abandonar los límites de la ciencia médica. Puede abrir la puerta a la religión, pero es el paciente, no el médico, quien ha de decidir si quiere atravesar dicha puerta» (Capítulo II).
Noviembre de 2000

PRÓLOGO

Este volumen consta básicamente de escritos míos en el terreno de la logoterapia, publicados durante los cincuenta y sesenta. He seleccionado para reimpresión aquellos ensayos que he creído aportarán una más clara y más directa comprensión de los principios de la logoterapia y de sus aplicaciones terapéuticas, ensayos que complementan el tratamiento más amplio que doy a la logoterapia en otras obras mías, a la vez que plantean ulteriores discusiones sobre aspectos específicos de este sistema.
Con demasiada frecuencia han intentado los lectores tener acceso a obras reseñadas en la bibliografía y se han encontrado con que la mayoría de artículos citados han aparecido en revistas profesionales de relativamente poca difusión. Quiero esperar, por tanto, que esta colección sirva como introducción o como libro de consulta para tantas personas como se han interesado en la logoterapia.
He preferido presentar estos artículos más o menos como fueron escritos o impresos en su forma originaria en lugar de reelaborarlos y componer con ellos un libro excesivamente estructurado. Con todo, si cada escrito ofreció la oportunidad de llevar a imprenta ideas o materiales nuevos, en el momento de su publicación, la presente colección ofrece la oportunidad de reagrupar el material nuevo con el antiguo, las ideas recientes con las ya conocidas. Pero esto no quiere decir que me haya decidido a cotejar todo el material sobre un determinado tema. En última instancia, cada escrito constituía un todo básico, y no parecería oportuno destruir esta totalidad originaria por pretender otra artificial. De modo parecido, la mayoría de estos artículos fueron leídos ante una audiencia y, por razones didácticas, he desechado la idea de editarlos revisándolos a fondo. Es decir, he preferido dejarles su tono conversacional.
Ciertamente, estas decisiones implicaban el riesgo de una superposición parcial, porque sólo intentando reestructurar cada uno de los ensayos para adaptarlo a un volumen totalmente estructurado habría sido posible eliminar toda repetición. Pero, y esto es importante, la repetición puede llegar a ser un instrumento didáctico y manifestarse útil al lector, en particular si las repeticiones se refieren a principios básicos de la logoterapia y ocurren en contextos diferentes dentro de cada ensayo, por cuanto permiten ver el tema desde distintas perspectivas.
Por ello, siempre que me ha parecido preferible y posible, he mantenido el título original y la unidad de cada artículo. En aquellos casos en que ha parecido más prudente una mínima confrontación del material, he cambiado los títulos para disponer los ensayos tal como ahora están.
Para justificar el título de este libro, Psicoterapia y existencialismo, son necesarias unas pocas palabras.
La logoterapia representa una de las escuelas del campo de la psicoterapia y, más específicamente, tal como lo consideran diversos autores, entra en la categoría de lo que éstos denominan «psiquiatría existencial». Ya en los años treinta introduje el término de Existenzanalyse como una designación y denotación alternativa de logoterapia, palabra que yo mismo acuñé en los años veinte. Cuando los escritores americanos comenzaron a publicar trabajos sobre Existenzanalyse, tradujeron el término como «análisis existencial». Sin embargo, usaron el mismo término para nombrar las teorías de Ludwig Binswanger, quien, en los años cuarenta, había comenzado a denominar sus propias enseñanzas Daseinsanalyse. De este modo, el análisis existencial se convirtió en una noción ambigua. Para no aumentar la confusión surgida con esta ambigüedad, decidí usar sólo el término «logoterapia» y evitar en lo posible el empleo de su sinónimo, análisis existencial, como traducción de Existenzanalyse.
En lo que concierne a la psiquiatría existencial, o por lo que se refiere al existencialismo en su sentido más inclusivo y abarcador, puede decirse con toda seguridad que hay tantos existencialismos como existencialistas hay. En el marco de este libro, algunos serán dejados de lado mientras que otros serán criticados. Esto último es particularmente cierto en el caso de aquellos que no son conscientes de que, en realidad, construyen y usan mal frases que toman en préstamo de la terminología de los existencialistas de verdad.
Al concluir este prefacio es mi deseo más sentido dar las gracias a todos aquellos que me han ofrecido su valioso consejo y su ayuda para la edición de estos escritos, incluso antes de que aparecieran en este libro. Espero que no van a sentir como una ofensa que simplemente los enumere en una lista sin precisar, para cada caso, sus preciosos servicios. De un modo conjunto expreso satisfecho mi gratitud, aprecio y consideración a Gordon W. Allport, Heinz L. Ansbacher, Joseph B. Fabry, Emil A. Gutheil, Eleanore M. Jantz, Paul E. Johnson, Melvin A. Kimble, Daniel J. Kurland, Robert C. Leslie, Lester C. Rampley, Randolph J. Sasnett, Donald F. Tweedie, Jr., Adrian L. VanKaam, George Vlahos, Werner von Alvensleben, Rolf H. von Eckartsberg, Walter A. Weisskopf, Antonia Wenkart y Julius Winkler.
VIKTOR E. FRANKL Viena 1967

I LOS FUNDAMENTOS FILOSÓFICOS DE LA LOGOTERAPIA[1]

Según la afirmación hecha por Gordon W. Allport, la logoterapia es una de las escuelas americanas a las que se aplica la etiqueta de «psiquiatría existencial». Tal como Aaron J. Ungersma ha señalado en su libro The search for meaning: A new approach in psycho therapy and pastoral psychology [La búsqueda del sentido: un nuevo enfoque en psicoterapia y psicología pastoral], la logoterapia es actualmente la única escuela en el amplio campo de la psiquiatría existencial que ha conseguido desarrollar lo que puede justificadamente considerarse una técnica psicoterapéutica. Donald F. Tweedie, Jr., en su volumen Lo-gotherapy and the Christian Faith [Logoterapia y fe cristiana], observa que este hecho despertará el interés del americano típico, cuya perspectiva es tradicionalmente pragmática.
Comoquiera que sea, la logoterapia excede y va más allá del análisis existencial, o el ontoanálisis, en la medida en que es esencialmente más que un análisis de la existencia, o del ser, e implica más que un simple análisis de su sujeto. A la logoterapia concierne no sólo el ser, sino también el sentido –no sólo el ontos sino también el logos–, y este rasgo justifica adecuadamente la orientación activista y terapéutica de la logoterapia. En otras palabras, la logoterapia no es sólo análisis, es también terapia.
Como pasa con todo tipo de terapia, hay una teoría que subyace en su práctica; una theoria, es decir, una visión, una Weltanschauung. A diferencia de otras muchas terapias, no obstante, la logoterapia se basa en una filosofía explícita de la vida. Más específicamente, se basa en tres supuestos fundamentales que constituyen una cadena de eslabones interconectados:
1. La libertad de la voluntad;
2. La voluntad de sentido;
3. El sentido de la vida.
La libertad de la voluntad
La libertad de la voluntad del hombre pertenece a los datos inmediatos de su experiencia. Estos datos ceden la palabra a ese planteamiento empírico que, desde la época de Husserl, se denomina fenomenológico[2]. En la actualidad sólo dos clases de personas sostienen que su voluntad no es libre: los pacientes que sufren del engaño de creer que su voluntad está manipulada y sus pensamientos controlados por otros y, junto a éstos, los filósofos deterministas. A decir verdad, estos últimos admiten que tenemos experiencia de nuestra voluntad como si fuera libre, pero esto, dicen, no es más que un autoengaño. Por ello, el único punto de desacuerdo entre su convicción y la mía se refiere a la cuestión de si nuestra experiencia nos lleva, o no, a la verdad.
¿Quién ha de ser juez en este asunto? Para responder a esta pregunta, tomemos como punto de partida el hecho de que no sólo las personas anormales, como los esquizofrénicos, sino hasta las normales pueden, en determinadas circunstancias, tener experiencia de su voluntad como de algo no libre. Pueden hacerlo si hacemos que tomen una pequeña dosis de dietilamida del ácido lisérgico (LSD). Pronto empezarán a padecer una psicosis artificial en la que, según los informes de investigación publicados, se sienten a sí mismos como autómatas. En otras palabras, experimentan la «verdad» del determinismo. Sin embargo, es momento de preguntarnos si es o no probable que el hombre acceda a la verdad sólo después de envenenarse el cerebro. Realmente, un extraño concepto de aletheia: ¡que la verdad sólo se revele y descubra a través de una falsa ilusión, que el logos sólo pueda ser mediado a través de lo patológico!
Huelga decir que la libertad de un ser finito como el hombre es una libertad con límites. El hombre no está libre de condicionantes, sean biológicos, psicológicos o de naturaleza sociológica. Pero el hombre es y sigue siendo libre de tomar posiciones con respecto a estos condicionantes; siempre conserva la libertad de decidir su actitud para con ellos. El hombre es libre de elevarse por encima del nivel de los determinantes somáticos y psíquicos de su existencia. Por esto mismo se abre a una nueva dimensión. El hombre entra en la dimensión de lo noético, en contraposición a lo somático y lo psíquico. Se vuelve capaz de adoptar una actitud no sólo con relación al mundo, sino también en relación consigo mismo. El hombre es un ser capaz de reflexionar sobre sí mismo y hasta de rechazarse. Puede ser su propio juez, el juez de sus propios actos. En suma, los fenómenos específicamente humanos vinculados entre sí –la conciencia y la autoconciencia– no serían comprensibles a menos que entendamos al hombre como un ser capaz de distanciarse de sí mismo, abandonando el «plano» de lo biológico y lo psicológico para pasar al «espacio» de lo noológico. Esta dimensión específicamente humana, que he denominado noológica[3], no es accesible al puro animal. Un perro, por ejemplo, tras haber mojado la alfombra, puede ocultarse a hurtadillas bajo el sofá, pero esto no sería todavía un signo de mala conciencia; es un cierto tipo de angustia de expectación, esto es, temerosa anticipación del castigo.
La capacidad específicamente humana de autodistanciamiento se moviliza y aprovecha con fines terapéuticos en una técnica especial de logoterapia llamada intención paradójica. El siguiente caso puede ser una ilustración clara y concisa de esa intención paradójica:
El paciente era un contable que había sido tratado por diversos doctores y en clínicas diversas sin ningún tipo de éxito terapéutico. Cuando vino a mi clínica, se encontraba sumido en la más extrema desesperación, admitiendo que estaba a punto de suicidarse. Hacía años que sufría de dolores al intentar escribir, y últimamente habían llegado a tal gravedad que corría el peligro de perder su empleo. Por consiguiente, sólo una terapia inmediata a corto plazo podía aliviar su situación. Al empezar el tratamiento, mi socio recomendó al paciente que hiciera justamente lo contrario de lo que habitualmente solía hacer; a saber, en vez de intentar escribir de forma tan clara y legible como le fuera posible, que escribiera con los peores garabatos posibles. Se le advirtió que se dijera a sí mismo: «¡Ahora demostraré a los demás qué escritorzuelo tan bueno que soy!» Y en el mismo momento en que deliberadamente intentó garabatear, le fue imposible hacerlo. «Intentaba hacer garabatos, pero simplemente no podía», explicó al día siguiente. En cuarenta y ocho horas se liberó así el paciente de sus dolores al escribir, permaneciendo curado durante el período de observación que siguió al tratamiento. Es ahora un hombre feliz absolutamente capaz de trabajar.
Es propio de esta técnica un buen sentido del humor. Y la cosa puede entenderse, puesto que sabemos que el humor es una manera extraordinaria de poner distancia entre nosotros y alguna otra cosa. Podríamos también decir que el humor ayuda al hombre a elevarse por encima de su desgracia al darle la oportunidad de verse a sí mismo de un modo más imparcial. De manera que también el humor debería situarse en la dimensión noética. En definitiva, ningún animal es capaz de reírse, y mucho menos de sí mismo.
El mecanismo básico subyacente en la técnica de la intención paradójica puede óptimamente ilustrarse con un chiste que alguien me contó hace algunos años: Un muchacho que llegó tarde a la escuela se excusó ante el maestro argumentando que las calles heladas resbalaban tanto que cada vez que intentaba dar un paso hacia delante resbalaba dos pasos hacia atrás. A lo que el maestro replicó: «Ahora sí que te pillo con una mentira. Si esto fuera verdad, ¿cómo pudiste llegar a la escuela? Y el muchacho respondió tranquilamente: «¡Al final di la vuelta y me fui para casa!»
Estoy convencido de que la intención paradójica no es en modo alguno un procedimiento que simplemente se mueve por la superficie de una neurosis; más bien capacita al paciente a llevar a cabo a un nivel más profundo un cambio radical de actitud, y ciertamente un cambio saludable. Sin embargo, ha habido intentos de explicar los innegables efectos terapéuticos obtenidos mediante esta técnica logoterapéutica con principios psicodinámicos[4]. Uno de los médicos de mi equipo en el Hospital Policlínico de Viena, un freudiano sumamente experto, presentó a la Sociedad Psicoanalítica de Viena, la más antigua del mundo, un trabajo sobre la intención paradójica con el que explicaba sus éxitos exclusivamente en términos psicodinámicos. Mientras preparaba su trabajo, sucedió que recibió en consulta a una paciente que padecía una agorafobia aguda y probó con ella la intención paradójica. Pero, para desgracia suya, después de sólo una sesión, aquella paciente se curó de todos sus males y al médico le resultó sumamente difícil hacerla volver para seguir con más sesiones a fin de descubrir la psicodinámica subyacente en la cura.
La voluntad de sentido
Volvamos ahora al segundo supuesto básico: la voluntad de sentido. Por razones didácticas, la voluntad de sentido se ha contrapuesto, por la vía de una excesiva simplificación heurística, tanto al principio de placer, de tan frecuente uso en las teorías psicoanalíticas de la motivación, como a la voluntad de poder, el concepto que desempeña un papel decisivo en la psicología adleriana. No me canso de sostener que la voluntad de placer es realmente un principio contraproducente, en la medida en que, cuanto más se esfuerza de verdad por conseguir placer menos lo consigue. Esto se debe al hecho fundamental de que el placer es un subproducto, o un efecto secundario, del esfuerzo realizado, pero que se destruye y vacía en la medida en que se convierte en una meta o en un objetivo. Cuanto más busca uno el placer por la vía de la intención directa tanto más fracasa en el intento. Y éste, me atrevo a decir es un mecanismo etiológicamente contenido en la mayoría de casos de neurosis sexual. En consonancia, una técnica logoterapéutica basada en esta teoría de la cualidad autofrustratoria de la intención paradójica arroja notables éxitos a corto plazo, y esta técnica la han usado de un modo efectivo incluso terapeutas de orientación psicodi-námica de mi propio equipo de trabajo. Uno de ellos, a quien asigné la responsabilidad del tratamiento de todos los pacientes sexualmente neuróticos, ha usado esta técnica de un modo exclusivo, en términos de un procedimiento a corto plazo, que ha resultado el único indicado en el marco establecido.
En definitiva, sucede que tanto la voluntad de placer como la voluntad de poder son derivados de la voluntad original de sentido. El placer, como hemos dicho antes, es un efecto de la realización de sentido; el poder es un medio para un fin. Una cierta cantidad de poder, como el poder económico o financiero, es por lo general un requisito del cumplimiento del sentido. Así podríamos decir que, mientras que la voluntad de placer confunde el efecto con el fin, la voluntad de poder confunde el medio para un fin con el fin en sí mismo.
Sin embargo, no tenemos en verdad razón de hablar de una voluntad de placer o de poder en relación con escuelas de pensamiento de orientación psicodinámica; dan éstas por supuesto que el hombre busca las metas de su conducta de forma involuntaria e inconsciente y que sus motivaciones conscientes no son sus motivaciones reales. Erich Fromm, por ejemplo, sólo recientemente hablaba de «fuerzas de motivación que mueven al hombre a actuar de un modo determinado, impulsos que le obligan a esforzarse en determinadas direcciones»[5]. Por mi parte, en cambio, no concibo que el hombre se vea realmente obligado a esforzarse; yo diría o que se esfuerza o que es forzado. Tertium non datur. Ignorar esta diferencia o, más bien, sacrificar uno de los fenómenos al otro, es un procedimiento indigno de un científico. Actuar así es dejar que la adhesión a las hipótesis nos impida ver los hechos. Una distorsión de este tipo hace suponer que al hombre «le animan» sus instintos. Al citar aquí a Sigmund Freud, en beneficio de la justicia añadiremos otra afirmación del mismo Freud, no tan conocida. En una reseña a un libro que escribió para el «Wiener Medizinische Wochen schrift» [Semanario médico vienés], en 1889, dice: «Reverenciar la grandeza de un genio es ciertamente una gran cosa. Pero deberíamos reverenciar más los hechos.»
Freud y, en consecuencia, sus epígonos nos han enseñado siempre a ver algo más allá, o por debajo, de las voliciones humanas: las motivaciones inconscientes, la dinámica subyacente. Freud nunca interpretó un fenómeno humano según su valor nominal; o, adoptando la formulación usada por Gordon W. Allport, «Freud era un especialista en precisamente aquellos motivos que no pueden ser tomados en su valor nominal»[6]. ¿Quiere esto decir, sin embargo, que no hay en principio motivos que puedan ser tomados en su valor manifiesto? Un supuesto de este tipo es comparable a la actitud de aquel que, al serle mostrada una cigüeña, dijo: «¡Pero si yo creía que la cigüeña no existía!» ¿Acaso el hecho de que la cigüeña haya sido empleada para ocultar a los niños los hechos de la vida niega de algún modo la realidad del ave?
El principio de realidad es, según las propias palabras de Freud, una simple extensión del principio de placer; un principio que sirve al propósito del principio de placer. Podría justamente decirse también que el principio de placer en sí mismo es una simple extensión que actúa al servicio de un concepto más amplio llamado principio homeostático, facilitando sus objetivos. En última instancia, el concepto psicodinámico de hombre considera a éste un ser básicamente ocupado en mantener o restaurar su equilibrio interno, que, a este fin, procura complacer sus impulsos y satisfacer sus instintos. Incluso en la perspectiva con que se contempla al hombre en la psicología de Jung, la motivación humana se interpreta de acuerdo con esta línea. Pensemos en los arquetipos. También éstos son entidades míticas (igual como Freud llama a sus pulsiones). De nuevo se ve al hombre dedicado a liberarse de las tensiones, nazcan ellas de los impulsos y pulsiones que exigen gratificación y satisfacción, o de los arquetipos que reclaman su materialización. En ambos casos, la realidad, el mundo de seres y sentidos, se envilece y degrada convirtiéndose en una serie de instrumentos más o menos viables que pueden usarse para liberarse de diversos estímulos, como los enojosos superyoes o los arquetipos. Lo que, no obstante, se ha sacrificado y, por ello, eliminado totalmente en esta visión del hombre es el hecho fundamental que se presta a un análisis fenomenológico, a saber, que el hombre es un ser que va al encuentro de otros seres y tiende la mano en busca de sentidos por realizar.
Y ésta es precisamente la razón por que hablo de una voluntad de sentido más que de una necesidad de sentido o de una pulsión de sentido. Si el hombre estuviera verdaderamente impulsado al sentido emprendería la realización del sentido sólo por las ganas de liberarse de esta pulsión, en orden a restaurar la homeostasis interior. Pero, al mismo tiempo, ya no se preocuparía por el sentido en sí, sino más bien por su propio equilibrio y, en definitiva, por sí mismo.
Es posible que esté ahora claro que un concepto como la autoactualización, o la autorrealización, no sea principio suficiente en una teoría de la motivación. Se debe esto sobre todo al hecho de que la au-toactualización, como el poder o el placer, pertenece también a la clase de fenómenos que sólo pueden obtenerse a modo de efectos secundarios y que se frustran justamente en la medida en que se constituyen en objeto de intención directa. La autoactualización es buena; sin embargo, mantengo que la persona sólo se actualiza a sí misma en la medida en que realiza sentidos. La autoactualización ocurre espontáneamente; se echa a perder cuando se la constituye en un fin en sí misma.
Cuando daba clases en la universidad de Melbourne, me regalaron como recuerdo un bumerán australiano. Contemplando este regalo inusual, se me ocurrió que en cierto sentido era un símbolo de la existencia humana. Por lo general, se da por supuesto que un bumerán vuelve a la mano del cazador; pero en realidad, me dijeron en Australia, que sólo vuelve al cazador si ha fallado su objetivo, la presa. Bien, el hombre sólo vuelve a sí mismo, a ocuparse de sí mismo, después de fallar su misión, tras fracasar en la búsqueda de sentido en su vida.
Ernest Keen, uno de mis ayudantes durante un período docente en un curso de verano en Harvard, dedicó su tesis doctoral a demostrar que los puntos débiles del psicoanálisis freudiano quedaban compensados por la psicología del yo de Heinz Hartmann, y las deficiencias de la psicología del yo, a su vez, por el concepto de identidad de Erikson. Sin embargo, sostiene Keen, faltaba aún un último eslabón, y este eslabón es la logoterapia. De hecho, estoy convencido que nadie debe, en realidad nadie puede, luchar por su identidad de un modo directo; encontramos más bien nuestra identidad en la medida en que nos comprometemos con algo que está más allá de nosotros, con una causa mayor que uno mismo. Nadie lo ha dicho con tanta fuerza como Karl Jaspers cuando afirma: «Lo que el hombre es, lo es por la causa que él ha hecho suya.»
Rolf von Eckartsberg, otro de mis ayudantes en Harvard, ha mostrado la insuficiencia del concepto de la función de rol señalando que evita el auténtico problema que oculta: el problema de la elección y del valor. Porque de nuevo hay un problema: ¿Qué rol hay que adoptar? ¿Cuál es la causa que hay que defender? No podemos no tomar decisiones.
Lo mismo puede decirse de aquellos que enseñan que tanto el destino último del hombre como la intención primaria es desarrollar las propias potencialidades. Sócrates confesó que poseía en su interior la potencialidad de ser un criminal, pero decidió evitar la materialización de esta potencialidad, y esta decisión, podemos añadir, constituye la diferencia.
Pero preguntémonos por el propósito real de las siguientes afirmaciones: ¿Debería el hombre únicamente desarrollar sus potencialidades internas o –como también suele decirse– expresarse a sí mismo? El motivo oculto que hay detrás de nociones de este tipo es, a mi entender, disminuir la tensión surgida por la distancia que hay entre lo que somos y lo que debemos ser; la tensión entre el estado actual de cosas y el estado ideal que hay que materializar; la tensión entre la existencia y la esencia, o como también podríamos decir, entre el ser y el sentido. De hecho, predicar que el hombre no necesita preocuparse por ideales y valores, dado que no son nada más que «autoexpresiones» y que, por consiguiente, debería simplemente emprender la actualización de sus propias potencialidades es una buena señal. Es como decir al hombre que no alargue la mano hacia las estrellas para hacerlas descender a la tierra, porque todo está bien, todo está ya ahí, por lo menos en forma de potencialidades por actualizar.
El imperativo de Píndaro –sé lo que eres– se ve así privado de su carácter imperativo y se cambia en el enunciado en indicativo de que el hombre ha sido siempre lo que debía ser. En consecuencia, el hombre no precisa extender la mano hacia las estrellas para bajarlas a la tierra, porque ¡la tierra es ya una estrella!
El hecho es que la tensión entre ser y sentido es imposible de erradicar en el hombre. Es inherente al ser humano y, por consiguiente, indispensable para el bienestar mental. Por ello hemos comenzado por la orientación del hombre al sentido, es decir, por su voluntad de sentido y hemos llegado ahora a otro problema, a saber: su confrontación con el sentido. La primera cuestión remite a lo que el hombre básicamente es: orientado al sentido; la segunda remite a lo que debe ser, confrontado con el sentido.
Sin embargo, no tiene sentido confrontar al hombre con valores que se ven meramente como una forma de autoexpresión. Mucho menos consideraríamos buen comienzo hacerle ver que los valores no son nada más que «meros mecanismos de defensa, formaciones reactivas o racionalizaciones de sus pulsiones instintivas», como dos destacados cultivadores de este campo, de orientación psicoanalítica, los han definido. Mi reacción a este planteamiento teórico es que para nada desearía vivir a causa de mis «mecanismos de defensa» y mucho menos morir por causa de mis «formaciones reactivas».
Por otro lado, en un caso y en un marco concreto, la indoctrinación de un paciente según las líneas de las interpretaciones psicodinámicas puede ser muy útil a efectos de lo que debería llamarse racionalización existencial. Si se le enseña a una persona que su preocupación por un sentido último de su vida no es nada más que, digamos, una manera de ponerse de acuerdo con la situación edípica de su primera infancia, entonces podemos psicoanalizar su preocupación, junto con la tensión existencial que provoca.
La logoterapia hace otro planteamiento. La logoterapia no ahorra al paciente enfrentarse al sentido específico que él tiene que realizar y no nos ahorra a nosotros tener que ayudarle a encontrarlo. El profesor Tweedie ha relatado lo que sucedió en cierta ocasión en mi despacho cuando un médico americano me preguntó en Viena que le explicara la diferencia entre logoterapia y psicoanálisis con una sola frase. Le contesté invitándole a que primero a que me dijera cuál era, a su entender, la esencia del psicoanálisis. Me dijo: «En el psicoanálisis, el paciente debe estar echado sobre un sofá y contarte cosas que a veces son muy desagradables de contar». Como bromeando le repliqué: «Pues, en logoterapia, el paciente puede permanecer sentado, pero tiene que oír cosas que a veces son muy desagradables de oír».
La otredad de otro ser no ha de quedar disminuida en el pensamiento existencial, como dice con toda justicia Erwin Straus; y lo mismo hay que decir del sentido. El sentido que un ser tiene que llevar a efecto es algo que está más allá de sí mismo, nunca es lo mismo que él. Sólo si el sentido retiene esta otredad, puede ejercer sobre un ser esa exigencia de entregarse a un análisis fenomenológico de la experiencia de la existencia. Sólo un sentido que no sea meramente expresión del ser mismo representa un auténtico desafío. Recordemos la historia de la Biblia: cuando los israelitas marchaban por el desierto, la gloria de Dios los precedía en forma de una nube; sólo de esta manera pudo Dios guiar a los israelitas. Imaginemos, por otro lado, qué habría sucedido si la presencia de Dios, la nube, hubiera permanecido en medio de los israelitas; más que guiarlos acertadamente, la nube hubiera nublado todo y los israelitas hubiesen andado perdidos.
Dicho de otra manera, el sentido no ha de coincidir con el ser; el sentido va por delante del ser. El sentido marca la pauta al ser. La existencia se quiebra a menos que sea vivida en términos de trascendencia hacia algo más allá de sí misma. Viendo las cosas desde este ángulo, podríamos distinguir entre personas que marcan la pauta y personas conciliadoras: las primeras nos enfrentan a los sentidos y valores, ayudando así a orientarnos en el sentido; las últimas aligeran el peso de la confrontación con el sentido. En este sentido Moisés era alguien que marcaba la pauta; no fue un pacificador de conciencias, sino un provocador. Moisés confrontó a su pueblo con los Diez Mandamientos y no les ahorró la confrontación con ideales y valores. Los conciliadores, en cambio, apaciguan a la gente; intentan reconciliarla consigo misma. «Plantemos cara a los hechos», dicen. «¿Por qué os preocupáis por vuestras deficiencias? Sólo unos pocos viven según sus ideales. De modo que olvidémosles; cuidemos de la paz de nuestra mente, del alma, y no de esos sentidos existenciales que sólo provocan tensiones en los seres humanos.»
Pero los conciliadores se olvidan de la sabiduría que destila la advertencia de Goethe: «Cuando aceptamos al hombre tal como es, lo hacemos peor; cuando lo aceptamos como si fuera ya lo que debería ser, le ayudamos a serlo.»
Luego que la orientación al sentido se vuelve hacia la confrontación con el sentido, se alcanza un estadio de madurez y desarrollo en el que la libertad –ese concepto tan subrayado por la filosofía existencialista– se vuelve responsabilidad. El hombre es responsable de la realización del sentido específico de su vida personal. Pero es también responsable ante algo, o para algo, sea la sociedad, el género, la humanidad o su propia conciencia. Sin embargo, hay un importante número de personas que interpretan su propia existencia, no sólo en términos de ser responsables para algo, sino también para alguien, a saber, Dios[7].
La logoterapia, como teoría y práctica médica secular, debe ceñirse a los enunciados fácticos, dejando al paciente la decisión sobre el modo de entender su propia manera de ser responsable: de acuerdo con las directrices de una creencia religiosa o de acuerdo con convicciones agnósticas. La logoterapia debe ser accesible a todo el mundo; debería estar obligado a creerlo así por mi juramento hipocrático, si ya no por otras razones. La logoterapia es aplicable en casos de pacientes ateos y puede ser aplicada por médicos ateos. En todo caso, la logoterapia ve en la responsabilidad la auténtica esencia de la existencia humana. Al capitalizar la responsabilidad hasta este punto, el logoterapeuta no puede ahorrar a su paciente la decisión acerca de qué y para qué o para quién se siente él responsable.
Un logoterapeuta no tiene conscientemente derecho alguno a influir en la decisión del paciente acerca de cómo interpretar su propia responsabilidad, o acerca de qué es lo que tiene que considerar como sentido personal. La conciencia de cada cual, como todo lo humano, está sujeta a error; pero esto no excusa al hombre de su obligación de obedecerla: la existencia implica riesgo de error. El hombre debe arriesgarse comprometiéndose con una causa que puede no ser digna de su compromiso. Quizás mi compromiso con la causa de la logote-rapia sea erróneo. Pero prefiero vivir en un mundo en que uno tiene derecho a hacer decisiones, ni que sea decisiones erróneas, a vivir en un mundo en el que no haya posibilidad de elección. En otras palabras, prefiero un mundo en el que sean posibles, por un lado, un fenómeno como el de Adolf Hitler y, por otro, el de tantos santos como han vivido. Prefiero este mundo a un mundo de conformismo y colectivismo total o totalitario, en el que el hombre se envilece y degrada a mero funcionario de una parte del Estado.
El sentido de la vida
Hemos llegado al punto del tercer supuesto básico: después de haber tratado sobre la libertad de la voluntad y de la voluntad de sentido, el tema a considerar es ahora el sentido mismo.
Aunque ningún logoterapeuta prescribe un sentido, sí puede muy bien describirlo. Me refiero a que puede describir qué pasa en un hombre cuando experimenta algo significativamente, sin aplicar a esas experiencias pauta alguna preconcebida de interpretación. Para decirlo con pocas palabras, nuestra tarea es recurrir a una investigación feno-menológica de los datos inmediatos de la experiencia vital real. De un modo fenomenológico, el logoterapeuta puede ampliar y ensanchar el campo visual de este paciente en lo tocante a sentidos y valores, haciendo que cobren importancia, por así decir. Si somos cada vez más conscientes, sucede finalmente que nuestra vida no deja ya de mantener y retener un sentido hasta el último momento. Esto se debe al hecho de que, como puede mostrarnos un análisis fenomenológico, el hombre no sólo encuentra significativa su vida por lo que hace, sus obras, su creatividad, sino también por sus experiencias, sus encuentros con lo verdadero, bueno y bello del mundo y, por último, pero no por ello menos importante, por sus encuentros con los demás, con los seres humanos y sus cualidades únicas. Comprender a otra persona en su singularidad significa quererla. Pero incluso faltándole al hombre creatividad y receptividad, puede todavía realizar un sentido en su vida. Justamente cuando se ve enfrentado a este destino, cuando se ve abocado a una situación desesperada, le queda todavía al hombre una última oportunidad de realizar un sentido, de hacer real incluso el valor más elevado, de cumplir el más profundo de los sentidos: el sentido del sufrimiento[8].
Resumamos. La vida puede cobrar sentido de tres maneras: primero, por lo que damos a la vida (en términos de obras creativas); segundo, por lo que tomamos del mundo (en términos de nuestra experiencia de valores); y tercero, por el planteamiento que hacemos ante un destino que ya no podemos cambiar (una enfermedad incurable, un cáncer inoperable o cosas por el estilo). Sin embargo, incluso aparte de esto, el hombre no puede ahorrarse encarar su condición humana, lo cual incluye lo que yo llamo la tríada trágica de la existencia humana, a saber: dolor, muerte y culpa. Por dolor quiero decir sufrimiento; por los otros dos constituyentes de la tríada trágica, entiendo la doble faceta de la mortalidad y la falibilidad humana.
Poner el acento en estos aspectos trágicos de la vida humana no es tan superfluo como pueda parecer a primera vista. En particular, el temor a envejecer y a morir inunda la cultural actual, y Edith Weissko-pf-Joelson, profesora de psicología de la universidad de Duke, ha afirmado que la logoterapia puede ayudar a contrarrestar estas angustias particularmente extendidas entre los americanos. De hecho, tengo la convicción, y es también un principio de logoterapia, que el carácter transitorio de la vida no le priva a ésta en lo más mínimo de sentido. Lo mismo puede decirse de su falibilidad. De modo que no hay necesidad alguna de reforzar el escapismo de nuestros pacientes ante la trágica tríada de la existencia.
Y ahora volvamos por un momento al sufrimiento. Es posible que conozcan ya la historia que me agrada mucho contar a mis audiencias porque prueba lo mucho que ayuda a «engrandecer el sentido del sufrimiento». Un médico ya mayor acudió a mi consulta en Viena, porque no podía liberarse de una profunda depresión que se debía a la muerte de su esposa. Le pregunté: «¿Qué habría ocurrido, doctor, si usted hubiera muerto primero y su esposa hubiera tenido que sobrevivirle? A lo que él replicó: «Para ella hubiera sido terrible; ¡cómo habría sufrido!» Entonces le dije: «Ya ve, doctor, a ella se le ahorrado este sufrimiento, y es usted quien se lo ha ahorrado; pero ahora tiene que pagar por ello sobreviviendo y llorándola.» Aquel hombre mayor vio de repente su desgracia bajo una luz nueva y revalorizó su sufrimiento en los términos significativos de un sacrificio por amor a su mujer.
Incluso si esta historia les resulta ya familiar, lo que no saben es un comentario que hizo un psicoanalista americano hace unos cuantos meses. Tras oírme contar el relato, se levantó y dijo: «Entiendo lo que quiere decir, doctor Frankl; sin embargo, si partimos del hecho de que obviamente su paciente sufría tanto por la muerte de su esposa sólo porque inconscientemente la había odiado toda su vida...»
Si quieren ustedes saber mi reacción, aquí la tienen: «Es muy posible que, después de hacer que el paciente esté echado sobre su sofá por más de quinientas horas, usted le haya lavado el cerebro y lo haya adoctrinado hasta el punto de confesar “Sí, doctor, tiene usted razón, he odiado a mi mujer toda la vida, nunca la he querido...”, pero entonces», le dije, «lo que habría usted conseguido sería privar a ese hombre mayor del único precioso tesoro que todavía poseía, a saber, ese ideal marital que él se había creado, el verdadero amor entre ambos..., mientras que yo, en un minuto, he conseguido provocar un cambio significativo en su actitud o, déjeme serle franco, en darle consuelo.»
La voluntad de sentido de una persona sólo puede expresarse si el sentido mismo puede ser elucidado como algo que es esencialmente más que la mera autoexpresión de ella. Esto implica un cierto grado de objetividad y, sin una mínima cantidad de objetividad, nunca vale la pena vivir un sentido. No es que concedamos y atribuyamos sentidos a las cosas, sino más bien que los encontramos; no los inventamos, los detectamos. (No queremos decir otra cosa, cuando hablamos de la objetividad del sentido). Sin embargo, por otro lado, una investigación no sesgada revelaría también una cierta subjetividad inherente al sentido. El sentido de la vida debe concebirse en cuanto sentido específico de una vida personal en una situación concreta. Cada hombre es único y cada vida humana es singular; nadie es reemplazable ni ninguna vida es repetible. Esta doble singularidad acrecienta la responsabilidad humana. En última instancia, esta responsabilidad deriva del hecho existencial de que la vida es una cadena de preguntas que el hombre ha de responder respondiendo de su vida, a la que da respuesta siendo responsable, tomando decisiones, decidiendo cuál es la respuesta a dar a cada una de las preguntas. Y me atrevo a decir que para cada pregunta sólo hay una respuesta, ¡la correcta!
Esto no quiere decir que el hombre sea siempre capaz de dar con la repuesta o la solución acertada para cada problema o de hallar el verdadero sentido de su existencia. Más bien es verdad lo contrario; en cuanto ser finito, no está exento de error y, por tanto, debe asumir el riesgo de equivocarse. Cito a Goethe, una vez más, que dijo en cierta ocasión: «Debemos siempre apuntar a los ojos del toro, aunque sepamos que no siempre acertaremos.» O, para decirlo más prosaica mente: debemos intentar alcanzar lo mejor en sentido absoluto; de otro modo, ni siquiera llegaremos al bien relativo.
Cuando hablaba de la voluntad de sentido, me remití a la orientación al sentido y a la confrontación con el sentido. Pero, al hablar del sentido de la vida, debo remitirme a la frustración de sentido, o a la frustración existencial. Representa lo que podemos llamar la neurosis colectiva de nuestro tiempo. El decano de estudiantes de una importante universidad norteamericana me contó que en su trabajo como consejero continuamente se encuentra con estudiantes que se quejan de la falta de sentido de la vida, llenos de ese vacío interno, que yo he denominado «vacío existencial». Y no son pocos los casos de suicidio entre estudiantes atribuibles a este estado de cosas.
Lo que se requiere hoy día es complementar, no suplir o sustituir la denominada psicología profunda con lo que podríamos llamar una psicología elevada. Esta psicología haría justicia a los aspectos y aspiraciones más elevados del hombre, incluidas sus frustraciones. Freud fue suficientemente genial para ser consciente de las limitaciones de su sistema, como cuando confesó a Ludwig Binswanger que se había «siempre limitado», en su caso, a «la planta baja y al sótano del edificio»[9].
Un psicólogo elevado en el sentido ahora esbozado ha dicho que lo que se precisa es una «base de convicciones y creencias tan fuertes que empuje a los individuos a vaciarse de sí mismos y los haga vivir y morir por un propósito más noble y mejor que ellos», y que habría que enseñar a los estudiantes que «la supervivencia está hecha de ideales»[10].
Y, ¿quién es este psicólogo elevado que acabo de citar? Quien ha hablado no es un logoterapeuta, ni un psicoterapeuta ni un psiquiatra o un psicólogo; es un astronauta, el teniente coronel John H. Glenn: un psicólogo de «altura», ciertamente...

II DINÁMICA EXISTENCIAL Y ESCAPISMO NEURÓTICO[11]