Puré instantáneo - Mario A. Fiore - E-Book

Puré instantáneo E-Book

Mario A. Fiore

0,0
1,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Puré instantáneo, de Mario A. Fiore, es una autopista que va de la infancia a la vejez y une la Mendoza rural con la sobrepoblada Buenos Aires. Nueve cuentos ponen en discusión el sentido del honor, la masculinidad, la pérdida de la sensatez y el deterioro del cuerpo. En cada uno de los relatos hay una granada, la violencia física o emocional está a punto de estallar. Tres jóvenes son testigos involuntarios de una violación. Un ex adicto quiere reconstruir la verdad oculta detrás del suicidio de su abuelo. Un padre enseña a sus dos hijos adolescentes a disparar armas de fuego. Un joven aborigen y un chico con desórdenes de conducta se internan en el monte. Un hombre regresa a Mendoza a clausurar la casa de sus padres fallecidos. Un joven sin empleo ni vocación de repente se transforma en actor en una película de bajo presupuesto y se toma demasiado a pecho su papel. Un hombre y una mujer jubilados inician una relación inesperada porque sus perros se pelean en el parque. Un grupo de amigas de toda la vida se desintegra cuando una de ellas fallece. Una profesora cree haber envenenado sin querer a su nieto con puré instantáneo.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 196

Veröffentlichungsjahr: 2024

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Mario A. Fiore

Puré instantáneo

Fiore, Mario A.Puré instantáneo / Mario A. Fiore. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5022-4

1. Cuentos. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINAwww.autoresdeargentina.cominfo@autoresdeargentina.com

Índice

Bodega abandonada 

Río Tunuyán

Tiro al blanco

Guyamil

El adelantado

El rodaje

Los perros

Las chicas

Puré instantáneo

“A medida que la guerra se vuelva ignominiosa y su nobleza sea puesta en tela de juicio los hombres honorables que reconozcan la santidad de la sangre empezarán a ser excluidos de la danza, que es el derecho del guerrero”

Cormac McCarthy

Agradecimientos: a mis sabios guías Osvaldo Bossi y Mercedes Araujo.

A mis imprescindibles lectoras Melisa Belver, Socorro Giménez y Rocío Revuelta. 

Bodega abandonada 

No hicimos nada. Si nos movíamos nos mataban, estaban armados. La violaron frente a nosotros, pero ellos no nos vieron. Estábamos amontonados entre los escombros, fuera del alcance de sus ojos. Juro que no podríamos haber hecho nada. Esto lo he contado miles de veces. A la Policía, a mi familia, a mis amigos, a los vecinos, a cada persona que conocía. Con el tiempo, era yo quien sacaba el tema si ellos no lo hacían. Nada parecía conformarlos. Una sombra de duda caía sobre nosotros. Teníamos solo veinte años. La chica, dieciséis, para diecisiete. Desde entonces, cada vez que volvía al pueblo por un fin de semana, para alguna fiesta, tenía miedo de encontrármela. A ella, a sus hermanas, a sus padres. Sentía vergüenza. No podía habitar el mismo lugar que ella, que todos ellos. Lo bien que hice en irme. 

El Silvio estaba sedado. Tenía la cadera y una de las piernas quebradas, además de politraumatismos en la cabeza. Yo y el Ricardo permanecíamos en la sala de espera. 

Cagones, ¡eso es lo que somos! 

No, ¿qué decís? No podíamos hacer nada. Calmate y dejá de llorar, nos están mirando. 

Sabíamos que los rumores nos iban a seguir a todos lados y que, con el tiempo, si no hacíamos algo, se iban a convertir en una pesadilla. Yo no quería pensar qué dirían sus padres, los de la chica. El Ricardo creía que podrían entender la situación si la explicábamos bien, con paciencia. Teníamos que poner al pueblo de nuestro lado. No iba a ser fácil. Con el Silvio no podíamos contar, aunque el hecho de que estuviera roto en mil pedazos nos debía favorecer. ¿Dónde está la piba?, preguntó apenas abrió los ojos. Está bien, no te preocupes, vos tenés que descansar. El Silvio seguramente querría volver a verla. Yo no sabía si podría mirarla a la cara otra vez. 

Entramos con ella al hospital arrastrando al Silvio, que se nos desarmaba. A la chica la vinieron a buscar enseguida, una doctora y una mujer policía, cuando se enteraron de lo que le había pasado. Al Silvio le hicieron radiografías y lo sedaron, iban a tener que operarlo varias veces con el correr de los días. Estaba todo quebrado. Yo me revolvía en el banco al lado del Ricardo, y no paraba de imaginar qué le íbamos a decir a la Policía cuando nos vinieran a buscar. Le juro que no pudimos evitar nada, señor comisario. No, no tenemos idea de quiénes son los otros. Sí, a la piba la conocemos, pero de lejos nomás. Jamás le hubiéramos hecho ningún daño. 

Sabíamos dónde vivía porque era vecina de la vieja Peña, que abría su casa para que los muchachos debutaran con sus nietas y sobrinas nietas. Pero esta piba no era como todas esas. 

Te das cuenta quién es ella, ¿no? Nos van a preguntar. 

Sí, es la que vive al lado de la vieja. 

¿Y si dice algo de nosotros? 

¿Qué va a decir? ¡No le hicimos nada! 

La habíamos conocido tres años antes, cuando la chica se incorporó a nuestro colegio. Pero no hablaba con alumnos más avanzados, y nosotros ya estábamos en quinto. Parecía tímida, algo arisca. Era linda. Que nosotros supiéramos, no salía con nadie. No era una buscona. No se merecía lo que le pasó. 

II

No tenía ganas de ir, el Silvio y el Ricardo me convencieron. Ellos iban con sus novias y yo invité a la Rosana. Se cumplían diez años de la finalización de la secundaria. La Rosana tenía curiosidad de conocer a quienes habían sido mis compañeros. Pocas veces la había llevado al pueblo, ella siempre me lo reprochaba. Estaba al tanto del episodio de la violación, pero no sabía que me había afectado así. Quizás yo tampoco era tan consciente de eso. Temía que saliera el tema, aunque era una cena para recordar los años del colegio y lo que había pasado con la piba fue casi cuatro años después de que nosotros egresáramos. Sin embargo, cabía la posibilidad de que a alguno se le calentara el pico con la bebida y me reprochara que me borré prácticamente del pueblo, algo así. Medité la respuesta: podría decir que ya entonces estaba enamorado de la Rosana, que pensábamos formar una familia en la ciudad, ella recién se había recibido de médica. Desviaría la atención. 

Fuimos de los primeros en llegar al club náutico. Era principios de diciembre, domingo al mediodía. Habíamos contratado el servicio: unos empleados harían el asado, servirían las bebidas, tendrían todo listo. Ni bien llegué saludé a la Marcela Polo y a su marido. No había ido a su casamiento y ella me lo reprochó. Ya tenía dos chicos que yo no conocía. La Rosana le sacó conversación, yo busqué con la vista al Silvio y al Ricardo, pero no habían llegado. Me sentí un poco decepcionado, al fin y al cabo, había ido por ellos. Un pibito, que debía ser hijo del asador, me acercó el primer vaso de vino y luego el segundo y el tercero. Hice de cuenta que escuchaba la conversación de la Rosana y la Marcela, a la que se habían sumado el Ariel Fantone y su nueva pareja, una mujer de unos cuarenta años que yo no tenía de ningún lado, una desconocida total. Pronto éramos doce excompañeros y nuestras parejas, sentados en un salón de grandes ventanales que daban al dique. El Silvio y el Ricardo llegaron juntos, traté de disimular el alivio que me provocó verlos entrar. El Silvio venía con la Petisa, su compañera, y el Ricardo solo, llevaba mucho tiempo separado de la Gabriela. Me hicieron alguna broma, que les respondí con el mismo sentido del humor. El pibito siguió sirviéndome vino y yo, no sé si por decisión o por necesidad, no me rehusé ninguna vez. A diferencia de otros borrachos, yo no me voy de lengua. No tenía miedo de decir nada desubicado, pero mi cabeza volaba. Quería salir a dar un paseo con el Silvio y el Ricardo, nosotros tres nomás. De pronto necesitaba estar a solas con ellos. Hasta la Rosana me parecía chillona, estridente, entre todo ese elenco vociferante. No sé ni de qué hablaban los demás. Me era imposible concentrarme. Fue la Rosana la que le dijo al pibito, con mucha delicadeza, que no me sirviera más vino y que en cambio me llenara varias veces el vaso de agua. La única que se dio cuenta fue la Petisa, que estaba igualmente achispada, aunque calculo que también había fumado porro con el Silvio, los dos tenían los ojos achinados. Él la tenía abrazada por la cintura y se reía a carcajadas. El Ricardo, como siempre, había querido tomar las riendas de la parrilla, pero el asador lo mantuvo lejos. Charlaba ahora animado de pesca con el tipo, aunque en el dique lo único que había eran pejerreyes, ni valía la pena alquilar una balsa. Pero al Silvio se le metió en la cabeza volver a pescar el fin de semana siguiente, y se lo dijo al Ricardo, yo mismo lo escuché. Me dolió que no me invitaran, aunque seguramente fue porque sabían que yo al pueblo no iba a volver tan pronto. Le dije a la Rosana que iba al baño. Estaba alejado del salón y me vendría bien tomar aire, de pronto me sentí mareado. Ella no se animó a levantarse para no llamar la atención. 

Creí verla, estaba saliendo del baño. Llevaba un bebé de pocos meses que seguramente no era su primer hijo, en el pueblo las muchachas son madres muy jovencitas. Lo que me desconcertó fue que usara el pelo tan corto, como un chico. Pero sí, era ella. Cuando puso a la criatura sobre su hombro, para dormirla, no tuve ninguna duda. No me vio, por suerte. Miraba a su bebé, y me dio la impresión de que había estado cambiándole los pañales en el baño de mujeres. Podría jurar que la noté feliz, las mujeres son fuertes. Me sentí un idiota, apuré el paso y llegué a vomitar en uno de los inodoros. Debo haberme demorado casi una hora en recuperarme. Antes de volver a la mesa, di un rodeo para que pensaran que había estado paseando todo el tiempo que estuve ausente. 

III

Aquellos sucesos fueron resultado del aburrimiento. Quien tuvo la idea de infiltrarse en la bodega La Flor, abandonada desde fines de la década de los 70, fui yo. Anduvimos en el auto del padre del Ricardo durante veinte minutos, por una ruta provincial transitada por camiones cargados de uvas, y llegamos hasta la puerta de una extensa finca que entre los 40 y 50 había albergado también un club social para los campesinos. 

Estacionamos el auto y el primer obstáculo lo salvamos con facilidad, cualquiera podía trepar la valla, de poco más de un metro, y entrar a aquella propiedad del Estado, que era el dueño de todas esas hectáreas inactivas desde la recordada quiebra de La Flor. Me sentía atraído por una torre que tenía en su cúspide un tanque de agua gigante. Cada vez que pasaba por allí miraba ese monstruo, parecía Frankenstein. Subimos como hormigas en fila por una escalera externa de hierro oxidado, como las que tienen los edificios antiguos en su parte trasera para las emergencias. El segundo obstáculo también lo salvamos. Prendimos un porro para mezclarlo con el aire limpio y energizante que entraba a nuestros pulmones. El tanque de agua era como una taza a escala monumental. No debíamos estar a más de treinta metros de altura, pero desde ese mirador podíamos perder la vista en los viñedos de los alrededores. Entre las tierras labradas y la Cordillera solo se interponía el desierto. Los camiones que transitaban la ruta entraban en el cuadro por el este, como puntos diminutos. A medida que se acercaban parecían juguetes y finalmente se convertían en máquinas que nos ignoraban. Nadie podía imaginarse que estábamos allí arriba. 

Al Silvio se le ocurrió entrar en la bodega. Miren si encontramos algo valioso, nos dijo. Bajamos, de nuevo como hormigas ordenadas, por la escalera de hierro. El portón principal estaba cerrado. Una patada bastó para volar la cadena y el candado. Nos sorprendió el éxito fácil, todo estaba siendo demasiado sencillo. El Silvio se mandó y nosotros lo seguimos. Predominaba la oscuridad, salvo en el fondo. Allí el sol pegaba con todo porque el techo de chapas se había caído. 

Uh, qué inmundicia este olor, rajemos de acá. 

No, pará, por lo menos demos un vistazo. 

El Silvio se puso a recorrer la nave oscura mientras nosotros dos nos pasábamos otro porro sin apuro. Una escalera desvencijada llevaba hasta un entrepiso, el Silvio la encontró alumbrando con la llama de su encendedor. Desde allí nos hizo señas para que subiéramos. Arriba no estaba tan oscuro, el sol se colaba por los agujeros de las chapas, y encontramos una hilera de barriles vacíos: el olor venía de ahí. 

¿Cómo puede ser que sigan conservando ese tufo? 

Bajemos, se me revuelve la panza. 

Decidimos tomar el último sol de la tarde. Con el Ricardo no quisimos seguir fumando porro, el Silvio le dio una última pitada. 

Llevémonos un barril. ¿Quién me ayuda a bajar uno? 

El Silvio volvió a meterse en la bodega. Nosotros no quisimos acompañarlo. 

Un estrépito nos hizo entrar a las corridas. El entrepiso cedió y se vino abajo. El Silvio quedó desparramado, con el rostro desfigurado por el dolor. 

Se quebró entero, se hizo mierda. Hay que sacarlo de acá.

No, ¿estás loco? No hay que moverlo, hay que llamar al hospital para que manden una ambulancia. 

Ese hospital de mierda tiene una sola, se nos va a morir acá. 

Yo no me animo a tocarlo, tiene todos los huesos rotos. 

Si lo dejamos se muere.

IV

Aquel diciembre nos estaba cocinando a fuego lento. No se podía estar en ningún lado. Volví a la casa de mis padres un día antes de Nochebuena y a eso de las siete de la tarde pasé por lo del Silvio, a quien no veía hacía varias semanas. Pronto llegó también el Ricardo. Tácitamente habíamos decidido tratar de no exponernos los tres juntos a la vista de todo el pueblo. Teníamos miedo de que fuese tomado como una provocación porque todavía estaba bastante fresca la tragedia de la chica. Tomamos cerveza en el patio de la casa del Silvio. Su hermana menor, la Sandrita, le revoloteaba al Ricardo y no paraba de traer porrones de la heladera. Por entonces yo era el que no tenía éxito con las muchachas. Al Silvio le sobraban y el Ricardo no se podía quejar. La Sandrita no era muy linda, pero era atrevida. No tenía escrúpulos ni siquiera frente a sus padres o su hermano. Al Ricardo se le sentaba en las piernas, como cuando tenía siete años. Su ansia sexual era cada vez más evidente, y ese día tenía un ejército de amigos festejando cada guarrada que decía. De pronto, el patio de la casa estaba lleno de adolescentes que bailaban la cumbia que salía de unos parlantes enormes. A las once de la noche los padres nos echaron, pero los amigos de la Sandrita querían seguir, así que nos fuimos todos para la plaza. Ahí empezaron los problemas. 

Acompañame al kiosco a comprar más cervezas, le dijo la Sandrita al Ricardo, y se lo llevó al trote. Sus amigas, la Vero y la Soledad, se rieron cómplices porque sabían que esa noche la Sandrita se había propuesto comerle la boca al Ricardo, lejos de la vista de su hermano. Yo los seguí porque tenía ganas de mear y busqué unos árboles en un sector más oscuro de la plaza, enfrente del kiosco. No estaba borracho, apenas un poco alegre. Pude ver y escuchar todo lo que pasó. Cuando iban llegando al kiosco, la Sandrita le agarró la mano al Ricardo. 

Eh, ¿qué hacés? ¿estás loca? 

Sé bien que te gusto desde hace años. 

Pero ¿qué decís? Sos la hermana del Silvio. 

¿Y eso qué tiene que ver? 

Bueno, pero sos menor, nena. 

¿Y?

¿Cómo y?

Sí, no te voy a denunciar. 

Estás loca. 

El Ricardo le soltó la mano y apuró el paso hasta el kiosco. El hombre que atendía, don Sergio, los miró intrigado. Les vendió seis cervezas. Cada uno regresó hasta el centro de la plaza, donde estaba el resto, cargando con tres botellas. Los amigos de la Sandrita ya estaban casi todos en pedo para la dos de la madrugada. Uno se lanzó sobre unas ligustrinas y dejó la marca de su cuerpo sobre ellas, las destrozó. Estaban dispuestos a hacer quilombo. Era evidente. 

Te he dicho que no andes detrás del Ricardo.

¿Qué tiene si no le hago nada? No me reta el papá, no me vas a decir vos qué tengo que hacer…

Dejalo en paz, es la última vez que te lo digo. 

La Sandrita le echó una mirada fulminante a su hermano y se sentó en las faldas de uno de sus amigos, que inmediatamente comenzó a meterle mano. Ella se reía a los gritos y sus amigas festejaban todo lo que hacía. El pibe estaba en pedo, en cualquier momento la tiraba al piso y se le montaba encima. El Silvio los dejó seguir. Yo me lo llevé unos metros para que meara. El calor de la noche era infernal, no se movían ni los insectos y era evidente que las cosas entre la Sandrita y su amigo iban poniéndose peor. 

La voy a cagar a patadas. 

No seas boludo, ya estamos en la boca de todo el pueblo. 

¿Y? ¿Voy a dejar que se la coja ahí mismo? ¡Es mi hermana!

El Silvio agarró de los pelos a la Sandrita, que se largó a chillar como si realmente la estuviera matando. Cuando logró que se levantara del suelo, le pegó una cachetada que le dejó la mejilla ardiendo. Las amigas se le largaron encima, una de ellas le arrancó parte de la camisa. El Ricardo se metió a defenderlo. Empujó a una, que cayó de culo al suelo. Entonces el pibe que había estado manoseando a la Sandrita, completamente borracho, sacó una navaja y le cruzó el brazo izquierdo de punta a punta. 

La comisaría estaba en la esquina, y los policías, que habían estado observando todo desde la puerta, decidieron intervenir. 

¡Este hijo de puta quiso violar a mi hermana!

¡Mentira, solo estábamos jugando! 

Te estaba queriendo coger acá en la plaza, tarada. ¡No podés ser tan puta!

¡Hubieran defendido a la piba que violaron!

La frase la tiró una de las chicas y el eco vino rápido.  

¡Eso mismo! 

¿Qué se hacen acá los machitos, pedazo de cagones! 

Se llevaron al Silvio, al Ricardo y al borracho. La Sandrita salió corriendo y estuvo hasta el otro día escondida en lo de una de las amigas. Sus padres la encerraron. Durante todo ese verano no pudo pisar más la calle.  

V

Un portazo detuvo en seco nuestra deliberación sobre qué hacer con el Silvio. Rápido de reflejos, el Ricardo me hizo callar. Dos hombres arrastraban a la piba hasta donde se colaba más luz. No podía gritar porque uno de los tipos le tapaba la boca.  La reconocí: era la vecina de la vieja Peña.  A los tipos no los ubicaba, pensé que posiblemente fueran hermanos. ¿De dónde habían salido? Parecía que la conocían bien, quizás fueran obreros golondrinas y hubieran trabajado con ella en la cosecha. Les calculé más de veinticinco. ¿Cuánto tiempo más iba a pasar hasta que se dieran cuenta de que estábamos allí atrincherados? Uno de ellos ahora apuntaba a la chica con una pistola. No podíamos hacer nada. 

Habían entrado a la bodega por una puerta que daba a los fondos, no habían visto el auto del padre del Ricardo, estacionado a la vera de la ruta. El tipo del revólver la encañonó en la frente, dándonos la espalda. El Ricardo, arrodillado al lado del Silvio, había alcanzado a acomodarle la cabeza sobre sus piernas para que no tragara sangre y se ahogase.  

Ahora vas a obedecer o te matamos acá y no te encuentra nadie.

No pude apartar la vista. Registré todos los detalles. Sabía lo que iban a hacerle. Uno de los tipos la amordazó con un pañuelo y la desnudó, mientras el otro seguía apuntándole. La piba temblaba como una rama seca. El primero se bajó los pantalones, la agarró por detrás y comenzó a frotarse contra ella. No la hizo acostar en el piso mugriento, la mantuvo todo el tiempo de pie, atenazándola. 

Esto te pasa por provocar, ¿te gusta? 

El que dijo eso fue el del revólver, que seguía de espaldas a nosotros. El violador pegaba su boca a la nuca de la piba mientras emprendía contra ella. Ella soportaba la embestida con la cara empapada. Todo su cuerpo se había vuelto morado. El tipo terminó y se subió rápidamente el jean. Agarró el arma e intercambió posiciones con su cómplice. Tuve que contener la respiración para no hacer ruido. No podía dejar de mirar. 

De repente, ella abrió los ojos, ya no lloraba. Eran cerca de las siete y media, me di cuenta porque el sol se alejaba. Unos haces de luz se metieron de forma oblicua a la bodega y entonces la piba pudo vernos perfectamente en la penumbra: contra la pared, inmóviles y rodeados de escombros. Fui yo quien se dio cuenta de que nos estaba mirando. Me llevé el índice a la boca para indicarle que se callara. Fue más bien un ruego. La piba me sostuvo la mirada y después volvió a cerrar los ojos. 

En un momento en que el segundo tipo aflojó la presión que ejercía sobre su cuerpo, ella le lanzó una patada e intentó escaparse, pero el del revólver la golpeó con la culata en la frente y ella cayó al piso. No se desmayó. Le caía sangre por la cara, pero no lloró. 

Terminá de una vez, ¿qué carajo te pasa? 

Se me quiso escapar la hija de puta. 

Dale, apurate. 

El segundo tipo se le acostó encima. Ella estaba de boca sobre el suelo y, una vez que sintió la descarga, inmediatamente corcoveó, buscando librarse del peso del verdugo. Él se incorporó, se acomodó el pantalón y volvió a tomar el arma. El primero sacó de su campera unos pedazos de cables gruesos y ató las manos y los pies de la piba. Se fueron por la misma puerta por la que habían entrado, escabulléndose por los fondos. 

VI

Me equivoqué cuando pensé que el Silvio, después de las operaciones y de su larga recuperación, intentaría tomar contacto con ella. No se atrevió, al igual que nosotros. Pero se obsesionó con los violadores, a los que habían detenido dos días después del día de la bodega y que desde entonces estaban presos en la penitenciaría provincial, a la espera del juicio. Nosotros sabíamos que íbamos a tener que testificar ante un tribunal. Pensar en ese momento me paralizaba, aunque a la vez deseaba que llegara rápido, para dar vuelta la página dejando en claro ante los jueces, fiscales y abogados que nosotros no podríamos haber hecho nada para salvarla. La piba nunca nos involucró, apenas si había hablado de nosotros. Igual temía que la violación la hubiera traumatizado y metiera en la misma bolsa a todos los que habíamos estado esa tarde en la bodega. 

Los tipos resultaron ser sus primos lejanos, y por lo que averiguó el Silvio a través del fiscal, tenían antecedentes de robos. El padre de ella provenía de una familia en la que abundaban ladrones y chantajistas, por eso cuando decidió casarse con la madre tuvieron que mudarse lejos, una exigencia que habían impuesto los padres de la novia. Aquel verano estos dos muchachones se habían acercado a ver a su tío, presentándose como familiares lejanos desesperados por trabajo. El hombre había accedido, y ellos habían pasado dos largos meses cosechando en varias fincas de la zona, con él y toda su familia. Allí habían trabado relación con la piba. 

El juicio se realizó un año y pico después de lo de la bodega, la chica ya era mayor de edad. El primero que declaró fue el Ricardo. Ese mismo día también lo hice yo. El Silvio quedó para la siguiente jornada y su testimonio fue breve, por obvios motivos. Al Ricardo y a mí nos acribillaron a preguntas. Cómo era posible que los delincuentes no nos hubieran visto, a cuánta distancia estábamos del hecho, si no podríamos habernos lanzado sobre los violadores, o haber huido y pedir ayuda, o haberles tirado con un objeto contundente en la cabeza. La explicación a nuestra inacción era siempre la misma: el Silvio estaba gravemente herido, no podíamos dejarlo ahí tirado, ellos estaban armados. Sentí el rechazo de todas las personas que estaban en aquella sala de audiencias. Los dos tipos, en cambio, apenas si nos miraron. Sin nosotros, quizás podrían haber aducido que el sexo fue consentido. Pero nosotros habíamos estado allí, habíamos visto lo que hacían con la piba.

Mi principal preocupación, en los días anteriores a mi testimonio en sede judicial, fue encontrarme con ella. Pero la chica prefirió no estar. Su ausencia me perturbó más, no me produjo ningún tipo de alivio. Intuí su indulgencia para con nosotros, nunca íbamos a poder reparar el daño que no supimos evitarle, que no pudimos evitarle. 

VII

Dejamos pasar unos minutos. Ella esperó en el piso sin moverse. El Silvio había vuelto a respirar quejumbrosamente. Fui yo quien la desató, le saqué la mordaza y la ayudé a ponerse de pie. 

Vas a estar bien. 



Tausende von E-Books und Hörbücher

Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.