¿Quién fue Bernardo Rueda? - Raúl H. Drubich - E-Book

¿Quién fue Bernardo Rueda? E-Book

Raúl H. Drubich

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Beschreibung

En un remoto pueblo de la llanura pampeana discurre la vida de Bernardo Rueda. Tocado por un sortilegio, su pensamiento descubre los saberes del neurólogo francés J.M. Charcot. Su formación de médico le resultaba insuficiente y, conformando un núcleo de colaboradores de la más diversa índole, se introduce en experimentos y teorías de un valor metafísico que demandará del lector una apertura, que rozará lo introspectivo. Discurrirá en su búsqueda, con desenfreno y osadía, en teorías que involucran el cuerpo y la mente como un indiviso sistema, redefiniendo los procesos de salud y enfermedad de un modo holístico. Los secretos de la esquiva "sombra", las indescifrables emociones que habitan en los órganos corporales, y las percepciones psíquicas que desafían a la ciencia, son abordados por el preciso bisturí quirúrgico e intuitivo del médico Bernardo Rueda y narrados por un testigo que, por el momento, se mantiene en el anonimato.

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Raúl H. Drubich

¿Quién fue Bernardo Rueda?

Drubich, Raúl Horacio ¿Quién fue Bernardo Rueda? / Raúl Horacio Drubich. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4759-0

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Diseño de portada: Nicolás Quattrociocchi Imagen de tapa: collage digital de Luis Acosta, realizado con obras de Mabel Pena, Fabiana Gadano y María Regina Linares.

Índice

Dedicatoria

Agradecimientos

Sinopsis

“Para ver cierro los ojos”.

Paul Gauguin

1

Situar las escenas en el tiempo ha sido una ardua tarea. Un abanico que se menea entre décadas no tan lejanas, ¿podría decirse entre los ´60 y los ´80? Podría. Es que muchos de los consultados, confunden sus recuerdos cargados de enorme sentimentalismo y algo, claro está, de trastornos propios de la edad. ¿Solo quedan personas ancianas con el testimonio de aquellos hechos? Al parecer sí, lo que conlleva una lógica deducción: lo ocurrido pertenece al pasado.

¿El pasado? ¡Qué descubrimiento! Si los verbos pretéritos sitúan las escenas –estaba, pisó, caminaba, preguntó–. ¿A qué se debe, pues, tanta confusión? Es que, a decir verdad, la rama de la historia se olvidó de este hijo, a tal punto que no se le ha dejado ver casi por ningún lado… y, sin embargo, ha hecho tanto. Tanto, que las hojas que despliega este humilde escriba quedarán insignificantes frente a su talento intelectual, su inusual pensamiento, y conductas tan extrañas para la época, que cualquiera diría si no se está hablando desde la perspectiva de un consagrado genius. Y la pregunta acecha, intrigante como una sábana con forma de mujer: ¿quién fue y qué hizo Bernardo Rueda?; y al fin, ¿cuál fue el destino de su grupo de cortesanos en ciencias, artes, doctrina y calle?

2

Y la historia comenzaba, aspirando tabaco.

¿Qué sucedió en la cabecita del niño Bernardo cuando su cerebro percibía por primera vez el rumor esquivo del placer de la nicotina? Nadie lo sabía, pero sí, por puro instinto, se dejó llevar por el espíritu de la imitación, que lo condujo a robar unos armados de su padre y unos fósforos a su madre. Con ellos, correr emocionado hacia el corral gigantesco que los ganaderos de la zona habían montado, no hacía tanto tiempo, en la sociedad rural de su pueblo. Su pequeño poblado, que él y sus compañeritos refundaron con el título de “El Embole”.

Era la tarde de un día cualquiera, porque en esa época todos pasaban de manera repetida: escuela, fútbol, baño, cena y cama. El sábado hacía la diferencia, claro; o las vacaciones escolares, donde la pelota rodaba durante toda la jornada; o cuando, en los ocasionales descuidos de sus padres, el niño se zambullía en los secretos de la fuente del patio de su casa. Pero éste, no es el momento de contarlo.

Ese día consignado llegaba el niño al gran establo, y sin guardar ninguna forma, tal lo resuelto de su carácter, sentado sobre la terrosa superficie apenas salpicada por alguna hierba silvestre. Apoyada su espalda, sobre una de las columnas que constituían el amplísimo cerco de alambre que rodeaba todo el perímetro del campo. Así, en un santiamén, con un estilo ansioso que se le hizo carne apenas vio la luz, le daba fuego al armado. Aspiraba profundamente del tabaco humeante, tragando el elixir vaporoso cuyos componentes químicos reconocían la virginidad de esas terminaciones nerviosas. Las invadieron, redefiniéndolas, ultrajando su asombrosa constitución para colocarlas en sus apenas nueve meses de gestación y ocho años de vida, a su entera disposición. Sí, a esa temprana edad, Bernardo Rueda ya era un fumador.

Una brisa refrescante indicaba la llegada de la tardecita. El niño levantaba con apuro sus medias, abrazando las pantorrillas contra su pecho. Observaba el campito, la tierra extensa de esos corrales, que acusaban la llegada de una tropa de novillos en acampe hasta la faena del día siguiente. Escuchaba el grito de los arrieros que, desde la altura de sus caballos, ordenaban el desorden, y él, ausente su atención de esos movimientos, arrobado por los primeros placeres que dominaban su cuerpo, le daba fuego a su segundo armado. Por detrás, se le aparecía un compañero, de pelo rubio y lacio, ojos redondos y ropa diminuta. Y luego, algunos más, los de siempre, conformando una grilla de cabecitas coloridas que giraban en su entorno.

Esa misma tarde debutaban en el vicio varios de esos chiquilines aburridos que esperaban por alguna pelota que no llegaba. Y pitada va, pitada viene, la barra de “El Embole” sumaba un secreto más a su patrimonio de macanas. El tiempo diría, como en algunos picaba el vicio y para toda la vida, y en otros, no pasaría de una anécdota. El final de la tarde los encontraba de regreso a su barriada. Sin partido de pelota y con el tedio de siempre. A su paso, golpeaban puertas y tocaban timbres donde los había, para escapar a todo trapo de las vecinas de ese páramo solitario, que salían a constatar con ansiedad, cuál fantasma antiguo venía de visitas.

El cigarrillo acompañaría a Bernardo durante su infancia, después en su adolescencia de estudio y mujeres, y luego en su carrera de medicina. Se transformó en su sostén emocional, en el modo mediante el cual, su singular espíritu, se adaptaba a la vida. Como un antiguo líder espiritual, obtenía su savia, de la sagrada hoja del tabaco.

3

Ahora sí, nos acercamos al patio de la casa de Bernardo. Se veía bien ubicada, entre canteros de helechos, rosales y malvones, una fuente redonda hecha de hormigón, de 2 metros de diámetro y medio de alto. En su centro, se elevaba una forma femenina similar a una Venus –emparentada, según su padre, con la diosa griega Afrodita–. Cubría su esculpido cuerpo desnudo con un velo de yeso que asemejaba volar con el viento. A sus pies, en las aguas verdes, vivían mojarritas plateadas como una mica e inquietas como un látigo de arriero. Puede uno imaginarse lo que significaba para el pequeño un chapuzón en esa piscina, tan refrescante en los tórridos veranos de El Embole, y tan atractivo como todo lo prohibido por los padres.

La inmersión tenía ciertos vestigios fantasiosos que, en la mente de Bernardo, se hacían intensos y vivenciales. Bajo el agua cerraba sus ojos y jugaba a aguantar la respiración, mientras, sentía el cosquilleo en sus pies de los pececitos juguetones. Cada vez que sucedía una fuerte lluvia el agua quedaba cristalina y le permitía observar el mundo acuático como si fuera un buzo. Recorría las paredes verdes de algas y no quitaba el ojo del piso, cuando, al correr con sus pequeños dedos el velo vaporoso de la vida orgánica, veía los colores brillantes de los azulejos turquesas, anaranjados y blancos: original decoración, oculta a simple vista por el escaso mantenimiento. Incluso, mucho tiempo después, cuando fue capaz de vaciar la fuente para su limpieza, descubrió que esos colores espejados formaban curiosas figuras de estrellas de mar, caracoles e hipocampos, asemejando un lecho marino. Bernardo se embelesaba al pensar que nadaba en ese vasto océano en el centro de su patio, girando en derredor de la Diosa Griega, que en silencio mantenía su pose de mariposa enamorada.

Su papá era un exiliado europeo que añoraba su pueblo a orillas del Mar Mediterráneo, con sus reflejos azules y sus olores a mariscos y pescados. Construyó en esta tierra de adopción una fuente para atrapar allí sus sueños, pero con agua dulce y peces de río. Así, creó una especie de capilla ardiente, en donde lloraba con el recuerdo de su infancia, su familia y su patria natal. La Venus no había sido su idea, sino una ocurrencia del vendedor de materiales que la tenía empolvada en un rincón con un pedido no retirado. Él, limitado en el idioma y tentado ante la oferta que se le ocurrió conveniente, no se resistió. Y le entregó a esta Diosa Griega una importancia que no explicó jamás, de dónde le vino, ni el por qué, pero que le producía en su nostalgia permanente un vivo recuerdo de algún primer amor europeo. A contramano del machismo imperante y de los rezongos de su esposa, el papá de Bernardo, en sus mejores años, ornamentaba la imagen con flores y guirnaldas. Incluso, para una navidad, se animó a colocar sobre su cabeza un gorro blanco y rojo de Papá Noel.

Bernardo no vivió esa etapa radiante de la fuente, ubicada sentimentalmente entre ser el purgatorio de aquel inmigrante entristecido, o el altar de una imagen milagrosa que devolvería a sus fieles la fe y la esperanza en el regreso a los tiempos felices de una lejana infancia. No fue ni lo uno ni lo otro, porque en unos pocos años lucía descascarada, sus aguas sucias y la mujer de la estatua dejaba ver un rostro cabizbajo y pesimista. Qué extraño fenómeno el de los materiales inertes, cuando, aún convencidos de su absoluta existencia mineral, se esmeran en demostrar sentimientos. ¿Qué es lo que late en su vacío pecho? ¿Y en sus senos turgentes, cuál alma se alimenta? ¿Y esos monocromáticos ojos, a quién le devuelven la mirada?

4

Unos años habían pasado desde su infancia. La fuente del patio, eclipse de sus deseos, pasaba de moda entre adultos y niños. Aunque Bernardo, mientras desarrollaba un carácter nostálgico y reflexivo, acudía con frecuencia a ver sus aguas quietas, ya vacías de mojarras, que reflejaban por las noches todas las estrellas del cielo.

Acababa de estudiar a Jean Martín Charcot. Nacía una atracción irresistible. Un antiguo libro de psicología clínica, abandonado en la biblioteca de su hogar, le permitió conocer las técnicas hipnóticas que el neurólogo francés utilizó en el Siglo XIX.

Sugestionado por la lectura, abierta su psiquis a la prueba, realizó un simple ejercicio. En la oscuridad cómplice de la noche, encendió pausadamente sus cigarros. Observaba, como la braza pitada, fulguraba en el espejo opaco del agua de la fuente. Así, entre destellos, luz parpadeante y rítmica, perdió su mirada en ese punto fijo, intermitente, atractivo, hasta el sitio exacto donde la vigilia da lugar al sueño. Ese instante fugaz que el Doctor Charcot utilizaba para sugestionar a sus pacientes e inducir una hipnosis.

Bernardo sintió un leve mareo, tan fugaz como eficaz, que alteró sus sentidos.

—Resultó –murmuró al reconocer el estado sonambúlico–. Lo eclipsaba un ensueño turbador, donde sus manos se le hicieron vaporosas y la mitad de su cuerpo desapareció a su vista. El fenómeno no lo espantó, por el contrario, lo disfrutaba como a una golosina robada. Entre tantas sorpresas, escuchó un susurrar desesperado.

—¡Libérame, libérame! –imploraba una voz femenina–. Por el extraño efecto de la hipnosis, las palabras no ingresaban por el oído, sino por un redondel imaginario que abarcaba los cinco sentidos alterados que el joven acusaba. ¡Libérame, por favor! –repitió la voz–.

Bernardo levantó su cabeza hacia el cielo y a mitad de camino la detuvo en seco, como un cazador furtivo divisando a su presa. Clavó su mirada fascinada sobre el rostro desgarrado, transformado, de la mujer de yeso. Venus, la Diosa pagana, adorada y bendecida por antiguos pueblos. Ella le hablaba. La diosa, que se erguía transmutada en piedra, herida de quietud e intrascendencia en el siglo que ya no habitaba; expuesta su perfección y sensualidad a ojos que no la miraban; junto a anhelos, deseos y conquistas que nunca volverían.

—¡Libérame, muchacho! –le insistió, sabiendo de lo efímero de aquel contacto, de la nada que duraría ese instante, donde su único salvavidas la percibía en un trance sonambúlico como el de las pitonisas, a las que supo inspirar con su divina figura y su belleza ancestral–.

Bernardo no sintió confusión alguna. Cuántas veces planeó deshacerse de ella, quitarle la absurda vida de estatua y soltarla, como un alma que se desprende de un cuerpo inservible. Que su esencia, para la que fue concebida –divinidad y hermosura–, retozara otra vez por las esferas celestiales, los astros y las constelaciones que albergan a la mitología y a sus soberanas familias.

—¡Vuelve con ellos, Venus! –decidió el sonámbulo, metiéndose en el agua estancada–. Pisaba, él lo sabía, a hipocampos y caracoles. Apoyaba su espalda contra las nalgas esféricas de fría piedra y empujó con fuerza titánica, aferrado en el pantanoso sostén que le hacía de palanca a sus invisibles pies. Pujó dos, tres veces, hasta escuchar un crujido, y luego, otro. Anunciaban que el cemento ya no resistiría el destino del mundo. Así permitió que los designios se cumpliesen justo esa noche estrellada en la que, por la influencia hipnótica de una brasa sobre el agua, la Diosa rogara por su liberación y su pedido, al fin, fuera cumplido.

Al caer Venus, su rostro y cabeza estallaron sobre el borde de la fuente; se hundieron intactos en el agua, cuello, torso y cadera; las piernas, segundos antes sensuales y perfectas, se fracturaron por el esfuerzo humano justo a la altura de las rodillas, lugar al que su hacedor no había reforzado con nervaduras de alambre. Bernardo suspiró agradecido a un invisible Krato –el Dios de la fuerza– y divisó en la cercanía a la deidad de Apolo, cuya magnífica belleza encuadraría con la de Venus, ahora libre para nuevas aventuras. En ese estado de percepción alterada recibió un último y póstumo legado de la dama rescatada, quien, en pose agradecida, lo bendijo con su nuevo resplandor, entregándole al sonámbulo, sus recuperados poderes. Le dijo:

—Mi liberador, se ha ganado algunos de mis atributos. Poseerás el don de proyectar imágenes o ilusiones y controlar las emociones de los demás. Si lo anterior te fuera escaso, también podrás alterar la forma física de otros seres. Serás un sanador.

5

Unas décadas después, se despliega otra escena.

Elías Rueda, muchacho de pasados los cuarenta años, habitante de El Embole, visitaba al único sobreviviente del grupo de investigadores que se habían nucleado alrededor de la figura de su tío, el doctor Bernardo Rueda. El entrevistado era Ángel Scarnichia, un anciano técnico electromecánico y afamado inventor, que lo recibía junto a su hija Diana.

Scarnichia, a pesar de su longeva existencia, ostentaba una pose erguida de su cuerpo alto y delgado. Lucía una completa calva y un rostro con una barba de días que denotaba, en color y aspecto, un cansancio crónico cuya causa era un enfisema pulmonar como consecuencia del cigarrillo. Vestía a la usanza de su edad, con ropa antigua y desteñida, aunque rescataba cierta elegancia gracias a una prolija corbata gris plomo y un saco de paño al tono.

En oposición con la imagen desteñida de su padre, la mujer que lo acompañaba –ciertamente más joven– era todo un prodigio. De estatura media y cuerpo delgado, sus brazos y piernas lucían marcadas por una intensa actividad gimnástica, atributos realzados por una calza al cuerpo de intensos tonos azules y rojos. Completaba la vestimenta una musculosa deportiva de color negro, elementos que le otorgaban un atractivo adicional en contraste, con su piel blanca y su cabello rubio.

A pesar de sus probables sesenta años, su belleza y figura no dejaba de llamar la atención del visitante, el consignado Elías Rueda. A mirada plena, solicitaba sin pudor a los ojos pardos de ella, que destacaban detrás de unos anteojos de marco negro, apoyados como un copo de nieve sobre el leve tabique de su nariz romana. El varón, solicitaba, si entre ellos quizás, pudiera pasar algo.

La mujer, discreta, le devolvió el gesto con un esbozo de sonrisa. Una señal que dejaba ver la tensión entre la musculatura facial y el bótox alojado, responsable evidente de ese rostro con tersura de muñeca, que remarcaba pómulos y alisaba frente y cachetes. Su sensual boca gruesa y estirada hacia afuera había sido diseñada ciertamente por una precisa queiloplastia. Ella, acompañó el gesto con un parpadear indefinido de sus pestañas postizas que abanicaban su aura, y arqueó ligeramente sus cejas contorneadas. Un rubor sin sobresaltos coloreó toda esa divinura artificial, para aclararle al mirón:

—Estoy aquí para acompañar a mi padre. Cuando quieras empezamos.

Elías Rueda regresó a su consigna, no sin antes acariciarse la papada y la piel del mentón que, a contramano de la tirantez comprobable a simple vista de su interlocutora, lucía fláccida bajo su espesa barba. El muchacho había transcurrido los cuarenta y tantos años sin preocuparse por estética alguna y de improviso se le despertaban alarmas de decaimiento que jamás imaginaba percibir. ¿Scarnichia me recordará? –se preguntaba– y el anciano le devolvía la mirada con cara muy seria. Siendo un adolescente, Elías había compartido con ese hombre unos años en el grupo de su tío, y ahora, casi tres décadas después, la vida los volvía a encontrar.

Tomó asiento justo enfrente de su entrevistado y con la intención de romper el hielo, le preguntó:

—¿Se acuerda de mí? Elías Rueda, señor.

El técnico lo miró ajustándose una cinta adhesiva que le sostenía el párpado derecho. Acercó su cara para enfocarle el rostro y meneó la cabeza, negándole la respuesta. El visitante la dejó pasar y regresó al interrogante con tono relajado:

—Acá estoy, don Ángel, para saber un poco más de los tiempos de aventuras con el grupo de investigaciones –y miró otra vez a la dama, que resolvía su pelo suelto en una colita–.

—¿Aventuras? –preguntó sorprendido el viejo con voz ronca–. Lo nuestro nunca fue una aventura, muchacho. ¿Rueda, me dijo? Nosotros, a contramano de tu equivocada presunción, siempre perseguimos al destino. Sí, por momentos se nos iba la mano. Puede ser. ¿Qué querés?, la peleábamos con espadas de madera.

—¡Pero mire Usted! –respondió Elías, alertado que debía tantear con cuidado el asunto–. Le pido mil disculpas, lo que sucede es que no me recuerda, pero hemos tomado miles de mates juntos.

El anciano lanzó una serie de frases que, por el color y la entonación, eran de carácter agresivo. Solo se detuvieron con el suave contacto de la mano de su hija sobre la suya.

—¡Papá! –lo retaba con cariño–.

La mujer miró al visitante y asintió para que prosiga. Elías lo hizo de inmediato y acertó con lo siguiente.

—Así que, persiguiendo al destino, señor –repitió, sonriéndole al técnico que en ese momento se ajustaba el nudo de la corbata observándose en un espejo lejano–.

—Así es, pibe, ¿nunca corriste al destino? –también sonrió Scarnichia, dejando ver una dentadura de severos tonos amarillos–. ¿Fumás?

—No debieras, papá –intervino Diana–.

—No hay otra forma de explicarlo, hija, sino lo hago fumando.

Ella, resignada, meneó la cabeza y Elías aceptó el convite dándole fuego al tabaco. La mujer, asqueada por la humareda intensa que se formó en el acto, se retiró hacia una ventana a respirar aire limpio. Vanidosa, se miró al pasar en el mismo espejo en el que el viejo arreglara su corbata, exaltándose al acomodar su colorinche calza por sobre el ombligo, remarcando en el acto, la impresión de sensualidad con sus redondeces aún sostenidas por una vida sana y entrenada. Esa imagen se reflejaba en el cristal y en los ojos sorprendidos del joven Rueda, que no le perdía pisada. El instinto, que por naturaleza aguza la mirada masculina, le permitía deslumbrarse –casi sin ser visto– por el cuerpo delgado y de delicada forma que exhibía la mujer, cuyas caderas y piernas mantenían la firmeza de los mejores años y la figura, en su conjunto, ilustraba una elasticidad propia de intensas prácticas deportivas.

Del momento, el viejo, ni enterado. Proseguía, aspirando de aquel vapor amigo que lo acompañó en toda su increíble vida y del cual daba testimonio un cilindro de oxígeno que lo auxiliaba en sus ahogos nocturnos. La sagrada hoja de tabaco tenía sus atributos, pero también sus contraindicaciones.

—El destino, muchacho —prosiguió—. Viajes astrales, regresiones hipnóticas, diálogos con la sombra, ¡qué no se hizo para modificar el futuro! –exclamó agriamente–. ¡Qué no se hizo! –repitió cabizbajo–.

6

Al son que Scarnichia meneaba negativamente su cabeza, Elías Rueda, con su mente abstraída en la imagen femenina, pensaba en el recorrido que los genes maternos de Diana realizaron desde su madre hasta ella. De esa mujer de la foto, que parecía una anciana, en el portarretrato apoyado en un trinchante cercano al viejo. La mostraba, con un pelo canoso ligado en un rodete sencillo por sobre su cabeza, una piel fina y fláccida en el rostro ajado y reseco. Los hombros caídos, por debajo de la línea del cuello y un pecho hundido, cavernoso y disimulado apenas por una blusa blanca, donde solo destacaba un crucifijo de plata que obtuviera, vaya a saber bajo que apercibimiento en la vida. ¿Tendría 50 años?

Hacia abajo de la imagen, la figura no mejoraba. Una cintura ancha, extendida, como sus caderas, ceñida con una pollera gris del largo casi de sus piernas. Finalizaba, en unos tobillos gordos, que se hundían en zapatos del siglo XV. Ver ese retrato y tener enfrente de él a la hija de similar edad, contracara estética de su madre, le otorgó a Elías Rueda el argumento certero que, diga lo que diga el viejo Ángel del destino y del tiempo, esos genes ya habían cumplido el cometido de renacer en una misma existencia.

Mientras tanto, la hija de Scarnichia que posaba en la ventana abierta, revisaba con los dedos su sostén, desde los breteles hacia abajo. Tiraba de ellos levemente hacia arriba, movimiento que destacaba generosamente los arcos voluptuosos que la silicona injertada le otorgara a la materia biológica. Sin preaviso, giró la mirada perpendicularmente para dar de lleno con la de Elías. Evidenció otra vez donde se centraban los intereses del mismo: todos en ella.

Al son que el viejo intentaba emitir experimentadas palabras hacia el distraído muchacho, observador deleitado en la imagen femenina, de ella salió con tono severo, la pregunta:

—¿A qué viniste, mi vida?, a entrevistar a papá o a mirar a su hija.

Elías quedó detenido en un espacio estrecho, tiñendo su rostro de colores chillones. Petrificado, escuchó:

—¡Soy una mujer madura!

La escena posterior evidenció que el médico otorrino de Ángel Scarnichia le graduó los audífonos con un tono subido. La expresión audible de la mujer se magnificó de tal forma, que clamó en la mente del padre una defensa de su querida hija –a su erróneo entender–, amenazada por el joven visitante.

Se sumó al tono distorsionado, un esquema agonizante de filtros racionales de aquella desfalleciente materia gris sabia, más, una carencia de perspicacia política o social olvidada en la última década. Todo muy común de esa edad, que dispararon al anciano de su silla para descargar una maratón de improperios irreconocibles sobre el petrificado (antes su compañero de grupo), que atinó a retroceder como si alguien lo sacudiera desde la manga de su camisa. Ágil todavía, el atacado escaló de un salto a la mesa principal del comedor que los acogía.

Desde esa altura, en lugar de ponerse a resguardo –como si el agresor fuese un perro o un ratón– se expuso aún más a la bofetada senil, que intentó detener, gritando en un tono agudo y poco claro:

—¡Ángel, no me pegue! ¡Por favor! ¡Soy el sobrino de Bernardo!

El sonido del ruego se transformó en un fenómeno acústico confuso para esos baratísimos audífonos, y la frase que resonó en el cerebro alterado de Ángel, fue: “¡Si se me acerca lo muelo a palos!”

El anciano soltó decidido su puño derecho hacia el mentón de Elías, rozándole la barbilla, con sus nudillos huesudos y colorados. El yerro lo descolocó de la escena, con su mirada para el lado opuesto de la mesa, que hacia el foco de la escena.

La mujer, que acompañaba el round como un árbitro neutral, socorrió a su padre desencajada de la risa. Lo tranquilizó a su manera y relojeaba a Elías que repetía, –“lo siento mucho, lo siento mucho”–, quien huía hacia la puerta de salida y alcanzaba las escaleras que lo conducían a la calle. Mientras recuperaba el aliento, se apoyó en la pared del frente de la vivienda, y reflexionó según sus intereses:

—Apenas una generación posterior, los componentes biológicos que produjeron una mujer anciana a los cincuenta, creaban luego, a una jovencita de sesenta, cuya figura, rostro, cabello y elasticidad, distan en apariencia siglos, a los de su progenitora. ¿Será esta indecente mirada, conmovida sin duda por una imagen magnética, la que Dios practica sobre la evolución humana? Manipulará formas y cuerpos, mentes y sentires, transmutando en pocas décadas a la mujer pasada en la mujer moderna. ¿Es un juego? ¿Un experimento? ¿Qué transformación anima a estos cambios? ¿Qué matriz diseña el Creador para la humanidad futura? ¿Cuánto tiempo demandará, al fin, cumplir los objetivos?”

Reflexivo, miró hacia arriba, intuyendo un cielo de verano brumoso y candente. Vio, a través de un enjambre de ramas y hojas de una gigantesca mora híbrida, el rostro atento, pícaro y sonriente de su Tío Bernardo. Con un pestañeo le señalaba el reloj, ¡su reloj! Elías, absorto, al mirarlo observó como las manecillas corrían locamente en sentido contrario, y aún exaltado por la clarividencia que lo arrebataba, no se dejó intimidar. Volvió la atención a la imagen de su tío en una edad, que él ni siquiera había conocido. De un rostro rejuvenecido, de bigotes gruesos, patillas anchas y prolongadas, y dientes de infinita blancura. Al que no le cubrían sus párpados ninguna arruga, y las ojeras violáceas tan características, habían desaparecido. No quedaba una sombra de sus bolsas colgantes, menos aún, el contorno amesetado de su dentadura carcomida por la nicotina. Tal como él lo recordaba.

Cuántas confusiones ocurrían en esa misma tarde.

Ese Tío, había retornado a un tiempo pasado de vigor pleno. Lo estaba viendo. Pero ¿dónde?, ¿dónde estaría? ¿En su mente, cómo una imaginería?; ¿en una dimensión desconocida, como él mismo postulara en las disputas del grupo?; o, ¿en la nada misma, el cero absoluto, en un agujero negro?, como supo dramatizar, contorneando su cuerpo, el Físico del equipo, Mario Maldini, cuando lo animaba un materialismo indecente y ateo.

Fuera de sí, Elías Rueda recapacitó sobre la indicación concreta del fantasma de su Tío. Miró una y otra vez el giro en contra reloj de su horario y gritó:

—¡El tiempo! –miró a lo alto entre el follaje verde y tupido del árbol– ¡Tío! ¡El tiempo!

Y al final de este alarido desesperado, un automóvil que había pasado retrocedía su marcha, un niño que gritaba berrinches regresaba a la calma, la ventana de arriba que Diana cerraba volvía a abrirse, y una paloma que volaba hacia atrás, posándose en la misma rama, manchaba con un desecho chirlo la cabeza confundida del sobrino de Bernardo. Elías rezongaba con palabras impúdicas mientras se limpiaba con un pañuelo, y en ese alterado momento resolvía confesar, que el que esto escribe, es él mismo.

7

Y aunque vergüenza me da,

de pasar por mirador de señora buena,

y esquivar la afrenta de ser

golpeado por un viejo.

Aquí me tienen, sincero,

asumiendo que aquel Ego,

no era de otro sino el mío.

Rapidísimo se descubre el misterio,

de mi parentesco con el médico,

sí, señores, soy el sobrino de Bernardo Rueda.

Y no se me ocurrió otra idea, que gritárselo

a Ángel, y quedar en evidencia.

Sean discretos con los errores,

soy un pésimo escriba en primera persona.

Aun así:

¡Síganme, no los voy a defraudar!

Tal lo dijera, en cierto tiempo efímero,

un sagaz caudillo riojano.

Dedicado al recuerdo del poeta santafesino Esteban Esbodio (1930–1999)

8

Y se acaba el narrador omnisciente, el anónimo testigo que cuenta lo que quiere y ¡cómo quiere! a los demás. Ahora quedo expuesto al juicio de los que me vieron entrar a aquella casa, donde contemplé a esa mujer, entre admirado y conmovido. El claro pretexto: entrevistar a su padre, el técnico Ángel Scarnichia, único sobreviviente del grupo que supo alimentar y comprender las extrañas y geniales ideas de mi tío Bernardo.

Hago pública mi identidad: mi nombre es Elías Rueda, varón con cuatro décadas y algo más de edad. Dejo ver un aspecto delgado y alto, con un cabello morocho y profuso, algo crespo; mi rostro, demarcado por cejas prominentes, ojos redondos y oscuros, nariz recta, pequeña y una barba profusa que se asemeja a una enredadera. Como seña de personalidad diría que soy inquieto, ansioso y fumador, rasgos netos de herencia paterna. Sí, de mi padre Elio, el hermano gemelo del aludido Bernardo. Eran univitelinos, y nada a la vista diferenciaba a uno del otro: una rareza natural, que no podía sino manifestarse en estos seres originales. Pero, sus rasgos interiores los diferenciaban. La razón y la cordura quedaron decididamente establecidas en mi padre. Lo intuitivo, en mi tío. Como si un solo cerebro se dividiera en dos: la parte izquierda para el primero y la derecha para el segundo.