Quizá - Luisa Geisler - E-Book

Quizá E-Book

Luisa Geisler

0,0

Beschreibung

Luisa Geisler, seleccionada por la revista Granta como una de las mejores narradoras brasileñas jóvenes, aborda en Quizá el desgaste de las relaciones familiares, los conflictos generacionales y las contradicciones de la adolescencia. Clarissa tiene once años; es una estudiante ejemplar y una buena hija, pero no le gusta relacionarse con otras personas, es muy solitaria. Un buen día, su primo Arthur, de dieciocho años, a quien apenas conoce, llega a su casa. Arthur es un chico problemático que ha intentado suicidarse, ha estado ingresado en un hospital y ahora acude a la gran ciudad para pasar el curso con sus tíos y su prima. El chico odia estudiar y le encanta salir con sus amigos. A su manera un tanto disfuncional, Arthur sentirá una creciente compasión por Clarissa y pasará a ser el único que la comprende. Ambos comparten la misma soledad, quizá a causa del miedo a perderse, a disolverse, a pasar desapercibidos ante el resto del mundo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 272

Veröffentlichungsjahr: 2016

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Índice

Cubierta

Portadilla

Quizá

Notas

Créditos

Quizá

La niña de once años ya se olvidó de la última vez. Se olvidó de la última vez que los había visto así de tranquilos. En el asiento de atrás, riéndose, ella se quita el cinturón de seguridad. Los cuatro charlan, solamente charlan. Arthur —sin el cinturón de seguridad, con un tatuaje en el brazo y un dilatador en el lóbulo— pregunta si ella tiene sueño. Mientras Clarissa se tira sobre él para dormir, Arthur apoya la cabeza en la ventana. Ojos cerrados. El coche vibra, los padres charlan, ruido de carretera, el olor de los cigarrillos de Arthur y de la camomila del ambientador, el asiento blando, los huesos prominentes de Arthur. El coche vibra, ruido de carretera, Arthur, huesos prominentes, un tatuaje en el brazo y un dilatador en el lóbulo.

El dilatador, la circunferencia de ocho milímetros que contornea el vacío, el círculo de vacío en el lóbulo. Clarissa estaba con Arthur cuando este se puso el dilatador. Clarissa vio el estudio de tatuajes y piercings, enorme, todo brillaba, incluso sus extravagantes clientes. Los bancos de la sala de espera estaban tapizados con estampado de cebra. Rock —Clarissa aprendería más tarde: rock progresivo, Light Green— sonaba de fondo. Diseños de tatuajes llenaban las revistas y los pósteres, gatitos dibujados en muslos, flores en los antebrazos, dragones en la nuca, pendientes en las orejas, pezones y demás.

La boca de la recepcionista olía a ajo y su tatuaje iba desde el hombro hasta el dedo anular. Mientras Arthur pagaba el dilatador, la chica le preguntó si Clarissa era su hija. Arthur se rio.

—¿Tanto nos parecemos?

La recepcionista miró la cara de uno y después la del otro.

—Los ojos son iguales, y esta parte de la ceja —señaló la cara de Clarissa— también lo es.

Clarissa se recostó en la silla y miró a Arthur.

La gente entraba en el estudio de tatuaje, la recepcionista resaltaba el parecido entre los dos, el color del pelo, los hombros caídos, incluso algunos lunares. Conclusión: la hija era igualita a su padre. Arthur y Clarissa no la desmintieron. No dijeron que Arthur tenía siete años cuando Clarissa nació: la recepcionista debería preguntar la edad antes de aceptar a los clientes, ¿no? Hasta donde sabían, eran primos. Lo habían pasado genial convenciendo a la chica de que eran padre e hija. Antes de entrar, Arthur miró a Clarissa.

—¿Te apetece hacerte una?

Clarissa negó con la cabeza antes de pensar. Se preguntó qué tal le quedaría un tatuaje, un piercing; negó con la cabeza. Arthur sonrió, le dio un beso en la frente. El tatuador les dijo que entrasen en la sala. Mientras se ponían los gorros higiénicos, Clarissa oyó al tatuador preguntar a Arthur si ella era su hija. Clarissa y Arthur se miraron: sí. El tatuador se ajustó la mascarilla a la cara.

—¿Ella no se va a hacer nada hoy?

La ventana estaba abierta, una brisa templada entraba con el ruido de los coches. El tatuador transmitía confianza. La sala estaba repleta de pósteres y baratijas de bandas de heavy metal, películas trash, porno, animaciones para adultos y cultura pop a destajo: para Clarissa la consulta rebosaba estilo. Había una camilla, como en las consultas de los médicos. Había una silla de las reclinables, como en el dentista. El tatuador tenía una mesa auxiliar con ruedecillas repleta de utensilios listos para usar. Utensilios que había limpiado con alcohol. Bajo los utensilios, un trozo de papel que el doctor-tatuador tiraría después. Azulejos blancos decoraban el suelo, exactamente como en el dentista.

Clarissa se sentó al lado, observando.

El tatuador señaló con un boli el sitio donde iba a agujerear la oreja. Pasó por el lóbulo una pajita usando uno de los utensilios de dentista (un hierrecito, como un palillo de metal, pensó ella). Cambió de palillo. Los palillos eran cada vez más gruesos, ella cerró los ojos, tatuador y tatuado hablaban, los utensilios hacían ruido mientras se movían, metal contra metal, oyó las ruedecillas de la silla, olía a alcohol. Sintió y oyó la mesa auxiliar acercándose y alejándose. Se quedó encantada cuando vio que el último palillo tenía el grosor de un lapicero y nada, nada de sangre.

En el mercado, de camino al piso, Clarissa todavía miraba el vacío en la mitad del lóbulo. Arthur, con una cesta colgada en el brazo, miró los estantes. Cogió algodón, jabón antiséptico, jabón líquido, respondió a Clarissa que no le había dolido. Clarissa puso un paquete de galletas en la cesta: ¿ni un poquito? Arthur puso mala cara.

—No, ni un poquito.

Clarissa dudó y se pasó toda la cola de la caja preguntando si de verdad ni un poquititito.

Clarissa dudó durante todo el trayecto al piso, preguntaba, se carcajeaba. Hablaron de otras cosas, pero nunca se lo creyó. En la parada del autobús, notó que el sol se ponía.

Cenaron las galletas después de dar de comer al gato.

Arthur habló del instituto, de tal o cual actividad y de un profesor. Clarissa jugaba con el gato mientras escuchaba los relatos. Sabía que Arthur no iba a clase, sabía que usaba el estudio como excusa para salir. Augusto y Lorena también lo sabían, Clarissa los veía mirar a Arthur con la misma mirada de pena y silencio.

Oyó algo sobre un trabajo de química con temas de la selectividad. Al escuchar que la profesora había felicitado a Arthur, Clarissa concluyó que los halagos eran el motivo de esa conversación. Sí, él quería impresionar; sí, él había notado que Clarissa había revuelto en sus cosas de clase y visto sus notas.

Los comentarios sobre química aún flotaban en el aire cuando Arthur empezó a ver el partido de fútbol y Clarissa a jugar con Zazzles. Dos años antes, después de ver un documental sobre animales callejeros y abandono, Clarissa pasó semanas insistiendo en tener un gato. Años y kilos después, aún lo cogía y lo acariciaba como si fuera un frágil cachorro. Zazzels, el gato callejero blanco con un enorme mechón de pelo naranja en la espalda, llevaba un collar de terciopelo rojo.

Clarissa se movía de un lado a otro, llenando el salón de pelos, maullidos y olor a gato e ignorando el ruido del partido, cuando oyó abrirse la puerta. Los padres cruzaron el salón hablando entre ellos, de camino a la habitación, para dejar abrigos y bolsos.

—Te lo he dicho... —dijo la madre al volver. El padre se giró hacia Arthur para hablar sobre el partido. Clarissa, sentada en el suelo con Zazzels en el regazo, dijo:

—¿Qué hora es?

—Pasada la media noche —contestó la madre—, Clarissa.

En la conversación paralela, el padre se acercó a la cara de Arthur.

—Sí que me ha gustado, tío, me parece genial, genial —dijo el padre—. ¿Te ha dolido?

Clarissa y la madre se detuvieron. Lorena, la madre de Clarissa, se giró hacia Arthur.

Él aún decía:

—... Clarissa me preguntó lo mismo, si no ha sido nada...

Lorena frunció el ceño y, como si hiciese un cálculo matemático, se acercó a la cara de Arthur.

—¿Qué no te ha dolido? —preguntó Lorena.

—El dilatador. —Y Arthur señaló el dilatador en la oreja, el vacío dentro del lóbulo con una moldura plateada.

Lorena inspiró y espiró. Inspiró y espiró. Augusto —marido de Lorena, padre de Clarissa— caminó hacia ella y estrechó sus hombros. Lorena terminaba de espirar.

—¿Y con quién has dejado a Clarissa mientras hacías eso?

Clarissa acarició el pelo suave de Zazzels.

—Hemos ido juntos, mamá. —Lorena se sentó en el otro sofá, que estaba al lado del de Arthur. Augusto la acompañó y, al sentarse, cruzó los brazos. Los pelos de Zazzels flotaban por el salón.

—No me parece bien —dijo Augusto— llevar a Clarissa sin avisarnos.

Arthur tenía los ojos fijos en la tele (Full HD, conexión a internet, 3D, 52 pulgadas), y Clarissa estaba segura de que en breve él diría: «Chsss, tíos, que estoy viendo la tele». Clarissa soltó a Zazzels, que huyó para ronronear en los tobillos de Lorena.

—Arthur, sabes que tu madre no paga para que vivas aquí —Lorena alejó el gato de sus piernas—, ¿no lo sabes?

Arthur se puso cómodo en el sofá y apartó los ojos de la tele (Full HD, conexión a internet, 3D, 52 pulgadas), mirando ora a Augusto, ora a Lorena: sí, él lo sabía.

—Si lo sabes —dijo Lorena—, me gustaría que me dijeras, en una palabra, ¿quién te crees que eres para llevar a nuestra hija...?

—Yo —dijo Arthur— creo que...

—Arthur... —Lorena se detuvo. Siguió y, suavizando la voz, le dijo a Clarissa—: Nena, ¿por qué no te vas a la habitación?

Clarissa quería escuchar, quería quedarse, tenía que ver con ella. Lorena dijo que ya era tarde. Clarissa insistió. Se levantó, cogió a Zazzels del suelo y, antes de que Clarissa se sentara otra vez, Lorena la miró: era tarde. Quizá Clarissa pudiera ponerse el pijama y después regresar al salón. Clarissa, muda, corrió a ponerse el pijama, ni pensó en cuál o en conjuntarlo. Desde la calle venían un ruido de conversaciones y los ladridos de un perro. Clarissa se quitó la ropa usada en su habitación, y Lorena miró hacia Arthur.

—Todo estaba bien antes de que llegaras.

Arthur se rio a carcajadas. Clarissa escuchaba solamente su propio ruido al quitarse el pantalón, el de la calle, el de su habitación.

—¿Todo estaba bien? —dijo Arthur.

—Creía que..., pensé que... —Lorena miró al suelo, casi suspirando. Con la cabeza aún baja, dijo—: No eres una buena influencia, ¿lo sabías?

—Tu hija pasaba todo el día metida en la habitación antes de que yo llegara, una niña de diez años sin amigos. —Arthur miró a Lorena a los ojos—. ¿También tengo yo la culpa de eso?

—Once —dijo Lorena.

—¿Qué? —Arthur frunció el ceño. Clarissa lo vio desde la habitación metida en un pijama con olor a suavizante.

Desde el pasillo, Clarissa vio a Augusto mirar al suelo y decir:

—Once años de edad. —Clarissa se quedó en silencio. Miraba, no oía. Quiso tanto respirar silenciosamente que se asfixió durante algunos segundos.

Augusto fue a la cocina. Lorena se levantó, Arthur se levantó. Lorena todavía lo miraba cuando dijo en voz baja:

—Aún no me has dicho quién te crees que eres para entrar y salir de esta casa y ponerte esas... —Clarissa solo escuchaba susurros que venían de la madre, murmullos bajos shhshshsahblaeesasahsh—... esas mierdas en la cara y creer que puedes dar lecciones sobre los hijos de los demás. Arthur, solo eres un juguete nuevo para ella. No eres nadie aquí. Ya no.

Desde la cocina, despacio, empezaron a llegar ruidos de puertas, de cajones, de una nevera abriéndose y cerrándose, de un fogón encendiéndose. Mientras Lorena caminaba hacia la cocina, vio a Clarissa y la mandó a dormir.

Arthur siguió a Clarissa por el pasillo y acarició el pelo castaño claro sudado de la niña. Desde la cocina salía un olor de filete a la plancha.

Era cierto que Arthur llevaba a Clarissa a casa de sus amigos, que decían palabrotas, que jugaban a videojuegos, que enseñaban a Clarissa a jugar a videojuegos violentos, que comían chucherías todo el día, que bebían alcohol, que fumaban, que salían a disparar latas y bichos, que jugaban al fútbol, que se peleaban, peleaban mientras jugaban al fútbol, que bajaban las cuestas más inclinadas en monopatín o en bici, que pasaban la mitad del mes en urgencias. Clarissa no bebía, no disparaba, pero lo pasaba bien.

Era cierto que, por culpa de Arthur, Clarissa solo podía jugar con Zazzels por la noche, pero aún jugaba con él. Era cierto que, por culpa de Arthur, Clarissa salía de casa por motivos que no eran la escuela, la clase de natación o el curso de piano. Arthur insistía, peleaba para que Clarissa saliera de casa. Era cierto que, a veces, ella no lo entendía. A veces, Arthur la dejaba sola con desconocidos, cogía a una de las chicas de la mano, decía que en breve regresaba y volvía al final de la tarde. A veces, desconocidos hablaban con Clarissa, le ofrecían, la invitaban. Era cierto que algunos le interesaban más que otros, a veces. A Clarissa no le gustaba, pero siempre le gustaba. Era cierto que no siempre iba, no quería ir, pedía a Arthur que la dejara en paz. No quería ir, pero, cuando estaba allí, le encantaba estar. Estar en la calle. Se reía de Arthur cuando besaba a las chicas delante de ella, qué asco. Se reía de las bromas, de algún amigo mayor, de las borracheras, del fútbol, de los monopatines, del póquer, y acababa preguntándose qué estaría haciendo en casa si no hubiese ido. La irritaba la insistencia de Arthur, pero le gustaba que él tuviese la razón.

Arthur insistía con ella y quizá fuera eso lo que le gustaba a Clarissa.

En la puerta de la habitación de Arthur, Clarissa se interesó por el piercing. No era un piercing, corrigió Arthur: era un dilatador. Hablaron del dilatador, de la limpieza, de los bastoncillos comprados. Clarissa le preguntó si podía pasar un rato en la habitación de Arthur antes de acostarse. Él negó con la cabeza, Clarissa entendió: aquella noche no.

En el coche, sin embargo, aquel día de Navidad en el que van a la ciudad de los abuelos, de las tías, de los primos, Clarissa puede pasar todo el tiempo que quiera con y sobre Arthur. El coche vibra, los padres charlan, ruido de carretera, el olor de los cigarrillos de Arthur y de la camomila del ambientador, el asiento blando, los huesos prominentes de Arthur.

Bañera helada yo debo ser el único tío al que se le pone la piel de gallina con frío y es fan de los azulejos de dueña solemne videoclub unas mariposas grises me zambullo en la bañera agua agua en las piernas agua en la cara agua entra por la nariz las mariposas desteñidas me gustan agua por los oídos sofocar respirar agua en los ojos ganas de quedarme debajo del agua para siempre o hasta el domingo dormir dentro del agua sin respirar solo quedarme sin existir mi profesor de español curso dijo que asociara quizá o quizá nos echó la bronca porque no sabíamos que era quizá que era quizá parece carne guisada guisada quizáda conozco un tío que habla guisada creo que es por eso quedarme debajo del agua hasta dos semanas de aquí hasta después de los exámenes del máster la mari se encierra en el baño del servicio y desconecta el móvil durante diez minutos y se queda allí pobrecita solo habla conmigo para pedirme ayuda en las disciplinas del máster tienen un dilatador muy bonito hasta nunca va a tener trabajo solo trabajo en investigación ojalá que nunca dimitan dormir es algo serio quedarse despierto demasiado te quita la noción de ciertas cosas pierdes la dignidad es una necesidad fisiológica que te controla no se puede dormir cuando haces los exámenes del máster café café café sueño café quema la lengua tal vez debiese matarme a dormir todo el tiempo que quisiera quedarme debajo del agua como un bebé va quedándose alguien me dice que es imposible que no resistes que flotas o flotas de dolor dolor odio dolor sueño no que haya nada raro conmigo me gusta la vida mari café estudiar conquistar aprobar los exámenes pero solo morir morir-bebé solo ir quedándome quieto en el agua no hay nada que hacer aquí mismo morir en el agua iba a estar bien dicen que es el peor tipo de muerte odio dolor dicen que aburrimiento es otra palabra para depresión me gusta estar vivo en serio lo juro me gustan las personas salir para emborracharme con los chicos el viernes muy gracioso siempre me muero de la risa me gustan aquellas músicas también hast du feuer hast du feuer nananana como agua en los ojos agua agua agua tarda un tiempo sueño en el bachillerato mi profesor siempre decía que einstein dijo que tiempo es solo otra medida de espacio por eso los años luz era importante acordar espacio nada más acordar acordar einstein tío mi profesor te acuerdas felipe no que me pase nada raro pero no hay nada bueno para que las cosas dicen que la felicidad libra pie fuerza veces longitud fuerza fuerza no distancia nosotros tenemos que creer dentro no fuera tal vez solo coger un cuchillo de la cocina y cortar un trozo hacia dentro de la carne el pulso es común hay quienes se cortan en el muslo también se puede esconder encontraría dentro la felicidad yo podía cortarme en el muslo y no iba a parecer depresivo cortar corte nadie iba a saber ver lo que da ver como es el dolor de cortarse de dejar la sangre salir continuar mi vida una taza de té quemando la lengua café todo va a salir bien llegar a casa cansado y gib mir feuer und dann steck dein streichcholz wiederRRR eeeeinnnnn te acuerdas de las cosas felipe ir dormir quedarse al teléfono hasta era quizá o quizá eh de la mañana es guay teléfono tío dolor odio dolor no lo sé pero conmigo todo está bien lo juro padre quizá salir del agua ahora ahora

ahora sí ahora

respira

Milena, prima de Arthur y Clarissa, lleva la blusa nueva que le regalaron estas Navidades. Se sienta en el porche. Cuando el sedán —el modelo más vendido de la historia de Yotteru, producido en los cinco continentes y con un total de ventas superior a 32 millones de automóviles— se acerca, ella saluda. Corre hacia la casa para regresar con el mando de la puerta del garaje.

Después de cuatro horas de viaje sin tráfico, Lorena, Augusto, Clarissa y Arthur llegan a Distante. Clarissa despierta con las llamadas de Lorena y se estira hacia su lado del asiento. Escucha cómo Arthur cruje el cuello, interesándose por los dolores de la chica en los hombros, y eso y lo otro. Sí, Clarissa está de acuerdo, también las siente.

Ruidos de Arthur separando platos en la cocina, platos sobre la encimera, cuchillo contra el plato.

Clarissa había ido hasta la cocina para calentarse la cena cuando oyó a aquel desconocido crujirse el cuello. Él se hacía un sándwich. Clarissa se detuvo en la puerta, observándolo. No tenía tiempo para observarlo, pero se quedó observando. Era todo delgadez, hubiera pasado por andrógino de no ser por las ropas, pelo corto, tenía un tatuaje inmenso en el brazo, ojeras, cicatrices, olía a sudor y tabaco. Olía a tabaco incluso después de la ducha. Se preparaba un sándwich de mayonesa, queso, jamón, queso crema en el centro, más queso, más jamón. Crujió el cuello. Crack.

Clarissa no tenía tiempo para observarlo, pero se quedó observando. No tenía tiempo, tenía que hacer el trabajo de mates, estudiar para los primeros exámenes del trimestre. Se acercaba el examen de portugués. Tenía que estudiar, repasar un poco más la asignatura, estudiar piano para el recital del domingo. Si le sobrasen algunas horas, Clarissa las pasaría con Zazzels, dando vueltas por la alfombra, verían (un poco) la tele (Full HD, conexión a internet, 3D, 52 pulgadas) juntos. En aquel momento, sin embargo, Clarissa no tenía tiempo, solo después de la semana del recital.

Clarissa no tenía tiempo para los compañeros de clase, para preocuparse con el móvil, todos los móviles eran iguales, todas las ropas eran iguales, todos los chicos del cole, todos tan torcidos, gordos, más niños que adultos. Las chicas del cole decían que se habían dado los primeros besos en las vacaciones, piquitos, chavales en la playa, las chicas incluso habían tenido la regla. Clarissa mentía que ella también. Todo aquello formaba parte de un país que Clarissa conocía con fines antropológicos. La tribu X se comporta de tal manera cuando...

No se sentía parte de aquello y, además, no tenía tiempo. Clarissa no tenía tiempo para observarlo, pero se quedó observando. Puso cara de asco, aún parada en la puerta. Sí, tendría que vivir con este aquel año.

La cocina estaba más sucia. Clarissa, cuando vio que Arthur ponía dos hojas de lechuga sobre la mesa, deseó que una araña bajara de los armarios colgantes de diseño, deseó que una araña saliera por el desagüe del lavamanos con detalles de mármol. Su olor a tabaco ahora era el olor a sucio de la cocina, de basura orgánica, olor del interior de la nevera con tres menús de pantalla táctil en las puertas, olor de todos los alimentos que estaban, seguro, podridos, moho, pelusilla de hongos. Clarissa vio por primera vez dónde estaba cada telaraña, cada moho, cada mancha pegajosa de mermelada y azúcar, cerca del congelador de dos puertas, cerca de los platos pintados a mano comprados en una isla turística, polvo encima de las copas de cristal puestas en estanterías colgantes de cristal, polvo, sucio, sucio, asco. La próxima vez que viera a la asistenta, le pediría que limpiara la cocina. La necesidad de limpiar aquellos rincones jamás vistos se hacía más y más evidente.

Por lo menos el chaval no llevaba pendientes ni nada raro en las orejas. Sería el colmo. ¿Cuándo se mudaría? Arthur se giró. Se cruzaron miradas. Los ojos de Arthur, inmensos dentro de agujeros oscuros. Desvió la mirada de Clarissa en silencio (olor a tabaco), cruzó el pasillo (ruido de pasos), entró en su habitación y cerró la puerta.

Cuando llenó su plato con arroz y carne que la asistenta le había dejado, Clarissa se esforzó en ignorar los nuevos olores incrustados en la cocina. Puso el plato en el microondas, lo programó: calentar, 1:00. Se sentó en la mesa, esperando.

Esperaba. ¿Por qué este tío de pronto vivía en su casa? Esperaba. Sí, era su primo, lo sabía, sí, tuvo problemas, pero ¿no tenía una familia? Esperaba. Alguien le ocultaba algo, la trataban como a un bebé. En su momento, Clarissa aceptó, en su momento, cuestionó muy poco, pero ahora tenía que verlo todos los días. ¿Por qué justo este tío? Querría haber montado una bronca. El timbre del microondas se convirtió en la banda sonora del arrepentimiento de Clarissa.

La madre ordenaba a la asistenta que preparara la comida de Arthur y también la cena. Él se hacía sus sándwiches. Los padres lo llevaban al instituto, una escuela diferente a la de Clarissa. Tardaban cinco minutos más en su ruta al trabajo para llevarlo.

Tercera persona del plural porque Lorena y Augusto trabajaban juntos. Tenían una agencia de publicidad, estudiaron lo mismo en la misma universidad. Se conocieron a través de una de las hermanas de Lorena, en Distante. Lorena y Augusto hacían turnos para llevar a los niños al cole, de manera que uno de los dos pudiese llegar más tarde a la agencia, o hacer las tareas diarias personalmente.

A excepción del cambio de la ruta del trabajo, el día a día no varió con Arthur. Todavía se iban en cuanto terminaban de desayunar, con el mismo horario, todavía regresaban después de la medianoche. Cuando Clarissa les pedía que llegasen más temprano, Augusto y Lorena prometían intentarlo, pero pasaban la semana llamando para avisar de que estaban ocupados con un cliente o una cuenta o un briefing, el mercado coreano siempre fue más difícil de convencer, marketing internacional, pensamiento holístico, meta, discusión con el experto, posible joint venture de la agencia inglesa, aquella, ¿te acuerdas, nena? Tardarían. Después de veinte días llamando, dejaban de hacerlo.

Una semana después de la cena con los cuatro miembros de la familia, una semana después de la llamada que los padres recibieron, todo volvía. Augusto y Lorena volvían a la normalidad, volvían después de la medianoche, todo volvía.

Y nada de eso cambió con Arthur.

Lorena y Augusto le enseñaron los armarios, la cocina, la casa, la habitación donde se quedaría, le explicaron cómo funcionaba la ducha, la bañera, el aire acondicionado y el mando de la tele. Si dudaba, solo tenía que preguntar.

Arthur, de inmediato, deshizo sus maletas en la habitación de invitados. Puso la ropa en el armario (el único cuarto de la casa sin un vestidor), dejó el reloj en la mesilla de noche y los abalorios de plata, las pulseras que usaba, en el escritorio. Junto a las pulseras, una pila de revistas de dibujo, de música, CD de música fuera de sus carátulas ya habían empezado a acumular polvo, hojas en blanco y libros que Clarissa nunca le vería leer. Un estuche que parecía explotar lleno de bolis de colores, marcadores, lápices, sacapuntas y gomas que Clarissa nunca le vería usar. La radio de la habitación, en el suelo y otros CD fuera de sus carcasas orbitando a su alrededor. Con el tiempo, el olor de Arthur impregnaría la habitación. Con el tiempo, la música de Arthur impregnaría las noches.

Y ya está. De vuelta a la normalidad: la nueva y calma normalidad.

Y Clarissa empezó a ver esa alma por la casa. El Alma no bajaba a comer juntos, se encerraba en la habitación para cenar sándwiches, volvía, caminaba por la casa con pose melancólica, volvía, se quedaba en la habitación, salía de cuando en cuando, iba al instituto, volvía.

Ahora que estaba Arthur, los padres tardaban todavía más en regresar, Clarissa comía después de que la asistenta se fuera, volvía a casa en el autobús escolar, pasaba las tardes con Zazzels o con el piano o en las clases de natación. Leía mucho, estudiaba, en el ordenador o con los libros del colegio. A veces, conseguía encontrar juegos. Le gustaba volver a casa con la mejor nota y buenos comentarios a pie de página. Los padres no siempre los veían, tenían tanto que hacer, pero los elogios eran para Clarissa. Le gustaba a los profesores, ¿habéis visto, mamá y papá?

En secreto, madre y padre, todos los padres del universo, querían que Clarissa fuera su hija, pero Lorena y Augusto todavía no lo sabían, ¿vale?

La madre compensaba la ausencia: regalaba ropa a Clarissa, quien no pensaba en ella, solo la usaba, las camisetas demasiado grandes. Le regalaba por sorpresa aparatos electrónicos de moda, todos los chavales los querían, Clarissa no los usaría. A la hija no le gustaba ir de compras, escoger ropa, verse.

No le gustaba verse, ya fuera en el espejo, en la oscuridad del vestidor, en los ojos de las vendedoras, en sus opiniones o en sus gestos. No le gustaba verse en el reflejo metálico de un coche. No había obligación o necesidad, a fin de cuentas Clarissa pasaba la mayor parte de sus días con el uniforme escolar.

A pesar de Arthur, Clarissa aún tenía sus recitales de piano.

Los padres pidieron al profesor que Clarissa fuese la primera en actuar. Era domingo por la mañana. No hubiera hecho falta pedirlo, el profesor ya conocía el trato de los padres sin tiempo. En caso de que tuviese que tocar otra vez —al final o en grupo—, Lorena y Augusto le dejaban el dinero para el taxi. También podría regresar a casa en el coche de otros padres. Llegado el momento, Augusto fingiría contestar una llamada en el móvil y Lorena lo acompañaría. Una vez fuera del auditorio, este se llenaba de música y ellos tenían que irse.

Clarissa tocó un fa, y los padres se la llevaron. ¡Pero si ella apenas había terminado su recital! No, no había tiempo para los compañeros. Los demás padres aplaudían mientras Augusto le ponía el abrigo. El segundo alumno ajustó su partitura, y la familia salió por la puerta de atrás del auditorio. En el camino de vuelta, Lorena y Augusto la felicitaron.

Siempre la felicitaban.

Augusto hacía referencia a algún fragmento del recital, algún momento de brillantez que insistía en resaltar. Lorena ensalzaba el conjunto, sí, muy bueno, sí, sí, todo muy bien.

Los padres la dejaron en casa y regresaron a la agencia. El evento empezó a las 20 h y a las 20:34 h Clarissa abría la puerta de su habitación.

La niña se había peleado con los padres para no tener una tele en su habitación. Sería idéntica a la del salón, Full HD, conexión a internet, 3D, 52 pulgadas, pero ella no veía necesidad alguna, en absoluto. Aceptó como autoindulgencia el ordenador caro. El minibar entró en la habitación antes de que ella se diese cuenta, así como los aperitivos que lo rellenaban, así como las botellas de refresco de 600 ml, los paquetitos de galletas. Desaparecían y regresaban, desaparecían y regresaban: Clarissa se detestaba por los pequeños lujos, por comer tonterías, por tener un minibar, algo tan infantil, tan superficial, tan de niñata. Creía que todo era una gran exageración y empezaba a escuchar voces con el ruido de los paquetes de aluminio. Clarissa escuchaba «no comas» mientras respiraba el olor artificial de los aperitivos.

A veces, los recuerdos se presentaban inesperadamente. Recuerdos de estar comiendo. Y le entraba una vergüenza enorme antes de alejar el pensamiento.

Tan químicos, tan malos, vaya tontería, algo tan infantil, tan superficial.

Esta era su habitación. El minibar generador de culpa, el vestidor (vino con el piso (a lo largo del día, sus puertas permanecían cerradas (dentro del espejo, se imponía un inmenso cuerpo entero))), la tele que Clarissa despreció, el ordenador de la autoindulgencia. La habitación —Clarissa no la juzgaría de esta manera, pero— podría ser fácilmente definida como una mezcla entre autoindulgencia y mobiliario generador de culpa. La mayor de las autoindulgencias era el piano —que siempre olía a nuevo—, delante del cual se sentó.

Se sentó delante de su piano digital Inue WX-500, el más caro de su gama, sonido perfecto, como el de un piano acústico. La ventana cerrada bloqueaba el ruido de los coches de la calle, aunque un oyente atento podría notarlo.

Pero Clarissa no. No porque no estuviera atenta, sino porque en esos momentos no le importaba. Dejó la mano ir de un lado a otro, moverse despacio sobre el teclado, tocó sin seguir ningún orden, de una tecla a otra. Bajo el teclado, había una alfombra mullida color verde lima. Esperaba que alguna música saliera de allí. Golpeó las teclas sin fuerza, se hizo un ruido fsdkmoja eoief jiweoie208𐐘‡hah9421iub3u𝄢al𐐜dikeinenaikafai]] ℣{unj⿅𐐝d.

O tal vez no esperara. Pausa, detuvo las manos sobre las teclas.

—¿Cómo se llama? —dijo Arthur en la puerta.

El teclado, Inue WX-500, las teclas, los botones coloridos, las instrucciones en inglés, traducidas de ideogramas, 匹倓保南, Clarissa quiso tocar con los ojos el sonido del teclado, los botones para salsa, ritmo, bossa, rojo, azul, magenta, púrpura. Bajó la cabeza. Dijo que no se molestara con el ruido, que era así. ¿Y por qué había regresado tan pronto? Ella se calló. ¿Y sus padres? Clarissa ya se levantaba:

—Vienen más tarde. —Clarissa pasó al lado de Arthur, que estaba en la puerta, olor a tabaco, se alejó (de Arthur, del olor a tabaco y sudor) hasta el salón.

El sofá de terciopelo se hundió mientras Clarissa se movía delante de la tele (Full HD, conexión a internet, 3D, 52 pulgadas) para ver HX3, uno de los ciento cuarenta canales de televisión por cable que tenía disponibles. El olor a limpio aún se superponía al de tabaco. Arthur se detuvo detrás de ella en el sofá, se apoyó en el terciopelo. ¿Estaba todo en orden? Clarissa miraba la tele (Full HD, conexión a internet, 3D, 52 pulgadas), la preparación al parto de la señora Weiss. Sí, lo estaba, claro que lo estaba, ¿por qué no lo iba a estar? ¿Por qué Arthur quería saberlo todo de la vida de los demás?, ¿eh?

—Ya —dijo Arthur—, como habéis salido a las ocho menos diez y son las ocho y media... ¿Pasó algo o la cosa es así de rápida?

Clarissa miró al presentador, que empezaba a anunciar los temas del programa. HX3, un canal de documentales, series y programas educativos sobre ciencia, tecnología, historia, medio ambiente y geografía.

Alrededor del aparato, el marco de la pantalla Full HD, conexión a internet, 3D, 52 pulgadas, y, alrededor del presentador, la moldura hecha a medida para aquella pared por un diseñador famoso, a juego con el conjunto de colores blanco-rojo-azul del salón. El mismo diseñador famoso que había escogido el cuadro rojo de al lado del sofá, la mesita minimalista de cristal, los jarrones blancos colocados junto a la puerta con las orquídeas moradas o rojas o azules, siempre recién compradas.

No había sido el diseñador quien puso las fotos de la infancia —y solo las de la infancia— por el pasillo, fotos ordenadas en línea recta. Fotos de Clarissa con una muñeca enorme, la muñeca sonreía, Clarissa sonreía, niños alrededor. Arthur se alejó con el cambio de sonidos de la tele y de respiraciones de la niña. Se adentró en el pasillo.

—Lo siento, creo que he dicho alguna tontería, yo qué sé. Los horarios serán así, ¿no? —Arthur caminaba entre las fotos—. Siento haberme preocupado.

Clarissa miraba la tele (Full HD, conexión a internet, 3D, 52 pulgadas), aunque no estaba atenta a lo que salía en la pantalla.

—Es siempre lo mismo —dijo ella. Arthur se detuvo mirando hacia Clarissa.

—Pero ¿por qué tus padres no han regresado contigo?

—Tienen que trabajar.



Tausende von E-Books und Hörbücher

Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.