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Una novela imprescindible sobre la identidad, la diversidad y la libertad de elección, de la autora de Heartstopper, Sin amor y Nací para esto. No dejes de escuchar tu voz. Frances es una máquina de estudiar con un solo objetivo: entrar en la universidad que ha elegido. Nada ni nadie puede interponerse en su camino. Hasta que conoce a Aled y, por primera vez, no tiene miedo de ser ella misma. Pero cuando la frágil confianza entre ellos se rompe, Frances se encuentra atrapada entre la persona que ha sido hasta ese momento y la persona que en realidad desea ser. Entonces necesitará cada gramo de su valor para enfrentarse no solo a su pasado, sino también al misterio que envuelve la desaparición de su mejor amiga.
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Seitenzahl: 410
Veröffentlichungsjahr: 2025
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El instituto es un asco.¿Por qué pasa eso? ¿Por qué funciona así? No… no lo entiendo.Mmm.Miradme. Mirad mi cara.¿Tengo pinta de que me importe el instituto?No.
LONELY BOY, TEEN SUICIDE
CIUDAD UNIVERSO: Ep. 1 — azul oscuro
CiudadUniverso109982 visualizaciones
En peligro. En Ciudad Universo, sin salida. Enviad ayuda.
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Hola.
Espero que alguien esté escuchando.
Hago esta llamada a través de una señal de radio (ya en desuso, lo sé, pero quizá uno de los pocos medios de comunicación que la Ciudad ha olvidado monitorizar), como un sombrío y desesperado grito de ayuda.
Las cosas en Ciudad Universo no son lo que parecen.
No puedo deciros quién soy. Por favor, llamadme… llamadme solo Radio. Radio Silencio. Al fin y al cabo, no soy más que una voz en una radio, y quizá no haya nadie escuchando.
Así que me pregunto… Si no hay nadie escuchando mi voz, ¿tiene esto algún sentido?
[…]
—¿Has oído eso? —dijo Carys Last, parándose tan súbitamente delante de mí que casi me choqué con ella. Ambas nos quedamos inmóviles en el andén. Teníamos quince años y éramos amigas.
—¿El qué? —repuse, porque no podía distinguir ningún sonido excepto el de la música que estaba escuchando por uno de mis auriculares. Probablemente alguna canción de Animal Collective.
Carys se rio, lo que no sucedía muy a menudo.
—Te pones la música demasiado alta, tía —afirmó, enredando un dedo en el cable del auricular y tirando para soltármelo—. Escucha.
Nos quedamos inmóviles y escuchamos, y recuerdo cada cosa que oí en aquel momento: el traqueteo del tren del que nos acabábamos de bajar y que ahora continuaba su trayecto adentrándose en la ciudad; al empleado encargado de picar los billetes explicándole a un hombre mayor que el tren de alta velocidad para St. Pancras había sido cancelado ese día a causa de la nieve; el zumbido distante del tráfico y el viento soplar sobre nuestras cabezas; la cisterna del aseo de la estación y el aviso por megafonía: «Vía 1, 08:02, destino Ramsgate»; la nieve siendo retirada con las palas; la sirena de un coche de bomberos, y la voz de Carys y…
Fuego.
Nos dimos la vuelta y miramos más allá, hacia la ciudad, nevada y muerta. Normalmente podíamos divisar nuestro instituto desde ahí, pero ese día una nube de humo lo cubría todo.
—¿Cómo es que no hemos visto el humo mientras estábamos en el tren? —se extrañó Carys.
—Yo estaba dormida —contesté.
—Yo no.
—No estarías prestando atención.
—Bueno, supongo que el instituto ha ardido hasta los cimientos —comentó, y echó a andar hasta sentarse en uno de los bancos de la estación. El deseo de Carys desde que tenía siete años se había hecho realidad.
Me quedé mirando un instante más y luego me uní a ella.
—¿Crees que habrán sido esos trolls? —pregunté, refiriéndome a unos blogueros anónimos que se habían pasado el último mes gastando bromas a nuestro instituto con creciente ferocidad.
Carys se encogió de hombros.
—¿Acaso importa? El resultado final es el mismo.
—Pues claro que importa. —Y fue en ese momento cuando empecé a asimilarlo todo—. Parece… parece bastante serio. Vamos a tener que cambiar de centro. Tiene pinta de que todo el bloque C y el D simplemente han… desaparecido. —Estrujé mi falda con las manos—. Mi taquilla estaba en el bloque D. Mi cuaderno de dibujo y los temas de los exámenes estaban ahí dentro. Me llevó días reunir buena parte del temario.
—Ay, mierda…
Me estremecí.
—¿Y por qué iban a hacer algo así? Han destruido un montón de trabajo duro. Han echado por tierra muchos de los exámenes de secundaria y de las pruebas de acceso a la universidad. Cosas que afectan seriamente al futuro de la gente. Literalmente han arruinado un montón vidas.
Carys pareció considerarlo y entonces abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla sin haber dicho nada.
—Nos preocupamos por la felicidad de nuestros estudiantes y por su éxito —estaba diciendo nuestra directora, la doctora Afolayan, delante de cuatrocientos padres y de los alumnos de primero de bachillerato, el día de padres del tercer trimestre.
Yo tenía diecisiete años y era la delegada de clase. Estaba sentada al fondo del estrado porque en dos minutos me tocaría hablar. No había redactado ningún discurso y no estaba nerviosa, sino, más bien, muy complacida conmigo misma.
»Consideramos nuestra obligación proporcionar a la gente joven el acceso a las grandes oportunidades que el mundo ofrece hoy en día.
Había conseguido que me eligieran delegada de curso el año anterior, gracias a mi foto de campaña en la que aparecía con doble papada. Además, había utilizado la palabra «meme» en mi discurso electoral. Eso daba la impresión de que me importaba un bledo la elección, a pesar de ser todo lo contrario, lo que hizo que la gente quisiera votarme. No puede decirse que no conociera a mi audiencia.
Sin embargo, no estaba muy segura de qué iba a decir ese día en el discurso a los padres. Afolayan ya había mencionado todas las cosas que me había apuntado en el folleto publicitario de una discoteca que encontré en el bolsillo de mi chaqueta cinco minutos antes.
—Nuestro programa Oxbridge ha tenido especial éxito este año…
Arrugué el folleto hasta hacer una bola con él y lo arrojé al suelo. Tendría que improvisar.
No era la primera vez que improvisaba un discurso, así que no había por qué alarmarse, y además, cuando lo hacía nadie se daba cuenta nunca, nadie se preguntaba si me los sacaba de la manga. Tenía fama de ser muy organizada, de hacer siempre los deberes y de sacar buenas notas para poder cumplir mi ambición de ir a la universidad de Cambridge. Mis profesores me adoraban y mis compañeros me envidiaban.
Yo era lista.
Era la mejor estudiante de mi curso.
Iría a Cambridge, conseguiría un buen trabajo, ganaría un montón de dinero y sería feliz.
—Y creo —continuó la doctora Afolayan— que todo el personal docente merece también una salva de aplausos por el duro trabajo que ha realizado este año.
La audiencia aplaudió, pero vi a algunos estudiantes poner los ojos en blanco.
—Y ahora me gustaría presentaros a nuestra delegada, Frances Janvier.
Había pronunciado mal mi apellido. Pude distinguir a Daniel Jun, el otro delegado, mirándome desde el lado opuesto del estrado. Daniel me odiaba porque ambos éramos despiadadas máquinas de estudiar.
—Frances ha mantenido un alto y constante rendimiento desde que se unió a nosotros hace unos años, y es todo un honor para mí tenerla como representante de todo lo que defendemos en la Academia. Ella os hablará de su experiencia como alumna de primero de bachillerato en nuestro instituto y de sus propios planes de futuro.
Me levanté y caminé decidida y sonriente por el estrado. Me sentía bien: había nacido para esto.
—No pensarás improvisar de nuevo, ¿verdad, Frances? —me había preguntado mi madre quince minutos antes—. La última vez acabaste tu discurso mostrándole a todo el mundo el pulgar hacia arriba.
Se había quedado conmigo en el pasillo de subida al estrado.
A mi madre siempre le había gustado el día de padres, sobre todo porque adoraba las rápidas y confundidas miradas de la gente cuando se presentaba como mi madre. Eso sucedía porque yo soy mestiza y ella es blanca, y por alguna razón la gente piensa que soy latina, ya que escogí estudiar la asignatura de español con un tutor privado.
También le gustaba oír a los profesores decirle, una y otra vez, la excelente persona que yo era.
Agité el folleto de la discoteca ante ella.
—Perdona, pero estoy muy bien preparada.
Mi madre me lo quitó de la mano y lo examinó.
—Aquí solo hay tres puntos escritos. Uno de ellos dice «mencionar Internet».
—Es todo cuanto necesito. Estoy muy versada en el arte de decir tonterías.
—Uy, ya lo sé, ya. —Me devolvió el folleto y se apoyó contra la pared—. Pero podrías ahorrarnos otro incidente en el que te pasas tres minutos hablando de Juego de tronos.
—No vas a dejar de recordármelo nunca, ¿verdad?
—No.
Me encogí de hombros.
—Tengo todos los puntos principales cubiertos. Soy lista, voy a ir a la universidad, blablablá… Notas, éxito, felicidad. Lo tengo controlado.
A veces tenía la sensación de que eso era de lo único de lo que hablaba. Después de todo, ser lista era mi principal fuente de autoestima. Soy una persona gris, en todos los sentidos de la palabra, pero al menos iba a poder ir a la universidad.
Mi madre alzó una ceja.
—Me estás poniendo nerviosa.
Intenté dejar de pensar en ello y, en su lugar, centrarme en mis planes nocturnos.
Esa noche pensaba ir a casa, tomarme un café con una rebanada de bizcocho y, luego, subir a mi habitación, sentarme en mi cama y escuchar el último episodio de Ciudad Universo. Ciudad Universo era un pódcast de YouTube sobre une estudiante-detective que vestía siempre de traje y buscaba el modo de escapar de una universidad de ciencia ficción infestada de monstruos. Nadie sabía quién había creado el pódcast, pero había sido la voz que lo narraba, con su tono suave, lo que primero me enganchó al programa. Te daban ganas de quedarte dormida. De alguna forma extraña, era como si alguien te estuviera acariciando el pelo.
Ese era mi plan para cuando llegara a casa.
—¿Seguro que estarás bien? —insistió mi madre bajando la vista hacia mí. Siempre me preguntaba lo mismo antes de que tuviera que hablar en público, un hecho bastante frecuente.
—Estaré bien.
Me alisó el cuello de la chaqueta golpeando con un dedo mi insignia plateada de delegada.
—Recuérdame por qué quisiste ser delegada —me dijo.
—Porque se me da muy bien —contesté, mientras pensaba para mis adentros: «porque a las universidades les encanta».
Solté mi discurso y luego bajé del estrado y comprobé mi móvil, que no había mirado en toda la tarde. Fue entonces cuando lo vi: el mensaje de Twitter que estaba a punto de cambiar mi vida, posiblemente para siempre.
Emití un asustado carraspeo y luego me dejé caer en una silla de plástico, agarrando el brazo de Daniel Jun con tanta fuerza que me siseó:
—¡Ay! Pero ¿qué pasa?
—Algo muy fuerte. Mira mi Twitter.
Daniel, que se había mostrado escasamente interesado hasta que mencioné la palabra twitter, frunció el ceño y tiró de su brazo para recuperarlo. Luego arrugó la nariz y miró hacia otro lado como si le hubiera hecho algo tremendamente embarazoso.
Lo más importante que debéis saber sobre Daniel Jun es que sería capaz de matarse si pensara que de ese modo sacaría mejores notas. Para la mayoría de la gente, éramos exactamente iguales. Ambos éramos inteligentes e iríamos a Cambridge, y eso era todo lo que veían los demás: dos brillantes dioses de la Academia volando muy por encima del edificio del instituto.
La diferencia entre nosotros era que yo encontraba nuestra «rivalidad» divertidísima, mientras que Daniel actuaba como si estuviéramos inmersos en una guerra para demostrar quién era el mayor empollón.
Pero a lo que iba...
Me habían sucedido sos cosas monumentales. La primera era esta:
@Ciudad Universo ha empezado a seguirte
Y la segunda era el mensaje directo dirigido a @Toulouse, mi nombre de usuario:
Mensajes Directos> con Radio
¡Hola, Toulouse! Esto igual te suena muy raro, pero he visto algunos de los fanarts de Ciudad Universo que has colgado y me gustan mucho.
Me preguntaba si te interesaría trabajar en el programa para crear efectos visuales en los episodios de Ciudad Universo.
He estado intentando encontrar a alguien con el estilo adecuado para el programa y realmente me gusta mucho el tuyo.
Ciudad Universo funciona sin ánimo de lucro y no puedo pagarte, así que entendería perfectamente si me dijeras que no, pero parece como si realmente te gustara… el programa, y me pregunto si querrías colaborar. Por supuesto tendrías todo el reconocimiento.
Sinceramente: me gustaría poder pagarte, pero no tengo dinero.(Soy estudiante).
Pues eso. Ya me dirás si te interesa. Si no es así, seguirán gustándome tus dibujos. Mucho. Vale.
Radio
—Vamos, suéltalo —dijo Daniel, poniendo los ojos en blanco—. ¿Qué ha pasado?
—Algo muy fuerte —susurré.
—Sí, eso ya lo he pillado.
De pronto comprendí que no había forma alguna de que le pudiera contar a nadie lo sucedido. Probablemente ni siquiera supieran lo que era Ciudad Universo, por no hablar de que hacer fanart sea quizá una afición un tanto extraña. Podrían pensar que había estado dedicándome secretamente a dibujar pornografía o algo así, y entonces se pondrían a indagar en mi perfil de Tumblr y a leer todos mis comentarios personales allí, y todo se volvería aún más espantoso. «La cerebrito del instituto y delegada, Frances Janvier, desenmascarada como una pedazo de friki».
Carraspeé con fuerza.
—Bueno… No creo que te interesara. No te preocupes.
—Está bien. —Daniel sacudió la cabeza y miró hacia otro lado.
Ciudad Universo. Me ha escogido. Para ser... su artista.
Sentía que me moría, pero en plan bien.
—¿Frances? —dijo una voz suave—. ¿Estás bien?
Alcé la vista para encontrarme cara a cara con Aled Last, el mejor amigo de Daniel.
Aled siempre tenía el aspecto de un niño que ha perdido a su madre en el supermercado. Posiblemente tuviera mucho que ver con lo joven que parecía, con lo redondos que eran sus ojos y con cómo su pelo semejaba la suave pelusilla de un bebé. Nunca parecía estar cómodo con ninguna de las prendas que vestía.
No iba a nuestro instituto, sino a un centro de educación secundaria solo para chicos, al otro lado de la ciudad, y a pesar de que solo tenía tres meses más que yo, estaba un curso por encima. La mayoría de la gente sabía quién era gracias a Daniel. Yo lo conocía porque vivía justo enfrente de mi casa. Fui amiga de su hermana gemela. Aled y yo cogíamos el mismo tren para llegar al instituto, aunque nos sentábamos en distintos vagones y nunca hablábamos entre nosotros.
Aled estaba de pie junto a Daniel, bajando la vista hacia donde yo me encontraba aún sentada, hiperventilando, en la silla. Se encogió ligeramente y añadió un:
—Eh, lo siento, mmm..., me refiero a que parece como si fueras potar o algo.
Traté de decir una frase sin caer en la risa histérica.
—Estoy bien —contesté, sonriente y con aspecto de estar a punto de matar a alguien—. ¿Por qué has venido? ¿Para apoyar a Daniel?
Según los rumores, Aled y Daniel habían sido inseparables toda la vida, a pesar del hecho de que Daniel era un presumido y testarudo gilipollas y Aled apenas pronunciaba cincuenta palabras al día.
—Eh, no —contestó, como de costumbre, con voz demasiado baja para que pudiera oírla. Parecía aterrorizado—. La doctora Afolayan quería que diera un discurso. Sobre la universidad.
Me quedé mirándolo fijamente.
—Pero si ni siquiera estás en nuestro instituto.
—Lo sé.
—Entonces ¿cómo es posible?
—Fue idea del señor Shannon. —El señor Shannon era el director del centro de Aled—. Algo sobre camaradería entre institutos. De hecho, debería haberlo hecho uno de mis compañeros. Él fue delegado el año pasado, pero estaba ocupado…, así que me preguntó si podía sustituirlo y…, bueno.
La voz de Aled fue disminuyendo aún más a medida que hablaba, como si pensara que yo no lo estaba escuchando, pese a estar mirándolo directamente.
—¿Y tú accediste? —le pregunté.
—Sí.
—¿Por qué?
Aled simplemente se rio.
Estaba temblando.
—Porque es un pringado —intervino Daniel cruzándose de brazos.
—Sí —murmuró Aled, pero estaba sonriendo.
—No tienes por qué hacerlo —sugerí—. Puedo decirles que te has puesto malo y ya.
—En cierto modo debo hacerlo —replicó.
—En realidad no tienes que hacer nada que no quieras —le dije, aunque sabía que no era cierto, y también Aled, porque simplemente se rio y sacudió la cabeza.
No dijimos nada más.
Afolayan estaba de nuevo en el estrado.
—Y ahora me gustaría dar la bienvenida a Aled Last, un chico de segundo de bachillerato que el próximo septiembre asistirá a una de las universidades más prestigiosas de Inglaterra. ¡Eso si sus notas de acceso salen según lo previsto!
Todos los padres se rieron del comentario. Daniel, Aled y yo no lo hicimos.
Afolayan y los padres empezaron a aplaudir mientras Aled subía al estrado y se acercaba al micrófono. Yo lo había hecho un millar de veces y siempre notaba un ligero vuelco en el estómago, pero ver a Aled allí fue, de algún modo, tres billones de veces peor.
Yo apenas había hablado con Aled. No sabía prácticamente nada sobre él.
—Eh, hola, sí —dijo. Su voz sonaba como si acabara de llorar.
—No me había dado cuenta de que fuera tan tímido —le susurré a Daniel, pero él no dijo nada.
—En fin, el año pasado, yo… tuve una entrevista…
Daniel y yo lo observamos sufrir durante todo su discurso. Daniel, un experimentado orador público como yo, sacudía ocasionalmente la cabeza. En un momento dado dijo:
—Tendría que haber dicho que no, joder.
Yo no quería verlo, así que me recosté en la silla durante la segunda parte y releí el mensaje de Twitter unas cincuenta veces. Intenté desconectar y centrarme en Ciudad Universo y en los mensajes. A Radio le habían gustado mis obras. Unos estúpidos bocetos de los personajes, apenas unos confusos trazos o garabatos realizados a las tres de la madrugada en mi cuaderno de noventa y nueve céntimos, en lugar de terminar mi ensayo de Historia. Nunca me había sucedido nada parecido.
Cuando Aled bajó del estrado y se reunió de nuevo con nosotros, le dije:
—Bien hecho, has estado muy bien. —Aunque ambos sabíamos que estaba mintiendo de nuevo.
Él me miró a los ojos. Tenía grandes círculos azul oscuro alrededor de los suyos. Quizá también fuera un animal nocturno como yo.
—Gracias —contestó, y entonces se marchó, y pensé que probablemente esa sería la última vez que lo viera.
Mi madre apenas tuvo tiempo de decir «Bonito discurso» una vez que me reuní con ella en el coche, antes de que empezara a contarle todo lo sucedido con Ciudad Universo. En una ocasión intenté que se enganchara al programa obligándola a escuchar los primeros cinco episodios de camino a unas vacaciones en Cornwall, pero su conclusión fue: «No lo pillo. ¿Se supone que tiene que ser gracioso o dar miedo? Oye, ¿Radio Silencio es una chica o un chico o nada de eso? ¿Por qué nunca asiste a sus clases de la universidad?». Decidí que aquello ya era suficiente. Al menos aún seguía viendo Glee conmigo.
—¿Estás segura de que no se trata de algún tipo de estafa? —dijo mi madre frunciendo el ceño mientras conducía el coche lejos de la Academia. Levanté los pies para posarlos sobre el asiento—. Suena como si estuviera intentando robar tu arte, si no pretende pagarte.
—Era su cuenta de Twitter oficial. Está verificada —contesté, aunque eso no tuviera el mismo efecto en mi madre que en mí—. Les gusta tanto mi obra que, de hecho, ¡me está pidiendo que me una a su equipo!
Mi madre no dijo nada. Se limitó a arquear las cejas.
—Al menos podrías alegrarte por mí —repliqué, girando la cabeza hacia ella.
—¡Está muy bien! ¡Es genial! Es solo que no me gusta que la gente te robe tus bocetos. Tú adoras esas cosas.
—¡No creo que se trate de un robo! Me van a reconocer mi trabajo.
—¿Has firmado algún contrato?
—¡Mamá! —rugí exasperada. No tenía demasiado sentido intentar explicárselo—. Da igual, voy a tener que rechazarlo de todos modos.
—Espera, ¿qué? ¿Qué quieres decir?
Me encogí de hombros.
—Es que no voy a tener tiempo. En pocos meses empezaré segundo de bachillerato, o sea, que tendré mucho trabajo todo el tiempo y, sobre todo, tendré que prepararme para la entrevista de Cambridge… No habrá forma de que encuentre tiempo para dibujar algo para cada uno de los episodios semanales.
Mi madre frunció el ceño.
—No lo entiendo. Pensaba que te hacía muchísima ilusión.
—Pues sí. O sea, es increíble que me haya escrito y que piense que mi fanart es bueno, pero debo ser realista.
—Ya sabes que oportunidades como esta no surgen todos los días —repuso mi madre—. Y está claro que tú quieres hacerlo.
—Bueno, sí, pero tengo tantos deberes todos los días…, y los trabajos de clase y los exámenes serán cada vez más exigentes…
—Yo creo que deberías aceptar. —Mi madre me miró directamente a la cara mientras giraba el volante—. Creo que trabajas demasiado duro en el instituto y deberías tener la oportunidad, por una vez, de hacer lo que quieras.
Y lo que yo quería hacer era esto:
Mensajes Directos> con Radio
¡Hola! Guau… Muchas gracias, ¡no puedo creer que te guste mi fanart! ¡Estaría encantada de verme implicada! Confío en no sonar demasiado fangirl, ¡ja, ja!
Sinceramente, Ciudad Universo es mi serie favorita de todos los tiempos. ¡No sé cómo agradecerte que hayas pensado en mí!
Tenía trabajo que hacer cuando llegué a casa. Casi siempre tenía trabajo que hacer al llegar a casa. Casi siempre trabajaba cuando llegaba a casa porque cuando no hacía los deberes sentía como si estuviera perdiendo el tiempo. Sé que suena bastante triste, y por eso siempre he querido tener una afición, por ejemplo, jugar al fútbol, tocar el piano o patinar sobre hielo, pero el hecho era que la única cosa que se me daba bien era aprobar exámenes. Algo estupendo, por lo que me sentía agradecida. Lo contrario habría sido mucho peor.
Ese día, sin embargo, el día que recibí el mensaje de Twitter del creador de Ciudad Universo, no hice ningún trabajo cuando llegué a casa.
Me desplomé sobre mi cama y, tras encender el portátil, entré directamente en mi cuenta de Tumblr, donde había publicado mis dibujos. Recorrí la página hasta el final. ¿Qué sería exactamente lo que habría visto el Creador en ellos? Todos eran una porquería. Garabatos que hacía para desconectar y así poder dormir y olvidarme durante cinco minutos de los ensayos de Historia y de Arte y de los discursos de delegada.
Me pasé a Twitter para ver si el Creador me había contestado, pero aún no lo había hecho. Comprobé mi correo para confirmar que no me hubiera escrito, y tampoco había nada.
Adoraba Ciudad Universo.
Quizá esa fuera mi afición. Dibujar Ciudad Universo.
Aunque no lo sentía como una afición, sino más bien como un secreto vergonzoso.
En todo caso, mis dibujos eran todos inútiles. No es que me hubiera planteado venderlos. Ni tampoco compartirlos con mis amigos. Y menos aún que pudieran hacerme entrar en Cambridge.
Continué repasando la página, retrocediendo a meses y meses atrás, hasta el último año y el año anterior; retrocediendo en el tiempo. Lo había dibujado todo. Había dibujado los personajes, a Radio Silencio, que narraba la historia, a sus distintos secuaces. Había dibujado la escenografía, la oscura y polvorienta universidad de ciencia ficción de Ciudad Universo. Había dibujado a los villanos, las armas y los monstruos, la bicicleta lunar de Radio y su indumentaria, el Edificio Azul Oscuro y la Carretera Solitaria, e incluso a Febrero Viernes. Lo había dibujado todo, la verdad.
¿Por qué?
¿Porque soy así?
A decir verdad, era la única cosa con la que me divertía. La única cosa que tenía aparte de mis notas.
No, un momento. Eso sería muy triste. Y raro.
Simplemente me ayudaba a dormir.
O no.
No lo sé.
Cerré de golpe la tapa del portátil y bajé a la cocina a picar algo mientras trataba de no pensar en ello.
—Vale —dije, varios días más tarde, mientras el coche se paraba frente a la taberna Wetherspoon a las nueve de la noche—. Voy a beber alcohol, meterme un montón de droga y tener mucho sexo.
—¡Vaya! —exclamó mi madre con una media sonrisa—. Está bien. Mi hija se ha vuelto salvaje.
—De hecho esta es mi verdadera personalidad. —Abrí la puerta del coche y me planté en la acera a la vez que gritaba—: ¡No te preocupes si muero!
—¡No pierdas el último tren!
Era el último día de clase antes del parón de los exámenes y se suponía que debía acudir a una discoteca de la ciudad, Johnny Richard’s, con mis amigos. Era la primera vez que pisaría una discoteca y me sentía sencillamente aterrorizada, pero debido a que ya me encontraba al borde de la desconexión total con mi grupo, pensaba que si no asistía dejarían de considerarme una «amiga cercana», y las cosas se pondrían bastante tensas para mí en el día a día. No podía imaginar lo que me depararía ese antro, más allá de unos chicos borrachos con camisas color pastel y de Maya y Raine intentando que bailara torpemente al ritmo de Skrillex.
Mi madre arrancó el coche y se alejó.
Crucé la calle y eché un vistazo a través de la puerta al interior de Spoons. Distinguí a mis amigas sentadas en un rincón al fondo, bebiendo y riendo. Eran todas personas encantadoras, pero me ponían nerviosa. No es que fueran malas conmigo ni nada por el estilo, es solo que me veían de una forma muy particular: Frances la del instituto, delegada, aburrida, empollona, una máquina de estudiar. Aunque no es que estuvieran del todo equivocadas, supongo.
Me dirigí directamente a la barra y pedí un vodka con limonada.
El camarero no me hizo enseñarle mi carné de identidad, a pesar de que llevaba conmigo uno falso por si acaso. Un detalle sorprendente, porque por lo general tengo pinta de niña de trece años.
Entonces caminé hacia donde estaban mis amigas, serpenteando entre los grupos de chicos que empezaban a achisparse. Otra cosa más que me ponía nerviosa.
Sinceramente, tenía que dejar de asustarme portarme como una adolescente normal.
—¿Cómo dices? ¿Mamadas? —Lorraine Sengupta, conocida por todos como Raine, estaba sentada a mi lado—. No vale la pena, tía. Los chicos son unos remilgados. Ni siquiera quieren besarte después.
Maya, la persona más ruidosa del grupo y, por tanto, la líder, estaba acodada en la mesa con tres vasos vacíos delante de ella.
—Oh, vamos, no todos van a ser así —replicó Maya.
—Pero muchos lo son, así que no me apetece intentarlo. Y, honestamente, no creo que merezca la pena el esfuerzo.
Raine había usado la palabra «honestamente». No parecía ser un comentario irónico, así que no supe cómo interpretarlo.La conversación me resultaba tan irrelevante que llevaba los últimos diez minutos fingiendo estar escribiendo un mensaje en el móvil.
Radio aún no había contestado a mi MD ni respondido a mi correo. Habían pasado cuatro días.
—No, no creo en las parejas que se quedan dormidas en brazos del otro —decía Raine. Ahora estaban hablando de otra cosa—. Creo que es un bulo de las pelis y tal.
—¡Ah, hola, Daniel!
La voz de Maya atrajo mi atención lejos del móvil. Daniel Jun y Aled Last pasaban por delante de nuestra mesa. Daniel vestía una camiseta gris clara y vaqueros azules. En todo el año desde que le había conocido nunca le había visto llevar nada estampado. Aled vestía igual de sencillo, como si Daniel hubiera elegido su ropa.
Daniel bajó la vista, nos vio y, por un instante, clavó sus ojos en mí, antes de contestar a Maya.
—Hola, ¿todo bien?
Se pusieron a hablar. Aled estaba callado, unos pasos por detrás de Daniel, ligeramente encogido, como si intentase pasar desapercibido. Nuestras miradas también se cruzaron, pero apartó la vista rápidamente.
Raine se inclinó sobre mí mientras Daniel y las demás hablaban.
—¿Y quién es el chico blanco? —susurró.
—¿Aled Last? Va al centro ese solo para chicos.
—Ah, ¿el hermano gemelo de Carys Last?
—Sí.
—¿No era amiga tuya?
—Bueno…
Intenté pensar en qué decir.
—Más o menos —contesté—. Solíamos charlar en el tren a veces.
Raine probablemente era la persona con la que más hablaba de todo el grupo. Ella no se burlaba de mí por que fuera una petarda empollona, como hacían las demás. Si yo hubiera actuado más como soy en realidad, creo que hubiéramos podido ser muy buenas amigas, ya que teníamos un sentido del humor parecido. Pero ella podía lograr ser genial y rara porque no era la delegada y llevaba el lado derecho de la cabeza rapado, de modo que a nadie le sorprendía demasiado cuando hacía algo inusual.
—Aham —asintió Raine.
Observé cómo Aled daba un sorbo a la bebida que sostenía mientras paseaba la mirada por el garito. Parecía muy incómodo.
—Frances, ¿preparada para ir al Johnny’s? —Una de mis amigas estaba inclinada sobre la mesa y me observaba con una afilada sonrisa.
Como ya he dicho, mis amigas no eran malas conmigo, pero me trataban como si no tuviera ninguna experiencia de la vida y fuera simplemente una gran empollona.
Lo que era cierto, así que no podía quejarme.
—Eh, sí, supongo —contesté.
Un par de chicos se acercaron a Aled y empezaron a hablar con él. Ambos eran altos y desprendían cierta seguridad en sí mismos. Uno de ellos, de piel aceitunada y camisa a cuadros, había sido delegado durante gran parte del último año en el centro de chicos; y el otro, de constitución fornida y pelo más largo en la parte superior de la cabeza, era el capitán del equipo de rugby. Los vi presentarse cuando asistí al día de puertas abiertas de primero de bachillerato de su centro.
Aled les sonrió a los dos, y confié en que tuviera más amigos aparte de Daniel. Traté de captar fragmentos de su conversación. Aled decía: «¡Sí, esta vez Dan ha conseguido convencerme!». A lo que el delegado contestó: «No te sientas obligado a ir al Johnny’s si no te apetece. Creo que nosotros nos vamos a ir pronto a casa», y miró al capitán de rugby, que asintió en respuesta y repuso: «Sí, ¡dinos si necesitas alguien que te lleve, colega! He traído mi coche». Para ser sincera, deseé poder hacer yo lo mismo, y simplemente irme a casa cuando me apeteciera, pero no podía, porque estaba demasiado asustada para hacer lo que quería.
—Es bastante turbio —comentó otra de mis amigas, atrayendo mi atención.
—¡Me siento mal por ella! —dijo otra—. ¡Frances es tan inocente! Siento como si estuviéramos corrompiéndote —ahora se dirigía a mí—, al arrastrarte de discotecas y hacerte beber.
—Sin embargo, ¡se merece una noche lejos de los estudios!
—Me gustaría verte borracha. ¿Crees que te daría por llorar?
—No, sería una borracha divertida. Creo que oculta una personalidad secreta que no conocemos.
No supe qué decir.
Raine me soltó un codazo.
—No les hagas caso. Si algún chico desagradable se te acerca, simplemente le arrojaré mi bebida encima.
Alguien se rio.
—Y lo hará. Ya lo ha hecho antes.
Yo también me reí y deseé tener agallas para decir algo divertido, pero no lo hice porque no era una persona graciosa cuando estaba con ellas. Solo era aburrida.
Apuré el resto de mi bebida y miré alrededor preguntándome dónde se habrían metido Daniel y Aled.
Me sentía un poco incómoda por que Raine hubiera sacado el tema de Carys. Siempre me pasaba cuando la gente la mencionaba, porque no quería pensar en ella.
Carys Last se escapó de casa cuando estaba en cuarto de secundaria y yo en tercero. Nadie supo nunca por qué y a nadie le importó, puesto que no tenía demasiados amigos. En realidad no tenía ninguno, aparte de mí.
Conocí a Carys Last en el tren de camino al instituto cuando teníamos quince años. Era el tren de las 7:14 y yo estaba sentada en su asiento.
Bajó la vista hacía mí como una bibliotecaria que posara los ojos en alguien desde lo alto de su mostrador. Su pelo era rubio platino y tenía un flequillo tan tupido y largo que casi no podías verle los ojos. El sol silueteaba su figura como si fuera una aparición celestial.
—Oh —exclamó—. Verás, mi pequeña comadre del tren, creo que estás ocupando mi sitio.
Podría parecer que estaba siendo cruel conmigo, pero no era así.
Era de lo más extraño. Me refiero a que nos habíamos visto montones de veces, ya que, junto con Aled, las dos nos sentábamos en la estación cada mañana a esperar el tren, y éramos las últimas personas en abandonarlo cada mañana. Lo llevábamos haciendo desde que empecé secundaria, pero nunca habíamos hablado. Supongo que así es la gente.
Su voz era diferente a como la había imaginado. Tenía el típico acento pijo londinense, al estilo del reality Made in Chelsea, pero era más encantador que irritante, y hablaba despacio y con voz suave, como si fuera ligeramente superior. Hay que señalar que yo era significativamente más baja que ella por entonces. Comparada conmigo, parecía una majestuosa elfa y yo un gremlin.
Y de pronto advertí que tenía razón. Había ocupado su asiento, y no tenía ni idea de por qué. Normalmente me sentaba en otro vagón.
—Ay, Dios, lo siento, ahora mismo me cambio…
—¿Cómo? Ay, no, no pretendía echarte, uf, lo siento. Debo de haber sonado muy brusca. —Se sentó en el asiento opuesto al mío.
Carys Last no sonreía de forma incómoda como yo, ni parecía sentir la necesidad de hacerlo, cosa que me impresionó un montón.
Aled no la acompañaba. Pero en aquel momento no me chocó. Después de ese incidente, me fijé en que se sentaban en vagones distintos. Aunque eso tampoco me chocó. Yo aún no lo conocía, así que no le di importancia.
—¿No sueles sentarte en el vagón de cola? —me preguntó con el tono de un empresario de mediana edad.
—Mmm, sí.
Alzó las cejas hacia mí.
—Vives en el pueblo, ¿verdad? —preguntó.
—Sí.
—¿Enfrente de mi casa?
—Eso creo.
Carys asintió. Mantenía una expresión anormalmente seria, lo que me resultó extraño porque todo el mundo que conocía se esforzaba por sonreír a todas horas. Su compostura la hacía parecer significativamente mayor de lo que era, y con mucha clase.
Posó sus manos sobre la mesa y advertí que tenían pequeñas cicatrices de quemaduras.
—Me gusta tu jersey —declaró.
Bajo la chaqueta del uniforme, me había puesto un jersey con un ordenador con cara triste en la pantalla.
Bajé la vista porque había olvidado lo que llevaba ese día. Estábamos a principios de enero y hacía frío, razón por la cual vestía un jersey, además del uniforme. Este en particular era una de las muchas prendas de vestir que no me ponía nunca delante de mis amigos porque pensaba que se reirían de mí. Mi gusto personal para la ropa se quedaba en casa.
—¿Te… te gusta? —balbuceé, preguntándome si habría oído mal.
Carys se rio, ahora sí.
—Sí, claro.
—Gracias —contesté, sacudiendo la cabeza ligeramente. Bajé la vista a mis manos y luego la dirigí hacia la ventanilla. El tren arrancó súbitamente y abandonamos la estación del pueblo.
—Y dime, ¿por qué te has sentado hoy en este vagón?
Volví a mirarla, esta vez de arriba abajo. Hasta ese momento ella solo había sido una chica con el pelo teñido de rubio que se sentaba al otro extremo del tren cada mañana. Pero ahora estábamos hablando, y aquí estaba, toda maquillada a pesar de que aún iba a secundaria y eso infringía las normas de conducta del centro. Era alta, suave y, de alguna forma, poderosa, ¿cómo se las arreglaba para ser así de encantadora sin sonreír en absoluto? Daba la impresión de ser capaz de matar a alguien si tenía que hacerlo; como si siempre supiera exactamente lo que estaba haciendo. De algún modo supe que esa no sería la única vez que hablaríamos. Dios, no tenía ni idea de lo que iba a suceder.
—No lo sé —repuse.
Pasó otra hora antes de que llegara el momento apropiado para trasladarnos al Johnny’s. Intenté mantener la calma y no enviar un mensaje por Facebook a mi madre para decirle que viniera a recogerme, porque eso sería patético. Sabía que yo era patética, pero se suponía que nadie más debía saberlo.
Todos nos levantamos. Yo me sentía un poco achispada, como si realmente no controlara mis piernas, pero aun así oí a Raine decir «qué mono» mientras señalaba el top que me había puesto: una sencilla blusa de chifón que había escogido por parecerse a algo que podría vestir Maya.
Prácticamente me había olvidado de Aled, pero entonces, mientras caminábamos calle abajo, mi móvil empezó a sonar. Lo saqué del bolsillo y miré la pantalla. Daniel Jun me estaba llamando.
Daniel tenía mi número únicamente porque, al ser los dos delegados de curso, llevábamos un montón de asuntos del instituto juntos. Nunca me había llamado y apenas me había enviado cuatro o cinco mensajes con cuestiones mundanas, tales como: «¿Vas a organizar tú el puesto de bizcochos o lo hago yo?», o «Tú pides las entradas en la puerta y yo dirijo a la gente al interior del instituto». Eso, añadido al hecho de que yo no le gustaba demasiado, hacía que me fuera imposible saber por qué me estaba llamando.
Pero estaba un poco pedo, así que contesté a su llamada.
Frances: ¿Hola?
Daniel: (voces ahogadas y una estridente música electrónica)
F: ¿Hola? ¿Daniel?
D: ¿Hola? (risas) Callad, callad. ¿Hola?
F: ¿Daniel? ¿Para qué me llamas?
D: (risas y más música electrónica)
F: ¿Daniel?
D: (cuelga)
Miré mi teléfono.
—Está bien —dije en voz alta, pero nadie me oyó.
Un grupo de chicos me empujó por detrás, y mi pie resbaló del bordillo y de pronto me vi caminando por la calzada. No quería estar ahí. Tendría que estar haciendo los deberes, revisando las preguntas del examen, repasando los apuntes de matemáticas, releyendo el mensaje de Radio, dibujando algunas ideas para los vídeos. Tenía un montón de cosas que hacer y, para ser sincera, estar ahí me parecía una completa pérdida de tiempo.
Mi teléfono volvió a sonar.
Frances: Daniel, te juro que…
Aled: ¿Frances? ¿Eres Frances?
F: ¿Aled?
A: ¡Fraaaances! (música)
Apenas conocía a Aled. Apenas había hablado con él antes de esa semana.
¿Por qué…?
F: Eh, ¿por qué me llamas?
A: Oh… Da... Dan ha intentado gastarte una broma, creo… No creo que haya funcionado…
F: Está bien…
A: …
F: ¿Dónde estás? ¿Está Daniel contigo?
A: Ah, estamos en Johnny’s… Es todo tan raro que ni siquiera sé quién es Johnny… Dan está… (risas, voces amortiguadas)
F: ¿Te encuentras bien?
A: Estoy bien… Lo siento… Daniel te ha vuelto a llamar y luego me ha pasado el teléfono… Y no sé qué ha pasado. ¡No sé por qué estoy hablando contigo! Ja, ja…
Aceleré el paso para no perder completamente de vista a mis amigas.
F: Aled, si Daniel está contigo, entonces voy a dejarte…
A: Claro, lo siento… Mmm… Sí.
Me sentí mal por él. No entendía cómo podía ser amigo de Daniel y me pregunté si este le estaría dando órdenes. Daniel solía dar órdenes a todo el mundo.
F: No pasa nada.
A: La verdad es que no me gusta estar aquí.
Fruncí el ceño.
A: ¿Frances?
F: ¿Sí?
A: La verdad es que no me gusta estar aquí.
F: ¿Dónde?
A: ¿A ti te gusta estar aquí?
F: ¿Dónde?
Durante un momento se hizo el silencio, bueno, un silencio relativo, si no contaba la estridente música de baile, las voces y las risas de fondo.
F: Aled, por favor, dime si Daniel está ahí para que pueda continuar con mi noche y no tener que preocuparme por ti.
A: No sé dónde está Daniel…
F: ¿Quieres que vaya a buscarte y te lleve a casa o algo así?
A: Oye… ¿Sabes? Suenas como si estuvieras en la radio…
Mi mente volvió instantáneamente a Ciudad Universo y Radio Silencio.
F: Dios, estás muy borracho.
A: (risas) Hola. Espero que alguien esté escuchando…
Colgó. Sentí que mi estómago se desplomaba con sus últimas palabras.
—Hola. Espero que alguien esté escuchando… —repetí para mis adentros.
Unas palabras que me había pasado los últimos dos años escuchando una y otra vez, unas palabras que había dibujado una y otra vez dentro de los pequeños bocadillos de diálogo y en la pared de mi dormitorio. Palabras que había oído a una voz masculina y a una voz femenina, cambiando cada pocas semanas, siempre con ese tono clásico de la radio de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial.
La primera frase de cada episodio de Ciudad Universo:
—Hola. Espero que alguien esté escuchando.
El portero del Johnny's no cuestionó el permiso de conducir que le mostré y que pertenecía a la hermana mayor de Raine, Rita, a pesar de que Rita es india y tiene el pelo corto y liso. No terminaba de entender cómo alguien podía confundir a una chica india con una chica medio inglesa y medio etíope, pero así fue.
La entrada era gratis al ser antes de las once. Una buena noticia para mí, porque odio gastar dinero en cosas que en realidad no quiero hacer.
Seguí a mis amigas hasta el interior. Era exactamente lo que me esperaba. Gente borracha. Luces parpadeantes. Música alta. Clichés.
—Tía, ¿vienes a pedir algo más de beber? —gritó Raine a quince centímetros de mí.
Negué con la cabeza.
—Estoy un poco mareada.
Maya me oyó y se rio.
—¡Guau, Frances! Qué mona. Venga, solo un chupito más.
—En realidad creo que voy a ir al servicio.
Pero Maya ya se había puesto a hablar con alguien.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Raine.
Negué con la cabeza.
—No pasa nada. Estoy bien.
—Vale. —Me agarró del brazo y señaló hacia un lugar indistinguible al otro lado de la sala—. El baño está por allí. Luego ven a reunirte con nosotros en la barra, ¿vale?
Asentí. Raine se despidió con la mano y se alejó.
No tenía la más mínima intención de ir al baño.
Iba a buscar a Aled Last.En cuanto estuve segura de que mis amigas estaban lo suficientemente distraídas en la barra, me dirigí al piso de arriba. En esa planta ponían música indie y se estaba mucho más tranquilo, todo un alivio, porque la música electrónica estaba empezando a ponerme de los nervios, como si fuera la banda sonora de una película de acción y tuviera diez segundos para huir de una explosión.
Y, de pronto, Aled estaba literalmente a mi lado.
No había planeado ir a buscarlo hasta que citó Ciudad Universo. Aunque eso… eso podría haber sido una mera coincidencia, ¿no? Pero es que lo había citado al pie de la letra. Palabra por palabra. Con el enunciado exacto, la sibilancia de la ese de «esté», la ligera vacilación entre el «escu» y el «chando» y la risita después del segundo punto…
¿Acaso él también seguía el pódcast?
Nunca había conocido a nadie que lo escuchara.
Resultaba bastante increíble que no hubieran expulsado a Aled de la discoteca por haberse desmayado o por quedarse dormido. En cualquier caso, estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared de tal modo que era evidente que alguien lo había colocado allí. Probablemente Daniel. Algo sorprendente, ya que Daniel solía ser muy protector con Aled. O eso había oído. Tal vez fuera justo lo contrario.
Me agaché delante de él. La pared contra la que se apoyaba estaba húmeda por la condensación de la sala. Lo sacudí del brazo y grité por encima de la música:
—¿Aled?
Volví a zarandearlo. Parecía estar apaciblemente dormido. Los focos de la discoteca iluminaban su cara de rojo y naranja. Tenía pinta de crío.
—Espero que no estés muerto. Eso me arruinaría el día.
Se sacudió bruscamente, separándose de la pared y golpeando la cabeza contra mi frente.
Me dolió tanto que no pude decir nada, excepto un suave «hijo de puta». Una solitaria lágrima resbalaba del rabillo de mi ojo izquierdo mientras me hacía un ovillo para intentar minimizar el dolor.
Aled gritó:
—¡Frances Janvier!
Pronunció mi apellido correctamente.
—¿Acabo de golpearte en la cara? —preguntó.
—Golpear se queda corto —le contesté a gritos mientras me enderezaba.
Pensé que se reiría, pero sus ojos se abrieron de golpe dejando patente que aún seguía borracho, y se limitó a decir:
—Ay, Dios, lo siento. —Y entonces, como estaba borracho, alzó su mano hasta mi frente y le dio un pequeño toquecito, como si intentara eliminar el dolor por arte de magia—. Lo siento mucho —repitió, con gesto genuinamente preocupado—. ¿Estás llorando? Ay, Dios, sueno como Wendy en Peter Pan.
Sus ojos se desenfocaron momentáneamente antes de volver a mirarme.
—Chica, ¿estás llorando?
—No… —contesté—. Bueno, tal vez por dentro.
Y ahí fue cuando empezó a reírse. Había algo en la situación que me hizo querer reír también, y eso hice. Él giró la cabeza hasta apoyarla contra la pared y se llevó la mano a la boca mientras se reía. Estaba muy borracho. Mi cabeza no dejaba de palpitar y el lugar era asqueroso, pero durante unos segundos todo me pareció increíblemente gracioso.
Una vez que paró, se aferró a mi chaqueta vaquera y utilizó mi hombro para impulsarse y levantarse del suelo. Inmediatamente tuvo que poner una mano en la pared para evitar caer de nuevo. Yo también me incorporé, no muy segura de lo que se suponía que debía hacer ahora. Ni siquiera sabía que Aled podía ponerse así. Como ya he dicho, no lo conocía demasiado. No es como si tuviera una razón para preocuparme.
—¿Has visto a Dan? —me preguntó, mientras su mano volvía a apoyarse en mi hombro y se quedaba allí.
—¿A quién…? Ah, Daniel. —Todo el mundo que conocía lo llamaba Daniel—. No, lo siento.
—Ah… —Bajó la vista a sus pies, y volvió a parecer un niño, con su pelo largo, más apropiado para un chico de catorce años, y los vaqueros y el jersey que le quedaban algo raros. Se le veía tan… No sabría explicarlo.
Y quería preguntarle sobre Ciudad Universo.
—Vamos fuera un segundo —propuse, pero no creo que Aled me oyera. Le pasé el brazo por los hombros y empecé a tirar de él a través de la multitud, a través del sonido de los bajos y el sudor, a través de la gente y hacia la escalera.
—¡Aled!
Me detuve en seco. Aled, que había apoyado casi todo su peso sobre mí, se volvió al oír la voz. Daniel estaba abriéndose paso por la pista de baile para llegar hasta nosotros, con un vaso de agua en una mano.
—Anda —dijo, mirándome como si yo fuera una pila de platos sucios—. No sabía que hubieras salido esta noche.
¿De qué iba?
—Me has llamado, Daniel.
—Te he llamado porque Aled ha dicho que quería hablar contigo.
—Aled ha dicho que intentabas gastarme una broma.
—¿Y por qué iba a hacer yo algo así? No tengo doce años.
—Bueno, ¿y por qué Aled iba a querer hablar conmigo? Ni siquiera lo conozco.
—¿Y cómo demonios voy a saberlo?
—¿Porque eres su mejor amigo y has salido con él esta noche?
Daniel no replicó a eso.
—O quizá no lo seas —continué—. Acabo de rescatar a Aled del suelo.
—¿Cómo?
Solté una risa.
—¿Has dejado que tu mejor amigo se desmayara en el suelo de una discoteca, Daniel?
—¡No! —negó sosteniendo en alto el vaso de agua—. He ido a buscarle agua. No soy tan idiota.
Eso era toda una novedad para mí, pero decírselo a la cara habría sido ir demasiado lejos.
En su lugar, me volví hacia Aled, que estaba balanceándose ligeramente contra mí.
—¿Por qué me has llamado?
Frunció el ceño mirándome, y luego me acarició suavemente la nariz con un dedo y dijo:
—Me gustas.
Empecé a reírme pensando que estaba de coña, pero Aled no se unió a mi risa. Me soltó y pasó su otro brazo alrededor de Daniel, que dio un paso atrás sorprendido, levantando la otra mano para estabilizar el vaso de agua.
—¿No es raro —dijo Aled, con la cara a escasos milímetros de la de Daniel— que yo fuera el más alto durante dieciséis años, y ahora de pronto lo seas tú?
—Sí, es muy raro —replicó Daniel, mostrando lo más cercano a una sonrisa que le había visto en muchos meses.
Aled descansó la cabeza en el hombro de Daniel y cerró los ojos, mientras este le daba una suave palmadita en el pecho y murmuraba algo que no pude oír, antes de pasarle el vaso de agua. Aled lo cogió sin decir nada y empezó a beber.
Me quedé mirándolos, y entonces Daniel pareció recordar que yo estaba ahí.
—¿Vas a irte a casa? —preguntó—. ¿Podrías llevártelo?
Me metí las manos en los bolsillos. Realmente no quería seguir ahí.
—Claro, por supuesto.
—Yo no lo he dejado en el suelo —me aseguró—. Me he ido a buscarle un vaso de agua.
—Eso ya lo has dicho.
—Ya, es que no me ha parecido que me creyeras.
Me encogí de hombros.
Daniel empujó a Aled hacia mí, y este inmediatamente se me colgó de los hombros derramando un poco de agua en mi manga.
