Rebelión en la granja - George Orwell - E-Book

Rebelión en la granja E-Book

George Orwell

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Cuando los animales de la Granja derrocan a su amo humano, sueñan con una sociedad en la que todos sean iguales, libres y felices. Pero a medida que los cerdos toman el control, ese sueño se convierte poco a poco en una pesadilla. Las promesas de justicia se desvanecen y nuevos tiranos se alzan bajo el disfraz de la igualdad. A través de una brillante sátira, Rebelión en la granja (1945) explora cómo el poder puede corromper incluso los ideales más nobles. La aguda prosa de Orwell y sus inolvidables personajes exponen el lado oscuro de las revoluciones. Obra maestra de la alegoría política, esta novela corta sigue siendo tan relevante hoy como cuando se publicó por primera vez. Es una escalofriante reflexión sobre cómo puede perderse la libertad y con qué facilidad puede reescribirse la verdad.

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Seitenzahl: 146

Veröffentlichungsjahr: 2025

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La Colección Clásicos Libres está destinada a la difusión de traducciones inéditas de grandes títulos de la literatura universal, con libros que han marcado la historia del pensamiento, el arte y la narrativa.

Entre sus publicaciones más recientes destacan: Meditaciones, de Marco Aurelio; La ciudad de las damas, de Christine de Pizan; Fouché: el genio tenebroso, de Stefan Zweig; El Gatopardo, de Giuseppe di Lampedusa; El diario de Ana Frank; El arte de amar, de Ovidio; Analectas, de Confucio; El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald; El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, entre otras...

George Orwell

REBELIÓNEN LA GRANJA

© Del texto: George Orwell

© De la traducción: Emérito Fuentes

© Ed. Perelló, SL, 2025

Calle de la Milagrosa Nº 26, Bajo

46009 - Valencia

Tlf. (+34) 644 79 79 83

[email protected]

http://edperello.es

I.S.B.N.: 979-13-87576-41-7

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I

El señor Jones, de la Granja Solariega, había echado llave a los gallineros antes de irse a dormir, pero estaba tan borracho que se había olvidado de cerrar las trampillas. Haciendo bailar de un lado a otro el anillo de luz del farol, se tambaleó por el patio, se quitó las botas junto a la puerta trasera, se sirvió un último vaso de cerveza del barril de la trascocina y subió a la cama, donde ya roncaba la señora Jones.

En cuanto se apagó la luz del dormitorio se produjo un revuelo que recorrió todos los edificios de la granja. Durante el día había circulado la noticia de que el Viejo Comandante, el premiado verraco blanco mediano, había tenido un sueño extraño la noche anterior y deseaba comunicarlo a los demás animales. Habían acordado reunirse todos en el establo principal en cuanto tuvieran la certeza de que se había marchado el señor Jones. El Viejo Comandante (así lo llamaban siempre, aunque para exponerlo habían usado el nombre el Encanto de Willingdon) era tan respetado en la granja que todo el mundo estaba dispuesto a perder una hora de sueño para oír sus palabras.

El Comandante ya se había instalado en su lecho de paja, en un extremo del enorme establo, en una especie de plataforma elevada, bajo un farol que colgaba de una viga. Tenía doce años y últimamente había engordado bastante, pero seguía siendo un cerdo de aspecto majestuoso, con aire de sabiduría y benevolencia a pesar de que nunca le habían recortado los colmillos. Poco tiempo después los demás animales empezaron a llegar y a ponerse cómodos, cada uno a su manera. Primero aparecieron los tres perros, Campanilla, Jésica y Chispa, y después los cerdos, que se tendieron en la paja delante de la plataforma. Las gallinas se encaramaron en el alféizar de las ventanas, las palomas revolotearon hasta las vigas, las ovejas y las vacas se echaron detrás de los cerdos y se pusieron a rumiar. Los dos caballos de tiro, Boxeador y Trébol, entraron juntos, caminando muy despacio y apoyando con mucho cuidado los enormes cascos peludos por miedo a que hubiera algún pequeño animal oculto en la paja. Trébol era una yegua robusta y maternal entrada en años, que después de tener el cuarto potrillo nunca había recuperado del todo la figura. Boxeador era un animal enorme, de casi dieciocho palmos de altura, y tan fuerte como dos caballos normales juntos. Una raya blanca que le bajaba por la nariz le daba un aspecto un tanto estúpido, y de hecho no tenía una inteligencia de primera, pero todos lo respetaban por su firmeza de carácter y su tremenda capacidad de trabajo. Después de los caballos llegaron Muriel, la cabra blanca, y Benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo de la granja, y el de peor carácter. Rara vez hablaba, y cuando lo hacía era casi siempre para contribuir con algún comentario cínico: por ejemplo, decía que Dios le había dado rabo para espantar las moscas, pero que hubiera preferido no tenerlo y que no existieran las moscas. De todos los animales era el único que nunca reía. Si se le preguntaba por qué, decía que no veía nada de qué reírse. Sin embargo, aunque no lo reconocía abiertamente, tenía devoción por Boxeador; solían pasar juntos los domingos en el pequeño prado detrás de la huerta, pastando uno al lado del otro sin intercambiar una palabra.

Los dos caballos acababan de acostarse cuando una nidada de patos, que habían perdido a su madre, entraron en fila en el granero, piando débilmente y buscando un sitio donde ponerse a salvo de las pisadas. Trébol les hizo una especie de muro alrededor con la enorme pata delantera, y los patos se acurrucaron dentro y enseguida se quedaron dormidos. En el último momento, Marieta, una yegua muy blanca, bonita y tonta que tiraba del carro del señor Jones, entró caminando delicada y afectadamente, mascando un terrón de azúcar. Se instaló casi en primera fila y empezó a coquetear con la melena blanca, esperando llamar la atención con las cintas rojas que llevaba trenzadas. Por último llegó la gata, que miró a su alrededor, como de costumbre, buscando el sitio más caliente, y terminó metiéndose entre Boxeador y Trébol; allí ronroneó, satisfecha, mientras duró el discurso del Comandante, sin escuchar una sola palabra de lo que decía.

Ahora estaban presentes todos los animales, excepto Moisés, el cuervo amaestrado, que dormía en una percha detrás de la puerta trasera. Cuando el Comandante vio que todos se habían puesto cómodos y esperaban con atención, carraspeó y empezó a hablar:

—Camaradas, ya os habéis enterado del extraño sueño que tuve anoche. Pero de eso me ocuparé más tarde. Antes tengo que deciros otra cosa. No creo, camaradas, que vaya a estar con vosotros muchos meses más, y me parece que mi deber, antes de morir, es transmitiros la sabiduría que he adquirido. He disfrutado de una larga vida, he tenido mucho tiempo para pensar mientras estaba allí solo en el chiquero, y me creo con derecho a decir que entiendo la naturaleza de la vida en esta tierra tan bien como cualquier otro animal hoy vivo. Es de eso de lo que quiero hablar con vosotros.

»Camaradas, ¿qué sentido tiene vivir como vivimos? Hay que reconocerlo: nuestra vida es desgraciada, laboriosa y corta. Nacemos, nos dan solo la comida necesaria para seguir respirando, y a los que estamos en condiciones de hacerlo nos obligan a trabajar hasta el último aliento, y en el instante en el que nuestra utilidad llega a su fin se nos sacrifica con una crueldad espantosa. Después de cumplir un año, ningún animal en Inglaterra conoce el significado de la felicidad o del placer. Ningún animal en Inglaterra es libre. En la vida de un animal no hay más que desgracia y esclavitud: esa es la pura verdad.

»Pero ¿se trata acaso de una ley natural? ¿Acaso nuestra tierra es tan pobre que no puede garantizar vida digna a los que habitan en ella? No, camaradas, una y mil veces, ¡no! La tierra inglesa es fértil, su clima bueno, capaz de dar comida en abundancia a un número mucho mayor de animales que los que ahora habitan en ella. Esta granja nuestra podría mantener a una docena de caballos, veinte vacas, cientos de ovejas, y dar a todos una comodidad y una dignidad que ahora casi no podemos imaginar. Entonces ¿por qué seguimos en estas míseras condiciones? Porque los seres humanos nos roban casi todo el producto de nuestro trabajo. Ahí está, camaradas, la respuesta a todos nuestros problemas. Se resume en estas palabras: el hombre. El hombre es el único enemigo real que tenemos. Quitemos al hombre de la escena y la causa fundamental del hambre y del exceso de trabajo desaparecerá para siempre.

»El hombre es la única criatura que consume sin producir. No da leche, no pone huevos, es demasiado débil para tirar del arado, no corre con rapidez suficiente para atrapar conejos. Sin embargo, es dueño y señor de todos los animales. Los hace trabajar, les devuelve lo justo para que no se mueran de hambre y el resto se lo guarda para sí. Nuestro trabajo labra la tierra, nuestro estiércol la fertiliza, pero ninguno de nosotros posee más que la piel que lleva encima. Vosotras, las vacas que veo ahí delante, ¿cuántos miles de litros de leche habéis dado durante este último año? ¿Y qué ha pasado con la leche que debería haber estado criando a robustos terneros? Se ha ido, hasta la última gota, por la garganta de nuestros enemigos. Y vosotras, las gallinas, ¿cuántos huevos habéis puesto este último año y de cuántos han salido polluelos? El resto ha ido al mercado a producir dinero para Jones y sus hombres. Y tú, Trébol, ¿dónde están los cuatro potros que pariste y que deberían darte apoyo y placer en la vejez? Todos fueron vendidos al cumplir un año, y no volverás a verlos nunca más. A cambio de tus cuatro partos y todo tu trabajo en los campos, ¿qué has recibido, fuera de unas escuetas raciones y un establo?

»Y ni siquiera se permite que la vida miserable que llevamos cumpla su ciclo natural. Yo no me quejo, porque soy uno de los afortunados. Tengo doce años y he sido padre de más de cuatrocientas crías. Tal es la vida natural de un cerdo. Pero al final ningún animal se libra del cuchillo cruel. Todos vosotros, los puercos jóvenes ahí sentados, estaréis chillando dentro de un año, mientras os sacrifican. A ese horror llegaremos todos: vacas, cerdos, gallinas, ovejas y demás. Ni siquiera los caballos y los perros tienen mejor suerte. A ti, Boxeador, el mismo día en que tus músculos pierdan su fuerza, Jones te venderá al desollador, que te degollará y te hervirá para los perros de caza. En cuanto a los perros, cuando envejecen y pierden los dientes, Jones les ata un ladrillo al cuello y los ahoga en la laguna más cercana.

»¿No queda claro entonces, camaradas, que todos los males de esta vida nacen de la tiranía de los seres humanos? Con solo deshacernos del hombre, el fruto de nuestro trabajo sería nuestro. Casi de la noche a la mañana podríamos ser ricos y libres. ¿Qué debemos hacer entonces? ¡Trabajar día y noche, en cuerpo y alma, por el derrocamiento de la raza humana! Ese es mi mensaje, camaradas: ¡la rebelión! No sé cuándo se producirá esa rebelión, si dentro de una semana o de cien años, pero sé, con la misma certeza con que veo la paja que piso, que tarde o temprano llegará la justicia. ¡No perdáis eso de vista, camaradas, durante el resto de vuestra corta vida! Y, sobre todo, transmitid este mensaje a los que vengan después, para que las generaciones futuras sigan luchando hasta lograr la victoria.

»Y recordad, camaradas, que no hay que flaquear. Ningún argumento os tiene que desviar del camino. No prestéis nunca atención cuando os digan que el hombre y los animales tienen un interés común, que la prosperidad de uno es la prosperidad de los otros. Mentiras. El hombre no sirve a los intereses de ninguna criatura, salvo a los suyos. Que entre nosotros, los animales, haya una perfecta unidad, una perfecta camaradería en la lucha. Todos los hombres son enemigos. Todos los animales son camaradas.»

En ese momento se produjo un tremendo alboroto. Mientras el Comandante hablaba, cuatro grandes ratas habían salido de sus agujeros y se habían sentado sobre los cuartos traseros para escucharlo. De repente, al verlas los perros, habían tenido que precipitarse hacia sus agujeros para salvar la vida. El Comandante levantó una pezuña pidiendo silencio.

—Camaradas —dijo—, hay aquí un tema que debe resolverse. Las criaturas salvajes, como las ratas y los conejos, ¿son amigas o enemigas nuestras? Sometámoslo a votación. Propongo esta pregunta: las ratas ¿son camaradas?

Se votó de inmediato, y por mayoría abrumadora se acordó que las ratas eran camaradas. Solo hubo cuatro discrepantes, los tres perros y la gata, que —se supo después— había votado por ambas partes. El Comandante prosiguió:

—No tengo mucho más que decir. Solo repetir que recordéis siempre vuestro deber de enemistad hacia el hombre y su manera de actuar. Todo lo que camina sobre dos patas es enemigo. Todo lo que camina sobre cuatro patas o tiene alas es amigo. Recordad también que, en la lucha contra el hombre, no hay que parecerse a él. Aunque lo hayáis vencido, no adoptéis sus vicios. Ningún animal debe vivir jamás en una casa, o dormir en una cama, o llevar ropa, o beber alcohol, o fumar tabaco, o tocar dinero, o dedicarse al comercio. Todas las costumbres del hombre son malas. Y, sobre todo, ningún animal debe tiranizar a su propia especie. Débiles o fuertes, listos o simplotes, todos somos hermanos. Ningún animal debe matar a otro animal. Todos los animales son iguales.

»Y ahora, camaradas, os contaré el sueño que tuve anoche. No puedo describir ese sueño. Era un sueño sobre cómo será la Tierra cuando el hombre haya desaparecido. Pero me recordó algo que he tenido olvidado durante un largo tiempo. Hace muchos años, cuando yo era un cerdo pequeño, mi madre y las demás cerdas cantaban una vieja canción de la que solo conocían la melodía y las tres primeras palabras. Yo conocí esa melodía en mi infancia, y hacía tiempo que no la recordaba. Pero anoche me volvió en un sueño. Es más: también volvieron las palabras, palabras que, estoy seguro, fueron cantadas por animales de hace mucho tiempo, cuyo recuerdo se perdió durante generaciones. Os cantaré ahora esa canción, camaradas. Soy viejo y tengo la voz ronca, pero cuando os haya enseñado la melodía la podréis cantar mejor vosotros mismos. Se llama «Bestias de Inglaterra».

El Viejo Comandante carraspeó y se puso a cantar. Como había anunciado, su voz era ronca, pero le salía bastante bien; era una canción pegadiza, mezcla de «Clementine» y «La cucaracha».La letra decía así:

Bestias de Inglaterra,

bestias de Irlanda,

bestias de todo clima y país,

oíd mis alegres nuevas

que anuncian un futuro feliz.

Tarde o temprano llegará el día

en el que se acabará la tiranía del hombre,

y solo las bestias hollarán

los fértiles campos ingleses.

Desaparecerán los aros de nuestros hocicos

y de nuestro lomo los arneses,

se oxidarán para siempre los frenos y las espuelas

y los crueles látigos no volverán a chasquear.

Riquezas que la mente no puede abarcar,

trigo y cebada, heno y avena,

trébol, alubias y remolacha

desde ese día nuestras serán.

Brillantes lucirán los campos ingleses,

más puras serán sus aguas,

más dulces soplarán sus brisas

el día que conozcamos la libertad.

Por ese día todos debemos trabajar,

aunque muramos sin verlo amanecer;

vacas y caballos, gansos y pavos,

todos debemos luchar por la libertad.

Bestias de Inglaterra,

bestias de Irlanda,

bestias de todo clima y país,

oíd bien y difundid mis nuevas

que anuncian un futuro feliz.

La canción excitó muchísimo a los animales. Casi antes de que el Comandante hubiera llegado al final, habían empezado a cantarla por su cuenta. Hasta los más estúpidos habían captado la melodía y unas pocas palabras, y en cuanto a los listos, como los cerdos y los perros, habían aprendido toda la canción de memoria en unos pocos minutos. Entonces, tras algunos intentos preliminares, la granja entera echó a cantar con tremenda armonía «Bestias de Inglaterra». Las vacas la mugían, los perros la ladraban, las ovejas la balaban, los caballos la relinchaban y los patos la graznaban. Estaban tan contentos con la canción que la cantaron cinco veces seguidas, y podrían haber seguido cantándola toda la noche si no los hubieran interrumpido.

Por desgracia, el alboroto despertó al señor Jones, que saltó de la cama, convencido de que había un zorro en el corral. Agarró la escopeta que siempre estaba en un rincón del dormitorio y disparó un cartucho de munición número 6 hacia la oscuridad. Los perdigones se alojaron en la pared del establo y la reunión se disolvió con rapidez. Todo el mundo huyó al sitio donde tenía que dormir. Las aves saltaron a sus perchas, los animales se acomodaron sobre la paja y enseguida la granja entera se quedó dormida.

II

Tres noches más tarde el Viejo Comandante murió sin sufrir mientras dormía. Enterraron su cadáver en un rincón del huerto.

Corrían los primeros días de marzo. Durante los tres meses siguientes hubo mucha actividad secreta. La actitud de los animales más inteligentes de la granja ante la vida había cambiado por completo al oír el discurso del Comandante. No sabían cuándo ocurriría la Rebelión pronosticada por el Comandante, carecían de motivos para pensar que vivirían para verla, pero comprendían que tenían la obligación de prepararse para ella. La tarea de educar y organizar a los demás recayó, por supuesto, en los cerdos, en general reconocidos como los animales más inteligentes. Entre los cerdos se destacaban dos verracos jóvenes llamados Bola de Nieve y Napoleón, que el señor Jones criaba para vender. Napoleón era un verraco de aspecto bastante feroz, el único de raza Berkshire en la granja, parco pero con fama de salirse siempre con la suya. Bola de Nieve era más vivaracho que Napoleón, tenía mayor facilidad de palabra y era más ingenioso, pero no se le atribuía la misma firmeza de carácter. Todos los demás puercos de la granja estaban destinados a la matanza. El más conocido era un cerdito gordo llamado Chillón, de mejillas redondas, ojos expresivos, movimientos ágiles y voz estridente. Un brillante conversador que cuando defendía alguna idea difícil saltaba a un lado y a otro sacudiendo la cola de una manera muy persuasiva. Los demás decían que Chillón era capaz de convertir lo negro en blanco.

Entre los tres habían elaborado todo un sistema de pensamiento, basado en las enseñanzas del Viejo Comandante, al que llamaron «animalismo». Varias noches a la semana, cuando ya estaba dormido el señor Jones, celebraban reuniones secretas en el establo y exponían los principios del animalismo a los demás.