Rebelión en la granja - George Orwell - E-Book

Rebelión en la granja E-Book

George Orwell

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Tras vivir años de explotación y hambre, los animales de la Granja Señorial deciden rebelarse ante los humanos y organizan una revolución. En un inicio, todo parece perfecto: igualdad, trabajo en equipo y la promesa de un futuro mejor. Incluso, establecen sus propios mandamientos y principios, asegurándose de que nunca volverán a ser oprimidos. Pero pronto, los cerdos, liderados por el astuto y despiadado Napoleón, se apoderan del mando y empiezan a comportarse de manera sospechosamente… humana. Y lo que comienza como un sueño de libertad se convierte en una pesadilla de manipulación, mentiras y poder descontrolado.

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Seitenzahl: 144

Veröffentlichungsjahr: 2025

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“Los animales que estaban fuera miraban a un cerdo y después a un hombre, a un hombre y después a un cerdo, y de nuevo a un cerdo y después a un hombre, y ya no podían saber cuál era cuál”.

 

Tras vivir años de explotación y hambre, los animales de la Granja Señorial deciden rebelarse ante los humanos y organizan una revolución. En un inicio, todo parece perfecto: igualdad, trabajo en equipo y la promesa de un futuro mejor. Incluso, establecen sus propios mandamientos y principios, asegurándose de que nunca volverán a ser oprimidos.

 

Pero pronto, los cerdos, liderados por el astuto y despiadado Napoleón, se apoderan del mando y empiezan a comportarse de manera sospechosamente… humana. Y lo que comienza como un sueño de libertad se convierte en una pesadilla de manipulación, mentiras y poder descontrolado.

 

George Orwell nos invita a una revolución donde los héroes se transforman en villanos, los ideales se borran con pintura y el futuro termina pareciéndose inquietantemente al pasado.

George Orwell(1903-1950)

Escritor, periodista y ensayista británico, conocido por su aguda crítica social y política. Su obra explora temas como el totalitarismo, la manipulación del poder y la lucha por la verdad. Sus novelas más emblemáticas, Rebelión en la granja y 1984, se han convertido en referencias universales sobre los peligros del autoritarismo y la censura. Con un estilo claro, directo y cargado de ironía, Orwell dejó un legado literario que sigue siendo inquietantemente relevante en la actualidad.

I

El señor Jones, de la Granja Señorial, había cerrado los gallineros antes de irse a dormir, pero estaba tan borracho que había olvidado cerrar también las trampillas. Con el halo de luz de su linterna bailando de un lado a otro, cruzó el patio tambaleándose, se quitó las botas en la puerta trasera, se sirvió un último vaso de cerveza del barril en la despensa y subió a la cama, donde la señora Jones ya roncaba.

Tan pronto como la luz del dormitorio se apagó, un murmullo y un aleteo recorrieron todos los edificios de la granja. Durante el día había corrido la voz de que el Viejo Comandante, el premiado verraco de raza blanca mediana, había tenido un extraño sueño la noche anterior y deseaba compartirlo con los demás animales. Se había acordado que todos se reunirían en el establo principal en cuanto el señor Jones se fuera a dormir.

El Viejo Comandante (como siempre lo llamaban, aunque su nombre de exhibición era El Hermoso Willingdon) era tan respetado en la granja que todos estaban dispuestos a perder una hora de sueño para escuchar lo que tenía que decir.

En un extremo del establo principal, sobre una especie de plataforma elevada, el Viejo Comandante ya estaba acomodado en su lecho de paja, bajo la luz de una linterna que colgaba de una viga. Tenía doce años y últimamente había engordado bastante, pero todavía era un cerdo de apariencia majestuosa, con un semblante sabio y bondadoso, a pesar de que nunca le habían limado los colmillos.

Poco a poco, los demás animales comenzaron a llegar y a acomodarse a su manera. Primero entraron los tres perros, Campanilla, Jessie y Pincho, seguidos por los cerdos, que se instalaron en la paja justo frente a la plataforma. Las gallinas se posaron en los alféizares de las ventanas, las palomas revolotearon hasta las vigas y las ovejas y vacas se echaron detrás de los cerdos, rumiando tranquilamente.

Los dos caballos de tiro, Boxeador y Trébol, llegaron juntos, caminando muy despacio y apoyando con sumo cuidado sus enormes cascos peludos para no pisar a ningún animal pequeño oculto en la paja. Trébol era una yegua robusta y maternal que se acercaba a la madurez y nunca había recuperado del todo la figura después de su cuarto potrillo.

Boxeador, en cambio, era una bestia gigantesca de casi dos metros de altura, tan fuerte como dos caballos normales juntos. Una franja blanca en su hocico le daba una expresión algo torpe y, en efecto, no era muy inteligente, pero todos lo respetaban por su carácter firme y su extraordinaria capacidad de trabajo.

Después de los caballos llegaron Muriel, la cabra blanca, y Benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo de la granja, y también el de peor humor. Hablaba poco y, cuando lo hacía, casi siempre era para soltar algún comentario cínico; por ejemplo, decía que Dios le había dado una cola para espantar las moscas, pero que hubiera preferido no tener ni cola ni moscas. De todos los animales era el único que nunca reía. Y, si se le preguntaba por qué, decía que no veía nada de qué reírse. No obstante, aunque no lo admitía abiertamente, sentía un gran cariño por Boxeador y solían pasar juntos los domingos en el pequeño prado detrás de la huerta, pastando uno al lado del otro en completo silencio.

Los dos caballos acababan de acostarse cuando una nidada de patos, que había perdido a su madre, entraron en fila en el establo, piando débilmente y deambulando de un lado a otro buscando un lugar donde no los pisaran. Trébol les hizo una especie de muro alrededor con la enorme pata delantera, y los patitos se acurrucaron dentro y enseguida se quedaron dormidos.

Al último instante, Marbella, la tonta y bonita yegua blanca que tiraba del carruaje del señor Jones, entró con un trote ligero y coqueto, mascando un terrón de azúcar. Se colocó casi en primera fila y comenzó a mover su melena blanca, esperando llamar la atención con las cintas rojas que llevaba trenzadas.

La última en llegar fue la gata, quien miró a su alrededor, como de costumbre, para buscar el lugar más cálido. Finalmente, se apretujó entre Boxeador y Trébol, para luego ronronear contenta durante todo el discurso del Viejo Comandante, sin escuchar ni una palabra de lo que él decía.

Todos los animales estaban ya presentes, excepto Moisés, el cuervo domesticado, que dormía en una percha detrás de la puerta trasera. Cuando el Viejo Comandante vio que todos se habían acomodado y estaban esperando atentamente, se aclaró la garganta y comenzó:

—Camaradas, seguramente ya se habrán enterado del extraño sueño que tuve anoche. Se los cuento más tarde. Primero tengo algo más que decirles. No creo, camaradas, que me quede mucho tiempo más con ustedes y, antes de morir, siento que es mi deber transmitirles toda la sabiduría que he adquirido. He disfrutado de una vida larga, he tenido mucho tiempo para pensar mientras pasaba el tiempo solo en mi corral, y creo que puedo decir que entiendo la naturaleza de la vida en esta tierra tan bien como cualquier otro animal hoy vivo. De esto es de lo que me gustaría platicarles ahora.

»Camaradas, ¿qué sentido tiene nuestra existencia? Enfrentémoslo: nuestras vidas son miserables, laboriosas y cortas. Nacemos, se nos provee solo la ración justa de comida para mantenernos en pie, y aquellos de nosotros que somos capaces de hacerlo nos vemos obligados a trabajar hasta el último aliento, pero, en el mismo instante en el que nuestra utilidad llega a su fin, somos sacrificados con una crueldad terrible. Ningún animal en Inglaterra sabe lo que significa la felicidad o el ocio después de cumplir un año. Ningún animal en Inglaterra es libre. La vida del animal es miseria y esclavitud: esa es la pura verdad.

»Pero ¿acaso forma esto parte del orden natural? ¿O es porque esta tierra nuestra es tan pobre que no puede ofrecer una vida digna a aquellos que la habitan? No, camaradas, ¡mil veces no! El suelo de Inglaterra es fértil, su clima es bueno, capaz de dar comida en abundancia a un número mucho mayor de animales que los que ahora habitan en ella. Esta sola granja podría mantener a una docena de caballos, veinte vacas, cientos de ovejas, y dar a todos una vida tan digna y cómoda que ni podemos ahora concebir.

»¿Por qué entonces continuamos en esta condición miserable? Porque los seres humanos nos roban casi todo el producto de nuestro trabajo. Ahí está, camaradas, la respuesta a todos nuestros problemas. Se resume en una sola palabra: el Hombre. El Hombre es el único enemigo real que tenemos. Si quitamos al Hombre del escenario, las causas fundamentales del hambre y del exceso de trabajo se eliminarían para siempre.

»El Hombre es la única criatura que consume sin producir. No da leche, no pone huevos, es demasiado débil para tirar del arado, no es capaz de correr lo suficientemente rápido para atrapar conejos… Sin embargo, es dueño y señor de todos los animales. Nos explota, nos da lo mínimo para que no nos muramos de hambre, y lo demás se lo guarda para sí. Nuestro trabajo labra la tierra, nuestro estiércol la fertiliza, pero ninguno de nosotros poseemos más que nuestro propio pellejo.

»Ustedes, vacas, que están aquí frente a mí, ¿cuántos miles de litros de leche han dado en el último año? ¿Y qué ha pasado con esa leche que debería haber criado terneros fuertes? Cada gota ha ido a parar a la boca de nuestros opresores. Y ustedes, gallinas, ¿cuántos huevos han puesto en el último año? ¿Cuántos de ellos se convirtieron en polluelos? La mayoría fueron vendidos en el mercado para llenar los bolsillos de Jones y sus hombres.

»Y tú, Trébol, ¿dónde están los cuatro potros que trajiste al mundo, los que deberían acompañarte y reconfortarte en tu vejez? Todos fueron vendidos cuando apenas tenían un año. Nunca volverás a verlos. ¿Y qué has recibido a cambio de tus cuatro partos y de años de trabajo en el campo? Nada más que una ración escasa de comida y una cuadra.

»Y ni siquiera nos permiten vivir hasta el final natural de nuestras vidas. No me quejo por mí, porque soy uno de los afortunados. Tengo doce años y he tenido más de cuatrocientas crías. Así es la vida de un cerdo. Pero, al final, ningún animal escapa del cruel cuchillo.

»Ustedes, jóvenes puercos que me escuchan, terminarán gritando en el matadero antes de cumplir un año. Ese será el fatídico destino que nos espera a todos, ya seas vaca, cerdo, gallina u oveja. Ni siquiera los caballos y los perros tienen mejor suerte. Tú, Boxeador, el día en que esos músculos tuyos pierdan su fuerza, Jones te venderá al matadero, donde te degollarán y te convertirán en alimento para los perros de caza. En cuanto a los perros, cuando envejezcan y pierdan los dientes, Jones les atará un ladrillo al cuello y los ahogará en la laguna más cercana.

»¿No queda claro entonces, camaradas, que todos los males de nuestra vida provienen de la tiranía de los humanos? Si nos deshiciéramos del Hombre, el fruto de nuestro trabajo sería nuestro. En cuestión de días, podríamos ser ricos y libres. ¿Qué debemos hacer entonces? Trabajar sin descanso, cuerpo y alma, por la caída de la raza humana. Ese es mi mensaje para ustedes, camaradas: ¡la rebelión!

»No sé cuándo llegará esta rebelión. Podría suceder dentro de una semana o cien años, pero sé, con la misma certeza que veo esta paja bajo mis pies, que tarde o temprano se hará justicia. Aférrense a esa idea, camaradas, durante lo que les quede de vida. Y, sobre todo, transmitan este mensaje a quienes vengan después de ustedes, para que las futuras generaciones continúen la lucha hasta la victoria.

»Y recuerden, camaradas, jamás flaqueen en su determinación. No se dejen engañar. No escuchen cuando les digan que los humanos y los animales tienen intereses en común, que el bienestar de uno es el bienestar del otro. Todo eso es mentira. El Hombre solo vela por sí mismo. Y entre nosotros, los animales, debe haber unidad absoluta, hermandad total en la lucha. Todos los humanos son enemigos. Todos los animales son camaradas.

En ese momento se produjo un tremendo alboroto. Mientras el Viejo Comandante hablaba, cuatro grandes ratas habían salido de sus agujeros y se habían sentado sobre sus patas traseras para escucharlo. Los perros las vieron de repente y estuvieron a punto de atraparlas, pero las ratas lograron huir a sus agujeros en el último segundo. El Viejo Comandante levantó una pezuña pidiendo silencio.

—Camaradas —dijo—, hay aquí un tema que debe resolverse. Las criaturas salvajes, como las ratas y los conejos, ¿son amigas o enemigas nuestras? Sometámoslo a votación. Propongo esta pregunta: ¿las ratas son camaradas?

Se votó de inmediato y, por mayoría abrumadora, se acordó que las ratas eran camaradas. Solo hubo cuatro discrepantes, los tres perros y la gata, que, se supo después, había votado en favor y en contra al mismo tiempo. El Viejo Comandante prosiguió:

—No tengo mucho más que decir. Solo repetirles su deber de odiar al Hombre y todo lo que representa. Cualquier criatura que camine sobre dos patas es un enemigo. Cualquier criatura que camina sobre cuatro patas o tenga alas es un amigo.

»Recuerden también que, en la batalla contra el Hombre, no debemos llegar a asemejarnos a él. Ningún animal debe vivir en una casa, dormir en una cama, usar ropa, beber alcohol, fumar tabaco, manejar dinero o participar en el comercio. Todas las costumbres del Hombre son perversas. Y, por encima de todo, ningún animal debe oprimir jamás a su propia especie. Débiles o fuertes, listos o tontos, todos somos hermanos. Ningún animal debe matar a otro animal. Todos los animales somos iguales.

»Y ahora, camaradas, les contaré acerca del sueño que tuve anoche. No puedo describírselos. Fue un sueño sobre la tierra tal como será cuando el Hombre haya desaparecido. Pero me recordó algo que había olvidado hace mucho tiempo. Hace muchos años, cuando era un cerdito, mi madre y las otras cerdas solían cantar una vieja canción de la que solo conocían la melodía y las primeras tres palabras.

»Yo había conocido esa melodía en mi infancia, pero con el tiempo la olvidé por completo. Sin embargo, anoche volvió a mí en mi sueño. Y, lo que es más, también recordé las palabras de la canción, las que, estoy seguro, cantaban los animales de antaño, cuya memoria se había perdido durante generaciones.

»Les cantaré ahora esa canción, camaradas. Soy viejo y mi voz es ronca, pero cuando les haya enseñado la melodía, ustedes podrán cantarla y mejor que yo. Se llama “Bestias de Inglaterra”.

El Viejo Comandante se aclaró la garganta y comenzó a cantar. Como había anunciado, su voz era ronca, pero le salía bastante bien, y la melodía era conmovedora, algo entre “Clementine” y “La cucaracha”. La letra decía así:

 

Bestias de Inglaterra, bestias de Irlanda,

bestias de toda tierra y nación,

escuchen mis buenas nuevas

del dorado porvenir en visión.

 

Tarde o temprano llegará el día,

el Hombre tirano será derrocado,

y los fértiles prados de Inglaterra

solo por las bestias serán hollados.

 

Anillos ya no habrá en narices,

ni arneses que nos hagan cargar,

bridas y espuelas se oxidarán,

y el látigo cruel no sonará más.

 

Riquezas más de lo imaginable,

trigo y cebada, heno y alfalfa,

trébol, frijoles y remolachas,

todo será nuestro, sin trampa.

 

Brillarán los campos de Inglaterra,

más puro su río fluirá,

dulce la brisa soplará

cuando la libertad nos llegue ya.

 

Por ese día trabajemos todos,

aunque caigamos sin verlo venir,

vacas y gansos, caballos y pavos,

todos debemos luchar hasta el fin.

 

Bestias de Inglaterra, bestias de Irlanda,

bestias de toda tierra y nación,

escuchen mis buenas nuevas

del dorado porvenir en visión.

 

El canto de esta canción llenó a los animales de la más salvaje emoción. Casi antes de que el Comandante hubiera terminado, habían empezado a cantarla por su cuenta. Hasta los más estúpidos habían captado la melodía y unas pocas palabras, y los más listos, como los cerdos y los perros, se aprendieron toda la canción de memoria en unos pocos minutos.

Entonces, tras algunos intentos preliminares, la granja entera estalló en un tremendo coro de “Bestias de Inglaterra”. Las vacas mugieron la melodía, los perros la aullaron, las ovejas la balaron, los caballos la relincharon y los patos la graznaron. Estaban tan contentos con la canción que la cantaron cinco veces seguidas, y podrían haber seguido cantándola toda la noche si no los hubieran interrumpido.

Por desgracia, el alboroto despertó al señor Jones, quien saltó de la cama, convencido de que había un zorro en el corral. Agarró la escopeta que siempre guardaba en la esquina de su dormitorio y disparó una carga de perdigones al aire. Los perdigones se alojaron en la pared del establo y la reunión se disolvió con rapidez. Todo el mundo huyó al sitio donde tenía que dormir. Las aves saltaron a sus perchas, los animales se acomodaron sobre la paja y enseguida la granja entera se quedó dormida.

II

Tres noches después, el Viejo Comandante murió pacíficamente mientras dormía. Su cuerpo fue enterrado al pie del huerto.