Recuerda que te quiero - Urla Poppe - E-Book

Recuerda que te quiero E-Book

Urla Poppe

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Karina, una modesta maestra en la escuela de su pueblo, comparte su humilde morada con su hermana María. Daniel, poderoso terrateniente local, se enamora de ella. Además de experimentar atracción hacia este importante y acaudalado hombre, Karina se ve sometida a la presión de su hermana para aceptar casarse con él, con la esperanza de mejorar la vida de ambas. Aunque la situación parece ser prometedora, todo se complica cuando Karina conoce a Edward, un inglés del cual se enamora apasionadamente, llegando al punto de cuestionar su compromiso matrimonial. Esta historia, aparentemente enmarcada en el género de novela romántica, aprovecha sus páginas para describir las desigualdades sociales y las convenciones patriarcales tan marcadas en aquella época, todo ello entre infidelidades, intrigas, alcoholismo, racismo y clasismo.

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Recuerda que te quiero

Urla A. Poppe

© Urla A. Poppe

© Recuerda que te quiero

Febrero 2024

ISBN papel: 978-84-685-7994-8 ISBN ePub: 978-84-685-8021-0

Depósito legal: M-2220-2024

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

Paseo de las Delicias, 23

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Esta novela te la dedico a ti, lectora. Gracias a ti por creer en mí. Urla

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 1

Karina Flores era la maestra del colegio que pertenecía a la hacienda La Vega, ubicada en un pueblo de Pativilca, al norte de la capital del Perú, Lima. Corría el año 1899, pero aquí el tiempo parecía que se había parado. Era una zona rural llena de los cultivos autóctonos que la enmarcaban en un microclima distinto del desierto limeño.

Gracias al río Pativilca que bañaba los márgenes de la zona, el valle gozaba de una climatología privilegiada y casi única para estar rodeada de arena del desierto. El río era impredecible y muchas veces su cauce se desbordaba, lo cual traía graves consecuencias para los cultivos de la zona. Sin embargo, su fiereza llenaba de vida el valle y, a pesar de las desgracias, los pobladores de la zona amaban y respetaban lo que el río decidiese en su camino hacia el océano. Sus aguas cristalinas fluían suavemente, reflejando los rayos del sol y añadiendo vida y movimiento al valle. A medida que el río avanzaba, formaba pequeños meandros y se deslizaba alrededor de las rocas y las formaciones naturales, creando un paisaje acuático pintoresco.

Las montañas se alzaban majestuosamente a ambos lados del valle, creando una especie de abrazo natural que lo protegía y definía.

Karina enseñaba a los más pequeños, niños de entre tres y ocho años. Al tratarse de una región alejada, la escuela era la única de la región; era lugar de reunión de niños de muchas clases sociales. Muchos campesinos llevaban a sus hijos para que aprendiesen a leer y escribir, aunque cuando ya tenían una edad para trabajar, normalmente no continuaban. La vida del campo era dura y se necesitaba la mayor mano de obra posible. Los niños no eran la excepción.

Imagínate a un joven agricultor pobre, cuya vida está marcada por la lucha y la adversidad, pero que se aferra a la esperanza y la determinación para superar sus dificultades.

Los nativos de la zona mayoritariamente eran agricultores de familias de escasos recursos y que habían crecido en aquella comunidad rural cercana a la hacienda La Vega. Desde muy temprana edad, aprendían el valor del trabajo duro y la importancia de la tierra para su subsistencia. Sus familias poseían una parcela de tierra, pero los recursos eran limitados y no contaban con maquinaria moderna ni tecnología avanzada para mejorar la productividad.

A diferencia de los hijos de los campesinos, los hijos de los hacendados de la zona solían acudir a internados religiosos en la capital. Las niñas asistían a las escuelas regentadas por las monjas, quienes las preparaban para su futuro como mujeres casadas y madres. Se les enseñaba a tejer o a bordar, en especial a confeccionar su propio ajuar.

En 1899, la educación de las niñas era muy limitada y a menudo estaba restringida por barreras sociales y culturales; no eran consideradas una prioridad. Las niñas de familias acomodadas recibían educación en el hogar o asistían a escuelas privadas exclusivas para mujeres. Sin embargo, estas oportunidades estaban reservadas para un pequeño porcentaje de la población femenina.

En contraste, las niñas de familias de bajos ingresos o de áreas rurales tenían muy pocas oportunidades de acceder a la educación formal. Se esperaba que se ocuparan de las responsabilidades domésticas y se prepararan para sus roles futuros como esposas y madres.

En cuanto a los hijos varones, ellos se dedicaban a llevar una vida propia de un monasterio. Una vida en penitencia, continuos rezos y mucha lectura. A ellos se les dedicaba el tiempo necesario para instruirlos tanto en filosofía como en teología. Los primogénitos tenían otro trato en comparación con sus hermanos más pequeños. Se los preparaba para llevar las haciendas y los negocios familiares. Todo siempre tenía un orden y como tal funcionaba para las clases sociales más altas de la antigua sociedad limeña.

La escuela era pequeña y estaba ubicada detrás de la iglesia del pueblo. Sus paredes eran de adobe, un tipo de barro resistente que utilizaban los lugareños para construir tanto sus casas como los edificios públicos. Tan solo contaba con cuatro paredes lisas, y una especie de pizarra verde presidía la estancia como si de un gran cuadro se tratase. Ahí, los veinte alumnos que acudían a la escuela pintaban sus vacas o dejaban sus nombres como recuerdo de su paso por aquel maravilloso lugar.

Karina había pasado toda su vida en la región y sentía un gran apego por aquellos niños. Siempre le gustó ser profesora, quería mucho a los niños e intentaba ayudarlos para que sintiesen que la educación los hacía iguales a otros niños con más posibilidades. Ella creía que la educación unía y destruía cualquier diferencia. Aquel pensamiento tan ingenuo siempre la acompañó el resto de su vida.

Su camino para convertirse en profesora de escuela rural no había sido nada fácil. Tras el fallecimiento de sus padres, la invadió una extraña sensación de miedo por lo que el futuro le deparaba. Sus posibilidades laborales se centraban en la labranza del pequeño huerto que tenía con su hermana, María, junto a su casa. Aquello les daba una mínima renta, ya que solían vender sus productos en el mercado local. A veces tenía que desplazarse a los mercados de los lugares aledaños, pero temía dejar mucho tiempo sola a María, quien era una niña enfermiza y delicada.

Cuando se retiró el profesor de la escuela , un señor mayor que había dedicado toda su vida a fomentar la educación en los niños de la zona, ella sintió que aquello podría ser una señal. El profesor sabía que Karina era una muchacha inteligente y que sería una gran maestra. Su amabilidad y trato con los pequeños era evidente y tenía lo que para él era importante, ganas de superarse a sí misma y de ser mucho más que una simple campesina.

El profesor habló con el cura del lugar y decidieron enviar a Karina a Lima durante unos meses para que así se preparase en una de las escuelas que la Iglesia poseía para educar señoritas. Era una institución que acogía jóvenes de todas partes del país y durante unos meses se les enseñaba tareas elementales y básicas para que luego las transmitieran a los alumnos.

Además de la formación específica para la enseñanza, Karina también recibió instrucción en áreas como costura, cocina y otros aspectos prácticos útiles en su formación dentro de la institución religiosa.

Aquellos meses fueron duros para ella, ya que tuvo que alejarse de su hermana María. Pero tras pasar aquella difícil prueba de separación, no se arrepintió de su decisión. Ser maestra era un sueño para ella y se sentía realizada como mujer y como persona.

En Perú, la educación formal para las mujeres, incluidas las que aspiraban a convertirse en profesoras rurales, era limitada en comparación con la educación masculina. Sin embargo, algunas mujeres dedicadas lograron recibir capacitación para asumir roles educativos.

En las áreas rurales, las condiciones de vida podían ser duras. Las profesoras se enfrentaban a desafíos como la falta de servicios básicos, condiciones climáticas extremas y aislamiento.

Las profesoras rurales tenían que lidiar con recursos educativos limitados. Carecían de libros de texto, material didáctico y otras herramientas esenciales para enseñar de manera efectiva.

A pesar de todo aquello, Karina disfrutaba enseñando a los niños pequeños. Su amor innato por los niños y su infinita paciencia eran vistos con muy buenos ojos por los padres. Sabía que cada niño era único y especial y se esforzaba día a día para desarrollar el mayor potencial en cada uno de ellos. Tenía empatía y comprensión para abordar las preocupaciones emocionales de los niños, reconocía la importancia de la seguridad emocional y creaba un ambiente donde los niños se sentían apoyados y comprendidos.

Organizada y capaz de gestionar eficientemente el entorno del aula, creaba rutinas y estructuras que brindaban seguridad a los niños. Ellos le respondían con muestras de cariño que ella sentía que de alguna forma compensaban el salario bajo y las malas condiciones en general de la educación rural.

Cuando terminaban las clases, iba a su casa a ayudar a su hermana María a preparar comida para los hijos de los campesinos. Karina y su hermana eran solteras y vivían en una modesta granja que sus padres les habían dejado. Habían sido migrantes que, cansados de la ciudad, decidieron mudarse al campo y criar a sus dos hijas lejos del mundanal ruido de la capital.

Ellos habían fallecido hacía ya muchos años a causa de una terrible epidemia de gripe, la cual atacó a casi todo el pueblo. Era una población con pocos medios; el doctor de la zona no pudo paliar la grave infección y muchos fallecieron. María también cayó enferma, pero pudo recuperarse, aunque con secuelas permanentes que le impedían hacer una vida normal.

La epidemia arrasó, con una fuerza y una virulencia inusual, toda la geografía peruana debido a las malas condiciones de vida de muchos. Los servicios de salud eran casi nulos y muchos de ellos eran acaparados por los que más tenían, lo cual agravó más la crisis sanitaria.

El acceso a la atención médica variaba significativamente. En muchos casos, las personas con mayores recursos económicos tenían más facilidades para acceder a una atención médica de calidad.

La muerte de sus padres fue un golpe duro para las hermanas, que de la noche a la mañana se vieron solas y con una granja que cuidar. El poco tiempo libre lo invertían en ayudar a la gente del pueblo y por ese motivo nunca se habían casado. Se dedicaban a muchas cosas.

María había sido una niña risueña y alegre, pero que la enfermedad atacó con gran virulencia. Su peso nunca volvió a ser normal y pasaba largas horas echada o descansando, ya que sufría de ataques de tos que le impedían llevar una vida normal. En el escaso tiempo que el cansancio la dejaba respirar, se dedicaba a hacer postres para luego venderlos en el mercadillo de los domingos.

Para el trabajo de la granja habían contratado a un muchacho, Luis. Él llevaba trabajando con ellas prácticamente desde la muerte de sus padres y lo consideraban miembro de la familia.

En el pueblo todos las querían, eran mujeres trabajadoras y, a pesar de las desgracias por las que habían tenido que pasar, siempre llevaban una sonrisa en su rostro.

Entre los muchos niños que frecuentaban la escuela se encontraba Fátima del Campo, hija de Daniel del Campo, el dueño de la hacienda La Vega, de la cual venía el nombre de la escuela. Su esposa Charlotte había fallecido en un accidente trágico. El barco en el que viajaba con destino a Francia se hundió y su cuerpo nunca fue hallado. Ella había decidido viajar a ver a su madre, francesa, quien tras la muerte de su padre había decidido volver a su tierra natal.

Charlotte había recibido una educación propia de las hijas de los lugartenientes europeos afincados en el país. El círculo reducido de Lima acercó a las familias de Daniel y de Charlotte, y los padres de ella decidieron casarla con Daniel y mandarla a la hacienda, donde ella vivió con él hasta el terrible accidente.

Tras la muerte inesperada de su esposa, Daniel se sintió culpable y juró que no volvería a enamorarse. Siempre mantendría vivo el recuerdo de su mujer.

Habían pasado dos años desde la muerte de Charlotte cuando Daniel conoció a Karina.

La vio por primera vez el día que fue a llevar a su hija al colegio.

—Papá, no te vayas todavía. No quiero entrar sola, me da miedo.

Fátima era una niña tímida y desde la muerte de su madre casi no hablaba con nadie. A sus siete años, la pérdida de una madre era difícil de asimilar y de entender.

—Es el primer día y sé que es difícil para ti, pero ya verás lo bien que te lo pasas. Es mejor que estés con otros niños que en casa todo el día sola. Es lo mejor para ti.

—Buenos días, disculpen, pero la clase ya va a empezar.

—Por favor, no tiene por qué disculparse —dijo Daniel y se percató de la belleza de Karina—. Lo que pasa es que es el primer día de mi hija y está asustada. Usted debe de ser la profesora.

—Sí, yo soy la profesora. Mi nombre es Karina. Dime tu nombre, pequeña. —Se agachó para hablar con la niña. Trataba de disimular el nerviosismo que se despertó en ella cuando vio a Daniel, un hombre imponente. Los dos se miraron y casi instantáneamente surgió algo entre ellos.

Daniel intentó no fijar tanto la mirada. Sin embargo, aquellas trenzas sujetas con diminutas cuerdas se deslizaban por la cintura de la joven. Al alzar más la vista, contempló aquella nariz que aparentaba bailar en el rostro angelical de Karina. Los ojos negros brillaban con cada sonrisa de los niños. La amabilidad traspasaba aquel corazón y lucía como magia en cada palabra que ella decía.

—Mi nombre es Fátima del Campo. —La niña había notado la complicidad del momento y no quería romperlo, así que dijo su nombre dudando de su propia confianza.

—Bienvenida a clase, querida Fátima. Serás recibida y tratada como todos tus compañeros. Siéntete libre de ser tú misma.

La niña sonrió aliviada ante la dulce mirada de su nueva profesora. Se sentía cómoda y sorprendida ante el trato amable de aquella extraña. Miró a su clase agarrada a la mano de su padre y al soltarse sintió como un alivio, un respiro a su soledad. Aquellos niños y niñas la miraban extrañados por sus vestidos y su pelo recogido, pero como la inocencia no entiende de clases, la recibieron con los brazos abiertos y pronto se volvieron todos inseparables.

Karina sabía que Daniel era viudo. Los rumores de la muerte de su mujer habían corrido como la pólvora por el pueblo. Ella no la había conocido porque la mujer no salía de la hacienda. Se contaban muchos rumores sobre su forma de ser o de su relación con el patrón; sin embargo, ella prefería no hacer caso a las habladurías y esperaba lo mejor de la gente.

Nunca vio a Daniel como alguien con quien tener una relación más allá de la que se tiene entre una profesora y el padre de una niña de la clase. Tímidamente y sin ser consciente, se sorprendía cuando notaba que su mirada se fijaba más de la cuenta en sus brazos fuertes y grandes. Se ruborizaba cuando observaba las patillas cerca de aquellos labios rojos y carnosos. Los ojos grandes de color avellana parecían esconder alguna pena y nunca brillaban. El pelo, algo más largo de lo común para un hacendado, le caía por la frente y muchas veces recorría con la vista aquella mano de piel gruesa y con algunos callos que mostraban que aquel hombre trabajaba junto a sus empleados como uno más. Todos sus trabajadores lo apreciaban mucho y le respetaban al ver cómo se involucraba en las tareas duras del día a día.

La mente de Karina nunca voló más allá de admirar aquel aspecto físico del dueño y señor de las tierras que eran bañadas por el río Pativilca. Sin embargo, en sus sueños más íntimos se castigaba por pretender soñar con algo más allá de una simple amistad. Ella era una mujer pobre y él un hombre rico y elegante.

Con el tiempo empezó a sentir una gran empatía por Fátima y, a la vez, pena al verla tan vulnerable tras la pérdida de su madre. Ella sabía perfectamente lo que se sentía perder a un ser querido, y más si es una madre.

Daniel se había enamorado de Charlotte desde el primer momento en que la vio. Amaba sus locuras y sus extravagancias. Lo hacían sentir vivo y feliz. Era mujer guapa y extrovertida, pero fría. Tenía una apariencia física atractiva y una personalidad llamativa, pero también distante. Él admiraba aquellos ojos expresivos, sus labios sensuales y su sonrisa encantadora. Tenía un cabello radiante, un estilo de vestir que reflejaba elegancia y confianza, y una gran capacidad para captar la atención de quienes la rodeaban.

Era extrovertida y tenía una presencia magnética en cada evento social al que asistía. Su habilidad para entablar conversaciones la hacía ser centro de atención en cualquier reunión. Era el alma de la fiesta. Divertida, carismática y encantadora, la gente disfrutaba estar cerca de ella debido a su energía positiva y su habilidad para animar a los demás.

Sin embargo, a pesar de su apariencia y carisma, Charlotte mostraba una actitud fría o distante emocionalmente cuando se trataba de compartir sus sentimientos más profundos o establecer conexiones emocionales significativas. A veces, a Daniel le daba la impresión de que existía una barrera entre ambos que le dificultaba conocerla de verdad.

Cuando nació Fátima, la relación entre ellos cambió casi radicalmente. Charlotte parecía no querer a su hija. Cargaba una sensación persistente de tristeza, desesperanza y falta de interés en la vida cotidiana. Empezó a tener cambios en el apetito y el sueño, fatiga extrema, falta de energía, sentimientos de culpa o inutilidad. Perdió el interés en actividades que antes le eran placenteras y tenía ansiedad, irritabilidad y dificultad para vincularse emocionalmente con el bebé. Sentía como si se ahogase en aquella hacienda y solo quería huir y respirar otros aires. Sus dudas se centraban en el miedo a perder el cariño de su marido, a sentirse no deseada tras haber engordado por el embarazo. Daniel no entendía aquel comportamiento. Para él, el nacimiento de su hija reafirmaba el amor a su mujer. Pero Charlotte no veía más allá de su profunda melancolía.

El doctor Saavedra decía que era un proceso natural que muchas mujeres pasaban tras dar a luz y que no debían preocuparse. Aseguraba que con el tiempo las cosas mejorarían y que lo que ahora parecía un rechazo más adelante podría ser una felicidad infinita rodeada de más niños en la hacienda. Pero los meses pasaban y aquello no sucedía.

A pesar del rechazo de su madre, Fátima la quería mucho y siempre trataba de llamar su atención para que se acercase a ella. Los años pasaban y Charlotte, en su interior, se sentía reprimida; unos celos enormes crecían hacia su hija. Sentía ira cada vez que Daniel se acercaba a la pequeña antes que a ella. Los criados presentían una especie de competencia entre ellas dos. Muchas veces cogía a la niña y la zarandeaba cuando algo la molestaba o la irritaba, aunque al minuto estaba disculpándose y regalándole alguna nueva muñeca.

Sus manipulaciones eran constantes y difíciles de camuflar para cualquier persona madura. Se aprovechaba de la inocencia de su hija para sacarle algo a su marido, como visitas a la capital para buscar algún vestido o juguetes nuevos. Aquello empezó a ser muy visible; las peleas empezaron a ser constantes y a afectar a Fátima, quien se convirtió en una niña retraída e insegura. No era muy consciente en aquella época, pero los gritos y lloros de su madre la atemorizaban y dejaron una huella difícil de borrar en su interior.

Charlotte había sido educada entre los grandes bailes de la capital y echaba de menos a sus amigas y el círculo íntimo que había formado entre bailes y las charlas amenas a la hora de tomar el té. Sus padres habían estrechado grandes lazos con la sociedad limeña y siempre se encargaban de realizar fiestas para sus amigos. Creció entre el bullicio y la música. Su vida en la hacienda distaba mucho de aquel vendaval de emociones. Sentía que sus padres habían aprovechado el aprecio que la familia del Campo sentía por ellos para casarla con Daniel, un terrateniente de pueblo que iba a dedicar su vida a cuidar vacas y sudar al sol.

Su educación le prohibía salirse del guion y tuvo que aceptar de mala gana su cambio radical. Al principio, intentó que sus amigas la visitasen, pero las vías de comunicación entre el valle y la capital eran casi inexistentes y poco a poco dejaron de ir a visitarla. Ella se sentía prisionera en aquella gran casa. Con la excusa de visitar a sus padres, ya mayores y enfermos, se ausentaba mucho de la hacienda y de los cuidados de su hija. Daniel no se atrevía a decirle nada, temía discutir constantemente con ella delante de la niña. Aceptaba muy a su pesar las largas ausencias de Charlotte. Las cartas llegaban llenas de palabras cariñosas para él y algo escuetas para su hija. Contaba sus visitas y paseos matutinos con sus padres. Parecía ser feliz lejos de él y de la vida que Daniel había intentado crear para ella. Sin embargo, él la amaba casi con locura. Prefería mirar a otro lado y esperar con ansias todas las cartas. Él no dormía pensando cuándo se dignaría a volver a sus besos, a estar junto a él.

***

Una mañana cálida y fresca a la vez, Daniel decidió armarse de valor y hablar con aquella maestra tan hermosa y dulce que había hipnotizado y robado el corazón de su pequeña. Desde que la niña asistía a la escuela, él había observado un cambio significativo en su comportamiento. Por primera vez en mucho tiempo la veía sonreír y aquello significaba mucho para él. El rostro de aquella joven se había colado en sus pensamientos más profundos. Admiraba aquellos rasgos faciales armoniosos y la figura proporcionada. Soñaba con aquella sonrisa radiante, con aquellos ojos expresivos y la piel suave y luminosa. Era cierto que su belleza exterior le llamaba la atención, pero era su bondad interior lo que realmente admiraba. Karina era buena y virtuosa. Tenía un corazón generoso. Era amable y considerada, siempre dispuesta a ayudar y apoyar a quienes la rodeaban. Tenía una actitud positiva y contagiosa, y su presencia iluminaba cualquier lugar por donde anduviera. Daniel sabía que era una persona compasiva y comprensiva. Siempre buscaba el bienestar de los demás. Era la mujer perfecta para recuperar la ilusión perdida.

Encontró a su hija y a Karina jugando en el jardín. Todos los demás niños se habían ido a casa.

—¡Papá, papá! ¡Has venido a buscarme!

Fátima, al verlo, salió corriendo a los brazos de su padre. Aquel simple gesto movió algo en el interior de Karina. Sin embargo, no quiso indagar el qué.

—Buenas tardes, señorita. —Dejó a la niña en el suelo y con algo de timidez saludó a la maestra.

—Buenas tardes. —Ella bajó la mirada impulsada por un reflejo. Un escalofrío le recorrió la espalda ante la presencia imponente de aquel apuesto y elegante hombre.

Tras aquellas primeras palabras protocolarias, ninguno dijo nada más y tras despedirse todos se marcharon. Daniel se sentía enfadado consigo mismo. Se sorprendió de su propia conducta. Se había sentido como un niño. Aquella profesora de la escuela rural, tan simple como bella, le había hipnotizado desde el primer momento y no sabía cómo reaccionar. Había logrado paralizarlo, bloquearlo.

Cuando llegaron a casa, se dirigió a su cuarto y no quiso cenar. Justina, la ama de llaves de la casa, quien llevaba muchos años con ellos, decidió ir a ver qué le pasaba.

—¿Le sucede algo, señor?

—¿Usted cree que alguna vez Charlotte realmente me quiso? —Tragó saliva esperando una cruel, pero verdadera, respuesta. Justina era una mujer seca, pero sincera con él.

—No sé a qué viene la pregunta ahora, señor. Yo creo que le amaba a su manera. Cada uno era distinto y ella nunca entendió el modo en que el señor hacía las cosas. Solo Dios sabe realmente lo que pasaba por aquella cabecita alocada. Disculpe mi atrevimiento, pero me tomo estas libertades porque lo conozco desde que era un mocoso y sé cómo es usted en su interior. Es usted un hombre amable, bondadoso, piadoso y buen cristiano. Toda su vida ha sido una persona que ha hecho lo imposible por complacer a los demás, y con la señora no iba a ser diferente. Ella no lo vio así.

—¿Cree que desde donde esté me odie por no haber entendido su modo de amar, por haberla traído aquí, al fin del mundo; por alejarla egoístamente de su vida y sus comodidades?... Pero aquella mujer es tan buena, tan distinta, y quiere tanto a Fátima.

—No entiendo, señor, a lo que se refiere ahora. ¿Qué mujer?

—Conocí a una mujer.

—La profesora —dijo Justina tras encoger los hombros.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó con asombro.

—Su hija es una señorita lista y ha visto algo más allá. Todo el día habla de ella. Dice que es hermosa y simpática. —Ante el silencio de Daniel, prosiguió—: Si le gusta esa joven, no pierda la oportunidad de ser feliz. Nunca es tarde para recuperar la ilusión y usted es un hombre todavía joven y lleno de amor para dar. Dese la oportunidad de que alguien lo quiera y dé valor a tanto amor. Una mujer como Karina no se encuentra en la alta sociedad limeña. Es una mujer lista, trabajadora como la que más y quiere mucho a los niños de la escuela. No haga caso de las habladurías o de si hay diferencias sociales entre ustedes. Es obvio que no es blanca como la señora Charlotte, pero es más noble que muchas damas de alta sociedad que andan paseando sus pelos colorados. Si cree, señor, que ella puede ser una buena madre para su hija, no lo dude. La pobre niña necesita una madre que la acompañe y la guíe en el camino del Señor.

Aquella tarde, Daniel se acercó al pueblo a recibir a un ganadero de Arequipa. Mientras esperaba cerca de la iglesia vio a una mujer que caminaba rápidamente con unas bolsas en las manos: era Karina. La siguió mirando por un rato, con un cierto temor de acercarse; pero al verla con tantas bolsas, tuvo la necesidad de ir a ayudarla; un gesto de un caballero, como lo era él.

—Buenos días, señorita. Espero que se encuentre bien de salud. Me pregunto si necesita algún tipo de ayuda con las bolsas.

—Gracias, señor Del Campo. Es usted muy amable. Llego tarde a casa desde el mercado. Tengo que entregar estos panes a mi hermana y debo reconocer que me vendría bien su ayuda.

Los dos caminaron lentamente por la calle. Sus pasos arrastraban el polvo del camino y el calor los inundaba con una mezcla de sudor y nerviosismo. Se mantuvieron en silencio un rato. A pesar de ser un hombre frío y práctico para los negocios, ahora mismo sentía que no sabía qué decir. Con Charlotte, las cosas habían sido diferentes. Fueron los padres de ella quienes entablaron amistad con él y todo fluyó más fácilmente debido al carácter extrovertido y dinámico de la joven. Karina le forzaba a hablar, a sentirse incómodo en los silencios, a avergonzarse de sí mismo. A sentirse patoso, violento con cada palabra. A no ser un hombre resuelto, como lo era cuando tenía que tratar con ganaderos o con sus propios empleados.

—Señor Del Campo, no tiene que preocuparse en acompañarme. El pueblo es pequeño y estoy cerca de casa. Creo que a partir de aquí iré sola.

Karina, por su parte, se sentía como una niña frente a un sueño hecho realidad. Se sentía confundida por las molestias que se tomaba Daniel, y sentía un hormigueo en las piernas. Temía que al hablar se le notase. Nunca había estado tan cerca de un hombre como Daniel, tan poderoso, tan imponente y tan extrañamente guapo.

Debido a su vida ajetreada tras la muerte de sus padres, solo había tenido tiempo de luchar por salir adelante, de cuidar a su hermana, de trabajar día a día. Nunca había imaginado atraer a algún hombre de aquella manera, siempre se sintió insignificante. Aquella timidez se reflejaba en sus andares, en cómo posaba los brazos en las bolsas, intentando esconderlos. Trataba de que Daniel no le viese las manos con callos y la piel tostada por el sol. Su pelo negro largo le refugiaba los ojos, que por el rabillo revisaban el traje de aquel misterioso hombre. Todo era tan nuevo, tan intensamente especial y distinto a lo que conocía.

—Buenos días, Karina. —María estaba barriendo la entrada donde vivían las dos hermanas. Sus padres les habían dejado un huerto con una granja llena de pollos y cerdos. La casucha, construida de adobe, se ubicaba en lo alto de un cerro. Eran unas simples chicas destinadas a vivir nada más que una vida de campo.

—Ella es mi hermana María.

—Mucho gusto —dijo Daniel mientras le daba la mano. María no dijo nada; sonrió fríamente y entró a la casa.

—Mi hermana es tímida con las visitas. Casi nunca nadie viene y menos un hombre tan elegante como usted.

—No tiene por qué disculparse. Es comprensible que reaccione así ante mi presencia. He sido yo quien la ha interrumpido. Tendría que ser yo quien se disculpase.

—Por favor, es usted bienvenido. Lamentablemente, como ve, somos personas humildes y nuestro hogar no se diferencia mucho de las otras casas de la zona. Seguro que usted está acostumbrado a ver moradas maravillosas y con todos los lujos.

—La belleza es de quien la sabe apreciar en lugares inimaginables. —Qué sensación de incomodidad, qué torpe se sentía. Trató de disimular su angustia y se despidió rápidamente de Karina, quien se quedó sorprendida ante aquella acción tan brusca de Daniel.

—¿Ya se ha ido aquel hombre tan elegante? —dijo María al ver entrar a su hermana. Aunque el tono era irónico, su hermana no se dio cuenta.

—Creo que algo lo ha espantado. No sé, de repente estaba ahí mirándome, tenía un brillo en la mirada, tenía algo especial. No sé qué es, hermana mía, pero creo que me he enamorado de ese hombre.

—No puedes estar hablando en serio, Karina. Ese hombre es el dueño de medio pueblo, incluso de tu colegio. Un hombre así de rico, blanco, y que habrá viajado mucho, no se puede fijar en una persona como tú o como yo. Dos pobres campesinas, huérfanas, sin nada en la vida, que solo sobreviven y subsisten. ¿No te das cuenta de que la diferencia de razas nos separa más que la diferencia de clases?