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Un triángulo amistoso tiene a Leandro Cáceres como vértice principal. Leandro es un hombre mortal como cualquier otro, que siempre había tenido en su vida una serie de preguntas sin respuestas. Resulta que, en contraposición al universo ya conocido por los humanos, existe otro habitado por los dioses de la Antigua Mesopotamia. Sin saberlo, la colisión para nada azarosa de ambos universos –condicionada por un accidente automovilístico– le hará descubrir una aventura formidable hacia los conceptos de la inmortalidad, lo real y todo aquello que los seres humanos desconocen sobre lo que existe más allá de la vida. También le permitirá develar un secreto fundamental sobre su amigo Miguel. Humanos, dioses, semidioses y guardianes interactúan en este universo fantástico, cada uno con su propio destino, el cual los conduce a la salvación del Cosmos.
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Seitenzahl: 420
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Carlos Aníbal González
Saga
Regreso inesperado a Dilmun
Copyright © 2022, 2022 Carlos González and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728306482
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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A mi madre Rosa de los huracanes
A María Luisa Perdriel que me motivó a seguir estudiando.
Al “ruso” Juan Carlos, su vida me hizo mirar más allá de la superficie.
Hace un tiempo atrás, un niño de diez años se preguntaba con una infantil incógnita:
─ ¿Por qué siempre me estás mirando a mí y no a mi amigo José Luis?
Le hablaba al dios de su infancia, al sentirse siempre observado por eso que no podía distinguir. Creía que era su deidad cristiana, mamada desde los senos de su madre. Era un dios bueno, pero castigaba en la misma proporción que su bondad. Para el pequeño Carlos estaba el cielo o el infierno, y el primero era mucho más difícil de alcanzar, ya que al primer tropezón sin caída, automáticamente había pecado. En esa infancia de supersticiones maternas se colaban por una nimia hendidura las revistas de historietas compradas por su padre, entonces Nippur, Gilgamesh y tantos otros héroes míticos comenzaron a mostrarle otras realidades, en las que uno podía luchar contra lo establecido. Cada vez que releía por enésima vez un capítulo, volvía a ser el valiente guerrero enfrentando cualquier adversidad, aunque esta sea la misma del averno en todas sus formas.
Años después, el adolescente tomó un pequeño libro tirado al azar nada azaroso con el título de Siddhartha de Hesse. Leyó sus tres primeras páginas y lo tiró. Otra vez, los extraños caminos, de lo que yo llamo fantástico en lo cotidiano, hicieron que volviera a tropezar con la misma piedra en distintas circunstancias. Lo leyó por completo y lo volvió a leer. Ese fue el puntapié que despertó del todo su curiosidad dormida que lo llevó por El jardín de los senderos que se bifurcan.
Tuvo un socio para la búsqueda, un tal Néstor Pagano, amigo desde el primer año del secundario y se adentraron en la hechicería, textos esotéricos, I Ching, en fin, montón de infladores de su fértil o enfermiza imaginación, dependiendo de quién estuviera juzgando. Los caminos con su amigo se fueron separando en cuanto a la búsqueda de la verdad y este adhirió al Islam y se convirtió en el mejor amigo Abdallah Yussuf. Carlos se adentró más en la oscuridad de la insatisfacción del alcohol, abandonó la facultad de ingeniería y terminó recluido en su casa durante un año y medio entre sueños torturantes y pesadillas más llevaderas. El cariño de su madre, su amigo del alma Miguel y su hermano lo sacaron de esa depresión y comenzó a estudiar de nuevo, sin embargo, nunca dejó la mochila de la búsqueda de la verdad: leyendo y, fundamentalmente viviendo cada experiencia, positiva o negativa, como un zumo imprescindible para su empresa que era saber por qué estaba aquí, en este mundo y cuál era su propósito.
Así da comienzo esta historia, ¿fantástica? ¿Maravillosa? ¿Onírica? ¿Extraña? Donde humanos buscan su redención en el hacer algo, dioses que creen ser más de lo que son y un héroe que, buscando la inmortalidad, encuentra la vida. Todos presintiendo que hay algo más allá de sus trifulcas triviales.
Sí, querido lector, algo nos perseguirá durante nuestra corta vida y, querámoslo o no, nos va a dar alcance. Despertemos, es el momento.
─Ahora está soñando. ¿Con quién sueña? ¿Lo sabes?
─Nadie lo sabe.
─Sueña contigo. Y si dejara de soñar, ¿qué sería de ti?
─No lo sé.
─Desaparecerías. Eres una figura de su sueño. Si se despertara ese Rey te apagarías como una vela.
Through the Looking Glass
Lewis Carroll
El Escritor leyó el viejo Atlas del Universo que estaba recostado ─más allá de la apariencia azarosa─ adrede en el pupitre del anciano bibliotecario. Dormitaba, sentado en frente al libro sin sospechar, como nadie lo hace bajo tales circunstancias, que él, en una dimensión que no lograría comprender, estaba leyendo el contenido de esa página de vanidoso papel.
¿Qué es el universo?: una teoría es la del estado estacionario, que supone que el universo ha existido y existirá siempre. Según esta, el universo estaría en estado de continua creación, de manera que, cuando las estrellas y galaxias antiguas mueren, serían reemplazadas por otras nuevas creadas a partir de la materia que surge de la nada. Esta teoría ha sido totalmente descartada.
El Escritor percibió la sonrisa que le hacía sentir su sí mismo creado en fragmentación. El laberinto de las emociones iluminaba el ahora de una civilización incapaz de advertir su lisiado conocimiento. El bibliotecario, como paradigma de su tiempo, no advertía lo importante que era el ser notado, porque ─como todos─ había sido blindado con lo que el Escritor, a través de sus fractales, haría llamar Ahamkara, la identificación permanente con sus infinitas imágenes.
El añoso hombrecillo se incorporó, cerró el libro de divulgación científica y marchó como un autómata hacia los anaqueles en busca de un volumen específico. Se trataba del libro que el Escritor debía redactar si quería leerlo a su manera.
Atravesó la zona de ficciones que curiosamente estaba cubierta por 1984 y Fahrenheit 451. No era lo que buscaba. Giró hacia Historia y se detuvo en Filosofía. Tratado de teología, La República, Teogonía, Textos presocráticos y, ¿Samadhi? ¿Había un libro con ese título?
De entre uno de los espacios vacíos, sacó uno de negra encuadernación, sin reparar en lo raro de esa situación. ¿Puede algo salir de la nada? Volvió a su asiento, depositó el libro sobre su mesa y lo abrió. Sobre la primera blanca página se deslizó una mayúscula de inicio luego de la sangría correspondiente.
Leandro se sentía extraño, ¿acaso ese sueño terminaría rápido o tendría que esperar a ver al león blanco antes de despertar a sus hijos?
La destrucción del mundo estaba en sus manos, aunque él no lo sabía y sus amigos tampoco.
El dragón ya estaba en el Sitio.
El bibliotecario se restregó los ojos e intentó leer. Sin embargo, las letras ya no brotaron de la página, solo la repetición de Samadhi que de inmediato se borró. Se quedó pensativo, como intentando despabilarse y el verso de Góngora fluyó desde el arcón de su memoria. Dónde y cuándo había sido leída, no era importante: el sueño, autor de representaciones, en su teatro sobre el viento armado.
El lector y el protagonista debían esperar a que el Escritor tuviera la pulsión de existencia vital.
La nada estaba. Pneuma Primitivo comenzó a crecer. Todas las cosas se consumarían nuevamente. El ciclo se repite. Soma y psique aparecerían.
Desolación no era la palabra adecuada, vacío tampoco. Cualquier sintagma usado daba igual. Desde la Torre de Babel ningún vocablo o pensamiento construido con la limitación de meros ideogramas iba a ser adecuado para representar al antes de la singularidad, el antes del diez elevado a la potencia menos cuarenta y tres multiplicado por diez elevado a la… Por eso, digamos desolación, vacío, oscuridad, luminosidad, nirvana, absoluto.
Apliquémosle frases: sin necesidad de nada, soledad completada, aburrimiento sin fin. Eso era Yo, soy el que soy, la Inmanencia. Estaba sin estar. Permanecía, esto era lo que sucedía. Decidí, decidimos, decidieron, se decidió que la perfección debía sentirse, experimentarse. Para ello, nada como la fragmentación en innumerables partes con iluminación individual, luz natural, sustento de intuición. Cada uno de Mi mismo iba a mostrarme en mis infinitas facetas. Fue así que Yo, el increado, el que está, la nada manifestada, comenzó la epopeya de vivir en conciencia del otro, de salir de la apatía absoluta, la sagrada inercia.
En principio, debía construir un laberinto indescifrable para nunca encontrarme, aun sabiendo que me encontraría, repleto de partes infinitesimales. Luego, ver que tal fragmentación no fuera homogénea, para evitar el autorreconocimiento. Cada partición de fragmento debía ser construido en la dualidad del sí y el no, y tomar a cada individualidad y ver que esté sostenida a partir de infinitas particiones irreconocibles entre sí, pero con consciencia de un todo que los superase como entidades vivas.
Decidí comenzar con ideas, para que necesitaran de alguien consciente que las reconociera. Entonces, apareció la belleza y le siguió la sabiduría que engendró al Cosmos. Sin embargo, estas por sí solas no me darían lo que buscaba, eran innatas como Yo. El Cosmos podría entender o tender a buscarlas siempre, ya que estaban en este y sus seres. el regreso a lo que ya era. Con eso, sólo había engendrado un espejo con reflejo de omnímoda nulidad. Estaba ─o estoy─ cavilando sobre esto cuando la belleza vomitó algo informe, una sustancia desde su interior y, cuando esto ocurrió, notó que se había debilitado y empalidecido. Se dio cuenta que necesitaba de ese desprendimiento nauseabundo fuera de ella para poder ser sin falsas raíces que confundieran su pleno existir. No podía realizarse sin observación de algo diferente dentro de sí misma, pero entonces penetró en su desprendimiento y se reconoció como tal. Así fue que la fealdad, monstruo perpetuo, gemelo atemporal de la belleza, iba a ser quien la daría vida a lo que Yo quería: sentirme.
Algo, como un retorcimiento, una muesca risueña hizo que la no expresión se tornara en necesidad de lenguaje emocional y la fealdad creó en el Cosmos al Espacio y el Tiempo.
Tiempo como duración limitada y Espacio como cárcel de la omnipresencia. La sabiduría, por su parte, notó que su luz iba creando innumerables fenómenos hacia adelante, dejando atrás sombras infranqueables que eran partes abandonadas por sus rayos. Entonces la ignorancia comenzó a despertar de su letargo de inconsciencia y se sintió perdida. La vacuidad, Yo, empecé a desvanecerme en un insipiente mar de diferenciación. Comencé a sentirme vivo en conciencia de multitud y a sentir lo que el lenguaje llamaría ─o llama─ miedo.
Antes de fragmentarme por completo se me ocurrió dar señales ocultas de mí mismo en el laberinto. Con esto, lo creado sabría que nunca fue creado y que era ─o es─ Yo. Mis fragmentos con necesidad de perpetuidad la llamarían empatía, aún antes de conocer el argot de babel.
El Cosmos comenzó su desarrollo en esa bolsa llamada Espacio-Tiempo que la fealdad había diseñado. Ese mismo Cosmos que se llenaría de poros que le harían recordar a la sabiduría. La duda del concepto creado en y por el Espacio-Tiempo haría que las fragmentaciones pensantes arrancaran a virar por el camino del laberinto sin rumbo cierto, y con la intuición de que esa incertidumbre les otorgaría el rescate. Solo faltaban las formas, los cuerpos referenciales. Sin ellos, ningún génesis sería comenzado.
Y la pantalla inició la sensación de movimiento viviente y el secreto fue la vibración. Empecé a aparecer en las formas, en su apariencia por la oscilación. Ya había un aquí y ahora, un antes y después era lo que faltaba, y para eso requería de la desesperación que imponía un límite. Allí me fue útil la forma y su mutación constante. Daba la idea de pérdida, de desaparición, de muerte, de un antes, un ahora y un después cuando todo era sutil construcción de una nada manifestada en la persistencia de querer ser. Debía morir para hacer desde la desmemoria un inescapable enredo. Nacía, vivía, sentía y moría. Nacía, vivía, sentía y moría. Nacía, vivía, sentía y moría. El olvido iba a ser la llave.
Sin embargo, el límite desesperaría a la forma, reconociéndose finito y dañando el buen deseo que tengo de sentirme. Por ello, debía dar a lo creado una herramienta que lo hiciera luchar, persistir en su voluntad de vivir o creer que, cuando desapareciera o llegara su creado límite, esto sería como una puerta hacia otra dimensión de existencia, con lo que agregaría esperanza y voluntad de asumir cada experiencia que le sucediera. Asimismo, Yo fragmentado, Yo experimentando el sentir, Yo inconsciente de mi consciencia, creé la salida del laberinto con lo mismo que había creado a este: el amor. Él salió de las profundidades del caos como singularidad dentro del Cosmos, viviendo en las reglas del Espacio y del Tiempo, pero inmune a cualquiera de sus consecuencias.
Así fue ─es─ que Yo, el increado que quiere sentirse y por ello se disolvió en infinitos corpúsculos integrados a múltiples dimensiones, puse en tales fragmentos la singularidad de la emoción máxima posible que destruiría y reconstruiría la ilusión de la vida. El amor enlazaría el caos y el Cosmos, los giraría en eterno abrazo buscándome y negándome. Yo, el Escritor, acababa de engendrarme en conciencia de imaginación, razón e intuición con la construcción del Sitio, lugar en donde los sueños eran engendrados.
La vasta bolsa de existencia tenía una densidad nula, y su cuerpo gigantesco incubaba millones de millones de burbujas luminosas que le daban vida. Ese era el secreto del Sitio: oscuridad iluminada dentro de oscuridad perpetua. Las burbujas debían ser protegidas del caos, si la ilusión iba a ser llevada a cabo. Los guardianes debían ser despertados antes que los dioses mismos y los dioses debían crear al hombre que sería el sustento de cada uno de los tres guardianes. Esto solo sucedería sin Tiempo. Por ello, los guardianes nacieron antes del Espacio-Tiempo, cuando el hombre, el existente, ya había sido creado. Así fue que ─en un principio─ se creó la última parte, para que se pudiera dar a luz a quien lo protegería y prefigurar el cómo lo haría. Dioses, hombres y semidioses en lucha constante con ellos mismos, darían la pulsión de vida y de consciencia en Mí, la existencia, como ellos la llaman.
Ya había terminado de lavar los platos y la cocina había quedado impecable para su obsesiva estructura mental. Casi todos los días, se incorporaba de la mesa, aún antes de terminar de comer, para trasladar la vajilla a la mesada y ─en reiteradas ocasiones─ comenzaba a lavar masticando su último bocado.
Eran casi las dos de la tarde, faltaban tres horas más para que retornara su mujer. Se dirigió a la pequeña biblioteca que se encontraba en su habitación y sacó el libro, el mismo que había tomado durante cada día desde hacía un mes. Lo abrió exactamente en la misma página de siempre: Filosofía práctica, anunciaba el título en el margen superior izquierdo.
No quería que su mujer lo censurara y, con esto, volver a generar una discusión sobre sus hábitos repetitivos en exageración enfermiza. Desde que encontró esa página y luego de cada almuerzo, volvía a verla con algo más que una natural curiosidad. Era una sección del libro en donde se hacían preguntas al estudiante acerca de la foto de una copia de otra copia de un olvidado original de una pintura abstracta: observa con atención este cuadro que Robert Motherwell pintó en 1972 y que tituló In Plato’s Cave (En la caverna de Platón). Se trata de un cuadro abstracto, así que entraña cierta dificultad comprenderlo. Empezaremos con el análisis visual (mundo sensible) y, a partir de allí, trataremos de subir al mundo inteligible.
Había quedado atrapado en la foto del cuadro. Lo que él vio la primera vez fue un vidrio opaco, manchado por hollín a medio limpiar. Siempre pensó que un cuadro era un cuadro, y que cualquiera lo interpretaba como le venía la gana. Aquello de experto en analizar una obra de arte era un mote que se ponían algunas gentes para alimentar sus vanidades, así luego ─y más nocivo al avance humano─ evitar que el rebaño se desperdigue. En cambio, no fue su interpretación la que lo mantuvo interesado en el dibujo, sino el efecto que un recuerdo perdido le causaba. Había algo allí que actuaba a modo de llave, solo debía encontrar la puerta en su memoria.
La parte oscura, situada a la izquierda, parecía no querer ceder espacio a la limpieza imaginada por el observador, incluso abrió una gigantesca y cuadrada boca, tratando de digerir el avance de ese manchado más claro.
Las líneas eran difusas y sin un patrón que las nucleara. En medio del cuadro, se abrían paso dos líneas rectas en un ángulo de noventa grados. La horizontal parecía estar herida al dejar caer tinta negra de hollín sobre el cuadro.
«Picaporte», pensó y ascendió un paso en la salida de esa caverna, aunque todavía faltaba para llegar a ver el sol.
«Sí. No cabe duda, es un picaporte girado y abatido sobre el plano».
Se incorporó algo agitado y fue en busca de un vaso de agua. Podía sentir su corazón gritándole que esa puerta debía abrirse, sucediese lo que sucediese. Su vida entera parecía referirse a ese momento, aunque su mujer objetaría con un sos un exagerado para todo, siempre el mismo extremista. Se volvió a sentar frente al libro y, esta vez, notó que algunas manchas iban hacia la mácula madre en vez de desprenderse de esta, como si quisieran reagruparse para formar una resistencia. Se acercaba más y más hacia la hoja, algo lo llamaba desde dentro. El picaporte comenzó a girar.
Leandro cerró la puerta de la casa de su querida tía Betty. El último en irse había sido Néstor. Quedaba terminar de barrer y acostarse. La fiesta lo había dejado exhausto, era mucho alcohol para sus diecinueve años y la ausencia de la dueña de casa que tomaba unas cortas vacaciones. Hizo lo que tenía que hacer y se acostó.
No le gustaba quedarse solo en esa casa, pero no se lo decía a nadie para no pasar por miedoso y, antes de apagar la luz del velador, lo recordó. Un instante previo a acostarse, estaba tan fatigado que se le caían los párpados y, en esos momentos, el temor a la oscuridad y a la soledad comenzó a dar batalla. Sus ojos no soportaban estar abiertos, pero su mente los obligaba a abrirse.
El reloj de péndulo del living comenzó a sonar cuando no correspondía y su miedo pasó a la fase de terror. Sintió una fuerte opresión en el pecho y su cabeza le daba respuestas alocadas de salvación de las abominaciones que esta misma generaba. Las ventanas estaban ahí nomás, encima de su cama. Era cuestión de abrirlas y salir corriendo. Lo poco de razón que le restaba decía que eso era imposible, porque dejaría la casa abierta para cualquiera. La tensión se hizo tan grande que no la soportó y, volviendo a su niñez, se tapó la cara con las sábanas.
Esperó unos segundos y se impuso a sí mismo el respirar profundo y tranquilizarse repitiendo la frase de algún estoico borra la fantasía. Destapó su cabeza y se quedó mirando la nada en la pared opuesta, dispuesto a quedarse despierto lo que restaba de esa singular nocturnidad. El miedo seguía allí, aunque más dócil y manejable. El picaporte de la puerta cerrada de la pieza comenzó a girar, como si alguien quisiera abrirla. Leandro entró en pánico y su pecho ya no recibía oxígeno. Se incorporó velozmente y, de igual modo, se cambió.
Nunca supo si el mismo miedo o una valentía tan inesperada como repentina le hizo abrir la puerta con fuerza, casi saltar al comedor, tomar sus cosas y salir despavorido de la casa.
En el momento que puso un pie fuera, la puerta de la habitación se cerró por sí sola, el péndulo del reloj paró su movimiento y una frase se escribió en la pared del living: no es la muerte misma lo terrible, sino nuestra idea de esta.
Siglos después, descubriría, junto a sus amigos Néstor ─ya convertido en musulmán─ y Miguel el significado para nada fantasmal del suceso.
El hombre ya se había perdido en las líneas del cuadro al abrir el picaporte plano y abstracto. Comenzó a ascender por la oscuridad, acompañado por las siluetas manchadas. Cuando la negrura se hizo infranqueable, observó las infinitas burbujas de luz dentro y notó que él era una más de ellas. Desde allí pudo ver al hombre ─que era él mismo─ que lo observaba con suma atención. Lo sabía, siempre lo supo, el cuadro era su salida y su regreso al lugar de espera.
El Sitio era ilimitado, al menos daba esa impresión. Millones de burbujas de luz se movían al vaivén de una armónica e insonora canción. De vez en vez, una burbuja abría la estructura, se desvanecía y otra aparecía, dando la impresión de un balance cuidado. El hombre muerto quedó recostado sobre la página del manual. Dentro del Sitio, un guardián tomó el picaporte y cerró la puerta. Algunas otras entradas se cerraron en todo el mundo. El caos, por medio de los dioses, aguardaba su oportunidad como siempre lo había hecho.
Nudimmud sabía que, mientras Apsu tuviera el poder, nada mutaría, ni en él, ni en el mundo inferior, en donde los dioses menores ya usaban armas en sus cinturas, y tampoco en ninguna parte de esa inabarcable creación. Como un deseo aún no concretado, su ambición fue creciendo hasta forjar en su mente un plan, y el sustento de este era el abismo, aunque estuviera en uno de sus efectos su propia desaparición.
Para poder hacer que Apsu cayera en el abismo debía de quitársele el vajra de poder, el diamante de los mil rayos y fulgor devastador o creador. Sin esta acción, todo era infinitamente improbable. Si bien el tiempo no era problema para un dios, sí lo era si su emoción compañera representaba la ambición desmedida, cosa que en Nudimmud, como en casi todo dios, abundaba. Decidió compartir su pensamiento con su consorte, Damkina, quien oficiaba de amante, devota y fiel compañera, así como también de oráculo que proyectaba sus deseos más allá de sus concreciones. La idea le pareció admirable al dios de la usurpación. Damkina crearía un conjuro y, sabiendo que Apsu anhelaba su cuerpo, que aún no poseía por la certeza de una ruinosa venganza de Tiamat, su esposa, lo llevaría a su lecho y lo dormiría para arrojarlo en el pozo devorador de mañanas: el abismo. El día quedó fijado al calendario del oprobio, la traición estaba en marcha y hasta la mente del máximo dios la esperaba en su más recóndita habitación, que solo podía abrir el sueño.
La noche anterior a la caída de Apsu hacia el abismo, este soñó que su esposa le pedía que gritara y él no podía hacerlo, no por su imposibilidad física, sino porque no estaba en el lugar donde debía receptar dicho pedido. Él se encontraba cayendo de abajo hacia arriba por el ojo de un furibundo tornado. Su cuerpo era sometido por las fuerzas del vendaval y su lumpen potencia. Hasta su vajra fue arrancada por el colosal enemigo. Nunca había sentido tal desesperación, ni sabía lo que eso significaba, ni aún ante la cruel rebelión de los primordiales. En un punto, todo cesó y, por encima de su sangre derramada, pudo ver foráneas ciudades repletas de diminutos seres que se acercaban con rapaz velocidad a beber de su absoluto espíritu.
Despertó, sabiendo que ese día sería distinto a los otros, aunque no, que se trataba de su último día como soberano entre toda divinidad.
Tiamat extrañaba raramente a Apsu. Dios de dioses, inmortal entre la nada y la creación misma, Apsu no podía haber sido engañado por sus molestias constantes, no podía haber sido oscurecido por la bendición de la existencia, por tan solo dioses menores, sus mismísimas partes que querían ser a sus expensas. Si él los había creado, bien podía sacarlos de esta irrealidad de existir en su mundo y bajo reglas que él mismo dispuso a través de su diamante de mil rayos. ¿Cómo pudo pasar lo que no tenía que ocurrir jamás? No podía perdonarle semejante pérdida a Nudimmud y, si bien la barbarie no podía ser vuelta en círculo y el estado de cosas estaba totalmente trastocado, la venganza sería su insignificante pero vital aliento de poder eterno y real. Quizás podría, como alternativa de lo imposible para la madre de todos los dioses, luego de poner en su lugar a Nudimmud y a sus seguidores, volver a encontrarse con el abismo sin formas para tratar, de alguna manera que desconocía, de hacer que Apsu volviera a ser la realidad en el mundo de los sueños continuos que el abismo diseñaba.
Algo había en ella que buscaba reencontrarse con su consorte, aunque lo que buscaba era cierta vaguedad que este traía consigo y le recordaba que estaba siendo la proyección de la nada en un mundo onírico, pero primero necesitaba la venganza y la vuelta al estado primordial. Sin la derrota y desaparición de Nudimmud, nada se podría conseguir. Eran tantas las unidades de tiempo vividas y lo sucedido en ese lapso, contando la creación misma, que temía que su intrincada memoria se perdiera en la creencia de ese mundo y que ese era el fin supremo.
Como frágiles chispas, los recuerdos asomaban cada vez menos en su conciencia y el temor por la pérdida de la verdad arrancaba temblorosas tinieblas de tristezas y miedo a la aparición total y devastadora del caos permanente. El abismo había dejado en claro el cometido de lo creado. Ella y Apsu eran los únicos que lo sabían. Por esto, era ineludible una venganza.
La restitución del antiguo orden debía ser arrancado de las entrañas de Nudimmud. Sin Apsu, la verdad se perdería. Ella se consideraba incapaz de sostener semejante peso por mucho tiempo sin la luz de su esposo muerto, ya fuera desintegrado hacia la nada o integrado a otro sueño del abismo.
Para realizar su cometido debía saber cómo Nudimmud había logrado dormir a Apsu, pudiendo ver este hacia las cuatro direcciones de lo creado y las otra cuatro de lo increado. Apsu jamás dormía otro sueño que no fuera el de ser dios antes de la creación del hombre, y su aliento tampoco los dejaba reposar. Podía representar lo que iba a venir antes que cualquier creado lo pensara y, con ello, eliminar las supuestas contrariedades. Así creaba y destruía, sin que nadie pudiera interponérsele. Tiamat, con sencillez de mero recipiente, asistía consintiendo, incluso a su propia muerte.
¿Cómo pudo suceder y qué secreto guardaba Nudimmud para haber logrado lo que nadie en este mundo? No podría vencer a su hijo y la sublevación sin descubrir el secreto de la muerte de Apsu. Aunque también le quedaban las tablillas del destino como arma letal a la hora de un conflicto final, si este aconteciese. Además, contaba con Kingu y su inteligencia para conocer el poder secreto del parricida odiado.
El tiempo, sobre el que el abismo le había advertido, era un obstáculo enorme y más preocupada la tenía cuanto más se engullía a sí mismo. El horror al olvido hizo que tomara una decisión apresurada: le dio las tablillas del destino a Kingu, su amante, y con esta acción el comienzo de su destierro eterno daba inicio, aunque ella lo ignoraba, y la muerte de su mancebo traería la vida a los aún inexistentes humanos. Eso estaba escrito en el pergamino del tiempo, renglones más adelante y esto no lo podía saber ni siquiera Tiamat.
Las tablillas del destino resultaban ser un salvoconducto para que Kingu consiguiera más poder entre los que querían que Tiamat volviera a gobernar el mundo establecido por aquello que no se nombraba nunca. Con ellas, o sobrescribiendo en ellas, la vida podría mejorar, empeorar o diluirse hacia el comienzo. La carta con la que contaba Nudimmud era en extremo poderosa ─o eso creían Tiamat y Kingu─ para desecharla.
Aún no se decretaba la guerra final por parte de los belicosos dioses. Si no fuera por el temor al secreto que mató a Apsu, Tiamat iría por su hijo y heredero. Si un dios inferior pudo matar al máximo representante de su raza, pues este no debería ser tomado a la ligera, más aún en su unión con Damkina, hermana del dios de la tierra.
Luego de la muerte de Apsu, el poder había dejado de lado a Tiamat y, por el contrario, había aumentado enormemente en Nudimmud.
Después de entregarle las tablas del destino a Kingu, Tiamat le solicitó que la dejara sola. Quería adentrarse en sí misma para ver si podía hallar el hilo de la vida y reencontrarse con Apsu en el preciso momento en el que fue asesinado. La sala se oscureció, a tal punto que toda luz exterior fue absorbida, aplastada y vuelta en vómitos de negrura. El silencio acompañaba temerosamente y la materia creada comenzó a exhalar suspiros mudos de muerte. El abismo estaba a punto de manifestarse en la materia, esto había ocurrido solo dos veces desde la creación del Tiempo: en el momento de la existencia de Tiamat y Apsu y cuando...
El abismo sería su puerta, aunque el Tiempo era de entrada y salida o de entrada y olvido. Y Tiamat desapareció por el hoyo de los mil ojos.
Recomenzó la eterna lucha de vida entre el caos y el Cosmos.
Tic tac, tic tac, tic tac.
El reloj imaginario daba el paso constante del tiempo antes de despertar. Leandro Cáceres estaba por alcanzar sus cincuenta años de vida y, en la soledad de su música y la semipenumbra, reflexionó acerca de las cuestiones que lo venían preocupando con fuerza desde hacía unos meses. Aunque lo preocuparon siempre, desde sus cuatro años más o menos: el porqué de esta vida, por qué cada uno no podía separarse de sí mismo para sentirse más con todos, el porqué de la fuerza de alguno de sus sueños que para él eran reveladores y cómo nos conectamos con otras realidades después de la muerte.
La inquietud de esos días lo mantenía nervioso e incómodo, no podía sostener una conversación con sus colegas o con miembros de su familia sin enojarse. Este era el reproche generalizado por parte de sus amigos y sus hijos: papá, vos lo que tenés que hacer es buscarte una actividad que te haga feliz y dejarte de pensar en macanas que no llevan a ningún lugar cuerdo, sentenciaba Elías, su hijo mayor, su nombre era el recuerdo constante de la inmortalidad ascendida en un carro a los cielos.
Sentía que estaba desperdiciando sus energías en la nada y el reloj lo apresuraba, avisándole que no le quedaba mucho recorrido en este mundo. En un instante, como lo asombroso de una noticia fuera de lo normal, llegó a su mente el sueño de las epifanías. Caminaba sobre la nada en los confines de un mundo de luz muy frágil, en la compañía de un ser al que no pudo recordar con mucho detalle. De la nada, emergieron luces en forma de proyecciones blanquecinas desde la superficie del globo terráqueo hacia el espacio. Eran conos fluorescentes que aparecían y se multiplicaban, dejando apenas lugar entre ellos. Él se sentía relajado, sin peso alguno, pero no vacío. Por el contrario, con mucha vida y sin una pizca de miedo. Ante su duda no expresada, su acompañante de atmósfera onírica le respondió: se tratan de epifanías y debías conocerlas para lo que te espera pronto.
No sabía por qué se había acordado de ese sueño y, aunque no pudiera expresarlo, sí lo sabía y esto lo llevó a volver a su viejo sueño y al análisis número un millón del mismo.
Caía y no paraba de caer. La oscuridad lo estaba torturando desde hacía un rato largo, se podría decir que toda su vida, y el sueño lo obligaba a repensar su situación. El peso de la vida cotidiana lo mantenía fuera del círculo del pensar en el porqué y para qué. Él no quería morir, no quería desaparecer aún, ni nunca. La voz le repetía que no tuviera recelo, que, si era cierto que creía en Dios, no debía temer, solo cerrar los ojos y confiar. Era fácil pensarlo, pero llevarlo a cabo aterrorizaba, y más si uno había sido marcado a fuego con el monstruo del miedo.
Fue cerrando despaciosamente sus ojos, dejando que la luz huyera, sin dejar de tratar de controlar tal huida, y así completó lo pedido, casi esperando un empujón final o un golpe demoledor. Aunque con cierta confianza esperanzadora en ese absoluto, sintiendo muy dentro de sí que era posible la vida después de la vida, y que esta pudiera ser mejor inclusive. Se vio bajando una colina iluminada a medias por luces que provenían desde abajo, en una especie de valle lleno de velas mal prendidas. Logró ver un grupo de seres que proyectaban una blanquecina y corpórea imagen, se podría decir ángeles o...
A medida que se acercaba hacia el grupo podía escuchar un murmullo, al igual que los estudiantes en una biblioteca que parecía una discusión importante sin llegar a ser vital. Ya a unos pasos de esta extraña congregación, pudo oír:
─Ya has hecho lo suficiente. Debes estar tranquilo al haber hecho lo que pudiste. No temas, cierra los ojos y deja que todo eso parta.
Con duda, hizo caso al pedido y se encontró en una negrura cónica que se movía velozmente. En lo que le parecieron segundos, en el borde opuesto, se abrió una especie de ventana circular por la que penetró la luminosidad y dejó ver un paisaje esplendoroso, en medio de un vuelo veloz y armonioso. Podía ver acantilados de color amarronado, matizados por unos verdes oscuros y vivos a la vez. El cielo estaba decorado por una nubosidad grisácea y lánguida.
Se hallaba en esa especie de éxtasis, cuando vio al humano semidesnudo correr por los bordes rocosos, sin temor a las alturas y al mar repleto de olas inquietas. Decidió descender hacia uno de los bordes y, desde allí, observar al corredor. Como si sus ojos se hubieran transformado en potentes binoculares, pudo presenciar la escena perfectamente a la distancia, y lo que vio lo dejó en una perplejidad seca: el que corría en su dirección era él mismo, pero primitivo.
Una voz desconocida, que no era precisamente una palabra, le dijo que no debía ser atrapado o visto por su otro yo, y no le brindó más detalles. Debió retirarse volando con la incógnita del porqué.
Sin sentido alguno, como todo sueño recordado, estaba en una cueva, ataviado con túnicas propias del cercano oriente y sentado sobre el suelo de tierra. Frente a él se encontraba su amigo Néstor, quien luego de adherirse al islam se llamaría Abdallah. Hablaron un rato hasta que Leandro se incorporó y se dirigió a la salida, pero ya no como cuerpo, sino como un espíritu. Al salir, alguien que entraba lo derribó y allí mismo se despertó.
Un sueño, treinta años y una marca que le clavaba el interrogante cada noche. Esto, unido a una cadena de sueños que nunca se repitieron, pero transformaban su realidad en una ilusoria jornada de desatinos. Los mismos sueños en eslabones de algo que debía saber, lo cual tenía que comprender y asir para llegar al para qué final.
Así estaba la vida de Leandro Cáceres esa noche, hasta que el hallazgo de Abdallah golpeó fuertemente su suerte rutinaria. El sonido del timbre lo retornó al presente y se levantó para atender, no sin antes sacar la música y encender la luz. No deseaba que creyeran que estaba enloqueciendo. Siempre se había sentido distinto y había temido ser apartado de los demás, por lo cual utilizaba el prósopon, la máscara griega para ser reconocido como una persona ordinaria.
Preguntó quien era y, con una sonrisa cómplice, abrió la puerta. Su amigo Abdallah lo esperaba en el umbral con los brazos abiertos y una sonrisa infantil pero triste.
Abdallah conocía a Leandro desde los trece años y, a lo largo de ese trayecto de vida, habían atravesado muchas cosas juntos. En algunas oportunidades se habían distanciado por cuestiones laborales, pero no por mucho tiempo. Siempre algo los volvía a reunir, como si un hilo muy fino pero extremadamente resistente los mantuviera esencialmente juntos.
Abdallah no siempre había sido él, sino que se había convertido al Islam en su juventud, luego de una búsqueda infructuosa de respuestas por oscuros lugares como el alcohol y las drogas. No creía en Dios ni en nada o ─más bien─ a veces distorsionaba su propio bosquejo indagatorio en cuestiones menores como libros de encantamientos o un compilado de supersticiones sin ton ni son.
Cuando tenían catorce años, una tarde de hojas caídas y sol tenue, Leandro le había dicho que él se iba a encargar de hacer que Abdallah creyera en Dios, en el Dios de la iglesia católica, en la que él había sido bautizado. Esto provocaba grandes risotadas en su amigo.
Llegados los diecisiete de uno y los dieciocho del otro, antes de terminar sus estudios secundarios, se juntaban en la vieja farmacia del padre de Abdallah por la noche y allí debatían sobre todo lo que leían, lo bueno de tal o cual recomendación. Hechicería, religión, pseudociencia y ciencia, entropía y éter. I Ching y singularidad cósmica, en fin, fatalismo y causa-efecto. Reflexionaban, repetían pavadas, reían y jugaban a entender el mundo que los rodeaba y asfixiaba. Eran la clase media y la clase pobre dándose cuenta que la separación era tan ilusoria como la sociedad que la contenía. Sin saber que, en cada carcajada, se derramaba algo que no entendían si querían saberlo. Ninguno de los dos pensaba siquiera que el destino les tenía preparado un futuro que ellos jamás imaginarían.
Eran quienes eran por un motivo, replicaban y eran replicados, pero eso lo comprenderían muchos años después de olvidar lo que su juventud sudaba a raudales.
─Pasá, querido amigo, ¿qué te trae por estos lugares enmarañados y tramposos? ─preguntó Leandro.
─Algo que quería compartir con vos, porque sos el único loco que me puede llegar a creer y comprender ─respondió su amigo.
Tomaron asiento. Leandro se levantó casi al instante, como si estuviera nervioso ante algo desconocido. Preparó dos infusiones con agua hirviendo, tal como le gustaba a Abdallah. Luego de servirlas y colocar las tazas en la mesita ratona junto con un plato de una vieja y desgastada vajilla con dos galletitas dulces, se sentó un poco más calmado.
─Bueno, despáchese, compañero que soy todo oídos.
Abdallah le pidió que por favor no se riera y que esperara a escuchar todo el relato para formular una opinión. Leandro asintió en silencio, cortés y expectante.
─ ¿Te acordás de tu sueño, el que de vez en cuando reflotas del arcón de los recuerdos, como si fuera tu llave de apertura a no sé qué lugar pacífico, agradable y duradero?
─Sí, ¿qué sucede con eso?
Al mismo momento que terminaba la pregunta de Leandro, su amigo volcaba su mirada en él, queriendo escudriñar algo que su amigo guardaba recelosamente. Duró esta situación unos segundos y, en una ráfaga de valentía innecesaria, le contó:
─Soñé con vos. Soñé con vos, que estabas muerto y me hablabas desde un sitio en donde… no sé como explicarme… no había espacio, y vos eras ese espacio que no estaba, y eras ese muerto que no estaba muerto y… me pedías que buscara a Miguel. Que debíamos estar juntos los tres para poder pasar por el abismo. No me lo decías hablando, no me hablabas… no sé cómo cuernos explicártelo. Eras vos, estabas muerto. Sin embargo, no eras vos, ni estabas muerto ni había sitio, tampoco espacio, pero no tengo dudas sobre lo que me dijiste, lo murmurabas y yo lo sentía como un grito: el abismo, el abismo. Debemos pasar por el abismo si queremos vivir. Luego todo se oscureció y yo volaba por unos acantilados parecidos a los que contaste. Me vi caminando a tu lado, tratando de atraparme y ahí… me desperté.
Leandro, en lugar de echarse a reír, lo miró fijamente con los ojos llorosos y totalmente ensimismado. Le largo al frase:
─Somos espejos unos de otros y existimos en el lado de atrás ─y prosiguió─. ¿Te acordás de los túneles de Sábato?
─Sí, sí ─le contestó Abdallah─, pero, ¿eso qué tiene que ver?
Abdallah sentía miedo. Parte de él quería creer, otra quería vivir una vida con su mujer esperándolo para comer y su hija dándole su amor y disgustos. Necesitaba que su amigo lo convenciera, anhelaba ser convencido con argumentos locos que esa vida de normalidad estaba parada sobre elefantes endebles, a punto de desfallecer.
─Que teníamos una posibilidad en un millón y sacamos la lotería, querido amigo. ¡Sacamos la loteria!
Al pronunciar la frase, a Leandro le pareció que esta no tenía vitalidad, que en la medida que iba expulsándola de su boca, se diluía en un sinsentido raro y perezoso. La conversación en general le resultaba extraña, aunque esto no impidió que de su boca saliera otra frase con vida propia:
─Gracias Utnapishtim.
Así era la voz de cada sueño, el acompañante silencioso y conversador. Era la voz de él, el eterno Utnapishtim.
El relato de su amigo le había traído a la memoria el nombre olvidado y el porqué de cada mensaje de aparente sinsentido.
─Gracias, Utnapishtim ─agradeció Leandro a un espacio vacío en el cuarto.
Miles de años atrás, a miles de cuadras temporales, Ziusudra escuchaba una voz hablándole a la pared de su choza. La gran inundación se acercaba y el susurro alertaba sobre esto, instándolo a construir una enorme nave para resistir las aguas y sus fuerzas.
Los dioses estaban enojados y hastiados de los corrompibles hombres. Quizás porque preferían ─mediante este enojo─ proyectar su tristeza por una mala creación a la que ellos mismos habían dado origen. Ni siquiera los dioses perfectos son incorruptibles, ¿por qué lo serían sus criaturas? Habían pasado tantos eones que estos olvidaron haber sido creados y que, como toda creación, eran apenas el espejo de la perfección y no la perfección misma. ¿Qué podrían esperar de los hombres, quienes eran matrioskas?
Tres mil seiscientos años habían pasado desde su nacimiento y ya dos veces la humanidad había escapado de las distintas plagas. El hambre y el fuego no pudieron con el insignificante ser humano, pero esto era distinto. El murmullo a través de las cañas deslizaba compasión y tristeza, por ello, Ziusudra comenzó la tarea de construcción del navío.
En el transcurso de los días y, mientras su trabajo se intensificaba, ayudado por su familia, vio distintas luces desplazarse desde la reseca superficie hacia el horizonte celeste: los dioses abandonaban al humano a su suerte. Lo que no sabía el maduro Ziusudra era que la desgracia de la humanidad traería su cambio, él ya no moriría jamás y hasta olvidaría que una vez se llamó así. Ea lo bautizaría con su nuevo y eterno nombre: Utnapishtim, el visitado por Gilgamesh.
─Hemos matado al Toro del Cielo, hemos matado a Huwawa. Ninguna fuerza humana ha podido con nosotros y, sin embargo, he ahí tú, querido amigo, junto a los que no ven la luz del día, al lado de los que no gozarán con una ramera, tirado en el sinsentido de la muerte que nos toca a todos, nos atrapa y presiona con tal fuerza que ya nada quedará de los que fuimos. Mortales, henchidos de fuerza, perseguidos por las más bellas mujeres, viviendo en una especie de caparazón indestructible y, en cambio, mortales, finitos, con huellas fácilmente borrables para los dioses. Los dioses nos han creado para la burla, para que creamos que nunca llegará ese momento que te ha alcanzado, viejo amigo mío. ¿De qué te ha servido tu vigor? ¿De qué me servirá a mi hora? Bastó que los dioses se sintieran irritados para que tu existencia llegara a su fin. ¿He de morir porque Enlil lo decrete? Quizás Samas deje bajar todos los días de una vez y para siempre. Puede que me quede solo y viejo, desposeído del favor divino y perdido por todos los tiempos: muerto antes de mi muerte. Enkidu, te has ido, y yo he quedado y los dioses así lo sentenciaron, sin tomar en cuenta nuestros intereses en lo más mínimo, jugando con sus marionetas de barro, creadas para hacer lo que ellos se negaron a realizar. Hasta el día que ha llegado, viví para la existencia repleta de muertes ajenas. A partir de hoy viviré por no dejar de tenerla. He de ver los tiempos por venir, hasta que haya descubierto el secreto que ocultan ellos a nosotros, he de buscar por todos los sitios de la Tierra, he de horadar el suelo con mis uñas hasta que sangren, he de buscar en todos lados sin dejar resquicio alguno, hasta que sea vencido por la ley del destino que han inventado para atarnos firmemente a su látigo de barro y podredumbre. Tú decías que Enlil me había otorgado realeza, ¿qué he de hacer con la realeza en el sitio de los sin ojos? ¿No soy dos tercios dios? Enkidu, amigo, has muerto y yo he quedado. Has traspasado el umbral y me has dejado con dudas y temblando por algo que nunca antes me había torturado. Se ha ido la furia y ha dejado lugar a la incertidumbre o a la certeza que mis días se van a terminar.
Así se lamentaba el rey de Uruk por la muerte de su amigo de aventuras, sin que fuera escrito en ninguna tablilla de arcilla de la vieja Mesopotamia asiática.
El tirano, el pastor que no dejaba padre con su hijo, el terror de Uruk tenía miedo y solo Utnapishtim podía darle una respuesta, para ello debía cruzar la tierra de los hombres escorpión, y así lo haría. El nombre del único inmortal corría por el reino, como un rumor que estaba confirmado por la repetición de su historia en el tiempo. La leyenda del eterno por bendición divina avanzaba, de tal forma, que contradecía su origen ficticio, y Gilgamesh quería saber todo sobre este.
El reino se llenó de voceros del rey, gritando por los cuatros puntos cardinales a quien quisiera oír que cualquier información sobre Utnapishtim sería muy bien paga por la corona. Así fue como el examinador encontró al buscado, luego de un largo viaje lleno de padecimientos.
Cuando se encontraron, Gilgamesh pidió a Utnapishtim que le contara su secreto sobre la eternidad recibida por manos de los dioses. Después de haberle contado la historia del diluvio pergeñado por Enlil y su conocimiento a través de un sueño y posterior salvación, Utnapishtim le dijo que para lograr la eternidad se debía conseguir el favor de los dioses en una situación extraordinariamente singular y superar situaciones de adversidad mediante una gran voluntad. Sin embargo, la no-muerte le llegó a él por una decisión divina en la que nada tenía que ver el humano.
Utnapishtim, tratando de mostrarle la gran dificultad que acarreaba su búsqueda, le propuso que no conciliara el sueño por siete días y siete noches para lograr su cometido. Luego de asentir con vehemencia, Gilgamesh no resistió y se durmió al instante.
Siete días con sus noches reposó en el dulce sueño y, mientras él permanecía perdido en su conciencia, la esposa de Utnapishtim cocinaba panes para mostrarle cuánto había dormido. Siete panes frescos y calientes que fueron dejando de serlo a medida que cada caída del sol era contada, y la simple fatiga de una hormiga en el Cosmos separó al héroe del dios. El sueño era la diferencia entre mortalidad y eternidad.
Al despertar, Gilgamesh comprobó con tristeza que no pudo superar la prueba, pero no se iría con las manos vacías. La esposa de Utnapishtim se había apiadado del héroe y pidió a su inmortal marido que pusiera en manos del pobre semihumano una herramienta para mantener la vitalidad en lo extenso de los años. Era un paliativo, pero era algo.
El buen Utnapishtim le dijo al barquero Urshanabi que lo llevara de regreso. Le contó al héroe sobre una planta con espinas y una flor en el fondo del mar. Si comía de ella podría obtener de nuevo su juventud y vitalidad.
Urshanabi ayudó a Gilgamesh y este logró descender al fondo marino y, tras pincharse con una de las tantas espinas del alga, consiguió la planta.
Decidió tomar un baño antes de llegar a las murallas de Uruk y, cuando se estaba lavando, una serpiente le robó la planta. Al comer de ella, el reptil mudó inmediatamente su piel. El héroe intentó atraparla, pero ella desapareció sin dejar rastro.
Gilgamesh volvió abatido a su pueblo. No sabía que, durante los días y noches que durmió, algo sucedió en sus sueños, un hecho que Utnapishtim no pudo ver y que lo llevaría a otro lugar, en donde lograría encontrar respuesta a sus preguntas y vida a su posible muerte. Así que los sueños no representaban la caída o el declinar, tal vez solo estos siete sueños, eran nada más que la vida, eran puentes para viajar de ilusión en ilusión, serviciales agujeros en las paredes del laberinto que sencillamente hacían que el hombre ─inclusive el dios─ avanzara a otro pasillo de la inmensa e inmutable cárcel de toda criatura viviente.
Las arenas flotaban en suave compás, casi mezclándose con el aire. Si lo miraba desde un lugar no tan cercano, el colorido era de un amarillo combinado con rojo. Daba la sensación visual de una gigantesca laguna de líquido carmesí apagado con destellos brillantes de luz ambarina. Esta rara atmósfera no dejaba ver con claridad a Tiamat, aunque intuía que detrás de ese velo se encontraba lo que buscaba: el secreto de la muerte de Apsu.