Relatos de intimidad - Yoly Hornes - E-Book

Relatos de intimidad E-Book

Yoly Hornes

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  • Herausgeber: Carena
  • Kategorie: Erotik
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2014
Beschreibung

Una pareja rota pero no tanto. Una madre deshabitada como su casa. Una fiesta laberíntica. Una mujer que va a por todas. Una carta perfumada. Una abuela y una nieta unidas por el tango. Una ceremonia del adiós. Un pacto peculiar entre parejas del mismo sexo. Una ducha reveladora con ritmos caribeños. Una secretaria eficiente con un secreto que estalla. Un círculo de vecinos incompatibles. Un escritor que confunde la realidad y la ficción. Una infidelidad sin importancia. Un matrimonio de ancianos, de la mano hasta el final.EL AUTORYoly Hornes (Buenos Aires, 1953) es Profesora de castellano y literatura y licenciada en Filología Hispánica. Desde 1981 reside en Barcelona, ciudad a la que llegó becada por el Instituto de Cooperación Iberoamericana, para realizar estudios literarios de posgrado. Imparte talleres de escritura creativa, coordina grupos de lectura, dirige veladas literarias y hace narración oral. Ha escrito guiones para cómics infantiles, informes de lectura y reseñas de libros. Hace correcciones de estilo y asesoramiento para escritores noveles. Ha trabajado durante mucho tiempo en la creación de crucigramas y otros pasatiempos lingüísticos.

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A Vivi y a Claudia, mis hermanas, tan íntimas. Ellas sabrán leerme entre líneas.

A Sole, a Brigitte y a Pablo, por nuestros miércoles gloriosos.

A Francesc, a Rubén y a Esme, por el amoroso hilo de escritura que nos une.

Y a Adolfo, siempre.

Agradecimientos a Roser Roca y a Lluís Robres, por su calidez y su generosidad al compartir algo de su intimidad conmigo.

Tuve un sueño nítido inexplicable: soñé que jugaba con mi reflejo. Pero mi reflejo no estaba en un espejo, sino que reflejaba a otra persona que no era yo.

CLARICE LISPECTOR

Para que pueda ser he de ser otro, salir de mí, buscarme entre los otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia.

OCTAVIO PAZ

Y no es tarea vana inventar Otros que tienen por supuesto rasgos nuestros textura nuestra, cicatrices nuestras…

INTRODUCCIÓN

(Algo sobre mí y sobre mi escritura)

Cuando yo tenía doce o trece añitos, mis padres hicieron por mí algo que me abriría las puertas de un mundo fantástico: me apuntaron a una academia que quedaba justo a la vuelta de nuestra casa, para que aprendiera mecanografía. Su intención era que ese temprano adiestramiento, justo cuando comenzaba la escuela secundaria en la orientación llamada “perito mercantil”, me proporcionara recursos y habilidades para convertirme, en unos cuantos años, en una buena secretaria comercial. Eso nunca sucedió, pero su decisión resultó clarividente, pues inicié allí un camino que, paso a paso, me conduciría hacia lo que de verdad sería en la vida.

Lo primero que me enseñaron en esa academia del barrio de mi infancia llamado Sáenz Peña, en el extrarradio de Buenos Aires, fue a memorizar el teclado de las máquinas de escribir, vinculando cada letra con un dedo determinado. Me encantó eso, era como un mantra. Lo repasaba mientras estaba en la escuela haciendo otras cosas, mientras jugaba con mis hermanas, incluso cuando me acostaba por las noches, pues pronto comenzó a obsesionarme.

Todavía lo recuerdo. Se comenzaba con la mano izquierda por la línea del medio del teclado, de izquierda a derecha, hasta el centro, así: meñique-anular-mayor-índice-índice, A-S-D-F-G, y luego, con la mano derecha, la otra mitad, de derecha a izquierda, en el mismo orden dactilar: Ñ-L-K-J-H. Luego, la línea superior, mano izquierda: Q-W-E-R-T, y mano derecha: P-O-I-U-Y. Y la línea inferior: Z-X-C-V-B y para finalizar, con la derecha, sólo M-N. Se me incrustó de tal modo en la cabeza esa traslación de pensamiento, letras y dedos, que no podía evitar mecanografiar mentalmente casi todas las frases que leía o escuchaba; hasta los sueños se me transcribían así hasta la extenuación de la pesadilla.

Siempre he pensado que fue entonces, pulsando, en las primeras lecciones, en un cartón con circulitos multicolores que reproducían las teclas, y después en una máquina de verdad con las letras tapadas para acostumbrarme a escribir sin mirar el teclado, cuando se gestó en mí el placer de escribir. Un placer, en principio, físico, rítmico, psicomotricidad pura.

Por entonces, ese acto de escribir no tenía nada que ver con la literatura, pero sí tenía algo de hipnótico, de dejarme ir entre palabras, espacios, velocidad, ruidos, silencio… Recuerdo que nos hacían copiar unos textos aburridísimos, pero a mí no me importaba. Mis dedos volaban reproduciendo palabras y frases, y mi mente volaba con ellos. Esa relación mágica entre las letras, mis manos y mi imaginación me volvió adicta para siempre a ese placer.

Desde los nueve o diez años, y hasta los dieciocho, acudí también ininterrumpidamente a clases de piano. De alguna manera, el proceso de aprendizaje era algo similar. En el piano, surgía música, con bastante torpeza por mi parte, pero música al fin. En la máquina de escribir, ese traqueteo sonoro también me remitía a unas raras armonías musicales.

Algo más relacionó para siempre en mí el piano y la escritura. Resulta que mi profesora de piano, una mujer a la que yo adoraba y admiraba, pues era una intérprete maravillosa, se llamaba Celia Denevi, y era hermana del escritor Marco Denevi, a quien yo por entonces aún no había leído y que, mucho tiempo después, se convertiría en uno de mis autores de referencia. Jamás me crucé con él, pero yo sabía que él vivía en la misma casa donde yo tomaba mis lecciones y que era un escritor muy importante.

Y, mientras practicaba escalas y ejercicios sobre el teclado de ese piano reluciente de madera noble que sonaba tan distinto del mío (un piano económico que mi padre pagó en cuotas durante muchos años), anhelaba que algo se me pegara del talento artístico y la pulcra belleza que emanaban las paredes cubiertas de libros y de cuadros raros, el jardín rebosante de flores que olía a paraíso, el estilo de los muebles de anticuario, la elegancia misteriosa de mi querida señorita Celia…

También mi iniciación en la lectura tuvo mucho de físico, casi diría de sensual.

En la habitación que compartía con mis hermanas, había, junto a la ventana que daba al patio de nuestra casa, una pequeña estantería blanca que llamábamos “la Biblioteca”, y que a mí me parecía albergar toda la sabiduría del mundo. En realidad, ahora me doy cuenta, era muy escasa: sólo tres o cuatro estantes de menos de un metro de longitud con libros que mi madre ordenaba primorosamente, forrados en “papel madera” o en “papel de araña azul” y etiquetados con números. Junto a ellos, una libreta en la que mamá apuntaba la relación de cada número con el título correspondiente. Ella, que apenas hojeaba alguno muy de vez en cuando, se preocupó por transmitir a sus hijas desde pequeñas un sentimiento de veneración por los libros, la idea de que había que cuidarlos y tenerlos siempre ordenados (¡ay, mamá, si vieras el caos libresco de tu hija mayor en la actualidad…! Bueno, pero es un caos más o menos ordenado, según una lógica que sólo yo controlo…)

En la parte superior, estaban los libros prohibidos para las niñas, que por supuesto yo consultaba cuando nadie me veía. Había sobre todo dos que me hacían vibrar de emoción: uno sobre el proceso del embarazo y el parto, con ilustraciones más que elocuentes, y, el mejor de todos, otro del que recuerdo el título: “Normas morales de educación sexual”, un verdadero engendro lleno de consejos para las señoritas decentes. Pero también había valiosas joyas entre la quincalla, en el estante intermedio: “Mujercitas”, “El diario de Anna Frank”, “Príncipe y mendigo” y “Cumbres borrascosas”, probablemente mis primeras lecturas de verdad.

El tacto, el olor de todos esos libros, el placer de leer encerrada en la habitación, la clandestinidad de sumergirme a escondidas en los libros prohibidos, conforman en buena parte todo lo que de ritual tiene la lectura para mí todavía hoy.

Soy lectora, fundamentalmente, de novelas. Pero los cuentos siempre han ejercido sobre mí una fascinación especial. Es en la lectura de un buen cuento breve donde me embarga el placer lector más contundente y total. Y, ahora que conozco la enorme dificultad de conseguirlo, aplaudo emocionada un final sorprendente y a la vez verosímil, un planteamiento rápido y claro que despierta la curiosidad, una estructura que funciona con la precisión de un mecanismo perfecto. Por eso admiro tanto a Cortázar y a Borges, a Monzó y a Calders, a Poe y a Horacio Quiroga…

Vengo escribiendo cuentos desde hace unos 30 años. Considero los primeros diez, años de experimentación y aprendizaje. En los relatos escritos en esa época y releídos recientemente, veo una búsqueda de estilo, un querer saber qué era lo que me movía a escribir, unos temas que ya despuntaban tímidamente y que después se fueron asentando como mis evidentes centros de interés (en la literatura y en la vida).

En multitud de libretas antiguas que he ido rescatando del olvido últimamente, se acumulan y superponen ideas para desarrollar, narraciones de mis abundantes sueños que me regalaban pistas y caminos por explorar en la escritura, fragmentos de diario personal de distintas etapas de mi vida, listas interminables de temas que podrían derivar en relatos o novelas (la mayoría abortados, frustrados o incompletos), ejercicios de escritura de cuando ni imaginaba escribir con ordenador, el trazo del bolígrafo en los borradores y, después, la entrañable caligrafía de mi vieja Olivetti Deluxe que, en aquellos primeros años, sólo utilizaba para “pasar en limpio”.

También encontré mi primera recopilación de cuentos de ficción que, afortunadamente, jamás se publicaron. Sin embargo, uno de esos relatos fue la semilla primigenia de mi novela erótica El juego del espejo, ése fue su sentido, y lo supe con posterioridad, pues escribí esa novela mucho tiempo después y se publicó casi 15 años más tarde. Y unas páginas de otra libreta de notas personales escritas en los ochenta fueron la chispa que dio origen a El hombre de los besos oceánicos, una novela romántica publicada en 1998.

Por lo general sé, cuando se me ocurre una idea, si será para un relato breve o para una novela, pero a veces me equivoco. Hay historias que me resultan engañosas en ese sentido, pero eso no lo sé hasta que me pongo a desarrollarlas. A veces me pregunto si cualquier cuento, desarrollado a lo largo y a lo ancho, es susceptible de convertirse en novela; o al contrario, si un argumento de novela puede reducirse y estrecharse hasta convertirse en un cuento. La teoría de la literatura está repleta de opiniones muy sesudas al respecto, pero yo creo que no son más que eso, teorías, y que la literatura es arte y no ciencia, y por tanto, las reglas y las definiciones que aprendí durante mis estudios de filología jamás me convencieron demasiado, y cada vez me parecen más discutibles.

A partir de inicios de los noventa, fui simultaneando la redacción de novelas (algunas publicadas, otras no, y otras ni siquiera acabadas) con la creación de relatos más o menos breves, con muchos de los cuales fui participando en concursos literarios. Cuando algún tema llamaba especialmente mi atención, se me convertía en una necesidad desarrollarlo y recrearlo en una historia de ficción.

Ignoro la razón, pero ésta es la primera vez que me apetece realmente reunir en un solo volumen los relatos de los que menos insatisfecha me siento, o aquellos que, me parece, pueden despertar el interés, tocar la sensibilidad o, tal vez, la identificación de algunos lectores.

Algunos de los textos que componen esta selección fueron publicados en su momento, pero la mayoría son inéditos hasta ahora.

En cuanto a la temática, si bien es bastante variada, todos tienen en común el pequeño gran mundo de lo privado, y eso es lo que me llevó a titular este libro Relatos de intimidad. Algo en absoluto casual, ya que el de la vida íntima es, sin duda, el ámbito de la existencia que a mí más me interesa explorar mediante la escritura.

Aquello de lo que no se suele hablar, o de lo que se habla a media voz y con muy pocas personas, lo que nos pasa por dentro, lo que mueve nuestras fibras más delicadas, lo que nos hace más vulnerables, lo que nos explica y a veces nos contradice.

Siempre procuro descubrir lo que cada persona que conozco tiene de única y especial, aunque todos, por la calle, parezcamos prácticamente idénticos, previsibles, cuadrados, con nuestras ropas y peinados a la moda, nuestros comportamientos estereotipados, nuestro lenguaje políticamente correcto, el impacto embrutecedor de la televisión, la dudosa información de Internet, la vacuidad de los discursos políticos, la machacona publicidad, los libros y películas de moda, los muebles de Ikea…

Me interesan los sueños, las fantasías, los temores, las inseguridades, las contradicciones, las dudas, las ilusiones, la autoestima tan a menudo pisoteada… Los distintos modelos posibles de pareja o de familia, las opciones sexuales; cómo cada persona se sitúa frente a la enfermedad, la muerte, la vejez, la infancia… Y siempre, en el fondo de todo eso, subyace la propia escritura, los referentes, la reflexión sobre la palabra escrita, leída o hablada. El juego, el baile, las películas, la música, como lenguajes alternativos a la comunicación habitual, también aparecen en varias historias, como trasfondo o como vía de escape a la chatura de este mundo cuadriculado, a la rigidez de las costumbres que constriñen y a menudo reprimen o limitan ese caudal maravilloso que –estoy convencida– a todos nos fluye por dentro.

En suma, me parece que es una desesperada búsqueda de libertad y de expresión de lo que todos tenemos de especial lo que mueve a la mayoría de los personajes que habitan estas historias. Ellas y ellos luchan por elegir cómo quieren vivir, con qué valores salvaguardar su identidad, su dignidad, su razón de ser en el mundo.

Ojalá tú, que tienes en tus manos estos Relatos de intimidad, sintonices con algunas de las historias que te cuento, reconozcas situaciones o sentimientos, te rías o te emociones o recuerdes o te indignes (que ahora se lleva mucho eso de indignarse…)

Ojalá encuentres algo que te refleje o te sacuda, o te haga pensar en tu propia vida interior, en tu libertad o en tus cadenas, en tus sueños o en tus secretos, en aquello que hace que tú seas realmente tú y no quien los demás esperan que seas.

Si algo de esto te ocurre, lector o lectora, aunque más no sea por un solo instante durante la lectura, me sentiré feliz, porque significará que este libro habrá llegado a destino.

Yoly Hornes

SELLADO POR UN SUEÑO

Le costaba dejar atrás la engañosa materia nocturna que urdía tramas imposibles tras los párpados cerrados. No era pereza; había dormido las horas suficientes y más. Silvina intuía que no se trataba de eso. De alguna manera, deseaba quedarse en el último sueño.

La persiana semicerrada permitía que el sol la visitara una vez más, metamorfoseado en finas rayas suavemente doradas que se proyectaban en una línea oblicua del cuarto. A sus oídos llegaban estímulos inconfundiblemente matinales, domingueros y familiares desde los pisos vecinos: la machacona música máquina de la chica de arriba, el parloteo telefónico de la señora de abajo, y los martillazos rítmicos del anciano del apartamento contiguo, cuyo afán infatigable de carpintero doméstico no parecía abandonarlo jamás desde que, hacía dos meses, descubriera las maravillas del bricolage. Una de dos: o le habían tocado vecinos excesivamente ruidosos y desconsiderados o ella llevaba unos cuantos meses durmiendo mal, con el dormir pendiente de un hilo… Pero esa noche había dormido de maravilla. Silvina se rindió a la evidencia de la imparable actividad diurna y, con la sensación de hallarse aún en una dimensión remota, abrió los ojos.

Como cada despertar, el de aquella mañana la sorprendió con la obvia y manifiesta realidad: se encontraba sola en la cama, de la que aún deshacía solamente el lado derecho, prueba fehaciente de que no había asumido su renovada soltería. Dicho de otro modo: Fernando se había marchado para siempre, poniendo fin de una vez por todas a desagradables peleas, grotescos reproches y una lista interminable de indignas acusaciones mutuas, lo poco que, al final, parecía quedarles en común.

Al tiempo que constataba una vez más que su primer pensamiento de cada día iba dedicado al insistente espectro de Fernando, la mente de Silvina luchaba por retener los últimos retazos del sueño del que acababa de emerger. La chispa titilante de una sombra de recuerdo la retrotraía a los contornos difusos de una historia que no conseguía reconstruir. El sueño se le escapaba sin remedio.

Durante los escasos minutos que le insumió el repetido acto cotidiano de sentarse en el borde del lecho, refregarse los ojos, desperezarse, ponerse en pie de un salto y enfundarse sobre el fino camisón de raso una bata larga de algodón, la historia soñada se difuminaba inexorablemente. Como suele ocurrir, cuanto más intentaba Silvina atraparla, cogerla con desesperación por los pelos, tirar de una punta, más caprichosamente se diluía entre el humo delicioso que exhalaba la cafetera primero, y después entre el vapor de la ducha caliente despertadora.

La presencia de aquella sombra, no mucho más que una leve huella de imagen en la memoria, fue la única partícula del sueño que no se evaporó del todo en la ducha, ni se desplazó un palmo con el rugido eléctrico del secador de pelo, ni mientras se vestía con ropa cómoda, ni siquiera con el paseíllo hasta el quiosco de la plazoleta para comprar la prensa del domingo.

Silvina se sentó en un banco soleado y se entregó a un enorme esfuerzo de concentración. ¿Qué era esa figura desleída que la perseguía? ¿Cómo podía tenerla tan presente sin saber en qué campo semántico situarla, ignorando incluso si se trataba de una figura humana, un paisaje o un simbólico o trivial episodio u objeto? Lo único claro era que guardaba alguna relación con Fer (y cómo no, ¿acaso existía algo que no la remitiera directa o indirectamente a él?) “Tiene que haber un método de reconstrucción”, se repetía Silvina, masajeándose las sienes, con los codos casi clavados en las rodillas.

Probó de todas las maneras, inclusive recurriendo al método obsesivo del abecedario que utilizaba cuando intentaba con denuedo recordar un nombre, una palabra o lo que fuese que hubiera olvidado. Crucigramera veterana, jugadora de scrabble empedernida, estaba acostumbrada a meditar alfabéticamente, visualizando en su mente una letra inicial –su forma, su sonido incluso– y uniéndola a algún recuerdo o concepto, para ver si la operación daba como resultado la palabra buscada. No hubo caso, no había combinación de letras que le diera una mínima pista. Lo peor era que –lo sabía– le resultaría imposible apartar esta incógnita de su pensamiento hasta resolverla. La única cosa clara era que la imagen continuaba unida en algún rincón de su cabeza –o de su alma o de sus neuronas– a los ojos de Fernando jurando que no mentía, al sitio vacío que Fernando había dejado en la parte izquierda de la cama, a la ausencia de comunicación entre ellos después de tantas palabras falaces, a la frustración de no saber nada de él tantos días, a la fría experiencia de una soledad no deseada…

¡Dios, cómo lo echaba de menos! ¡Cuánto necesitaba alguna noticia suya! ¡Ni una llamada, ni un mail, ni un SMS, ni una carta, nada…!

Como por arte de magia, algo ocurrió en ese momento. Un estremecimiento repentino. Silvina intuyó o percibió una veta, un camino, un hilo de Ariadna capaz de guiar su esfuerzo mental en medio del laberinto de su confusión.

Recorrió entonces ese camino: noticias, periódicos, teléfono, ordenador, Internet, mails, móviles, cartas… CARTAS. Sí, por allí, la cosa iba por allí… Ahora dejaba el método del alfabeto y se lanzaba como loca a la técnica de la asociación libre de ideas y después directamente a un frenético brainstorming: CARTA, POSTAL, REMITENTE, SOBRE, CARTERO, BUZÓN, PALOMA MENSAJERA, CORREO COMERCIAL, PAQUETE POSTAL, SELLO DE CORREOS… Un momento. Sí, allí estaba el anhelado campo minado de destellos; segurísimo, porque el rastro de aquellas palabras le provocaba descargas de adrenalina y porque, al llegar al final de la retahíla, algo dentro de su corazón le indicaba, como en el juego infantil: ¡tibio, caliente, te quemas…!

El sol comenzaba a ocultarse tras unos grises nubarrones. Silvina regresó a su apartamento y calentó el café que había sobrado del desayuno. (Aun utilizando la cafetera pequeña, siempre sobraba un poco, como si inconscientemente guardara un resto por si Fer apareciera de pronto en la cocina, despeinado, descalzo y en calzoncillos y preguntara entre bostezos: “Silvi, ¿queda café?”)

Encendió un cigarrillo, intentando quitarse de la cabeza esa imagen tan vívida del hombre que ya no estaba con ella. Todavía seguía colgada de la obsesión por atrapar el etéreo significado de su sueño. Entonces, recurrió a otro plan alternativo: si no funcionaban los métodos del pensamiento, recurrir a los recursos de la escritura. Así, folio sobre mesa y bolígrafo en mano, comenzó a apuntar toda aquella relación de ideas epistolares con las que había obtenido alguna reacción. Fue escribir “sello” y sentir que se quemaba. Estaba más que claro.

Corrió hasta el estudio, abrió el cajón donde guardaba la correspondencia antigua (ahora casi no había cartas de verdad en los buzones), lo vació sobre el escritorio y se dedicó a observar los sobres, meticulosamente, uno por uno. Nada, ninguna novedad, sellos comunes y corrientes, de España y de otros países, de familiares o amigos, pero que la dejaban indiferente, fría y empezaban a aburrirla. Decepcionada por la repentina ilusión abortada, volvió a guardar todas las cartas en el cajón y recorrió con la vista en derredor, abrió y cerró mecánicamente el resto de cajones hasta llegar a aquél que conservaba algunas cosas de Fernando.

Se conocía de memoria cada uno de los objetos y papeles que –cual muertos vivientes– yacían allí semienterrados. Cogió la pequeña libreta de espiral con anotaciones garabateadas por la espantosa letra de Fernando, unas anotaciones tan poco importantes que ni siquiera, por lo visto, había echado en falta hasta ahora. Una perentoria necesidad la llevó a pasar las hojas sin saber qué estaba buscando. De repente, un extraño dibujo de forma rectangular, un vuelco en el estómago, y otra vez la sensación de arder, la respiración entrecortada y un ligero mareo repentino.

Allí estaba la imagen, allí estaba el epicentro del temblor.

Se repuso en la medida de lo posible, e hizo lo que tantas otras veces no se había atrevido a hacer. Siguió el impulso de llamarlo. Marcó, decidida y de memoria, los nueve números del teléfono móvil que la separaban de –la unían a– Fernando. Fue fácil, esta vez había un motivo concreto, una excusa para no decir que lo llamaba porque no podía vivir sin él.

Saludos corteses y torpezas y desconciertos, y por fin, tranquilizada por la familiaridad de su voz y el cariño con que él la saludó, se lo contó todo: lo del sueño olvidado, lo de la imagen suelta, la semejanza de esa imagen onírica con el dibujo en su libreta. “¿Qué era ese dibujo? ¡Tienes que decírmelo, sabes lo obsesiva que soy, voy a volverme loca si no me lo dices!” Quedaron para comer juntos, ya que era domingo y casi mediodía y habían pasado ya un tiempo considerable sin verse. “¿En la pizzería de la estación, como en los viejos tiempos?” “Sí, de aquí en media hora, ¿vale?” “De acuerdo, hasta ahora, pues.”

Los besos en las mejillas, muy cerca de las comisuras. Gafas oscuras para esconder el miedo en las miradas. Pizza margarita, porque alguna había que elegir. Y por fin:

—Entonces, ¿qué significa eso que dibujaste en la libreta? Oye, espero que no te siente mal que metiera las narices en tus cosas… —dijo, de golpe avergonzada y bajando la vista.

—No me importa, de veras. Ahora es tu casa y puedes mirar lo que te dé la gana —respondió, con la voz vibrante por un ligerísimo resto de rabia, pues él jamás había dejado de considerar aquélla su casa también. Carraspeó para cambiar de tesitura y respondió como en un diálogo paralelo al que de verdad importaba—: No lo sé, no lo recuerdo exactamente. ¿Cómo era?

—Mira, aquí lo tengo, he arrancado la hoja.— Y se la ofreció, sin soltarla del todo cuando él la cogió a su vez. Un solo temblor sobre la pizza aún intacta, una sola mirada que los traspasaba de dudas posadas, huidizas, en el papel estremecido de vibración compartida.

—¿A ver? Ah, sí…, ya lo recuerdo. ¡Qué fuerte! Sé que no vas a creerme cuando te lo diga, pero… —Volvió a aclararse la garganta y, en medio de una risa algo nerviosa, continuó—: Fue una de las últimas noches, en casa… Tuve un sueño raro, incómodo, me desperté sobresaltado y sólo recordé una cosa. Como me había desvelado, fui al estudio con un vaso de leche y… la dibujé. Bueno, quiero decir… dibujé esto. Y ya está, eso es todo. Supongo que después volví a la cama.

El corazón de Silvina empezó a desbocarse y un rubor inoportuno coloreó su cara:

—¿Un sueño, dices? ¿Has soñado con esto tú también? ¡Anda ya, te estás quedando conmigo, Fernando! —Silvina se veía indignada, radiante, enfadada y emocionada al mismo tiempo por la imposible coincidencia. Y tremendamente enamorada.

¿A quién se le ocurría que fuera factible compartir un sueño? Claro que uno puede compartir sueños con su pareja, pero sueños de otra índole: un sueño-ilusión, como recorrer las islas griegas en un yate; un sueño-deseo, como amarse para siempre y envejecer juntos hasta el final; un sueño-fantasía, como imaginarse escenas subidas de tono o infidelidades peligrosas mientras se hace el amor… Pero no un sueño-sueño, de esos que uno ve con el pensamiento mientras duerme como un angelito.

Se rieron juntos, temiendo el final de la risa, como si esa risa inesperada tuviera calidad de precipicio.

—Bueno, ¿y ahora qué? —aventuró Fernando—. Aún no hemos aclarado el misterio del sello. Porque era un sello, ¿no?

Silvina asintió. Al menos de eso estaba segura, y un sello no estaba mal como única certeza. Puestos a interpretarlo como un símbolo, no hacía falta ser Freud para hablar de comunicación, que para eso se escriben las cartas, y para eso se les pega un sello, ¿no?, para que lleguen a destino, para que las lea alguien… La imagen estaba grabada en su memoria, enmarcada por un borde de estampilla y cubierto de pegamento por el dorso. Seguramente el sello del sueño iría pegado a algún sobre… Ni idea. Además, para hacer honor a la verdad, el contenido del sueño ya no le preocupaba. Ahora, lo que más la inquietaba era la impresionante coincidencia.

Fernando y ella tenían algo positivo en común a pesar de la brecha que los partió por el eje, a pesar de las discusiones que los resquebrajaron hasta cavar esa brecha… ¡Y tenían en común nada menos que un sueño, lo más íntimo, lo más intransferible!

De algún modo, se habían encontrado en algún sitio inmaterial fuera del tiempo que les era tan adverso, y del espacio, tan poco propicio.

De algún modo, se hallaban frente a frente ahora, en ese