Rendidos al deseo - Robyn Donald - E-Book
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Rendidos al deseo E-Book

ROBYN DONALD

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Beschreibung

Paige Howard siempre había deseado al magnate neozelandés Marc Corbett, desde el día en que se conocieron... y él se casó con su mejor amiga. Seis años después, Paige no había vuelto a sentir lo mismo por nadie y seguía siendo virgen. Entonces la herencia de su amiga volvió a reunirlos y volvieron a verse atrapados por una atracción más fuerte que su propia voluntad. Sin embargo, Paige jamás se entregaría a un hombre que sólo deseara sexo... por muy fuerte que fuera la tentación...

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Seitenzahl: 162

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Robyn Donald Kingston

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Rendidos al deseo, n.º 1482 - julio 2018

Título original: The Millionaire’s Virgin Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-637-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Mark, ¿será bailarina de desnudo o…? Hubo una significativa pausa y una risa a continuación

¿La habían tomado por prostituta?

Paige Howard se sonrojó de la cabeza a los pies, pero no dijo nada porque era obvio que la mujer no lo había dicho para que la oyera. ¿Cómo iba ella a saber que todo lo que se decía en el local se oía en las escaleras?

Había carteles muy explícitos en los que se anunciaban bailes y masajes.

Era un error comprensible que se creyeran que Paige trabajaba allí a cambio del dinero de los hombres, pero no estaba dispuesta a contarles la verdad: ¡Nunca había visto el local por dentro!

Tenía cosas más importantes en las que pensar. Preocupada, miró al bebé que tenía en brazos y que cada vez tenía más fiebre.

Aquella mujer y su Mark debían de ser turistas que habían ido con uno de los grupos a los que se le enseñaba los edificios Art Déco de Napier que habían sido construidos tras un terremoto hacía setenta años.

La pequeña ciudad situada en la Hawke Bay de Nueva Zelanda se había convertido en un destino muy atractivo para los amantes de la arquitectura y el buen vino.

Paige sabía que no iba a volver a ver a aquella pareja en su vida y, por tanto, le daba igual lo que pensaran de ella.

Le importaba mucho más que la hubieran echado del trabajo unas semanas atrás y que sus ahorros se estuvieran esfumando.

Cuando la fiebre de Brodie le había parecido demasiado alta, se había tenido que saltar las normas del club y había tenido que ir a buscar a su madre, que trabajaba allí. Sherry le había dado dinero para que lo llevara al médico y se había vuelto a bailar con lágrimas en los ojos.

Paige miró al niño y se preguntó cómo un bebé que hacía una hora estaba perfectamente normal podía haberse puesto tan mal. Estaba pálido y tenía unas terribles ojeras.

–Tranquilo, pequeño, ya vamos al médico. Te vas a poner bien…

Estaba ya casi en la calle cuando vio que el grupo de turistas salía de terminar la visita al edificio. Sin poderlo evitar, los miró y se encontró con unos ojos azules y un rostro aristocrático.

«No era Mark sino Marc», pensó sintiendo náuseas.

Marc Corbett.

–¡Paige!

Un pánico irracional se apoderó de ella y perdió pie en el último escalón. Para no caer sobre el niño, se giró en el aire, pero nunca llegó a tocar el suelo pues unas manos increíblemente fuertes la agarraron de la cintura y la apretaron contra su cuerpo hasta que recobró el equilibrio.

–Estoy bien –acertó a decir.

El grito de Brodie impidió que oyera la contestación de Marc. Además, estaba muy ocupada en recordar cómo había bailado con él aquel día…

–¿Qué demonios haces aquí? –le espetó él de repente.

Brodie dejó de llorar, pero se puso a retorcerse de dolor.

–¿Qué le pasa? –preguntó Marc preocupado.

–Está muy enfermo –contestó Paige mirando al niño, que había cerrado los ojos.

Le tocó la frente. Abrasaba, así que corrió hacia la puerta.

–Creo que tiene convulsiones –dijo la mujer que iba con Marc.

–¿Hay un médico por aquí? –preguntó Marc agarrando a Paige del brazo–. Entra en el coche –añadió señalando un enorme BMW.

Paige obedeció y le fue dando instrucciones a Marc, sin reparar demasiado en la mujer que lo acompañaba y que se había montado en el asiento de atrás.

–Creo que está un poco mejor –observó al ver que Brodie se había relajado.

–¿Respira bien? –preguntó Marc sin quitar los ojos de la carretera.

–Sí –contestó Paige.

De hecho, parecía que el niño se había dormido.

–¿Y el color?

–Normal.

Paige cometió el error de mirar a su interlocutor e inmediatamente sintió un gran dolor en la garganta, así que se apresuró a volver a mirar hacia delante.

«No es justo», pensó.

No era justo que Marc Corbett apareciera en su vida cuando ésta parecía estar desintegrándose.

Seguía teniendo aquel brillo especial en los ojos. Seis años no le habían restado un ápice de su atractivo. Aquellos ojos azules como el zafiro eran peligrosos. Mirarse en ellos era como entrar en el centro de una tormenta eléctrica.

¿Cuántas veces había visto a un hombre alto y moreno y había creído que era él?

Demasiadas.

Nunca había sido él y menos mal porque seis años atrás se había casado con Juliette, su amiga de la infancia.

Paige sintió un nudo en la garganta al recordar cómo había muerto hacía dos años en un absurdo accidente de tráfico.

La mujer del asiento de atrás se inclinó hacia ella.

–Pobrecito –se apiadó–. ¿Qué le pasa?

Parecía tan sinceramente preocupada que Paige le perdonó el comentario tan horrible que había hecho sobre ella.

–Tiene fiebre y le pica todo el cuerpo. Creo que podría tener varicela –contestó rezando para que no fuera meningitis.

Al ver el hospital, Paige suspiró aliviada.

–Déjame aquí –le indicó a Marc–. A la izquierda, ya sabes.

–Sé que estoy en Nueva Zelanda, sí –contestó él con un leve acento francés heredado de su madre.

Paige lo miró y se volvió a encontrar con aquellos ojos de aquel empresario dueño de un imperio comercial. Tragó saliva nerviosa.

Encontrarse con Marc había sido una horrible coincidencia, pero la iba a dejar allí e iba a desaparecer de su vida de nuevo.

Que era, exactamente, lo que ella quería.

El lujoso coche aparcó en un hueco libre y, mientras miraba preocupada a Brodie, Paige se preguntó si Marc Corbett habría tenido que buscar un espacio para aparcar en alguna otra ocasión de su vida.

Probablemente, no. Su determinación y su carisma conseguían apartarle todos los obstáculos del camino como por arte de magia.

–Muchas gracias –dijo Paige desabrochándose el cinturón.

–Espera.

Pero Paige no esperó. Para cuando Marc había dado la vuelta al coche, ella ya había abierto la puerta.

–Es mejor hacer lo que te dice –se rió la mujer del asiento de atrás–. Es un hombre muy dominante.

Paige sintió escalofríos al detectar la significativa inflexión de voz en la palabra «dominante».

¿Sería aquella mujer Lauren Porter? ¿Por qué no? Un hombre que era capaz de mantener a una amante durante los cuatro años de matrimonio, no tenía por qué dejarla tras la muerte de su mujer.

Marc la ayudó a salir del coche y, en cuanto lo hizo, apartó las manos como si lo hubiera contaminado.

–¿Estás bien? –le preguntó.

Su voz era fría como el acero, pero Paige sintió una diabólica combinación de estimulación y miedo, además de algo mucho más fuerte y enervante, un gran alivio, como si hubiera estado perdida mucho tiempo y la acabaran de encontrar.

–Sí, gracias –contestó corriendo hacia el hospital.

Mientras la enfermera buscaba en el ordenador los datos del bebé, Paige miró hacia la puerta justo a tiempo de ver a la acompañante de Marc, vestida con un elegante conjunto de diseñador, pasarse al asiento delantero.

Inmediatamente, el coche desapareció.

Seguro que Marc estaba tan contento de perderla de vista como ella a él. Paige se dirigió a la sala de espera sintiendo una gran desilusión y un profundo deseo físico.

Se sentó en una silla y abrazó a Brodie, que ya se había despertado. La mujer que acompañaba a Marc encajaba con la descripción que Juliette le había hecho.

Era de la misma altura que Marc y tenía incluso el mismo color de pelo. Su amiga le había dicho que tenía unos ojos preciosos.

«Grises como el alba inglesa», le había dicho Juliette.

Y era cierto.

–Es inglesa y lista, tiene un puesto directivo en la empresa de Marc. Dice que es brillante –le había dicho su amiga por teléfono–. Por lo menos, no me avergüenza. Ha sabido elegir a su amante. Es preciosa y viste en firmas francesas.

–¿Estás segura de todo esto? –le había contestado Paige–. ¿Te lo ha confirmado él?

–No, claro que no –había contestado Juliette–. Ni se lo he preguntado ni se lo voy a preguntar. No me hace falta. Los he visto juntos y con eso me basta. Son muy discretos, pero hay una conexión entre ellos que salta a la vista.

–¿Te refieres a que flirtean delante de ti?

–No, Marc nunca me humillaría de esa manera, pero hay un vínculo entre ellos. Si los vieras, lo entenderías.

Paige decidió no pensar más en aquello. Debía concentrarse en Brodie y en pensar cómo alargar sus ridículos ahorros hasta encontrar otro trabajo.

Cuando media hora después, salió al sol de invierno y oyó la voz de Marc no se sorprendió demasiado. De alguna manera, había sospechado que la iba a estar esperando.

–¿Tenía varicela al final? –le preguntó secamente.

–Sí –contestó dándose cuenta aliviada de que estaba solo–. Lo siento, no tengo tiempo de hablar. Tengo que ir a la farmacia y quiero llevar a Brodie a casa cuanto antes.

–Te llevo –se ofreció él al instante.

–No, gracias –contestó Paige.

No quería que viera que vivía en un minúsculo apartamento situado detrás de una hamburguesería.

–¿Cómo que no? El niño está enfermo.

–Sí, pero la varicela no es mortal. No pasa nada –añadió haciendo una pausa maliciosa– a no ser que no la hayas pasado, claro. Es muy contagiosa, ¿sabes?

–He pasado todas las enfermedades que se pasan de pequeño –contestó Marc–. ¿Y tú?

–Sí, la pasé a la vez que Juliette. De hecho, creo que se la pegué yo.

El nombre de su esposa no le hizo ni parpadear.

–Insisto en llevarte a casa. Dame la receta. Tú espérame con el niño en el coche mientras yo voy a la farmacia.

Marc la estaba mirando con ojos escrutadores y Paige se puso nerviosa. Aquel hombre era inteligente hasta límites insospechados. Por algo había convertido la empresa familiar en un imperio mundial.

–No hace falta, gracias –contestó Paige

Tras entrar en la farmacia y cerrar la puerta, se dio cuenta de que la había seguido, callado y cauteloso como un depredador, que era exactamente lo que era.

A su padre la prensa financiera lo apodaba el Barón Ladrón. Con Marc no se habían atrevido a llegar a eso, pero Paige sabía que tenía fama de ser muy duro con sus adversarios.

Brodie se puso a llorar mientras Paige buscaba la receta.

–Dámelo –le ordenó Marc.

Paige lo miró sorprendida.

–No le gustan los desconocidos –contestó.

Marc enarcó una ceja y Paige sintió que el corazón se le llenaba de recuerdos dolorosos.

–Entonces, dame la receta.

–Ya puedo yo, gracias –insistió Paige.

Pero, en ese momento, Brodie comenzó a retorcerse. Mientras lo tranquilizaba con palabras y caricias, Paige notó la mano de Marc en el bolsillo del vaquero.

–Espérame aquí –le dijo yendo al mostrador con la receta en la mano.

Paige, sorprendida por el inesperado contacto, lo siguió con la mirada. La admiración que sentía por aquel hombre estaba más que justificada teniendo en cuenta las espaldas, las piernas y el trasero que tenía, pero, sobre todo, por el aura de poder que irradiaba a su alrededor.

Sintió una atracción dolorosa y prohibida.

Horrorizada, le pareció que los últimos seis años habían sido una pesadilla de la que acababa de despertar.

«No seas ridícula», se dijo. «Es como papá. El matrimonio no significa nada para él».

Brodie se metió el puño en la boca y chupó, pero al darse cuenta de que aquello no se comía se puso a berrear desconsolado.

–Vámonos antes de que se coma la mano –dijo Marc agarrando a Paige del brazo.

Paige se dio cuenta de que no tenía nada que hacer. Por alguna extraña razón, Marc Corbett había decidido llevarla a casa.

Aunque odiaba rendirse, comprendió que era más importante darle la medicina y el biberón a Brodie. Además, quería llamar a Sherry cuanto antes para decirle que su hijo sólo tenía varicela.

Una vez en el coche, inundado por el perfume de la otra mujer, Paige le dijo cómo llegar hasta su casa. El aroma que desprendía el coche hablaba de sensualidad, de modernidad, de dinero y de privilegios con los que ella no podía ni soñar.

Era difícil encontrar un lugar feo en Napier, pero, al ver su barrio a través de los ojos de una persona que lo tenía todo, se lo pareció. Lo único que lo salvaba eran los árboles.

–Es el veintitrés –le indicó con un gusto amargo en la boca.

Marc aparcó el coche, apagó el motor y, sin quitar las manos del volante, se quedó mirando el bloque de ladrillo rojo con sus ventanas de aluminio y sus terracitas de hormigón.

La única que tenía colorido era la de Paige porque se había empeñado en poner multitud de flores.

–Gracias –dijo deseando perder de vista a Marc cuanto antes.

–Dame al niño –le dijo sorprendiéndola de nuevo.

–Ya puedo yo.

–Te será más fácil bajar del coche si te lo sostengo.

Paige dudó.

–¿Tienes miedo de que lo secuestre?

–Por supuesto que no.

–Te aseguro que no se me va a caer –le aseguró.

Paige acabó entregándole a Brodie. Marc salió del coche con el niño agarrado con firmeza. Todos sus movimientos eran seguros e irradiaban confianza en sí mismo.

–Tú abre la puerta –le indicó–. Del niño ya me ocupo yo –le dijo cuando Paige fue a tomarlo en brazos.

Paige no tuvo más remedio que sacar la llave del bolso y abrir la puerta. Lo tenía a pocos centímetros de sí. Marc entró casi rozando el dintel con Brodie, el muy traidor, callado.

Se quedó parado en mitad del vestíbulo, sobre la alfombra manchada de todo tipo de cosas, escudriñando la horrible habitación. Paige sintió ira mientras lo veía mirar el viejo sofá, la mesa con dos sillas y la minúscula cocina que daba a un muro.

A pesar de sus esfuerzos, sabía que el lugar era horrible. Ni siquiera sus macetas de flores podían cambiar esa realidad.

¿Y qué?

Decidida, echó los hombros hacia atrás. No se avergonzaba de vivir allí.

Marc miró a Brodie, que se limitó a babearle la camisa.

–Oh, lo siento –dijo Paige rezando para que no se le notara el enfado.

–No pasa nada –contestó Marc observando al pequeño, que se había vuelto a meter el puño en la boca–. No sé mucho de niños, pero parece que tiene hambre, ¿no? –añadió casi sonriendo.

–Sí, pero primero hay que cambiarlo de pañales y darle la medicina. Mientras, voy a poner un biberón –contestó Paige yendo hacia la cocina y mojando un trapo.

Se lo entregó a Marc, quien lo ignoró.

–Mientras preparas todo, ya me ocupo yo de él –se limitó a decir.

Paige asintió y sacó del frigorífico el biberón ya preparado. Al enchufar la tetera eléctrica, salieron del enchufe las chispas de costumbre.

–¡Ten cuidado! –exclamó Marc.

–No pasa nada, estoy acostumbrada –contestó Paige sintiéndose momentáneamente aliviada por su preocupación.

–Es peligroso.

«No tanto como tú», pensó Paige. «Además, no tengo dinero para arreglarlo».

Marc se quedó mirando con el ceño fruncido la mesa y la máquina de coser que había encima.

–¿Qué te ha pasado? Lo último que supe de ti fue que seguías viviendo con tu madre y un primo en un pueblecito llamado Bellhaven. Trabajabas para él, ¿no?

Se lo debía de haber contado Juliette.

–¿Cómo es que has terminado en esta casucha? –añadió matando cualquier rastro de simpatía.

Paige levantó el mentón.

–Será una casucha para ti, pero el resto de los mortales lo consideramos básica aunque adecuada –contestó educadamente–. En cuanto a cómo he terminado aquí, muy fácil. Lloyd, el primo de mi madre, murió y vendieron la granja.

–¿Cuándo?

–Hará un año. Nos vinimos a vivir a Napier porque a mi madre le pareció un buen sitio para vivir –añadió–. Por desgracia, para ella fue un buen sitio para morir.

–¿Qué le pasó? –preguntó Marc en un tono sorprendentemente amable.

–Se fue a pasear a la playa y se ahogó –contestó Paige.

–Lo siento. Sé lo unidas que estabais –dijo Marc todavía más amable–. ¿Cuándo fue eso?

Aquello la hizo parpadear.

–Hace cinco meses –contestó.

En ese momento, sonó la tetera y Paige terminó de preparar el biberón.

–¿Y el padre del niño?

Hasta entonces, a Paige no se le había ocurrido que Marc podía pensar que Brodie era suyo.

«¡Qué tonta soy! Me encuentro con él y se me queda la cabeza a pájaros», pensó.

Iba a decirle que el niño era de Sherry, pero Brodie se puso a llorar.

–No está. Dámelo. Voy a cambiarlo y a ponerle crema. Le pica todo –dijo perdiéndose tras una puerta sin mirar atrás.

Una vez a solas, Marc sonrió ante la ironía.

Estaba claro que Paige no quería que estuviera en su casa y él no quería estar allí. En otras circunstancias, le habría hecho gracia que Paige se hubiera mostrado resentida por haberse encontrado y haber tenido que confiar en él, un hombre al que despreciaba, sólo porque su hijo estaba enfermo.

Sin embargo, lo único que le importaba era que no lo quería en su casa, era obvio, pero cada vez que se acercaba a ella Paige reaccionaba como un animal acorralado y exudaba feromonas por los cuatro costados.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Marc miró a su alrededor.

Aquel lugar debía de ser espantoso cuando Paige llegó. Se notaba que había hecho todo lo que había podido y lo cierto era que le había sacado provecho, teniendo en cuenta la mala calidad de los materiales.

Estaba seguro de que había sido ella quien había pintado en amarillo la estancia, aportándole luz y calidez.

Había algo brillante sobre la mesa que le llamó la atención. Se acercó y vio que era un minúsculo vestido. Estaba claro que quien lo llevara dejaba al descubierto buena parte de sus pechos, su cintura y sus piernas.

Así que Lauren tenía razón. Además de madre soltera, Paige no había tenido suerte en la vida y había terminado dedicándose a ser bailarina de desnudo o algo parecido.