2,99 €
"Le tocó el turno a doña Lorenza Sietemanos, madrina de Dios, hermana del sol, la verdadera dueña del cielo y las estrellas, la tierra, el aire, el subsuelo y sus minerales, los animales y las plantas; patrona de todo por herencia sanguínea del Restaurador, con expresas facultades para comandar el movimiento nacional justicialista, cambiar la letra del himno nacional y alterar los colores de la bandera de la patria. La única autorizada a tutearlo a Perón, a decirle Pocho, aconsejarlo y reprenderlo a chancletazos como una auténtica madre postiza." "Y a medida que voy encendiendo las luces, abriendo las puertas, espiando en las distintas salas y dormitorios de esta residencia inagotable, me doy cuenta que arrasaron, Roque, se afanaron las cortinas, las alfombras, los adornos, carajo, la vajilla completa, las toallas y sábanas, mierda, el televisor, la Biblia, las canillas y los sanitarios, mataron a los canarios, ahogaron en un inodoro a la tortuga prehistórica de la infancia de doña Lorenza, orinaron las plantas de interior, defecaron sobre tu cama, descolgaron el retrato imponente del Restaurador y le pintaron unos bigotitos de nazi a las fotografías del General."
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 377
Veröffentlichungsjahr: 2015
Marcelo Alberto Muffatti
RESIGNACIÓN
Muffatti, Marcelo Alberto
Resignación / Marcelo Alberto Muffatti. - 1a ed. . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2015.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-711-407-2
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail:[email protected]
Diseño de portada: Justo Echeverría
Digitalización: Maximiñliano Nuttini
A Mariana, Ariel y Lucas
Hoy escuché la voz de Dios y la del Diablo, tengo que escribir lo que me están dictando.
Índice
Capítulo 1.-
Capítulo 2.-
Capítulo 3.-
Capítulo 4.-
Capítulo 5.-
Capítulo 6.-
Capítulo 7.-
Capítulo 8.-
Capítulo 9.-
Capítulo 10.-
Capítulo 11.-
Capítulo 12.-
Capítulo 13.-
Capítulo 14.-
Capítulo 15.-
Capítulo 16.-
Capítulo 17.-
Capítulo 18.-
Capítulo 19.-
Capítulo 20.-
Capítulo 21.-
Capítulo 22.-
Capítulo 23.-
Capítulo 1.-
La mujer le cerró el abrigo, lo besó angustiada y se abrazaron. Lloraron sin consuelo en la noche tormentosa. Le entregó un manojo húmedo de billetes y se despidió. El joven le dio la espalda y descendió del muelle a la barcaza oxidada. Llovía con la furia del fin de todos los tiempos.
El muchacho soltó la soga y tomó los remos. Se acomodó y antes de partir la miró por última vez. Nunca olvidó la silueta de la mujer vencida, de rodillas, recortada sobre el resplandor del lejano incendio. El arroyo caudaloso atrajo la barcaza y lo devoró la niebla.
Cuando llegaron los hombres encapuchados, ella ya no lloraba. Era el comienzo del ocaso, la noche desgraciada en que la pena la invadió y un frío espantoso se le metió en los huesos, para siempre. Después de un rato se incorporó, se persignó y caminó por la orilla, en sentido contrario al del prófugo. Aceptó con resignación el destino.
Seguía lloviendo y el templo ardía, ni el agua trajo consuelo a la casa de Dios.
Esta es la fábula del comienzo, porque todas las cosas tienen un principio, a excepción de esta vía del tren que según miro para un lado finaliza en un punto infinito del horizonte, pero si giro para el extremo contrario, termina en otro infinito distinto. De forma que la vía me confunde, pues no distingo el origen del final, y si no los distingo tampoco puedo afirmar que existan.
Capítulo 2.-
La Resignación no fue pensada ni fundada, sucedió con la fuerza de un accidente inesperado, sin permiso ni explicación, como un árbol que no fue plantado pero un día agrietó la tierra y comenzó a crecer. Al costado de una vía transitada por un tren de carga, cayó el primer paisano en el pajonal. En el comienzo fue Gaona que se patinó, y Gaona se quedó, a la vera de la vía se quedó. Cuando despertó, el sol ya estaba alto, la cabeza le dolía y atendió la urgencia de su resaca en un charco, bebió y se mojó el rostro. Descubrió que el agua estaba fresca y la hierba era suave y abundante, miró a su alrededor y vio que estaba solo. Una bandada de pájaros cruzó el cielo despejado, perdiéndose en el horizonte. El paisano soñó con volar y se sintió dueño de esa tierra. Encontró su lugar y Gaona fue feliz.
A pesar de la borrachera pensó que si la vía estaba ahí, por algo habrá de ser. Meditó en el asunto y cuando a la semana regresó el tren de carga, creyó que venían por él y se ocultó. Pero no, después de Gaona fue Muñiz que también se cayó. Entonces Gaona, de prevenido, le aclaró que de la vía para acá estoy yo, Muñiz, del otro lado vas vos. Así nació la propiedad y en paz los hombres dialogaron, discutieron y se entendieron. Otro día apareció Gaitán, que vino caminando nomás. Y atrás suyo llegaron Sosa, Ordoñez y Pedraza, pues se divulgó la noticia a los cuatro vientos, no es bueno estar solo y hay lugar por allá en el pajonal.
Pero somos hombres y no hay pareja sin mujer, no hay familia sin pareja y no hay aldea sin familia. Si ya lo hizo una vez, lo puede repetir. Los seis se tomaron de sus manos ásperas, se arrodillaron y rezaron al Señor. Uno pidió pan, el otro vino y el tercero abrigo. El cuarto imploró salud y el quinto pidió trabajo. El sexto se atrevió y exigió una mujer. Esperaron ansiosos y con el tiempo la mujer llegó, una sola se presentó. Impacientes, los hombres atendieron sus urgencias viriles, y como la naturaleza había dotado generosamente a la mujer, la dama cumplió. Así Gaona vio nacer sus hijos, igual Muñiz y los demás que se amaron los unos sobre los otros, según el mandato divino. El hombre se multiplicó, la prudente señora también parió mujeres, y la familia se fue diversificando.
En principio fue el cartón, la chapa y la madera. Después vino el tiempo de la construcción, con cal, arena y ladrillo, pero sin demoler lo anterior. La aldea se extendió, Gaona llegó a un acuerdo con Muñiz, y como ya se apreciaban bastante se mudaron del mismo lado de la vía. Los patriarcas y sus hijos no dejaron de recibir a la gente con hospitalidad, hasta que un buen día estacaron un cartel en el que alguien escribió “Resignación”.
Sin saber quien primero, aparecieron las gallinas y los huevos, los pollos crecieron, se aparearon los conejos, y nadie pasaba hambre porque el campo era fértil y generoso. Los gallos contagiaron su fecundidad, algún que otro toro empezó a copular, y las vacas lecheras engordaron y parieron. Así llegaron los terneros. En poco tiempo la producción se incrementó y se dividieron las tareas. Unos ordeñaban, otros carneaban, algunos recolectaban, muchos sembraban y luego cosechaban. Los hombres se organizaron y el mando quedó reservado a los holgazanes que nada aprendieron.
Hacia el oeste se extendió la febril actividad y una mañana Pedraza salió de su vivienda y pisó el asfalto. Se dio cuenta que habían llegado hasta la ruta. Se reunieron, lo pensaron y debatieron. No hay caso, contra el progreso no iremos, la ruta se queda acá, Pedraza, correte para un costado. A la orilla del camino proliferó el comercio, porque hasta ahí llegaba la gente del otro pueblo. El intercambio trajo el dinero y desde ese día todo cambió, pues las cosas tuvieron precio y hasta las mujeres se vendieron. Ese rumor corrió entre los vecinos y muchos más arribaron.
Nada de esto pudo escapar a los ojos del Señor y la Iglesia apareció a difundir la fe y la educación. Algún médico llegó y los enfermos sanaron. Pero Gaitán, que de tan grande ya andaba ciego, un día perdió el bastón y no tuvo peor idea que arrastrarse gateando para recogerlo, con tanta malaventura que por la ruta venía rugiendo un camión. Gaitán lo enfrentó. Del asfalto lo despegaron, y lo enterraron cuando empezó a oler mal. Así supieron, por fin, que no se irían de allí, porque esa tierra bendita ya les pertenecía.
Entonces vino un señor muy bien vestido y les habló de la ciudad, de un lugar lejano donde querían conocerlos, y para ello debían tomarles algunos datos. Los paisanos desconfiados se resistieron. No tenemos nombre y no llevamos documentos. Fíjese que no hace falta, pues si usted quiere frecuentarnos, venga por unos mates y le asamos un cordero. Con esto es suficiente ya que ninguno se ha extraviado, sólo nos falta Gaitán, que ahora descansa en paz. El señor elegante insistió y amablemente les dijo que se trataba de una elección. Por fin se acercó Gaona y en buenos términos le explicó. Amigo, por esa vía llegué yo un día y nada tuve que votar, aquí tomamos lo que queremos, y si hay algo para elegir lo señalamos con el dedo.
El señor, indiferente, regresó con una urna bajo el brazo, acompañado por cinco gorilas armados que atemorizaron, instalaron la mesa y fueron casa por casa tocando una sirena. Los paisanos sorprendidos se juntaron en la plaza, donde el señor les explicó que había una votación. No pregunten más que lo manda la constitución, es Braden o Perón. Y ya sabemos el resultado, liberación o dependencia, las boletas opositoras brillaron por su ausencia.
Dios bendijo ese domingo y lo consagró, con la autoridad llegó la organización.
En medio del asombro y la confusión del fugaz episodio, poco tiempo después arribó la comitiva que anunció el señor de la urna. Llegaron en caravana por la ruta y se internaron en los caminos polvorientos hacia el corazón de la aldea. Después de dar un par de vueltas, estacionaron los vehículos en la plaza y descendió el jefe. De impecable traje oscuro a rayas, sombrero y zapatos lustrados, el lujoso visitante dejó el auto. Hablando con los demás, señaló un extremo de la plaza desolada.De allí caminaron hacia el frente, donde marcaron otro lugar, y miraron a la derecha y luegoa la izquierda. Al calor sofocante del mediodía, en la plaza sólo había algunos niños refugiándose del sol. Uno de los visitantes se acercó y les entregó unas monedas. El chiquillo salió corriendo y regresó seguido de lejos por un anciano andrajoso que arrastraba los pies. El hombre del traje elegante encendió un cigarrillo mientras lo examinaba. El responsable, señor, levantando la voz al dar por cierta la sordera del otro, necesito hablar con el jefe del lugar, abuelo.
El viejo se miró los pies descalzos, las piernas flacas, el calzoncillo de tela remendado y el pecho escuálido desnudo. Estaba sucio, llevaba el cabello blanco largo y despeinado, y una barba de varios días. Le devolvió la mirada al visitante y una amplia sonrisa franca de tres dientes marrones. Sí, soy abuelo, pero mire que acá no hay responsable.
Gordo, ¿qué me trajiste?
Disculpe, jefe, pero está vacía la calle.
El del traje lo intentó de nuevo. ¡El res-pon-sa-ble, abuelo, el que manda, el que los dirige! Necesito hablar con él.
El otro respondió calmado; sí, sí, sí, pero acá no dirige nadie, porque no hay nada que dirigir. Vea amigo, no me grite que soy viejo pero no estoy sordo, y convídeme un cigarrillo. Gracias. Yo soy Muñiz, el que vino justo después de Gaona, hace mucho. Acá nos quedamos. Y no manda nadie pues nos entendemos hablando. ¿Qué se le ofrece?
Sin perder la paciencia, en la sorpresa de la lucidez del viejo, el visitante distinguido intentó por el camino del respeto y aventuró que usted conoce a la mayoría de los que viven acá.
Sí, soy padre y abuelo de muchos, y compadre de los demás. Algunos los vi nacer y a otros llegar caminando, incluyéndolo al finadito Gaitán, que se lo llevó la ruta por su ceguera de andar poniéndole el cuerpo a los camiones, y ahora descansa en paz.
Bien, amigo, animando la presentación con la impostura de la voz, diga que llegó el intendente electo y que va a construir la intendencia acá en la plaza. También se va a izar la bandera nacional, un regalo del General Perón. No se olvide, compañero.
Roque Sietemanos se acomodó el sombrero, encendió otro cigarrillo y se metió en el coche del cortejo que regresó a la ruta.
Compañero… compañeros son los huevos, pensó Muñiz en la soledad del calor agobiante, mirando la retirada, y después volvió a sonreír con la calma felicidad del que no espera nada.
A la semana unos camiones descargaron materiales en la plaza. Se armó un obrador importante y los albañiles pujantes comenzaron a trabajar en ese orden impuesto por las urnas. En unos meses se construyó un edificio sólido de tres plantas, rodeado de un cerco de rejas. En el jardín anterior se instaló un mástil y se izó la bandera nacional que lleva los colores del cielo, les explicaron. Frente a la intendencia, del otro lado de la plaza, levantaron la torre con un importante reloj, pues también les regalaron el tiempo, ese asombroso misterio de medir la salida y puesta del sol. Empedraron el perímetro y sembraron césped, plantas y árboles, en una recreación del paraíso de Adán y Eva. En la parte trasera del edificio iniciaron el firme camino adoquinado del poder que terminaba unos quinientos metros al sur, donde asomaba la imponente vivienda del electo Sietemanos.
La vertiginosa actividad de arrear a los paisanos de las narices de un lado a otro para que se corran del medio y no molesten, no dio tregua y los obreros cavaron zanjas, enterraron postes y levantaron hierros; hasta que una noche milagrosa los fascinó el alumbrado eléctrico del progreso pujante de la patria querida en su gran revolución industrial, según recitaron en la inauguración. De forma que las lámparas inverosímiles rodearon la plaza, asomaron por la intendencia y se metieron en la guarida medieval de don Roque Sietemanos, donde se hizo la luz. La tierra engulló unos caños mágicos, en cada esquina se instalaron grifos y la gente acudió por agua cristalina como la lluvia.
Del otro lado de la ruta, al costado del pueblo, se extendía silenciosa esa puerta del mundo llamada ferrocarril. Un día Gaona lo buscó a Muñiz, y fueron por Sosa, Ordoñez y Pedraza. Los cinco fundadores, callados, cruzaron las vías y llegaron hasta el sauce que custodiaba la tumba de Gaitán, junto al arroyo. Ordoñez acomodó la cruz, mientras Pedraza y Sosa dejaron las flores en su lugar. Gaona lo abrazó a Muñiz y después de muchos años volvieron a rezar, como aquel día remoto del principio de los tiempos, cuando con el finadito Gaitán se tomaron las manos y le dijeron al Señor padrenuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.
Se llevaron una sorpresa grande, mientras cada uno a su modo le contaba a Gaitán que el pueblo estaba cambiando. Ahora tenemos un señor del gobierno que hace milagros, levantaron un edificio de hormigón, nos enseñaron de la bandera con los colores del cielo, nos regalaron un aparato que se llama reloj y avisa si es tarde o temprano, metieron unos caños prodigiosos que arrancan el agua cristalina, plantaron mucho verde y dicen que acá fundaron el paraíso. Pero en el sopor de la siesta un silbido estruendoso quebró ese instante de sosiego, y un ruido atronador sacudió las vías cuando los precursores vieron llegar una locomotora fantástica echando vapor y arrastrando vagones cargados. Al paso de la maquinaria infernal el piso se estremeció y el gigante de acero se detuvo jadeante. Cuando azorados pensaron que el monstruo iba a explotar por la presión, se abrieron las puertas de los vagones y descendió una multitud.
Eran familias completas guiadas por los abuelos, mamá, papá, hermanos, tías, tíos, primos y también los vecinos, con sus maletas y baúles del equipaje errante y sus animales de granja y los domésticos. Llegaron los trotamundos escandalosos para instalarse, porque les prometieron que había lugar y dijeron que con el pasaje era suficiente, allá en el destino el trabajo estaba asegurado pues las cosas cambiaron. Ahora tenían el gas, compraron los teléfonos, también la electricidad, y esos gringos les devolverían los trenes para viajar. El campo los esperaba, a engordar el ganado, sembrar y cosechar. Nadie los recibió, pero como la unión hace la fuerza, marcharon juntos y en esa comarca generosa plantaron bandera.
Cuando se dispersó el alboroto, la locomotora largó otro silbido humeante de agitación y el tren siguió su marcha hacia el sur. Sosa acomodándose la gorra se lamentó. Compadre, el país se nos vino encima en este dinosaurio de hierro que escupe gente. Escuché en lo del sordo Pena que son cosas del intendente, anda diciendo por ahí que necesita peones para los campos del norte, parece que alambraron y están deforestando, van a sembrar.
Es cierto, Pedraza, y en los galpones de allá que recién levantaron van a ponerse a fabricar, a trabajar con el cuero, y al costado, cerca del arroyo, tienen pensado armar un frigorífico. A trabajar con la carne.
Ordoñez se sorprendió. El progreso, habrá que creerle a Sietemanos. Gaona escupió a un costado y se interesó en el asunto. Nosotros ¿a qué jugamos?
Muñiz se acercó a la tumba de Gaitán. Al menos yo, ya estoy de vuelta para tanto cambio, si me apuran salgo de gira con el finado.
Sobre la plaza, en diagonal a la intendencia, emplazaron la comisaría. Era una sala oscura, con un mostrador alto que ocultaba el escritorio y un par de sillas rústicas. La puerta del fondo comunicaba a un pasillo angosto, delante de las tres celdas con barrotes. Al final estaba el baño y una pequeña cocina. El personal llegó cuando el tren no paraba de arrojar gente y el comisario Gatillo, conocido de Sietemanos, trajo a la Pochola Santamaría y a Palito Brandán. Un automóvil oficial, algunas balas y dos bicicletas completaban la dotación, porque hasta ahí dio el presupuesto, les dijo el intendente cuando los recibió entusiasmado. Y no nos quedamos cortos pues en este suelo querido, próspero y de paz, prendió la satisfacción inquebrantable de la justicia social. Pero si alguien se hace el vivo, sólo por excepción, no se aflija compañero que tenemos los soldados a mano.
Llegaron los empleados municipales para impedir todo, con el autismo inmutable de nacer, crecer y morir allí, como los árboles, y la intendencia abrió sus puertas a la comunidad. En la planta baja instalaron la oficina del papeleo registral de los trámites interminables, en esos vericuetos sin atajos de la burocracia, para anotar con rigurosidad los acontecimientos dignos de mencionar y los demás también. El pueblo comenzó a empadronar sus nacimientos, casamientos y fallecimientos, se censaron las personas y se matricularon las viviendas; pues además les regalaron las letras del abecedario que dibujaban lo que decían para repetirlo mil veces, y esos números fantásticos que servían para contar las gallinas sin usar los dedos de la mano. Se abrió una salita de salud que es más importante que el dinero, se improvisó la escuela, la pequeña estación de ferrocarril y un cementerio, donde mudaron los restos del finadito Gaitán encerrados en un cajón de madera para que no se desparramaran, como les explicaron.
Eran los primeros días de esa vigorosa transformación social de la patria justa, libre y soberana, garabateada en la nueva constitución que barrió a la fuerza con la porquería liberal anterior, dijeron; cuando pusimos en marcha la revolución nacional de declarar por segunda, definitiva y última vez nuestra independencia de toda potencia extranjera imperialista y bucanera, por los siglos de los siglos y aunque hayan ganado la gran guerra. En la instancia crucial de la refundación ustedes en verdad me emocionaron y se hinchó este corazón bondadoso de intendente electo, al advertir que en el paredón del cementerio, pintado de blanco, este pueblo querido me alabó escribiendo la leyenda Sietemanos es Perón.
En ese clima de agitación una mañana se escurrió el rumor incitante que les cambió la vida para siempre, y los despegó de la prehistoria de esa existencia miserable. Las mujeres, intuitivas, cargaron a sus hijos pequeños y en las esquinas se juntaron como las hormigas, pues el comentario alentador se repetía y salieron también los hombres a buscar a Goyo Quinteros. En la cantina de siempre lo encontraron sentado en una mesa del fondo, hablándole al espejo. Goyo estaba ebrio y Casilda desde la barra les confirmó la noticia de que vino con guita, porque ya no le fío. Pretendieron interrogarlo pero no hubo caso, Goyo gesticulaba despeinado, se reía con esa mueca dibujada de borracho placentero y sólo tenía palabras para el espejo, que le devolvía su penosa imagen presagiando como un profeta que vio descender un caballo blanco de las tinieblas del cielo, y su jinete trajo a las hijas del amor y conquistó este pueblo.
Esta vez le pegó muy mal, es raro, siempre se duerme hasta que lo vienen a buscar, se resignaba Casilda. Pero les ratificó que era cierto, parece que en la intendencia estaban repartiendo dinero y Goyo fue uno de los primeros en recibir. Entró acá y fue acomodando los billetes uno al lado del otro cubriendo este mostrador, luego me dijo cobrate lo que te debo y siguió sacando monedas, alardeando con que ahora me das esa botella entera y no quiero escuchar más quejas. Por eso ahí lo tengo en ese rincón hablando de sus visiones.
La caravana siguió camino a la plaza, sumando gente con la convicción de que algo bueno estaba sucediendo. Al llegar el tumulto era importante, pues tomaron por asalto el ingreso a la intendencia. Pasaban las horas pero nadie se retiraba, en la incertidumbre de un pueblo reunido con la esperanza inquietante y el desvelo temeroso de no perderse nada. Las versiones disparatadas y contradictorias aseguraban que iban a regalar un tesoro traído de la capital. Sí, los billetes gastados los revolean por la ventana y nos entregan las monedas para que les tiremos a las palomas. Y se especulaba con la competencia inminente, pues la medida de la prebenda sería el peso de cada uno, acaso la altura, la edad o la cantidad de hijos para alimentar. En el desconcierto de la avaricia impaciente, no faltaron los agoreros pesimistas del desánimo que siempre arruinan todo, con la versión de que Sietemanos se pegó un tiro, se mató nuestro caudillo. De inmediato surgieron las desmentidas rotundas de negar y redoblar la apuesta, con una ficticia esperanza, inédita y absurda. No, no, no. ¡Evita, vino Evita!
El cansancio se impuso a la inquietud y en la madrugada se dispersó la muchedumbre, pero el rumor era fuerte, no durmieron suficiente y por la mañana temprano regresaron los primeros curiosos. Se encontraron con la previsión cautelosa de dos empleados y el cabo Brandán apostados en el ingreso al edificio municipal, ordenando a los gritos que formen esta fila que sale de acá y dará vueltas a la plaza entera para allá y así sucesivamente, armando una espiral interminable. Adentro, la Pochola Santamaría les va a indicar que suban las escaleras hasta el segundo piso, donde están las oficinas de Sietemanos.
El intendente los empezó a recibir con la regularidad del buen día, señora. La mujer vestía un harapo descolorido y alpargatas, se sentó con las manos cruzadas sobre el regazo y saludó tranquila, con la paciencia infinita de los humildes que se toman su tiempo para decir buen día, intendente, soy Herminia Pinotti, ya no me acuerdo la edad, pero vine hace mucho. Mi esposo, el monito, se quedó en Santiago, allá trabaja en un taller pero le pagan salteado, yo me vine para acá en el tren, para trabajar en algo de la limpieza, no sé, yo quería conocerlo a usted, por si acaso.
Derivó la conversación por los senderos de la tolerancia al ritmo cansino de la dulce señora, mientras Sietemanos asentía, entiendo, señora, usted está sola.
No, bueno, yo vine con Huguito, mi hijo, el menor, pero anduvo con mala junta y un día me lo llevaron en cana, vio. Ahora está en la cárcel, le falta poco me dijo, pero nosotros somos gente de trabajo.
Suficiente, Sietemanos se paró y tomó las manos de la mujer, la miró con la candidez necesaria para decirle doña Herminia, nosotros nos ocupamos de usted y en poco tiempo su marido el monito se viene para acá. Estamos generando trabajo con la improvisación acelerada del amontonamiento masivo asfixiante. De manera que el maravilloso país enorme del territorio federal inagotable, ya empezó a quedarnos chico porque empujamos para la capital y en cualquier momento nos caemos al río. En fin, se necesita gente de confianza en este pueblo y cuando salga su hijo, me lo manda también, algo vamos a hacer.
Gracias, señor intendente.
Sietemanos regresó al escritorio, tomó el sobre de un cajón y se lo pasó a la vieja que miraba con atención, lo examinó discretamente y cuando vio esos billetes que costaron un par de horas de espera en la fila de afuera, se le iluminó el semblante y reiteró las gracias, señor intendente.
Don Roque, señora, aclaró, mientras le señalaba el cuadro de la pared.
Sí, don Roque, que Dios lo bendiga hijo, y la mujer salió después de persignarse y besar el retrato de Perón.
La escena se repitió hasta el hartazgo, con la certeza de que cada uno se presentó, conversó y recibió lo suyo. Al día siguiente los que faltaban, y así fueron organizando el asunto ventajoso de disfrutar un gobierno eterno. Usted no se fije en gastos, se escuchó en la intendencia, la idea es disciplinarlos pues llegamos para quedarnos, sólo le pido una cosa, compañero, que me rescriba en el paredón Sietemanos conducción.
Durante las monótonas tardes invariables del ejercicio despótico del poder, desfilaban por la intendencia ministros, secretarios, subsecretarios, directores y asesores, sus mujeres, maridos, amantes, amigos, sirvientes, hijos y parientes, que también eran empleados públicos de la misma corte sumisa de alcahuetes aduladores de Roque Sietemanos, que se fotografiaba, sonreía y firmaba autógrafos como una estrella de cine a los funcionarios desconocidos de su propio gabinete. En la ocasión, lo informaban en detalle de la vida de los vecinos y le acercaban esas propuestas inverosímiles de los negocios fabulosos del atajo a la fortuna, en la maravillosa oportunidad del vertiginoso ascenso social.
El intendente se enteró de los nacimientos, defunciones, noviazgos, casamientos, separaciones, peleas, confabulaciones, arreglos y desarreglos, las lealtades y traiciones, los juramentos y maldiciones; pues para algo están los chismosos a sueldo y de eso viven los soplones de la lealtad, pregonaba. A mi gente hay que conocerla y frecuentarla, de eso se trata este señorío de despertarse y acostarse impartiendo las órdenes precisas que siempre serán cumplidas, lo demás es sólo intuición para malograr la conspiración.
Capítulo 3.-
El gitano Miguel Amaya apareció de noche, como luz mala en el duro invierno. Cabalgando llegó con lo puesto ese loco aventurero, vino del lado del arroyo, cruzando las vías. Estuvo dando vueltas por el pueblo, husmeando donde quedarse, y al final amarró el caballo y durmió en la plaza a cielo abierto. Cuando aclaró se lo vio entrar en la comisaría y al rato salió con aire satisfecho, pues a la semana regresó manejando un camión cargado, y enfiló para el norte, lejos de las viviendas. Eligió un terreno plano y descargó una carpa de circo gigante, de mil colores y remiendos. Con la ayuda de algunos paisanos fijaron las amarras, pusieron tirantes, pasaron cables y ataron gruesas sogas. Después de unas horas de trabajo intenso, la dura lona se irguió del suelo y la carpa de la comparsa quedó dispuesta hasta el día de hoy. Pero el circo no apareció, a pesar del entusiasmo atragantado de hijos y padres.
Al poco tiempo los vecinos enmudecieron, pues con un halo de misterio y cierta provocación, una noche las mujeres de la calle llegaron con sus tacos altos y haciendo ruido de forasteras, se acomodaron con sus baúles y durmieron en la carpa. El gitano se instaló en la puerta la noche siguiente y comenzó el desenfreno. Es sólo por unos pesos, anunciaba y aplaudía, pasen y compren felicidad.
El negocio prosperó y el gitano fue ganando la confianza de los paisanos influyentes. La zona se cotizó y abrieron estas parrillas donde comemos asado con las manos hasta reventar, decían, estos bares maravillosos del vino abundante y la ginebra reconfortante, que no cierran nunca, y aquellas pocilgas con luces oscuras que son casas de juego. La fiesta arrancó en esa cueva de perdición, y no hubo varón que faltara a la cita.
A la salida del sol el comisario Gatillo se ocupaba de reponer al César lo que es del César, y a don Roque lo que le corresponde. Sietemanos sabe darse a entender. A ver, a ver, Gatillo, el juego, las pirujas y el vino, con ese tono franco y directo sin mayor explicación. El comisario se ocupó del asunto y con la Pochola Santamaría y Palito Brandán visitaban de madrugada los garitos, la carpa promiscua del gitano, las fondas y bodegones. La recaudación es cuantiosa, intendente, porque en el edén glorioso de la justicia social con la plata del estado se vive bien; pero vicios no bancamos en este apuro de la inflación, somos gente de negocio y recuperamos la inversión.
A pesar de la gratificación el escándalo fue mayor en los pagos del gitano. El griterío, el barullo y el hervidero delataron con precisión dónde estaba el varón y las mujeres se quejaron, fastidiosas de tanto exceso, pues en casa faltaba el hijo, el esposo y el abuelo. Estaban en el burdel. Justo a tiempo llegó el carnaval, la gran fiesta popular, y Miguel Amaya sorprendió con pasos de murga y al ritmo del candombe. La comparsa del gitano cautivó al pueblo. Allí las vimos pintarrajeadas en la plenitud de su ocaso de tabaco y alcohol, subidas al camión de esa bailanta, haciendo gala de sus atuendos coloridos, recurriendo al antifaz con lentejuelas, las misteriosas máscaras del anonimato, las plumas y velos de mil matices por donde escapaban esos cuerpos curtidos que vendían a diario para matar el hambre. Llegaron hasta la plaza y Sietemanos salió al balcón de la intendencia, gritó y aplaudió entusiasmado. Vení Gatillo, no te lo pierdas, son las pirujas del gitano.
Cantaron, bailaron y las otras mujeres se integraron sin prejuicios, pues parecen de carne y hueso, se convencieron. La familia se recreó con baldazos de agua fría y papel picado, y el asombro fue mayúsculo cuando el propio gitano loco trepó al techo del camión de la comparsa, y haciendo buches de alcohol echó fuego por la boca. Cuidado, parece un jodido dragón. Fue tal la relajación, que hasta los rengos zapateaban y la noche los sorprendió descorchando vino mientras los lechones se asaban. Es de justicia aclarar que el astuto gitano proxeneta, habilidoso tratante, conquistó a sus vecinos y en esa jornada lavó sus ofensas. No existe pecado si Miguel Amaya fue perdonado.
El festín caníbal de andar comiendo las tajadas de carne con la mano engrasada y tomar de esas damajuanas de vino que circulaban, derivó en un escándalo a partir de un episodio inesperado, cuando el cabo Palito Brandán semidesnudo, borracho y aullando como un lobo, se largó a disparar al cielo. La presencia de Sietemanos hizo temer un atentado de francotiradores disfrazados de bailarinas, y la mayoría fugó en prudente estampida. En ese reino de paz no conocían agresiones, y en medio del confuso incidente se destacó un joven valeroso que con su cuerpo cubrió al intendente.
Muchas gracias, compañero, ha sido usted muy atento; saliendo de abajo del protector.
Es un honor, intendente, Carmelo Pesutti, un servidor; ayudando a Sietemanos del brazo a reincorporarse.
Lo conozco de algún lado, joven; sacudiéndose la mugre de la ropa. Usted es empleado municipal, yo lo vi pintar el paredón del cementerio halagando nuestra administración, es de los nuestros. Venga mañana, no pierda tiempo; estrechándole la mano en ese escenario de la plaza desolada y la silueta oscura del cabo Brandán, que seguía disparando con la excusa de alto, policía, al suelo, todos al suelo.
Este fugaz coqueteo se alimentó con mutua seducción, porque al día siguiente Carmelo subió al despacho del jefe y estuvieron conversando, cebaron algunos mates y se sinceró Sietemanos, sin rodeos. Carmelo, te necesito, se está gestando un complot.
Me sorprende, don Roque. Pesutti, con su apariencia inocente, tenía ya cierta reputación de alcahuete y trepador.
No nos podemos confiar, se requiere lealtad. Hace un tiempo conversé con un borrachín astuto, se trata de Goyo Quinteros que trabaja de capataz. Entre copa y copa, largándole unos mangos, en ese mismo sillón el tipo se confesó y me contó que los peonesdel campo algo están tramando. No sé si son anarquistas o comunistas.
Carmelo Pesutti se llevó una mano a la frente, simulando afectación.
Lo cierto es que me quieren pasar, siguió el intendente, con esos panfletos extravagantes que andan repartiendo y los trasnochados cónclaves de adoctrinamiento revolucionario. Hablando de la reforma agraria, de tomar por asalto los medios de producción y enterrar la plusvalía, en el delirio de la lucha de clases permanente, mezclando propiedad, trabajo, capital y otras confusiones. Bah, están pensando un poco y los tenemos que ubicar.
Los rajamos, jefe, sugirió Carmelo.
Ahora no es tan sencillo y no quiero comprar problemas. Además tampoco los puedo echar así nomás, los predios son del Estado y acá somos todos peronistas. Esas son las cartas que jugamos, Carmelo, con una mano les damos y con la otra les sacamos.
Ambicioso, pero sin experiencia en ese juego sutil, Pesutti eligió el silencio y Sietemanos continuó con que primero la patria y después el movimiento. Yo me pregunto Carmelo si no es hora de organizarlos y disciplinarlos. A la huelga, se desgastan y después los arreglamos por unos pesos.
Ahora sí, Pesutti sonrió y agregó que por algo son obreros, que se olviden de la tierra y del progreso, que se sientan protegidos y amordazados, y no molesten. Así comenzaron a trabajar como dos fieles socios en sus proyectos fundacionales de la bonanza inicial, a la sombra de esa distracción de feria deslumbrante.
Cuando la aldea estaba extraviada, el Señor se enteró que por allí andaba el hombre pecando, la mujer había vendido su cuerpo y los críos tenían hambre y frío. Crecían a cielo abierto y rugían como simios. Entonces llegaron las religiosas con el aura de santidad de la madre superiora, compartieron la miseria y ayudaron armando estas casas de chapa para estar protegidos de la lluvia y el viento, decían, improvisaron este templo decoroso y sencillo como debe ser la casa del Señor, y en vísperas de Navidad trajeron la imagen de Cristo y nos enseñaron que Jesús nació en un pesebre humilde de Belén, como ustedes.
Bendijeron las uniones y los múltiples nacimientos en esta pobreza de la fecundidad infinita, pues nos explicaron que la vida es una gracia del Señor que no se adquiere con dinero. Asistieron a los enfermos con la misericordia paciente de los rincones donde no llega la ciencia, y despidieron a los muertos del cuerpo que tienen un alma que sigue viviendo en el cielo, así nos dijeron, mientras educaban y alimentaban, siempre con alegría. Cojonudas las monjas, y las quisieron a pesar de la exigencia de que se respete el matrimonio y no se manche la sagrada unión. Dios castigará a los licenciosos y a los que cometen adulterio, repetían, hasta que corrió el rumor y las paredes del templo se estremecieron. Parece que en el norte hay un rufián despreciable que ha levantado una carpa donde se pierden los hombres en la hoguera.
Las monjitas se empacaron y cerraron los comedores. Que no se acerquen los varones aunque sufran hambre, sólo las mujeres entran al templo. Y las interrogaron sobre lo que estaba sucediendo, buscando esa evidencia necesaria para irrumpir en el despacho del intendente con la dignidad de una madre superiora y la decisión incondicional y ferviente de que así no va, Sietemanos, nos rajamos del pueblo.
Pero madrecita del Señor que nos bendijo con tanto amor, esto lo arreglamos, se lo prometo. No somos ateos ni comunistas, sólo le pido tiempo.
No veo de qué manera, se atajaba la eclesiástica.
Entonces Sietemanos, impiadoso, le dio la estocada final de tomarla de las manos y cuando la vio ruborizarse continuó diciendo que yo estuve por el templo y conozco su obra, tan importante, he visto los comedores y su trabajo en la escuela. Usted sabe que el señor Obispo apoya con pasión angelical nuestra obsesión por la justicia social. Evitemos llevarle un disgusto. Yo la aprecio y se lo voy a demostrar, colaboraremos en lo que necesite.
La paz forzada con zancadillas y martingalas de politiquero duró hasta el carnaval, cuando en la lujuria y el desenfreno de la fiesta pagana popular unos salvajes delirantes corrieron a las monjitas para satisfacer sus bajos deseos. El Señor tendió su mano para rescatarlas del cruel tormento inminente de padecer todas las penas de mujer multiplicadas por cien, y llegaron con lo justo a refugiarse en el precario convento. Hicieron las valijas, cargaron el crucifijo y esa madrugada partieron con la madre superiora al frente de la procesión, furiosa, repartiendo escobazos para abrir un sendero seguro hasta la civilización, amparada en su orgullo de anciana casta inexpugnable.
En el descalabro quedó perdida la sotana de la joven novicia Sara Cortés, consagrada al Señor sufriendo los martirios de su virginidad, hasta que en plena santidad asumió con entereza su destino. No hay que darle más vueltas al asunto, y con mansedumbre se persignó y miró al cielo. Hasta acá llegamos juntos en el camino de la vida, Señor, recupero lo mío y ya veremos si después del pecado das lugar al arrepentimiento.
En la parranda del carnaval, Sara Cortés advirtió que se hallaba con lo puesto, porque antes de la estampida las hermanitas desmontaron el pequeño convento y prendieron fuego lo que no pudieron cargar, en un éxodo bíblico de eliminar los rastros de su existencia y no dejar nada librado al azar, ni en manos del enemigo. Asumió la tarea final recorriendo los comedores y avisando a los vecinos empobrecidos que se fueron las monjitas. Es un problema y ahora dónde comemos, y les contestaba que Dios proveerá, pero esos sátiros degenerados que las corrieron no respetan nada, no tienen sentimientos.
En medio del ajetreo, Sara Cortés fue a la tienda del turco Amed y canjeó su crucifijo de marfil y un rosario por unos pocos pesos, con los que compré una blusa simple y acorté el hábito para transformarlo en esta falda modesta, explicó, y con lo que sobra me hice unos pañuelos. Se acordó de la escuela, donde había un desconcierto de niños dando vueltas sin rumbo y madres sorprendidas. Hoy es lunes, hermana, y las monjitas no vinieron. No las esperen, huyeron espantadas y no volverán, nos quedamos sin maestros.
Cuando se retiraban con la tristeza de la clausura y Sara Cortés cerraba el colegio, vio unos pies sucios asomando detrás de una puerta entornada. Se acercó y lo descubrió sentado en el piso, un chiquillo de unos ocho años, flaquito y de pelo crespo, la mirada perdida dirigida al suelo, la cabeza caída y los brazos sueltos.
Ulises, cerramos, las hermanitas se fueron.
La señaló con un dedo y la mujer vio que tenía la cara sucia y le colgaban los mocos.
¿Y usted?
Me voy, Ulises. El chico desvió la vista, con el desaliento de las pérdidas irreparables, pues vivía con las religiosas en el convento y las ayudaba con entusiasmo. Comía donde podía y de vez en cuando iba al colegio.
Usted también es monjita, le reprochó, y Sara Cortés acusó el golpe en su tierno corazón que le advertía virgencita querida, qué distracción, en medio del apuro las hermanitas se olvidaron a uno. Que no vayan a decir que la casa del Señor abandona a los huerfanitos indigentes. De Ulises nada sabían, nunca habló de los suyos, de su origen. Un día amaneció en el pueblo desamparado y hambriento, con el rostro revelando cansancio, aislamiento, pues a pesar de su edad miraba como un viejo.
Me ganó la compasión, yo también estoy sola y no tengo remedio. Vamos Ulises, el crío se fue con ella y la escuela quedó abandonada.
No demoró Sara Cortés en advertir que las posibilidades eran limitadas, no necesitaban mujeres en el campo, el frigorífico o la curtiembre. Aceptando la sugerencia del pequeño Ulises, que la seguía como sombra tenaz, la mujer llegó una noche hasta la carpa del gitano Miguel Amaya. En la entrada fueron interceptados por un orangután en camiseta, que intentó explicarles que no era lugar para una dama y mucho menos para el gurí.
Necesito verlo al patrón, vengo por trabajo.
Cambió la expresión. En ese caso puede ser, no frecuentan la zona mujeres como usted, y sin medir las consecuencias se le abalanzó.
Desvergonzado e indecente, insolente, saque las manos de encima, está usted equivocado.
Ulises. Dígale al gitano que lo quiere ver Ulises.
El simio desconcertado miró al pequeño mendigo y se metió en la carpa. Unos minutos después salió Amaya, descalzo, en pijama y con el cabello oscuro revuelto. Le dirigió una mirada de reproche al chico y apenas reparó en la mujer que lo acompañaba. Se acomodó el pelo y con la cabeza señaló hacia un costado. Comenzaron a caminar, alejándose de la entrada de la carpa. Te dije pibe que acá no te quiero ver más, ya no se puede, las cosas cambiaron, se me viene la cana encima.
Ella es Sara, gitano, es monjita, de verdad, pero necesita trabajo. Dale, gitano, ella me está cuidando, las hermanitas se fueron del pueblo.
Llegaron a un punto alejado de la tienda y los restantes bodegones, donde el tango se escuchaba de fondo y los parroquianos, borrachos, entraban y salían a los tumbos de los bares, se cruzaban, tropezaban y formaban fila para acceder a la carpa de los milagros. Algunos gritaban, la mayoría desentonaba tristes baladas de perdedores, vomitaban, orinaban, se dormían.
Anda a la cantina de Casilda, Ulises, antes que cierre, decile que te manda el gitano, que te prepare algo para comer a vos y a tu amiga, que te sirva leche, también. El chico salió corriendo y Sara Cortés examinó al rufián con timidez y curiosidad. No me explico qué clase de trabajo puede buscar por esta zona, hermanita.
Las hermanitas se fueron, yo dejé los hábitos. Busco trabajo decente desde hace tiempo. Ulises insistió y me trajo hasta acá, disculpe, no quería molestarlo, el chico dormía en el convento en la última época, pero yo sé que antes…
Yo lo tuve unos años, la interrumpió Amaya, le daba de comer y le buscaba algún lugar para dormir. Comía y dormía salteado el gurí, como podía. Apareció una noche, lo abandonaron, alguien lo dejó cuando apenas hablaba pero jamás contó nada. Acá viene seguido el comisario Gatillo, usted sabe, vienen por lo suyo. Una vuelta le pregunté qué se podía hacer por Ulises, y me dijo que nada, el guachito no tiene padres, nadie que lo reclame, iba a preguntar en la intendencia. Pero al rato volvió la cana y me lo corrieron, lo espantaron como perro rabioso, con eso de que no lo querían por acá, que tenerlo en el puterío era una inmoralidad. Al final supe que estaba con las monjas y nos quedamos tranquilos.
Sara Cortés agregó que en el convento le preguntamos de dónde venía, pero el pobrecito nunca soltó palabra. Ulises lo quiere a usted, tal vez encontremos la forma de…
Incómodo, el gitano se tocaba el pelo grasiento y ajustaba el elástico del pantalón pijama. Levantó un palillo del suelo, lo usó para hurgar entre los dientes y escupió un par de veces. Vea hermanita, por mis venas corre sangre gitana. Soy de un pueblo nómade, peregrino, con otras costumbres y pocas ganas de integrarme. Vengo del sur de España, de Andalucía, de allí nos corrieron. Mi familia fue exterminada por capricho del Generalísimo, parece que molestábamos a ese caudillo verdugo que acá se respeta tanto. Mis hermanos, mis padres y los patriarcas se dispersaron, muchos fueron fusilados, allá hubo guerra civil. Pero conmigo no pudo ese cabrón malnacido, pues me vine con el oro, crucé el océano y acá me tiene, levanté esta carpa que me da de comer. Aquí me encuentra hoy y mañana no sé, no es buen lugar para el pequeño, ni hay trabajo decente para usted. Si se queda en el pueblo, vaya a verlo al intendente.
Ulises llegó corriendo, recompuesto y animado por la comida, y le anunció a Sara que Casilda la esperaba en la cantina. El gitano besó al chiquillo y le hizo prometer que se cuidaría y no volvería de noche. Cuando Ulises se alejó, Amaya se despidió de Sara Cortés nombrando a Sinforosa Zanabria. Búsquela si quiere saber de Ulises, pero no le hable de mí.
La cantina de Casilda, así se llamaba la fonda y su dueña, estaba ubicada a unas pocas cuadras de la plaza central del pueblo, alejada de la zona caliente que rodeaba la carpa del gitano. Cerraba más temprano que los otros bares y su clientela era tranquila. El local, modesto y limpio, contagiaba serenidad y cierta melancolía. Con paciencia y poco dinero, se podía cenar dignamente. Casilda había heredado el oficio de su padre unos años atrás, la funesta tarde en que don Atilio Pogonza anunció que ya estaba harto de atender borrachos, había perdido una fortuna jugando a los dados, su esposa se fugó con el cocinero del bar, y que de tan maltratado que se sentía ya no le sonreían ni las zorras del gitano Miguel. Por eso me voy, pregonó con un cuchillo en la mano, ande nadie me pueda encontrar, a darle pelea al diablo cuando me venga a buscar.
Salió por esa puerta, señaló Casilda, y no se supo nada más de él. A veces pienso que papá se fue del otro lado del mundo, donde no se lo puede ver, y estaba tan cansado que no tuvo aliento ni para morirse.
Sara Cortés terminó la cena y pidió la cuenta. Ulises por debajo de la mesa la pateó con suavidad. Invitación del gitano, ya está pago. Gracias, Casilda, parece que Miguel Amaya es bastante popular, cuando le dije que busco trabajo me recomendó hablar con el intendente.
Casilda se acercó a una de las mesas del fondo y despertó a un borracho que dormía sentado. Vamos, vamos, ya cerramos. Le cobró lo consumido, lo llevó del brazo hasta la salida, dejó el dinero en la caja y cerró la puerta del local. Se sacó el delantal de la falda y se soltó el pelo. Fue hasta el mostrador y volvió a la mesa de Sara Cortés con una ginebra y dos vasos. ¿Es verdad que eras monjita? Se las extraña, cerró la escuela, cerraron los comedores, Ulises se quedó en la calle de nuevo. En este pueblo laburo honesto va a ser difícil que consigas. Se pueden quedar acá algunos días, hay lugar y me podes ayudar con el bar.
Ulises se entusiasmó, se acomodó en la silla y se limpió los mocos. Seguro, necesitamos donde dormir y de alguna forma tengo que empezar. Casilda fue sirviendo más ginebra, a medida que intimaban en la conversación. Ulises encontró una cama en uno de los cuartos y se durmió.
¿Por qué te quedaste? Después del escándalo con esos degenerados que las corrieron.
