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Clara Janés (Barcelona, 1940) pertenece por edad a la llamada generación de 1970, si bien la originalidad de sus propuestas siempre la ha situado en un lugar excéntrico tanto desde la perspectiva temática como desde el punto de vista de la crítica, su escritura ha ido evolucionando mediante la máxima de "menos es más", es decir, a través de la eliminación de todo lo superfluo en un proceso de depuración casi minimalista, rasgo en el que confluyó con los principales autores de la llamada poesía del silencio. La presente antología pretende dar una muestra amplia y representativa de la rica obra poética de esta autora.
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Seitenzahl: 334
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Clara Janés
Resonancias
Antología poética, 1964-2022
Edición de Jenaro Talens
INTRODUCCIÓN
ESTA EDICIÓN
CRONOLOGÍA BIO-BIBLIOGRÁFICA
BIBLIOGRAFÍA
RESONANCIAS. ANTOLOGÍA POÉTICA, 1964-2022
De Las estrellas vencidas (1964)
De Límite humano (1973)
De En busca de Cordelia y Poemas rumanos [1972] (1975)
De Libro de alienaciones [1973-1979] (1980)
De Eros (1981)
De Kampa [1975-1978] (1986)
De Vivir (1983)
De Fósiles (1987)
De Lapidario (1988)
De Creciente fértil (1989)
De Ver el fuego (1993)
De Rosas de fuego (1996)
De Diván del ópalo de fuego (o La leyenda de Layla y Machnún) (1996)
De La indetenible quietud. En torno a Eduardo Chillida (1998)
De El libro de los pájaros (1999)
De Arcángel de sombra (2000)
De Los secretos del bosque (2002)
De Paralajes (2002)
De Fractales (2005)
De Huellas sobre una corteza (2005)
De Los números oscuros (2006)
De Variables ocultas (2010)
De Río hacia la nada (2010)
De Peregrinaje (2011)
De Movimientos insomnes (2011)
De Orbes del sueño (2013)
De Ψ o El jardín de las delicias (2014)
De La noche de la pantera (2016)
De Estructuras disipativas (2017)
De Kamasutra para dormir a un espectro (2019)
De De esferas y trayectos (2022)
De Kráter o La búsqueda del amado en el más allá (2022)
APÉNDICE. REESCRITURAS DE BALTHAZAR TRANSCELAN
Poemas de Alejandría. El ángel y el cisne
CRÉDITOS
Las olas son la protesta del mar contra la fuerza de la gravedad.
ARTUR LUNDKVIST
El sol secreto de la oscuridad.
CLARA JANÉS
Al hablar de poesía no estoy pensando en ningún género determinado. La poesía es para mí un modo de ver el mundo, una forma especial de relación con la realidad.
ANDRÉI TARKOVSKI
Clara Janés.
En una de las más completas antologías de la obra poética de Clara Janés publicadas hasta el momento, Movimientos insomnes1, nuestro común amigo y compañero de generación, el poeta y catedrático Jaime Siles, responsable de la selección, afirmaba lo que sigue:
Como indica Ángel J. Battistessa, a propósito de Góngora, «el verdadero poeta, por mucho que evolucione, es siempre uno y el mismo, y en esto Clara Janés no es una excepción, pues en su caso, como en el de Quevedo, autor al que siempre se ha mantenido fiel, mucho antes que las partes, captamos el todo.
En efecto, si algo caracteriza la poesía que nos ocupa es su constante y absoluta coherencia desde los inicios de Las estrellas vencidas de 1964 hasta sus más recientes Ψ o El jardín de las delicias del año 2015, La noche de la pantera, de 2016, Kamasutra para dormir a un espectro, de 2019 o De esferas y trayectos de este mismo 2022.
Clara Janés pertenece, por edad, a la llamada generación de 1970, si bien, la originalidad de sus propuestas siempre la ubicó en un lugar excéntrico, fuera del foco dominante, tanto mediática como críticamente. En plena eclosión culturalista, su obra traslucía un conocimiento muy profundo, no solo de la tradición propiamente hispánica, sino de la historia de la poesía universal. Políglota reconocida con el Premio Nacional de Traducción, Janés ha vertido al castellano a multitud de poetas, procedentes de casi todas las lenguas europeas y de bastantes lenguas orientales, aunque siempre rehuyó lo que podríamos denominar puesta en escena de su cultura. Interesada en captar lo esencial del mundo, su escritura ha ido evolucionando mediante la máxima de menos es más, es decir, a través de la eliminación de todo lo superfluo en un proceso de depuración casi minimalista, lo que no favoreció necesariamente que el foco analítico mediático, fuera del ámbito académico, que sí se ha ocupado con intensidad de su trabajo, reconociera desde su salida el lugar tan original en que se situaba su producción dentro del marco de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. Solo cuando, a finales de la década de los años 70 y principios de la de los años 80, la poética del silencio empezó a imponerse, la obra de Clara Janés fue siendo paulatinamente aceptada en su verdadera dimensión, lo que la ha llevado a ser elegida para ocupar una silla en la Real Academia de la Lengua Española, algo reservado a muy pocos poetas actuales.
Su amplitud de miras y el carácter multidisciplinar de su trabajo —es también novelista, ensayista, antóloga, autora de libretos de ópera y, sobre todo, traductora y difusora en nuestro ámbito cultural de lo mejor y más granado de la poesía universal— no eliminan el hecho de haber dedicado su esfuerzo, fundamentalmente y ante todo, a la poesía.
Cuatro son los ejes que, en mi opinión, canalizan y articulan su producción en este terreno:
1) La influencia de la mística. Es más que evidente la presencia en sus textos de una impronta que debe tanto a San Juan de la Cruz o Santa Teresa como a Yunus Emré, Mansur Hal.lach, Rumi o Hafez Shirazí.
2) La importancia dada a lo sensorial frente a lo meramente conceptual. Aunque el pensamiento abstracto, referido a cualesquiera de los diversos ámbitos del conocimiento que han atraído su atención, no deja de estar siempre presente en su escritura, de una forma explícita o implícita, nunca aparece como tal, sino vehiculado a través de una imaginería donde lo corpóreo y sensible es siempre predominante desde el punto de vista del lenguaje. En ese sentido, el carácter erótico de muchos de sus textos no hace sino enmarcar su particular visión de la experiencia amatoria en el proceso general del conocimiento.
3) La impronta de lo musical, no solo como tema, sino como dispositivo de escritura. Si, como afirmaba Paul Verlaine, el poema es «de la musique avant toute chose», el discurso de Janés lo asume como dispositivo ineludible a la hora de enfrentarse a la escritura versicular.
4) La referencia, tan consistente como poco extendida en la poesía hispánica contemporánea, al mundo de las ciencias duras, especialmente, la física y las matemáticas, como han demostrado insistentemente amigos comunes, provenientes del ámbito de las ciencias duras2 o de la historia de la ciencia, o la recentísima monografía dedicada a ese aspecto de su trabajo a cargo de la hispanista Candelas Gala3.
Por lo que atañe al primero de estos ejes —que subyace y transpira en Vivir (de 1983), Creciente fértil (de 1989) o Arcángel de sombra (de 1999)—, lo que sus poemas buscan generar es un estado de percepción espiritual (no necesariamente religiosa, aunque sí partícipe de una más amplia noción de lo sagrado) capaz de «abstraerse hasta la transparencia que da paso a la comunión con lo otro», para decirlo con palabras de la propia poeta en uno de sus textos teóricos fundamentales, «Poética de la ebriedad».
De hecho, como la propia Janés reconoce, con Vivir (1983) empieza, verdaderamente, la poesía que reconoce como más cercana a su concepción del mundo, frente al existencialismo que había atravesado su trabajo anterior, desde Las estrellas vencidas hasta ese libro, pasando por Límite humano, En busca de Cordelia (suerte de diálogo con Una noche con Hamlet de Holan) y Eros:
La poesía, en el fondo, es responder a la pregunta sobre la vida. La mía, en un principio, era la de Sartre: «La vida ¿merece la pena de ser vivida?». Es una pregunta capital y si la respuesta es negativa, la posibilidad del suicidio está siempre ahí. Pero los poetas tenemos nuestras anclas, aunque sean fantasmas que corren por ahí, como es mi caso.
Hubo un momento en que la visión de un animal, un gato, me llevó a pensar que no se nos tiene por qué exigir más que a un animal, es decir, me revelaba contra Sartre, para quien cada acto llevado a cabo por un hombre lo hace responsable por toda la humanidad. De alguna manera el contemplar la existencia del animal me llenó de serenidad. Abandoné el desgarro existencialista y pude mirar el mundo de otro modo. De esta mirada nueva surge Vivir, un libro clave para mí, porque ahí está todo. Está el objeto, la ciencia, la música, el amor, y el llanto por la muerte de mi padre, que es cantado... He hecho dos obras cantadas, la otra es Kampa, su parte segunda, que es mi primera historia de amor, donde hombre y poema están unidos. En el libro va la música cantada por mí. En cuanto al llanto por la muerte de mi padre... Ya he dicho que me encantaba Manrique, desde que nos leyeron sus coplas en el colegio. Pensaba que, después del canto de amor, solo podría cantar un llanto por la muerte. Y surgió una mañana que estaba yo tristísima, empecé a llorar y de repente me vino la música y dije: «Lo voy a grabar», y salió ese gemido por mi padre, veinte años después de su muerte. Lo corregí mínimamente. Está, como digo, en el libro Vivir, que es como un caleidoscopio4.
En efecto, la etapa inicial asume una negatividad existencial ya explícita en Primeros pasos:
No hay tiempo ya
porque no duele
la negación del cuerpo.
Porque no está el amor
sembrado en cada estrella.
Porque tras de tu nombre
hallé muerto mi sueño:
No hay tiempo ya;
¡no hay tiempo!,
porque no diste forma
a mi apagado ser...
Actitud que se mantiene en «Fugacidad de lo terreno», de su segundo libro:
Todo es de polvo, soledad y ausencia.
Todo es de niebla, oscuridad y miedo.
Todo es de aire, balanceo inútil,
sobre la tierra.
Manos vacías que acarician viento,
ojos que miran sin saberse ciegos,
pies que caminan sobre el mismo trecho
siempre de nuevo.
Vemos sin ver y en la tiniebla estamos.
Somos y somos lo que no sabemos.
Hay en nosotros de la llama viva
solo un reflejo.
Caen los días en otoño eterno.
Pasan las cosas entre sueño y sueño.
Llega la noche de la muerte. Y calla
nuestro silencio.
Por lo que atañe al segundo eje —presente prácticamente en toda su producción— Janés confía tanto en lo sensorial que considera que solo a través de él puede captarse lo verdaderamente importante, lo desconocido, no accesible por vía racional. Como afirma en el mismo texto antes citado, «el mundo de lo desconocido es el que la poesía tiene como objeto y el único que puede llevar a otra visión de lo real». Son particularmente representativos de estas palabras dos de sus libros que prefiero de su trabajo, Eros (de 1981) y el ya citado Ψ o El jardín de las delicias, a los que podríamos añadir su recentísimo Kamasutra para dormir a un espectro (de 2019), al que la excelente filóloga clásica y académica Victoria Cirlot antepuso un magnífico prólogo de significativo título: «Danzan las palabras».
Y es que con ello se aludía, aparte de otras cosas, al tercero de los ejes señalados arriba: la importancia de lo musical en su obra. Clara Janés, cuya madre improvisaba al clave en compañía de alguien tan importante en la tradición musical española como Federico Mompou (a cuya figura nuestra poeta dedicaría una espléndida biografía), creció en un ambiente donde la música era como el aire que se respira. Y ella misma, cantando sus propios textos, hizo de lo musical un elemento fundamental en su libro Kampa (de 1986), ya citado más arriba, suerte de homenaje a uno de sus poetas favoritos, Vladimír Holan —Kampa es el nombre del lugar de Praga donde vivía el poeta—, hoy accesible en castellano gracias a ella, que estudió checo expresamente para poder leerlo en su versión original y traducirlo a nuestro idioma5. De hecho, la primera edición de ese libro6 iba acompañada de un casette con su voz —magnífica voz, dicho sea de paso— grabada cantando a capella los poemas.
En la «Poética» que leyó en su participación en la serie Poética y poesía de la Fundación Juan March, publicada como volumen en 20147, Janés se refería a los inicios vivenciales de su vocación poética:
[...] debería empezar por el principio material, por el momento en que arranqué a escribir poesía, es decir, con la llegada de José Manuel Blecua a la Universidad de Barcelona, su elegante entrada en clase y sus sorprendentes primeras palabras: «Cojan ustedes papel y pluma y pongan puntos y comas al texto siguiente: prisión del nácar era articulado de su firmeza un émulo luciente un diamante insidiosamente en oro también el aprisionado... », o con lo que nos lanzó unas clases después, la jarcha:
¿Qué faré, mamma?
Meu l’habib est ad yana.
De hecho, fue su inefable lectura del Cántico de San Juan de la Cruz lo que me indujo a la escritura. Después, Blecua nos hizo estudiar a los del 27, de modo que a los clásicos se sumaron, por mi parte, Jorge Guillén, García Lorca y Gerardo Diego.
Sin embargo, para escribir una poética, acaso haya que remontarse más y empezar con la primera emoción unida a la palabra, y serían estos versos de Santa Teresa de Jesús:
Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero
que muero porque no muero.
Mucho antes de conocerlos, de todos modos, había experimentado ya emociones poéticas, pero no relacionadas con la palabra. Estaban vinculadas a la música y a la luz. Se trataba de cuestiones misteriosas que me llenaban de asombro, siendo muy muy pequeña, y se producían unidas a la captación de enigmas como el de la vida o el de las posibilidades de lo visible [...].
Y es precisamente la luz la protagonista de uno de los poemas más representativos de Janés, perteneciente a su libro Huellas sobre una corteza, de 2005:
Yo cumplo antes del alba con la luz,
lavo el horizonte con mis palabras,
dispongo el amanecer,
tejo con mis manos los instantes del día,
escribo sobre una corteza las sucesiones y los cambios...
Ninguna de estas cosas es inferior a una transacción,
a la soldadura del ala de una nave antes del vuelo,
al arma que desgarra la tierra,
o al clavo en la madera del ataúd.
Años más tarde, a raíz de la muerte de su madre (mi padre, también músico, aunque profesional, de clarinete, había muerto un año antes), ambos abordamos un experimento a cuatro manos, Según la costumbre de las olas, donde cada apartado remitía a géneros musicales específicos: solo, dúo, trío, cuarteto y quinteto. Ni que decir tiene que mucho de lo que pueda ofrecer ese libro tiene que ver con ella, cuya participación se basó en una de las vertientes menos citadas de su multifacética actividad, pero muy importante: el trabajo que podríamos definir como pictográfico. Como muestra, baste este ejemplo que remite a Quinteto (véase pág. 19).
Fotomontaje para Según la costumbre de las olas (Clara Janés / Jenaro Talens, 2013).
Quedaría por clarificar el cuarto eje citado más arriba: la presencia de lo científico. Clara Janés ha escrito sobre el premio Nobel de Física Erwin Schrödinger (de quien tradujo, además, sus poemas)8 y en la actualidad ambos andamos embarcados en hacer otro tanto con los poemas de Albert Einstein (a propuesta, obvio es decirlo, de la propia Clara Janés, cuyo entusiasmo es tan contagiable como un virus). Su pasión por el pensamiento científico es tanta que resulta difícil, por no decir imposible, no seguirla en sus iniciativas. Siempre me hace recordar aquella frase de los situacionistas franceses de mayo del 68, cuando afirmaban que el pensamiento es un precipitado de la pasión. Pero no solo eso. Como ensayista ha escrito también sobre Galileo y no hay tema científico que no esté siempre presente, de una manera u otra, en sus conversaciones y en su escritura.
Permítanme ahora, como introducción a este cuarto y último eje, hacer una breve mención de unos de los filmes clásicos más reivindicados por la teoría feminista (como empieza a ocurrir con la poesía de Janés).
En la secuencia inicial de Dance, girl, dance (Dorothy Arzner, 1940), un playboy millonario (Louis Hayward), que ahoga en alcohol las penas producidas por su reciente divorcio, es testigo de la irrupción de la policía en un local clandestino donde, en plena ley seca, se bebe, se ríe y corren las apuestas, entre el humo del tabaco y el murmullo de las conversaciones, mientras un grupo de bailarinas intenta amenizar la velada ante la indiferencia general. Tras salir en defensa de estas últimas, que se niegan a abandonar el local sin recibir su paga y conseguir que los presentes (policía incluida) participen en una colecta a favor suyo, se dirige a una de las jóvenes (Maureen O’Hara) y, con evidentes motivaciones seductoras, le espeta de pronto: «Tienes un rostro curioso, ¿sabes? Eres como esa estrella que brilla después de apagarse las demás».
Por lo general, la presencia de los diferentes astros del firmamento (luna, estrellas, planetas) en el discurso poético ha solido ir acompañada de este tipo de recurso, entre tópico y sentimental. Su inscripción metafórica o simbólica deja, por lo general, en un segundo plano todo lo que no aluda a su función ancilar o decorativa en una escenografía a la que solo se incorporan como atrezzo. Pocas veces, como en el caso de la poesía de nuestra autora, la escritura ha liberado a estos fragmentos del universo físico de sus adherencias, para presentarlos en su absoluta y escueta desnudez. Clara Janés aborda la poetización del mundo, apoyándose en la fuerza de su mera presencia material, descrita en términos que deben más a la supuesta asepsia del lenguaje científico de la astrofísica que a la ya obsoleta y redundante imaginería de tradición romántica.
En su libro Resonancias, uno de los más explícitamente dedicados a la relación poesía-ciencia, hay textos que resumen muy bien la lógica discursiva que subyace a la poética de Janés.
Los títulos y los temas que componen el conjunto son explícitos en esa dirección y sugieren la posibilidad de inscribir el sentido poético en la mera capacidad denotativa de la descripción. En efecto, Galaxia espiral NGC 11232, Galaxia NGC 7742, Nebulosa Trífida, Mecánica cuántica, Espín, etc., son términos utilizados en el lenguaje de la física y, en una primera aproximación, parecerían situar los textos de Janés en un territorio muy alejado de la lírica. Sin embargo, ocurre todo lo contrario.
Tomemos el poema que abre la colección, por ejemplo. La Galaxia espiral NGC 11232, fotografiada por primera vez por uno de los nuevos telescopios del proyecto VLT (Very Large Telescope), desde el Observatorio Paranal en la región de Antofagasta (Chile), da nombre a un fenómeno que los científicos describen del modo siguiente: se trata de un conjunto que consta de dos bloques de elementos, uno visible, formado por millones de estrellas brillantes y polvo oscuro, atrapados en el remolino gravitacional de los brazos espirales en rotación alrededor del centro galáctico, y otro invisible, formado por una masa aún mayor de materia cuya forma aún no se conoce, denominada «materia oscura» y cuya existencia es necesaria para explicar los movimientos de la materia visible en la periferia de la galaxia.
Leamos ahora el poema:
¡Qué inalcanzables los indicios que se definen como señales de pájaros y luego, arqueándose, se van hacia los sonidos y vagan sonámbulos en la rotación constante! Los armónicos afloran y musitan sus días y sus noches...
Recalan en la transparencia, pero la materia, que es poso de astros, arraiga en el ser una memoria de luz y así se inicia también la rotación del alma en esa búsqueda desasosegante que solo acaba con la muerte.
Lo primero que sorprende es el carácter elusivo del referente, al que solo de modo indirecto se inscribe en el texto a través de la alusión musical («los armónicos afloran y musitan sus días y sus noches»). En el segundo libro de su De vulgari eloquentia (II, IV, 2), Dante había señalado que «la poesía no es otra cosa que invención elaborada según retórica y música». En el contexto del florentino, la noción de música remitía a dos tipologías muy diferenciadas: una música era visible, esto es, perceptible por nuestros sentidos y, en consecuencia, audible; la otra era invisible, capaz de ser entendida por el intelecto, pero en absoluto perceptible por nuestros oídos. Esta segunda, de rango muy superior, es lo que los antiguos llamaban armonía de las esferas, considerándola la música del universo. Era una teoría, articulada por el pensamiento de Pitágoras, según la cual el número era la sustancia de todas las cosas, y, gracias a ello, el mundo era un organismo unitario, ordenado y armonioso. El número, para él, era imprescindible para definir el modo en que unos objetos se relacionan con otros. Cuando Pitágoras descubrió que las relaciones entre los sonidos seguían una pauta analizable matemáticamente, la idea de entender la estructura profunda del universo desde una perspectiva numérico-musical estaba servida. Esta teoría, basada en la simbiosis entre número y sonido, daba a la música y a la noción de armonía un valor que iba más allá del valor meramente sonoro, en la medida en que todo, absolutamente todo lo que existe en el universo, se entendía sometido a leyes de orden musical. La música era, en ese sentido, un discurso científico en su más alto nivel, con un valor gnoseológico fuera de toda duda. San Agustín (quien, más allá de otras consideraciones, sigue siendo a día de hoy un referente imprescindible en temas de retórica) seguía en su De musica a Pitágoras, asumiendo esa misma concepción9.
No deja de ser curioso que en esta época que nos ha tocado vivir, que hace unos años Umberto Eco, Furio Colombo y otros definieron como «nueva Edad Media», teorías como la que acabo de recordar afloren y se constituyan como punto de anclaje para un cierto tipo de discurso poético como el que nos ocupa, más interesado en el valor cognoscitivo de la escritura que en su mero carácter ancilar de transmisión de contenidos anecdótico-vivenciales.
Lo invisible, pues, como música de las esferas, pero también como elemento físico de la galaxia, se convierte, así, en elemento primordial del dispositivo poemático, en la «materia oscura» con que opera el escritor, en la medida en que esta última se convierte en instrumento ineludible para intentar explicar todo lo que, perteneciendo al ámbito de lo visible (la superficie argumental de la experiencia cotidiana), resulta tan opaco y absurdo como incomprensible:
[los armónicos] [r]ecalan en la transparencia, pero la materia, que es poso de astros, arraiga en el ser una memoria de luz y así se inicia también la rotación del alma en esa búsqueda desasosegante que solo acaba con la muerte.
Es claro que ese proceso es inacabable («solo acaba con la muerte»), pero es ineludible. La semiosis infinita es lo que, por una parte, lo mantiene y justifica y, por otra, lo que deja al descubierto la vana pretensión de verdad previa a la escritura que subyace a otras posturas (hoy hegemónicas) del fenómeno de la escritura. Estamos instalados en la inestabilidad y contingencia de las interpretaciones, lo que, pese a que parezca lo contrario, da a esta forma de entender la poesía su carácter materialista y nada metafísico.
Nuestras experiencias no serían, pues, sino armónicos, resonancias de esa materia oscura en la que hunde sus raíces nuestro recorrido hermenéutico:
¿Y si todo fuera movimiento sin materia? ¿Y si todo fuera materia inmóvil o irradiación? En el fondo de los ojos vibra el negro de la noche, la caverna del sentido abarca, perpleja, el infinito.
La ciencia dice, por ejemplo, de la Galaxia NGC 7742 que se sospecha que contiene agujeros negros masivos en sus núcleos. La resonancia de Janés constata algo similar al enfrentarse con esa suerte de sumideros en que consisten nuestras experiencias cognoscitivas en el terreno de lo cotidiano, tan concentrados que no ocupan lugar:
En el desorden del cosmos, la inquietud del movimiento dibuja el signo de interrogación y esa duda, que es una onda insumisa. Cuando llegue el viento de la belleza se sabrá su orientación.
Algo similar ocurre con la Nebulosa Trífida (también conocida como Messier 20 y NGC 6514), o la Nebulosa Helix («Cristaliza el alba pero sucumbe a la red de la nebulosa. La mente, con un trazo, restituye su significado»).
Por eso, los elementos de la naturaleza expuestos en sus poemas funcionan como metáforas explícitas, pero muy alejadas del uso normal que tienen en el discurso poético convencional. En efecto, se trata de metáforas que lo son y no lo son a la vez, recursos cuyo carácter de tropo hace que el sentido figurado no elimine, sino que se superponga, al estrictamente denotativo de lo que expresan o describen (de nuevo San Agustín). Una suerte de lo que, en nuestra tradición hispánica, Carlos Bousoño definió hace años como símbolo disémico.
El libro citado se cerraba con un breve texto, Espín. El espín (del inglés spin, giro) es definido en física cuántica, desde que lo propusieron en la década de los años 20 del siglo pasado Ralph Kronig, George Uhlenbeck y Samuel Goudsmit, como una propiedad intrínseca de las partículas subatómicas (como la masa o la carga eléctrica) mediante la cual toda partícula elemental tiene un momento angular intrínseco de valor fijo, lo que implica que cualquier observador, al hacer una medida del momento angular, detectará inevitablemente que la partícula posee un momento angular intrínseco total, difiriendo observadores diferentes solo sobre la dirección de dicho momento, no sobre su valor. En Clara Janés, este breve texto tampoco valora, ni resume lo que, fragmentariamente, ha ido sembrando a lo largo del libro, sino que se limita a dejar constancia de una perplejidad, cerrando (sin clausurarlo) un recorrido que bien podría resumirse en una simple pregunta, la que todo discurso poético radical viene haciéndose desde que el lenguaje nos hizo conscientes de nuestro estar en el mundo, ¿quién —qué— soy?
Volver al tejido lunar —los sueños vivaces—, ir a un abandono de ser, un no-ser que es solo ser. Y todo florece una vez más en el silencio inicial, puro descubrimiento, sin memoria.
Sobre este aspecto, la reflexión, tanto poética como ensayística, de Clara Janés ha seguido investigando en los últimos años, hasta el punto de haber dedicado varios artículos y numerosos poemas a temas que de manera directa inciden en la relación entre poesía y ciencia.
En su libro Orbes del sueño, Janés cita a Heráclito, Galileo, Kepler, Newton, Einstein, Bohr, Schrödinger, Dyrac, Prigogine, Heisenberg, Poincaré, etc. A la importancia de este libro en su relación con la ciencia alude de manera explícita la propia autora en el texto que antecedía a la selección de sus poemas publicada dentro de la serie Poética y poesía de la Fundación March en 2012. Cito por extenso:
Lo cierto es que el paso dado con La indetenible quietud procede de mi renovado interés por la ciencia que se afianza progresivamente. Partiendo de este libro llego hasta el último escrito, Orbes del sueño [...]. Antes de la publicación de Orbes del sueño, di una conferencia donde hablé del libro. Se me ocurrió entonces presentar parte de su trasfondo con postales —pasadas luego a un power point— que titulé «Once linces. Equipo de primera división seleccionado y fichado por Clara Janés». Con ello hice una edición manual de seis ejemplares, que regalé. Las postales iban dentro de una leve carpeta, donde estaban también las fichas y una mínima introducción. Estos linces míos debían su nombre a la Academia de los Linces, creada en 1603 en Roma por Federico Cesi, con el fin de promover la comprensión de todas las ciencias naturales mediante el experimento libre, no limitado a la obediencia ciega de la autoridad, incluida la de Aristóteles o Ptolomeo. Galileo fue admitido en ella en 1611 y se convirtió en su estrella. Mis linces eran, de hecho, para mí, verdaderas musas: Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, Johannes Kepler, Isaac Newton, Max Planck, Albert Einstein, Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg, Ilya Prigogine, Edward Lorenz y Benoit Mandelbrot. Cada uno con su fórmula o su diagrama, y, por supuesto, con su hallazgo fundamental, ya fuera el sistema heliocéntrico, la representación de las manchas del sol, del diámetro de la órbita lunar, la ley de la gravitación, el primer destello de la mecánica cuántica, la teoría de la relatividad, la función de onda, el principio de incertidumbre, las estructuras disipativas, el caos armónico o la geometría fractal.
En efecto, como ha hecho notar Candelas Gala (2021, 165 y ss.), Janés aplica a su trabajo lo que ya había adelantado Niels Bohr en 1929 al describir la actividad mental. Según el físico danés, para entender dicha actividad, «era necesario tener, por un lado, un contenido objetivamente dado y yuxtaponerlo sobre un sujeto observador sin que haya separación entre ellos, ya que el sujeto perceptor es parte del contenido mental». Y eso exactamente es lo que proponen versos como los que siguen, pertenecientes a Huellas sobre una corteza, de 2005:
porque hay que escribir también lo que no está escrito,
esas ondulaciones invisibles que nacen del cerebro,
ese ir y venir, condensarse y dispersarse de las ideas,
esa plegaria sostenida ante el misterio,
ese canto que brota de la sorpresa
al ver las hojas danzando sin su materia en el agua
y el ave que las cruza sin su materia, seguida de su sombra transparente,
y el jazmín que ni en la sombra puede ocultarse...
Y así el pincel chino traza
un signo entreverado que todo lo descifra,
dibuja un caballo que son diez mil caballos,
y equilibra como en un sello las rayas que significan,
y todas las letras se asombran
ante sus trazos en la seda y el delicado papel.
Y anuncia con descargas de pólvora:
más allá de lo ilimitado:
lo ilimitado.
Más allá de lo infinito:
lo infinito.
¿Quién se atreve a preguntar otra cosa?
Como certeramente apunta Candelas Gala,
en el plano de la poesía, la indivisibilidad de observadora poeta y mundo observado se mantiene mediante una mirada atenta sobre el mundo objeto, experimentando sensorialmente lo observado a la vez que siendo parte de la observación en su procesamiento mental o de la conciencia, y buscando articular el sentido de esa fusión sin que ello conduzca a reproducir en el lenguaje una copia fidedigna de la realidad10.
Eso se consigue mediante la utilización de la analogía, recurso retórico que, al relacionar lo igual con lo diferente, se convierte en un instrumento de conocimiento. Por eso, como ya vio Biruté Ciplijauskaité (2012), la energía que transmite la poesía de Janés reside en el perfecto ensamblaje entre exterioridad (el entorno) e interioridad (sujeto) a través de la palabra, puesto que como ya adelantaran Prigogine y Stengers11, al abrirse la interioridad en el lenguaje, la palabra deja de asociarse con la degradación de la verdad. La manera en que la poesía de Janés usa dicho procedimiento es apropiarse de conceptos de la física en los que resulta posible encontrar correlatos con experiencias del vivir, donde la vida ya no sería únicamente algo que asociamos con un camino por cuanto permite, a la vez, ver en ese camino la experiencia física del hecho de andar, esto es de dar un paso detrás de otro. Es ese subrayar los aspectos físicos de la experiencia lo que interesa a Janés.
Quizá, los libros donde de manera más explícita la poeta ha evidenciado este aspecto clave en su producción hayan sido, por una parte, el volumen organizado para su publicación mientras preparábamos esta antología, De esferas y trayectos12, ya en prensa cuando escribo estas páginas, y, por otra, Kráter (2019-2021), recientemente publicado en español y del que ya había aparecido una traducción francesa13, que se abre, precisamente, con este «Preliminar»:
Hacerse una pregunta es ya dar un paso en el camino; por ello el agustiniano «nos interrogantes» se transforma con naturalidad en «nos itinerantes». Ahora bien, ¿son siempre los mismos los móviles que nos ponen en marcha? Sin duda en un principio remitían al alimento, al que siguió, según algunos, la curiosidad. Pero el deseo más íntimo y secreto es el que impulsa el eros, expresado con precisión por las palabras de san Juan de la Cruz «¿Adónde te escondiste, amado?». Se trata de una búsqueda, la del amado, que puede dibujar un recorrido tan insólito como el que se sigue en el presente libro que, podríamos decir, por vía subterránea nos lleva hasta un paraíso.
Libro este donde erotismo, ciencia y filosofía se aúnan de manera definitiva, dando cobertura epistemológica a una de las escrituras poéticas más complejas y ricas de la actual literatura en nuestra lengua:
Aire
hilo de aire
a tu laberinto
trenzando luz
en aire
hacia la danza
que al diseñar
el orbe
enlaza en círculo
sin tregua
todos los caminos
todos
a tu centro
infinito
Hablaba más arriba, al comienzo de estas páginas, del carácter multifacético del trabajo de Clara Janés, aun dentro del sentido unitario de toda su producción. Quisiera ahora detenerme, por su particular importancia, en su labor como traductora.
En efecto, si ese apartado puede ser considerado como especial es porque, al margen de su narrativa o sus ensayos, no es algo independiente, sino parte integrante de su propia poesía, por cuanto, más allá de su función de mediadora entre las obras de otros poetas de diferentes culturas y la tradición poética de la nuestra, lo que define su aproximación es la posición que adopta ante el hecho mismo de traducir: entenderlo como reescritura, lo que convierte sus versiones, en un cierto sentido, en poemas propios, a la altura de las composiciones que otorgan a su nombre la noción de autoría.
Si, pese a ello, hemos dejado fuera de la selección la mayor parte de esa faceta de su trabajo es porque daría para un segundo volumen, casi del mismo tamaño que el presente. Sin embargo, y de acuerdo con la autora, he incluido un único ejemplo: sus versiones de Balthazar Transcelan, sobre las que volveré de inmediato.
La dedicación de Clara Janés a la traducción ha corrido paralela a su trabajo de creación propiamente poética. Dadas la variedad de lenguas a las que ha dado vida nueva en nuestro idioma y la amplitud cronológica que abarca su interés de lectora omnívora, quizá sea interesante esbozar, siquiera de manera sucinta, un recorrido que dé cuenta de su labor.
Desde el punto de vista de la familia lingüística de los textos traducidos, Janés ha dedicado su atención a las lenguas románicas (catalán, francés, italiano, rumano y portugués), a las de origen anglogermánico (inglés y alemán), a las lenguas eslavas (ruso, eslovaco, checo y serbo-croata), así como a las lenguas orientales y mediorientales (árabe, persa, turco, chino y japonés). Dentro de este impresionante abanico multicultural, con excepciones que incluyen obras narrativas (como en el caso de Mercè Rodoreda, del catalán; o de los checos Karel y Josef Čapek o Jan Neruda; Edgar Morin, Marguerite Duras, Nathalie Sarraute y algún otro caso de literatura infantil), la mayoría de textos elegidos para su reelaboración y reescritura en castellano son poemas o textos científicos (tan importantes en su trabajo propiamente poético, como ya se vio páginas atrás); y no importa si en determinados casos ha contado con ayuda de colegas cuya lengua materna fuera la de los llamados «originales» (y a veces del propio autor, como en el caso de su admirado Adonis, a quien ha traducido tanto del francés como del árabe): el resultado final lleva siempre la impronta del universo temático y discursivo que Janés ha ido elaborando a lo largo de más de medio siglo.
La lista de autores versionados por ella que circulan en el mercado de lengua española, bien en forma de libros completos, de amplias selecciones antológicas o de breves muestras en revistas, es asimismo impresionante: Jaroslav Durych, František Halas, Vaclav Havel, Otta Hofman, Vladimír Holan, Bohumil Hrabal, Ivan Klíma, Jiří Kratochbil, Karel Hynek Mácha, Jan Neruda, Petr Chudokilov, Vítězslav Nezval, Jiří Orten, Jaroslav Seifert (del checo), Sayd Bahodín Majruh, Basarab Nicolescu, Marcel Hennart, Marguerite Duras, Edgar Morin, Adonis, Natalie Sarraute, Rainer Maria Rilke (del francés), Sujata Bhatt, Richard Burns, William Golding, Gabeba Baderoom, Michael Harnett, Tabish Kabir, Ralph Kirkpatrick, Manfred Bukzofer, Kathleen Raine, Seamus Heaney, Elisabeth Taylor (del inglés), Mercé Rodoreda (del catalán), Annelisa Addolorato, Leonardo da Vinci, Carla Vasio, Cristina Campo, Nicolò Tartaglia (del italiano), Farid ud-Din Attar, Yahal ud-Din Rumi, Nima Yushij, Hafez Shirazí, Ahmad Shamlu, Ahmad Ansari, Hakim Abul-Qhasem Firdusi, Omar Jayyam, Abbas Kiarostami (del persa), Ilham Berk, Yahya Kemal Beyatli, Fazil Hüsnü Daglarca, Yunus Emré, Ahmed Haşim, Ülkü Tamer (del turco), Jose Saramago, Antonio Guerreiro, Agripina Costa Marques, Antonio Ramos Rosa, J. H. Santos Barros, Vergilio Albaerto Vieira (del portugués), Abusaid Abuljair, Reza Allamehzadeh, Aziz Ansari, Farid ud-Din Attar, Moshen Emadí, Forugh Farrojzad, Hakim Abdul-Qãsim Firdusi, Abbas Kiarostami, Sohrab Sepehrí, Ahmad Shamlú, Hafez Shirazí, Yalal ud-Din Rumi, Nima Yushij (del persa), Aleksandr Blok, Joseph Brodsky (del ruso), Izet Sarajlic (del serbo-croata), Milan Rúfus (del eslovaco), Johannes Bobrowski, Albert Einstein, Gerhard Falkner, Rainer Maria Rilke, Erwin Schrödinger, Christian Uetz (del alemán), Mihnea Gheorgiu, Dorin Tudoran, Nikita Stanescu (del rumano), Wang Wei, Pei Di, Du Fu (del chino), Adonis, Al-Mutanabbi, Mansur Hal.lach (del árabe) y nueve piezas de teatro nô (del japonés).
Pero, como decíamos, para nuestro propósito —aparte de Holan, cuya impronta en su propio acercamiento al fenómeno poético es ampliamente reconocida, incluso por la propia autora—, es interesante centrarnos en el caso de sus versiones de Balthazar Transcelan.
En la medida en que este autor, desconocido en gran medida por el público lector de poesía hasta que Clara Janés lo tradujo y publicó, primero parcialmente en la revista digital Adamar y, más tarde, en una cuidadosa edición no venal, ilustrada, compuesta y encuadernada a mano por ella misma, sigue a día de hoy siendo un verdadero enigma sin resolver, quizá no sea gratuito reproducir aquí lo que escribió nuestra poeta como texto introductorio a sus versiones:
La ciudad y el enigma
Una ciudad cuyo soporte terrestre sigue los movimientos de la naturaleza y es primero isla, luego península, hasta anclarse en el continente, cuyo lago es navegable, se seca y vuelve a llenarse; una ciudad con vocación de mar y respaldada por el desierto, punto de encuentro entre la aridez de la inmensidad y la amabilidad del agua; una ciudad con dos rostros, egipcio y griego —creada por Alejandro Magno y a su muerte gobernada por uno de sus generales, Ptolomeo I Soter—, que reúne el arte y pensamiento de uno y otro lado del Mediterráneo y así inventa un dios, Serapis, que abarca las cualidades de Osiris, Apis, Zeus, Esculapio, Dionisos y Plutón; una ciudad que rinde culto a la belleza y al saber y, en pos de ambos, abre paso al Oriente... Esta ciudad es, sin duda, el lugar propicio para el encuentro de una traductora de Hafez y una joven griega de origen persa, Minú Mehrazad, cuyo bisabuelo, Mirza Hassan, amaba tanto la poesía del bardo de Shiraz que él mismo caligrafió todos sus poemas y formó con ellos un libro. Precisamente gracias a este libro, del que no se separaba, conoció a principios de los años veinte del siglo pasado a un personaje, igualmente entusiasta de Hafez, al que gustaba escribir: Balthazar Transcelan.
Los papeles del bisabuelo de Minú se hallaban ahora —corría el año 2005 cuando la conocí—, en cajas, en su casa, y revisándolos había encontrado unos poemas de Transcelan, donde utilizaba la figura del ángel de Hafez en un contexto inusitado, pues se trataba del canto a una bailarina, la española Teresina Boronat —un día retratada por Gargallo.
El envío de dichos poemas y su traducción al castellano con el título de El ángel y el cisne, y su edición en la revista por Internet Adamar, despierta curiosidad. Minú envía cuatro poemas más, igualmente inspirados en la danza, que forman el breve conjunto La victoria de las rosas. Estos y los anteriores estaban en sobres acompañando cartas, por lo que pueden fecharse entorno a 1926. Finalmente la joven griega encuentra, manualmente encuadernados, ocho poemas sobre la ciudad de Alejandría. Todos los rescatamos ahora del silencio de los años.
No sabemos cuál era la nacionalidad de Transcelan ni si los poemas fueron escritos originalmente en inglés o si él los tradujo a esta lengua para su amigo. Lo que parece probable es que estos últimos vieran la luz en la misma Alejandría, ciudad donde Transcelan pasó una temporada invitado por Mirza Hassan —a la sazón instalado allí—, estancia que, al parecer, tuvo lugar en 1929.
Basta empezar a leer los poemas para que nos envuelva la atmósfera tan particular de la ciudad. En ellos se aglutinan los elementos culturales que la han elevado a mito. Desde la inicial alusión a la inteligencia, que concluye con el lamento por la muerte de Hipatía, filósofa y matemática que enseñaba en el Museion y fue lapidada por las turbas cristianas en el año 415, al último poema, donde se evocan edificios y nombres de pensadores como Plotino y Orígenes, vemos aparecer monumentos e hitos de la historia en un entramado nostálgico pero solemne. Ante nosotros se eleva el famoso faro, mandado construir por Ptolomeo II Filadelfo y considerado una de las siete maravillas del mundo, con sus 120 metros de altura que se repartían en cuatro pisos, cuyo acceso estaba construido en espiral, y en el centro albergaba una máquina hidráulica para subir el combustible. Se evoca el fanal, que se hallaba en el tercer piso, con su «espejo» misterioso —acaso un reflector de acero bruñido—, y una «piedra transparente o vidrio», que permitía, al que se sentaba debajo, ver los barcos que se hallaban en el mar y eran invisibles a simple vista, y, en lo más alto, la estatua que seguía al sol con el índice, mientras otra, con voz melodiosa, decía las horas (no se menciona ni es tan segura la existencia real de una tercera que gritaba si se avistaba una flota enemiga...).
Con el faro, los versos nos llevan al elogio de la ciencia —Euclides escribió en esta ciudad sus Elementos,
