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En esta obra autobiográfica Thomas Mann relata los acontecimientos más relevantes de su vida, su ansia de independencia y libertad, detalles sobre la construcción de sus obras y las fuentes en las que se inspiró. Además, escribe acerca de las similitudes entre su propia vida y la de sus personajes, claramente visibles, por ejemplo, en su gran novela Los Buddenbrook; la singular experiencia sobre el tiempo que pasó su mujer Katia en Suiza, cuando ésta enfermó de los pulmones, tal como la describió en La montaña mágica, y otras influencias menos estudiadas, como la inspiración para los personajes del ciclo novelístico de corte bíblico José y sus hermanos, según apunta Andrés Sánchez en su esclarecedor ensayo final sobre la vida del escritor.
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Seitenzahl: 112
Veröffentlichungsjahr: 2025
Thomas Mann
RESUMEN DE MI VIDA
Traducción y epílogo de
Isabel Hernández
Nací en Lübeck en 1875. Fui el segundo hijo de Johann Heinrich Mann, comerciante y senador de la Ciudad Libre, y de su esposa, Julia da Silva Bruhns. Mientras que mi padre era nieto y bisnieto de ciudadanos de Lübeck, mi madre había venido al mundo en Río de Janeiro: era hija de un alemán, propietario de algunas plantaciones, y de una brasileña, medio criolla, medio portuguesa, a la que habían trasplantado a Alemania con siete años de edad. Era de tipo manifiestamente latino, de joven había sido una belleza muy admirada y de una extraordinaria sensibilidad musical. Si me pregunto de quién he heredado mis aptitudes, tengo que pensar en el famoso versito de Goethe y afirmar que yo también poseo «la rigurosidad en la vida» de mi padre, pero la «naturaleza jovial», es decir, la inclinación artística y la sensibilidad y, en el más amplio sentido de la palabra, el «gusto por contar cuentos» de mi madre.[1]
Tuve una infancia mimada y feliz. Los cinco hermanos, tres chicos y dos chicas, crecimos en una elegante casa de la ciudad que mi padre se había construido para él y los suyos, disfrutando de un segundo hogar en la antigua casa familiar situada junto a la iglesia de Santa María, en la que vivía sola mi abuela paterna y que hoy, conocida como «Casa de los Buddenbrook», es objeto de la curiosidad ajena. Sin embargo, los periodos más dichosos de mi infancia y mi juventud eran las semanas de vacaciones que pasábamos todos los años en Travemünde, con sus mañanas de baños en la playa de la bahía del Báltico y sus tardes a los pies del templete de música situado frente al hotel, que prácticamente adorábamos con igual pasión. El idilio refinado, acogedor y sin inclemencias de las temporadas en aquel lugar, con sus menús de varios platos, me agradaba de un modo imposible de describir y favorecía sobremanera mi inclinación natural, medianamente corregida mucho tiempo después, a la pereza soñadora, de manera que cuando concluían aquellas cuatro semanas, que al principio parecían no tener fin, y volvíamos a casa a la vida cotidiana, mi pecho se sentía desgarrado por el suave dolor de la autocompasión.
Aborrecía la escuela y nunca cumplí con sus exigencias. La despreciaba en su entorno, criticaba las formas de sus directores y pronto me vi situado en una especie de oposición literaria a su espíritu, su disciplina y sus métodos de adiestramiento. Mi indolencia, necesaria tal vez para mi particular desarrollo, mi necesidad de tener mucho tiempo libre para el ocio y la lectura sosegada, así como un espíritu verdaderamente perezoso, del que sigo adoleciendo aún hoy, hicieron que me resultara odiosa toda obligación a aprender y tuvieron como consecuencia que, tercamente, hiciera caso omiso de ella. Puede ser que la rama humanística hubiera sido más adecuada a las necesidades de mi espíritu. Destinado a ser comerciante (al principio incluso a heredero de la empresa), asistí a los cursos de ciencias del Katharineum, pero lo único que llegué a conseguir fue el diploma que me autorizaba a hacer un año de servicio militar voluntario, es decir, hasta que tuve que pasar al segundo curso del bachillerato. Prácticamente todo el tiempo que duró esta carrera, entrecortada e insatisfactoria, me unió al hijo de un librero declarado en quiebra y ya fallecido una gran amistad, que fue fortaleciéndose con las burlas y los sarcasmos absurdos y de humor negro que proferíamos acerca de «todo», aunque fundamentalmente sobre «la institución» y sus funcionarios.
Con estos últimos me perjudicó mucho el hecho de que yo «escribiera poesía». No fui muy discreto en lo tocante a ello, probablemente por vanidad. Un romance a la heroica muerte de Arria, Paete, non dolet,[2] con el que quise presumir ante un compañero y que este, en parte por admiración, en parte por maldad, entregó al catedrático, hizo que mis superiores vieran ya con claridad en octavo curso mis peculiares aptitudes en contra de las normas jerárquicas. Me había iniciado con unas piezas de teatro infantil que representaba con mis hermanos pequeños ante mis padres y mis tías. Luego siguieron unos poemas dedicados a un amigo muy querido, que con el nombre de Hans Hansen ha cobrado cierta vida simbólica en Tonio Kröger, aunque en la vida real sucumbió luego a la bebida y tuvo un triste final en África. No puedo decir qué fue de la compañera de clases de baile de morenas trenzas a la que dediqué mis posteriores poemas de amor. No fue hasta mucho después cuando empecé a hacer algunos intentos narrativos, incluso hasta haber dejado atrás una fase de críticas y ensayos. Porque en una revista estudiantil, de carácter poco escolar, titulada Der Frühlingssturm (La tormenta de primavera), que yo mismo edité en los primeros años del bachillerato junto con algunos revolucionarios alumnos de último curso, destaqué sobre todo como redactor principal de artículos de carácter filosófico y provocador.
Hace cinco años (con ocasión del séptimo centenario de la Ciudad Libre) que volví a encontrarme en Lübeck con mi profesor de Alemán y Latín de primero. A este profesor de pelo cano, ya jubilado, le dije que, a pesar de haber dado siempre la impresión de ser un completo holgazán, en silencio había sacado mucho provecho de sus clases. Para demostrárselo le repetí la frase con la que continuamente solía elogiar ante nosotros las baladas de Schiller como una lectura incomparable: «Esta no es la primera cosa buena que leen ustedes, ¡es lo mejor que pueden ustedes leer!». «¿Yo decía eso?», me preguntó, y le divirtió mucho.
Mi padre murió relativamente joven, cuando yo tenía quince años, a causa de una septicemia. Gracias a su inteligencia y a sus dotes para el trato era un hombre muy apreciado en la ciudad, popular e influyente, pero hacía ya años que no le causaba demasiada alegría ocuparse de la marcha de sus negocios privados, así que tras un funeral que, en lo tocante a honores y asistencia de público, sobrepasó todo lo que se había venido viendo en ese orden desde hacía mucho tiempo, se disolvió la empresa de cereales, que tenía más de cien años de vida. También se vendió la casa de la ciudad, igual que habían hecho antes con la de la abuela, y cambiamos aquel espacioso hogar, en cuyo salón de baile con suelo de parqué los oficiales de la guarnición habían hecho la corte a las hijas de las clases altas de la sociedad, por uno más modesto, una casa con jardín en las afueras. Pero mi madre abandonó muy pronto la ciudad. A ella le gustaba el sur, las montañas, Múnich, que había conocido en los viajes con mi padre, y se trasladó allí con mis hermanos pequeños, mientras que a mí, para que terminase provisionalmente los estudios, me dejó como pensionista en casa de un profesor del liceo, junto con otros hijos de terratenientes y aristócratas de Mecklemburgo y de Holstein, que iban a la escuela en Lübeck.
Recuerdo aquella época con mucha alegría. La «institución» no esperaba ya nada de mí, me había abandonado a mi suerte, absolutamente oscura para mí mismo, pero cuya inseguridad no conseguía angustiarme, porque, a pesar de todo, yo me sentía sano y con ingenio. Iba a clase, pero en todo lo demás, por decirlo de alguna manera, iba por libre y me entendía bien con mis compañeros de pensión, en cuyas tempranas reuniones estudiantiles participaba de vez en cuando con campechana alegría. Después, tras haber alcanzado la meta de la formación escolar con la que me conformaba, seguí a los míos a la capital bávara y allí, con la palabra provisional en el corazón, ingresé como voluntario en las oficinas de una compañía de seguros contra incendios, cuyo director había llevado antes en Lübeck un negocio similar y había sido amigo de mi padre.
Un episodio curioso. Entre funcionarios resfriados yo copiaba formularios al tiempo que escribía a escondidas, en mi pupitre inclinado, mi primer relato, una novela de amor titulada Gefallen (La caída), que me proporcionó mi primer éxito literario. No solo porque se publicase en Die Gesellschaft (La sociedad), la misma revista de carácter socialista y naturalista, de M. G. Conrad, que ya en mis años de escuela me había publicado un poema que había gustado mucho entre jóvenes, sino porque además me valió una carta calurosa y alentadora de Richard Dehmel, y un poco después incluso la visita del admirado poeta, cuya entusiasta humanidad había percibido alguna huella de mi talento en aquel producto manifiestamente inmaduro, aunque quizá no carente de melodía y que desde entonces, hasta su muerte, siguió mi camino con simpatía, amistad y honrosas profecías.
Mi trabajo en la oficina, que desde el principio había considerado como una mera salida provisional, concluyó al cabo de un año. Con ayuda de un abogado que asesoraba a mi madre y que se había ganado mi confianza, conquisté la libertad. De acuerdo con él declaré que quería ser «periodista», me matriculé como oyente en la Escuela Superior de Múnich, en la Universidad y en el Politécnico, y fui a clases que parecían adecuadas para prepararme de manera general para aquella profesión un tanto indeterminada: cursos de historia, economía política, historia del arte y de la literatura, a los que acudí de manera regular durante un tiempo y no con poco provecho. En particular me fascinó un seminario sobre «épica cortesana» que en aquel entonces impartía en el Politécnico Wilhelm Hertz,[3] poeta y traductor del alto alemán medio.
Como llevaba vida de estudiante, aunque en rigor no lo era, conocí en la sala de lectura académica a algunos miembros de la «Agrupación teatral universitaria» y entré a formar parte de una tertulia de café con aspiraciones teatrales y poéticas, en la que, como autor de La caída, gozaba de cierto prestigio. Entre los compañeros con el que más hablaba era un joven jurista del norte de Alemania apellidado Koch, un chico inteligente que más tarde eligió la carrera administrativa, llegó a ser alcalde de Kassel y, con el nombre de Koch-Weser, desempeñó un destacado papel en política. Después de la revolución fue ministro de Interior del Reich y todavía hoy sigue siendo la cabeza del Partido Demócrata de Alemania.[4] De vez en cuando frecuentaban también aquella tertulia juvenil algunos escritores y poetas como O. E. Hartleben, Panizza, J. Schaumberger, L. Scharf o el viejo Heinrich von Reder.[5] El acontecimiento más destacado durante el tiempo que formé parte de ella fue el estreno alemán de El pato silvestre de Ibsen, que la agrupación representó bajo la dirección de Ernst von Wolzogen y que llegó a convertirse en un éxito literario entre las protestas de un público conservador. El propio Wolzogen hizo el papel del anciano Ekdal; el escritor Hans Olden el de Hjalmar y yo, con el abrigo de piel y las gafas de Wolzogen, el del comerciante Werle. En posteriores encuentros el autor de Das Lumpengesindel (La chusma)[6] aseguraba, probablemente en broma, que era él quien me había «descubierto».
Mi hermano Heinrich, cuatro años mayor que yo y que posteriormente escribiría algunas novelas importantísimas y de una influencia decisiva, vivía entonces, a la expectativa igual que yo, en Roma y me propuso que me uniera a él. Emprendí el viaje y, cosa que pocos alemanes hacen, pasamos allí juntos un largo y ardiente verano italiano en una pequeña ciudad rural de los Montes Sabinos, Palestrina, la localidad natal del gran músico. El invierno, con sus alternancias entre días de cortante tramontana y días de bochornoso siroco, lo pasamos en la ciudad «eterna», subarrendados por una buena mujer que tenía un piso de suelo de piedra y sillas de enea en la vía Torre Argentina. Estábamos abonados a un pequeño restaurante llamado «Genzano», que luego no he vuelto a encontrar, en el que había buen vino y exquisitas croquette di pollo. Por la noche jugábamos al dominó y bebíamos ponche en un café. No teníamos trato con nadie. En cuanto oíamos hablar alemán, salíamos corriendo. Roma era para nosotros un refugio de nuestra situación irregular y yo al menos no vivía allí por amor al sur, que en el fondo no me gustaba, sino sencillamente porque en casa aún no había sitio para mí. Acogí con respeto las impresiones histórico-estéticas que la ciudad ofrece, pero no con la sensación de que eran cosa mía ni de que podrían serme de utilidad inmediata. Las esculturas clásicas del Vaticano me atraían más que la pintura del Renacimiento. El juicio final me conmovió en cuanto que apoteosis de mi estado de ánimo, pleno de pesimismo moralista y absolutamente antihedonista. Me gustaba ir a San Pedro cuando el cardenal Rampolla, secretario de Estado, celebraba la misa con suntuosa humildad.[7] Era una personalidad extraordinariamente decorativa y, por razones estéticas, lamenté que impidieran su ascenso al pontificado por cuestiones de tipo diplomático.
Nuestra madre, que disfrutaba de la fortuna media de una mujer burguesa, cuyos herederos, según el testamento, éramos nosotros, sus hijos, nos daba mensualmente a cada hermano unos ciento sesenta o ciento ochenta marcos, y ese dinero, que parecía bastante más en moneda italiana, significaba mucho para nosotros: la libertad social, la posibilidad de «esperar». Dado lo modesto de nuestras pretensiones, podíamos hacer lo que quisiéramos, y eso era lo que hacíamos. Mi hermano, que al principio quería ser pintor, dibujaba mucho por aquel entonces. Envuelto en la humareda de incontables cigarrillos de tres céntimos yo devoraba literatura escandinava y rusa, y escribía. Los éxitos que iban llegando poco a poco me alegraban sin llegar a sorprenderme. Mi estado de ánimo era una mezcla de indolencia, mala conciencia burguesa y la sensación de seguridad de tener en mi interior unos talentos latentes. Una carta de Ludwig Jokobowski, que por aquel entonces dirigía en Leipzig la revista Die Gesellschaft, y al que yo había enviado la pequeña novela, empezaba con esta exclamación: «¡Qué hombre tan talentoso es usted!». Yo me reí de su asombro, porque a mí, curiosamente, me resultaba algo ingenuo.
Más importante fue el hecho de que una novelita titulada Der kleine Herr Friedemann