Rival oscuro - Brenda Joyce - E-Book
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Rival oscuro E-Book

Brenda Joyce

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Beschreibung

Un halo dorado envolvía a Royce el Negro, un hombre curtido por la guerra, un soldado de los dioses. Sus votos eran su vida... hasta que fue enviado a Nueva York para defender a una Sanadora de quienes pretendían utilizar sus poderes en provecho propio. En cuanto conoció a la bella y alegre Allie Monroe, Royce comprendió que era su única debilidad... y tenía razón. Allie Monroe era algo más que una rica heredera. Era una Sanadora dispuesta a hacer cualquier cosa para salvar a las víctimas del mal que acechaba de noche en la ciudad. Se sentía muy sola... hasta que el destino le envió al highlander más oscuro de todos. Pero Royce fue asesinado delante de sus ojos y Allie tuvo que hacer lo imposible por salvarlo, como retroceder en el tiempo hasta un mundo lúgubre y peligroso. Enfrentarse a sus enemigos podría costarles no sólo la vida, sino también el amor que compartían...

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Seitenzahl: 564

Veröffentlichungsjahr: 2010

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BRENDA JOYCE

RIVAL OSCURO

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2007 Brenda Joyce Dreams Unlimited, Inc. Todos los derechos reservados. RIVAL OSCURO, Nº 8 - octubre 2010 Título original: Dark Rival Publicada originalmente por HQN™Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9180-6 Editor responsable: Luis Pugni

ePub Edition X Publidisa

Prólogo

Hace mucho tiempo, en algún lugar del reino de los pictos

Hoy iba a morir. No le importaba, aunque sólo tenía veintitrés años. Porque no moriría solo. De pie sobre el promontorio, entre pinos y robles, jadeaba como un sabueso, el cuerpo bañado en sudor. Llevaba dos semanas interminables persiguiendo a Kael, haciendo oídos sordos a todos los consejos, las advertencias y los augurios. Kael estaba ahora en la fortaleza del otro lado del valle, sobre otro risco. No tenía que verlo pasa saber que estaba allí. Sentía su oscuro poder.

Pero no sentía a Brigdhe, su esposa.

Apartándose el cabello rubio de la cara, comenzó a descender del promontorio con paso largo y decidido. El jubón de lino se pegaba a su cuerpo joven y duro, empapado en sudor. La espada golpeaba su muslo a cada paso. Abandonó el refugio de los árboles y vio que los hombres iban juntándose en las torres vigías de madera repartidas por la empalizada. Sonó un cuerno. Él sonrió. ¡Que gritaran sus advertencias!

Llegó a las puertas de la casa fortificada y no vaciló, aunque estaba aún estrenando sus poderes. Hacía seis meses que MacNeil, el amigo de su padre, lo había llamado a Iona. Entonces no había entendido qué quería de él el abad de un monasterio. Pero pronto había descubierto que quien así lo llamaba no era un verdadero abad, y que lo que había en aquella isla no era un simple monasterio. Siempre había sabido que era más fuerte, más viril y más sexual que otros hombres. Su intelecto era más agudo, su sentido del peligro mucho más fino. Y físicamente les sacaba al menos una cabeza a todos sus amigos. Al consagrarse a dioses antiguos a los que no había prestado atención hasta el momento de su elección, y jurar proteger la Inocencia por los siglos de los siglos, sus poderes se habían liberado de pronto. Seguía sin conocer el alcance de su fortaleza, pero ahora nada podía detenerlo.

Llegó a las puertas cerradas, tan altas como dos hombres y tan anchas como un corcel de guerra. Las arrancó de sus bisagras de hierro.

Por encima de él, en las torres, los hombres gritaban alarmados. Las flechas llovían sobre él. Una atravesó su piel y le produjo un leve escozor. Otra penetró más dentro, clavándose en su carne. Se la arrancó sin sentir ningún dolor.

Se concentró y llevado por el instinto se rodeó de su poder como un escudo, sin aflojar el paso, derecho hacia los edificios más grandes de la fortaleza. Las flechas caían inútilmente a su alrededor.

Una docena de gigantes corrió hacia él portando lanzas y escudos de cuero. Eran humanos, pero estaban poseídos por el mal. Siguió andando y desenfundó su espada. El metal siseó. Los gigantes arrojaron sus lanzas al unísono. Reunió más poder y lo arrojó hacia sus asaltantes. Los gigantes cayeron como empujados por un viento fortísimo y sus lanzas volaron hacia atrás, más allá de ellos.

Subió los escalones y entró en la sala a oscuras.

Kael se hallaba frente a él.

Pero él sólo veía a Brigdhe, tendida desnuda sobre la alfombra, delante del fuego, las manos atadas y el largo cabello rojizo cayéndole alrededor del cuerpo esbelto. Titubeó.

Ella volvió la cabeza débilmente y lo miró. Sus ojos se agrandaron... y él vio un reproche en su semblante.

El golpe lo pilló desprevenido, lanzándolo hacia atrás. Aterrizó de espaldas junto a la puerta, pero no dejó caer la espada. Mientras la espada de Kael descendía, la expresión de reproche de Brigdhe seguía grabada en su mente. Su corazón se llenó de espanto. En lugar de parar el golpe, levantó inútilmente el arma y la hoja de Kael se clavó en su hombro, atravesando músculo y hueso.

Se olvidó de su esposa. Se apartó rodando cuando Kael arremetió de nuevo contra él con más energía. El segundo golpe fue tan sorprendente como el primero. No estaba acostumbrado a que los hombres lucharan así. Arrinconado contra la pared, sintió llegar la espada de Kael y esta vez lanzó a ciegas una estocada hacia arriba, por puro instinto. El acero chocó contra el acero. El metal chirrió, retumbante. Se levantó de un salto. Sangraba mucho. Kael le lanzó más poder. Fue arrojado de nuevo contra la pared, de espaldas. Al chocar contra la madera como si lo hubieran arrojado desde un acantilado, logró concentrarse. Ahora tenía poder: él también podía luchar así.

—A Brigdhe! —rugió. Y golpeó a Kael con todas sus fuerzas.

Kael salió despedido hasta el otro lado del salón y aterrizó de espaldas, no muy lejos de Brigdhe. Corrió tras él, ignorando el dolor ardiente del hombro. Kael se levantó, y él le atravesó salvajemente el corazón. La punta de la espada le salió por la espalda.

Un humano habría muerto en el acto. Kael contuvo el aliento... y luego sonrió.

—Tus sufrimientos acaban de empezar.

Él no le entendió, ni le importó lo que decía. Extrajo la espada, agarró a Kael del cuello y le cortó la cabeza cruelmente. Los ojos rojos del demonio brillaron una última vez. Luego se cegaron.

Corrió al instante hacia su esposa.

Estaba sentada con la espalda apoyada en la pared, abrazándose las rodillas contra el pecho. Con el corazón roto, él se arrodilló a su lado y le tendió los brazos, dispuesto a estrecharla. El dolor del hombro se intensificó súbitamente, y se sintió mareado.

—¡No me toques!

Se apartó, asombrado, y el suelo volvió a nivelarse. De algún modo logró bajar las manos; de algún modo logró no tocarla.

—Ya ha pasado. Voy a llevarte lejos de aquí —dijo en tono tranquilizador. Pero en el fondo se sentía enfermo, frenético y avergonzado por no haber sabido protegerla.

—No.

Se tensó, anonadado, y escudriñó sus ojos, pero ella ya no lo miraba.

—Lo siento, Brigdhe.

—¿Lo sientes? —preguntó con desdén y ojos llenos de odio—. Apártate de mí. Me ha hecho esto por tu culpa. ¡Aléjate de mí!

Sus palabras asestaron el golpe que Kael no había sido capaz de asestar. Él intentó respirar y fracasó. Brigdhe tenía razón. Kael había usado a su esposa contra él. Él había jurado proteger la Inocencia, y ni siquiera había sido capaz de proteger a su mujer.

En ese instante comprendió que su matrimonio había acabado.

—¿Puedes levantarte? —preguntó con la voz cargada de emociones a las que no debía entregarse.

—No me toques —gritó ella, furiosa.

Él se levantó y se apartó en el instante en que llegaron su hermano y MacNeil. Lleno de una horrible amargura, vio cómo Brogan la levantaba en brazos y la sacaba del salón. Se quedó mirándolos, resistiéndose a sentir dolor. Había sido un necio al pensar que podía conservar a su esposa y cumplir sus votos como Maestro. No culpaba a Brigdhe por odiarlo. También él se odiaba a sí mismo.

MacNeil lo llamó desde el umbral, su hermoso rostro contraído en una mueca amarga y severa.

—Me desobedeciste, Ruari. Se te dijo que no salieras solo a la caza de Kael.

No estaba de humor para discutir.

—Sí —desde donde estaba podía ver a Elasaid, la gran Sanadora, atendiendo a la mujer que tan brevemente había sido su esposa. Nunca más, se dijo.

MacNeil estaba espiando sus pensamientos, porque dijo:

—Sí. Eres un Maestro, muchacho. Te quedarás solo, como todos los demás. Un Maestro vive solo, lucha solo, muere solo.

—Descuida —dijo agriamente. No tenía intención de permitir que ninguna otra mujer entrara en su vida, y menos aún de tomar otra esposa. No se dejaría doblegar por el dolor que atenazaba su corazón. Ni ahora, ni

nunca. Los votos que había hecho serían su vida.

MacNeil se ablandó.

—No creía que pudieras derrotar a Kael. Estoy orgulloso de ti, muchacho.

Él asintió escuetamente. MacNeil lo agarró del hombro y le indicó que debían marcharse. La fortaleza sería arrasada y el suelo consagrado. Los prisioneros humanos los acompañarían; los demonios serían destruidos. Los humanos serían exorcizados, si ello era posible.

Oyó que una mujer gemía pidiendo ayuda.

Se puso tenso, porque fuera del salón a oscuras la tarde había quedado en perfecta quietud.

—¿Ruari? —preguntó MacNeil.

El aire se movía a su alrededor. Una mujer susurró su nombre.

Miró a MacNeil.

—¿Has oído a esa mujer?

MacNeil miró a un lado.

—Aquí no hay nadie, excepto tú y yo.

Se equivocaba. Una mujer lo había llamado desde el salón, estaba seguro. Se apartó de MacNeil y volvió al húmedo aposento. Escudriñó cada esquina, pero no vio a nadie. Entonces vio una trampilla en el suelo.

«Por favor».

«Royce».

Había oído claramente que una mujer lo llamaba. Corrió a la trampilla y la levantó. Y oyó el siseo de las serpientes.

—¡Traedme una antorcha! —gritó.

—Ahí abajo no hay nadie —dijo MacNeil con firmeza—. Sentiría su vida, si la hubiera.

—¡Una antorcha! —pidió.

Un momento después, MacNeil le entregó una antorcha encendida. La bajó y vio retorcerse un montón de serpientes; pero, por lo demás, el pozo parecía vacío. Aun así, no podía estar seguro. Porque sentía la presencia de la mujer, y ella tenía miedo.

Saltó al pozo agitando la antorcha para apartar las serpientes de sus pies desnudos. Recorrió con la mirada el pequeño sótano excavado y comprendió que MacNeil tenía razón: allí abajo no había nadie.

Arrojó la antorcha a MacNeil y alzó los brazos. Un momento después salió de la fortaleza, pero seguía sintiéndose inquieto. Miró hacia atrás.

Dentro del oscuro salón, el aire parecía agitarse llamándolo. De pronto se sintió envuelto en la fragancia de una mujer. Y la oyó de nuevo.

«Royce...».

Agarró a MacNeil para detenerlo.

—¿Quién es? ¿Dónde está? ¿Qué quiere y por qué me llama por mi nombre inglés?

MacNeil lo miraba fijamente.

—No está aquí, muchacho.

—¿Dónde está, entonces? —no podía entenderlo. Y dio media vuelta, abrumado—. He de encontrarla.

MacNeil lo agarró del brazo.

—Ahora no la encontraremos. Está en el futuro. En tu futuro.

Capítulo Uno

South Hampton, Nueva York

4 de septiembre de 2010

Desnuda junto a la ventana, sentía la respiración profunda y regular de su amante tras ella, en la cama. La noche en Long Island era azulada y negra, tachonada de estrellas, la luna llena brillaba y se oía el rugido acompasado del mar. El estor golpeaba suavemente la ventana, empujado por la brisa marina. Mientras estaba allí parada, se amontonaron las nubes.

Ella se tensó.

El cielo se había oscurecido. Las sombras cruzaban la cara radiante de la luna, llenándola de cicatrices. Las contraventanas comenzaron a golpear las paredes casi frenéticamente.

Allie miraba fijamente la luna, que iba volviéndose negra. Se concentró. Y sintió que el mal acechaba. Su pulso se aceleró. Cruzó corriendo la habitación y estaba a punto de entrar en el vestidor cuando Brian se remo

vió y murmuró, soñoliento:

—Eh...

Ella sonrió y regresó rápidamente a su lado.

—Estoy muerta de hambre. ¿Quieres que traiga algo de la cocina? —odiaba mentirle, pero él no lo entendería.

Estaba roncando.

Allie esperó un momento, corroída por la impaciencia. Una de sus mejores amigas era una experta en hechizos, pero ella no tenía poderes. Y era una pena en momentos como aquél: habría sido genial conocer un hechizo para dormir. Al ver que Brian dormía profundamente, se puso rápidamente una camiseta negra, unos pantalones negros de militar y unas Nike del mismo color, y recogió su mochila negra. No se molestó en abrirla; estaba cargada y lista. Olvidándose del hombre dormido, salió por la ventana con la agilidad de un gato y bajó por la espaldera como si lo hubiera hecho mil veces, y así era. Cruzó el jardín hasta la entrada de coches, donde había dejado su Mercedes SL560.

Montó en él, pero no arrancó. Se quedó muy quieta y concentró su sexo sentido.

Una sombra de oscuridad y muerte se estaba congregando en el norte.

Sintió maldad; sintió lujuria.

Inundada por la adrenalina, giró la llave de contacto. Consciente de que no podía salir a toda velocidad de la casa, porque despertaría a todo el mundo, se concentró en la tormenta de violencia que se estaba formando. Tenía que determinar su ubicación exacta. Avanzó lentamente por el camino mientras la lujuria de la noche se intensificaba. Sentía latir el corazón, denso y fuerte, y palpitar la sangre repleta de maligna carnalidad.

Salió a la carretera de dos carriles y pisó el acelerador. Los neumáticos chirriaron. Iba a salvar a aquella víctima. Conducía por instinto, sintiendo aquella energía monstruosa. Se saltó dos stops. Aquel maldito monstruo había encontrado a su presa. Podía sentirlo acechando, a punto de saltar sobre su presa y matarla. Intuía que el depredador y su víctima estaban frente a uno de los bares o restaurantes de la autopista 27. Era fin de semana y los bares de copas estaban llenos de gente.

Comenzó a alzarse una oleada de placer.

Allie gritó, porque podía sentir su placer sexual. Iba rápidamente en aumento. Los crímenes de placer acababan siempre en asesinato.

El coche de delante circulaba respetando el límite de velocidad. Allie pisó el acelerador y, al adelantar bruscamente, estuvo a punto de chocar con un camión que circulaba por el carril contrario. El camión pitó.

El placer se convirtió en éxtasis, en frenesí. Fluía sobre Allie en oleadas: la víctima y el asesino estaban alcanzando el orgasmo. Allie no se excitó. No podía. Su ira no conocía límites. Iba a llegar demasiado tarde...

Entró en un aparcamiento contiguo a un restaurante muy frecuentado que daba sobre la bahía. Aunque el aparcamiento estaba lleno, Allie sabía exactamente hacia dónde dirigirse.

Los vio al fondo, lejos de la entrada del restaurante. Una pareja se abrazaba en el suelo, presa de los estertores de la pasión. Y no era una violación...

Mientras los observaba, el hombre pareció percibir su poder blanco y volvió la cabeza hacia ella.

Allie pisó el freno y se bajó del coche de un salto. Al hacerlo, sintió que el poder oscuro estallaba en medio de la noche. ¡Era demasiado tarde!

Deslumbrada por un momento, notó menguar sus sentidos. Le costaba ver y no sentía a la víctima; lo único que sentía era el triunfo del mal y la muerte. Se tambaleó, echando mano de su mochila, y sacó una pistola con silenciador. Luego se volvió y apuntó.

El hombre se incorporó, sonriente, rubio y bellísimo, sus rasgos perfectos como los de una estrella de cine. Era, hasta donde ella sabía, una estrella de cine. Vestido como un modelo, con pantalones carísimos y una bonita camisa, lanzó hacia Allie su negro poder.

Allie se envolvió en su luz blanca, pero era una luz sanadora y no sirvió de gran cosa. Cayó contra el coche con tanta fuerza que pensó que se había roto el cuello. Consiguió de algún modo levantar el arma y disparar.

Tenía buena puntería, pero no después de un golpe como aquél; aun así, le dio en el hombro. Lo malo era que él tenía tanto poder tras quitarle la vida a su víctima que un disparo no podía hacerle casi nada, como no fuera, quizá, hacer brotar un poco de su sangre.

Se rió de ella y se esfumó en el cielo estrellado.

Allie confió en que el hombro le doliera a rabiar.

Se tambaleó, dolorida todavía por el golpe. Lanzó la mochila al asiento trasero del descapotable y se acercó a la víctima tumbada en el suelo.

Sus sentidos se pusieron en marcha. La noche parecía callada y muerta: carente de vida.

Allie se arrodilló, consciente de que era demasiado tarde. Si la mujer aún estuviera viva, habría sentido un destello de vida en ella.

La víctima yacía inmóvil, de espaldas, vestida con una bonita camiseta y una falda. Sus ojos tenían una expresión vacía y ciega. Allie gritó, porque no podía tener más de quince años. No era justo. Estaba tan cansada de asesinos diabólicos... Por cada ser humano que salvaba, había cientos de víctimas como aquélla, cuyas vidas robaban los monstruos que de noche acechaban a los inocentes y usaban luego ese poder para sembrar más caos y muerte.

Aquello, sin embargo, no parecía tener fin. Los comentaristas sociales hablaban sin cesar de la quiebra de la sociedad moderna, de tasas de asesinatos estratosféricas... y el noventa por ciento de los asesinatos eran ya crímenes de placer. Las víctimas no se defendían. Eran seducidas de algún modo por perfectos desconocidos, y sus fluidos corporales evidenciaban múltiples orgasmos. Todas las víctimas morían. Como si fueran débiles

o ancianas, se les paraba el corazón durante la cópula.

Las víctimas eran siempre, sin embargo, jóvenes y hermosas, y gozaban de perfecta salud. No había motivos médicos que explicaran el fallo cardíaco.

Naturalmente.

Porque la ciencia no podía explicar la maldad, ni la explicaría nunca.

La extrema derecha pedía la pena de muerte para aquellos pervertidos. Culpaba a las fuerzas de la ley, al gobierno federal y a la administración de los distintos estados por el fracaso a la hora de detener a los culpables y por el aumento de las tasas de criminalidad. La extrema izquierda quería más estudios y más investigación; exigía la mejora de la educación, de la sanidad, de los hospitales en los barrios conflictivos... Como si los asesinos salieran de aquellos barrios.

Pero no salían de allí.

La izquierda, la derecha y la opinión pública en general creían que los asesinos eran simples violadores, a pesar de que nunca había violación. Pensaban que los culpables eran humanos. Pero se equivocaban. Era todo una inmensa tapadera del gobierno. Aquellos criminales sexuales no tenían ADN humano y Allie lo sabía sin duda alguna. No sólo lo sabía porque su madre le había enseñado a sentir, a intuir y a comprender el mal desde que era una cría, sino porque Brianna trabajaba en el CAD: el Centro de Actividad Demoníaca.

El CAD era un organismo secreto, claro.

Los culpables parecían humanos, pero eran de la estirpe del diablo y se cebaban en la humanidad, enviados hacía siglos por el propio Satanás. Siempre había habido crímenes de placer; lo novedoso era el número creciente de las hordas demoníacas. Su población se estaba multiplicando a un ritmo aterrador. Algo iba mal. Y Brie, Tabby, Sam y ella no podían hacerlo todo solas.

En el CAD había quienes creían que existía una raza de hombres que luchaba contra los demonios con super-poderes. Algunos agentes juraban incluso haber visto a esos guerreros. Los relatos siempre variaban: en unos, eran paganos; en otros, caballeros cristianos; y en otros, soldados modernos. Un hilo común unía los rumores, sin embargo: podían viajar en el tiempo y habían jurado ante Dios combatir el mal.

Allie hizo una mueca. Si existía esa raza de superhéroes, ¿por qué no aparecía uno de aquellos guerreros paganos, medievales o modernos para ayudarla?

Necesitaba a alguien que le cubriera las espaldas mientras sanaba a víctimas como aquélla.

Ansiaba luchar, pero era difícil hacerlo cuando un simple golpe de energía podía hacerla atravesar por el aire medio campo de fútbol.

Allie sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas. Tomó las manos de la chica y la bañó en su luz sanadora.

—Lo siento —musitó. Quería reconfortar su espíritu antes de que partiera hacia el otro mundo.

Y mientras miraba la hermosa cara de la chica, su rabia no conoció límites. La bañó con más luz, deseando neciamente devolverle la vida. No podía hacerlo, claro. No podía resucitar a los muertos. Había empezado a curar insectos y peces siendo muy niña, animada por su madre. Sus capacidades se habían ido fortaleciendo con el paso de los años. Cuando Elizabeth Monroe murió repentinamente teniendo ella diez años, ya era capaz de curar sin esfuerzo la gripe y el catarro común. A los quince años, podía curar los huesos rotos. A los dieciséis, podía restablecer la salud de una persona anciana aquejada de neumonía severa. A los dieciocho devolvió el uso de las piernas a un niño al que había atropellado un coche. A los veinte curó un caso crítico de cáncer de piel.

Debía tener cuidado: tenía que mantenerse en el anonimato, o acabarían estudiándola como a un ratón de laboratorio. Su madre le advertía a menudo de que mantuviera en secreto sus poderes.

Había tantas cosas que no podía hacer... No podía devolver la vista a los ciegos, y resucitar a los muertos. Pero quería intentarlo.

Intentó transmitir a la chica todo su poder blanco. Sentada a su lado, con la cara manchada de lágrimas, se esforzó por insuflarle más y más luz sanadora. La chica seguía inmóvil; sus ojos continuaron ciegos. Su corazón no latía. Allie cerró los ojos con fuerza. No quería darse por vencida. Si pudiera devolverle la vida a aquella chica y salvar a una sola de las víctimas de aquellos demonios... Pero le costaba hacer acopio de su poder, concentrarlo y comunicárselo a la chica. Aun así, logró lanzarle otra lluvia de energía sanadora. Sintió dolor y gimió. Se dio cuenta de que estaba al límite: se sentía agotada y débil, y comprendió que no le quedaba más poder que dar.

No se dio cuenta de que estaba tumbada boca abajo hasta que arañó la tierra mientras buscaba su poder de sanación. Pero había desaparecido.

El suelo comenzó a girar.

Allie cerró los ojos, aturdida y debilitada. Oyó voces procedentes del restaurante, pero estaba tan exhausta que ni siquiera se tensó. Iban hacia ella y no podía moverse: estaba completamente indefensa. Aguzó sus sentidos. No había maldad. Con un gemido, se desmayó.

Lo último que pensó fue que no había podido resucitar a la chica, por más que lo había intentado.

Al despertar, se sentía pesada y aturdida como si la hubieran drogado. Cuando abrió los ojos le pareció que los tenía pegados con pegamento, pero comprobó aliviada que sus manos, sus pies y sus dedos, aunque débiles, seguían funcionando. Había dormido, pero no en su cama, y tenía ganas de vomitar. Se sobresaltó al darse cuenta de que estaba en una habitación de hospital, conectada a varios monitores y a una vía intravenosa. ¿Qué demonios...?

Enseguida recordó que había intentado resucitar a la chica y que al final se había desmayado. Alguien debía de haberla encontrado y había llamado a Emergencias.

Se sentó. Estaba extremadamente cansada por el esfuerzo que había hecho, pero aun así podía levantarse y marcharse de allí. Hizo una mueca, pensando en las preguntas que le harían si llamaba a una enfermera. Tenía que evitarlas.

Arrancó el esparadrapo de la vía y estaba quitándose la aguja lo más suavemente posible cuando sintió que la habitación se llenaba de calor. Se puso tensa al reconocer el poder blanco y levantó los ojos. Su madre apareció junto a su cama. Allie sofocó un grito de asombro. Aunque su madre había muerto quince años antes, Allie nunca la había olvidado. Su legado y su compasión eran demasiado grandes. No había duda de que su madre había surgido de entre los muertos por primera vez para visitarla. Era tan rubia y blanca de piel como Allie morena, y tenía un aspecto extrañamente atemporal. Sonrió a Allie, pero sus ojos brillaban llenos de urgencia.

«Ha llegado la hora, cariño. Abraza tu destino».

Allie le tendió los brazos, anonadada... pero su madre ya había empezado a desaparecer.

—¡No te vayas! —gritó Allie, levantándose de la cama.

Pero su madre iba convirtiéndose en una sombra difusa.

«Dorado».

¡Su madre estaba hablando otra vez! Allie podía oírla, pero su voz era cada vez más débil, casi inaudible. Se estaba disipando, naturalmente: era casi imposible que volviera al reino de los vivos llevando muerta tantos años.

—¡Mamá! ¡No te vayas! ¿Qué ocurre? —estaba perpleja y eufórica al mismo tiempo. Pero también alarmada. Si su madre estaba intentando comunicarse con ella después de tantos años de ausencia, tenía que estar pasando algo terrible.

«Confía».

El espectro de su madre desapareció, y Allie se quedó a solas en el pequeño cubículo cerrado con una cortina.

—¿En quién quieres que confíe? ¡Confío en ti! —sollozó.

«En el Maestro dorado».

Allie se envaró, confusa; no sabía si había oído bien...

hasta que una imagen sorprendentemente clara se formó en su cabeza.

Uno de los hombres más viriles y bellos que había visto nunca asaltó su mente. Allie vio a un tiarrón de piel bronceada, con el pelo rubio oscuro aclarado por el sol y revuelto. Estaba completamente desnudo. Su interés se redobló. Aquel hombre era un asombroso amasijo de músculos. Tenía la complexión del Hércules mitológico... y estaba macizo. Era guapo de morirse, con facciones casi perfectas y un semblante duro y extremadamente viril. Su expresión era tensa e implacable, y sus llamativos ojos grises tenían una mirada penetrante.

Su cuerpo parecía el de un caballero de otro tiempo. Allie se lo imaginó con una espada en la mano. Al mismo tiempo, sin embargo, parecía capaz de bailar un rock and roll.

Ella tragó saliva, casi sin aliento.

¿Qué le pasaba? Estaba oyendo a su madre, que hablaba desde el más allá, y fantaseando con uno de esos hombres con los que jamás se cruzaría, como no fuera en las páginas de una novela romántica.

No podía haber inventado aquella expresión, sin embargo. Ni en un millón de años.

¿Qué significaba aquello? ¿Y qué importaba? Tenía que largarse pitando del hospital, antes de que alguien intentara interrogarla.

—¿Allie?

Se puso tensa cuando una de sus mejores amigas cruzó las cortinas. Brianna Rose era una doble de Jennifer Garner, aunque era casi imposible darse cuenta porque siempre llevaba trajes informes, gafas de sol negras y el pelo severamente recogido hacia atrás. Era la persona más tímida que Allie conocía. Y también la más lista: un verdadero genio de la tecnología.

Sus miradas se encontraron mientras Brianna se acercaba a ella.

—¿Por qué saliste a patrullar sola? —musitó Brie, cuyos hermosos ojos verdes se veían claramente, pese a las austeras gafas que llevaba—. ¡Vi lo que ocurrió!

—Estoy bien —susurró Allie. Brie era clarividente. Y también altamente empática. Naturalmente, había corrido junto a Allie al sentirla enfermar—. ¿No llegas tarde al trabajo?

—Son las seis de la mañana —contestó Brie—. Te trajeron a las tres. ¡Lo siento! He estado toda la noche en la UCH, enfrascada en un caso. Si no, me habría enterado antes. Sam y Tabby están fuera. Vamos. Salgamos de aquí antes de que se enteren los del CAD.

Allie la agarró de las manos.

—Brie, acabo de ver a mi madre.

Brianna vaciló.

—Luego hablaremos —dijo tras una pausa cargada de significado.

Allie se observó críticamente en el espejo. Su padre estaba celebrando una fiesta para recaudar fondos y ella tenía que bajar dentro de un momento. Había disimulado sus ojeras con maquillaje. Aunque se sentía mejor, todavía no se había recuperado y lo sabía. Se había pasado de la raya al intentar resucitar a los muertos.

El vestido de gasa flotaba sensualmente sobre su cuerpo y hacía resplandecer su piel olivácea y sus ojos oscuros. Se había puesto una buena cantidad de sombra de ojos verde azulada y rímel negro. Ahora añadió un poco de brillo suave a sus labios. Para haberse despertado en el hospital esa misma mañana, tenía buen aspecto.

—¡Alison Monroe, llegas tarde! —Tabby, su otra mejor amiga, entró en la habitación. Estaba guapísima con un vestido de noche de color bronce. Se había divorciado hacía poco y Allie sabía que su sonrisa era forzada: su marido la había abandonado por una mujer más joven, y Tabby tenía roto el corazón.

—Estás increíble —Allie sonrió.

—Gracias. Casi me siento guapa otra vez —dijo Tabby mientras cerraba la puerta.

Era de estatura media, delgada y rubia; cuando no estaba haciendo encantamientos o luchando contra el mal, practicaba el yoga. Era maestra de primer ciclo y su ex se movía en las altas esferas de Wall Street. Había sido la historia de Cenicienta... o eso pensaban ellos.

—Te advierto de que Brian quiere saber por qué lo dejaste plantado anoche.

Allie hizo una mueca.

—Supongo que han vuelto a pillarme.

—No es la primera vez —dijo Tabby suavemente—. ¡Odio que salgas sola! Podrían hacerte daño. ¡Acabaste en el hospital! Gracias a los dioses que Brie se dio cuenta y pudimos rescatarte de las garras de la policía.

Tabby ya no sonreía. Ella, Sam y Brianna conocían su secreto: eran amigas desde niñas y sabían que podía sanar. Pero Allie también conocía sus secretos. Pertenecían a la familia Rose y todas ellas tenían poderes que usaban para combatir el mal. Tabby y Sam eran hermanas, y Brie era su prima. Aunque Brie trabajaba en el CAD, nadie sabía que era capaz de ver el futuro, y todas ellas se hacían notar lo menos posible.

—Otro que muerde el polvo, supongo —comentó Tabby.

Allie desvió la mirada. Brian había empezado a comportarse como si de verdad estuviera interesado en ella, y eso no era bueno. Los hombres siempre habían acudido a ella como abejas atraídas por la miel. Ella, sin embargo, sólo había conseguido ejecutar mecánicamente, como un autómata, los gestos propios del amor. Tenía veinticinco años y nunca se había enamorado; ni siquiera en el colegio.

Siempre los sorprendía escabulléndose en plena noche, y todavía le costaba intentar inventar alguna excusa. Aquel comportamiento acababa tarde o temprano con todas sus relaciones de pareja. Allie sabía que no tenía tiempo para el amor. De hecho, el amor probablemente se interpondría en su misión de curar a los demás.

—Estoy tan cansada de mentir, de ocultar quién soy en realidad... —dijo, sentándose en la cama—. Pero le diré que me llamaste desconsolada y que tuve que ir a verte sin perder un momento.

—Tú por lo menos no estás enamorada —dijo Tabby, refiriéndose a su propio corazón roto.

Antes de que Allie pudiera decir nada, Sam entró sin llamar.

Mientras que Tabby era tan elegante y sofisticada como podía serlo una mujer, Sam llevaba el pelo rubio muy corto y gustaba de ponerse botas de motorista y vaqueros rotos. Esa noche, para la fiesta, se había puesto un vestidito negro muy provocativo que dejaba ver su cuerpo, fibroso y atlético como el de un entrenador personal. Llevaba además un montón de sombra de ojos negra y los labios muy pálidos. Era tan guapa que su actitud de rockera-motorista no lograba empañar su belleza.

—Te he oído, Tabby. Y algunas somos mujeres liberadas que sólo necesitan a los tíos para una cosa — guiñó un ojo mirando a Allie.

Sam la entendía. Siempre la había entendido. Era muy dura: poseía esa dureza que sólo se da cuando la tragedia te golpea siendo joven, pero lo bastante mayor para no olvidar y seguir adelante. A diferencia de su hermana, no era nada romántica. Allie la entendía muy bien. Sam estaba concentrada en lo suyo, cazar demonios, y el amor sólo podía ser un estorbo.

—Ojalá pudiera ser como tú y como Sam —dijo Tabby, muy seria—. Ojalá pudiera salir con hombres, pasarlo bien y salir luego de una pieza.

—Nadie puede cambiar su forma de ser —dijo Allie suavemente—. Tú eres perfecta tal y como eres —no iba a confesarles que a veces se preguntaba cómo sería enamorarse; que estaba cansada de estar tan condenada-mente sola.

Tabby soltó un bufido.

—Bueno, como voy a renunciar para siempre a los hombres, supongo que ése será nuestro secreto.

—Renuncia sólo a encontrar al hombre perfecto, porque no existe —dijo Sam y, sentándose en una silla, cruzó sus largas piernas cinceladas.

—Seguro que conocerás a alguien que sea tan perfecto para ti como tú para él —dijo Allie. Sonrió y se acercó al espejo, fingiendo que iba a retocarse el maquillaje. No quería seguir hablando del amor.

Tabby dijo suavemente:

—Oye, ¿olvidas que tengo poderes telepáticos?

Allie miró el reflejo de su amiga en el espejo. No cambiaría su don por nada ni por nadie, pero su vida era dura y solitaria. No sabía qué haría sin aquellas amigas tan increíbles. Dijo con firmeza:

—Lo mío es ayudar a otros, no enamorarme. Nunca me he enamorado. Y dudo de que me enamore alguna vez.

Allie se volvió y advirtió en silencio a Tabby que no desvelara sus secretos. Tabby le apretó la mano.

—Hablando en serio, Brian está muy disgustado por lo de anoche, Allie. Me preguntó si lo estabas engañando con otro.

Allie se mordió el labio.

—¿No puedes presentarle a alguna chica despampanante? Mañana por la mañana ya no se acordará de mí...

Tabby le lanzó una mirada, pero Allie sabía que su amiga haría lo que pudiera. Nadie era tan amable y generoso como ella, y no permitiría que Brian anduviera por ahí con el corazón destrozado. Tabby sonrió por fin, sólo un poco.

—Va contra las normas mandarle a su alma gemela, pero veré lo que puedo hacer.

Sam se levantó.

—El deber nos reclama, señoras.

Allie no se apartó del tocador.

—¿Ha venido Brie, por casualidad? —preguntó.

Sam la miró con incredulidad.

—Brie no vendría a una fiesta ni aunque su vida dependiera de ello. Si no está trabajando, te garantizo que está en casa, sola, con una copa de vino, rodeada de archivos de la UCH.

La UCH era la Unidad de Crímenes Históricos del CAD.

—Tengo que pedirle un favor —dijo Allie.

Tabby la miró fijamente, leyéndole el pensamiento. Allie les había hablado de la visita de su madre esa mañana, mientras iban en el todoterreno de Sam, camino a casa desde el hospital de South Hampton. Pensó en las extrañas palabras de su madre y en aquel guerrero musculoso y bronceado. Se puso tensa: empezaba a sentir un cosquilleo de deseo.

—Necesito saber qué quería decir.

Sam se rió por lo bajo.

—No, lo que quieres saber es si hay una máquina sexual con el pelo rubio en tu futuro. Mmm, quién lo pillara. Aunque yo los prefiero morenos.

Allie tuvo que sonreír.

—Es mío, niña.

Sam se encogió de hombros.

Pero Tabby estaba muy seria.

—¿Cuántas veces has deseado que te ayudara un guerrero mientras curabas a alguien? Recuerdo que siempre decías eso: un guerrero. Tengo la sensación de que tu madre va a mandarte uno —sus ojos brillaban de emoción.

A Allie se le aceleró el corazón.

—Puede que vaya a mandarme a un agente del CAD.

—Esos tipos son ex miembros de los cuerpos de Operaciones Especiales. Estaría bien —dijo Sam.

Tabby susurró:

—No soy Brie, ni de lejos, pero ¿quieres que traiga mis cartas?

Allie se tensó. Tabby tenía un don para el Tarot. Carecía de la increíble clarividencia de Brie, pero las cartas solían hablarle.

—Usa las mías.

Un momento después, Tabby había colocado siete cartas sobre la mesa. Aunque no sabía interpretarlas como Tabby, Allie conocía las cartas y enseguida vio el Caballero de Espadas.

—¿Es él? —preguntó en voz baja, y el vello de la nuca se le erizó al mirar al caballero en su corcel blanco, espada en mano.

Tabby levantó la vista.

—No. Éste es él —señaló al Emperador. Estaba del revés.

Los ojos de Allie se agrandaron.

—¿Estás segura?

—Esta tirada es sobre él, Allie. Y es el destino —señaló con la mano—. Cinco de estas cartas son Arcanos Mayores.

Allie tembló.

—Ya lo veo.

—Alguien va a llegar del pasado, pero no de tu pasado. Aquí hay otra mujer, y está herida. El hombre es viejo, con mucha autoridad. Tiene poder y fe, y busca la Justicia. Y está bendecido, Allie —añadió.

Allie volvió a respirar. Costaba creer que su guerrero dorado fuera un viejo.

—¿La otra mujer es mi madre? ¿Le ocurre algo? — ¿había quedado su madre atrapada entre dos mundos? Allie había oído decir que era posible, y eso podía explicar su extraña visita.

—No sé quién es la otra mujer, pero al igual que el Caballero de Espadas es un puente entre ese hombre y tú. Es muy importante para los dos. Aparece como la Reina de Copas. Allie, tu vida está a punto de dar un vuelco —Tabby señaló la carta que mostraba la Torre golpeada por un rayo. Estaba junto a la carta de la Muerte.

Según todas las interpretaciones, la carta de la Muerte no simbolizaba la muerte, en realidad. La mayoría de los tarotistas se negaban a leer literalmente la muerte en las cartas. Pero Tabby no. En su opinión, la carta de la Muerte era eso, si aparecía conjugada de determinada forma con las demás cartas.

—¿Va a morir alguien? —Allie no se desanimó. Todos los días morían inocentes. La muerte era ley de vida.

—Sí —musitó Tabby, muy seria. Señaló el Sol, colocado bajo la Muerte—. Pero de las cenizas nacerá un

nuevo día.

Sus miradas se encontraron.

Brianna entró en la habitación vestida con un amorfo traje pantalón negro.

Allie se sobresaltó.

Brianna no sonreía. Se acercó a ellas y se quedó mirando el Emperador invertido.

—Está aquí.

Era medianoche cuando Allie salió a la terraza embaldosada que había junto a la piscina. Estaba harta de la fiesta. Le importaba un bledo la política, salvo cuando los políticos metían la pata y salía perdiendo la gente corriente.

Se había escabullido dejando a Brian en el bar, con Tabby y algunos otros invitados a la fiesta. En realidad, no había tenido ocasión de hablar con él. Tenía un extraño dolor de cabeza y sabía que aún no se había recuperado de lo ocurrido la noche anterior.

Quería pasar sin detenerse junto a los invitados que deambulaban junto a la piscina brillantemente iluminada. Cruzó el césped y dejó atrás la piscina y a los invitados de su padre; mientras caminaba, pensaba en su madre, en el guerrero rubio y en la sorprendente afirmación de Brie. Se detuvo junto a la cerca para mirar a los purasangres que pastaban a la luz de la luna.

¿De veras estaba allí su guerrero dorado? ¿Le había mandado su madre a alguien, a un hombre que la ayudara en su afán de curar a quienes sufrían?

Allie sonrió casi con tristeza. El día de su muerte, como si supiera que iba a morir, Elizabeth Monroe le pidió a Allie que le hiciera una promesa. Allie juró guardar en secreto sus poderes y profesar la religión ancestral en que la había educado su madre. Y juró también no dar nunca la espalda a ninguna criatura que sufriera, grande

o pequeña, humana o animal, si era Inocente.

Su padre no había superado nunca la muerte de su esposa. Era un gran empresario, uno de los quinientos hombres más ricos del país, tan distinto de Elizabeth como pudiera imaginarse. Quizá por eso la amaba tanto. A diferencia de su amigo Trump, pagaba para que su nombre, y el de Allie, y el de su hermanastro, no fuera noticia. William Monroe no había vuelto a casarse, aunque había tenido muchas novias modelos.

Allie quería a su padre, pero no lo entendía muy bien. Había aprendido hacía mucho tiempo que no debía permitirle ver su lado espiritual, del mismo modo que Elizabeth se lo ocultaba cuando estaba viva. Su padre no tenía ni idea de que era una Sanadora. Esperaba que Allie participara en diversas juntas directivas y que se casara con Brian, o alguien parecido.

AAllie no le importaba formar parte del patronato de la Fundación Elizabeth, que donaba enormes sumas de dinero a obras filantrópicas y benéficas. Había acabado a duras penas el bachillerato, y aunque curar podía ser un trabajo a tiempo completo, no se atrevía a hacerlo abiertamente. Era la heredera de la fortuna Monroe, y los medios la observaban muy de cerca. Tenía que andarse siempre con cuidado.

Debía fingir que encajaba con las personas que formaban parte de su mundo, cuando en realidad no encajaba con nadie, excepto con Sam, Tabby y Brie... y con los monstruos malignos que querían asesinarlas a todas.

Suspiró, mirando los caballos. Incluso cuando estaba en la cama con un tipo estupendo como Brian tenía que fingir que era lo que no era. Estaba segura de que su padre sospechaba que su mujer había sido mucho más que una esposa corriente de los círculos de la alta sociedad; y estaba decidido a impedir que adivinaran la verdad sobre su hija. Pero disimular constantemente era muy duro.

Sintió la presencia de Brian antes incluso de que la llamara. Dejó a un lado sus cavilaciones. Brian se acercaba y ella le sonrió, confiando en que Tabby le lanzara un hechizo amoroso lo antes posible. Iba a hacerle daño y eso iba contra su naturaleza. Por desgracia, su impulso sexual era demasiado intenso como para permitirle evitar a los hombres y vivir en la abstinencia.

—Hola. ¿Estás bien? Anoche me dejaste plantado y hoy estás muy callada. Y eso es muy raro en ti.

Allie vaciló.

—Me duele la cabeza. ¿Sigues enfadado por lo de anoche?

—Te largaste sin despedirte, Allie —dijo él suavemente, pero sin reproche.

—No podía dormir, así que salí a dar una vuelta en coche —era verdad en parte, se dijo.

Él la escudriñaba con la mirada.

—Eres una mujer asombrosa, Allie —titubeó—. Pero lo nuestro no tiene futuro, ¿verdad?

«Lo sabe», pensó, entristecida, pero aliviada. Tocó su brazo.

—Se me dan falta las relaciones de pareja, Brian. Nunca duran. No es por ti. Es por mí. No soy como las otras mujeres. Nunca me he enamorado.

Él sacudió la cabeza.

—Eso te hace aún más deseable.

Allie pensó que era hora de decirle que lo suyo se había terminado. Pero entonces se tensó. Un inmenso poder, ardiente y masculino, se había aposentado alrededor de ellos.

Estaba atónita. Nunca había sentido un poder así. No era oscuro, ni demoníaco. Era puro y blanco, pero no se trataba de un poder sanador, porque estaba cargado de testosterona. Era agresivo.

Asombrada, intentó ver más allá del prado y de los caballos, entre las sombras de la noche. Se trataba de un poder sagrado. Procedía de los dioses. Pero ¿acaso no había dicho Tabby que aquel hombre tenía fe, que estaba bendecido? Una terrible excitación la consumía.

Y entonces vio su aura.

Ardía anaranjada y púrpura, radiante y poderosa. Luego, al fin, lo vio a él. El mundo pareció disiparse a su alrededor. Brian desapareció, los caballos desaparecieron; sólo quedaron ella, él y la noche. Había encontrado a su guerrero dorado.

Y eso era exactamente: el guerrero dorado que había visto poco antes con la imaginación, sólo que no estaba desnudo. Llevaba botas y un jubón claro, los muslos desnudos, dos espadas y un manto de tartán sujeto al hombro. Era un highlander. Podría haber salido de la película Braveheart.

Empezó a acercarse con la mirada fija en ella.

Allie tembló. Su corazón latía tan deprisa que se sintió desfallecer. Aquel hombre irradiaba un poder inmenso, y por fin había salido a la luz de la luna. Allie respiraba trabajosamente. Él era mejor incluso de lo que había soñado. Grande, moreno, bellísimo. Sus miradas se encontraron.

—Ese tipo es un chiflado. Vámonos —Brian la agarró del brazo.

Pero el hombre le sostenía la mirada y Allie ni siquiera sintió que Brian la agarraba; notó, en cambio, que el deseo atenazaba sus entrañas. Los ojos plateados del hombre se ensancharon como si también a él le sorprendiera verla.

Luego su rostro se endureció.

—Lady Ailios —dijo, llamándola por su nombre en gaélico antiguo. Hablaba con un fuerte acento escocés—. No temas. Me manda MacNeil. Ha llegado la hora.

Sus palabras envolvieron a Allie en un calor tan intenso que comprendió que él intentaba hechizarla. Pero no le importó. Le sonrió.

—Está bien.

Él entornó la mirada, receloso.

—No me das miedo —susurró Allie.

Entonces sintió llegar la oscuridad. Se quedó paralizada. Él se volvió a medias, tensándose. Allie comprendió que también lo había sentido.

Una nube tiñó de rojo la luna.

El guerrero dijo con firmeza, en tono de mando:

—Lady Ailios, entra en la casa con tu hombre —y mientras hablaba, ella vio que su aura estallaba en una ráfaga de luz más roja y dorada aún. Era una determinación feroz, ardiente y explosiva; era el guerrero preparándose para la batalla.

Pero Allie no pensaba ir a ninguna parte.

—¿Bromeas? —dijo. Empezaba a preocuparse por Brian. Saldría herido, si se quedaba. Allie se giró hacia él—. Eh —sonrió—. Lo conozco del instituto. Es rarito, sí, pero inofensivo —apenas podía creer que estuviera mintiendo de aquel modo—. Sé que tenemos que terminar nuestra conversación. Deja que le pida su número y nos vemos en mi cuarto. Lleva una botella de Dom Perignon —añadió con otra sonrisa.

Los ojos de Brian se ensancharon.

—No me gusta dejarte con él, Allie. Pero es verdad que tenemos que hablar.

Allie quería que se marchara cuanto antes, y casi se puso a saltar de impaciencia.

—Va de camino a una fiesta de disfraces en casa de los Grussman, en Bridge Hampton.

Él la miró con sospecha.

—Vete a su habitación y llévatela contigo. Deprisa —le dijo el Supermacizo a Brian.

Y entonces cayó un frío terrible.

—Vámonos, Allie —Brian la agarró del brazo. Saltaba a la vista que estaba hechizado. Allie intentó soltarse, pero no lo consiguió: era demasiado pequeña.

—Yo no me voy —le dijo al guerrero dorado cuando sus miradas se encontraron—. Quiero luchar. ¡Quiero ayudar!

Él la miró con incredulidad.

—¿Quieres luchar?

Unas nubes negras llenaron el espacio que los separaba.

El frío se hizo polar.

El guerrero la agarró y la puso detrás de su enorme cuerpo como si fuera un escudo humano. Los demonios se materializaron, todos rubios y perfectos. Eran el nivel más alto del poder diabólico. Allie sacó un puñal de su liguero mientras un demonio salía despedido hacia atrás por la ráfaga de energía del escocés. Allie estaba exultante: ¡aquel hombre tenía el mismo poder que los demonios! Intentó pasar a su lado al tiempo que un demonio lanzaba a Brian hacia atrás. Pero les estaban lanzando más energía y ella también salió despedida y aterrizó con violencia sobre la hierba. Sintió un estallido de dolor en la espalda y se quedó paralizada un momento. Luego se recobró y al levantar la mirada vio que el guerrero dorado, espada en mano, decapitaba a dos demonios casi al mismo tiempo. Sólo quedaba uno: mientras ella salía despedida, él había logrado de algún modo derrotar al tercero.

Allie se levantó. Aquel hombre era como un super-héroe: justo lo que necesitaba el mundo. Le dieron ganas de gritar y reír de alegría, pero vio a Brian tendido boca abajo en la hierba. El único demonio que quedaba era casi tan alto y musculoso como el guerrero, pero llevaba una túnica larga y oscura, como si fuera un fraile o un monje. Allie estaba segura de que también procedía de una época pasada. El demonio murmuró:

—Ruari Dubh, ciamar a tha thu? —y sonrió.

«Royce el Negro, ¿cómo estás?».

Allie se acercó, agarrando con fuerza el cuchillo. Había entendido todo lo que el demonio había dicho en gaélico, a pesar de que en su vida sólo había traducido las oraciones que le había dejado Elizabeth. Brian no estaba muerto, pero sí herido. Tenía una hemorragia interna y su vida corría peligro. La rabia se apoderó de ella. No iba a permitir que él también muriera.

El demonio la miró.

—Hallo, a Ailios. Latha math dhulbh.

—Que te jodan —gritó Allie y, pasando junto al guerrero, se abalanzó hacia el demonio con intención de clavarle el puñal en el ojo, si podía. No habría sido la primera vez que dejaba ciego a un demonio, al menos en parte. Pero el guerrero dorado la agarró del brazo y la atrajo hacia sí. Allie comenzó a retorcerse furiosa-mente entre sus brazos. No quería perder la oportunidad de matar al demonio.

—Estate quieta —rugió él—. ¿O acaso deseas morir?

El demonio se rió de ella.

—Latha math andrasda.

Y desapareció.

Allie dejó de forcejear y empezó a temblar violentamente. «Adiós, por ahora». ¿Qué significaba aquello? Aunque estaba muerta de miedo por Brian, era también extrañamente consciente de que se encontraba entre los gruesos y fuertes brazos del guerrero. Su cuerpo era enorme, duro y poderosamente viril. Y Allie notaba un paquete muy grande que se removía bajo ella.

Cerró los ojos. Tenía que curar a Brian. Era difícil, porque su cuerpo empezó a gritarle y una sensación deliciosa recorrió su piel, inflamando cada fibra de su ser.

—Suéltame para que ayude a Brian —dijo con voz ronca.

Él la soltó.

Allie miró sus ojos ardientes y el deseo la atenazó de nuevo, derritiéndola como nunca antes. Él se dio cuenta. Una sonrisa engreída ladeó la línea recta de su boca.

«Dentro de una hora no se dará tantos aires», pensó ella.

Porque iba a pasárselo en grande, como nunca en toda su vida.

Allie dio media vuelta, se acercó corriendo a Brian y se arrodilló a su lado; tendió los brazos hacia él y lo inundó con su luz blanca y curativa. A pesar de que estaba intensamente concentrada, notó que el guerrero se detenía tras ella. Enseguida comprendió que estaba montando guardia para que ella pudiera dedicarse a sanar.

Su corazón latía atronadoramente. Cuando acabara aquella noche, iba a dar las gracias a todos los dioses por haber respondido a sus plegarias.

—¿Puedes curarlo?

Allie tragó saliva.

—Sí, o moriré en el intento —pero le palpitaban las sienes. Era casi doloroso curar a Brian. Al liberar su luz blanca, sentía como si le arrancaran los dientes uno a uno.

El guerrero guardó un respetuoso silencio, pero no por mucho tiempo.

—¿Estás herida?

Ella jadeaba y se tomó un breve descanso.

—Sí, me hirieron... anoche —lo miró.

A él no pareció hacerle gracia la noticia.

Allie respiró hondo y se volvió hacia Brian para inundarlo con su luz. La vida de Brian parpadeó y se encendió como una llama. Allie se sintió arrastrada por una intensa oleada de aturdimiento. Estaba desfallecida y todo le daba vueltas. El enorme guerrero se arrodilló, la abrazó por detrás y la sujetó contra su pecho.

Ella sofocó un gemido. Él tenía un olor arrebatador. Olía a hombre, a sexo, a poder, a la bruma límpida de las Tierras Altas, y a sexo otra vez. Su cuerpo parecía labrado en acero, y los muslos que Allie notaba bajo su trasero eran aún mejores que los de un jugador de fútbol. Aquel hombre montaba a caballo y corría por las colinas.

Allie abrió los ojos y se movió para mirarlo a los ojos. La noche había cambiado. Estaba cargada de electricidad. Se sentía débil, pero necesitaba a aquel hombre... y no como compañero para combatir el crimen. Oh, no. De pronto, extrañamente, no podía pensar más que en él, y tenía la sensación de que aquel guerrero estaba usando de nuevo con ella su poder de encantamiento.

Él se apartó con ojos ardientes y se puso en pie.

—¿Quién eres? —musitó ella, obligándose a mirarlo a los ojos.

Pero Brian se incorporó.

—¿Allie? —parecía alarmado—. ¿Qué ha pasado?

Allie se sobresaltó. Estaba tan cautivada por el guerrero que se había olvidado de Brian.

El highlander lo miró fijamente.

—Vete a la casa. Yo la llevaré enseguida.

Brian se levantó y se marchó sin decir palabra.

Allie miró los ojos grises del guerrero, consciente de que los suyos estaban abiertos como platos.

—Es todo cierto, ¿verdad? Eres uno de ellos. Un guerrero que puede viajar en el tiempo. Con superpoderes para defender a la humanidad.

La mirada de él se posó en su boca y siguió deslizándose luego más abajo, hasta sus pechos, que el corpiño del vestido de noche cubría a duras penas.

—No entiendo —dijo suavemente. Pero sus ojos plateados brillaban y una sonrisa arrogante jugueteaba en su cara cincelada y deslumbrante.

Una sombra cayó sobre la noche.

Allie miró hacia arriba, alarmada. La luna había vuelto a desaparecer, cubierta por nubarrones. Se tensó y miró hacia la piscina, que seguía iluminada. Pero daba igual. Una oscuridad vasta y densa avanzaba velozmente hacia ellos.

Incrédula, miró al guerrero. ¡Estaba demasiado débil para volver a luchar con los demonios! Se levantó con esfuerzo, tambaleándose más de lo que hubiera deseado, mientras aquel frío polar se aposentaba. En su corazón batallaban el miedo y la ira. Miró al guerrero. Él le devolvió la mirada y ella comprendió que estaba a punto de pasar algo horrible.

—Estoy bien —mintió—. ¿Dónde está mi cuchillo?

Él sacudió la cabeza y apretó los dientes.

—No puedes luchar otra vez —dijo, tajante. La apretó con más fuerza—. Agárrate fuerte a mí.

Allie estaba a punto de decir «muy bien» cuando salieron despedidos y volaron por los prados, por encima de los caballos, hacia el espacio. De haber podido, Allie habría gritado. Pero sólo consiguió gemir mientras su cuerpo se desgarraba en jirones de pelo, piel y tejidos.

Capítulo Dos

Castillo de Carrick, Morvern, Escocia

5 de septiembre de 2010

Nunca se acostumbraría a aquel dolor.

Saltar a través del tiempo era como ser torturado en el potro, y aunque había saltado mil veces, aún le costaba refrenar el impulso de echarse a llorar como una mujer. Era como si le arrancaran la piel de los músculos y los huesos, como si una mano humana le arrancara las vísceras. Se quemaba por dentro. Y al aterrizar había una última explosión de dolor y, luego, una oscuridad pasmosa. Su sentido para detectar el mal era tan fino, sin embargo, que sabía que no estaban en peligro. Se concentró en recuperar sus poderes, otorgados por los Antiguos hacía siglos, cuando los viejos dioses perdieron la esperanza en el destino de la humanidad y decidieron crear una raza de guerreros para defenderla. Sabía por experiencia que un momento después se habría recobrado.

En cambio, la Sanadora a la que sostenía entre sus brazos era pequeña, cálida, suave y femenina. Nunca antes había saltado con una mujer, y mucho menos con una como aquélla.

Aunque ella estaba inconsciente, Royce no podía olvidar su asombrosa luz blanca: el poder más puro que había visto o percibido nunca. Y para colmo era tan asombrosamente bonita como poderosa, con aquel cuerpo menudo, pero exuberante, aquel cabello oscuro y sedoso y aquellos ojos oscuros que parecían ver sus pensamientos más íntimos. Sus nalgas, apoyadas en él, eran suaves y carnosas. Royce se excitó enseguida. Era normal desear a una mujer después de un salto. Los Maestros tenían muchos poderes semejantes a los de los dioses, pero el mayor de todos era su capacidad de arrebatar la vida en cualquier momento, a cualquier persona

o animal, como un dios. Si tomaba de ella parte de su fuerza vital, recuperaría sus poderes al instante. Y tomar poder de otro era, además, placentero. De hecho, no había éxtasis como el que generaba el poder.

Miró a la mujer y comprendió que, si su poder blanco llenaba sus venas, su cuerpo, no habría experiencia comparable a aquélla. Pero él era un maestro del autocontrol. Salvo en la guerra o al enfrentarse a una muerte segura, «tomar» estaba prohibido. Los jóvenes Maestros estaban siempre tentados de poner a prueba a los Antiguos, de saborear el poder y experimentar el éxtasis sublime de la Puissance. Él llevaba más de ocho siglos respetando sus votos sagrados, y no tocaría la esencia sanadora de aquella mujer.

Cerró los ojos con fuerza, más excitado que nunca, pero decidido a ignorarlo. Y entonces su pugna interior cesó. Sintió que su extraordinaria fortaleza se posaba sobre él, en él, a través de él, en una inmensa oleada.

Volvió a respirar con naturalidad y pudo mirarla a la cara.

Al ver su belleza, se le aceleró de nuevo el corazón. Era tan hermosa, tan pura, que sintió a los Antiguos cerca de ella. Y era, además, tan terriblemente valerosa... Había intentado enfrentarse a los Deamhanain como si fuera un guerrero. Pero ella jamás sería un guerrero: era físicamente imposible, porque era demasiado menuda. ¡Y aun así había intentado atacar a Moffat con un cuchillo! Royce recordaba muy bien el pavor que había sentido en ese instante.

Pero la cuestión era, ¿había saltado Moffat al futuro para darle caza, o iba en busca de la hija de Elasaid, una poderosa Sanadora y un gran trofeo por sí misma? Moffat llevaba siglos incordiándolo. Cada vez que los intereses de Royce estaban en juego, ya fuera en cuestiones políticas o económicas, Moffat se alineaba en el bando contrario. Sus soldados atacaban periódicamente las tierras de Royce y a sus hombres, y una vez incluso habían asaltado una aldea inofensiva. Royce respondía siempre con contundencia, sin perder un instante: había sitiado con arietes y bombardas la catedral donde Moffat ostentaba el cargo de obispo y había destruido tres de sus cuatro muros. De eso hacía décadas. Albany, el regente, le había ordenado poner fin al ataque antes de que pudiera arrasar la catedral.

Tres meses antes, en enero anterior, durante los días más oscuros del invierno, las cosas habían empeorado. Royce había sorprendido a un Deamhan arrebatando la vida a una Inocente: la nueva amante de Moffat y su favorita. Había destruido a Kaz con escaso esfuerzo, pero no había logrado salvar la vida de la chica. Desde entonces, Moffat estaba rabioso; acosaba a su pueblo a cada paso, llevando consigo la muerte y la destrucción hasta donde se atrevía sin despertar del todo la ira del rey. O sea, sin declarar abiertamente la guerra.

Era demasiado pronto aún para saber cuáles eran sus intenciones. Pero el tiempo las aclararía.

Ella se removió en sus brazos. Royce seguía estaban excitado, pero no le costaba ignorar su deseo. Miró lentamente a su alrededor. Había saltado un solo día hacia el futuro, a su hogar en Escocia. Aunque ella era una Sanadora poderosa, Royce había sentido su debilidad y su dolor en cuanto ella había comenzado a sanar a su amante. Consciente de que estaba debilitada y en peligro, sólo había querido saltar un poco hacia delante con la esperanza de que sufriera menos.

No había estado nunca en el futuro, porque no había hecho falta, y a los Maestros no se les permitía saltar por placer o en interés propio. Estaba en gran salón del castillo de Carrick, pero apenas reconocía su hogar. Todo había cambiado. Había muchísimos muebles, y gran parte de ellos le resultaban completamente desconocidos. Como aquellos postes tapados con trapos que había sobre las mesitas. Hasta las alfombras y los cuadros eran distintos. La habitación era muy bonita; tanto, que a su amigo Aidan le habría encantado. Pero ¿quién era ahora el señor de Carrick? Él no se habría molestado en amueblar con tanto lujo aquel salón. ¿O sí? Porque había una colección de espadas en la pared, y las reconocía todas. Eran suyas. Si había un nuevo amo y señor, ¿por qué tenía sus armas? Consideró la posibilidad de que fuera aún señor de Carrick y conde de Morvern. Eso significaría que había vivido otros quinientos ochenta años. No sabía qué sentía ante aquella perspectiva. Pero el Código era muy claro: prohibía tajantemente que los Maestros saltaran a un lugar, tanto del pasado como del presente, en el que pudieran encontrarse consigo mismos. Estaba seguro de que no pasaría nada bueno si salía al pasillo y se encontraba con él mismo. Si seguía siendo señor de Carrick, debía actuar con extrema precaución.