Rostros del trabajo: desigualdad, poder e identidad en el Perú contemporáneo -  - E-Book

Rostros del trabajo: desigualdad, poder e identidad en el Perú contemporáneo E-Book

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A través de las voces de sus protagonistas, este libro propone una imagen del complejo mundo del trabajo en el Perú. La experiencia de vendedores migrantes, ambulantes, músicos o estudiantes preparándose para trabajar dan cuenta de cómo nos identificamos con nuestros trabajos y organizaciones, en un complejo proceso que se mueve desde el orgullo hasta la resignación. El libro busca comprender cómo se entrecruzan diferentes desigualdades a la hora de trabajar, incluidas las dinámicas de género, las procedencias geográficas, económicas y étnicas.

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© Omar Manky, editor, 2021

De esta edición:

© Universidad del Pacífico Jr. Gral. Luis Sánchez Cerro 2141 Lima 15072, Perú

Rostros del trabajo: desigualdad, poder e identidad en el Perú contemporáneoOmar Manky (editor)

1.ª edición digital: agosto de 2021

Diseño de la carátula: Ícono Comunicadores

ISBN ebook: 978-9972-57-471-9

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2021-08966

Libro disponible en fondoeditorial.up.edu.pe

BUP

Rostros del trabajo: desigualdad, poder e identidad en el Perú contemporáneo / Omar Manky, editor. -- 1a edición. -- Lima: Universidad del Pacífico, 2021.

227 p.

1. Empleo--Perú2. Empleo informal--Perú3. Trabajo de jóvenes--Perú4. Egresados universitarios--Trabajo--PerúI. Manky, Omar, editor.II. Universidad del Pacífico (Lima)

331.125 (SCDD)

La Universidad del Pacífico no se solidariza necesariamente con el contenido de los trabajos que publica. Prohibida la reproducción total o parcial de este texto por cualquier medio sin permiso de la Universidad del Pacífico.

Derechos reservados conforme a ley.

Introducción

Omar Manky

I

Trabajar. Tres discursos respecto de esta actividad han predominado en la esfera pública peruana durante los últimos 20 años. Cada uno ha tenido diferentes canales de difusión y efectos sobre la vida de las personas. Aunque juntos en ocasiones, conviene distinguirlos para dar cuenta tanto de sus alcances y limitaciones, cuanto de la forma como las investigaciones presentadas en este libro pueden complementarlos.

El primero es el del sentido común, entendido como aquel «conocimiento rico pero desorganizado, asistemático y con frecuencia inarticulado del que nos valemos para el diario oficio de vivir» (Bauman & May, 1994, p. 14). Respecto del mundo del trabajo, se ha tendido a asumir que los «buenos empleos» se consiguen sobre la base del esfuerzo individual. El empleo que tengo es el que merezco, resultado de mis calificaciones y habilidades individuales. Desde acá, se piensa el trabajo fuera de las relaciones sociales que lo definen y estructuran. Es el tipo de discurso que explica la popularidad de los libros centrados en el desarrollo de negocios exitosos o los de autoayuda: producto del esfuerzo propio, abierto a la posibilidad de imaginar una esperanza para encontrar una nueva oportunidad, siempre que la persona tenga la convicción para desarrollarla. Es un discurso que encontró voceros en reportes y artículos periodísticos que alababan el emprendedurismo al tiempo que ignoraban las pobres condiciones políticas y económicas en las que opera quien «hace empresa» en este país1.

El segundo proviene del discurso económico, centrado en «aspectos de la creación e intercambio de bienes y servicios, regulados por la oferta y la demanda» (Bauman & May, 1994, p. 13). Lo crucial es analizar los límites en el desarrollo de mercados laborales eficientes. El trabajo es visto como como mercancía, por lo que el énfasis se pone en factores como su remuneración y las restricciones sobre su libre compra y venta. Aspectos fuera de las relaciones asalariadas, como el trabajo reproductivo (Glenn, 1992) no son comunes en esta reflexión. Se suele ignorar también las relaciones de poder entre agentes (Braverman, 1998), lo que conduce a enfatizar la necesidad de crear mercados equilibrados por sobre mirar las condiciones laborales que estos traen como consecuencia. Se suele asumir que condiciones de empleo óptimas son producto de un equilibrio natural, obviando las condiciones políticas que estructuran cualquier acción humana. Impulsado políticamente desde gremios empresariales que exigen mayor flexibilidad laboral, ha sido el discurso que marcó buena parte de la política laboral peruana en las últimas décadas (Carnes, 2014).

Finalmente, está el discurso político-legal. En comparación con los anteriores, es más sensible a las relaciones de poder existentes en cualquier trabajo: el derecho laboral surgió para corregir su desigualdad. Aunque con diferencias en torno a si se requiere un enfoque más o menos intervencionista, el elemento crucial es centrarse en el aparato normativo. Es el discurso detrás de muchas demandas del sindicalismo peruano y buena parte de la izquierda, centradas mayoritariamente en la aprobación de una nueva ley del trabajo, capaz de corregir los problemas que enfrentan los grupos más vulnerables. Es también común en espacios como el Ministerio de Trabajo, del que la gran mayoría de cabezas tuvieron como profesión el derecho.

Estas miradas se han encontrado en distintos momentos de los últimos 30 años. Centrado en la dimensión individual, el discurso del sentido común ha sido funcional a aquel que parte de hacer reformas siempre que no se toque el modelo económico. El que imagina las relaciones de trabajo como si fueran acuerdos entre iguales acaba emparentado con aquel que lo reduce a leyes, abstrayendo al trabajo de estrategias políticas y valoraciones culturales. Aunque en ocasiones aparecen conflictos entre cada mirada, las tres acaban tejiendo la trama sobre la que se toman decisiones de política pública y en la que los actores, individuales o colectivos, despliegan sus estrategias. El acto de trabajar se perfila en medio de la tensión entre el «sálvese quien pueda» y los intentos, casi siempre fallidos, por (hiper)regular sus dinámicas más perniciosas. Es el camino que conduce a la sistemática discriminación por clase, etnicidad o género, o a la muerte de jóvenes en accidentes laborales que podrían haberse evitado.

II

Buena parte de la tradición sociológica propone una mirada diferente, caracterizada por «considerar las acciones humanas como elementos de elaboraciones más amplias, es decir, de una disposición no aleatoria de los actores, que se encuentran aprisionados en una red de dependencia mutua» (Bauman & May, 1994, p. 13). Esto tiene importantes consecuencias respecto del acto de trabajar. Primero, este no queda definido de antemano. Por el contrario, la mirada sociológica considera a esta acción como sujeta a reglas históricamente construidas, producto de relaciones sociales que salen de nuestro control y que, sin embargo, están lejos de ser leyes «naturales». Acciones que hoy se consideran «trabajo», como competir en torneos de videojuegos, eran un hobbie décadas atrás. Preparar comida es trabajo (o no) dependiendo no de la acción de cortar ingredientes y ponerlos en una olla, sino del contexto y valoraciones que los agentes le den. No lo es si es una madre quien lo hace para sus hijos e hijas en casa. Lo es si ocurre en la cocina de un restaurante2.

Segundo, esta mirada, históricamente situada, no asume a las prácticas sociales como eternas o como las mejores posibles. Se evita abrazar acríticamente modas sobre lo que implica lo «bueno» del trabajo. Se trata de ser consciente de cómo lo que hoy es un empleo «justo» o «eficiente» varía de acuerdo con el contexto en que tiene lugar (De la Garza, 2009; Komlosy, 2018). No se parte, entonces, de lo que «debería ser», sino del análisis concreto de las prácticas sociales. Elementos como productividad, la eficiencia de un mercado laboral, o aquellos vinculados a la dignidad de este, se tornan en objetos de estudio que son analizados atendiendo a las dinámicas políticas detrás de su popularidad.

Tercero, el trabajo es visto como una práctica enmarcada en relaciones de poder. Karl Marx asume que es un proceso que se organiza y adquiere diferentes significados dependiendo de la organización social de la producción económica. Una de sus preocupaciones centrales es el origen y las consecuencias comprar y vender fuerza de trabajo, un fenómeno que, aunque hoy parece «natural», no fue muy común en Europa sino hasta el siglo XIX (Marx, 1959[1867]). Antes de ello existían mecanismos no monetarios para facilitar la cooperación o dominación. Es crucial, entonces, analizar cómo se estructuran los cambios en las relaciones de poder entre dueños de medios de producción y obreros. Desde acá, emergerá una vasta literatura centrada en los conflictos laborales (Braverman, 1998; Burawoy, 1979).

Pero el trabajo no solo es un espacio de tensión y potenciales conflictos: también puede ser una práctica que implica coordinación entre actores. Esta, además, no solamente está guiada por intereses individuales, aunque ellos cumplen un rol importante. Fue Emile Durkheim (1965[1893]) quien ofreció una mirada centrada en el rol de los valores y normas comunes en la vida social. No asume que los conflictos sean inevitables. Por el contrario, su interés descansa en la necesidad de comprender los mecanismos a través de los cuales se logra la integración a pesar de la división de tareas existentes. Inspirados en esta lectura, aparecerá el interés en la cultura organizacional y la forma como puede desarrollar un clima que motive a las personas a trabajar en armonía (O’Connor, 1999).

Finalmente, la mirada sociológica destaca la necesidad de comprender los significados que se asignan al trabajo, y la relación entre estos y otras esferas de la vida social. Max Weber, por ejemplo, llamó la atención sobre la constitución de una ética centrada en la importancia del llamado a cumplir con una misión de manera responsable (Weber, 2002[1905]). No basta con entender los intereses materiales, sino también el universo simbólico detrás de la acción social. Sobre esta base, aparecerá una tradición rica de estudios centrados en la relevancia de la vocación y motivación en la empresa (Bunderson & Thompson, 2009; Hall & Chandler, 2005).

Así, desde los fundadores de la disciplina puede encontrarse un temprano interés por el acto de trabajar. Marx enfatizará el poder y la relación conflictiva que implica trabajar; Weber, la relevancia de la ética y cultura laborales; y Durkheim, la posibilidad de crear espacios con valores compartidos (Giddens, 1971). A pesar de sus diferencias, cada uno abre preguntas que tienen en común la necesidad de colocar a la práctica de trabajar en un marco más amplio. El trabajo no es una mercancía más, sino que, como cualquier otra acción humana, está enmarcado en relaciones de poder, cultura e instituciones sociales.

III

A pesar de la riqueza de esta mirada, ella no ha tenido mucho arraigo en las ciencias sociales peruanas. De hecho, estuvo asociada casi exclusivamente a los estudios sobre sindicalismo desde los primeros estudios sistemáticos, impulsados por Denis Sulmont. Este autor escribió una ambiciosa historia del movimiento obrero peruano (Sulmont, 1984), dedicando buena parte de su trabajo a comprender las dinámicas sindicales del país en distintos sectores de la economía (Sulmont, 1993; Sulmont, Valcárcel, & Twanama, 1991). Además, dirigió las primeras tesis de sociología centradas en esta temática, la mayoría orientadas hacia el mundo sindical (Arcienaga, 1986; Bermúdez, 1981).

Estos estudios fueron desarrollados a inicios de la década de 1980, luego de una década de crecimiento en el número de sindicatos en el país, y cuando las ideas progresistas eran comunes en la reflexión desde las ciencias sociales. Hay una vocación por comprender la acción colectiva en fábricas y minas. Con la crisis económica de la década de 1980, primero, y las reformas económicas de la década de 1990, más tarde, este interés decaería. La mayoría de los estudios adoptarían una lectura más bien pesimista, aunque siempre centrada en los sindicatos. De este modo, Portocarrero y Tapia (1993) mostrarían los cambios en la cultura popular y su relación crítica con el mundo sindical, y Rospigliosi (1988) daría cuenta del creciente alejamiento entre militancia, sindicalismo y juventud. Fuera de ello, como he argumentado en otro espacio (Cueto, Saravia, & Manky, 2017), el panorama fue desolador: viendo mis referencias en un estudio de balance sobre el mundo sindical peruano publicado en 2011, encuentro únicamente tres referencias a investigaciones desde la sociología peruana publicadas entre 1990 y 2010 (Manky, 2011). El «trabajo» parecía haber dejado de ser un objeto de estudio interesante.

Las organizaciones de trabajadores se han constituido como un núcleo clave de la reflexión sociológica en varios países en la región (De la Garza, 2016; Manky, 2019). Sin embargo, una tasa de sindicalización del 5% impidió el desarrollo de estudios del trabajo en el Perú. Pero el panorama cambiaría durante la última década, en un contexto de crecimiento económico. Aparecieron importantes tesis que actualizan la discusión sobre el sindicalismo peruano (Cueto, 2015; Mejía, 2018; Méndez, 2016; Saravia, 2015). Esta fue la base para editar un libro que contenía más de una decena de artículos (Manky, 2017). La mayoría de las investigaciones se centraban en las nuevas dinámicas del sindicalismo peruano en sectores cruciales, como minería, retail, construcción y agroexportación. No es una rama de estudio consolidada, pero cada año aparecen importantes análisis de la acción colectiva de los trabajadores peruanos, lo que sin duda es alentador para el desarrollo de las ciencias sociales.

De esta revisión se desprende la necesidad de «abrir» los estudios del trabajo. El objetivo de este libro es comenzar a visibilizar posibles caminos para ello, buscando dialogar con otros campos de la sociología. La del trabajo se ha encontrado desligada de otras miradas, como la de la educación, la urbana o la del desarrollo. A costa de especializarse, se dejaron de mirar las posibles ganancias de un intercambio. Esto es lamentable, pues existe un amplio camino de posibilidades que van más allá de los estudios sobre sindicatos. Para adelantar los dos temas que cruzan este volumen, es necesario pensar en cómo se prepara y aprende a trabajar en el Perú, y en los valores y relaciones de poder en el mundo de quienes trabajan en las calles.

IV

Para preparar este libro, se contactó tanto a investigadores con amplia experiencia en investigación como a quienes inician su carrera académica, para invitarlos a publicar estudios que incluían evidencia empírica novedosa. Aunque no todos partían del diálogo explícito con la sociología del trabajo, si había una preocupación por pensar esta práctica desde las ciencias sociales: identidad, cultura o poder son conceptos que aparecen constantemente en los artículos que siguen.

Varios temas cruzan esta compilación, pero el más evidente es la desigualdad. Desarrollados inicialmente un mes antes de que el primer caso de COVID-19 fuera reportado en el Perú, estos textos dan cuenta de las múltiples desigualdades en el mundo del trabajo: desde estudiantes universitarios preocupados por su futuro laboral en provincia o estudiantes de provincia estudiando en una universidad privada limeña, hasta trabajadores ambulantes en Gamarra. Los artículos muestran cómo se reproduce la desigualdad, los discursos sobre ella y las maneras como los actores sociales se posicionan y desarrollan estrategias al respecto.

El libro tiene dos áreas temáticas: la primera vinculada al mundo informal y la segunda, a lo que podríamos llamar la educación para y en el trabajo. Respecto de la primera, Carmen Vildoso da cuenta de las complejas negociaciones entre asociaciones de vendedores ambulantes y el Gobierno municipal, cruciales para lograr comprender las dificultades que enfrenta cualquier política de formalización urbana. Los artículos de Lorena Izaguirre, Moisés K. Rojas y Luis Alberto Suárez pasan de la política estatal a los actores de la economía urbana en diferentes espacios. El primero se basa en la tesis doctoral de la autora y da cuenta de las estrategias económicas de trabajadores peruanos en Sao Paulo. Partiendo de sus trayectorias laborales, se intenta comprender por qué los jóvenes migrantes optan por el autoempleo como trabajadores ambulantes. En una línea similar, el capítulo escrito por Moisés K. Rojas se centra en Gamarra, el más importante emporio de producción y comercialización textil del Perú. En él, el autor analiza la relación entre precariedad laboral y cómo la informalidad termina cumpliendo un rol para evitar la acción colectiva de protesta. Finalmente, Luis Alberto Suárez opta por centrarse no solo en un espacio, sino en las experiencias de quienes se mueven por la ciudad. Partiendo de las voces de los trabajadores de reparto, el autor busca comprender la forma como se experimenta la economía digital en las zonas más precarias de la economía.

Desde una mirada histórica, el artículo de Jesús Cosamalón mapea el surgimiento de una identidad informal y ambulante. Centrado en los universos simbólicos limeños, para el autor los ambulantes se consolidan como actor político y económico antes de que los grupos de música chicha los incorporen en sus letras, aunque, a la vez, estos conjuntos acabarían dándoles una voz colectiva hacia finales de la década de 1980. Crucial para entender la estructuración de marcadores simbólicos de desigualdad en la ciudad, el artículo vincula cultura y política alrededor del análisis de la vida económica.

El segundo tema del libro propone diferentes miradas centradas en la educación para el trabajo. El artículo de Nattaly López narra la manera como se estudia en una universidad con fines de lucro ubicada en Ayacucho. Dando voz a los actores —estudiantes de una universidad de baja calidad—, la autora se centra en las motivaciones de estos jóvenes, intentando comprender qué hace que se matriculen en esta universidad y cómo desarrollan discursos y estrategias sobre una decisión que acabará afectando sus posibilidades laborales. En esta línea, Karlos La Serna se centra también en el mundo de la universidad, pero enfocado en una de élite, en la que, sin embargo, aparecen también desigualdades. A través de la comparación entre estudiantes de Lima y de provincia, el autor muestra las estrategias que elaboran los segundos para lograr reducir la desigualdad en sus resultados académicos y en el mercado laboral.

Finalmente, los análisis de Dámaris Herrera, y de Melissa Villegas y Gustavo Martin se centran en aquellos jóvenes rurales que no logran seguir carreras universitarias. Centrado en el distrito de Umari, Huánuco, el primero analiza la forma como las trayectorias de vida de algunos jóvenes explican una inserción en el mercado laboral que obedece a una visión no solo centrada en su desarrollo individual, sino también local. Finalmente, el capítulo escrito por Villegas y Martín vuelve a las políticas públicas para analizar cómo opera el programa Jóvenes Productivos en Apurímac. Los autores muestran que el programa ha sido poco efectivo por partir de una definición estandarizada sobre la juventud rural, sin visibilizar las múltiples desigualdades que existen en este espacio y sus efectos en la inserción laboral.

V

Este libro fue inicialmente imaginado a finales de 2019, cuando comencé a convocar a quienes escribirían los artículos descritos antes. Tuvimos un grupo de borradores en marzo de 2020, aunque varios de los artículos continuaron revisándose durante la primera mitad de ese año. Fueron textos escritos y revisados durante la cuarentena. Más aún, gracias a los detallados y generosos comentarios de los revisores ciegos convocados por el Fondo Editorial, continuaron reflexionando sobre sus manuscritos a inicios de 2021, incluyendo reflexiones respecto de cómo leer sus hallazgos en medio de la crisis sanitaria y económica. Por ello, estoy absolutamente agradecido con los autores y autoras, quienes dedicaron tiempo a escribir y reflexionar acerca del país en un contexto que no ha sido fácil de procesar para nadie. Agradezco también el apoyo permanente de María Elena Romero, del Fondo Editorial de la Universidad del Pacífico; y de Nattaly López, quien me asistió en la revisión y coordinación de todo el manuscrito.

Aunque el objetivo de estos artículos no giró en torno a los efectos de la pandemia de COVID-19 sobre la economía, salud o política del trabajo, es imposible cerrar esta introducción sin notar las implicancias que las actuales circunstancias tienen. Hubo un minuto de optimismo en marzo y abril. Muchos imaginamos que sería posible, dada la rápida respuesta estatal, controlar la expansión de la pandemia. Otros tantos planteamos la posibilidad de una nueva convivencia, que permitiese no solo mantener el mundo anterior, sino cambiarlo para mejor (Burga, Panfichi, & Portocarrero, 2020). Esto implicaría mejorar las condiciones en las que miles de personas buscaban un sustento, de manera que pudieran hacerlo sin arriesgar su salud. Un reto enorme, considerando la tasa de informalidad y precariedad que arrastró la sociedad peruana durante el último medio siglo.

Pero pocos científicos sociales podrían haber imaginado que responder a estos retos sería imposible. Como propone Alberto Vergara (2020), el desastroso resultado en términos de contención de contagio y crisis económica no puede entenderse únicamente desde el corto plazo. Hoy toca hacerse cargo de todo lo que dejó de hacerse antes de la pandemia: la desigualdad entre peruanos, la poca capacidad de investigación científica, el nulo interés para oírnos entre nosotros y preocuparnos por quienes se encuentran en posiciones de vulnerabilidad. Vivimos década y media de crecimiento, pero no hicimos mucho con él. Se crearon millones de puestos de trabajo sin que las élites o los gobernantes discutieran sus características. Pasamos décadas entendiendo al acto de trabajar como una lucha individual descontrolada. Y que, cuando debía controlarse, tendría que hacerse desde la ley y no desde la acción política o la evidencia sólida. Seguir andando este camino es continuar creando regímenes paralelos a nivel de derechos laborales, permitiendo la existencia de universidades de poca calidad, aceptando la explotación de miles de personas en espacios como Gamarra3.

Mirar críticamente esta situación debería ser parte de cualquier compromiso político, ético y ciudadano. En el año del Bicentenario, es inevitable que hagamos un balance cuyo resultado es negativo: miles de muertos en unos cuantos meses, millones despedidos y subempleados. Una tragedia evitable, que debería ser una nueva oportunidad para pensarnos colectivamente e imaginar mejores formas de convivir. Analizar la manera como nos preparamos y organizamos para trabajar debe ser parte de la reflexión académica. Las políticas de reducción de la informalidad, programas de empleo, o la reforma universitaria, son procesos en los que es vital analizar la trayectoria de las instituciones, la cultura y las relaciones de poder entre actores. Los componentes básicos de cualquier sociología.

Referencias

Arcienaga, R. (1986). Los mineros de la Southern Peru Copper Corporation, 1968-1981. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú.

Bauman, Z., & May, T. (1994). Pensando sociológicamente. Buenos Aires. Ediciones Nueva Visión.

Bermúdez, M. (1981). Orígenes y organización del movimiento sindical de la industria de la construcción en Lima (1895-1948). Lima: Taller de Estudios Urbano Industriales, Programa Académico de Ciencias Sociales, Pontificia Universidad Católica del Perú.

Braverman, H. (1998). Labor and monopoly capital: The degradation of work in the twentieth century. Nueva York: NYU Press.

Bunderson, J. S., & Thompson, J. A. (2009). The call of the wild: Zookeepers, callings, and the double-edged sword of deeply meaningful work. Administrative Science Quarterly, 54(1), 32-57.

Burawoy, M. (1979). Manufacturing consent: Changes in the labor process under monopoly capitalism. Chicago: University of Chicago Press.

Burga, M., Panfichi, A., & Portocarrero, F. (Eds.). (2020). Por una nueva convivencia. La sociedad peruana en tiempos del COVID-19: escenarios, propuestas de política y acción pública. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú.

Carne, M. (2014). Continuity despite change: The politics of labor regulation in Latin America. En Social science history. Stanford, CA: Stanford University Press.

Cueto, A. (2015). La construcción endógena del Estado: el caso de los inspectores laborales en el Perú. (Tesis de Licenciatura en Sociología, Pontificia Universidad Católica del Perú).

Cueto, A., Saravia, S., & Manky, O. (2017). Un balance de los estudios laborales en Perú: 1990-2016. En Trabajo y sociedad: estudios del trabajo en el Perú (pp. 5-25). Lima: Pontificia Universidad Catolica del Perú.

De la Garza, E. (2009). El trabajo no clásico y la ampliación de los conceptos de producción, control, relación laboral y mercado de trabajo. Sociología del Trabajo, 67, 71–96.

De la Garza, E. (2016). Los estudios laborales en América Latina: orígenes, desarrollo y perspectivas (E. De la Garza, Ed.). México D. F.: Anthropos – UAM.

Durkheim, E. (1965). The division of labor in society, translated by George Simpson. Free Press.

Giddens, A. (1971). Capitalism and modern social theory: An analysis of the writings of Marx, Durkheim and Max Weber. Cambridge University Press.

Glenn, E. N. (1992). From servitude to service work: Historical continuities in the racial division of paid reproductive labor. Signs, 18(1), 1-43.

Hall, D. T., & Chandler, D. E. (2005). Psychological success: When the career is a calling. Journal of Organizational Behavior: The International Journal of Industrial, Occupational and Organizational Psychology and Behavior, 26(2), 155-176.

Komlosy, A. (2018). Work: The last 1,000 years. Verso Books.

Manky, O. (2011). El día después del tsunami. Notas para comprender a los sindicatos obreros peruanos en las últimas décadas del siglo XX. Debates en Sociología, 36, 107-134.

Manky, O. (2017). Trabajo y sociedad. Estudios sobre el mundo del trabajo en el Perú. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú – Cisepa.

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Mejía, C. (2018). El modelo de relaciones laborales en la industria de la construcción del Perú entre 1992 y 2015 (PUCP). (Tesis de Maestría en Relaciones Laborales, Pontifícia Universidad Católica).

Méndez, I. (2016). Paradoja del sindicalismo agroindustrial en Ica: surgimiento y funcionamiento de los sindicatos en un contexto adverso a la sindicalización. (Tesis de Licenciatura en sociología, Pontificia Universidad Católica del Perú).

O’Connor, E. S. (1999). The politics of management thought: A case study of the Harvard Business School and the Human Relations School. Academy of Management Review, 24(1), 117-131.

Portocarrero, G., & Tapia, R. (1993). Trabajadores, sindicalismo y política en el Perú de hoy. Lima: ADEC-ATC.

Rospigliosi, F. (1988). Juventud obrera y partidos de izquierda: de la dictadura a la democracia. Ideología y Política, 10(4), 113.

Saravia, S. (2015). ¡Ahora o nunca! #HuelgaEnRipley: el caso del Sindicato Único de Trabajadores del grupo Ripley S.A. Perú. (Tesis de Licenciatura en Sociología. Pontificia Universidad Católica).

Sulmont, D. (1984). El movimiento obrero peruano, 1890-1980. Lima: Tarea.

Sulmont, D. (1993). Nuevos retos del mundo del trabajo. Revista Economía y Trabajo, 1(2).

Sulmont, D., Valcárcel, M., & Twanama, W. (1991). El camino de la educación técnica: los otros profesionales. Los jóvenes de los institutos superiores tecnológicos en Lima Metropolitana. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial.

Torres, A. (6 de diciembre de 2020). Nueva ley agraria con prosperidad compartida. La República.

Vergara, A. (2020). La crisis del COVID-19 como Aleph peruano. En R. Rojas & V. Pettina (Eds.), América Latina: del estallido al COVID. Barcelona: Critica.

Weber, M. (2002). The protestant ethic and the spirit of capitalism: And other writings. Barcelona: Penguin Random House.

1 Como adecuadamente notó un revisor del libro, este discurso se combina con uno que destaca la idea de «ser tu propio jefe» como ideal: hoy somos un país con millones de autoempleados, lo que tiene efectos enormes sobre la productividad, la capacidad de coordinación social y la cultura política.

2 Véase también el caso de quienes se dedican al delivery de productos, que son considerados trabajadores, o no, dependiendo de discusiones legales, culturales y éticas.

3 Siendo marzo de 2021, mientras reviso estas líneas de 2020, se hace inevitable pensar en lo ocurrido con la Ley de Promoción Agraria, que ejemplifica bien el párrafo anterior: una ley que había logrado resultados interesantes en lo económico, pero cuya defensa acabo siendo insostenible dados sus pobres resultados en términos de legitimidad social. Véase Torres (2020).

Narrativas y políticas sobre formalización del comercio ambulatorio en Lima Metropolitana

Carmen Vildoso

Introducción

Hacia el final del primer año de gestión del alcalde de Lima Metropolitana, Jorge Muñoz, la gerenta de Fiscalización calculaba entre 12.000 y 14.000 el número de ambulantes en el área conocida como «el Cercado»; al mismo tiempo, estimaba en 2.000 –como máximo– la cifra ideal para tener una ciudad en orden. Se deduce, entonces, que 10.000 o 12.000 personas estaban sobrando. Los esfuerzos de quienes han estado sucesivamente al frente de la Gerencia de Fiscalización han sido vanos para alejar a estos hombres y mujeres de las calles en las que se concentra el movimiento comercial en el Cercado, lo que es fácilmente comprensible en una economía que no ofrece suficientes oportunidades de empleo adecuado.

Ese panorama se ha exacerbado luego de un año de pandemia y tras una cuarentena estricta durante varios meses, con protocolos de bioseguridad que incluyen la exigencia de «distanciamiento social» y caída abrupta de la capacidad adquisitiva. Si bien ha habido quienes han dejado de trabajar en las calles porque se han visto en la necesidad de priorizar el cuidado de la salud, aparentemente, son muchos más los que, sin haber ejercido previamente el comercio ambulatorio, han incursionado en esta actividad ante la pérdida de sus empleos; prácticamente, han tenido que lanzarse a las calles dispuestos y dispuestas a todo, incluido el enfrentamiento abierto con la Policía. Es lo que se ha visto en determinadas calles del Cercado y del vecino distrito de La Victoria, dando lugar a verdaderas procesiones de gente cargando bolsas con mercadería.

Similares escenas han ocurrido en Buenos Aires o Ciudad de México. Un dato curioso: una búsqueda rápida en internet introduciendo los términos «ambulante en pandemia» permite ubicar un artículo sobre trabajadores ambulantes inmigrantes de Buenos Aires que se basa en los testimonios de dos de ellos, uno de Senegal y una del Perú. Ella, Luzmery Villanueva Dioses, llegó a la Argentina hace más de 20 años, pertenece a una organización de vendedores ambulantes, usa un chaleco que la identifica como alguien que tiene un arreglo con la policía que le permite vender en ciertas calles, tiene ocho hijos y recibe la Asignación Familiar por Hijo y ayuda de su hermana desde el Perú. Solo pide que su trabajo sea reconocido y regularizado (Tuchin, 2020).

El contexto de la COVID-19 en Lima solo acentúa una realidad que es constante, que coloca en una situación especialmente vulnerable a los ambulantes (a los de siempre y a los recientes) que no tienen una autorización para trabajar; aquellos que cuentan con ella, aunque están libres de la persecución cotidiana, también están expuestos a diversos factores de inseguridad. Unos y otros están al margen de un sistema de protección social.

La formalización de sus negocios es una alternativa que plantean con frecuencia las autoridades y que determinadas asociaciones de vendedores ambulantes también levantan. Lo que ello quiere decir exactamente depende de cada caso; es un asunto detrás del cual se ponen en juego expectativas, capacidades y estrategias diversas. En este artículo, se busca mostrar la complejidad de esta propuesta y exponer distintas narrativas sobre la materia.

El comercio ambulatorio es una fuente de empleo independiente para un sector de la población representativo de la economía informal y un canal de comercialización de productos que atiende a una población de escasos ingresos, así como a consumidores que realizan compras al paso. Lo que define a los vendedores ambulantes es trabajar en la calle. El lugar en el que se ubican o son ubicados es clave en tanto resulte más o menos frecuentado por el público. Ese lugar es «su activo» principal, sea un puesto fijo o que transiten habitualmente por calles definidas cuyo conocimiento les permite aprovechar sus ventajas y minimizar el control.

Para las autoridades y los empresarios de las tiendas formalmente establecidas, su presencia suele ser sinónimo de caos, competencia e inseguridad. En diversas coyunturas, las autoridades municipales han procedido a desalojar a los vendedores ambulantes, en particular ahí donde, por su número, entraban en conflicto –real o aparente– con la seguridad ciudadana o con las necesidades de mejoramiento urbano. La opinión pública oscila entre el apoyo al ejercicio de autoridad en casos de desorden extremo, y la empatía con el o la ambulante cuando se le decomisa su mercadería en forma abusiva. A la larga, aquellas áreas volvían a ser ocupadas por nuevos contingentes de ambulantes, lo que evidencia la existencia de un fenómeno que no puede ser entendido ni resuelto desde una lógica de corto plazo.

En la interacción entre vendedores ambulantes y municipalidades, caben diversas situaciones que atañen al uso y control del espacio público, y expresan juegos de poder. Entre ellas: (a) convivencia estable a partir de una presencia de los vendedores ambulantes, que se valida a través de una autorización municipal que alcanza a ciertos grupos, excluyendo a otros; (b) statu quo en el que grupos de vendedores ambulantes consagran su presencia de hecho, con la pasividad de la autoridad o mediante algún tipo de arreglo «por lo bajo»; (c) conflictos abiertos a partir de la decisión municipal de no permitir la presencia de comercio ambulatorio en cierta ubicación, que puede ir acompañada o no de medidas para facilitar el traslado de los vendedores hacia otras zonas y promover su formalización.

¿Qué factores influyen para que el curso de las relaciones entre vendedores ambulantes y autoridades se decida en tal cual o cual sentido? ¿Qué argumentos esgrimen las autoridades? ¿Qué recursos despliegan los ambulantes en estas circunstancias? ¿Cómo se entiende la formalización y qué viabilidad tiene?

A continuación, se describen las características del comercio ambulatorio desde la década de 1970 hasta la actualidad en Lima Metropolitana, sobre todo en Lima Cercado y en particular en la zona del Centro Histórico. Igualmente, se analizan la conflictividad y los procesos de organización en aquella época y la ambivalente «institucionalización» que se produjo entre las décadas de 1980 y 1990, la problemática que encierran las autorizaciones municipales, y las relaciones entre las asociaciones de vendedores ambulantes y el Gobierno municipal. Por último, se aborda la cuestión de los diversos sentidos e implicancias de la formalización. Para ello, se han revisado diversos estudios, registros municipales, estadísticas, pronunciamientos de organizaciones y testimonios de líderes y funcionarios, y se problematiza la experiencia propia como gerenta de Desarrollo Económico de la Municipalidad Provincial de Lima (período 2011-2014)4.

Los y las vendedoras ambulantes en Lima en las últimas décadas

El comercio ambulatorio en el centro de la ciudad de Lima se convirtió en un problema para las autoridades por lo menos desde la década de 1960; así lo encaró el alcalde Bedoya Reyes.Ante la notoriedad alcanzada por esta actividad, el INEI llevó a cabo un primer Censo en Lima Metropolitana el año 1976 (INEI, 1977)5, que arrojó la cifra de 61.343 ambulantes.

No por casualidad, esta es la época en la que, en el contexto del debate sobre la modernización en América Latina, surgieron teorías sobre la «marginalidad» social. Uno de los intelectuales vinculados a los debates en la Cepal, José Nun, propuso una reformulación, en 1969, e introdujo la noción de «masa marginal» para denominar a una parte de la sobrepoblación relativa que no desempeña el papel que Marx atribuyó al ejército industrial de reserva, distinguiendo entre una «masa marginal» a-funcional (como la población en la Sierra peruana o en el Nordeste brasileño, señala) y otra «disfuncional», cuestión sobre la que volveremos después.

Los casos de los vendedores de ropa en dos zonas del Cercado –el Mercado Central y la Plaza Unión– fueron objeto de estudio desde la antropología. A propósito de ellos, Osterling, De Althaus y Morelli (1979) definieron como variables la evolución del establecimiento (en particular las condiciones de tenencia del puesto), la evolución de la familia (y en qué medida participan sus distintos miembros en el negocio), la evolución económica, las condiciones de mercado y el grado de represión municipal o policial que enfrentaban. En un estudio sobre los ambulantes de la Plaza Unión, Osterling (1981) señala que cada una de las subactividades económicas y de servicios identificadas (lo que se conoce como giros de venta) posee su propia estructura económica, «a la luz de las variables intensidad de capital, rotación económica y niveles de capitalización» (p. 85). Observa que «No todos los vendedores ambulantes son propietarios de sus medios de producción o comercialización, ni todos reciben los mismos retornos» (p. 87) y distingue vendedores ambulantes capitalizados, habilitados (que usan, administran y venden mercadería de terceros) y asalariados (algunos contratados por los capitalizados).

Durante las décadas de 1980 y 1990, la crisis económica contribuyó al incremento del número de ambulantes. Como bien explica y detalla Cosamalón (2018), la drástica caída de los ingresos de la población obligó a abastecerse al menor costo posible, contexto en el cual la cadena de distribución se recompuso, abarcando eslabones formales e informales; mientras que la debilidad del Estado, en particular de los municipios, dificultó generar una respuesta coherente a esta situación. La recuperación de la capacidad adquisitiva en las décadas posteriores no conllevó una reducción proporcional en la venta ambulatoria, pues aparecieron nuevas necesidades de consumo cuya satisfacción llevó a los clientes de los sectores populares y medios a esfuerzos constantes para cubrir el presupuesto. Los ambulantes cumplieron un papel en este sentido, que se volvió especial en espacios de cercanía (relación de casería, otorgar una yapa, dar fiado).

Según Castellanos (2014), los ambulantes de zonas «céntricas» (centro de Lima y los tradicionales distritos de La Victoria, Rímac y Magdalena) y «periféricas» (San Martín de Porres, Comas, Independencia, Puente Piedra y Carabayllo, todos ellos distritos de Lima Norte) de Lima Metropolitana, en general, trabajan más de 40 horas a la semana, en su mayoría sin asistencia de otras personas. Los comerciantes de las zonas céntricas tienden a trabajar más horas y declaran ingresos y ventas mayores que los de las zonas periféricas. La mayoría adquiere sus insumos en negocios formales, incluso de proveedores mayoristas6.

Actualmente, los ambulantes en Lima superan los 300.000, con una tendencia levemente decreciente entre los años 2004 y 2015, en términos absolutos (de 346.239 a 325.758) y porcentuales (de 9,3 a 6,6% como porcentaje del empleo no agrícola). A la vez, la actividad se ha ido feminizando, pasando del 64 al 68% de las mujeres empleadas (Aliaga, 2017)7. De acuerdo con Castellanos (2014), las comerciantes mujeres trabajan más horas que los hombres y su nivel educativo se concentra en los primeros años del nivel básico (primaria completa o menos), mientras que los varones culminan la educación básica regular (secundaria completa) o la superan, diferencia que influye en los giros de venta a los que se dedican los y las comerciantes y en sus niveles de ingreso; más aún, la magnitud de esas diferencias de ingreso por género excede la diferencia de ingresos asociada a la zona de venta. Diferencias de ingresos entre vendedores y vendedoras ambulantes habían sido analizadas anteriormente por Cancino (1995) para el caso del distrito Ate-Vitarte, que mostraba además que la presencia de mujeres era mayor en pequeñas paraditas de barrio, mientras que, en el importante y céntrico conglomerado Ceres, destacaba la presencia de los varones, lo que se explicaba porque trabajar en el barrio permitía a las mujeres combinar su trabajo con las labores domésticas.

El lugar de venta

La presencia de los ambulantes en diversos distritos y barrios de Lima es una constante, aunque hay lugares donde tiende a aumentar o disminuir en determinadas circunstancias. Desde que Osterling señalara que «los numerosos mercadillos ambulatorios que existen en la gran Lima vienen a ser equivalentes funcionales de los Centros Comerciales, pero no para la clase media sino para la clase trabajadora» (1981, p. 68), en los distritos de clase media también han surgido puestos alrededor de los mercados, en el entorno de avenidas comerciales y paraderos, y carretillas de frutas y verduras en ciertas esquinas.

En aquella época, Osterling (1981) seleccionó la Plaza Unión:

Entre otras razones por considerar que se trata de un muy importante mercado segmentario [...] de la clase obrera de Lima. Postulamos que casi toda la población residente en el denominado Cono Norte de la ciudad, así como los obreros que laboran en la zona industrial de las inmediaciones de la Av. Argentina, por lo menos en algún momento del día deben movilizarse a través de la Plaza Unión. Dicha área urbana aparece, pues, como un importante punto de trasbordo de microbuses para un apreciable porcentaje de la población de Lima Metropolitana, que ha estimulado notablemente el desarrollo de la venta callejera en dicha zona. (p. 66)

La Plaza Unión sigue existiendo, pero su dinámica ha cambiado. La población que circula es trabajadora, mas no necesariamente obrera. En la Av. Argentina, queda poco de la zona industrial, y en la proximidad de la Plaza funcionan galerías como Las Malvinas, donde antiguos ambulantes desalojados del Centro Histórico conducen ahora stands comerciales. El Cono Norte –ahora llamado Lima Norte, lo que responde al reconocimiento de que la ciudad se ha transformado en policéntrica– alberga sus propios núcleos de bullente comercio ambulatorio. Dentro del Cercado, los ambulantes participan de otros mercados segmentarios, así como atienden a la población en general8.

La ciudad de Lima se ha transformado considerablemente y el comercio ambulatorio ha acompañado esos cambios. La cambiante importancia relativa del Centro de Lima (que ha conocido etapas declinantes y de cierta recuperación posterior) y el surgimiento de nuevas capas medias en las otras Limas explican tanto la permanencia de importantes contingentes de ambulantes en el Centro Histórico de Lima (CHL) como su presencia en zonas céntricas de distritos como Los Olivos9 (Lima Norte) pese a una sostenida fiscalización. La prosperidad del conglomerado de Gamarra mostró al comercio ambulatorio como parte de redes que conectan lo informal con lo formal, en tanto que, en los distritos financieros, la preocupación municipal se centra en la inseguridad que provoca el cambio de moneda extranjera en los alrededores de los bancos. El tráfico, que se ha hecho más complicado, ha prolongado la jornada fuera de casa, y la venta ambulatoria compite para atender las necesidades de consumo derivadas.

Conflictividad y organización en las décadas de 1960 y 1970

En el Cercado, se ubica el 68% del CHL10, centro económico indiscutido de Lima en la década de 1960, cuando San Isidro no existía como centro financiero ni Miraflores se había desarrollado tanto como espacio comercial y de entretenimiento. En ese entonces, se produjo un incremento de la venta ambulatoria en el Centro Histórico que alarmó a la Cámara de Comercio de Lima. El alcalde Luis Bedoya Reyes (1964-1966 y 1967-1969) llevó a cabo campañas de desalojo con tal intensidad que algunas organizaciones de vendedores ambulantes lo acusaron de haber promovido el incendio del Mercado Central para erradicar el comercio callejero circundante.

Las organizaciones de vendedores ambulantes que surgieron en la década de 1970 expresaron dos tendencias. Una, alimentada por comerciantes de mayor edad y mayores recursos, aceptaba que los ambulantes podían reubicarse en galerías o mercados; y la otra, impulsada por los más jóvenes y con menores recursos, rechazaba las reubicaciones (Osterling & Chávez de Paz, 1979). Queda, como expresión de la segunda tendencia, la Federación Departamental de Trabajadores Vendedores Ambulantes de Lima (Fedeval), que surgió en 1979 con un discurso clasista, en línea con los movimientos sociales de esa década. No existe una representación orgánica de la tendencia moderada, aunque, de hecho, en las décadas siguientes nacieron muchos mercados populares sobre la base de la iniciativa de asociaciones de ambulantes.

La ambivalente «institucionalización» del comercio ambulatorio en el período 1980-2000

Las décadas de 1980 y 1990 se caracterizaron tanto por el conflicto como por la institucionalización del comercio ambulatorio (véase Cosamalón, 2018). Mientras que en 1981 el alcalde Eduardo Orrego dispuso la reubicación de más de 3.200 vendedores ambulantes de la alameda Chabuca Granda, en 1985, el alcalde Alfonso Barrantes, elegido por la Izquierda Unida, reglamentó el comercio ambulatorio mediante la Ordenanza N.º 002. Esta define que las municipalidades distritales ejercerán en su jurisdicción la función de control del comercio ambulatorio11. Establece que la Municipalidad Metropolitana de Lima, en coordinación con las municipalidades distritales, establecerá zonas descentralizadas de comercio ambulatorio a fin de mejorar el abastecimiento urbano y reordenar la afluencia de vendedores ambulantes a las áreas de alta concentración comercial. Una medida especialmente progresista fue la creación del Fondo Municipal de Asistencia del Trabajador Ambulante (FOMA), que se financiaría con un porcentaje de la sisa que los municipios cobraban a los ambulantes por el uso del espacio público. La Ordenanza fue innovadora también al plantear la creación de comisiones técnicas mixtas conformadas por las autoridades municipales y los representantes de las organizaciones de base de los ambulantes en calidad de organismo consultivo permanente. Su aprobación y puesta en práctica contó con el apoyo de la Fedeval, mientras que su implementación a nivel distrital fue más o menos cabal, según la orientación política de los alcaldes, entre otros factores.

La aplicación de la Ordenanza N.º 002 se vio afectada por el Decreto Legislativo N.º 776, Ley de Tributación Municipal, que declaró improcedente el cobro de la sisa. Según Roever (2005) esta ley, expedida por el Gobierno de Fujimori en 1993, en una época marcada por la influencia del Instituto Libertad y Democracia (ILD) de Hernando de Soto, generó confusión en las administraciones municipales y controversia en las relaciones entre estas y los vendedores ambulantes.

Durante el gobierno municipal de Ricardo Belmont, en 1994, se aprobó la Ordenanza N.º 062, Reglamento de Administración del Centro Histórico de Lima, según la cual el comercio en la vía pública debía ser «erradicado progresivamente», reubicándolo fuera del Centro Histórico de Lima. Los ambulantes reubicados por Orrego, que aún permanecían dentro del CHL, optaron por comprar un terreno en La Victoria.

El alcalde Alberto Andrade (1996-1998 y 1999-2002) fue especialmente activo en ese sentido. Su gestión se caracterizó por la decisión de recuperar el Centro Histórico impulsando el desalojo sistemático del comercio ambulatorio mediante enérgicas intervenciones, reubicando a los ambulantes del Mercado Central, del Jr. Lampa (una de las calles paralelas al Jirón de la Unión, otrora la principal vía comercial del Centro) y de Polvos Azules (aglomeración de ambulantes del Jr. Áncash). La reubicación estuvo acompañada de asesoría para la formalización a quienes se trasladaban a galerías o campos feriales, en algunos casos aprovechando el abandono en el que habían quedado locales ubicados en el antiguo eje industrial que –para esta época– estaba en declive. Ejemplo de ello fue la reubicación de los comerciantes dedicados a la venta de productos ferreteros en el local conocido como Las Malvinas, en las primeras cuadras de la Av. Argentina. En otros casos, el proceso de reubicación y formalización llevó a los ambulantes a adquirir terrenos fuera del Cercado, en el vecino distrito de La Victoria o en distritos de zonas populares.

Al final de esta gestión, prácticamente habían desaparecido las grandes concentraciones de comercio informal en las zonas céntricas del Cercado. Según Aliaga, «el mayor control impuesto en las zonas mesocráticas de la ciudad, propició una mayor proliferación del fenómeno en las zonas periféricas donde hay menos control y más tolerancia» (2002, p. 3), tolerancia que se explica por la menor valoración económica del espacio público y porque, en ciertos barrios, la clientela de los vendedores ambulantes está conformada por sus propios vecinos.

La Ordenanza de 1985 se basaba en la idea que los ambulantes eran víctimas de problemas económicos estructurales, que el comercio ambulatorio era inevitable en la economía tercermundista y que los ambulantes debían participar en el desarrollo de las políticas relativas al gobierno del sector (Roever, 2005). En la década de 1990, se produjo un cambio en la orientación de las políticas en diversos niveles y se difundió una corriente de pensamiento que enfocaba a los autoempleados como emprendedores o empresarios emergentes que requerían principalmente incentivos apropiados para salir por sí mismos de la pobreza, informalidad e ilegalidad y/o para proceder a la creación legal de empleos mediante las microempresas. En el marco de la Ordenanza N.º 002, los vendedores ambulantes autorizados se percibían como formales; a partir de la administración de Andrade, la formalización es entendida como dejar la venta en las calles por la actividad comercial en galerías o mercados. Dos nociones que aún coexisten.

Regulación del comercio ambulatorio y autorizaciones municipales

En Lima Metropolitana y en el Cercado de Lima, la mayoría de los ambulantes trabajan sin una autorización. Contar con ella no significa tener un empleo formal, pero sí poder trabajar con el aval de la municipalidad. La Ley Orgánica de Municipalidades, Ley N.º 27972 de 2003, otorgó a las municipalidades distritales y a la municipalidad metropolitana la facultad de regular el uso del espacio público y el comercio ambulatorio. Al año 2011, existían más de 300.000 ambulantes en Lima, en las 49 municipalidades distritales de Lima y Callao, pero sólo 41.559 ambulantes figuraban en un registro municipal (INEI, 2012). Al año 2019, en Lima Cercado los autorizados no llegan a 2.000, y se estima que el número de ambulantes sobrepasa los 12.000. Lo que no resta importancia a la cuestión de las autorizaciones al comercio ambulatorio.

Al año 2011, la nueva gestión de la MML encontró más de 3.000 comerciantes en el Sistema de Comerciantes administrado por el Departamento de Autorizaciones Comerciales en los Espacios Públicos (Siscom) de Lima Cercado, sin contar a los pertenecientes al Programa Capitalizando. Este había sido creado en el año 2006, durantela gestión de Luis Castañeda Lossio –alcalde de Lima en dos períodos sucesivos (2003-2010)– y comprendía a quienes se comprometían a ahorrar y desarrollar proyectos de generación de ingresos.

La Gerencia de Desarrollo Económico (GDE) adoptó la política de no autorizar el ingreso de nuevos vendedores ambulantes, ya que el espacio disponible (aforo) del Centro Histórico de Lima no lo permitía (GDE-MML, 2014), y evaluar la renovación anual de autorizaciones dentro del universo que formaba parte del Siscom, considerando criterios urbanos (aforo, ornato, zonas rígidas y de alto riesgo) y socioeconómicos (fuentes de ingreso económico familiar limitadas a la venta ambulatoria, condiciones habitacionales, salud). El último año de esa gestión, 2014, se declararon procedentes 1.712 solicitudes para ejercer la venta ambulatoria en el Cercado, de las 2.316 que se presentaron. Algunas asociaciones de base acudían a la GDE para cuestionar las declaraciones de improcedencias; en estas reuniones, a la larga, se traslucían relaciones dirigente-base en las que se subrayaban jerarquías de parte del dirigente que sabe y señoras –«mamitas»– a las que se instaba a «quedarse calladas».

Durante ese período, que corresponde a la gestión de la alcaldesa Susana Villarán, se aprobó la Ordenanza N.º 1787 (2014) para el comercio ambulatorio luego de un intenso diálogo con las organizaciones de vendedores ambulantes articuladas por la Coordinadora del Comercio Popular. Esta norma establece que la autorización es personal e intransferible, y renovable previa evaluación; que se otorga de manera excepcional, limitada al giro y ubicación; que se otorgará una por unidad familiar, con una vigencia de dos años; que el comerciante deberá estar inscrito en un programa municipal que tenga por objeto el ordenamiento del comercio en los espacios públicos o la formalización del comerciante; y compromete a la municipalidad a impulsar mecanismos de formalización. Especifica que deberá instalarse una comisión tripartita para el diálogo sobre las políticas relacionadas con el comercio ambulatorio, con participación de autoridades, vendedores ambulantes y vecinos. Precisa que cada municipalidad publicará en su portal web el padrón municipal de comerciantes regulados. Las referencias al acceso al SIS y a programas de protección municipal han sido valoradas por las organizaciones, aun cuando el rol de la municipalidad es acotado.

Esta Ordenanza fue modificada por la gestión siguiente, del alcalde Castañeda, mediante la Ordenanza N.º 1933, sin mediar ningún diálogo, en particular en cuanto al período de vigencia de las autorizaciones para el ejercicio del comercio en la vía pública12. Reintrodujo el período de un año, lo que representa mayor inestabilidad para el vendedor o la vendedora ambulante y recarga la rutina de la municipalidad en perjuicio del tiempo dedicado a una gestión que podría ser más estratégica.

Para las instancias municipales encargadas, el período de vigencia de una autorización puede representar la diferencia entre operar abrumadas por la cantidad de solicitudes –al punto de llegar al final del año sin haber podido atender todas hasta el último extremo, dado que las solicitudes no autorizadas pueden ser materia de apelación– o poder dar mayor atención a apoyar los procesos de formalización13 y contribuir a desarrollar propuestas más amplias e integrales de desarrollo económico para la ciudad.

La carencia de autorización no tiene las mismas consecuencias en las diferentes zonas del Cercado. Es determinante en el Centro Histórico, que en parte es Patrimonio de la Humanidad, y concentra parte de la Administración Pública, así como numerosos establecimientos comerciales, incluido el Mercado Central. Por él, transitan diariamente entre 1.500.000 y 1.800.000 visitantes, de modo que el público transeúnte es inmensamente mayor que el número de residentes; y resulta muy atractivo comercialmente. En el caso del CHL, la regulación del comercio ambulatorio –competencia de la GDE– interesa a otras áreas de la municipalidad como ProLima14 o la Gerencia de Fiscalización.

En otros lugares, los vendedores ambulantes no sienten la necesidad de una autorización. Tal es el caso de Planeta, un antiguo barrio de trabajadores ubicado en la margen izquierda del río Rímac donde la mayoría de los comerciantes son vecinos, por lo que no se requiere una regulación externa para mantener el orden. Manzanilla, en el límite con los distritos de La Victoria y El Agustino, es un barrio donde se comercializan productos provenientes del reciclaje e incluso robados (Castellanos, 2012). Los ambulantes tampoco piden licencia para operar. En Manzanilla –donde no existía la fiscalización–, el desgobierno tenía consecuencias extremas para los vecinos, pues todo espacio era ocupado por los ambulantes, quienes eran sometidos a cobro de cupos por parte de mafias15.

El segmento de «administrados» por la GDE es una pequeña parte del conjunto de ambulantes en Lima Cercado, lo que se explica porque la autorización por definición es «excepcional». Como ese conjunto es mucho mayor, la gestión del comercio ambulatorio va más allá de su regulación e incluye la fiscalización. Casi al inicio de la gestión del alcalde Jorge Muñoz, según la gerenta de Fiscalización Zuleyka Prado, había entre 12.000 y 14.000 ambulantes en el Cercado de Lima y, según sus cálculos, la cifra ideal para tener una ciudad en orden era un máximo de 2.000. Por ello, dicha gerencia ejecuta operativos contra el comercio informal en cinco zonas prioritarias: (1) el Mercado Central y Mesa Redonda, (2) la avenida Aviación, (3) la avenida Argentina, (4) el Real Plaza y sus alrededores y (5) el Damero de Pizarro (citada por Miranda, 2019).

La presencia de ambulantes no autorizados o «no regulados»16 es un indicador de los alcances y límites del control municipal. En las zonas más rentables y donde hay más control, los «no regulados» salen a «guerrear» –en sus propios términos–, evadiendo al serenazgo y a los fiscalizadores municipales, negociando con ellos a la larga y enfrentando el riesgo de decomisos.