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El perfil de Arturo Illia sigue envuelto en un nebuloso desconocimiento. Pocos saben que vivió en Europa entre 1933 y 1934, y presenció el naciente fascismo al asistir a los actos públicos de Hitler y Mussolini. O que unos años más tarde, fue enviado al norte argentino a negociar con oscuros traficantes la compra de armas para defender al gobernador cordobés Amadeo Sabatini. Gran jugador de póker, amante del yoga y del budismo, Illia también era un ávido lector, con sólidos conocimientos en filosofía, artes, historia universal y cultura general. Recibió el mote de tortuga, pero los resultados de su gobierno fueron sorprendentes, con positivos guarismos, muchos de los cuales jamás se volvieron a repetir. A quienes fueron a derrocarlo les dijo que no representaban a las Fuerzas Armadas, y que sus hijos se avergonzarían de lo que estaban haciendo. Años más tarde, la mayoría de los que participaron en el golpe expresaron públicamente su arrepentimiento. La novela Salteadores Nocturnos recorre la vida de Aturo Illia desde una doble óptica: la del protagonista a través de sus recuerdos y confesiones más íntimas, y la de un conscripto que debió participar en el escuadrón de lanza gases que lo desalojó de la Casa Rosada la madrugada del 28 de junio de 1966.
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Seitenzahl: 389
Veröffentlichungsjahr: 2021
AGUSTÍN MARÍA BARLETTI
Barletti, Agustín María
Salteadores Nocturnos : Arturo Umberto Illia / Agustín María Barletti. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-1765-4
1. Historia Argentina. I. Título.
CDD 982
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA
www.autoresdeargentina.com
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Escribir un libro es una de las aventuras más maravillosas que alguien pueda emprender. Se alcanza un estado emocional único e irrepetible sobre todo en los tramos finales cuando se llega a la conclusión de que no vale la pena ni dormir, ni comer. Recién se encuentra la paz frente a ese texto a punto de ser parido. Recuerdo que cuando escribí esta novela histórica vivía con un papel y un lápiz cual apéndice de mi cuerpo. Jamás me desprendía de ellos y muchas veces solía, por ejemplo, salir en mitad de una ducha todo empapado a anotar una metáfora que se me ocurría para tal o cual párrafo.
Esta obra, publicada en 1998, fue la primera que apareció sobre la vida de Arturo Illia, y su tirada partió de las librerías en muy poco tiempo. Ni a mí me había quedado un ejemplar, al punto tal que hace unos años, en ocasión de realizar un trámite ante el Consulado de los Estados Unidos en la Argentina, debí acercarme a la biblioteca del Congreso de la Nación para fotocopiar su tapa y así presentarlo como comprobante de mi autoría.
Dicen que la historia es un juez incorruptible que a la larga dicta sus fallos para unos y para otros. En estas más de dos décadas que nos separan de aquella primera edición, la figura de Arturo Illia creció hasta alcanzar dimensiones épicas. La estadística también dio su veredicto: Illia quedó primero en el listado de las personas más honestas confeccionado en 2015 por Giacobbe & Asociados para la Revista Noticias en base a la opinión de dos mil encuestados. Le siguieron René Favaloro, Manuel Belgrano, el Papa Francisco y la Madre Teresa de Calcuta. En 2016, la Encuesta del Bicentenario llevada a cabo por el diario El Cronista con cuatro mil participantes, colocó nuevamente a Illia como el gobernante más honesto con el 70%, seguido por Raúl Alfonsín (13%) y Arturo Frondizi (5%).
Con satisfacción y emoción comprobé que Illia ya no era patrimonio exclusivo de los radicales, y que, cabalgando sobre sus virtudes, había traspuesto esa frontera para ganarse el corazón de todo el pueblo argentino.
Esta revalorización del estadista me impulsó a publicar la segunda edición de esta novela histórica, corregida y aumentada.
Corregida, porque el tiempo transcurrido sirvió para que este escritor que está cerca de cumplir seis décadas de vida, regañara y enmendara varias sentencias de aquel soberbio autor de treinta y seis años que llegó a sentirse dueño de la verdad. Debo reconocer que suavicé algunos textos que, al releerlos, me hicieron sonrojar y a la vez preguntar cómo pude ser capaz de tamañas impertinencias. Noté, confieso, que la experiencia ganada en estos años me dio más rigor científico, pero también endureció mi pluma. Por más que lo intenté, fue imposible encontrar el estilo fresco y desprejuiciado de aquellos tiempos, cuando las metáforas y los giros idiomáticos surgían de manera espontánea. Seguramente la profesión de periodista anquilosó mi escritura a partir de frases cortas con pocas vueltas. Busqué, sin éxito, reencontrar ese modo de escribir hasta que caí en la cuenta de que el mismo formaba parte de una etapa de mi vida que ya no volverá.
Decía también que esta segunda edición está aumentada por la inclusión de contenidos en la mayoría de sus capítulos. Esto se debe a documentación que, por el tiempo transcurrido, ya está desclasificada. También a la aparición de nuevos archivos de texto, audio y sonido del propio Illia, y de quienes lo acompañaron, y la publicación de otros libros que echaron luz sobre su vida. La digitalización y la informática, con poco desarrollo en tiempos de la primera edición, hicieron su aporte. Por ejemplo, pude acceder a las partidas de nacimiento, casamiento y defunción de los padres, abuelos y bisabuelos de Illia para transmitir mayor precisión sobre sus antecedentes familiares. Asimismo, fue posible consultar la serie de cables remitidos a Washington desde la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires entre 1963 y 1966.
Cuando envié a las editoriales el manuscrito de la primera edición, recibí una devolución de alguien cuyo nombre lamentablemente no recuerdo. En una nota, me decía que esta novela se enfocaba demasiado en el personaje y que, a su juicio, requería incorporar ciertos eventos que sucedían en la Argentina y el mundo en paralelo a la historia. Con la ceguera propia de mi auto suficiencia, desprecié esa opinión y no la tuve en cuenta. Esta segunda edición sí contiene esos datos. Aprovecho, veintitrés años después, para agradecer y valorar ese sabio consejo.
Más equilibrada, pero sin perder la esencia de sus conceptos, vuelve esta obra a los anaqueles de las librerías, con la esperanza de que el ejemplo de Arturo Umberto Illia llegue a las nuevas generaciones, e ilumine a quienes nos gobiernan.
Miami, abril de 2021
Una mañana del mes de enero de 1967, de vacaciones en familia por Mar del Plata, mi padre propuso cambiar la playa por el campo. Unos amigos nos habían invitado a su estancia cercana en la localidad de Vivoratá. El viaje, de una media hora, me pareció de un día, no sé si por las ansias de llegar o por el fastidio que siempre le tuve al automóvil. Una vez allí, mi vista se posó extasiada en un mangrullo que no tendría más de quince metros de alto, pero que a mí se me asemejaba a uno de los filosos rascacielos de Manhattan que había visto en las películas.
No pude resistir la tentación; lo miré a mi padre como esperando su aprobación y me largué decidido a su conquista. Los primeros escalones me resultaron sencillos y los devoré con el propio envión de la corrida. A medida que iba logrando altura, comencé a sentir un revoloteo de murciélagos en mi estómago. Por un instante dudé, pero ya a los seis años tenía el orgullo insobornable y decidí seguir “caiga quien cayere”, aunque yo sabía muy bien quién podría caer en esa quijotada.
Logré la cima sin siquiera saber cómo y me encontré con lo inesperado, el piso de la torre estaba formado por un cuero de vaca estirado, que lo tornaba gelatinoso, y con una inestabilidad de pánico. Traté de aferrarme a un madero, pero mi cuerpo se mecía como una chalupa en medio del océano y fue así como, sin más trámite, inicié los primeros rezos tal cual me había enseñado el Padre Agustín, un fraile dominico a quien debo mi nombre de pila.
El dilema que se presentaba tenía perfiles patéticos. O bien pedía socorro a costa de mancillar mi gloria de alpinista, o me libraba a un descenso a todas luces peligroso para la integridad de mi cuerpecito. En eso estaba, cuando vi asomarse una nívea cabellera. Era una persona de mirada fogosa, pero fundamentalmente con rostro de paz, que extendía hacia mí su mano pecosa.
–Venga m'hijo que yo lo ayudo a bajar.
Me envolvió en la suavidad de sus modos, me contuvo en su seguridad de patriarca y me acompañó en cada uno de los peldaños hasta devolverme a tierra firme.
Después supe que mi salvador se llamaba Arturo Umberto Illia y que habíamos llegado hasta esa estancia invitados por su hermano menor, Ricardo, quien fuera un entrañable amigo de mi padre.
Durante esos años, seguí viendo al “Presidente Illia” –como le decíamos en casa– pero siempre como una suerte de tío abuelo al cual recurríamos en busca de una caricia o de un cuento.
–Un día vamos a construir una balsa y nos iremos juntos a navegar hasta Rosario –me prometía Illia, al tiempo que desplegaba un mapa para mostrarme el serpenteante recorrido del río Paraná.
–¿Va a durar mucho el viaje? ¿Qué vamos a comer?
–Usted quédese tranquilo porque tenemos buenos amigos en todos los pueblos que están al costado del río. Seguro nos invitan –confiaba, mientras iba señalando todas las localidades a la vera del curso fluvial, con precisión y lujo de detalles.
Por las noches, conciliaba el sueño a bordo de esa balsa. La pensé tantas veces que llegué a imaginarla hasta en sus más mínimos detalles. Con sólidos troncos de base, dos velas cuadras, timón de rueda, y una cabina de madera con techo de paja. A Illia lo veía con jeans, camisa a cuadros azul y negra, y un sombrero blanco como el que usaba el “Capitán Piluso”, aquel personaje que por entonces encarnaba Alberto Olmedo.
Así me sorprendió la adolescencia y, con ella, el despertar de una pasión por la historia argentina, que tuvo su más grande sacudón al conocer la existencia de Hipólito Yrigoyen.
Empecé, como se debía, por la monumental biografía de Manuel Gálvez, para terminar consumiendo cuanta obra se escribió sobre el gran repúblico, tanto a favor como en contra.
Esto, sumado al romanticismo descubierto en la vida de Leandro N. Alem, me llevó, por lógica consecuencia, a decidirme –en plena veda política por la dictadura militar– a incorporarme a las filas de la Unión Cívica Radical, con Arturo Illia como el principal referente.
El primero de una serie de encuentros lo tuve a principios de diciembre de 1981 en el Hotel Bristol, donde Illia tenía una habitación sin cargo cada vez que hacía pie en Buenos Aires. Antes de penetrar en el específico tema político, me preguntó en qué andaba y le respondí que cursaba el primer año de abogacía.
Recuerdo su interés acerca del cronograma y las fechas de exámenes del año, que terminaban con el final de Economía Política el 21 de diciembre.
Ese mes fue de febril actividad para mi novel desarrollo político. Para el mismo 21 de diciembre, habíamos organizado en San Isidro una cena en reconocimiento a la trayectoria de Illia, a la que concurrieron más de 400 personas, siempre bajo la férrea custodia de los militares porque regía el estado de sitio.
Rendí mi examen en la facultad pero, a pesar de mi corrida, llegué al acto cuando éste ya se había iniciado. La noche no podía estar más estrellada ni el discurso de Arturo Illia más brillante. Habló sobre la democracia, la conciencia política y la necesidad de encarrilar al país por los senderos de la ley y de la Constitución. Cuando terminó su disertación, me abrí paso entre la gente que pugnaba por saludarlo. Me encontré frente a él, me miró fijo y me regaló una mueca de placer.
–Y m'hijo, ¿cómo le fue en ese examen de Economía Política? –me dijo sin esperar más.
Tres días más tarde, mantuve una segunda reunión con Illia donde abordamos la unidad histórica en materia de política exterior entre su presidencia y las dos de Hipólito Yrigoyen. A minutos de finalizar, llegaron un periodista y un fotógrafo del diario La Razón. Durante la entrevista, el reportero gráfico no cesaba de tomarle fotos desde distintos ángulos, mientras yo, por supuesto, me mantenía al margen. En un momento, Illia pidió que me acercara para que nos retrataran juntos. “Si no es inconveniente, me gustaría que en el reportaje apareciera esta foto, así le mostramos al país la continuidad y vigencia del radicalismo. Aquí estamos, un militante que ya lleva casi 65 años de vida política, junto a un joven, gran conocedor de Yrigoyen, que está dando sus primeros pasos radicales. Anote por favor, se llama Agustín María Barletti” –resaltó el gran demócrata.
Al día siguiente, la nota salió publicada de manera destacada, pero sin esa foto, por eso me acerqué hasta la redacción del diario, ubiqué al fotógrafo en cuestión, y le pedí una copia de la imagen. Aún me felicito por esa iniciativa, porque es la única fotografía que poseo con Arturo Illia. Hoy la veo y comprendo por qué aquél periodista no le concedió el pedido a su entrevistado. En mi rebeldía de joven universitario, lucía un frondoso y despeinado cabello, con una barba por de más larga y desprolija. Más que un joven radical, parecía un guerrillero recién llegado de la Sierra Maestra.
Traté de aprovechar y de disfrutar la presencia de Arturo Illia todo lo que pude. Incluso teníamos planeado hacer un viaje juntos a Venezuela y a Ecuador, que se frustró por el estallido del conflicto bélico de Malvinas.
–No me puedo ir del país mientras estemos en guerra –sentenció para mi enorme desdicha.
Yo siempre le decía a Illia que deseaba con toda mi alma escribir un libro sobre Yrigoyen, pero con la condición de que fuese él quien redactara el prólogo.
Lo que no sabía era que su muerte repentina me haría cambiar los planes.
Arturo Illia falleció el 18 de enero de 1983 y, como todavía no estaba restaurado el Monumento a los Caídos en la Revolución de 1890, su féretro fue depositado durante ocho meses en la bóveda que poseía mi familia en el cementerio de la Recoleta.
Todos los domingos iba con mi padre a llevarle flores y, con cada rosa, imaginaba cada uno de los capítulos de su biografía.
Durante casi quince años recopilé cerca de ocho mil fotocopias con documentación sobre su obra de gobierno, junto a horas y horas de grabaciones, tanto de su propia voz como de sus allegados, pero había algo que me frenaba a la hora de ponerme a escribir.
La incógnita se develó hace muy poco tiempo, al comprender que estaba acopiando material para colocar a Illia en el bronce, y escribir una biografía ortodoxa que terminaría bostezando en los estantes de las bibliotecas.
Intenté entonces dar una pátina literaria a las descripciones, las escenas y los diálogos, aunque debo avisar que la gran mayoría de los personajes y acontecimientos narrados son reales y están documentados por distintas fuentes.
La vida de Illia fue una aventura de pasión y de amor por el país, y así habría de reflejarla. Por eso decidí desprenderme de ataduras y rigideces; cambié el foco de análisis, y me consagré, en cuerpo y alma, a trasladar esta novela de vida al papel y la tinta de una vida novelada.
Buenos Aires, enero de 1998
Se calzó la chaqueta verde oliva, apoyó el filo de la gorra sobre las orejas y concedió un último vistazo al negro fulgor de sus zapatos.
–Julito, si me desmayo, seguí leyendo vos.
–No te preocupes, contá conmigo hermano. Si batallamos juntos en tantas malas, ahora que el destino nos sonríe tenemos que ser un solo hombre.
–No esperaba menos de vos. Igual te confieso que voy a llevar dos pares de anteojos para leer mi discurso... por si el rubor de la vergüenza me empaña los que tengo puestos.
– ¡Dejate de joder Pascual, si ya somos número fijo! El viejo está más afuera que adentro.
No se equivocaba el general Julio Alsogaray. Los tiempos del golpe de Estado conocían una aceleración que incluso sorprendía a sus propios mentores.
Todo se inició el 22 de noviembre de 1965, cuando mascullando una ira de sangre y fuego, el general Juan Carlos Onganía se retiró de la Casa Rosada y de la carrera militar; antes de que juraran sus camaradas Rómulo Castro Sánchez y Manuel Laprida, designados por el Presidente Illia como secretario y subsecretario de Guerra.
Lo cierto es que el jefe de Estado ya tenía el reemplazo de Onganía, el general Carlos Jorge Rosas, hombre de lealtad inquebrantable y de sólidos principios democráticos. Pero la fortuna ya coqueteaba con los golpistas, una sanción impuesta por el propio Onganía a Rosas había obligado al gobierno a designarlo como embajador en Paraguay, sin pasarlo a retiro.
Rosas ya había sido convocado a Buenos Aires para hacerse cargo de la comandancia, cuando sufrió un extraño accidente automovilístico que le produjo una conmoción cerebral, y lo dejó postrado con ambas piernas quebradas. Ante tan inesperado vacío surgió entonces el nombre de Pascual Pistarini, un riocuartense y ex recordman mundial de salto hípico.
Allí marchaba pues, Pistarini, con discurso y doble par de anteojos en mano, para conmemorar el día del Ejército ese domingo 29 de mayo de 1966.
La Plaza San Martín lo esperaba con el destellar de los eventos solemnes. La blanca cabellera de Arturo Illia resaltaba en el palco de honor. Los granaderos, con el retumbar acompasado de las cabalgaduras y el claro resplandor de sus bronces. Un millar de banderitas jugueteando con las últimas flores del Jacarandá. En manos de la fanfarria del Regimiento I Patricios, los acordes de la marcha de San Lorenzo.
La pieza oratoria, brutal e insolente, no dejó margen de dudas respecto a la intención de los sediciosos:
“En un Estado cualquiera no existe libertad, cuando no se les proporciona a los hombres las posibilidades mínimas de lograr su destino trascendente, sea porque la ineficacia no provee los instrumentos y las oportunidades necesarias, sea porque la ausencia de autoridad haya abierto el camino de la inseguridad, el sobresalto y la desintegración.
La libertad también es ámbito de verdad y responsabilidad, porque el hombre libre tiene el privilegio de la fe y de la esperanza. Por ello, se vulnera la libertad cuando, por conveniencia, se postergan decisiones, alentando la persistencia de mitos totalitarios permitidos, burlando la fe de algunos, provocando la incertidumbre de otros y originando enfrentamientos estériles, inútiles derramamientos de sangre, el descrédito y la frustración de todos.”
La plaza quedó muda por un instante. Ni vítores ni quejidos osaron quebrar el silencio imponente de un auditorio envuelto por el fino manto del asombro.
–No esperaba eso de vos –le reprochó el general Laprida con un hilo de voz que se esfumaba en el sol de la mañana.
Pistarini estaba a unos cincuenta metros del palco, pero ya sentía el fuego de la mirada presidencial perforando su humanidad.
Con un sobrio estirar del brazo, depositó la pieza oratoria en manos de su edecán y se dispuso a volver a su sitio, a la derecha del Presidente.
Caminó con la vista gacha, observando cómo sus pantalones mimaban a los cordones de los zapatos y maldiciendo el trago amargo que le tocaba en gracia. Prosiguió su marcha, esta vez contando baldosas, en la esperanza de acortar un trayecto que se le hacía interminable.
–General, me va a explicar qué quiso decir con eso de ausencia de autoridad –le recriminó cara a cara el Presidente cuando lo tuvo nuevamente sobre el palco oficial.
Pistarini balbuceó, palideció y enrojeció; giró en torno suyo como buscando ayuda. La mirada de hierro de Illia no lo dejaba respirar.
–Bueno… permítame señor Presidente, mi ayudante le traerá una copia del discurso.
–¡No necesito que traiga nada, usted habló de ausencia de autoridad! Le pido que ahora mismo me informe a qué ausencia de autoridad se refiere, ¿a la mía? ¿no demuestro autoridad porque gobierno con la Constitución y la ley, y no a sablazos? Espero su respuesta señor general, tengo paciencia, ¿sabe usted de qué ha estado hablando? ¿pensó en el contenido que le dieron a leer? Los únicos que producen la ausencia de autoridad son ustedes, los perturbadores del orden institucional, los que no permiten que el pueblo labre su porvenir en paz y en libertad, ¿me entendió señor general?
Ante semejante exposición de moral republicana, a Pistarini solo le cupo bajar la vista, guardar silencio y alejarse de la furia presidencial.
Illia no lo destituyó en público, como muchos esperaban, y tampoco en privado: Pistarini no tuvo más sanción que la de su conciencia.
Un mes más tarde, el lunes 27 de junio, la maquinaria del golpe imprimía su acelerada recta final.
Aquella jornada no habría de pasar al olvido en el cursus honorum de Benjamín Zamorano. Cuando el comisario Alberto Duero lo mandó llamar a su despacho, presintió que su destino habría de quedar marcado a fuego.
Típico producto de la clase media argentina, Benjamín era uno de los tantos veinteañeros que mutilaba su juventud en el servicio militar obligatorio. Desde que, pegado al receptor de la radio, escuchó su número de documento cortejando al fatídico 553, supo que la milicia formaría parte de su existencia durante los próximos meses. Entusiasmado por un tío, oficial de policía, y tentado por un seguro acomodo en el Departamento Central con horario de oficina, se decidió finalmente por ingresar como voluntario a la Federal.
Le gustaba, es cierto, escuchar a su padre relatar las casi increíbles anécdotas de sus tiempos de colimba. Contando ya con casi ocho meses de servicio, comenzaba a inquietarlo el hecho de no tener ningún relato que valiese la pena archivar entre sus sienes, porque lejos sospechaba que él también tendría el suyo ese 27 de junio de 1966.
Había finalizado su guardia y esperaba un menú de posibilidades que ofrecía tanto un riguroso orden cerrado como una siesta o, lo que era mejor aún, el bendito franco vespertino.
Se encontró tirando bolillas al aire en esa lotería policial, cuando escuchó la voz del sargento ayudante.
– ¡Atención! El comisario lo solicita en su despacho con urgencia.
El Tigre –como le decían– se dejaba ver poco y nada por el Departamento; a tal punto que la tropa esperó el 20 de junio, más para ver de cerca al espécimen que para jurar fidelidad eterna al pabellón nacional.
El privilegio se potenciaba, pues, a escala infinita, al ver las caras mitad de asombro, mitad de envidia, del resto de sus camaradas.
Mientras acomodaba su roído uniforme de fajina, todos quisieron acercarle un consejo.
Estaban quienes, como Samuel Aizemberg, le rogaron la mayor de las cautelas.
–Escuchá pero no digas una palabra.
Otros, como Alberto Corcuera, comenzaron a sobarle el lomo, con el fin de ganarse los favores del futuro asistente del comisario.
Un último grupo, entre los que se encontraba el tucumanito Santos Pérez, le ofreció un cortaplumas “encontrado” en el casino de oficiales.
–Para que te defiendas; me aseguraron que el comisario es la encarnación de un diablo al que le gusta comer chicos crudos.
Con el bagaje de recomendaciones, y luego de encomendarse a todos los santos que su formación laica le permitía recordar, se puso en marcha devorando los laberínticos pasillos de la dependencia. Caminando por pura inercia, mirando, pero sin ver, pudo finalmente plantarse frente a la puerta del despacho.
Aspiró una colosal bocanada de aire y, con paso firme, se anunció ante el comisario.
–¡Benjamín Zamorano, señor! ¡Ordene, señor!
Encontró a una personita insignificante que, a pesar de los soles sobre los hombros, no lograba desplegar la imagen de prusiana grandilocuencia con la cual esperaba ser fulminado. También lo desorientó su trato amable y paternal. “Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía”, le había dicho su abuelo Mingo más de una vez.
El despacho no se destacaba precisamente por su boato. Con un olor a humedad que se incrustaba en la memoria, sus grises y celestes a tono con el conjunto del edificio y la ajada foto del Libertador, el ambiente parecía transportarlo más a sus épocas de escolar que al desafío de hombre que se le presentaba por delante. Volvió a recomponerse; estaba frente a una autoridad de la gloriosa Policía Federal Argentina y no sabía por qué.
–Lo he mandado llamar, porque mañana va a formar parte del nacimiento de una nueva Argentina –le dijo el comisario con su voz de flauta.
Mientras lo oía, Zamorano pensaba... (¿Yo?).
A su lado, el oficial Rolandi, jefe del comando, asentía con la mirada a las proféticas palabras de aquel mesías.
A Benjamín se le cristalizó la sangre en un instante. Su cuerpo comenzó a palpitar en el envoltorio de un perlado sudor de hiel... (¿Por qué yo?).
–Mañana nos vamos a hacer un paseo a la Casa de Gobierno, Zamorano; lo sacamos al viejo Illia a patadas en el culo y nos venimos –dijo el comisario hachando de cuajo sus pensamientos.
–Eso es, a patadas en el culo, como se merece –ratificó Rolandi, que a esa altura se mimetizaba en la sombra del comisario.
–¿Cómo lo vamos a rajar al viejo? –demandó el Tigre a los gritos.
–¡¡A patadas en el culo, mi comisario!! –respondió Zamorano hasta empastar su garganta.
Zamorano poco y nada sabía del tal viejo Illia. Su mundo era pasar desapercibido entre las cuatro paredes del cuartel, a la espera del franco que, pesos del padre mediante, le permitiera salir a bailar o revolcar sus huesos con alguna amiguita. Para estudiar o sentar cabeza habría tiempo. Pero, de pronto, un halo de responsabilidad emplomó sus pies a la tierra; (¿yo? llevo escasos meses en la policía y no agarré ni un rifle de aire comprimido).
Se veía ridículo. Almidonado por las circunstancias en una posición de ¡Firme Zamorano! que lo tenía medio ladeado hacia la izquierda, dentro de un cuerpo que parecía no pertenecerle... y otra vez la pregunta: ¿por qué yo?... y una vez más el comisario le palmeó la espalda, suavizando un encuentro que sólo él había acartonado con sus pinceladas de formalismo.
–Quédese tranquilo Zamorano. ¿No le dije que será un simple paseo?
–Un simple paseo –repitió Rolandi.
Una vez fuera del despacho, el oficial Rolandi tomó del brazo a Benjamín, con una dulzura que ampliaba el abismo de la desconfianza.
–Ahora se me va a la casa y se presenta mañana a la cinco, bañadito, afeitadito y con las botas lustradas. ¿Estamos
–¡Detuvieron al general Caro! –vociferó el ministro de Defensa Leopoldo Suárez al tiempo que ingresaba al despacho presidencial.
–¿No habrá sido por el asunto de los diputados?
–Sí –le respondió el ministro al jefe de Estado.
La pregunta de Illia no era caprichosa, y tenía origen dos días antes de aquel 27 de junio, cuando Carlos Caro recibió en su casa la visita de un grupo de diputados peronistas entre los que se encontraba su hermano, Armando Caro. Un periodista hizo pública la reunión generando el lógico temor de los golpistas y, sin siquiera saberlo, prendió la mecha del estallido revolucionario.
El general Pascual Pistarini convocó a Caro al Ministerio de Guerra bajo el engaño de pedirle explicaciones, y al llegar lo detuvo. Y cuando el general Castro Sánchez, secretario de Guerra del gobierno, quiso intervenir, Pistarini desconoció su autoridad.
Comandante del poderoso II Cuerpo de Ejército con asiento en Rosario, Caro era leal a la Constitución y así se lo había ratificado al propio Illia una semana antes, cuando juntos compartieron el acto central por el Día de la Bandera. Su detención bloqueaba la única posibilidad de resistencia efectiva contra los insurrectos.
A partir de las cinco de la tarde comienza a tejerse el último cerco para la resistencia, con el arribo a la Casa Rosada de ministros, secretarios, subsecretarios, familiares y amigos del Presidente.
Illia los recibe en su despacho, con una mueca mitad agradecimiento, mitad retobada resignación.
–Acá están metidos los peronistas. ¡Si Perón acaba de decir desde Madrid que “el golpe es la única salida para acabar con el régimen corrupto que imperó en Argentina en los últimos tres años”! –asegura el ministro de Relaciones Exteriores Miguel Ángel Zabala Ortiz, sin poder ocultar su “gorilismo” visceral–. Al final de cuentas, hubiese sido mucho mejor que Perón regresara al país en su avioncito negro. La justicia hubiera dado buena cuenta de él y hoy lo tendríamos desenmascarado y tras las rejas.
Zabala Ortiz sabía muy bien por qué lo decía. Contestaba con una sonrisa de mutismo a quienes lo acusaban de haber presionado al gobierno brasileño para que enviara nuevamente a España la máquina en la que viajaba el general Perón, con la supuesta intención de retornar a la patria a fines de 1964.
La noche del primer día de diciembre, sonó el teléfono en la casa del subsecretario de Relaciones Exteriores Ramón Vázquez.
–En nombre del gobierno español, le hago saber al gobierno argentino que Perón embarcó en Barajas en el vuelo 991 de Iberia con destino Buenos Aires. Te llamo a ti por la amistad que nos une, y porque me informaron que el canciller Zavala Ortiz se encuentra en vuelo de regreso desde los Estados Unidos.
El llamado de José María Alfaro y Polanco, embajador de España en Argentina, encendía todas las alarmas.
Ramón Vázquez, que además de funcionario con rango de vicecanciller era radical y convencional del partido, corrió a la Casa de Gobierno para dar noticia a Illia.
–El Presidente está en una cena, si desea puede aguardarlo –lo frenó el edecán.
–Lo que tengo que anunciar al Presidente es demasiado importante para esperar. Le pido por favor que lo interrumpa ahora mismo.
Impuesta la novedad, Illia le ordenó a Vázquez que se comunicara de inmediato con el ministro del Interior Juan Palmero. Desde el teléfono más cercano, realizó la llamada.
–No creo en esta versión, debe ser otra de las triquiñuelas del general –respondió Palmero.
–¿Qué versión ni versión? ¡Es información oficial del gobierno español a través de su embajador!
Con la indignación calando sus huesos, Vázquez volvió con el Presidente, quien esta vez le pidió que hablara con Leopoldo Suárez, ministro de Defensa, pero también a cargo de la cancillería por la ausencia temporal de Zavala Ortiz.
De madrugada, y despejando las telarañas del sueño, se realizó un encuentro en el despacho ministerial de Defensa con la presencia del general Ávalos, el almirante Pita, el brigadier Romanelli, y el gerente de la aerolínea Iberia en Buenos Aires. Allí confirmaron que Perón estaba a bordo, que viajaba con pasaporte paraguayo, y que el avión hacía escalas en Río de Janeiro y Montevideo antes de llegar a Buenos Aires.
Esa misma madrugada, Zavala Ortiz regresó de Estados Unidos y, enterado de la situación, fue directo a la Casa de Gobierno. Tras reunirse con Illia, se comunicó con Carlos Fernández, embajador argentino ante Itamaratí y pidió que gestionara con el gobierno brasileño la intercepción del vuelo.
Un par de horas más tarde, las autoridades del Brasil consideraban a Perón persona no grata, lo hacían descender del avión, y lo reembarcaban en el primer vuelo de regreso a Madrid.
Por si quedaban dudas sobre el origen de la orden, el Ministerio de Relaciones Exteriores del Brasil divulgó un comunicado en el que dejaba claro el panorama:
“Atendiendo a la solicitud efectuada por el gobierno argentino y dentro del más elevado espíritu de colaboración existente entre ambos países, el gobierno brasileño estuvo de acuerdo en interrumpir en Río de Janeiro el viaje que el señor Juan Perón realizaba en avión de Iberia.”
El sol apuñala con sus últimos rayos la Casa Rosada, al tiempo que siguen llegando los fieles al gobierno en el intento de acorazar al Presidente.
–Seguramente algunos peronistas deben estar en el caldo, aunque no creo que sean todos –le replica Illia a su canciller.
–No se confunda Presidente, están todos fabricados con un mismo molde. Las conversaciones entre sindicalistas y militares se realizan a cielo abierto. ¡Si la CGT lanzó su plan de lucha cuando usted aún no llevaba ochenta días en la presidencia! ¡Nos pararon el país con huelgas y tomaron más de 7.000 fábricas!
–Puede que tenga algo de razón Miguel Ángel, pero no se olvide que nosotros levantamos la proscripción política que les pesaba desde 1955. Si el 17 de octubre de 1963, es decir a los cuatro días de asumir el gobierno, ya autorizamos el primer acto peronista en Plaza Once donde hablaron Andrés Framini y Delia Parodi. ¿O acaso tampoco recuerda que el año pasado ganaron en buena ley las elecciones legislativas, a las que concurrieron libremente después de una década de proscripciones?
–No me recuerde este trago amargo. Todavía hoy me despierto excitado a mitad de la noche con la pizarra electoral entre ceja y ceja.
Cada vez que evocaba al peronismo, la mente de Illia se transportaba a la figura del gordo Piergentile aquella noche de abril de 1955, estrujándose en su lecho de enfermo, entre verdes babas y caldosas ventosidades. Quizá porque horas antes de asistir al enfermo lo había sorprendido una banda de música, por llamarla de alguna manera, tocando la marcha peronista debajo de su ventana.
–Arturo no salgas, ya se van a ir.
–Dejame Chunga, hace ya cinco horas que molestan. Cruz del Eje es grande, ¿por qué siempre se la agarran conmigo?
–No te hagas el distraído viejito, te buscan por ser la principal figura radical, no sólo de Cruz del Eje, sino también de Córdoba. senador provincial, vicegobernador, diputado nacional... ¿dónde querés que expresen su arte?
–¿Vos también te reís de mí? ¿Te parece que no me alcanza con estos salvajes? Te digo que me dejes salir.
–Que no, viejito, vas a ver que en un ratito se van, siempre es así.
Arturo sabía muy bien que esa prepotencia de barrio era un fiel reflejo del ejemplo que bajaba en cascada desde el gobierno nacional. Luego del fallecimiento de Eva Duarte, Perón ya no era el coronel del pueblo, sino más bien una fachada democrática, que al tocarse se convertía en cenizas.
La mordaza era pareja para la prensa y la oposición: quien no era peronista, no era argentino; y sólo quedaba el Congreso Nacional como caja de resonancia con capacidad para llevar una voz de alivio a los oprimidos. Él conocía de ello puesto que, como diputado nacional durante el período 1948-1952, había formado parte del glorioso bloque de los 44, también llamado de los “Fiscales de la Patria”, junto al propio Zabala Ortiz, Arturo Frondizi, Ernesto Sanmartino, Ricardo Balbín, Raúl Uranga, Silvano Santander y Rodríguez Anaya entre otros, los que, desde la Cámara baja, consiguieron ponerle los pelos de punta al primer argentino.
“No se equivoca mi esposa cuando me aleja de la cólera para que razone. Esta murga peronista sabe perfectamente bien por qué está bajo mi ventana", pensó Arturo. No más bastaba recordar alguna de sus participaciones en aquellos debates parlamentarios, en donde cualquier ocasión era digna para enrostrarle al oficialismo sus excesos, como aquél en que se discutía la equiparación de sueldos del personal penitenciario:
“Nosotros entendemos y valoramos la palabra justicialista. Deseamos que se equiparen los sueldos, y así lo habrá de resolver seguramente la Honorable Cámara, pero deseamos que las cárceles argentinas no estén llenas de ciudadanos con conciencia libre, por razones exclusivamente políticas.”
O ese otro, en ocasión de tratarse el estatuto para los empleados bancarios:
“En todos los gremios se reconocen, pura y exclusivamente, a las asociaciones cuyas comisiones directivas están integradas por peronistas, es decir, por hombres de Trabajo y Previsión, que han transformado a las entidades gremiales de limpios antecedentes, en comités políticos oficialistas.”
La senda no tenía salida ni retorno. La Constitución Nacional había sido mancillada por la reforma de 1949, que permitía la reelección indefinida del régimen gobernante y habilitaba una presidencia casi vitalicia. Perón sólo abandonaría el poder por la fuerza; es decir, poniendo en práctica la teoría del derecho de la resistencia a la opresión que esbozara Santo Tomás de Aquino.
Los radicales tenían muy bien incorporado esto de andar envueltos en conspiraciones cívico-militares, a través de la escuela de don Hipólito Yrigoyen y sus conatos revolucionarios de 1890, 1893 y 1905, tras la búsqueda del sufragio limpio y cristalino.
–Ya es media noche Chunga... ¿puedo salir un ratito?, te prometo que no habrá violencia... sólo los insulto y entro... ¿de acuerdo? –inquirió Arturo en un tono más dulce tratando de convencer a su esposa.
–Pero eso es justamente lo que buscan. Que te asomes. No les des el gusto.
–Mañana a las seis debo estar de pie visitando enfermos, ¿cómo querés que duerma?
–No será la primera vez que pasás la noche en vela. Dejalos que se van a ir como vinieron.
“Es cierto, este conciertillo es un granito de arena dentro del desierto de penas Patrias, producto de la falta de democracia”, se conformó para sí, mientras afirmaba que, otra vez, debía darle la razón a su Chunguita.
A las tres y media de la mañana, un silencio de espanto se adueñaba de la noche de Cruz del Eje.
–Chunguita, ¿podés creer que estos tipos estuvieron más de cinco horas con la marcha peronista una y otra vez? Digo yo, ¿no trabaja ninguno? ¿O es que también se dan el lujo de otro San Perón para rabonearse de las obligaciones?
–Vení a la cama viejito –le dijo Chunga con un tono insinuante que él conocía muy bien.
“La jornada terminará en el cielo después de todo”, pensó mientras palpitaba las mieles que lo aguardaban en el lecho matrimonial.
Las primeras caricias enmarcaban otra noche de amor, cuando el tronar de un puño retumbó sobre la puerta.
–¡Doctor Illia, doctor Illia, se me muere el Gordo! –gritó con exasperación una voz de mujer.
Al tiempo de calzar su pantalón de pijama y su bata, abrió la puerta para encontrar a la mujer de Piergentile, el “director de la orquesta” que lo había enloquecido durante ésta y otras tantísimas noches de algarabía justicialista.
El hombre padecía de súbitos ataques de epilepsia, los que se potenciaban con la mezcla de esfuerzo físico y cerveza.
Ni bien se descompuso, su mujer había recorrido la lista de doctores: primero los de sentimiento peronista, después los conservadores, hasta culminar con el único que estaría disponible a esas horas de la noche.
Sin dudarlo un instante, se vistió, tomó el maletín y partió en la chata de un vecino, también con insomnio musical, hasta la casa del enfermo.
Lo encontró tal y como lo imaginaba, retorciéndose en su lecho, empapado de un fétido sudor, encendido por la elevada fiebre, manos temblorosas, mirada extraviada, la boca llena de espuma, dientes que crecían hasta balconearse, y espasmos pectorales que presagiaban lo peor.
Una vez medicado convenientemente, masajeó su pétreo cuerpo con friegas que arrancaron la piel a girones, hasta ablandar la musculatura.
Al amanecer, cuando Piergentile recobró habla razón y alma, no pudo creer que quien estaba sentado a los pies de su cama le hubiese salvado la vida.
Ante la incómoda situación y con el rostro más caliente por el bochorno que por la fiebre que aún persistía, sólo atinó a balbucear:
–Muchas gracias doctor Illia... ¿cuánto le debo por sus servicios?
–Nada, Gordo. Con tus serenatas, vos ya me pagaste de sobra.
Se sentía extraño al salir de la casa de Piergentile. No había pegado un ojo en toda la noche y acababa de perder una sesión de arrumacos con su esposa. A pesar de todo, una sonrisa de satisfacción dibujaba su rostro. “Después de esto, la bandita musical ya no osará molestarme”, imaginó.
Lo que no sabía, aunque muy bien podía sospecharlo, era que, por un tiempo, los peronistas no tendrían motivos para festejar. La revolución era una breva madura a punto de caer.
–La mecha del levantamiento tiene que encenderse en Córdoba –señalaba Illia en las reuniones partidarias provinciales y nacionales. –Debemos estar preparados para ese momento, organizando a los civiles como soporte de las fuerzas militares –les recalcaba a sus correligionarios.
Illia era responsable de una vasta red de inteligencia civil, con sede en la ciudad de Córdoba, pero sentando bases reales en su domicilio de Cruz del Eje. A partir del libro Cesar y Cristo, había pergeñado una compleja clave secreta sirviéndose de las primeras letras, invertidas y alternadas en distinto orden. La obra literaria se mecía acariciando los puntos cardinales de la provincia, sin que el gobierno pudiera imaginar que, en ella, se hacía carne la revolución.
Noche del 16 de septiembre de 1955: la Sociedad Española de Cruz del Eje había estallado, vomitando por sus puertas un gentío que desbordaba todos los cálculos. La fresca noche contrastaba con el sofoco de las luces mercuriales que ensayaban, sin suerte, quebrar la humareda de cigarrillos y habanos.
Illia terminó de arengar al público haciéndolo partícipe de los duros momentos por los que atravesaba la república, cuando un hombre de traje marrón y ademanes mediocres se abrió paso en el salón, con sus filosos codos como guadañas. Logró finalmente acercarse a Illia, le susurró unas frases al oído y se fueron juntos.
Todos intuyeron lo sucedido, pero nadie se animó a soltar prenda. No era la primera vez que, pegados a Radio Colonia, se entusiasmaban vanamente ante las noticias que señalaban el inicio del alzamiento castrense.
Esta vez era cierto. El general Lonardi se sublevaba en la mismísima Córdoba y, desde Puerto Belgrano, el almirante Rojas avanzaba decidido al frente de la flota de mar. Debía llegar a la ciudad de Córdoba lo antes posible para dirigir los comandos civiles.
Previendo este momento, Illia había organizado un cronometrado operativo a fuerza de quince pruebas las que, por otra parte, ya habían comenzado a hartar a sus propios ejecutores.
Ávalos, el carnicero, corría sin tregua con la voz de aura para Miguel, el viajante de comercio de Molinos Río de la Plata que estaba de guardia esa noche. Éste ponía su coche en marcha y se dirigía a la casa de Illia, previa escala en lo de Mancedo, para proveerse de pistolas y balas. En ese ínterin que, simulacros mediante, se había reducido de diecinueve a ocho minutos, Illia pasaba por su casa, recogía los papeles y saludaba a la familia.
–La revolución me convoca, Chunguita. Vuelvo triunfante, quedo preso o...
El abrazo de su esposa no le permitió terminar la frase. Era medianoche y sus hijos dormían. Recorrió cama por cama. Besó sus frentes. Tomó el maletín y ganó la calle.
“La pucha, hoy es el día D y no somos capaces de bajar la marca de los ocho minutos”, pensó.
Ese centenar de segundos con casa y familia a sus espaldas, le sirvieron para meditar acerca de los pasos a seguir. Estaba exponiendo su pellejo por una causa que creía justa, pero ¿cuántos argentinos harían lo mismo? Era consciente del rumbo emprendido y de su responsabilidad ante la historia, pero ¿todo esto valía realmente el esfuerzo de alejarse de sus seres queridos tras una aventura de final incierto?
La trompa del auto gris asomó por la calle Avellaneda y el vehículo se detuvo frente a él.
–Vio doctor, batimos la marca, llegamos en 7 minutos y 45 segundos –clamó Miguel, partiendo las sombras con el calcáreo destellar de su sonrisa.
El camino se mofaba de las mansas noches serranas y envolvía el espacio con vapores de azufre y zinc. En Capilla del Monte imaginaron los primeros movimientos militares mientras que, en Villa Giardino y Huerta Grande, los indicios tomaron forma de estallidos y detonaciones.
El inconveniente inicial tuvo lugar en las cercanías de La Falda, en donde aparecieron las primeras barricadas.
–¿Serán fuerzas revolucionarias o gubernamentales? –inquirió temeroso Miguel.
–No sé, ni me interesa saberlo. Apagá las luces del auto y doblá a la izquierda después del próximo árbol. Tenés que hacer un trechito por el campo hasta empalmar la calle de tierra que ladea la estación del ferrocarril. El camino te saca solito por detrás del cementerio de Valle Hermoso –ordenó Arturo, quien después de tanta campaña política conocía la zona como para transitarla a ciegas.
–Lo logramos –festejó Miguel cuando el Rastrojero apoyó nuevamente las cuatro ruedas sobre la ruta–. Ya pasamos lo peor, cuánto le juego que el resto del camino será cosa de niños.
El silencio de Arturo, además de desaprobar el comentario, buscaba unificar su concentración en un solo vértice. Debía llegar a la ciudad de Córdoba. No existía rincón para el desacierto.
–Así que cosa de niños, –señaló Arturo en un tono jocoso que pretendió vestirse de suficiencia.
Cosquín se presentaba como una fortaleza inexpugnable, salpicada de fogonazos y uniformes.
–Tranquilo doctor, si a usted le sobra calle para salir de ésta –profetizó Miguel pensando que un ápice de vanidad sería buena medicina para su acompañante.
–Pegá la vuelta, que aún estamos a tiempo. A quinientos metros está el rancho de don Isidro, él sabrá ponernos al tanto de la situación.
Mezcla de indio y español, Isidro Gutiérrez había comandado en Cosquín aquella obra maestra de la logística cívico-militar que fue la revolución radical de 1905. Con más arrugas que rostro y sus ochenta años a cuestas, todavía traía hijos al mundo, se levantaba al alba y montaba las correas del arado sobre su humanidad.
Desafiaron tres calles de tierra, dos vacas en el camino, una senda encabritada y el olor a alquitrán que emanaba de un auto muerto de sed. La noche salpicada de estrellas no era tan benévola como parecía. Pararon frente a una pequeña construcción perdida en la mitad del campo.
–Es ésta –confirmó Arturo.
No hizo falta despertar a Isidro Gutiérrez, puesto que el campanear de su corazón lo tenía de pie bajo el alero de barro y paja.
–¿Doctor Illia? ¿Es usted? ¡Qué alegría tenerlo por las casas una noche de gloria como la de hoy! –bendijo con su voz pedregosa.
–Vamos camino a Córdoba, pero necesitamos saber bien qué pasa allá abajo.
–Pregúntele al Ramoncito que acaba de bajarse del zaino.
–Yo vi todo don, son milicos de Perón. Hace como media horita le preguntaron al conductor de un auto de qué bando era. Aisito nomás, un tal mayor Arruabarrena, según dijeron, vivó la revolución y le quemó la cara de un cohetazo. La noche no está pa' nosotros –suspiró Ramón con aire despierto y semblante entre niño y hombre.
Con las manos en los bolsillos y un ir y venir de laboratorio, Arturo se regaló minuto y medio para reflexionar sobre la situación, hasta que dispuso de inmediato trasladarse a la casa de Suárez.
–¡No cometa esa locura doctor! Para llegar a lo de Suárez debe atravesar la ciudad y seguro que me lo reconocen –vaticinó don Isidro–. Déjeme que se lo traiga al rancho; será como volver a mis correrías revolucionarias. Además, le juro por tata Dios, que todavía no nació el milico que me ponga la mano encima.
Isidro Gutiérrez los hizo pasar a su casa. Consistía en un cuarto amplio que alojaba una cama con arabescos de hierro forjado y dos sillones de madera, antiguos y grandes. Sólo dos lámparas de kerosene colgando de la pared violaban la oscuridad de la noche. Los rostros apenas podían distinguirse en ese diminuto rincón en la inmensidad del campo desierto.
El dueño de casa los invitó a ponerse cómodos y los condujo a los sillones. Arturo acarició su barbilla, meditó unos segundos, extrajo papel y lapicera de su bolsillo, redactó unas líneas para Suárez y se las entregó a don Isidro con un gesto de satisfacción de los que ahorran mil discursos.
Ya más tranquilo, se desplomó en un sillón mientras el gaucho montaba en su zaino acharolado.
Una hora después, el tintinear de los cascos anunció la llegada de Suárez, un radical, que había ingresado a la Marina como bioquímico.
–Tenemos que pasar la barricada –rogó Arturo.
–Y cuanto antes. Cada minuto que pasa hay más soldados apostados –ratificó Suárez.
–¿Tenés alguna foto reciente? –le preguntó Suárez a Miguel, quien hasta entonces había mantenido un silencio expectante.
–¿Una foto? ¿Acá mismo?
–La del registro, la foto del registro de conducir. ¿No me comentaste días atrás que venías de renovar tu carnet de conducción? –le recordó Illia.
–Tiene usted razón –confirmó Miguel.