Salvar a Max - Antoinette Van Heugten - E-Book
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Antoinette van Heugten

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Beschreibung

¿Qué harías si acusaran a tu hijo de asesinato? Max Parkman es un niño autista, de inteligencia brillante, emocionalmente frágil y agresivo, pero perfecto a ojos de su madre. Hasta que lo acusan de asesinato. La abogada Danielle Parkman sabe que el comportamiento de su hijo adolescente, Max, ha estado empeorando últimamente. Ha tomado drogas y se ha vuelto violento. Sin embargo, no puede aceptar el diagnóstico que le dan en una importante clínica psiquiátrica del país: que su hijo tiene una grave enfermedad mental y que es peligroso. Hasta que encuentra a Max inconsciente y ensangrentado junto a la cama de otro paciente que ha sido brutalmente asesinado. Danielle se ve atrapada en un mundo de dudas y de miedo. Las autoridades le impiden ver a Max y comunicarse con él, pero ella se aferra a la certeza de que su hijo es inocente. Sin embargo, ¿puede ser que ella también haya perdido el contacto con la realidad? ¿Es su hijo, realmente, un asesino? El sistema legal los está cercando, pero Danielle saca fuerzas de flaqueza y comienza a investigar para descubrir la verdad, sea cual sea. Hará lo que sea necesario para encontrar al asesino y salvar a su hijo de una justicia que está demasiado ansiosa por condenarlo.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Antoinette van Heugten. Todos los derechos reservados.

SALVAR A MAX, Nº 135 - octubre 2012

Título original: Saving Max

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por María Perea Peña

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1075-4

ePub: Publidisa

Bill, que ha convertido todos mis sueños en realidad.

primera parte

prólogo

Recorre el pasillo vacío del hospital psiquiátrico. Sus tacones repiquetean en el suelo desinfectado. Se detiene. Abre una puerta y la atraviesa. La habitación está roja, toda roja. Hay salpicaduras de sangre que suben por las paredes hasta el techo, y hay un charco en el suelo. Ella se tapa la boca con las manos para contener un grito que se le quiere escapar de la garganta. Los ojos se le llenan de lágrimas, y su mirada recae en el cuerpo que hay sobre la cama. El chico está tumbado boca arriba, mirando al cielo con los ojos azules y vidriosos. No le halla el pulso. Va apresuradamente hacia el timbre de la enfermera. Entonces se queda helada.

Junto a la cama hay alguien acurrucado. Es un chico, no muy diferente al muchacho muerto. Tiene la cara y las manos manchadas de sangre, pero en esa ocasión, al palparle el cuello, ella obtiene la recompensa de un pulso débil. Entonces, lo ve.

El chico tiene en la mano un objeto punzante que está manchado de sangre coagulada, como el resto de la habitación. Aquella mano sujeta, como si fuera un cepo, el arma homicida.

uno

Danielle se deja caer con agradecimiento en la butaca de cuero de la sala de espera del doctor Leonard. Acaba de llegar, corriendo, desde el bufete de abogados donde trabaja; ha pasado toda la mañana reunida con un cliente, un inglés mojigato que nunca hubiera imaginado que sus negocios al otro lado del charco pudieran acarrearle la indignidad de una demanda judicial en Nueva York. Max, su hijo, está sentado en su lugar habitual, en un rincón de la sala de espera, lo más alejado posible de ella. Está inclinado sobre su nuevo iPhone, tecleando afanosamente con los pulgares. Es como si le hubiera crecido un nuevo apéndice, porque ella casi nunca lo ve sin el teléfono. Por insistencia suya, Danielle lleva uno idéntico en el bolso. Max tiene una fina sombra de bigote en el labio superior, y un piercing en la ceja, que afea su preciosa cara. Su gesto ceñudo es el de un adulto, no el de un niño. Parece que siente su mirada. Alza la vista, y al instante desvía los ojos.

Ella piensa en todos los médicos, en todos los medicamentos, en los incontables callejones sin salida, y en los cambios oscuros que ha experimentado Max, que parecen irreversibles. Sin embargo, el fantasma de su niño le rodea el cuello con los brazos delgados y morenos, con un olor a canela en la boca por los caramelos que se ha comido, y le planta un beso pegajoso en la mejilla. Se queda allí durante un momento, respirando rápidamente. Danielle agita la cabeza. Para ella solo hay un Max, y en el centro de aquel niño está lo más tierno y lo más dulce: su bebé, la parte que ella nunca podrá abandonar.

Sus ojos regresan al Max del presente. Es un adolescente, se dice Danielle. Aunque aquel pensamiento esperanzado se le pasa por la mente, sabe que se está mintiendo a sí misma. Max tiene el síndrome de Asperger, un autismo de alto funcionamiento. Aunque es muy inteligente, no sabe cómo relacionarse con la gente. Eso le ha causado angustia y depresiones durante toda su vida.

Cuando era muy pequeño, Max descubrió los ordenadores. Sus profesores se quedaron asombrados de la capacidad del niño. Ahora, con dieciséis años, Danielle todavía no sabe hasta qué punto llega su habilidad, pero sabe que es un genio, un verdadero sabio. Aunque esto, en un principio, fascinó a sus compañeros, ninguno de ellos pudo mantener el interés en cuanto Max comenzó a hablar sobre ello y siguió durante horas con la cantinela. La gente con el síndrome de Asperger se entusiasma a menudo con sus obsesiones, aunque su interlocutor no tenga ni el más mínimo interés en el tema. El comportamiento extraño de Max y sus dificultades de aprendizaje lo han convertido en objeto de las burlas. Su respuesta ha sido ignorar a los demás o vengarse, aunque últimamente se ha retraído más, ha endurecido su corazón.

Sonya, su primera novia de verdad, rompió con él hace unos meses. Max se quedó hundido. Por fin tenía una relación, como todos los demás, y ella lo dejó delante de sus compañeros de clase. Max se deprimió tanto que se negó a seguir yendo a la escuela y cortó el contacto con los pocos amigos que tenía. Además, comenzó a drogarse. Ella lo descubrió al entrar en su habitación sin llamar; se encontró con que Max la miraba fríamente con un porro en la mano. Sobre su cabeza había una nube de humo azul y oloroso, y en la mesilla de noche unas cuantas pastillas esparcidas sin cuidado alguno. Ella no dijo ni una palabra; esperó a que él estuviera duchándose para confiscarle la bolsa de marihuana y todas las pastillas que pudo encontrar. Aquella misma tarde lo llevó a rastras, entre gritos y palabrotas, a la consulta del doctor Leonard. Parecía que aquellas sesiones ayudaban. Por lo menos, Max había vuelto al colegio y parecía que estaba más feliz. Se comportaba afectuosamente con Danielle, como el Max niño que quería agradarle. En cuanto a las drogas, ella hacía registros secretos en su habitación, y no encontraba nada. Aunque eso no quería decir que no se las hubiera llevado al colegio, o a casa de un amigo.

Sin embargo, aquellos hechos recientes palidecen en comparación con lo que los ha llevado a la consulta hoy. Ayer, después de que Max se marchara al colegio y ella hiciera el registro de su habitación, encontró un diario encuadernado en piel que estaba escondido debajo de la cama de su hijo. Aunque se sentía culpable, forzó la cerradura del libro con un cuchillo. En la primera página, Max detallaba con su letra infantil un plan tan complicado y terrorífico que, al leerlo, Danielle estalló en sollozos. ¿Era culpa suya? ¿Podía haber hecho mejor las cosas? ¿Podía haberlas hecho de un modo diferente? Una vez más, sintió vergüenza y humillación.

Se abre la puerta y entra Georgia, una mujer rubia y menuda, que se sienta junto a ella y le da un abrazo. Danielle sonríe. Georgia no es sólo su mejor amiga; es de su familia. Danielle era hija única de unos padres que ya murieron, así que confía en la lealtad y el apoyo constantes de Georgia, por no mencionar en su amor incondicional hacia Max. Pese a su expresión dulce, Georgia tiene la mente rápida de una buena abogada. El bufete en el que trabajan ambas se llama Blackwood & Price, y es una multinacional con oficinas en Nueva York, Oslo y Londres. A estas horas, normalmente, ya está en la oficina, sentada en su escritorio. Danielle se alegra mucho de verla.

Georgia saluda a Max con la mano, y le sonríe.

—Hola.

—Hola –responde él y, una vez que ha correspondido, cierra los ojos y se hunde más en su silla.

—¿Cómo está?

—O pegado a su ordenador portátil, o a su teléfono móvil. No sabe que he encontrado su… diario. Si se lo hubiera dicho, no habría conseguido traerlo a la consulta.

Georgia le aprieta suavemente el hombro.

—Se resolverá. Superaremos esto de alguna manera.

—Muchas gracias por haber venido. Significa mucho para mí –dice Danielle, y después, adopta un tono de formalidad—: ¿Cómo han ido las cosas esta mañana?

—Casi no llego a tiempo al juzgado, pero creo que lo he hecho bien.

—¿Qué pasó?

Ella se encoge de hombros.

—Jonathan.

Danielle le estrecha la mano a su amiga. El marido de Georgia, Jonathan, aunque es un brillante cirujano plástico, tiene una ambición insaciable que es una amenaza no solo para su matrimonio, sino también para su carrera. Georgia sospecha que además es adicto a la cocaína, pero sólo le ha confiado ese temor a Danielle. No parece que lo sepa nadie del bufete, pese al comportamiento inadecuado que había tenido Jonathan en la última fiesta de Navidad. El bufete, una institución tradicional y rancia de Manhattan, cuyos miembros directivos se consideran de sangre azul, no ven con buenos ojos las dificultades matrimoniales. Además, con una hija de dos años, Georgia tiene reticencias a la hora de pensar en el divorcio.

—¿Qué ha ocurrido esta vez? –le pregunta Danielle.

—Llegó a casa a las cuatro. Se desmayó en la bañera, y se hizo pis encima.

—Oh, Dios mío.

—Melissa lo encontró y vino llorando a la habitación –dijo Georgia, cabeceando—. Se creyó que estaba muerto.

Entonces, es Danielle quien le da un abrazo a su amiga.

Georgia esboza una sonrisa forzada y mira a Max, que se ha hundido todavía más en la butaca de cuero. Parece que se ha quedado dormido.

—¿Ha leído su diario el médico?

—Seguro que sí. Se lo envié ayer por mensajero.

—¿Has tenido noticias del colegio?

—Lo han expulsado.

El director le había sugerido amablemente a Danielle que tal vez otro entorno fuera más adecuado para satisfacer las necesidades de Max. En otras palabras, querían que dejara la escuela.

El síndrome de Asperger de Max ha empeorado mucho en la adolescencia. Mientras los chicos de su edad se han graduado y han empezado a tener relaciones sociales cada vez más sofisticadas, Max está luchando por superar el nivel de la escuela media. Tiene varias dificultades de aprendizaje, y eso hace que llame más la atención. Danielle lo entiende. Si uno es ridiculizado constantemente, no puede arriesgarse a sufrir más desprecio social. Por lo menos, el aislamiento mitiga el dolor. Y no es porque Danielle no lo haya intentado con todas sus fuerzas. Max ha recorrido muchas escuelas de Manhattan. Sin embargo, incluso los centros para niños con discapacidades lo han expulsado. Durante años, ella ha acudido a diferentes médicos que tuvieran algo nuevo que ofrecer. Una medicación diferente. Un sueño diferente.

—Georgia –susurra ella—. ¿Por qué está ocurriendo esto? ¿Qué se supone que tengo que hacer?

Danielle mira a su amiga con tristeza. Siente una presión detrás de los ojos, y juguetea con el bajo de la falda, tirando de un hilillo.

—Estás aquí, ¿no? –dice Georgia con dulzura—. Tiene que haber una solución.

Danielle se retuerce las manos y empieza a llorar. Mira a Max, pero él sigue dormido. Georgia saca un pañuelo de su bolso. Danielle se seca los ojos y se lo devuelve. Sin previo aviso, Georgia la agarra por el brazo y le sube la manga de la camisa. Danielle intenta retirar el brazo, pero Georgia la sujeta con fuerza y tira, y ve largos arañazos que van desde la muñeca hasta el codo.

—¡No! –susurra Danielle, y se baja la manga apresuradamente—. No lo hizo a propósito. Sólo ha sido una vez, cuando encontré sus drogas.

Georgia tiene una expresión de angustia.

—Esto no puede seguir así. Ni para ti, ni para él.

Danielle se abrocha rápidamente el botón del puño de la camisa. Las heridas están ocultas, pero su secreto ya no está a salvo. Ella es la única que tiene que saberlo; ella es la única que tiene que soportarlo.

—¿Señora Parkman?

Aquella voz suave es la del doctor Leonard. Tiene una cara aniñada, lleva gafas de montura negra y el pelo muy corto. Da una imagen perfecta, como si se tratara de un anuncio de la Asociación Americana de Psiquiatría.

Danielle todavía siente pánico por el descubrimiento que acaba de hacer Georgia, pero se domina y consigue aparentar normalidad.

—Buenos días, doctor.

—¿Quiere pasar ya?

Danielle asiente y recoge sus cosas. Se da cuenta de que le arde la cara.

—¿Max? –dice el doctor Leonard.

Max, que apenas se ha despertado, se encoge de hombros. Después se pone en pie y sigue al médico por el pasillo.

Danielle mira con terror a Georgia. Se siente como un ciervo atrapado en un alambre de espino, como si su esbelta pata se fuera a partir en dos.

—No te preocupes –le dice su amiga—. Seguiré aquí cuando salgas de la consulta.

Danielle respira profundamente y se levanta. Es hora de entrar en la boca del lobo.

Danielle pasa a la consulta detrás del doctor Leonard y de Max. Se fija en el elegante sofá de cuero con un cojín de kilim y la obligatoria caja de pañuelos de papel sobre una mesa de acero inoxidable. Se acerca a una silla y se sienta. Lleva uno de sus trajes de abogada. Sin embargo, no es allí donde quiere llevarlo.

Max se sienta frente al escritorio del doctor Leonard. Danielle se vuelve hacia el médico y sonríe forzadamente. Él le devuelve la sonrisa e inclina la cabeza.

—¿Empezamos?

Danielle asiente. Max permanece en silencio.

El doctor Leonard se coloca las gafas y mira el diario de Max. Su cuaderno amarillo está lleno de notas. Alza la vista y habla con suavidad.

—¿Max?

—¿Sí?

—Tenemos que hablar de algo muy grave –dice el doctor. Toma aire y mira fijamente a Max—. ¿Has estado pensando en suicidarte?

Max se sobresalta y le clava a Danielle una mirada de acusación.

—No sé de qué demonios está hablando.

—¿Estás seguro? Aquí estás a salvo, Max. Puedes hablar de ello.

—Ni hablar. Me marcho.

Justo cuando se encamina hacia la puerta, ve el diario en una esquina de la mesa del médico. Se queda inmóvil. Después enrojece y se vuelve hacia Danielle con una mirada de odio.

—¡Maldita sea! ¡No es asunto tuyo!

Ella se siente como si fuera a explotarle el corazón.

—Cariño, ¡deja que te ayudemos! Suicidarte no es ninguna solución, te lo aseguro.

Danielle se levanta e intenta abrazarlo.

Max la empuja con tanta fuerza que ella se golpea la cabeza contra la pared y cae al suelo.

—¡Max, no! –grita Danielle.

Él abre mucho los ojos, con espanto, y hace ademán de sujetarla, pero después retrocede, toma el diario y sale corriendo de la habitación, dando un sonoro portazo.

El doctor Leonard se apresura a ayudar a Danielle a levantarse y la acompaña hasta la silla. Ella está temblando. Leonard se sienta de nuevo y la mira con gravedad.

—Danielle, ¿se ha comportado violentamente Max en casa?

Danielle niega con la cabeza, pero tiene la sensación de que le arden las heridas del brazo.

—No.

Él no dice nada. Guarda sus anotaciones en una carpeta azul.

—Teniendo en cuenta la depresión que padece Max, sus planes de suicidio y su volatilidad, tenemos que ser realistas sobre sus necesidades. Necesita un tratamiento intensivo, y mi recomendación es que actuemos inmediatamente.

—No… no estoy segura de lo que significa eso.

—Ya le había mencionado esta posibilidad, y me temo que ahora no tenemos más remedio. Max necesita una evaluación psiquiátrica completa, incluyendo su protocolo de medicación.

Danielle mira al suelo con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Quiere decir que…

Él responde suavemente, muy lentamente.

—Maitland.

Danielle nota un dolor punzante en el estómago. Ahí está la palabra.

Es como si acabaran de cerrar la tapa de su ataúd.

dos

En el viaje desde Des Moines a Plano, Iowa, Danielle conduce mientras Max duerme. Pese al caos de maletas, taxis, tráfico y discusiones, han conseguido tomar el vuelo desde Nueva York. Ella ha intentado por todos los medios, con todas las súplicas posibles, que Max acceda a ir a Maitland, pero él solo ha cedido cuando ella se ha desmoronado por completo. Entonces, Danielle no ha esperado a que cambiara de opinión. Se ha quedado en vela toda la noche, asomándose constantemente a su habitación para asegurarse de que seguía… vivo. Al día siguiente, estaban en el avión.

Su ansiedad disminuye cuando se concentra en la carretera. Enciende un cigarro y baja la ventanilla, con la esperanza de que Max no se despierte. Él odia que fume. El paisaje es llano, seco, pardo. Sin embargo, cuando llegan a Plano y salen de la autopista, aparece una vegetación exuberante, con todos los matices del verde. Ella percibe el olor de la lluvia recién caída y se imagina una riada de expiación que purifica el mundo, que deja solo lo incorruptible, la tierra negra y secreta. Es una señal de esperanza. Es el presentimiento de que todo va a ir bien.

Alza la cara hacia el sol y se relaja, y piensa en Max de niño. Recuerda una tarde en concreto, en la granja de su padre, en Wisconsin, poco antes de que él muriera. Danielle estaba meciéndose en el columpio del porche y observando el sol del atardecer. Max trepó por sus piernas y se tendió en su regazo. Habían estado nadando toda la mañana y el niño estaba exhausto. Se abrazó a su madre y se quedó dormido. Ella inhaló profundamente el perfume de las magnolias que colgaban de unas ramas por encima de ellos, mezclado con el olor de su hijo. Y mientras lo estrechaba contra sí, notaba los latidos de su corazón. Con los ojos cerrados, se abandonó a las sensaciones de aquel momento compartido entre madre e hijo, perfecto e intenso. Había pensado que las cosas siempre serían así. Que nunca habría nada que pudiera separarlos.

Entonces es cuando ve el arco blanco de la entrada, y lee el letrero descolorido. Unas palabras formadas con letras de metal negro que se recortan contra el cielo.

Maitland.

Hospital Psiquiátrico Maitland.

tres

Danielle y Max están sentados en una habitación naranja, y observan a la orientadora del grupo, que está organizando un círculo de sillas azules de plástico. El linóleo del suelo tiene un dibujo de cuadros en blanco y negro, y huele a desinfectante. Los padres y los hijos entran en la sala como de mala gana. Danielle tiene el corazón encogido. ¿Cómo es posible que esté en aquel lugar con Max? Las caras de los padres reflejan una fea mezcla de esperanza y miedo, de resignación y de negación. Cada uno tiene una historia trágica que contar.

Max está a su lado, enfadado y avergonzado, porque tiene edad suficiente como para entender dónde está. No ha hablado desde que han llegado. Parece un niño. Lleva una camiseta que le queda grande, unos pantalones de algodón arrugados y unas zapatillas de deporte sin calcetines. La noche antes de salir de Nueva York se afeitó la pelusa del bigote sin avisar. Su boca es una fina línea, como si se la hubieran trazado con un pincel. Su único acto de rebelión perdura: el feo piercing que lleva en la ceja.

De repente se abre la puerta y entra apresuradamente una mujer que lleva a un chico de la mano. Se detiene y observa el círculo. Entonces establece contacto visual con Danielle y sonríe. Danielle mira a su derecha y a su izquierda, pero nadie se levanta. La mujer se dirige hacia ella, se sienta a su lado y hace que su hijo se siente en la silla contigua.

—Me llamo Marianne –susurra.

—Yo Danielle.

—¡Buenos días! –exclama una joven pelirroja. Lleva una etiqueta con el nombre de Joan; se coloca en el centro del círculo—. Esta es nuestra sesión de bienvenida para los pacientes nuevos y sus padres al Hospital Psiquiátrico Maitland, y bueno, para compartir nuestros sentimientos y preocupaciones.

Danielle odia la terapia de grupo. Todas las cosas que ha compartido se han vuelto contra ella. Busca la salida con la mirada, desesperadamente. Necesita un cigarro. Sin embargo, Joan da unas palmadas. Demasiado tarde.

—Vamos a elegir a alguien para que salga al centro del círculo —dice—. Presentaos y contadnos por qué estáis aquí. Recordad que estas conversaciones son confidenciales.

Las historias son abrumadoras. Primero habla Carla, una camarera de Colorado que mira amorosamente a su hijo, Chris, mientras relata que él le ha roto la muñeca y le ha puesto el ojo morado. Después le toca el turno a Estella, una elegante abuela que tiene tomada de la mano, con ternura, a su nieta. La niña parece una muñeca con su vestido de tafetán, aunque la tela no esconde del todo las cicatrices gruesas que recorren las piernas de la niña.

—Se produce ella misma las heridas –le susurra Marianne—. La madre la abandonó. No podía soportarlo.

Justo en aquel momento, Joan pasea la vista por la sala en busca de una víctima, y clava los ojos en Danielle. Ella se pone rígida.

Marianne le da una palmadita en la mano a Danielle y alza el brazo.

—Iré yo —dice—. Me llamo Marianne Morrison.

Danielle suspira y se apoya en el respaldo de la silla. Intenta rodear a Max con el brazo, pero él se aparta. Ella observa a la mujer que la ha salvado.

Marianne parece el centro de una flor. Lleva una falda plisada de color granate claro, una blusa blanca, un collar de perlas y una alianza en la mano izquierda. Es rubia y tiene un corte de pelo al estilo paje, que enmarca con sencillez su rostro ovalado. Su maquillaje impecable refleja ese detallismo que parece innato en las mujeres del Sur. En su caso, realza sus rasgos, una boca generosa y unos ojos azules llenos de inteligencia. A su lado, Danielle se da cuenta de lo severo de su traje negro, de su pelo oscuro y su palidez. No lleva joyas, ni reloj, ni maquillaje. En Manhattan es una profesional. Junto a Marianne parece la portadora de un féretro. Mira hacia abajo y advierte que el bolso de Marianne, que descansa sobre su silla, está lleno de cosas que parecen muy útiles. La depresión de Danielle aumenta, como cuando una de las madres del curso de Max lleva una colcha hecha a mano para la subasta del colegio, y ella solo da dinero.

—Este es mi hijo, Jonas –dice Marianne.

Al oír su nombre, el niño agita la cabeza y pestañea rápidamente. No deja de mover las manos. Se araña las cicatrices que tiene en los brazos. Danielle se baja instintivamente las mangas. Jonas se balancea hacia delante y hacia atrás, sin dejar de gruñir suavemente.

—Soy de Texas, y he sido enfermera pediátrica durante muchos años –continúa Marianne. Aquello no sorprende a Danielle; sin embargo, lo que dice después le causa una profunda sorpresa—. Terminé la carrera de Medicina, pero no he ejercido la profesión. Decidí quedarme en casa y cuidar de mi hijo. Esto último es lo más importante que tengo que decir sobre mí misma.

En ese momento, se agarra las manos y sonríe. Danielle cree que aquella debe de ser la sonrisa más bonita que ha visto en su vida. Su actitud es contagiosa. Todos los padres asienten y sonríen.

—Jonas tiene un diagnóstico de retraso y autismo, y no puede hablar.

Marianne le da una palmadita a su hijo en la rodilla. Él no la mira. Está observando la habitación mientras sigue arañándose. Cada vez tiene los brazos más rojos.

—Las cosas han sido así desde que era un bebé –continúa ella—. Es difícil enfrentarse al reto que suponen nuestros hijos, pero yo hago todo lo que puedo con lo que Dios me dio –añade—. Su padre… bueno, murió, que Dios lo bendiga –dice, y baja la mirada—. Hace poco, Jonas empezó a ponerse violento y destructivo consigo mismo. Yo quiero que él tenga lo mejor, y por eso estamos aquí.

Después de que ella termina, la gente aplaude un poco, amablemente. Entonces, Marianne le susurra algo a Jonas, y como respuesta, él le da una bofetada tan fuerte que está a punto de tirarla de la silla.

—¡Jonas! –grita Marianne. Se cubre la mejilla enrojecida como si quisiera protegerse de más golpes. Aparece un celador y sujeta a Jonas por los brazos.

—¡Nonomah! ¡Aaaanonomah! —grita el niño, y el celador le sujeta las manos hasta que se calma. Todo el mundo permanece sentado, aturdido. En cuanto lo sueltan, Jonas se muerde los nudillos de la mano derecha, tan fuertemente que Danielle se estremece.

Marianne está inconsolable. Su optimismo se ha hecho pedazos. Danielle se inclina hacia ella y la abraza torpemente, y la mujer solloza. Las madres normales no son conscientes de sus bendiciones. Tener un hijo con amigos, que va a la escuela y tiene un futuro. Esos son los sueños de una raza de gente a la que aquella mujer, y ella misma, ya no pertenecen. Son solo personas truncadas. Han quedado reducidas a un nivel de necesidad tan bajo, que ahora sus expectativas anteriores con respecto a sus hijos les parecen avariciosas a todos ellos, mercenarias, insignificantes. Casi malvadas. Su única esperanza es la cordura, la paz. Mientras Danielle estrecha contra sí a aquella mujer destruida, se da cuenta de que la comunión entre ellas dos es más profunda que un sacramento. Siente lo sagrado del intercambio, por muy alienadas y por muy vacías que las deje. Es todo lo que tienen.

Danielle mira el letrero que hay en las puertas de cristal. Unidad de Seguridad. Prohibido el paso al personal no autorizado.

El ojo oscuro y despiadado de una de las cámaras de seguridad la observa fijamente desde un rincón de la sala. En orientación han sabido que hay una de aquellas cámaras en cada una de las habitaciones de los pacientes y en las zonas comunes. Se supone que es para que se sientan seguros.

Es la última hora de la tarde. Danielle está junto al mostrador de recepción, pero Max se queda rezagado. Tiene mucho miedo; Danielle lo sabe. Sin embargo, cuanto más miedo tiene, más se comporta como si no le importara. Pone cara de estar aburrido.

Danielle no le culpa. Cuando terminó la sesión de grupo, ella tenía ganas de cortarse las venas.

—¿Señora Parkman? –le dice la enfermera, con una enorme sonrisa—. ¿Está preparada?

Oh, claro. Por supuesto. Se cuadra de hombros.

—Me alojo en el hotel de enfrente, en la habitación seiscientos treinta. ¿Puede decirme cuáles son las horas de visita?

A la enfermera se le borra la sonrisa de la cara.

—¿No se marcha mañana?

—No. Me voy a quedar hasta que pueda llevarme a mi hijo a casa.

—Es preferible que los padres no visiten a los hijos durante las pruebas de diagnóstico. La mayoría se marchan a casa y nos dejan trabajar.

—Bueno, supongo que yo seré la excepción.

La enfermera se encoge de hombros.

—Tenemos toda la información necesaria, así que puede volver con Dwayne a la unidad Fountainview.

El enorme celador que había acudido en ayuda de Marianne aparece de nuevo. Va vestido de blanco, y tiene un pecho tan grande que la tela de la camisa le queda tirante. Mientras se acerca a ellos, le recuerda a Danielle a un jugador de fútbol americano. Ella mira a su pálido hijo, que no pesa más que dos toallas de playa empapadas de agua, y se imagina a aquel hombre tirándolo al suelo. Si Max se resiste, aquel tipo lo atrapará y se lo llevará como si fuera un cachorrito, agarrándolo por la piel del cuello con los dientes.

—Hola, soy Dwayne –dice el celador, tendiéndole la mano a Danielle.

—Hola –dice ella, con una sonrisa forzada. Dwayne le estrecha la mano y después se vuelve hacia Max—. Bueno, vamos, hijo.

Danielle se acerca para abrazarlo, pero Max se enfrenta a ella con una expresión de ira y los puños apretados.

—¡No voy a entrar ahí!

Dwayne se interpone, y con un movimiento calmado, sujeta los brazos a Max, se coloca tras él y lo envuelve con el cuerpo, sin ningún esfuerzo. Max está atrapado, y forcejea.

—¡Quítame las manos de encima!

—Ya basta, hijo –gruñe Dwayne.

Max le clava a Danielle una mirada de puro odio.

—¿Es esto lo que quieres? ¿Que un gilipollas me ponga una camisa de fuerza y me encierre?

—No, po-por supuesto que no –dice ella, tartamudeando—. Por favor, Max…

—¡Vete a la mierda!

Danielle se queda petrificada mientras Dwayne se lleva a Max por el pasillo, hasta que atraviesan una puerta roja. Se le queda grabada en la mente la última imagen de Max. Él la ha mirado con la expresión de alguien traicionado. Antes de que pueda decirle las palabras que se le han quedado atrapadas en la garganta, su hijo desaparece.

Al final de algo que parece una sala de televisión hay cuatro mujeres que llevan pantalones vaqueros y camisetas. Son enfermeras de incógnito. Hay una enorme pizarra en una de las paredes. A Danielle le pone nerviosa que el nombre de Max ya esté escrito en ella, con una serie de siglas a su lado. Mira la hoja que hay pegada en la pizarra para descifrar su significado: TA, tendencias agresivas. TAP, tendencia a la agresión propia. TS, tendencias suicidas. TF, tendencia a la fuga. DA, depresión y angustia.

Aquellas palabras le atraviesan el alma.

Danielle mira a su alrededor por la sala y ve a Marianne hablando con un médico. Ella sonríe con calidez a Danielle. Jonas está tirándose de la ropa y retorciendo los pies en un ángulo extraño. Después, Danielle ve a Carla y a su hijo entrando en uno de los dormitorios. Se le encoge el corazón. Haría cualsalvar quier cosa para impedir que Max esté en la misma unidad con un niño que le ha partido el brazo a su propia madre, y le ha puesto el ojo morado.

Entra una mujer mayor en la habitación, con el pelo blanco y corto, y se dirige hacia Danielle. Tiene un aura de autoridad serena. Lleva un traje de color azul marino y unas bailarinas. Sus ojos son muy verdes y lleva gafas. En la bata blanca lleva bordado el cargo: Directora adjunta, Psiquiatría Pediátrica,Hospital Maitland. Le tiende la mano a Danielle con una sonrisa.

—¿Señora Parkman?

—¿Sí?

—Soy la doctora Amelia Reyes-Moreno –dice la directora—. Seré la doctora de Max durante su estancia aquí.

—Me alegro de conocerla –responde Danielle, y le estrecha la mano.

La doctora tiene unos dedos largos y delgados, y fríos al tacto. Su mirada es intensa e inteligente. En su investigación sobre Maitland, Danielle ha averiguado que Reyes-Moreno es una de las psiquiatras mejor valoradas del hospital y que tiene fama nacional en su campo. Mira al doctor que está hablando con Marianne. Los dos sonríen. Danielle lo quiere a él. Alguien que parezca tan viejo como Freud, y que le eche una mirada a Max y diga: «¡Claro! Ya veo lo que hemos pasado por alto. Max está bien. Está perfectamente». Y que después asienta y aplique una cura milagrosa.

La doctora Reyes-Moreno toma del brazo a un hombre joven, de ojos oscuros.

—Doctor Fastow –dice—, quisiera presentarle a la señora Parkman. Es la madre de uno de nuestros nuevos pacientes, Max.

Él asiente y mira a Danielle.

—Señora Parkman.

—El doctor Fastow es nuestro nuevo farmacólogo –explica Reyes-Moreno—. Acaba de volver de Viena, donde ha pasado los dos últimos años dirigiendo pruebas clínicas con varios medicamentos psicotrópicos. Es un honor tenerlo con nosotros.

Danielle le estrecha la mano. Es fría y seca.

—Doctor Fastow, ¿ha pensado en hacer algún cambio significativo en el protocolo de medicación de Max?

Él la mira con sus ojos grises.

—He estudiado la historia clínica de Max, y he pedido que le hagan análisis de sangre. Voy a quitarle la medicación que toma actualmente, y voy a recetarle medicinas que le servirán mejor.

—¿Y qué medicinas son esas?

—Le daremos esa información cuando conozcamos más a fondo los síntomas de Max.

El médico la mira con frialdad y se marcha.

Danielle se gira hacia Reyes-Moreno, que asiente para darle confianza.

—No se preocupe, lo cuidaremos bien.

Danielle siente pánico al ver a la psiquiatra desaparecer a través de las maléficas puertas de Alcatraz. Lo único que impide que huya con Max a Nueva York es saber que su hijo quiere suicidarse. Respira profundamente. No puede hacer otra cosa que volver al hotel a trabajar. Se da la vuelta para marcharse.

—¿Quién eres? –le pregunta una muchacha musculosa, con una melena espesa y grasienta, que está frente a ella con los puños apretados.

Danielle intenta rodearla para continuar su camino, pero la chica le bloquea el paso.

—Soy… una de las madres.

—Yo soy Naomi –dice la chica—. ¿Eres la madre del chico nuevo?

—Sí.

—Ya me he dado cuenta de que es un niño mimado –dice Naomi, y balancea las caderas hacia delante y hacia atrás, con una sonrisa enfermiza—. Será mejor que se mantenga alejado de mí. Soy peligrosa.

Danielle pestañea y se queda inmovilizada.

—¿A qué te refieres?

—Corto a la gente.

—¿Qué?

Naomi se levanta un mechón de pelo sucio y muestra una cicatriz enrojecida del tamaño de un gusano gordo a un lado del cuello.

—Primero practico conmigo misma –asevera, y deja caer de nuevo el pelo.

Tiene unas ojeras profundas y negras, que hacen un contraste extraño con sus ojos claros y la piel grisácea. Danielle sólo piensa una cosa: «Esta morbosa va a estar con Max todos los días».

—Límites, Naomi.

Es el gran Dwayne. Se coloca entre Danielle y Naomi y señala con un dedo hacia el pasillo.

—Muévete.

—Sí, claro, Dwayne –dice ella, con los ojos brillantes—. ¿Por qué no te quitas de mi vista, idiota?

—Ve a tu habitación. Ya conoces las normas.

Dwayne tiene la voz suave más dura que Danielle ha oído en su vida.

—Que te den.

—Una hora en incomunicación.

Naomi se aleja por el pasillo.

Dwayne se vuelve hacia Danielle con una sonrisa.

—Bienvenida a Fountainview, madre.

cuatro

Danielle pasa una mañana agotadora en el hospital, contándole a Reyes-Moreno la historia de la vida de Max. La debilita tanto que vuelve al hotel, se quita la ropa y se mete entre las sábanas. Marianne, que se aloja en el mismo hotel, la despierta después de veinte minutos y se la lleva a The Olive Garden, en Main Street.

Danielle se acomoda en un asiento de cuero falso, que se deshincha cuando ella se sienta. Tal vez The Olive Garden sea el único restaurante de Plano que sirve vino con un nombre en la etiqueta. Danielle comprueba con alivio que además tienen cubiertos de verdad, y no de plástico, que son los que usan en Maitland para evitar suicidios. La camarera toma nota de lo que van a beber y se aleja.

Danielle mira disimuladamente el conjunto de Marianne. Lleva un traje pantalón de color azul marino y una blusa de color crema. Alrededor del cuello lleva un pañuelo de mariposas. Tiene el pelo recién arreglado, y lleva las uñas cortas y pintadas de un color beige que conjunta con su bolso. Marianne transmite una imagen de calma y de feminidad supremas. Danielle se mira el traje. ¿Acaso todo lo que tiene es negro?

Han estado hablando de las discapacidades de sus hijos, de sus desórdenes, de su medicación y de Maitland. Marianne le cuenta que Jonas tiene trastorno generalizado del desarrollo, trastorno de oposición desafiante y autismo profundo. La idea de intercambiar tan pronto información privada sobre su hijo es un anatema para cualquier neoyorquino, así que Danielle mantiene la boca cerrada. Sí explica que Max tiene el síndrome de Asperger, pero no revela que la doctora Reyes-Moreno ha hecho todo lo posible para convencer a Danielle de que vuelva a Nueva York hasta que el examen diagnóstico de su hijo se haya completado. La psiquiatra enumeró todas las necesidades del proceso, la observación, transferencia, medicación, pruebas, etcétera, y parece que ninguna de ellas puede realizarse satisfactoriamente si la madre del paciente está cerca. Danielle le sonreía a la psiquiatra con amabilidad durante su explicación, pero no tiene ninguna intención de marcharse.

Mientras Marianne sigue con la letanía de medicinas que solo le parece interesante a las madres de aquellos niños, Danielle oye algo que le llama la atención.

—¿Qué has dicho?

Marianne abre la servilleta roja y se la coloca sobre el regazo.

—Estaba hablando sobre una nueva medicina que le ha recetado el doctor Fastow a Jonas. Estoy muy emocionada por eso, aunque los posibles efectos secundarios son preocupantes.

—¿Cuáles son?

Marianne se encoge de hombros.

—Daños en el hígado, problemas coronarios, discinesia tardía…

Danielle se alarma. El uso prolongado de algunos antipsicóticos puede provocar problemas físicos, como por ejemplo, una rigidez irreversible de las extremidades.

—¿No tienes miedo?

Marianne pasa un dedo por la carta y se detiene.

—No, no mucho. Cuando estás a este nivel, es importante estar dispuesta a correr riesgos.

Danielle no está segura de lo que significa eso. Max no está en ese nivel, sea cual sea.

—Bueno, y dime una cosa –prosigue Marianne—. ¿Ha tenido Max episodios violentos? Sé que es un problema común.

Danielle se ruboriza.

—No, nada grave. Algunos incidentes en el colegio.

Y unos arañazos en sus brazos.

Marianne le aprieta la mano.

—No te angusties. Jonas también ha tenido episodios violentos, pero sobre todo infligiéndose heridas a sí mismo. Ya sabes, arañarse los brazos, morderse los nudillos… Comportamientos repetitivos. Además, Jonas ha tenido problemas muy graves desde que nació, y es un milagro que haya sobrevivido hasta ahora. De bebé era cianótico. Se ponía azul, ¿sabes? Tenía que dormir a su lado. Estaba perfectamente, y al segundo se había puesto morado y estaba frío como el hielo. No sé cuántas noches nos pasamos en urgencias –explica. De repente alza la vista y añade—: No es exactamente una conversación agradable para la hora de comer. Perdona.

—No digas eso. ¿Cuántas veces puedes verlo? Yo he conseguido visitas cortas por la mañana y por la tarde.

Marianne abre unos ojos como platos.

—¿Lo dices en serio?

Danielle frunce el ceño.

—Sí. La psiquiatra de Max dice que si hubiera más contacto, podría interferir en su evaluación.

—Ah. A mí, el doctor Hauptmann me ha dado acceso ilimitado.

—¿El doctor Hauptmann?

—Ya lo viste hablando conmigo el otro día –aclara Marianne, mirándola con sorpresa—. Es el psiquiatra pediátrico más importante del país. Seguro que investigarías sobre los médicos que trabajan aquí, como hice yo –dice Marianne, y toma el vino que les ha llevado la camarera con una sonrisa—. El doctor Hauptmann y yo llevamos bastante tiempo en contacto, y él está de acuerdo con que me involucre en la evaluación –dice, y se encoge de hombros—. Supongo que es porque soy médica. Hablamos de cosas de las que no puede hablar con ningún otro padre. Si fuera por el resto del personal, sobre todo por la enfermera Kreng, no podría ver nunca a Jonas.

Danielle siente los efectos del vino. Se apoya en el respaldo del asiento y, por fin, se relaja.

—¿De dónde eres, Marianne?

—Nací en un pueblecito de Texas llamado Harper. Mi padre era ranchero –dice Marianne, y se echa a reír al ver las cejas arqueadas de Danielle—. Decía que yo era como su ganado. Maduré muy pronto. Y tenía un buen esqueleto y la carne blanca. Así que para que no terminara en un pajar con uno de los chicos de Harper, me envió a la Universidad de Texas –dice ella, y vuelve a encogerse de hombros—. Cuando me gradué, solicité una plaza en Medicina, y entré.

—¿Dónde?

—En la Johns Hopkins.

—Eso es impresionante.

Marianne la mira con una expresión divertida.

—Las chicas del Sur tenemos cerebro, ¿sabes?

Danielle se ruboriza.

—¿Y por qué no ejerciste la profesión?

—Mi marido, Raymond, tuvo un ataque al corazón y murió un mes antes de que naciera Jonas.

Danielle le agarra la mano.

—Qué horrible para ti.

Marianne le estrecha la mano.

—Gracias. Fue difícil, pero tengo a Jonas. Es una bendición.

Danielle asiente, aunque no puede evitar preguntarse si se sentiría muy bendecida en caso de que su marido hubiera muerto justo antes de que ella diera a luz a un niño discapacitado.

—El caso es que –continúa Marianne— cuando comencé a darme cuenta de hasta qué punto iba a ser difícil cuidar de Jonas, vi claramente que tenía que renunciar a mi sueño de ser doctora. No podía justificar ese camino si significaba que tenía que poner a mi hijo al cuidado de un extraño, por muy cualificado que estuviera –dice, y sonríe a la camarera cuando les sirve la comida. La chica se aleja y Marianne mira a Danielle—. Así que empecé a trabajar a media jornada de enfermera pediátrica. No ha sido fácil, pero eso me dio la flexibilidad que necesitaba.

Danielle intenta pensar en algo coherente que decir. El respeto que siente por Marianne se ha incrementado al oír aquella historia de sacrificio y de amor. Siente una punzada de culpabilidad. ¿Habría tenido Max tantos problemas si ella se hubiera quedado en casa? Observó a Marianne. Fueran cuales fueran sus dificultades con Max, siempre serían un juego de niños comparado con lo que le había tocado a aquella pobre mujer.

La consternación ha debido de reflejarse en su rostro, porque ahora es Marianne la que le da una palmadita en la mano a ella.

—No es tan horrible. Todos tenemos nuestras dificultades y nuestras alegrías.

—Quiero que sepas que te admiro mucho –dice Danielle—. Eres muy fuerte y muy equilibrada.

—Y tú eres más fuerte de lo que piensas –responde Marianne con una sonrisa—. Y vamos a ser grandes amigas. Lo presiento.

Danielle le devuelve la sonrisa. Tal vez tenga razón. Tal vez necesite una amiga.

cinco

Danielle alza la vista. Marianne capta su mirada y sonríe. Están sentadas en una sala de Fountainview llamada «sala de familia», un nombre completamente desacertado en opinión de Danielle. Sin embargo, es el único sitio donde tienen un poco de privacidad y pueden evitar el ir y venir de las enfermeras y los pacientes. Es el único escondite donde pueden fingir que todo es normal. Danielle cierra un momento el ordenador portátil. Tenía que haberle enviado hace días un expediente legal a E. Bartlett Monahan, su superior y su cruz. Es el responsable de litigios y miembro del comité de dirección, uno de los cinco socios que los dirigen a todos. Tiene cuarenta y ocho años, es soltero y misógino. E. Bartlett no cree que las mujeres tengan las agallas suficientes para litigar, y menos para llegar a ser socias. Las mujeres son secretarias, madres, esposas de otros hombres y, cuando la necesidad se convierte en urgencia, sirven para acostarse con ellas y olvidarlas.

Él no se ha tomado bien su permiso, aunque en realidad, Danielle no esperaba que mostrara comprensión. No tiene experiencia con los niños, y menos con niños discapacitados.

Se frota los párpados y mira a su alrededor. Marianne está sentada frente a ella, tejiendo algo que parece complicado, mientras Jonas le sujeta el ovillo y lo hace botar entre las manos. Murmulla y agita la cabeza de una manera extraña. Danielle se ha dado cuenta de que esos son sus intentos de comunicarse. Aparentemente, Marianne, que va vestida impecablemente con un traje pantalón blanco, no se da cuenta de las maquinaciones de su hijo, y sigue tejiendo con calma. Danielle siempre ha evitado todo lo que fueran ocupaciones domésticas. Su experiencia es que las mujeres con una profesión no pueden correr el riesgo de que las consideren débiles o demasiado femeninas en ningún sentido. Por lo menos, las abogadas no. En secreto, Danielle siempre ha pensado que las mujeres que permanecen en casa son inferiores en cuanto a su posición y su elección. Al ver a Marianne y a Jonas, al ver el amor y la devoción que los une, se arrepiente.

Si se compara con Marianne, no puede decir que haya sido la mejor madre del mundo. Al contrario que ella, Danielle nunca ha sopesado el hecho de abandonar su carrera para cuidar de Max. Aunque tampoco hubiera podido hacerlo, porque el dinero tenía que salir de algún sitio. Pero, de todos modos… Se da la vuelta y mira a Max, que está pálido, tendido en el sofá que hay a su lado, profundamente dormido. Cualquiera que los mirara solo vería la distancia que los separa.

Al verlo así, se le rompe el corazón, y siente el mismo pánico que ha sentido desde que han llegado allí. ¿Qué le ocurre a su hijo?

Su teléfono vibra. En Maitland no se permite el uso del teléfono móvil. Con un suspiro, toma el teléfono, el ordenador portátil y el bolso, y sale de la habitación. Se sienta en un banco de cemento blanco, lo suficientemente lejos como para que Max no pueda verla a través de la ventana cuando saca un cigarro de la cajetilla. Lo enciende e inhala el humo con deleite. Después mira las llamadas que ha recibido; una de ellas es de la secretaria de E. Bartlett. Activa el contestador en la pantalla táctil del iPhone y escucha la voz nasal de la mujer diciéndole que el límite de entrega del expediente es mañana por la mañana. Danielle suelta un gruñido. Otra noche en vela en el hotel, a base de café.

Observa el sol y el cielo azul. Relaja el cuerpo y la mente, y permite que el calor la envuelva antes de regresar a aquella habitación estéril y antinatural. Es una agonía tener que estar sentada y no poder hacer nada. Suspira y se encamina hacia el pequeño edificio, donde una enfermera le abre la puerta. Al recorrer el pasillo en dirección a la sala familiar, oye gritos y llantos. Se le acelera el corazón, y echa a correr. En la habitación hay un caos.

Dwayne, el celador gigante, tiene a Max agarrado. Está sentado en el suelo, detrás de él, rodeándole el pecho con sus brazos enormes, e impidiéndole que se mueva con las piernas.

—¡Suéltame, hijo de puta! –grita.

Forcejea, da patadas y grita; Dwayne sigue sujetándolo impasible, como si inmovilizara a un animal salvaje todos los días.

Naomi está enfrentándose a un joven celador que intenta atraparla. La chica le da una patada en la entrepierna, y él cae al suelo entre gemidos de dolor. Aparece otro celador, mayor y más grande, llega por detrás y le retuerce el brazo a la espalda. Naomi intenta zafarse, pero el hombre es implacable y saca de la habitación a la chica, que no deja de patalear ni de gritar por todo el pasillo.

Jonas está inconsciente en el suelo. Le sale sangre de la frente. Marianne está junto a su hijo, sujetándole la cabeza y llorando. La enfermera Kreng le ordena:

—¡Apártese, señora Morrison! No puedo evaluar las heridas del niño a menos que usted desista.

Marianne se aparta, sollozando, tapándose la boca con la mano.

Danielle se acerca a Max corriendo justo cuando Dwayne se levanta, sin soltarlo.

—Señora Parkman –dice con calma—, voy a llevar a Max a su habitación.

—¡Suéltame! –grita Max, forcejeando. Dwayne se limita a cambiar de posición para inmovilizarlo de nuevo.

Danielle toma a Max del brazo y camina con ellos mientras van lentamente hacia el pasillo.

—¡Max! ¿Qué ha ocurrido?

Max vuelve la cara hacia ella.

—¡Ese bicho raro de Jonas se lanzó sobre mí! ¡Eso es lo que ha pasado!

—¿Qué quieres decir?

—¡Yo estaba durmiendo en el sofá, y me desperté con sus brazos a mi alrededor! ¡Se llevó su merecido!

Danielle siente terror.

—¿Le has pegado? Max…

—Suéltelo ya, señora Parkman –dice Dwayne, jadeando ligeramente por el esfuerzo de contener a Max—. Tengo que sacarlo de aquí.

Danielle ve con impotencia que Dwayne se lleva a Max a su habitación. Vuelve corriendo hacia Marianne, y por primera vez, se da cuenta de que la mujer tiene el traje lleno de sangre. Jonas está postrado en el suelo, entre el sofá y la mesa de centro. La enfermera Kreng lo ayuda a incorporarse y lo tiende en el sofá. Él abre los ojos brevemente y vuelve a cerrarlos.

—Jonas, abre los ojos –dice la enfermera con firmeza, y Jonas obedece—. Ahora mírame los dedos. ¿Cuántos ves?

Jonas mira con sus ojos aterrorizados la mano de la enfermera. Agita la cabeza, gime y esconde la cara en el pecho de la enfermera Kreng. Kreng le clava una mirada acusatoria a Danielle.

—¿Ve lo que ha hecho su hijo? ¡Ha agredido a este pobre niño!

Danielle se arrodilla ante Jonas con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Oh, Jonas, lo siento muchísimo!

La enfermera le aparta la mano de una palmada.

—¡Siéntese, señora Parkman! —le ordena con tal autoridad, que Danielle retrocede y está a punto de caer sobre el sofá. Otras tres enfermeras ayudan a Kreng a llevar a Jonas a su habitación.

Marianne llora. Está tan pálida que Danielle teme que vaya a desmayarse. Se acerca a ella apresuradamente.

—Marianne, Dios mío… ¿qué puedo decir?

Marianne cae en brazos de Danielle, sollozando incontrolablemente.

Vuelve la enfermera Kreng, le lanza una mirada feroz a Danielle y le pone una mano en el brazo a Marianne. Marianne alza la vista. Está confusa, embobada. Kreng la aparta de Danielle y la zarandea suavemente por los hombros.

—Hay que llevarlo a urgencias, señora Morrison —dice, y Marianne la observa sin comprenderla. Kreng eleva la voz, como si Marianne estuviera sorda—. Necesita que le den puntos. No se preocupe. La ambulancia ya viene para acá.

Marianne reacciona.

—¿Está segura? ¿Puedo ir con él.

Kreng niega con la cabeza.

—Es mejor que espere aquí. Tiene que calmarse para consolar a su hijo cuando vuelva —dice la enfermera. Después mira a Danielle—. Tal vez deba hablar con la señora Morrison sobre quién va a pagar los gastos de la visita a urgencias.

Danielle respira profundamente.

—Pero, enfermera, ¿y Max? ¿Está bien?

Kreng mira a Danielle con malevolencia.

—Por supuesto. Él es el atacante, no la víctima —responde.

Después se acerca a un armario blanco y lo abre con una de las veinte llaves que tiene en un aro de metal que le cuelga del cinturón.

—Pero, ¿no puedo…

—No, no puede —responde la enfermera.

Kreng saca rápidamente un frasco y una bolsita de plástico, de la que extrae una jeringuilla ante la mirada de espanto de Danielle.

—¿Qué va a hacer?

Kreng la ignora y clava la aguja de la jeringuilla en la tapa de goma del frasco. Después golpea suavemente el cristal con la uña, e inspecciona el frasco. Finalmente, se gira hacia Danielle y responde secamente.

—Voy a sedar a su hijo, señora Parkman. Está fuera de control, y debemos asegurarnos de que no le haga daño a ningún otro paciente de esta unidad. Se quedará confinado en su habitación hasta que yo esté convencida de que puede comportarse civilizadamente. De cualquier modo, ya no tendrá permiso para entrar en las zonas comunes sin la supervisión del personal.

La enfermera se da la vuelta y se aleja por el pasillo.

A Danielle se le encoge el corazón. ¿Qué le ha ocurrido a Max? ¿De veras se ha puesto tan violento como para hacer algo así? Ella no puede creerlo, pero parece que no se puede negar que ha atacado al pobre Jonas. Marianne está llorando en silencio. Alza la cabeza y le lanza una mirada suplicante a Danielle.

—Oh, Dios, Danielle, tienes que ayudarme. Prométeme que tendrás a tu hijo alejado de Jonas —dice, y se mira las manos llenas de sangre—. Esto es una pesadilla.

Danielle se lleva a Marianne hacia el sofá, mientras intenta disimular el miedo y el horror que siente.

—Marianne, dime lo que ha ocurrido.

Marianne toma aire.

—Estábamos aquí sentados. Yo estaba distraída con el punto, y no me di cuenta de que Jonas se acercaba a Max. Lo único que hizo fue intentar abrazarlo, Danielle. ¡Lo vi con mis propios ojos!

—¿Y qué hizo Max?

Marianne se retuerce las manos en el regazo.

—Le golpeó. Primero lo tiró contra la mesa de centro, y después le pegó —dice, y señala al suelo—. ¿No ves la sangre de Jonas? Se golpeó la cabeza con la esquina de la mesa.

Danielle se encoge. No puede creerlo. Conoce a Max, y Max nunca le ha hecho daño a otro ser humano. Ha habido algunos altercados en el colegio, sí, pero eran estallidos hormonales. Mientras intenta consolar a Marianne, un pensamiento se abre camino en su mente: su hijo ha perdido el control. Ya no lo conoce, porque se ha convertido en un extraño violento. Siente pánico. ¿Dónde está Max? Su corazón le susurra la verdad: está en un lugar en el que ella no puede alcanzarlo. ¿Lo recuperará alguna vez?

seis

A la mañana siguiente, Danielle y Max están sentados en un banco del patio del hospital. Parece que él está grogui por los efectos del sedante que le inyectó la enfermera. Danielle le pasa un brazo por los hombros y lo estrecha contra sí. Al verlo tan apagado y tan dulce, piensa que debe de estar muy arrepentido por su comportamiento del día anterior. Después de pensarlo mucho, Danielle ha decidido que aquel horrible incidente no ha sido más que una coincidencia. Sabe que a Max le aterroriza ser como los otros pacientes de la unidad, y Jonas es el peor de los ejemplos que puede ver día a día. Danielle está segura de que cuando Jonas lo sorprendió, la reacción de Max fue algo instintivo. Eso fue lo que debió de ocurrir.

—¿Cómo te encuentras, cariño?

Max la mira. Está pálido y ansioso.

—Me siento… raro. Es como si tuviera mezcladas todas las cosas en la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

—No importa. No es nada.

—Max, tenemos que hablar de lo que pasó ayer.

Él la mira fijamente.

—¿Qué pasa con eso?

—¿Por qué pegaste a Jonas?

Max se pone muy rojo.

—¡No fue culpa mía! Ese chico se acercó a mí mientras yo estaba dormido. Lo empujé, y él se cayó. Es un bicho raro. Siempre está en las nubes y vuelve loco a todo el mundo.

—Pero Marianne dice que le pegaste.

Max se levanta de un salto del banco y señala a Danielle con el dedo índice.

—¡Pues es una mentirosa!

Danielle decide cambiar de tema.

—Está bien, Max. Ven a sentarte.

Él lo hace, pero en aquella ocasión ocupa el otro extremo del banco, tan lejos de ella como puede.

Danielle suspira.

—¿Te encuentras bien físicamente?

Él se encoge de hombros.

—Supongo. Tengo el estómago revuelto.

—Solo son las medicinas nuevas —dice ella, pero evita mencionar la sedación. No hay necesidad de provocar otro estallido. Le da una palmadita en el brazo y continúa—: El médico dice que te sentirás mucho mejor dentro de pocos días.

Max gruñe, se apoya en el respaldo y cierra los ojos. Danielle toma aire profundamente y después formula la pregunta verdadera.

—¿Te sientes menos… deprimido?

Max le clava una mirada asesina.

—No toques ese tema, mamá.

Danielle asiente e intenta aparentar que todo va perfectamente. Alza la cara hacia el sol, y siguen sentados allí, en silencio. Entonces, Max se acerca a ella y le pone la mano en el brazo.

—¿Mamá?

—¿Qué, cariño?

—La doctora Reyes-Moreno dice que me va a hacer algunas pruebas hoy, si no estoy demasiado somnoliento —dice Max. Se queda callado un momento, y después la mira con tristeza—. Cuando terminen las pruebas, ¿sabrán si estoy loco?