Samaritano - Patricia Carolina Espinosa - E-Book

Samaritano E-Book

Patricia Carolina Espinosa

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Beschreibung

Gabriela vuelve a El Agrio, un pueblo patagónico olvidado, para cumplir con una promesa hecha a su padre. En su viaje, se reencuentra con su pasado y con un viejo amigo; junto a él descubre que los habitantes del lugar ya no son los mismos, cada uno inmerso en su propia historia y en sus luchas personales. Samaritano es una historia de despertar, de esperanza y búsqueda de un futuro mejor en un pueblo atrapado en el tiempo.

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Seitenzahl: 146

Veröffentlichungsjahr: 2025

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PATRICIA CAROLINA ESPINOSA

Samaritano

Historia de un pueblo dormido

Espinosa, Patricia CarolinaSamaritano : historia de un pueblo dormido / Patricia Carolina Espinosa. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-7098-7

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice de contenido

El pueblo olvidado

Sapo de otro pozo

Señorita maestra

Doña Rosa, la vecina

El cerrajero y la ventana misteriosa

Rogelio y la acedia

El escape de Lautaro

Menos es más

El librero y las historias de fantasía

Sarita, la modista

Valentía

El sabor de la infancia

El guardián del tiempo

Regreso

Epílogo

“Los que aseguran que es imposible,

no deberían interrumpir

a los que estamos intentándolo”.

Thomas Edison

“Quien mira hacia afuera sueña.

Quien mira hacia adentro despierta”.

Carl Jung

Agradezco de todo corazón a:

Alfredo, Abril y Emilia, mi familia, que con paciencia me apoyan en este nuevo proceso.

Mi madre, mi fiel lectora.

Kitta y Estela, por sus aportes.

Eduardo Zinni, por sus correcciones y por confiar en mí.

P. Diego Canale, por su acompañamiento y dirección espiritual.

P. Pablo D’Ors, por mostrarme el camino que elijo seguir.

El pueblo olvidado

“Da frutos donde has sido plantado,

Y tus semillas se desparramarán a tu alrededor”.

Gabriela volvía al pueblo. Dos décadas pasaron desde su partida. Lo recordaba vagamente; apenas siete años tenía cuando a su padre, militar de profesión, le cambiaron el destino y con sentida nostalgia la familia abandonó el lugar.

Decidida a concretar la promesa emprendió el viaje. Su auto, un viejo Fiat Uno, –que había logrado comprarse con los ahorros de su trabajo–, no la abandonaba jamás. Cargó la valija, la urna, el mate y su perro Ronco, un viejo callejero. Eran sus primeras vacaciones sola y eso la inquietaba, pero cumplir con su palabra, en verdad, la motivaba: le había prometido a su padre, en el lecho de muerte, que llevaría sus cenizas al río de aquel lugar del que él se había enamorado, ese, en el que ella pasó sus primeros años.

En la despoblada Patagonia y al pie de la cordillera de los Andes, yacía “El Agrio”; en su mente lo hacía pequeño y aislado, y no se equivocaba.

Con buena música, y la grata compañía de su peludo amigo, sentía que todo marchaba bien; aunque mientras más se acercaba al oeste, más solitario se volvía el paisaje y el abandono se hacía evidente.

El camino, un desastre: en el hoyo más pequeño entraba una rueda entera. Esa única ruta que unía a El Agrio con el resto de la civilización no era una prioridad para funcionarios y gobernantes, estaba muy claro; había dejado de ser mantenida, quién sabe cuánto tiempo atrás.

—Transitar por esta ruta hecha mierda... Qué complicado debe ser para los camiones que abastecen al pueblo –pensó, mientras esquivaba los pozos; pero decidida a no enojarse y disfrutar, se lo tomó con calma.

Le llamó la atención ver, en más de una ocasión, a mochileros esperando pacientemente en la banquina; y uno en particular, que parecía esfumarse en su pasión mientras tocaba el ukelele sentado en una piedra a orillas de la ruta. Unos gauchos a caballo y un arreo de chivas la hicieron pisar el freno. El largo viaje y la baja velocidad, le dieron un buen rato para recordar, mientras idealizaba el lugar.

—¿Seguirá existiendo el almacén de ramos generales de don Cecilio? –Y enseguida se acordó de los vecinos trasandinos que cruzaban la frontera para proveerse de alimentos. A los chilenos económicamente les convenía; recordó también a su padre quejarse tantas veces del desabastecimiento que esto provocaba.

Se le vino a la mente su amigo Emanuel, ese compañero de escuela, que era más bueno que el arroz con leche que preparaba la portera. Nunca más volvió a tener noticias de él, pero habían sabido ser muy buenos amigos. –¿Seguirá en el pueblo? –se preguntó.

Conforme pasaban las horas y se iba acercando, se le aceleraba el corazón, realmente tenía, aunque vagos, buenos recuerdos: jugar en las calles con los demás niños, pasar el día entero refrescándose y bañando a sus muñecas en el somero canal que cruzaba detrás de su casa, o esos pícnics familiares a orillas del río los domingos de verano. Una sonrisa se dibujó en su rostro al acordarse de la lista de los mandados que le hacía su mamá para que le lleve a don Cecilio; montada en su bicicleta, iba sola a comprar, no existía el peligro. Supo ser feliz en ese lugar; se daba cuenta ahora, que traía su infancia a la memoria y unas lágrimas le brotaron de repente. Su perro Ronco, confortablemente echado en el asiento del acompañante, levantó sus orejas y la miró con ternura, ella le acarició la cabeza: –¡Ya estamos llegando! –le dijo.

Comenzaron a asomarse las primeras casitas... un pueblo que, aún en pleno siglo XXI, parecía de otros tiempos.

Una de esas últimas tardes compartida con su padre; se acostó junto a él, que reposaba en su cama asistido por un respirador. Se abrazaron, y con la voz débil y agitada le contó a su hija de aquel sueño ambicioso que aspiraban en El Agrio. Consistía en un paso fronterizo que uniría ambos países por un túnel. Era un proyecto enorme, que traería grandes progresos económicos y turísticos para esa región patagónica. Todo olía a prosperidad; tanto entusiasmo percibido en el aire… pero el dinero nunca llegó y la esperanza y las promesas quedaron en el olvido. Parecía ser este el argumento que explicaba que aquella hermosa naturaleza precordillerana hoy, no era más que un caserío habitado por gente desesperanzada. Lo pudo comprobar en las caras de los pocos transeúntes con los que se iba cruzando.

—Sin duda, un pueblo olvidado –dijo en voz alta y continuó adentrándose por sus desoladas calles de tierra. Las casas de madera y adobe predominaban; solo algunas, eran de ladrillo visto y le daban un toque particular al paisaje. Observó que no había nichos de gas y se lamentó, reviviendo el frío que pasaban en los inviernos, calefaccionándose con garrafas recargables y con leña que procuraban acopiar en los meses de verano, puesto que con las nevadas intensas del invierno se hacía complicado acceder a ella. Su familia y algunas otras, tenían estufas eléctricas que prendían de tanto en tanto; la energía también era todo un privilegio. Recordó que la mayoría de las casas tenían el baño afuera, por lo que en las noches bajo cero aventurarse hasta allí era toda una odisea.

Ingresó despacio por la única avenida, en el corazón del pueblo, dondese asomó un edificio de tres pisos,el más alto en varios kilómetros a la redonda. –El hospital –dijo orgullosa de que su memoria no le fallase. Se veía gente rondando por afuera; y claro, si ahí se atendían todos los pobladores de villas y parajes cercanos, incluso hasta los vecinos chilenos del poblado contiguo, cruzaban la montaña para ser asistidos porque no había problemas de accesibilidad, y el sistema público de salud era prestigioso.

Continuó por la misma avenida, en la cuadra contigua se topó con la comisaria. –Está igual– aunque el celeste y blanco de sus paredes, parecía recién pintado. –Al menos presupuesto para pintura todavía hay –pensó con sarcasmo.

Metros más allá, el banco –El cajero automático es nuevo, estoy segura– y una abultada fila de al menos una veintena de personas generaba un pequeño caos. –Claro, días de cobro –reflexionó.

Avanzaba lentamente por la avenida. En la tercera cuadra la nostalgia la invadió: la escuela primaria, su escuela; ese edificio tan característico a toda institución educativa, no se diferenciaba de otros, pero era especial. En el terreno contiguo la biblioteca popular, esa casona vieja que mucho no recordaba, pero cómo olvidarse de su enorme reloj cucú que daba la bienvenida. Le encantaba pasar por ahí y esperar a que el pajarito abandonase la comodidad de su morada para salir a dar la hora. Miró el reloj, faltaban cuatro minutos para las 18:00. Se quedó esperando, pero el tiempo pasó y el cucú nunca salió. Se entristeció.

En la vereda de en frente la iglesia, pequeña, de un delicioso estilo renacentista, con su imponente campanario, desproporcionado para su tamaño. Todo ello estaba intacto, el tiempo no había pasado, salvo por el diminuto centro comercial que rodeaba a la parroquia; allí donde antes era el almacén de ramos generales de don Cecilio, ahora estaba distribuido en locales; se podían apreciar un kiosco, una farmacia, una tienda de ropa y la cerrajería. –¿Seguirá estando el mismo cerrajero? –se intrigó, aunque rápidamente sacó cuentas y concluyo que si aún vivía debía ser ya muy mayor como para seguir trabajando.

En las calles paralelas y transversales más cercanas a la avenida, se ubicaban algunos otros comercios, la única escuela secundaria y demás organismos dependientes y descentralizados del gobierno local.

Le sorprendió ver que a lo largo de todo el poblado había salones, e incluso casas particulares, que, según las marquesinas, se adecuaban para ser usados como templos religiosos de diferentes credos. Las preguntas no tardaron en aparecer: –¿Improvisarán altares para llevar a cabo los cultos o servicios religiosos? ¿La gente estará tan necesitada de lo espiritual? ¿O serán engañados por chantas que lo único que hacen es sacarles su dinero?

Redujo la marcha frente del barrio militar, ese en el que había vivido, un guardia parado junto a la barrera prohibía el ingreso, llevó su vista lo más lejos posible y alcanzó a ver la larga fila de álamos que custodiaba el camino, también los techos de teja de las primeras casas. Se lamentó no tener a nadie para visitar allí. Continuó su camino. Recorrer todo el pueblo no le llevó más de quince minutos, observaba cada rincón.

Estacionó frente al hotel, bajó del auto y se estiró, lo mismo hizo Ronco antes de buscar un árbol para dejar su huella.

—Buen día –le dijo a la recepcionista. –Tengo una reserva.

—¿Nombre? –preguntó la mujer con cara de amargada que se encontraba tras el mostrador, y sin dejarla responder continuó– No se admiten mascotas.

—... Pero yo llamé por teléfono y consulté, me atendió un hombre y luego de ofrecerle más dinero por mi perro, me dijo que lo traiga –Gabriela comenzó a ponerse nerviosa, había hecho demasiados kilómetros y para colmo era el único hotel.

Tras una acalorada discusión, la mujer con cara de amargada cedió y la ingresó a su habitación. Aliviada y sin desempacar salió a caminar; quería aprovechar lo que restaba del día y disfrutar la puesta del sol. Ronco con su correa le tironeaba, ella quería ir despacio, tratando de no manipular sus recuerdos. Atenta a cada persona, deseosa de reconocer algún rostro. Nadie se percataba de su presencia. Con solo mirarlos, comprobó lo que le había dicho su padre, que la gente del pueblo ya no era feliz. Todos caminando con las cabezas gachas y sus miradas perdidas; le sorprendió que los lugareños le hicieran honor a “El Agrio”, con caras más agrias que su nombre, parecían inmersos en una inexplicable desilusión. Se mimetizaban con el pueblo; con el nombre del pueblo en realidad. –¿Acaso no sabrán apreciar la hermosura que los envuelve? –dijo, pensando en el río y sus alrededores, e instintivamente caminó hacia él. Un sinfín de imágenes se le agolparon en la mente cuando vio la corriente fluir, cerró los ojos por unos segundos y al abrirlos las imponentes montañas estaban allí. Dio un paseo mental por las distintas estaciones del año. El otoño con sus diversos matices de marrones, dorados y amarillos; el invierno era blanco, tan blanco que dolían los ojos cuando se fijaba la vista sobre aquellas montañas nevadas en las tardes soleadas: pureza y paz, precedida por el silencio típico de los días de nieve; la primavera con un festín de colores y diferentes gamas de rojos, anaranjados, rosados; mientras empezaban a vislumbrarse los distintos verdes que, junto a los brotes de la vegetación autóctona, indicaban la inminente llegada del verano.

En ese recorrido mental, también se hizo presente el cielo, ese cielo majestuoso, que recién ahora podía apreciar; tan celeste en el día y seguramente tan negro cada vez que el sol se ocultaba; debía potenciarse con el contraste de esa infinidad de luces que comenzaban a titilar en lo alto, estrellas que jamás podrían verse desde otro lugar. Aunque no lo recordaba, estaba segura de que cada noche era sorprendente; imaginaba la fiesta que regalaban esos astros a manera de espectáculo digno de contemplar. También los días nublados tendrían su particular encanto: las nubes chocando las montañas se fundirían en una densa niebla, escondiendo las cumbres cercanas y dando la sensación de estar el pueblo entero dentro de ellas.

Continuó caminando por la ribera, observando el valle partido por la corriente del agua, con remansos cristalinos y vertientes abriéndose camino entre las montañas. En su paseo se cruzó con un zorrito y pájaros que entonaban diferentes melodías. Ronco estaba enloquecido, entraba y salía del agua a su antojo, pretendiendo ser más rápido que las liebres que se escondían entre el follaje.

Mientras se alejaba del pueblo contemplaba esa vegetación privilegiada por las araucarias únicas en su especie, –“Solo echan raíces en el sudoeste argentino y sus frutos, los piñones, al igual que algunos hongos comestibles escondidos entre la flora regional, son codiciados por reconocidos chefs” –le había contado su padre en una de sus tantas charlas que le dedicaban al pueblo.

Todo ese prodigio de la naturaleza les era regalado.

—¡Me cuesta creer que la gente no lo disfrute! Solo mirarlos caminar me doy cuenta de que no saben lo que se pierden –pensó. Aunque reconocía que el pueblo en sí mismo no era de lo más atractivo, tenía una belleza oculta: un tesoro que se les presentaba en frente... y solo a unos pocos se les revelaba.

Horas más tarde, volvió al hotel, estaba cansada, quería tomar una ducha y acostarse. Le esperaba un largo día.

Sapo de otro pozo

“¿Cómo es posible que una sola persona y sus actos puedan cambiarlo todo –para bien o para mal–? Pensaba en individuos como Hitler que, por su enferma voluntad llevaron al mundo a una guerra ecuménica. Y otros, como Jesucristo, que lo sembraron de amor”.

Eduardo Zinni

A la mañana siguiente, se levantó temprano, había dormido profundamente como hacía tiempo no lo hacía. Un desayuno energético la esperaba en el bar del hotel.

Salió dispuesta a buscar a Emanuel, quería saber algo de él. Tenía un efímero recuerdo de dónde vivía y hacia allá se dispuso a caminar. Reconoció la casa, dudó en golpear. Tomó coraje y se acercó; en ese momento, la puerta se abrió. Emanuel salía para el trabajo.

—¡Hola! –le dijo sorprendido.

Gaby lo reconoció enseguida, su carita era la misma, aunque ahora cubierta por una insustancial barba. No se pudo contener y mientras respondía al saludo lo abrazó con fuerzas. Emanuel no entendía nada, pero le devolvió el abrazo.

—Soy Gaby, Gaby, tu compañera de la primaria ¿te acordás de mí? – preguntó y sin saber por qué un llanto repentino se le atravesó en la garganta. Emanuel la separó de su cuerpo para verle la cara.

—¡Gaby! –repitió eufórico. –¿Qué haces acá?

—Cumpliendo una promesa –y volvió a llorar, esta vez sin disimularlo.

Luego del emotivo reencuentro, caminaron juntos hasta la carpintería, Emanuel debía trabajar.

—¿Querés que vayamos a almorzar al río? –preguntó Emmanuel.

—¡Me encantaría! yo compro para hacer unos sándwiches y te paso a buscar. ¿Te parece 12:30? –dijo Gaby.

—¡Perfecto! –respondió Emanuel.

Al mediodía se dirigieron hacia el río, tenían tanto de qué hablar. Gaby no se había equivocado, ese chico tenía algo especial.

—Este es un buen lugar para un pícnic –dijo Emanuel, mientras se acomodaba en una parcela de césped que crecía junto a la orilla. La charla se prolongó por horas; cada uno contando su historia, se sentían a gusto en mutua compañía; distendidos, como amigos de toda la vida.

—¿Qué pasa con la gente del pueblo? –se interesó Gaby.

Sin siquiera preguntarle a qué se refería dijo:

—Sabes, hace tiempo tengo la sensación de que vivo un lugar extinto, creo que la gente ha dejado de tener sueños… ¿y sin sueños que vida puede existir? Están convertidos en muertos vivientes; y eso me duele –confesó Emanuel, y continuó:

—Luego de que el millonario proyecto del paso fronterizo internacional jamás viera la luz, todo se paralizó de un día para el otro. Tal vez por comodidad, costumbre, rutina o quién sabe qué otra cosa; la gente dejó de soñar, temerosos de nuevas promesas incumplidas, comenzaron a experimentar una fuerte resistencia a los cambios, que con el correr del tiempo se arraigó, obstaculizándolos a afrontar nuevos desafíos; ya nadie desea salir de su zona de confort; están paralizados, en un estado de estancamiento, que dificulta tomar ese envión necesario, para salir a la búsqueda del bienestar, la felicidad, la plenitud –reflexionó; él era pequeño cuando esto sucedió, pero creció con esa historia y la conocía bien.