Sangre comanche - Kasey Michaels - E-Book
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Sangre comanche E-Book

Kasey Michaels

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Beschreibung

Ella necesitaba que la protegiera... y deseaba que la amara El agente especial Jesse Colton había estado a punto de rechazar a la dulce y vulnerable Samantha Cosgrove. Y no porque dudase que fuera cierto lo que ella afirmaba: que su jefe estaba desvelando secretos de estado; sino porque aquella belleza rubia hacía que quisiera decir que sí... a cualquier cosa que ella deseara... Samantha habría querido que alguien la avisara de que el hombre que iba a hacerse pasar por su novio con el fin de protegerla era un tipo alto, guapo y sexy. Poco después se encontró con que los besos de Jesse la hacían desear que dejara de fingir y se comportara como un marido de verdad...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Harlequin Books S.A.

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sangre comanche, n.º 1371 - abril 2016

Título original: The Raven’s Assignment

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8173-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Potus se ha puesto en movimiento.

—¿Me recibes?

—¿Qué si recibo qué? Es un poco tarde para que haya actividad en la residencia, ¿no? —preguntó Jesse Colton, levantando la mirada del papel que estaba leyendo mientras cruzaba el ala oeste en dirección hacia la puerta.

—Nada, Jesse —contestó Sean dejando de hablar para el cuello de su camisa—. Potus se está moviendo. Es cerca de media noche, probablemente se dirija a la cocina principal. Flotus sigue llenando la nevera de la residencia de manzanas y peras y Potus lo que quiere es pastel de crema de coco.

—Me pregunto lo qué diría la Asociación Americana del Corazón sobre los gustos del Presidente —dijo Jesse, apoyándose en una esquina de la mesa de despacho de Sean colocada en el vestíbulo principal. Sean estaba contento con su trabajo, pero patrullar el Ala Oeste era muy aburrido—. Seguramente la oposición le exigiría un análisis mensual de colesterol.

—Sí, pero como nosotros no les contaremos nada, supongo que Potus está a salvo tanto de la AAC como de Flotus.

Jesse echó un vistazo sobre la mesa de Sean. En una pequeña pantalla se podía ver una lista, siempre actualizada, sobre la localización de la primera familia. Ahora Potus, conocido normalmente como presidente Jackson Coates, aparecía en la cocina principal, y Flotus seguía en el segundo piso de la residencia probablemente durmiendo.

—Potus. Presidente de los Estados Unidos. Flotus, la primera dama de etc., etc. Los seudónimos deberían sonar un poco más presidenciales, ¿no te parece?

—Lo mencionaré mañana en la reunión del Comité Presidencial de Seudónimos, el CPS —dijo Sean moviendo la cabeza. Era el agente del Servicio Secreto perfecto. Llevaba el pelo pulcramente cortado, su traje estaba pulcramente planchado y su sonrisa era pulcramente imparcial—. ¿Qué es lo que tienes ahí, Jesse?

Jesse miró hacia la carpeta que acababa de cerrar.

—¿Esto? Asuntos personales, no te preocupes. No tengo la intención de robar secretos de estado delante de ti para luego vendérselos a los periódicos. ¿Cuánto pagarían por un titular como Potus pillado in fraganti en una orgía de crema de coco?

—Bueno, me dejas más tranquilo, pero ¿qué tienes ahí?

—Ya lo sabes, Sean, no se debe confiar en nadie —dijo Jesse con una sonrisa burlona.

—No, en serio. Estabas frunciendo el ceño y en asuntos personales fruncir el ceño nunca es buena señal.

Jesse abrió la carpeta y se quedó mirando a la única hoja que había en su interior.

—Parece ser que mi familia ha heredado una casa en Georgetown.

—¿Y eso son malas noticias?, ¿Georgetown? Es un lugar estupendo. ¡Ah, espera un momento! ¿La heredas con cincuenta años de impuestos atrasados y ahora tienes que pagarlos tú puesto que te estás haciendo rico aquí, trabajando en la Casa Blanca?

—No, no es eso —dijo Jesse, sabiendo que si Sean hubiese sabido la pura verdad se hubiese caído de la silla en ese instante—. La casa ha estado alquilada alrededor de sesenta años. Simplemente estoy pensando en cómo voy a explicar al Comité Ético del Senado que yo, un humilde trabajador, voy a ser uno de los dueños de la embajada de Checoslovaquia.

—¡Estás de broma! —dijo Sean intentando hacerse con la carpeta—. ¿Eso es legal? Me refiero a que si un miembro del servicio personal del Presidente puede ser dueño de una embajada extranjera.

—Probablemente sea el dueño de un tercio del garaje, Sean. Somos muchos y a cada uno de nosotros nos pertenece un trozo de aquel lugar. Es una herencia para toda la tribu Colton, así es como nos auto denominamos. Pero tengo que admitirlo, no sé que podría pasar si se enterase la prensa, con lo cual supongo que tendré que decírselo a alguien.

—¿Al jefe?

Jesse respiró profundamente.

—Sí, será mejor empezar por arriba —metió la carpeta en su maletín y se puso de pie—. Menos mal que él se ha ido a casa a una hora decente, así que tendré que esperar hasta mañana, además necesito estudiar un poco mejor el caso para estar seguro de mis derechos. Hasta mañana, Sean.

—Hasta mañana mister dinero, mister dueño de una parte de Georgetown, ¡ah espera! He olvidado algo.

—Tú nunca olvidas nada, Sean. Lo que quieres es sacarme más información.

—No, no. Yo suelo decir que cuanto más se sabe menos se quiere saber —dijo mientras revolvía unos papeles de su mesa—. Esto llegó después de que tu secretaria se marchase —dijo extendiéndole una nota.

Jesse frunció el ceño mientras leía el desconocido nombre que estaba escrito en la nota.

—¿Urgente?

—Aquí todo es urgente. El mensaje llegó de la recepción principal, después de pasar primero por el AOD y por un par de sitios más.

—¿Por la Antigua Oficina Directiva? No he trabajado allí durante meses.

—Bueno, supongo que no todo el mundo sabe que has sido ascendido a una importante oficina en el Ala Oeste. Deberías haber puesto un anuncio, muchos lo hacen.

—Muy gracioso, Sean —dijo Jesse, frunciendo el ceño una vez más al releer la nota—. Samantha Cosgrove. Urgente. Pero, ¿quién diablos es Samantha Cosgrove?

 

 

Samantha Cosgrove, con su larga melena rubia y su metro sesenta de estatura, estaba sentada en su despacho discutiendo por teléfono.

No se había tomado el café de media mañana con Bettyann y había cancelado su almuerzo con Rita. No había salido de su despacho en todo el día. Estaba hambrienta y habían comenzado a sonarle las tripas, estaba nerviosa y empezaba a enfadarse.

Bettyann, la secretaria, introdujo la cabeza en el pequeño despacho.

—Me voy, Samantha. ¿Te apetece cenar en Los Arcos de Oro? Invito yo.

—No gracias, Bettyann —dijo Samantha, fingiendo gran interés por una pila de papeles que eran tan interesantes como el programa del tiempo en un día tranquilo y despejado.

Aquel precisamente era el lema del último eslogan de la campaña electoral: «Una mente tranquila y despejada. Vote al senador Mark Phillips como Presidente». Aburrido. A cualquiera se le podría ocurrir algo mejor que eso.

—¿Estás segura, Sam? No has comido nada en todo el día.

—De acuerdo, me voy a casa. El mundo seguirá dando vueltas aunque yo me vaya. Gracias por lo de Los Arcos de Oro, Bettyann, pero puedo oír cómo me llaman los pimientos rellenos que he dejado preparados en casa.

—Está bien, hasta mañana.

—Hasta mañana —Samantha se quedó media hora más ordenando papeles y metiendo algunos documentos en su maletín.

Se puso su ligera gabardina Burdeos, comprobó su bandeja de correo y se metió en el ascensor no sin antes cerciorarse de que nadie la había visto.

Una vez fuera, Samantha giró a la derecha y se dirigió a pie hacia la Casa Blanca.

Había visto fotos de Jesse Colton, por lo tanto sabía cómo era: Uno ochenta de alto, pelo corto y oscuro, ojos negros, tenía un cierto aire misterioso.

—Está bien, es un hombre atractivo —murmuró Samantha para sí misma mientras se ponía la capucha porque había comenzado a llover. Incluso bajo la lluvia le encantaba vivir en Washington D.C.

Hacía dos años que había vuelto a la ciudad, porque por lo menos se necesitaban dos años para que un candidato a la presidencia como el senador Mark Phillips pudiera hacer un sondeo para ver quién le votaría, para buscar el dinero suficiente, para prometer todo a todo el mundo y para que, finalmente, el Comité por Phillips anunciara su candidatura formalmente.

Ahora, con las primarias a punto de empezar en New Hampshire, el Comité ya era imparable, lo había hecho público y Samantha tenía que trabajar duro. Lo único que necesitaba era saber si estaba trabajando para el hombre apropiado.

Según le habían dicho, Jesse Colton debía de estar trabajando ahora en el Ala Oeste. Sabía que él aún tenía que andar hasta su antigua plaza de garaje, situada en un parking alejado. Era más fácil conseguir un puesto en el Ala Oeste que una plaza de garaje cerca de la Casa Blanca.

Él conducía una típica berlina negra, bastante elegante. Llegaba al garaje sobre las siete en punto de la mañana, seis días a la semana, y se podía marchar entre las cinco y las doce de la noche. Ella lo sabía porque lo había estado observando durante cinco largos días antes de haberle llamado finalmente el día anterior. Llamada que no le había devuelto.

—No es acechar, Samantha, es observar —se dijo mientras rápidamente se unía a un grupo de personas que entraban al garaje, poniéndose a resguardo de lo que en ese momento era una lluvia torrencial—. Hay una diferencia.

Respiró con alivio al ver la berlina negra todavía aparcada en el garaje. Eran las nueve en punto cuando finalmente lo vio. O al menos pensó que era él. Estaba noventa y nueve por ciento segura que el hombre que andaba hacia ella era Jesse Colton. Cuando usó el mando a distancia para abrir la berlina, fue cuando ella estuvo totalmente segura de que era él.

—¿Jesse Colton? ¿Puedo pedirle un minuto de su tiempo? —dijo ella saliendo de detrás de una columna.

—Llame a mi oficina —dijo él.

—Ya lo he hecho.

—¿Ha dejado un mensaje?

—Sí, para que me llamara, y no lo ha hecho.

—Ahora es tarde —dijo abriendo la puerta de su coche y tirando dentro el maletín—. Si quiere una entrevista, por favor diríjase a la oficina de prensa.

—No quiero hacerle ninguna entrevista, no soy periodista.

—Vaya. Y supongo que tampoco es la nueva Garganta Profunda dispuesta a contarme oscuros y profundos secretos.

Se metió en el coche, quiso cerrar la puerta, pero no pudo porque Samantha se interpuso.

—¿Es usted siempre tan desagradable? —preguntó ella mientras movía la cabeza, liberándola de la capucha que llevaba puesta. Dejó al descubierto su melena rubia y sus rizos cayeron sobre los hombros. Ella no era una estúpida. Era rubia, muy mona y con unas piernas fabulosas. Aún no había encontrado ni un solo hombre en D.C. que no la encontrase atractiva.

—¿Me está haciendo una proposición? —preguntó Jesse sonriendo de una manera demasiado divertida para el gusto de Samantha.

—¡No! —dijo ella echándose hacia atrás. Aquello fue un mal movimiento, pero ya era demasiado tarde.

—¡Qué lastima! —dijo él cerrando la puerta del coche, pero bajó la ventanilla—. Es usted Samantha Cosgrove, ¿verdad?

—¿Me conoce?

—¡Oh sí! Rubia, guapa y tenaz como un perro buldog. Me he informado sobre usted.

—¿Por qué?

—Porque quería hablar conmigo. ¿Tiene idea de cuantas personas quieren hablar conmigo, Samantha Cosgrove, desde que trabajo en el Ala Oeste?

—¿Es tan popular? Estoy realmente impresionada.

—Seguro que usted lo es, yo desde luego lo soy —dijo él sonriendo de nuevo.

A ella le dieron ganas de pegarle en la cabeza con su maletín, pero en su lugar se dio la vuelta y empezó a andar.

—¿Tiene hambre? —preguntó él saliendo del coche y poniéndose detrás de ella.

—Solamente si pudiera comerme sus entrañas —dijo ella y siguió andando.

Él continuó detrás de ella.

—Vamos no se enfade, Samantha, iba a llamarla.

—¿Cuándo? ¿En Navidades?

—No, en Navidades me voy a Oklahoma, a mi casa. La iba a llamar mañana. Primero tenía que saber quién era.

—¿Y qué ha averiguado? —preguntó interesada, pero sin dejar de andar. Aquel hombre le había puesto de mal humor.

—Bueno, veamos. Hija de un millonario asentado durante años en Connecticut. Un hermano aún en la universidad, en el primer año según creo. Una hermana mayor, agente literario. Juliet, ¿verdad? Mamá se dedica a obras de caridad y pertenece a todas las asociaciones importantes. Papá es un abogado, amigo íntimo del senador Mark Phillips y gran colaborador de su campaña presidencial. Por cierto el Senador está respaldado personalmente por mi jefe, el actual Presidente. Graduada con matrícula de honor tanto en periodismo como en ciencias políticas. Miembro del Comité del Senador. Muy trabajadora, buena cocinera y pésima bailando…

—Yo no soy pésima bailando, soy bastante buena —protestó Samantha acaloradamente. Se paró para darse la vuelta y mirarlo fijamente.

—Pensé que no me estaba escuchando, de acuerdo, buena bailarina, aunque eso no figura en mi informe. Bueno, ¿quiere comer algo y después demostrarme lo buena bailarina que es?

—No bailaría con usted por nada en…

—Usted dijo que era urgente —interrumpió él.

—¿Es usted siempre tan arrogante?

—No, es parte de los credenciales de la Casa Blanca. De verdad, puede comprobarlo en la descripción de mi trabajo. Una vez que entras a trabajar en el Ala Oeste y te dan una placa azul, la arrogancia es una exigencia.

—Usted está loco —dijo Samantha, pero de repente se empezó a reír. No podía parar—. Realmente loco.

—Yo invito. ¿Qué le parece una patata asada con queso y una botella de vino blanco Zinfandel? Tiene pinta de que le gusta el vino blanco Zinfandel.

—Me gusta el vino Merlot.

—Era demasiado para que mi secretaria lo supiese, diré que la corten la cabeza mañana por la mañana. ¿Se viene conmigo o va a ir a casa en metro para tomarse esos pimientos rellenos?

—¿Cómo lo sabe? ¡Dios mío! ¡Es verdad! Ustedes lo saben todo. ¿Tiene a alguien espiándome en mi casa? ¿En mi nevera?

—No, nada ilegal. Dio la casualidad que Brenda, mi secretaria, fue a las oficinas del Senador Phillips esta tarde. Me dijo que alguien llamado Bettyann le hubiese dicho su número de pie si se lo hubiese preguntado. Brenda también me dijo que era rubia y muy guapa, estaba en lo cierto. Venga, anímese.

Samantha lanzó las manos hacia arriba.

—Por qué no. Me merezco una cena gratis después de que haya invadido mi privacidad de esa manera, porque usted invita, ¿lo sabe, no?

—No lo permitiría de otro modo —dijo una vez que estaban dentro del coche.

—Opino de la misma manera —dijo ella acomodándose en el asiento del copiloto y colocando en el suelo su maletín—. Entonces, ¿podremos hablar?

—Se lo prometo —dijo él—. Pero primero cenemos, no sé usted, pero yo estoy hambriento.

—Yo también —dijo ella.

 

 

Encontrar una mesa libre en un restaurante normal cerca de la Casa Blanca era prácticamente imposible. Daba lo mismo el día o la hora, pero según se acercaban a uno de los mejores de la zona, Samantha le dijo que se detuviera en la zona del aparcacoches.

—Me gustaría decirle que no soy tan inteligente como dice mi informe que soy. No sabía que fuese a estar esperándome en el garaje ni que fuese a aceptar cenar conmigo. Dicho esto, no tengo nada más que decir.

—Me parece bien, párese aquí.

Él lo hizo, y el aparcacoches abrió la puerta del copiloto. Samantha aceptó la mano que le ofrecieron y dijo:

—Buenas noches, Anthony. Me alegro de verte otra vez.

—Igualmente, señorita Cosgrove —dijo el aparcacoches mientras la resguardaba con un paraguas hasta la puerta.

—Me temo que a mí no me va ayudar nadie —gruñó Jesse, mientras Anthony con su enorme paraguas de golf permanecía quieto cerca de la puerta del restaurante. Le dio las llaves del coche y se vio siguiendo a Samantha hacia el interior.

En el vestíbulo, Samantha se acercó al mostrador y empezó a hablar con el maître en perfecto italiano. Después de un par de frases y un apretón de manos, el maître los condujo, esquivando la cola de gente que esperaba a ser sentada, a una de las mesas principales. Jesse estaba seguro de haber reconocido en aquella cola al representante de Pennsylvania junto con el segundo Secretario de Estado.

—¿Cómo lo ha hecho? —preguntó él una vez que estuvieron sentados.

—He crecido en el barrio, acuérdese, antes de que papá decidiera instalarse en Connecticut. Conozco a Anthony y a su familia desde hace años, mis padres solían venir mucho por aquí —dijo Samantha mientras estiraba la servilleta—. ¿Se da cuenta, señor Colton? ¿Placas azules? Yo no las necesito —dijo con firmeza moviendo su encantadora carita.

Si no fuese un hombre de mundo, Jesse se hubiera enamorado de aquella mujer en aquel preciso momento. En cambio, echó hacia atrás la cabeza y se empezó a reír, esfumándose cualquier tipo de pensamiento que no fuese estrictamente profesional.

Ojearon la carta encuadernada en cuero, Jesse observó cómo Samantha fruncía el ceño mientras leía la suya. Era tan rubia y tan sofisticada, un verdadero producto de la alta sociedad. Y él era un mestizo, mitad comanche, un don nadie de Black Arrow, Oklahoma.

—Me parece que quiero dos de cada —dijo ella sonriendo por encima de su carta—. ¿Le parece bien?

—Depende, ¿se le da bien lavar los platos?

—¡Oh! El desgraciado sirviente público mal pagado —dijo Samantha cerrando la carta y dejándola al lado de los cubiertos—. ¿Le gusta?

—¿Ser un sirviente público o estar mal pagado? —preguntó él cerrando su carta.

—En serio, ¿le gusta? Quiero decir, siento escalofríos solo de pensar en el Ala Oeste. El Despacho Oval, todo ese poder en una sola habitación.

—Y los bollos que allí te dan no están nada mal —dijo Jesse bromeando.

Ella se acomodó en su asiento.

—Está bien, no soy inmune frente al hecho de que trabaja en el Ala Oeste, es muy excitante, ¿cómo consiguió ese puesto?

—Trabajando muy duro, con determinación, conociendo a las personas adecuadas… ese tipo de cosas.

—Le importaría hablar en serio, tengo entendido que empezó en el Servicio Secreto.

—No parece que sea muy secreto —empezó a decir, intentando parecer disgustado—, luego estuve en la A.S.N. Agencia de Seguridad Nacional.

—Y después dio el salto al Ala Oeste como uno de los asesores de confianza del Presidente. ¿Ha salvado al Presidente de algún atentado o algo así?

—No, nada parecido. Digamos que soy ambicioso y que sí, que conozco a la gente adecuada y que estaba en el lugar correcto en el momento justo. Cuando el segundo mandato del Presidente termine y su amigo esté en el Despacho Oval, yo volveré a la A.S.N. Yo solo estoy de prestado, ese fue el trato.

—¿No quiere ser parte del equipo de Phillips?

—No me lo han pedido. Es el mismo partido, pero cada uno trabaja con su propia gente y francamente lo prefiero. En la A.S.N. es donde quiero estar. La política no me gusta tanto. Prefiero pensar que estoy sirviendo a mi país, no al gobierno actual solamente. El Presidente acordó que quería una gestión de fuera en lo referente a la seguridad nacional. Es una cuestión de ego, como muchas otras cosas. A mí me da igual. ¿Usted por qué quiere ser parte del equipo de Phillips?

El camarero se acercó, ambos pidieron y se quedaron en silencio mientras les servían el vino, gentileza de la casa.

—Bonito detalle aunque tenga que pagar por ello. No nos permiten aceptar regalos —dijo Jesse probando el vino—. Entonces, Samantha, ¿me lo vas a contar?, ¿por qué quieres ser parte del equipo de Phillips?

—Porque es lo mejor para América —dijo Samantha, entonces sonrió—. Está bien, está bien, la verdad. No es que no sea lo mejor para América. Es un hombre estupendo. Pero, ¿tener la oportunidad de entrar en el Ala Oeste?, ¿sentarme en el Despacho Oval?, ¿ser una parte, aunque sea pequeña, del equipo que trabaja detrás del Presidente?, ¿quién no puede querer eso?

—Es cierto. Quince horas al día, emergencias continuamente, congresistas que requieren tu ayuda constantemente. Es estupendo.

—Eso lo dices ahora, pero no creo que estés en ningún sitio en el que no quieras estar.

Jesse no le respondió, simplemente alzó su copa a modo de brindis y dio un pequeño sorbo al vino mientras el camarero colocaba una ensalada en la mesa.

Le gustaba aquella mujer, realmente le gustaba. Y ella tenía razón, estaba exactamente donde quería estar; sentado justo enfrente de una interesantísima mujer.

Cuando terminaron de cenar, Jesse se sentía bastante acaramelado. Suficientemente como para preguntar algo que no debería haber preguntado.

—¿Has estado alguna vez en la embajada de Checoslovaquia? —preguntó él.

Parecía que ella conocía todo el distrito y gran parte de Virginia. Conocía a todo el mundo, probablemente a través de sus padres o del senador Phillips, y había sido invitada a todas las fiestas importantes.

Samantha se echó hacia tras y movió los ojos.

—¿La embajada de Checoslovaquia? ¡Es preciosa!

—No lo sé. Nunca la he visto —y era verdad, solamente había recibido un fax del abogado y aún estaba haciéndose a la idea de que él y su familia habían heredado aquella mansión tan valiosa… y todo lo demás.

—¿Nunca la has visto? Tienes que hacerlo, quiero decir, nunca he estado por dentro, pero por fuera… para empezar el terreno es magnífico. Una vez estuve allí para hacerme unas fotos con la esposa del Senador aunque nunca pasamos al interior. Los jardines son fabulosos, con flores por todas partes.

—¿Jardines con flores? Increíblemente original.

—¡Qué gracioso! —dijo ella, después hizo una pausa mientras el camarero retiraba los platos—. Pero no son solo los jardines, la mansión es extraordinaria, de estilo federal, con unos ladrillos rojos maravillosos y tiene miles de ventanas. Las molduras y los marcos son de madera pintada color crema y definitivamente realizados a mano por expertos. Realmente es… parte de la historia de América.

—Y se utiliza como la embajada de Checoslovaquia.

Ella asintió.

—Eso es lo que pasa con la gran mayoría de las mansiones. Es el precio que tenemos que pagar por ser el centro político del mundo. Pero, por supuesto, si no lo fuéramos quién sabe qué sería de todas esas mansiones tan antiguas.

—Quizá nunca hubiesen sido construidas.

—Buen argumento, nunca se me había ocurrido. De todas maneras, me encantaría entrar, simplemente para echar un vistazo al interior. ¿Por qué lo has mencionado?